Amor Km. 0 (Colección Cupido)

Amor Km. 0

Aquí tienes completa y de forma gratuita la tercera edición de la Colección Cupido.













A veces la muerte nos da la oportunidad de comenzar una nueva vida… 

“Mario, inmóvil, no tuvo más remedio que contemplar lo que tenía frente a él. Parejas de espectros felices que paseaban cogidos de la mano a través de las tumbas. Flores por donde quiera que mirase de los vivos recordando a los muertos, y de éstos regalando a otros” 

LLORARÉ LÁGRIMAS AMARILLAS 
Charo Anadón 



Alagón (Zaragoza) 



LLORARÉ LÁGRIMAS AMARILLAS


Paseé entre las tumbas como cada catorce de febrero. Aquel día era el más problemático. Amores reencontrados, otros perdidos. Y yo en medio. Juez y verdugo: el conciliador. Se dice de los adolescentes que se les alteran muchísimo las hormonas pero los muertos son peores y más difíciles de calmar. Sabía que con Mario, un recién llegado, iba a tener problemas y me dirigí allí, algo apartado para no molestar pero lo suficientemente cerca para poder intervenir llegado el momento.
La joven que tenía su lugar de descanso al lado se asomó cuando me acerqué. La saludé con una sonrisa y una inclinación de cabeza, a lo que ella me contestó de igual forma y volvió a esconderse.
Mario salió de su tumba hecho un pincel. Le temblaba la mano del nerviosismo que llevaba cuando rozó con los dedos la losa que guardaba el cuerpo de su esposa fallecida hacía varias décadas. Le había sentado bien la muerte a él, pues su aspecto había vuelto a ser joven con respecto a la edad grabada en la lápida: ochenta años. Supuse que había decidido volver a la que tenía cuando se separaron.
—Sara, por fin podremos estar juntos. Y esta vez nada nos separará —le susurró acercando los labios a la piedra, apartando con la mano, como quien se quita una mosca molesta, los centenares de pétalos de crisantemos que había encima de la losa—. Sara, cariño, ¿me oyes? —llamó de nuevo—. ¡Sara! —gritó más fuerte.
Era dura y no pudo traspasarla cuando intentó colarse dentro. Me acerqué a él y le toqué el hombro.
—Disculpe, pero está molestando a una inquilina.
Se giró con la boca abierta, a punto de explotar en un ataque de ira.
—¿Inquilina? ¡Es mi mujer! ¡Y no me oye! Además, ¿quién es usted?
—Si se calma, le explico —le indiqué. Una vez intuí que había recuperado la compostura, continué—. No importa quién soy. Mantengo el orden para que no se pierda la paz del cementerio.
—¡Pero es mi mujer! —siguió diciendo, tozudo.
—No, se equivoca. En la iglesia los casaron hasta que la muerte los separase. Sé que es difícil de entender, pero ahora no son nada. Hay parejas que continúan juntas en la eternidad, otras no. Tal vez sea el momento de encontrar una nueva pareja.
Un anciano, con sangre en las venas, se acercó lentamente a la tumba donde Mario esperaba a Sara. Canoso en el poco pelo que conservaba y con las manos temblorosas, depositó dos crisantemos amarillos en el mismo sitio donde él había dejado segundos antes una rosa.
—¿Pero qué se ha creído? —explotó Mario cuando empezó a recoger los pétalos en el hueco de sus manos, acercándoselas después para aspirar su aroma y besarlos.
En aquel momento, Sara asomó su cabeza a través de la lápida con las mejillas sonrosadas. Se incorporó y salió a sentarse junto al recién llegado. Le depositó un beso en la mejilla, le acarició la cara y las manos mientras el hombre sonreía y susurraba.
—Sólo dos almas gemelas pueden sentirse mutuamente a pesar de que las separe la muerte —pensé.
—¡Tú! —gritó dirigiéndose a ella—. ¡Con lo que yo te he querido! ¿Me engañas con esto? —le dijo furioso acercándose a la pareja queriendo agarrar al vivo.
Éste, al sentir una furia contra él, que percibió aunque no pudiese ver nada a su alrededor, tuvo un escalofrío y se aferró a la tumba de su amada. Ella se levantó cuan alta era, y se encaró con más rabia todavía contra el que había sido su marido.
La miré y esperé a que se serenase. Si no era así, tendría que intervenir. Al cabo de un momento asintió en mi dirección.
—Luego hablo contigo —contestó con voz dura, dirigiéndose a Mario, que la miraba atónito—. Cuando se vaya mi invitado.
—¿Invitado? ¿Éste? ¿Pero quién se ha creído? —hubiese gritado más de no ser por mí, que le toqué los hombros inmovilizándolo y obligándole después a sentarse a la vez que le miraba a los ojos.
—Hay que respetar a los demás inquilinos. Si infringes las normas, puedo castigarte por tiempo indefinido en tu tumba sin salir; así, paralizado. Tú decides —zanjé.
Cuando deduje que me había entendido, seguí hablando:
—Ahora esperarás sentado y tranquilo hasta que ella termine.
Dando por finalizado el sermón, me alejé de allí acercándome a otro lugar donde preveía problemas. Mario, inmóvil, no tuvo más remedio que contemplar lo que tenía frente a él. Parejas de espectros felices que paseaban cogidos de la mano a través de las tumbas. Flores por donde quiera que mirase, de los vivos recordando a los muertos, y de éstos regalando a otros.
Regresé y le toqué el hombro, pudiendo, al fin, mover su cuerpo.
—Parece que el tiempo se haya detenido, ¿verdad? —le pregunté para romper el hielo, señalando su corazón.
—Sí —dijo con un tono de tristeza.
—Has recordado, ¿verdad? —continué.
Me miró como cuando se mira a alguien por primera vez e hizo un amago de sonrisa.
—¿Cómo se puede dejar de amar a alguien a quien has amado toda la vida?
—¿Estás seguro de que la amabas? —preguntó una dulce voz a mis espaldas—. ¿O amabas lo que creías ver en ella?
Cuando nos giramos, vimos que la vecina de Mario se había detenido a nuestro lado.
—Cuando estás en este lugar durante tanto tiempo, si no tienes una nueva pareja, sólo te queda observar al resto. Estando tan cerca, siempre me llamó la atención. Una joven con dos pretendientes. A veces se ve por aquí. El marido y el que siempre la amó. Éste último siempre es el que se queda con ella. Porque es quien la conoce mejor. Es curioso. A veces estamos viviendo con la misma persona toda la vida sin llegar a conocerla. Y otros viven juntos la eternidad, conociéndose entre ellos mejor que a sí mismos. Cuando vi su inscripción en la lápida, me sorprendió. Pero enseguida lo comprendí. Todos esos pétalos que tanto odias son realmente las lágrimas de tu esposa. Tu rosa siempre desentonaba entre tanto amarillo.
—No. Ella amaba el rojo —la interrumpió Mario.
—No, Mario —contestó Sara que se había acercado a nosotros sin hacer ruido—. Eras tú quien odiaba el amarillo y amaba el rojo. Cuando entendí que nunca me escucharías, dejé de insistir. Y te agradecí todas tus rosas rojas, con espinas y todo. Después corría a esconderme en nuestra habitación para llorar sin que tú me vieses. Juan siempre tenía un pequeño detalle amarillo, aunque nunca los aceptaba, hasta mi muerte. En el mismo instante en que dejé de respirar, nuestra unión se deshizo. Y por fin me sentí libre. Y también culpable. Aunque había mandado al abogado la obligación de escribir aquella frase en mi lápida antes de morir. Una especie de última oportunidad. Si realmente me escuchabas, lo entenderías. Pero cada año veía cómo apartabas con mal genio todo lo que había llorado. Y, en cambio, Juan, actuaba al revés.
El hombre abrió la boca intentando hablar, pero Sara le cortó.
—Es tarde —dijo—. Demasiado.
—Ven, Mario te enseñaré el cementerio —la joven, que había permanecido al margen desde que Sara había empezado a hablar, le cogió de la mano arrastrándolo—. Me llamo Isabel. Tú me gustas desde el primer día que pusiste aquella rosa roja en la tumba y te he estado esperando. Perdona por ser tan directa. Pero aquí los formalismos ya no existen. Sólo el respeto.
Sara, que había escuchado la declaración, cogió su rosa y se la dio a la joven sonriendo.
—Es tuya. Os deseo mucha suerte.
Y Mario, que no se esperaba nada de todo aquello, se dejó llevar. Atónito al principio, con una sonrisa después y alguna carcajada que le permití, siguió su paseo por el cementerio. Ya le diría más adelante que cuidase con sus risas, que las escandalosas estaban prohibidas. Aquello no era un bar, sino un lugar de reposo.
Isabel se paró, como si hubiese escuchado mis pensamientos y se giró hacia mí.
—Sí, también le hablaré de las normas —y, tras guiñarme un ojo, siguió su camino señalándole a Mario todo lo que le parecía interesante. Tenía muchas historias que contar y otras que seguro se inventaría.
Los miré alejarse con una sonrisa. Este lugar nunca dejaba de sorprenderme.


Charo Anadón
Zaragoza








Hay deseos que solo pueden acariciarse con la mirada… 


“Tómame con ardor entre tus manos, 
que tus ojos me recorran  
con deseo no vivido” 


DESEO QUE… 


 Ven.
 
Tómame con deseo entre tus manos,
  acaríciame con tu mirada,
  recorre con tus dedos
  todo mi espacio.
Y después,
  acomodado en tu mejor butaca
  repósame en tu regazo.

Quiero que descubras en este cuerpo:
   los deseos,
los anhelos,
los suspiros.

Ámame,
porque yo te amo.
  Quiéreme,
porque quiero estar contigo,
  ser parte de ti,
que llores junto a mi llanto
que rías,
                 cuando yo río.

Quiero
vivir contigo pasiones,
y al llegar la noche
ansío,
ir juntos al lecho
    para soñar contigo.

Tómame, con ardor entre tus manos,
 que tus ojos me recorran
con deseo no vivido.

Quiero
 que olvides de mí,
            que sólo soy,

         un libro.


Estela Alcay

Zaragoza







El misterio de los sentimientos se hace vértigo y la dulce tormenta explota en la piel de las estrellas.


“No podía pensar con claridad, se me había olvidado hasta mi nombre. Oír su voz y sentir su cuerpo desnudo encima del mío fue como si la tierra hubiese dejado de ejercer su punto de gravedad, como volar por encima de las nubes mirando cara a cara al sol, él sabía de eso, era piloto. Y poco a poco fue cubriendo mi cuerpo de estrellas recogidas en no sé qué cielo”


KLAUS

Joaquín Marías Corbalán “Indiana”


KLAUS
Los años vividos en las diferentes etapas de mi vida, empiezan a impedir, con su mal disimulada impaciencia, que estos cansados ojos míos no vean ya con la natural claridad a los confiados gorriones, que como cada tarde, vienen a picotear el pan que desmigajo para ellos bajo el viejo y caduco cerezo. Él, a la vez que yo, mira el pasar del tiempo con cierta indiferencia ya, sin demasiadas prisas porque amanezca o anochezca, porque la vida siga su sistemático curso. Tanto ellos como yo, estamos al final de nuestro programado ciclo, nos sentimos llenos de lo vivido, basta con lo que la naturaleza y la vida tan desinteresadamente, nos han regalado.
A estas alturas no vale protestar, no tendría sentido rebelarse, si así lo hiciéramos, se harían a un lado las nubes para que pudiera reírse  a sus anchas el sol. Tan sólo las estrellas nos tomarían en serio, pero tendríamos que esperar a la noche. ¡Es tan fría cuando los ojos del alma ya no sonríen! Y los míos, que siempre vieron el mundo de otro color, ahora están aprendiendo a llorar.
Los años, son los mismos, sí, los mismos que por alguna oculta razón discurrían tan veloces al principio de mi vida y tan lentos ahora, al final de ella. Creo que deben de pasar de la misma manera para la mayoría de las personas.
Los años..., siempre los años. Ellos podrán enturbiar mis ojos, pero no mis recuerdos. Dicen que estos son la segunda vida de los viejos. Todo lo andado con el pesado saco de lastre a las espaldas… dolió.
¡Qué más da ya hablar a estas alturas de la vida de los viejos o de los jóvenes! Pero mis recuerdos están ahí, son míos, sólo míos… míos. Posiblemente, sean una de las pocas cosas que no puede quitarnos nadie, los recuerdos.
Conservo uno con especial cariño: fue en la pasada guerra, esa cruel, inútil y maldita guerra que parecía no acabar nunca y que tantas cosas, feas y bonitas, dejó como un inseparable compañero de viaje en mi vida. Todas esas cosas, siempre por delante como una sombra que me precede abriéndome el camino, como una sombra que me empuja al preludio del abismo.
La separación de mi marido, por sus ideas, o quizás por las mías. Para él, que los suyos ganaran esta guerra era más importante que ganarme a mí. Decía que si vencíamos, estaríamos mejor, pero yo para estar bien, sólo le necesitaba a él.
Aquella tarde no había colores en el cielo, y si los había yo no los vi. Todo era de un gris ceniza. Sólo recuerdo su fusil cruzado a la espalda, una roída manta sobre su pecho y... aquella mirada, fría como la tarde. No volví a verle  ni a saber nada más de él, la verdad es que tampoco pregunté a nadie, todo quedó en mi cabeza como un mal sueño. Sé que le perdí cuando desapareció tras el último árbol del serpenteante camino, fue precisamente en ese recodo donde le vi por primera vez, que ironía. A veces pienso que los dioses son crueles, se divierten con nosotros o al menos con algunos de nosotros.
A día de hoy, no sé nada de él, no sé si estará vivo o muerto. Ahora tendría ochenta y cinco años de los cuales, pienso, que los diez mejores fueron para mí, eso al menos es lo que él decía; hasta el día que decidió irse a matar a no sé quién.
Tenía una sonrisa luminosa, de las que sobreviven a la muerte, y… unos ojos negros que sólo olvidaré cuando cierre los míos si la negra parca me permite conservar los recuerdos.
La pérdida de mi fe en la palabra felicidad, mis ansias de ser útil o simplemente el tener alguien con quien compartir mi soledad, o quizás por mitigar mi mal disimulada y vana espera, hizo que pasara a formar  parte del grupo de chicas que cuidaban a los heridos en combate, en aquel convento reconvertido ahora en un improvisado hospital.
Después de tantos años, aún no he podido olvidar esa vivencia, el recuerdo sigue siendo de locura: las mantas enrolladas que traían los soldados con su imborrable olor a pólvora; las sábanas ensangrentadas en los pasillos, en las escaleras, en las celdas que servían de improvisadas habitaciones; los lamentos sin apenas fuerza para gritar de los moribundos; los aullidos de los operados sin anestesia; las prácticamente inexistentes medicinas; la poca comida y la cada vez más escasa agua, hacían de aquel simulacro de hospital un segundo campo de batalla.                            
De lo único de que disponíamos en exceso era de sueño y hambre, de eso sobraba siempre. Puedo jurar, que había veces en las que no sabía si la sangre que empapaba mi ropa, era mía o de algún herido. De lo que si estoy segura, es que la sangre de las mujeres era del mismo color que la de los hombres, sé que alguien va a entender lo que digo.
Con el paso de los interminables y agotadores días, todo se fue tranquilizando, venían menos heridos, no sé si era, porque ya quedaban pocos hombres para matarse, si estaban escaseando las bombas, o si estaban ya todos muertos.
Disfrutábamos, de una relativa paz, aunque esta palabra dicha en aquellos momentos no sé si me producía risa o llanto, como poco sonaba a ironía en mis oídos, paz.
Era piloto, no recuerdo si nacional o rojo, o verde, o azul, a mí no me importaban esas cosas, que estupidez matarse por un color, malditos imbéciles, coged los del arco iris, él los tiene todos y no hace guerras, pedídselos, no creo que le importe.
Para mí era un herido como los demás, cayó con su avión durante la noche, lo trajeron de madrugada en una carreta cubierta de paja y estiércol para que no lo vieran, de haberlo descubierto le hubieran matado. Que importaba si estaba herido o no, no querían prisioneros, había poca comida, y muertos molestaban menos.
Tenía un golpe en la cabeza y una fea herida en el brazo, hubo que sedarlo para operar y a consecuencia de esto, estuvo algún tiempo  inconsciente. Me mandaron lavarlo, así lo hice y por ende, lo veía día tras día tendido en aquel camastro de la fresca celda en verano, y que supuse gélida en invierno.
A pesar de haber estado casada con el que me parecía el hombre más guapo del mundo, la cara de este soldado me recordaba las pinturas de ángeles que veía de niña en la catedral de la ciudad. Hacía ya un año, que me parecía un siglo, que no veía a un hombre desnudo.
Me resultaba difícil borrar la imagen de su cuerpo de mi cabeza, era puntual a la cita cada noche, porque de día era imposible pensar con el ajetreo del hospital en aquel olvidado rincón del mundo. La figura de aquel hombre joven, desnudo, tendido en el camastro semiinconsciente, tenía toda le belleza de Apolo. Aquel cuerpo, era lo único que tenía el poder de recordarme que seguía siendo una mujer.
La abstinencia sexual me estaba jugando una mala pasada. Eso, pienso que ni la guerra ni  la muerte podrán borrar de nuestros genes, es el instinto de la supervivencia de la especie. Como poco, se puede mitigar algo entreteniendo al cerebro ocupado en otros quehaceres, pero aflora a las más mínima ocasión que le demos. Yo ya no sabía si lo veía o lo soñaba, pero esa idea estaba dentro de mi cabeza y entendí que iba a ser ya muy difícil sacarla de allí.
Las escenas eróticas pasaban y se repetían formando mil sombras de libidinosos duendes que se recreaban atormentándome, despertando mis adormilados instintos. No era capaz de discernir si lo necesitaba mi cuerpo o mi mente, era como la morfina, como un alivio para mi soledad.            
Aquella prominencia entre sus piernas, que yo disimulaba cada día con una roída sabana que hacía esfuerzos por conservarse blanca, se estaba convirtiendo en una obsesión que amenazaba con la locura. Lo deseaba, lo imaginaba encima de mí, debajo, detrás, acariciándome los pechos. No podía dormir y acababa tocándome, intentando con vergüenza reprimida disimular mis instintos, casi como una adolescente.       
En el éxtasis final podía sentir su dureza entrando en mi cuerpo, entonces no sé porqué, veía los ojos de mi marido y explotaba en un orgasmo buscado e interminable.
         
Siempre he pensado que los hombres y la mujeres formamos  un complemento. Somos diferentes, eso lo tengo muy claro, muy diferentes, pero formamos las dos mitades de un todo y juntos... el Ying y el Yang, la energía maravillosa del universo. No creo en el feminismo ni el machismo. Nunca he creído en la guerra de sexos, no tiene sentido, eso lo dejo para los resentidos. El eterno  problema es el entendimiento mutuo, el aprender a comprender al otro.
Creo que hoy ya debería de haber vuelto en sí, ya lleva demasiado tiempo inconsciente. Era superior a mí, yo quería, necesitaba verlo otra vez. Me vestí el camisón, era una de las pocas afortunadas que podían presumir de él, en esta precaria situación era todo un lujo poseerlo, que ironía, en otro tiempo ni lo hubiese mirado.
Me encaminé despacio por el largo corredor, casi como una sombra en la semioscuridad. No necesitaba luz, me bastaba la de la luna y además conocía lo suficiente todo el convento. ¿Qué le diría si estaba despierto? Quería verlo dormido, admirarlo en toda su plenitud ¿o… en realidad lo quería despierto? Cuantas contradicciones desfilaron en un momento como oscuros espectros por mi cabeza. De cualquier manera no era aconsejable dejarlo solo tantas horas, pensaba para autoconvencerme de que hacía lo correcto.
Estaba tendido, inconsciente aún. Parecía una escultura de Miguel Ángel, le toqué la cara despacio.
—Eh..., eh —susurré para comprobar que seguía dormido.
Estaba caliente,  respiraba sin sonido, pausadamente. Yo no había visto nunca a alguien en coma, era... como una dulce muerte consciente, sin sonrisas, sin enfados, sin una débil mueca que denunciara la vida, indolente como estando sin estar. Soy consciente de que es un contrasentido, pero es la mejor manera que conozco para expresar lo que sentía en aquellos momentos.
Deseaba acariciarlo, tenía que hacerlo, lo supe entonces aunque ahora me avergüence de ello. No fui a entregarme a él, bien lo sabe dios, ni a hacer nada de lo que pudiera arrepentirme, pero la imagen de aquel hombre desnudo me superaba, era más fuerte que yo.
Lentamente como el que desactiva una bomba, fui apartando la sabana de su cuerpo. ¡Allí estaba como un dios griego! Sentí la irrefrenable necesidad de volver a tener los labios de un hombre cerca de los míos y lo hice, fue un sutil roce, imperceptible apenas, pero suficiente para que se me despegara el alma huyendo de la carne.
¡Oh, qué dulce sensación, qué fiesta para los sentidos! ¡Cómo se puede sentir tanto con tan poco! Fue mi detonador, el despertar de algo largo tiempo dormido, aletargado. Deslicé la mano por sus piernas. No sé, ahora no sabría explicar si conscientemente o no, pero de forma natural, sin esperarlo me encontré con su miembro en la mano, como si lo hubiese estado haciendo el día anterior.
Ya todo me daba igual, cielo o infierno, verdad  o mentira, guerra o paz, ya no había fuerza humana capaz de parar mis instintos. Me quité el camisón y me eché dulcemente sobre él. Sentí el rizado pelo de su pecho en el mío a la vez que una mórbida protuberancia se acomodaba entre mis piernas.
¡Qué sublime sensación, que soñado vuelo!  Sólo una mujer sería capaz de entender lo que sentí en aquel momento. Fue… como el aletear de un millón de mariposas sobre mi vientre.
 Cogí su miembro y empecé a acariciarlo, sé que suena a ordinariez, quizás a porno barato, pero sólo puedo describirlo así. Acariciarlo con mis labios, sentir su calor en mi lengua como el más dulce néctar.
Creo que entonces aún no era consciente de que un hombre dormido, sin algo que lo motive, no tiene una erección y lo que tenía en la boca, como un dulce caramelo que hace perder la noción del tiempo, me impedía pensar. Cuando me di cuenta ya era demasiado tarde. No sé el tiempo que la tuve como algo que me pertenecía por derecho, tampoco me sobresalté, como si lo esperase y fuese natural cuando su mano cogió dulcemente mi cabeza.
Fue entonces cuando escuché su voz susurrar tan suave como un adagio de Mozart.
—¡Espera! Por favor..., ven —le escuché decir, a la vez que me acercaba hacia su cabeza.
No me asusté, sólo necesitaba seguir haciéndolo, pensé que mi corazón no lo podría resistir, parecía como si fuese a estallar en cualquier momento. ¿Cuantos latidos más iba a ser capaz de aguantar antes de morir con este ansiado y voluntario tormento? Mi ego pedía más de esta pócima, de esta droga que obnubilaba mis sentidos hasta hacerlos esclavos del pecaminoso poder de la carne. ¡Qué me importaban en este momento las tópicas mentiras con las que cada domingo bombardeaba don Florián a las crédulas y temerosas monjas! De mi cabeza se había borrado la palabra infierno, mis ojos lo volvían a ver todo azul y rosa, todo me daba igual, no deseaba nada que no fuese sexo.
Puso sus manos a cada lado de mi cabeza e intentó apartarme, yo no quería que arrebatara mi tesoro y entonces miré a sus ojos.
—Ven... ven...
Me lo decía con tanta dulzura que no fui capaz de  resistirme, creo que ya estaba vencida antes de entrar. Le dejé hacer. Se puso encima de mí y despacio, como quien sopla a una vela haciendo oscilar su débil llama a la voluntad del soplador, me fue besando una y otra vez, la cara, el cuello, la frente, los ojos.
Después de unos momentos que yo creí eternos y que alguna parte de mi cerebro confundió con la magia, fue serpenteando con su lengua hacia abajo, abriéndose camino por mi tembloroso vientre hasta detenerse en el lugar donde convergen las piernas, allí se detuvo a buscar con su lengua no sé qué cosa descocida aún para mi, era dueña de un tesoro sin saber que existía. No fui capaz de cerrar los parpados a pesar de la sensación de mareo que me embargaba, yo buscaba sin éxito su norte, su polo magnético, aquello fuese lo que fuese, que me impedía dejar de mirarle, de ver otra cosa que no fuese él, como si en el mundo solamente existiéramos los dos.
Volví a sentir el vello de su pecho en el mío. Creí morirme. Por un momento llegué a pensar que podía estar soñando, o que fuese un juego cruel de la imaginación, una burla de la mente. Volví a la realidad cuando preguntó:
—¿Cuál es tu nombre?
Tardé en contestarle. Estaba confusa.
—Rosa…
No podía pensar con claridad, se me había olvidado hasta mi nombre. Oír su voz y sentir su cuerpo desnudo encima del mío fue como si la tierra hubiese dejado de ejercer su punto de gravedad, como volar por encima de las nubes mirando cara a cara al sol, él sabía de eso, era piloto. Y poco a poco fue cubriendo mi cuerpo de estrellas recogidas en no sé qué cielo.
Más que recordarlo ahora después de todos estos años, es revivirlo. También se puede vivir de un recuerdo, solo, se cierran los ojos y abres la cajita del perfume, el viento hace el resto, se encarga de esparcirlo. Nunca me había hecho esto mi marido, el único hombre al que conocí, pensé que de habérselo pedido la inquisición me habría quemado por bruja. Tampoco esperé nunca algo parecido a esto de él, aunque lo hubiese pensado, sus prejuicios, quizás su educación se lo habrían impedido.
 La sorpresa cedió amablemente el paso a la locura, sentí sus labios y su lengua en el pequeño detonador que guardamos todas las mujeres entre las piernas, como la cálida llave del misterio y la vergüenza. El lugar exacto donde un hombre experto es capaz de llevar a una mujer de la mano por los recónditos mundos de la fantasía, del color más sutil del desvarío.
Creí morirme, un explosivo mundo de colores me envolvió en un dulce mareo. No saber si iba a ser capaz de aguantar ese tormento me excitaba sobremanera, estaba sumergida en un torbellino de vértigos y de locura. Suplicaba frases sin sentido, sin ser consciente de lo que decía.
Puso su dedo cruzado sobre mis labios y le escuché decir:
—Shhh... Déjame hacer, no rompas la magia.
Volvió a besarme en la boca. Yo le pertenecía, era como una frágil barquita en la tormenta, en una dulce tormenta que deseaba que no acabara nunca.
Tomó con su mano derecha la cosa que yo más deseaba en ese momento, era como si adivinara mi pensamiento, mis deseos, como una preparada complicidad. La sentí deslizarse sobre mi detonador, hacia arriba y hacia abajo, despacio, suave, mientras me miraba fijamente, inalterable, empapándose de mis sentidos
Que sensación tan entrañable y tan extraña a la vez, ver a otros ojos disfrutando con los míos. Ahora lo tenía claro, este aviador era enemigo y quería matarme o como poco volverme loca de placer. Y por fin, cuando la espera se hacía insoportable, la sentí abrirse paso dentro de mí… sin prisas; fue como una explosión nuclear donde todo se funde con el todo, un lento apagarse de lejanas estrellas y encenderse de nuevo delante de mí, cerca de mis ojos, en una inmensidad donde no hay principio ni tampoco fin, lo inenarrable.
Jamás sentí eso con mi esposo, no sospeché que pudiera ser así, en ese momento ya no me importaba nada, el convento, los heridos, la guerra, solo deseaba que aquello a lo que yo no podía darle un nombre fuese eterno, que no acabara nunca. Él, fue subiendo y bajando sobre mí en un suave y dulce balanceo, yo, sólo le miraba en mi mundo de luz de estrellas.
Para mí no era un hombre. ¿Se podía sentir esto con un hombre? Y mi lenta muerte, esa prolongada agonía, fue subiendo dulce y serena, como la marea en una playa de los mares del sur, exóticos y misteriosos como una ciudad fronteriza. Fue un orgasmo interminable, una caída libre en un abismo sin final y después otra vez y otra.
Perdí la noción del tiempo, que pacto diabólico con el señor de las tinieblas hacía que aquel hombre no terminara lo que por naturaleza debía de acabar. Por fin lo hizo, le vi abrir mucho los ojos y dar un prolongado suspiro, entonces  supe que él también tenía un final. De súbito, sin esperarlo todavía, me sentí vacía; fue una extraña sensación de abandono. Sentí su semen caliente, como la ardiente lava del Vesubio que cubrió a Pompeya sin avisarles. El pelo, la cara y por último los pechos...
Nos miramos durante un tiempo atemporal,  sudando, sonriéndonos, sin hablar, esperando a que los ángeles simples observadores sin sexo y sin opinión dejaran de volar a nuestro alrededor.  Me limpió  la cara con dedos de algodón, como la suave caricia de una madre sobre la dulce piel de su bebé recién nacido.
—Lo siento —balbuceó.
Sonreímos a la vez, mientras los ángeles abandonaban nuestro cielo dejando en el aire un sutil perfume de albahacas verdes.
Me ayudó a vestirme el viejo camisón como si de la más fina capa de seda se tratase.
—¿Cómo te llamas? —le pregunté.
Me miró con sus ojos grandes acostumbrados a ver cielos infinitos.
—Qué más da un nombre entre tantos nombres.
—Pero de alguna manera tendrán que llamarte.
—Es tarde, debes de irte. Te he estado viendo cuidarme todo este tiempo, estaba dormido, no sentía nada pero podía verte. Gracias por lo que has hecho por mí, ¿volverás mañana? —preguntó a la vez que me acariciaba.
Me besó en la boca como quien besa el agua bebiendo mi saliva. Yo ya tenía muy claro a quién pertenecía mi vida, también mi alma y más vidas si tuviese más vidas.
—Después de la guerra yo...
—Shhh, no digas nada, vete; mañana.

No sé el tiempo que dormí, ni tan siquiera si dormí. Fue el ruido de nuevas bombas, las malditas bombas que nos daban los buenos o los malos días todas las mañanas, o el voltear de las campanas a manos de las monjas cuando escuchaban el ruido de los motores de los bombarderos que sobrevolaban el convento día tras día.
Abrí los ojos, despacio como quien despierta a otra realidad después de un largo sueño. ¡El piloto! Ese hombre ya formaba parte de mi vida, me vestí todo lo rápido que los nervios me permitieron y desande el camino de hacia unas horas. No había nadie en la celda, estaba vacía.
—¿Busca a alguien, Rosa?
 —Sí, sí, al… Bueno, creí oír unos lamentos y pensé que el herido necesitaba cuidados. ¿Se ha recuperado ya, está hoy mejor?
Sor Ángela, abrió los ojos con sorpresa y contestó con mal disimulada extrañeza.
—¿Lamentos? ¿De qué herido me habla?
—Del soldado herido. El hombre que estaba en coma en esta celda. Anoche, le...
Sor Ángela se acercó y mirándome extrañada me preguntó:
—¿Está usted bien, Rosa?
—Sí... Sí, sí, estoy bien. ¿Por qué?
—En esta celda no ha habido nadie en los últimos meses, siempre ha estado cerrada.
Un escalofrío estremeció todo mi cuerpo.
—¿Cerrada? ¿Pero por qué?
—Historias. Dicen que al principio de la guerra trajeron a un hombre herido, ahora que recuerdo creo que era piloto, Klaus creo que se llamaba. Sí, sí, piloto alemán, pero murió a causa de sus heridas, cuando fueron a sacarlo para enterrarlo había desaparecido misteriosamente. Le buscaron por todo el convento pero nadie lo encontró jamás. La madre superiora cerró esta celda por miedo a que las hermanas no quisieran acercarse a esta zona.

Recuerdo que antes de salir me volví y miré sus ojos azules. Yo no sabía que sería la primera y la última vez que… aún hoy, después de tanto tiempo no los he podido olvidar. Yo sé que pasó, no preguntadme como, no lo sabría explicar pero pasó, a mí me pasó.
No sé en qué cielo estarán él o sus ojos. Donde estés, hombre sin nombre, por favor consigue un rinconcito cerca de ti para los míos, estos, que ahora apenas pueden distinguir a los pequeños gorriones que juegan entre las albahacas. Mi alma, ya sólo es una sombra que se resiste a abandonar mi cuerpo.


Joaquín Marías Corbalán “Indiana”
Alguazas (Murcia)









Es el tiempo un compás para los sentidos…


“365 horas te besaré,
365 días te recorreré y
365 años te amaré”


365 DIENTES

Lauranne Sorcière
Zaragoza



365 DIENTES

No te conozco todavía,
pero te imagino con un vestido sencillo.

Un vestido con una cremallera al frente,
desde el redondo escote hasta la terminación en minifalda.

Elegante diseño, de algodón grácil y radiante.

La cremallera tiene 365 pares de dientes.

Me veo bajando su cursor lentamente,
diente a diente.

Clic, clic, clic.

Durante seis minutos.

Y tú harás broma,
diciendo si eso voy a tardar para todo.

Y yo diré que sí.
                                         
365 horas te besaré,
365 días te recorreré y
365 años te amaré.

Si te place el compás.


Dersony
Alagón (Zaragoza)









Hay páginas de la vida que se escriben de color azul, amores que se encuentran online, y otros que se pierden si crees que lo imposible no se puede alcanzar.


“Jacinto no apartaba los ojos del libro azul que su hermana llevaba de una mano a otra como si fuera una jugosa fruta a punto de ser engullida, y es que, el contenido del libro no era para menos, un extraño amor rodeado de incógnitas que Blanca deseaba engullir para saciar así su voraz apetito”


LOVE ONLINE
Sarilis Montoro







Carmen Hernando
Luceni (Zaragoza)


 LOVE ONLINE

 “Ojalá entre mis manos se encontrara la lámpara maravillosa, la agitaría y surgiría el genio fabuloso que te concede tres deseos. Los míos serían  ¡Estar contigo, estar contigo, estar contigo! Si estuvieras cerca de mí, haría todo lo que estuviera en mi poder para cautivar tu corazón. Estoy loco por ti… Presiento que soy el hombre de tu vida ¡Oh, Dios mío! Él, tendrá sus razones para mantenernos separados. ¿Cómo podría llegar a ti? Te deseo tanto, quiero abrazarte, sé que jamás nos encontraremos pero estás en mis fantasías, creo que no hay nada malo en ello, fantaseo sobre ti y sobre mí, nos despertamos juntos y una lluvia fina acompañada de un aire fresco acaricia nuestros rostros, une nuestras almas, nos miramos a los ojos y nos fundimos en un apasionado abrazo teniendo como único testigo de nuestro amor a la hermosa naturaleza, mojada y fresca. Eres la criatura más hermosa que existe en el universo, tu belleza se esparce por todo el cosmos en miles de partículas brillantes que llegan a mi corazón clavándose en él, como flechas de Cupido. De mi corazón brota amor, amor, amor, yo soy todo amor y mi mente se llena de ti, de tu belleza, de tus partículas maravillosas.”
Tu amor imposible.
Blanca adoraba leer los retazos amorosos que encontró en casa de su abuela, bajo una baldosa. Nunca un encuentro pudo ser tan inocente, tan casual. Ella pisó y la baldosa tembló bajo su pie. Blanca se inclinó sobre la baldosa movediza, la levantó sin ningún esfuerzo.
En un principio creyó que se trataba de un diario escondido de su abuela, amante de la escritura furtiva y solitaria. La abuela de Blanca siempre fue una mujer reservada, tímida algo insípida, por esta razón su nieta apenas reparó en el librito antiguo de tapas azules. Lo dejó sobre la mesa de caoba que regentaba el gran salón de la casa rústica, propiedad que había heredado tras el fallecimiento de su abuela. Allí estaba ella, Blanca, para poner orden en esa casa abandonada. Tenía absoluta libertad para disponer de ella. Podía venderla, arrendarla o quedarse a vivir en ella si así lo deseaba. Recibía así su premio por el buen comportamiento que había tenido con su abuela Dora, durante toda su vida y en especial en sus últimos días.
El día que Blanca encontró el librito bajo la baldosa, estuvo de estancia en estancia desempolvando recuerdos, la casa no estaba muy desordenada pero una espesa capa de polvo cubría todos los objetos que había en ella. Pequeñas esculturas, bronces apagados, tapices mustios y lámparas de araña deslustradas. Tenía por delante varios días para adecentar la casa de su abuela, estaría bien ocupada desde muy temprano por la mañana, las tardes las dedicaría a la lectura, afición que había heredado de Dora. Rebeca de Dafne de Maurier, era la obra que había elegido para amenizar sus tardes solitarias, sin embargo, lo que Blanca ignoraba era que no llegaría a leer ni la primera página de la intrigante novela de amor y celos.
Cuando me muera me acordaré de ti; quizás en una próxima vida podamos estar juntos, ahora, todo está en orden, yo soy feliz con tus palabras y tú eres dichoso observando mis fotografías. ¿Qué más podemos hacer? Señor, mi adorado caballero, diez mil kilómetros nos separan, un inmenso océano que jamás cruzaré, mi mundo está aquí, se llama España y el tuyo está allí, allí, allí… Un mundo azul y dorado, extraño para mí, demasiado agresivo. Perteneces a una cultura que se me escapa, es como un torbellino que arrasaría mi frágil persona, mis sentimientos son delicados y en tu mundo acabarían pisoteados, no por ti, mi amado, pero sí por tu mundo y tú lo sabes ¿Verdad que lo sabes?”
Tu amor imposible.
Blanca no salía de su asombro. El librito descubierto al azar no era ni mucho menos un diario de su recatada y respetable abuela. ¿Pero a quién podía pertenecer? Los últimos años de Dora los había vivido en absoluta soledad, enviudó relativamente joven y jamás mostró interés alguno en rehacer su vida. Sí, era cierto que a su abuela le gustaba escribir pero conforme leía las amarillentas páginas del librito azul, cada vez le resultaba más extraño que esas páginas hubieran sido escritas por la temblorosa mano de su abuela. La letra era pequeña y de trazo seguro. Su abuela no las había escrito. ¿Quién era el adorado caballero y la hermosa criatura del universo? Blanca continuaba leyendo y la curiosidad se convirtió en intriga, y esta dio paso a una seria preocupación…
No puedo dejar de pensar en ti… ¿Qué piensas de mí, amor mío? Me siento frustrado y triste, sin embargo, pienso en ti y toda la basura de mi vida se evapora. La basura de mi vida huele a rosas gracias a ti. Gracias por ser mi amiga, mi amor en la distancia. La distancia, no obstante, sólo está en nuestras mentes, mi nena, no te dejes encarcelar por el mundo físico, piensa, imagina, sueña y siempre permaneceremos unidos… Te deseo tanto, tanto, estoy mentalmente enamorado de ti y, no tienes ni idea de la intensidad con la que te amo, te amo, te amo. Tu piel es mía, siento tu olor, lo puedo oler y mi corazón se derrite en él. Gracias por existir, mi amor, bella por dentro y por fuera”
Tu amor imposible.
“Sí, mi caballero adorado, hoy he soñado contigo y es cierto que la distancia no existe. He estado contigo esta mañana temprano, cuando el sol amanece allá en tu mundo azul y, yo también he sentido tu olor, sí, el olor del amor se siente, el amor huele, tiene un aroma especial indefinido, huele a tierra mojada, a hojas húmedas, a labios dulces y salados, a cuerpo humano lubricado con efluvios mágicos, íntimos. El aroma del amor es tan intenso que una vez que te posee, que te penetra ya no te abandona. Lo siento a todas horas en mi casa, en mi cama abandonada en una casa rústica perdida en un campo de Castilla y digo abandonada porque tú, no estás aquí, mi adorado caballero, sólo está llena cuando mis ojos cansados de imaginar tu presencia se cierran y se van con el sueño hacia ti, entonces es cuando siento el contacto de tu cuerpo con el mío, mi piel vibra, siente escalofríos de pasión, me siento de nuevo princesa, reina, una mujer bella y deseada por ti, mi amor imposible, mi caballero.
Un rugido la despertó. Fue tal el sobresalto que pensó que alguien había entrado en la casa, pronto tomó conciencia de lo que ocurría, una noche de tormenta. La lluvia caía implacable, la podía escuchar desde el cálido nido de su lecho tan sólo ocupado por un cuerpo, el suyo, solitario, deshabitado. Blanca recordaba el último mensaje de la desconocida, nunca había pensado en el amor como aquella lo describía, ¡El amor era poesía en palabras de la desconocida! Qué lejos estaba ella de la poesía del amor, allí estaba en esa cama vacía esperando que llegara el nuevo día para poner orden en la casa pero por qué ella no era capaz de sentir una poesía en su anodina vida y otras en cambio se derretían en ella, no era justo. Comenzó a acariciarse su propio cuerpo, su piel era fina, suave pero estaba muerta, el olor que desprendía de su cuerpo estaba apagado, ella olía a vacío, a hueco, su cuerpo olía a hojas secas, marchitas, olía a cementerio. Sus manos abandonaron su inerte cuerpo y se dejó envolver por el agradable sonido de la lluvia, era tan agradable que se olvidó de sí misma, de su miseria amorosa y del gran trueno que la había asustado unos minutos antes. Ahora aparecían en su mente palabras, unas palabras que danzaban al son de un amor lejano y desconocido que olía a poesía, que le era ajeno pero le llegaba directamente al corazón porque ese misterioso amor estaba en casa de Dora, su abuela.
Se levantó, los truenos seguían de telón de fondo, ahora se oían lejanos, la lluvia tenía todo el protagonismo y en su compañía, salió de su dormitorio con su camisón blanco hasta los pies y una vela en la mano con una llama ondulante. Descendió por las escaleras, tenía que seguir leyendo, todavía quedaban muchas páginas de pasión contenida, temerosa de anunciarse, de darse a conocer, aquellos enamorados se comunicaban con tanta delicadeza que diríase que se tenían entre ellos pudor, vergüenza de adolescentes…
¿Estás ahí? No lo creo pero no me importa, sé que cuando te conectes, leerás mi mensaje. Puedo imaginar tus bellos ojos cómo se iluminan ante la sorpresa de mi mensaje puesto que sé que siempre son sorpresas para ti, flores inesperadas que inundan tu corazón de felicidad. ¡Cuánto daría para que estuvieras aquí, a mi lado! Cogeríamos el coche y nos iríamos a cualquier parte porque el destino sería lo que menos importase, tú y yo juntos y el mundo en orden por muchas imperfecciones que hubiera a nuestro alrededor, puesto que tú y yo, nuestro amor es lo mejor que existe en nuestras vidas. ¿Estás ahí? No, sé que no, porque ya me habrías contestado, lo sé, pero espero, te espero, te anhelo, te recuerdo, te pienso, te veo, te toco, te poseo.”
Blanca de pronto despertó a una realidad. ¿Cómo no se había dado cuenta antes?
—¿Estás ahí? —¿De dónde procedían los mensajes? ¿A través de qué medio? No eran mensajes epistolares como ella había pensado. Creía que entre sus manos tenía fragmentos de cartas de amor rotas, quebradas por alguna mano celosa que había violado los sentimientos amorosos de dos desconocidos y los quería haber destruido, mutilado para que cayeran en el olvido, en el desinterés del futuro. No entendía cómo podían haber llegado al subsuelo de hogar de su abuela, ya no le inquietaba quién o quiénes estaban detrás de esos sentimientos escritos como susurros, como rumores que llegaban transportados por la fuerza de una brisa enamorada de un océano anónimo.
—¿Estás ahí? —Blanca se estremeció. ¿Sería posible que detrás de esas cálidas y apasionadas letras existiera una realidad paralela invadida por millones de usuarios con imágenes trasnochadas y otras de rabiosa actualidad, algo tan prosaico y tan abundante al que llamaban online, internet, facebook, twitter o por ser políticamente correcto, sería mejor hablar de redes sociales?
Continuó leyendo ávida de encontrar alguna pista que la condujera a algo concreto, a alguien con nombre y apellidos. Por supuesto, su abuela no guardaba relación alguna con el librito azul, sin embargo, ¿Por qué estaba en su casa? ¡Y tan escondido! Sin duda alguna, alguien se lo había entregado para que lo ocultara, sin duda alguna se trataba de amores prohibidos, amores imposibles, amores castigados por el destino, por circunstancias que burlaban los deseos más íntimos de cualquier ser humano que fuese capaz de sentirlos.
“Hace un tiempo que no recibo mensajes tuyos ¿Por qué no me hablas? ¿Acaso te he molestado en algo? No entiendo tu silencio ¿Por qué me torturas? Si has dejado de amarme, dímelo, si ya no me deseas, dímelo, si ya no soy tu luna, ni tu noche, ni tu lluvia, dímelo, si mi olor ya no te eleva a placenteras sensaciones, dímelo, dímelo, dímelo… No hay nada peor que el silencio, prefiero la muerte al silencio, prefiero el olor rancio de tu desamor al silencio, prefiero un no te amo al silencio, no, no, no, no más silencio por favor.”
“No, no, no, no pienses así, mis palabras siempre han sido auténticas, muy auténticas, pero a veces me siento derrotado y carezco de fuerzas para conectarme; pero yo, siempre estoy pensando en ti, he compuesto una canción inspirada en ti. No voy a negar que en mi vida ha habido mujeres, muchas, demasiadas, tengo cincuenta y seis años y sé de lo que hablo, tú para mí, no eres una más, representas una fantasía tan veraz que se ha convertido en realidad, y esta se ha derretido en mis huesos, entre tu piel y mi piel, entre tus ojos y los míos, estoy invadido de ti, estás en mi mente, en mi música, en mi alma, en mí. ¿Dejar de anhelarte? ¿Dejar de desearte? Imposible y nunca mejor dicho”

Tu amor imposible.
Estaba en lo cierto, ya no había duda alguna, los retazos amorosos eran en realidad mensajes de amor online que alguien había transcrito como antiguo escriba egipcio, a unas páginas amarillentas pero no por el transcurso del tiempo. El libro antiguo de tapas azules era una obra de arte, pertenecía al momento presente de Blanca, no al antiguo de Dora. Dentro de la antigüedad que evocaba, el libro olía a nuevo, ese olor de páginas recién imprimidas.
Se sintió estúpida ¿Cómo se había dejado engañar por las apariencias? Y si su abuela… ¡Imposible! Blanca dejó de leer, colocó el libro donde lo había encontrado, bajo la baldosa temblorosa. Ahora se enfrentaba a la lectura de unas páginas nuevas, en blanco, unas páginas que estaban flotando en el aire esperando a que ella las cogiera al vuelo y las leyera, las comprendiera, las descifrara, pues esos retazos amorosos estaban ligados a algún vínculo que ella desconocía y no estaba dispuesta a mirar hacia otro lado. Descubriría la verdad, ya no podía ignorar que en la vida de su abuela había algo que ella desconocía por completo, lo descubriría, sí, lo haría por ella, y por sí misma.
Abandonó la casa de su abuela con la sensación de que había sido embestida por la lava de un volcán. No llevaba ninguna quemadura en la piel pero sí su conciencia estaba abrasada de dudas, de vergüenza ajena porque no sabía hasta qué punto estaba su abuela involucrada en esas palabras. En el momento en que cerró la puerta lo que menos le preocupaba era el giro que le iba a dar a la casa. Llevaba consigo el libro de mensajes envuelto en un enigma, en cuanto llegara a su casa, a su frío Teruel, llamaría a su hermano Jacinto.
Jacinto siempre había sentido debilidad por su abuela, sin embargo, debido a la enfermedad de su esposa no pudo entregarse a los cuidados de Dora con la misma devoción con que lo había hecho su hermana. Blanca intuía que él sabía algo sobre la vida de Dora que a ella se le escapaba, siempre había pensado que ellos guardaban secretos y compartían pensamientos en los que Blanca jamás había entrado, ni tampoco a ella le había importado, jamás sintió celos de la complicidad que existía entre ambos, le hubiera parecido un sacrilegio violar el terreno de ellos. Pero ahora, todo había cambiado, sería clara y directa con Jacinto, ella tenía tanto derecho como él a conocer los secretos de su abuela si es que los había…
Y así fue…
—¿Sabes tú algo de esto?
Blanca agitaba el amoroso libro con una mano como si portara una bandera reivindicando alguna causa justa y solidaria ante los ojos de Jacinto llenos de estupor.
—¿Es que no me vas a dejar entrar en tu casa?
Jacinto permanecía en el umbral de la puerta desconcertado y al mismo tiempo divertido.
—Pero Blanca, ¡qué pronto has regresado! Por supuesto, pasa, perdona, es que como no te esperaba tan pronto.
—Pues ya ves, tienes razón, he precipitado mi regreso puesto que me siento intrigada ¿No es así como se habla en las redes sociales? Me siento abatida, me siento decepcionada, etcétera, etcétera, etcétera…
Jacinto no apartaba los ojos del libro azul que su hermana llevaba de una mano a otra como si fuera una jugosa fruta a punto de ser engullida, y es que, el contenido del libro no era para menos, un extraño amor rodeado de incógnitas que Blanca deseaba engullir para saciar así su voraz apetito. Podía leer en los ojos de su hermano las respuestas a esas incógnitas. Jacinto bajó la cabeza, exhaló un suspiro envuelto en cansancio y resignación al tiempo que respondía a su hermana:
—Está bien, Blanca. Tarde o temprano te hubieras enterado, pero hubiera preferido que hubiera sido más tarde que temprano y de otras formas. Me imagino que te estarás haciendo miles de preguntas.
—Por supuesto, pero me conformo con que me respondas a una, sólo a una. ¿Quiénes son los protagonistas de esta historia de amor con tintes de telegrama?
—Ella es Dora, nuestra abuela. Él, un hombre norteamericano, Jason Johnson, productor musical especializado en música electrónica.
Silencio. Absoluto silencio.
Blanca enmudeció, incluso su respiración se paralizó durante varios segundos, tomó aire pero las palabras no salían de su garganta, se le habían cristalizado como si se hubiera sumergido en una piscina a cuarenta grados bajo cero. Se le congelaron las frases, el enfado, el asombro, la incredulidad, todo se mezcló entre sí de tal forma que Blanca sintió que iba a vomitar. Al fin, con un hilo de voz exclamó:
—Pero, ¿qué me estás contando?
—Lo que oyes hermana. Sin embargo, semejante desatino tiene una muy tierna explicación, pero me llevará un tiempo informarte de todo, no se puede explicar una historia como la de Dora en dos palabras ni en dos minutos. Toma asiento Blanca, relájate, ahorma mismo vuelvo.
Obedeció como una niña sumisa y obediente, estaba perpleja o mejor, dadas las circunstancias, se sentía perpleja. Jacinto, algo más relajado regresó con un ordenador portátil entre sus manos y una amplia sonrisa, parecía muy orgulloso de sí mismo, ya no ladeaba la cabeza hacia abajo, por el contrario, la mantenía bien erguida mientras conectaba el ordenador.
—¿Quieres tomar algo? Discúlpame, no te he ofrecido nada.
—Una Coca-Cola por favor.
—¿Me lo entregas? Para mí se trata de un tesoro. Por un lado me alegro que lo hayas encontrado, supongo que tenía que ser así, todo sucede cuando tiene que suceder, quizás nunca hubiera reunido el coraje necesario para contarte la historia de amor entre Jason y Dora.
—Hablas de ellos como si fueran personajes del celuloide, de algún musical o de una opereta, Jacinto, estás hablando de nuestra abuela —contestó al tiempo que le entregaba el libro azul.
Jacinto abandonó el salón con el tesoro entre sus manos y regresó con una Coca-Cola refrescante y burbujeante, servida en un vaso azul como el mar.
—Observo que te gusta mucho el color azul —apostilló Blanca con cierta ironía.
—El azul es el color del mar, del cielo, es el color de la fantasía, como los príncipes azules. Yo conseguí un príncipe azul para nuestra abuela, el color azul hermana, es el color de lo eterno, de la fidelidad, de los sentimientos que perduran en el espacio y en el tiempo.
—Por eso el libro es de color azul.
—Sí, por eso.
—¿Cómo empezó todo?
—A eso voy.
Jacinto conectó el ordenador. El mundo online también era azul. En la pantalla del ordenador, de fondo azul noche, apareció el rostro de un hombre apuesto. Su imagen era muy agradable de observar, vestía una camiseta de rabioso terciopelo azul, unas gafas negras ocultaban sus ojos, sin embargo, la imagen hablaba por sí sola a pesar de tener los ojos cubiertos por cristales negros, estaba cargada de fuerza, de energía vital, la misma con que habían sido escritas las palabras del adorado caballero como lo llamaba Dora. Blanca sintió esa fuerza y por un instante vibró del mismo modo como había vibrado mientras leía las palabras de amor del libro azul. Un calambre recorrió su alma, un calambre la transportó hacia el corazón de ese hombre que parecía estar vivo tras la pantalla, casi podía escuchar sus latidos entrelazándose con los suyos como plantas enredaderas. ¿Dónde quedaba ahora Dora? ¿Qué le estaba sucediendo? No estaba preparada para sentir una emoción tan intensa, tan sólo para leerla. De pronto, el hechizo fue roto por la voz de Jacinto, era como si de repente alguien que no fuese su hermano viniera a contarle un cuento, un cuento con un título que a Blanca le resultaba tan ajeno, tan frío… Sin embargo, no, no, no era así, para nada, era muy suyo, era de Dora y ahora también de ella muy a su pesar.
—Love online es la idea más maravillosa que se me ocurrió para ayudar a nuestra abuelita a escapar de la soledad de la demencia —de este modo, Jacinto comenzó a desvelar las incógnitas del libro azul—. Nuestra abuela fue una mujer muy hermosa, aún muerta era bella, su cadáver desprendía un halo de luz etéreo, sí, Blanca, yo lo vi, era azul, sé que nadie más lo vio, pero eso es lo que menos importa ahora. Lo cierto es que Dora se nos estaba yendo y no me refiero con ello a la muerte física. ¿No te diste cuenta Blanca? Tú la visitabas con frecuencia. ¿Nunca observaste sus ojos azules? Poco a poco se estaban volviendo opacos, como esos vasos que de tanto lavarlos se quedan mates, deslucidos.
—Pues claro que me di cuenta, por sus ojos se asomaba la vejez ¿Qué otra cosa podrían reflejar unos ojos de ochenta años?
—¡No, no! —vociferó Jacinto con exasperación—. ¡Ya estoy harto de que dejemos morir a nuestros abuelos estando aún en vida, que todo lo justifiquemos con la típica y tópica frase de “achaques de la edad”! Dora se estaba muriendo de aburrimiento.
—A mí no me grites —replicó con voz lacerada Blanca.
Jacinto observó a su hermana de forma distante, después recuperó el tono de contador de historias, un tono amable y evocador de pasadas dichas.
—¡Yo conseguí resucitar a Dora, sí, resucité su alma, llevaba muerta mucho tiempo a pesar de que tú, que eras la más próxima a ella, no lo notaras! En un principio estuve a punto de hacerte partícipe de la idea de love online, pero sé con certeza que te hubieras negado. Puedo imaginar tu cara escandalizada ante mi proposición, así que decidí llevar adelante la idea sólo. No necesitaba a nadie. Una mañana me presenté en su casa sabiendo que tú estabas ausente y le dije:
—Abuelita, ¿quieres que te busque un novio?
—¡Claro que sí, ahora mismo, ya mismo me visto con mi mejor vestido, me acicalo como la ratita presumida y me lo traes! —respondió entre risas—. ¡Nieto loco, nieto mío!
—Recuerdo su voz como si la estuviera oyendo ahora mismo, su risa era alegre y desenfadada, pensaba que estaba loco y quiso seguirme la corriente, quizás pensó que me compadecía de ella por su soledad y dejó que hiciera y deshiciera a mi antojo con tal de verme feliz. Dora no quería que sufriera por su culpa y yo, su nieto, no quería verla morir de sufrimiento. Todo resultó muy fácil. No hubo más conversación. A partir de ahí, busqué fotografías de la abuela de hace treinta años, abrí una cuenta en Facebook, las colgué y voilà, allí estaba ella, radiante, con su media melena rubia ondulada, sus ojos azules como joyas brillantes llenas de reflejos, sus labios sonrosados. Allí estaba Dora con sus flamantes cincuenta años enamorando a la red, cautivadora, seductora. Dora había nacido de nuevo en una realidad virtual, casi lloré cuando la vi. El día que la visité con el ordenador y le conté lo que había planeado me puso cara de horror, pero fue un momento fugaz; cuando vio sus fotografías en una pantalla se emocionó tanto que la expresión de horror se convirtió en una inmensa felicidad. Sentí que había tocado diana, no se iba a negar, sólo era cuestión de esperar a que llegaran las solicitudes de amistad y llegaron… ¡Llovieron! Reconozco que me aproveché de ese pequeño punto de demencia senil que hizo posible que love online continuase adelante.
»Y así fue…
»Las amistades llegaban a diario, todo era muy inocente, hasta que una tarde apareció la solicitud de amistad de un apuesto hombre que decía llamarse Jasón Johnson, y que decía estar enamorado de ella, cautivado por sus ojos y que hacía varias semanas que la había visto y no podía soportar más la tentación de dirigirse a ella y expresarle con toda honestidad lo que sentía por ella.
»Dora renació, los opacos y mortecinos ojos desaparecieron para dar paso a unos ojos luminosos, llenos de vida. ¿Pero es que tú no captaste el cambio de nuestra abuela en los últimos meses?
—¡Claro que me di cuenta! Jacinto, yo estaba muy pendiente de ella, pero el cambio lo atribuí a las vitaminas que le recetó el médico.
—¡Bah, vitaminas! El amor es la mejor vitamina del mundo, no cuesta nada y es la más efectiva, la puede tomar todo el planeta, animales y personas, no tiene contraindicaciones. Por cierto, te recomiendo que la pruebes de vez en cuando.
—¡Bueno, ya está bien! Me estás hartando Jacinto, no me hace ninguna gracia todo lo que me estás contando. Me parece patético, surrealista, grotesco. ¡Estás loco, Jacinto! Arrastraste a nuestra abuela a esa locura de Facebook, te reíste de ella y de ese hombre, ¡es casi denunciable lo que has hecho! Es que todavía me resisto a creer que todo lo que me estás contando sea cierto. ¿Has perdido la cabeza? ¿Cómo puedes sentirte tan orgulloso? ¡Eres un farsante!
—¡Cuántas vitaminas necesitas hermana! Tienes una gran anemia, casi preocupante, te aconsejo que te infles a vitaminas del amor porque reaccionas con gran cansancio vital. La rabia que se desprenden de tus palabras denotan una carencia de amor en el alma y en el cuerpo muy, muy preocupante, estás vacía hermana, necesitas que te penetre el amor.
—¡Deja ya de hablar como un estúpido demente Jacinto!
—No te voy a permitir que me insultes. Estoy muy orgulloso de la felicidad que Dora sintió en los últimos meses de su vida y además descubrió una nueva vena literaria: la escritura romántica, la escritura rosa, la escritura dulce y esponjosa como los algodones de azúcar que se venden en las ferias ambulantes. Yo convertí sus últimos días en una feria llena de color y luces que titilaban alrededor de ella. Dora murió feliz, nuestra abuela murió enamorada.
Blanca sintió una profunda rabia y desconsuelo, ella creía que conocía a su abuela, que habían compartido momentos inigualables de ternura y confianza y ahora comprobaba que su hermano, había sido su mejor confidente. En cierto modo se sentía traicionada. ¿Cómo pudo llegar su hermano a tal conexión con Dora? ¡Si apenas se veían! Mucho contacto telefónico pero en modo alguno justificaba semejante grado de intimidad entre abuela y nieto.
Se sentía como una enfermera aplicada y displicente que cumple con su trabajo sin molestarse en conocer la fibra personal de su abuela ¿Se había planteado alguna vez si Dora era feliz? ¡Pero si su abuela ya había vivido! Su vida se limitaba a esperar la hora de la muerte con la mejor calidad de vida posible y ella era la que le proporcionaba esa calidad de vida, inmejorable, dieta sana, medicación puntual, higiene correcta y de vez en cuando alguna mirada condescendiente ¿Qué más se podía hacer por ella?
—Está bien hermano, no es necesario que me cuentes nada más. Es más, no quiero saber nada más, tú te sentirás muy orgulloso de tu proeza pero a mí, si quieres que te sea sincera…
—A mí, me es indiferente tu sinceridad, no va a cambiar para nada el resultado, por una vez en tu vida tendrás que aceptar que no siempre se gana.
—La relación con nuestra abuela te la tomas como una absurda competición ¿A ver quién de los dos la quería más? ¿Cuál de los dos era el preferido o la preferida de la abuela? Me parece vergonzoso que te hayas aprovechado de esa pizquita de demencia que sufría la abuelita. ¡Eres ruin! —sollozaba, entre lágrimas prosiguió—. ¡Eres un farsante! Nuestra abuela ya está fallecida pero, ¿te has parado a pensar en ese hombre que está al otro lado? ¿En sus sentimientos? El fin no justifica los medios Jacinto, te has servido del corazón de un hombre enamorado, de un desconocido, para engatusar a la abuela haciéndola creer en una fantasía en la que no sólo participa ella. Hay un hombre con nombre y apellidos que estará esperando más mensajes y éstos no van a llegar nunca más. ¿Has pensado en él?
—¡No! —espetó Jacinto con voz tonante y profunda—. ¡Yo sólo pienso en mi abuela! ¿Él? ¿Qué más de él? ¡Qué se busque otra! Hay miles de mujeres que estarán deseando contactar con él, pronto la olvidará. Venga Blanca, que vive allende los mares, tan sólo tienes que estar tranquila de que Dora descansa en paz.
—¿Y si no es así? ¿Y si la abuela desde el más allá descubre lo falsario de tu hazaña una vez que haya recuperado la cordura? Ya sabes que desde el otro lado se observa todo muy claro, se percibe todo sin medias tintas, quizás te maldice desde su tumba.
Jacinto se acercó a su hermana con furia apenas contenida.
—Mide tus palabras hermana, estás abusando de mi paciencia, yo todo lo hice por ella, para que fuera feliz y tú con tus malditas palabras no vas a ensuciar algo que lleva como nombre AMOR. Creo que tú hace mucho tiempo que dejaste de sentirlo, ¡espectro viviente!
Blanca abofeteó a su hermano. Fue una bofetada dura, violenta, seca, de corta distancia, hiriente. Jacinto ni se inmutó, cogió su portátil y desapareció del salón, cuando regresó la cara de Jacinto era un poema, en cada mejilla se había pintado un corazón, en su interior en letras diminutas de trazo seguro se podía leer: “Jason ama a Dora”
Blanca abandonó la casa de su hermano sin saber cuándo volvería a verle.

Al llegar a su casa se conectó. Solicitó la amistad de Jason Johnson dispuesta a explicarle la verdad: todo había sido un lamentable error, debía saber que Dora estaba muerta, que era una anciana de ochenta años y que los mensajes que había recibido de ella durante los últimos meses no eran más que producto de una distorsión de la realidad. Le pediría disculpas y todo quedaría zanjado y como debían ser las cosas, es decir, correctas. Haría lo correcto. Pinchó con el ratón de su ordenador en la casilla de “mensaje” del adorado caballero y empezó a escribir.
Señor Jason, siento comunicarle que todo ha sido un lamentable error. Me llamo Blanca, soy la nieta de Dora, la criatura más maravillosa del universo…
“Amor mío, pero cuánto tiempo sin saber de ti ¿Dónde has estado? Estaba muy preocupado”
A Blanca se le paralizaron los dedos. ¡Estaba ahí! El adorado caballero, el apasionado, el amor imposible.
No podía respirar, se ahogaba en la confusión de sus propios sentimientos, temblaba de emoción y de miedo. ¿Y si contestaba siguiendo la vena romántica y dulzona de su abuela? Pero no, sería una locura, una peligrosa insensatez.
¿Por qué no me contestas? Sé que estás ahí, te puedo sentir, te huelo, me llegas intensamente, quizás con más fuerza que nunca, sé que eres tú, mi nena, mi cielo, mi amor imposible.”
“Sí, soy yo.”
Blanca estaba pálida y sudorosa, ya había cruzado la línea de lo correcto y lo sensato.
Siento mucho no haberme puesto en contacto contigo durante estos días pero he estado de viaje, ¿sabes mi amor? Ha sido un viaje muy especial pero ya estoy de vuelta, no he dejado de pensar en ti, ni un solo instante. Te amo, creo que ya no podría vivir sin ti, sin tu presencia tan lejana y tan cercana a la vez”
“Voy a viajar a España. Quiero que te cases conmigo. ¿Aceptas mi propuesta de matrimonio online?

Blanca tenía cincuenta años y era idéntica a su abuela, como dos gotas de agua. Abría su cuerpo y su mente para recibir el regalo que le traía un océano anónimo porque ella, en absoluto era un espectro viviente como le había escupido su hermano a la cara con desprecio ofensivo.
Por cierto ¿Qué cara se le quedaría a Jacinto cuando le presentara a su futuro esposo? Quizás no se sentiría tan feliz, quizás hubiera preferido que Jason hubiera contraído nupcias con su abuela Dora, pero eso era imposible, ella misma lo había escrito infinidad de veces en sus retazos amorosos: mi amor imposible.

Sin embargo, yo, Blanca, afirmo que en el amor nada es imposible.
Esta historia empezó con el osado e ingenioso de mi hermano Jacinto, siguió con la cándida de mi abuela Dora y ha terminado conmigo, una mujer independiente que le había cerrado las alas al amor hacía mucho tiempo, y además con un final feliz, a pesar de los obstáculos que en principio parecían rodear a la insólita relación: mensajes misteriosos, océanos anónimos y una gran mentira que se ha convertido en una verdad por rocambolesca que parezca. Y todo, ¿por qué? Porque tuve el valor de controlar la situación, de mostrar arrojo y valor y no dejarme amilanar por un sentimiento dañino de culpabilidad o absurda honestidad; podía haber detenido todo y haber dicho a Jason que todo había sido una patraña, aunque planeada con el mejor de los propósitos, es decir, traer la felicidad a una pobre anciana que estaba languideciendo de soledad y aburrimiento. ¡Pero, qué diantre! ¿Por qué no debía seguir los dictados de mi corazón?
Era imposible no dejarse conmover por la fuerza contenida en esas palabras. Yo estaba viva, era libre, ¿Por qué iba a cerrar una ventana que yo no había abierto pero ahora, se abría exclusivamente para mí? Todo era muy sencillo, tan sólo debía decidir entre cerrar la ventana y quedarme en la sombra de mis días solitarios o asomarme a ella y dejar que la luz del sol calentara mi rostro como lo está haciendo en este instante en el que estoy escribiendo estas reflexiones, pero no desde el alféizar de una ventana sino desde una amplia y luminosa terraza del café Iguana en la maravillosa ciudad de Miami.
La casa rústica quedó atrás, el campo de Castilla está olvidado para siempre puesto que ahora la casa pertenece a otros propietarios, me he desvinculado de ella y de mi hermano Jacinto. La cara de pasmado que se le quedó cuando le anuncié la buena nueva se asoma entre las espumosas olas de un océano que ha dejado de ser anónimo.
Soy una mujer feliz, enamorada de la vida y de Jason, enamorada del mar. A mi país lo llevo en mi corazón, España, pero no late allí, late acá, en una ciudad multirracial, variopinta, enorme con palmeras y anchas avenidas que me dieron la bienvenida y todos los días me sonríen sin preguntarme por qué he venido y cuándo partiré…
Estoy aquí por culpa de Jacinto, de Dora y de Jason, y por supuesto por culpa de love online.
Brindemos por las redes sociales, son maravillosas, pueden realmente hacer milagros porque nada es imposible.
No hay amores imposibles.
Cobardes, sí.


Sarilis Montoro

Alagón (Zaragoza)









Se puede querer de manera distinta a personas diferentes y seguir la vida con un mismo latido…


“No lo he limpiado de mi mente; apliqué chorro de arena, lejía, otro clavo, otro rey en el trono, tiempo… Y no sólo lo he hecho una vez, lo he hecho ya siete veces. Pasan  unos años sin saber nada de él y vuelvo a llamarle yo. Eduardo no me llama, le busco yo. Él tampoco me dice que no, para ser justos”



Carmen Yus
Zaragoza



EN EL PECADO ESTÁ LA PENITENCIA

La conocí durante un viaje y, aunque me gustó desde el principio, no pensé que fuese a ser el amor de mi vida. Bueno, empezaré bien… 
A mi mujer, Alex, la conocí durante un viaje y se convirtió en el amor de mi vida sin buscarlo ya que yo pensaba que el amor de mi vida era Edu.
Por un tiempo logré no pensar a diario en Eduardo. Logré desincrustar mi obsesión por él, por su estilo de vida, por su forma de cocinar y de dar consejos de alimentación tales como “Somos lo que comemos” (curioso, porque la última vez que lo vi se estaba terminando un menú del McDonald’s).
Vuelvo a mi esposa: la quiero. 
Me casé con ella porque la quería y la verdad es que no me imagino que haya nadie mejor para mí… Aunque hay veces que no soporto su forma de arrugar la barriga cuando mira la televisión, cuando me deja sin sábana, sin papel en el cuarto de baño, o sus silencios cuando vuelve a casa. Quizás vea a otra… Y no sé si eso me molestaría. Creo que no, ¡no lo sé!
A veces pienso que la llevo por el camino de la amargura y que no le puedo pedir más, que no paro de exigirle, pero de repente me doy cuenta de que “no le puedo pedir más” y me parece que hablara de una deficiente mental. ¡Cómo que no le puedo pedir más! ¿De verdad no merezco más? ¿Y qué significa “más”? ¿Edu? Ni de coña. No soy tan tonta.
Eduardo estuvo muy bien en su momento, aunque por otro lado me hacía sufrir mucho. ¿Habéis leído “50 sombras de Grey”? Bueno, Eduardo no me azotó nunca, pero sí usaba el sexo como moneda de cambio y también me enseñó alguna cosita. 
Si se enfadaba por algo conmigo (algún chiste a su costa, algo que no le gustase), esa noche me iba a mi cama, en mi casa, a pensar en lo que había hecho. Tal cual. No me lo ordenaba él con palabras… simplemente ocurría. Y ya me veías luego, en mitad de la noche, con lluvia o con lo que el clima me quisiera sorprender, corriendo hasta su casa para que me “curara” el insomnio enseñándome algún truco nuevo de alcoba. Sí, con vosotros voy a ser fina, no voy a decir follar. No lo voy a volver a decir, mejor dicho.
Tras sorprenderme a mí misma haciendo estupideces, semejantes actos de autohumillación fue cuando decidí viajar… Y conocí a Alex, una tía muy buena. No hablo sólo de físico, hablo también se su manera de ser. Muy buena tía hasta que lo deja de ser. Ya lo sé, “como todos”, bla, bla, bla… No me interrumpas con tus pensamientos críticos, no me mires así. Soy sincera al cien por cien, que ya es más de lo que muchos son consigo mismos.
Así que estuve unos cuantos años pensando muy poco en Edu y viviendo la vida en su total plenitud con Alex: fiestas, comidas, cenas, su familia, la mía… compromiso exclusivo. Bueno, hasta que un día, no sé si me aburría, si aún quedaba una mancha clavada en mi pensamiento que me estaba picando, si lo que me picaba era la curiosidad, el qué habrá sido de él, si habrá encontrado a alguien con quien dormir todas las noches... En definitiva, le llamé.
Yo me había deshecho de ese número, pero supe encontrarlo de nuevo sin necesidad de ser del FBI. Metí su nombre en Google, así de sencillo… y ahí estaba su número de móvil.
Cuando le oí me puse taquicárdica pero supe controlar mi voz:
—¡Buenas tardes! —en realidad no me acuerdo si era por la tarde o por la mañana— Soy Arancha… ¿hablo con Eduardo?
—Hola, Arancha —parecía sorprendido por mi formalidad al teléfono, pero claro, yo no sabía si él conservaba el mismo número o si me iba a contestar otra persona—. ¡Cuánto tiempo!
Y tras unas primeras tímidas palabras y alguna broma después, quedamos una mañana y nos pusimos al día después de esos años sin saber nada el uno del otro. No, no pasó nada. Esa vez no. Lo de acostarnos ocurrió, en los consecutivos años, unas diez veces.
¿Por qué? A mi mujer no se lo puedo decir, pero es probable que no sepa querer a una sola persona dejando de querer a las que ya quería.
De verdad que si me vierais lo ridícula que he llegado a ser buscando por internet el motivo de las infidelidades; si es un factor genético, si es puramente sexual, si hay algo que indique que soy una ninfómana (la verdad es que no lo creo, mi media no es ni por asomo cercana al polvo diario), que estoy loca, que simplemente soy una cabrona…
¿Qué necesito para dejar de ver a Edu y centrarme en Alex? No lo sé… No es culpa de Alex pero, la verdad, es que tampoco me siento tan culpable. Seré mala, seré una puta… Yo qué sé lo que soy, pero no me siento mal (constantemente, me sentí peor cuando le rompí el jarrón chino a mi tía) porque lo que no quiero es engañarme a mí misma.
Cuando quedo con Edu lo hago libremente, sí, y porque mi interior (llamémosle corazón, llamémosle útero, llamémosle bazo…) me lo pide.
No lo he limpiado de mi mente; apliqué chorro de arena, lejía, otro clavo, otro rey en el trono, tiempo… Y no sólo lo he hecho una vez, lo he hecho ya siete veces. Pasan  unos años sin saber nada de él y vuelvo a llamarle yo. Eduardo no me llama, le busco yo. Él tampoco me dice que no, para ser justos.
Una vez hablé con Eduardo de esto, de que pasan los años y seguimos viéndonos:
—Necesito saberlo, ¿si yo no hubiera conocido a Alejandra?
—Tú y yo nunca hubiésemos podido ser lo que tú y Alejandra sois, Arantzazu. Incompatibilidad de personalidades; ambos la tenemos demasiado fuerte.
Aquello me dolió, ¿cómo que mi personalidad es fuerte? Si con él siempre he sido como el agua; me adaptaba a su recipiente.
Pero en otra ocasión me lo dijo y creo que me dolió más aún. Ojalá no me lo hubiera dicho nunca.
—¿Sabes? Yo te quería
—¡Mentira! —pensé tras el shock—. Mentiroso, mentiroso, ¡MENTIROSO DE MIERDA!
Si es cierto, ¿por qué no me lo dijo entonces? Ahora no sirve de nada porque aunque yo tal vez sí le quiera no voy a dejar a Alex. Será lo que sea, pero la necesito a mi lado para ser feliz. ¿Soy egoísta? Me parece peor gastarme el dinero que ella también gana en mí misma, como por ejemplo en irme de balnearios o en metérmelo por la nariz…
No, porque con Edu nunca hubo bombones, ni flores ni poemas, nunca habrá joyas… Sólo un par de horas cada muchos meses, despidiéndonos con un abrazo, un “hasta luego” y “no te escondas las canas que no es tu estilo”. Y yo quedándome con la congoja de si volveremos a vernos, de si se cansará de mí o de si pasará algo grave que haga que esta vez haya sido la última para siempre.


Paula Perella Sáez
Zaragoza








En el amor y en la guerra el valor, la lealtad, la fuerza y el coraje son la base de la victoria…


“Tuvo la necesidad de salir corriendo hasta sus montañas. De empezar a correr y no parar hasta ver la casa de piedra y sentir el humo de la lumbre y el olor de la carne asada con especias que Ánchela preparaba para momentos especiales.
El invierno está en su fase media, los fríos sólo han sido un juego en comparación con los que la gente de las montañas está acostumbrada a lidiar. Cuando el tiempo mejore,  llegará el momento de la gran batalla”




Sepoz
Alcorisa (Teruel)
Perfil en Facebook: Sepoz Doyle
Página en Facebook: Sepoz's things




COMO EL AÑO QUE PASÓ SIN SU INVIERNO

Quién me iba a decir a mí que esto se iba a alargar tanto. Ya casi no recuerdo el olor de la piel de Ánchela. Ya casi ni recuerdo otro olor que no sea el del cuero endurecido que cubre mi cuerpo, el olor  del fango y de la sangre.
¡Cómo he cambiado! No sé si volveré a ser el mismo. Sólo espero que este año acabe pronto, y pueda regresar a casa. Ella me espera. Ellos me esperan. Y nada ha salido según nuestros planes.
La última frase que le dije, rebota en mi cabeza una y otra vez, día tras día, noche tras noche. A cada herida, a cada tajo, cada vez que clavo el cuchillo en las tripas de un sarraceno... 
—Ánchela, no te preocupes más, el tiempo pasará rápido y recordaremos esta época como el año que pasó sin su invierno....
A cada momento, regresan a mi cabeza los buenos ratos de este último verano, y no sé si habrá sido el último para nosotros. Echo tanto en falta su tacto, su aliento, su calor… que cada segundo para mí es una tortura.



Verano.
El campo nos ha dado más de lo que necesitábamos para pasar el año. Buena cosecha, los animales están lustrosos y Ánchela cada día más guapa. El embarazo está siendo bueno, tan apenas ha tenido dolores y su figura se ha rellenado. Sus brazos siguen siendo fuertes y los nervios se le notan todavía más que los míos. 
La vida en estos montes endurece a todos por igual. Y ella es puro hierro en todos los sentidos.  Ojalá tuviera yo el temple que ella tiene.
La casa de piedra en la que vivimos es grande, con cuadra, paridera y un cubierto. Esta vallada por completo para que no se escapen los animales y para dormir un poco más tranquilos. Desde que hace unos años se reconquistara Córdoba, andan sueltos muchos conversos y sin convertir de muy mal fiar escondidos en cualquier rincón y toda precaución es poca.
Muchos vecinos del monte lucharon allí en las tropas del Rey, ahora vuelven otra vez a trabajar sus tierras pero sus caras ya no son las mismas de antes. Y en cada casona, se escucha el repiqueteo del martillo en la fragua modelando los filos que colgaran de sus cintos en guerras venideras.
Las noticias que llegan de otros reinos no son nada buenas y el ambiente es extraño en las ciudades. Todos los días, al acostarme, pido a Dios por nosotros y por el ser que esta de camino. Hoy, como siempre, en estas noches claras de verano, tengo intención de poner alguna trampa de conejo a ver si hay fortuna.
Nada más salir a la oscuridad, ya he tenido una extraña sensación. Alguien ha hecho fuego y el aire ha traído hasta mi nariz ese olor a madera quemada. Pero hoy huele distinto. La casa más cercana esta a un buen trecho y el aire esta de contra. No pueden ser de ellos.
Roca, mi fiel perra mastín, me sigue sin separarse y ella también ha notado algo extraño. Un ligero ruido, como un chasquido rompe el silencio de la noche y me sobresalto asustando a la perra. Un raboso de gran tamaño ha salido de entre los matorrales más altos y me ha dado un susto de muerte.
—Tranquila Roca, estamos un poco alterados esta noche. Ponemos dos cepos más y vamos para casa.
El tiempo se me pasa volando cuando estoy entretenido con ella. En el cielo luce una bonita luna llena que ilumina el claro donde está la casona y por el hueco de la ventana se ve crepitar la lumbre del fuego, donde Ánchela esta guisando un pollo con cebollas, miel y alberjes recién cogidos.
“¡Guau! ¡Guau!”
Roca se volvió loca de furia y salió corriendo hacia la casona. La puerta estaba abierta y de repente se oyó un grito y una tinaja quebrarse.
—¡Ánchela!
Salí corriendo como alma que lleva el diablo hacia la morada y vi un par de siluetas que rodeaban la fachada y el muro de la chimenea. Las botas de cuero hacían un ruido seco al chocar contra la tierra y apreté los dientes con fuerza bruta mientras agarraba la azada.
—¡Ayúdame Chusto! ¡Maldito seas asqueroso, no vas a poder conmigo!
Ánchela se defendía del forcejeo y los amagos de golpes de su agresor, cada uno de los golpes ella los paraba con el antebrazo y soltaba contragolpes y patadas como una bestia. Hizo lo que pudo, pero vi como el puño de ese hombre golpeaba contra la boca de mi esposa, dejando un reguero de sangre que escurría por la barbilla.
Entré por la puerta dando un golpe contra el postigo donde detrás, oculto a mi visión, se escondía otro hombre menos corpulento que fue lanzado contra el suelo por el impacto de la madera de la puerta. El que tenía a Ánchela cogida de la muñeca llevaba una daga curva en el cinto a la que iba a echar mano cuando le lance un terrible golpe con la mano izquierda. Ánchela escapo de su captor alejándose hacia la lumbre y yo caí sobre el musulmán de la daga.
El palo de la azada golpeó contra la mesa y perdió fuerza, pero aun así la hoja le abrió la cabeza sentenciando la perra vida de ese ser.
Roca mordía al hombre que quería levantarse mientras se recuperaba del golpe de la puerta, y Ánchela ya tenía en la mano un hierro largo con el que removíamos las brasas, dispuesta a hundirlo en el cuerpo de quien osara seguir atacando. Además de los mordiscos de Roca, un varazo de hierro fundido cruzó la cara de aquel musulmán haciéndole saltar varios dientes y salpicando una desagradable mezcla de babas y sangre. Esa misma vara se clavó en el cuello atravesando huesos, carne y músculos.
Ánchela no iba a darse por vencida. Recordé que afuera aún había varios de ellos más y la agarré por la cintura.
—No te separes, aun hay mas fuera. Por lo menos dos.
—Tranquilo Chusto, a tu lado siempre.
Dos pedradas entraron por la ventana, una de ellas golpeo el lomo de Roca haciendo que esta gruñera como un demonio. Otra reboto por el suelo de madera. A estas primeras les siguieron tres más. 
—No son dos Ánchela, son tres. Cada uno de ellos en un costado de la casona. Las piedras me avisan de su posición.
Deje la azada en el suelo y agachado y agarrado de la mano de Ánchela me arrastré hasta el baúl  de madera y de él saqué el colltel de hierro tosco de mi padre. Hacía tiempo que estaba allí escondido, pero algo me decía que debía de guardarlo a mano. Arranqué la tapa de madera del baúl y cubrí las cabezas de Ánchela y mía.
—Agárrate y corre como si nos persiguiera el diablo mi amor, o no veremos salir otra vez el sol.
Salimos por la puerta cubiertos con la madera y al salir sentí un impacto en la tabla y otro en el hombro que me hizo tambalearme. Pero no aminoré la carrera hasta que recibí un fuerte golpe en el costado que me asestó un hombre que esperaba a tan sólo a dos zancadas de la puerta.
Ánchela salió despedida por la fuerza de mi caída, y se acurrucó cubriéndose de los posibles proyectiles de las hondas. Me levanté tembloroso y agarré el colltel como si Sansón me diera fuerzas para levantar aquel pesado y recio filo.
El que me empujó, vino veloz a por un segundo enviste arma en ristre. Pero no contó con el tajo que le di en el cuello, que dejó escapar el aire entre la sangre haciendo desagradables sonidos como las pedorretas de un niño.
Ya sólo quedan dos. Uno con un alfanje grabado dorado venía dando tajos al aire. Paré uno, dos, pero al tercero noté como el pulcro filo se clavaba en mi muslo y sentí deslizarse la hoja fría. Bramé como un toro y respondí al ataque, Ánchela sacudió un par mas de duros golpes con el hierro del hogar, pero estos dos últimos iban bien protegidos. Su contraataque me dio unos segundos vitales para ponerme en pie de nuevo y seguir defendiéndome y atacando. Las fuerzas me fallaban y comenzaba a perder el sentido cuando oí gritar unas voces familiares. Eran Valentín y Doroteo, vecinos rudos y trabajadores del campo con una buena historia.
Al parar un nuevo ataque sarraceno con mi arma, di un empujón a mi atacante y vi como retrocedía varios pasos. Su rostro se torno rígido al ver venir gente gritando, reconocieron los gritos de batalla y el miedo torció su envite. 
Noté como Ánchela me cogía de la mano y me pareció ver un atisbo de sonrisa en su cara mientras me desmayaba.
—Desperta ferro, desperta ferro…. 
Cuando recobre el sentido estaba tumbado en el colchón de paja de nuestra casona. Aún no había amanecido y Ánchela estaba a mi lado sentada. Al fondo de la habitación, en dos taburetes, estaban Valentín y Doroteo. Recordaba su imagen corriendo y gritando eso, desperta ferro…
—Descansa Chusto. Todo está bien, has perdido mucha sangre. Ellos nos han salvado y te han cosido la herida. No te muevas y descansa.
—Tienes una mujer valiente Chusto, casi más que tú. Descansa y come, cuando amanezca iremos  a avisar a los nuestros. Enseguida regresaremos y hablamos de lo ocurrido.
Los labios de Ánchela rozaron los míos. Su boca olía a manzanilla y a anisete. Note una pequeña brecha con sangre seca en su labio inferior pero no pude mantener los ojos abiertos y caí en un sueño pesado.
No sé cuantas horas pasaron hasta que desperté. Tenía mucha sed, y Ánchela me humedecía los labios secos con un trapo que mojaba en una tinaja.
—¿Cuánto he dormido? ¿Estás bien?
—Sí tranquilo, sólo un par de moraduras y este labio hinchado. Tú te has llevado la peor parte. Te han cosido los vecinos. Has perdido mucha sangre y por eso perdiste la consciencia. Me han contado que encontraron a un grupo de sarracenos que se escondían y los descubrieron cuando hicieron fuego. Los estaban buscando hacía días porque habían asaltado ya varias casas con el fin de robar armas, comida y seguir el camino. Tus gritos durante el asalto les llegaron claros hasta  sus casas y vinieron a socorrernos. Creo que los vecinos fueron antiguos compañeros de tu padre según les oía hablar.
—Y, ¿dónde están ahora?
—Valentín dijo que hace días que se están volviendo a agrupar, que pronto saldrán a otra campaña y han ido a poner en aviso a los demás. Hasta ahora no se habían atrevido a subir al valle, pero como ves, ya no estamos seguros ni aquí en casa.
Toqué con cariño su vientre redondeado y no me quise imaginar lo que podríamos haber perdido.
Yo sabía perfectamente quien eran esos hombres que nos habían ayudado.  Fueron compañeros de armas de mi padre. Lucharon como bestias siempre defendiendo los intereses del rey. Pero también luchaban por ellos mismos y por Dios. Entre ellos no había diferencias, y no había guerreros más fieros que ellos. Los hijos de Alá los llamaban al-mugawir. Pero en todos los reinos los conocíamos como almogávares. Para Ánchela, sólo eran los brutos pero buenos vecinos.
Fueron Doroteo y Valentín los que trajeron desde Córdoba el colltel de mi padre y la funda de cuero recio cuando cayó luchando por reconquistar el reino. Con el colltel, también vino la faltriquera con los cuartos que se ganó en esa batalla.
Álvaro Colodro y sus almogávares, entre los que estaba mi padre, recuperaron el reino el 23 de diciembre de hace unos años. Pero él, nunca más regreso a casa. Yo ya no era un niño, y madre no estaba. Ellos fueron mi familia hasta que conocí a Ánchela. Ellos y Juana, la hermana mayor de Valentín. Imposible adivinar la edad de esa mujer. Desde niño la recuerdo igual de arrugada y gorda. Creo que Dios la colocó en el valle en persona y aquí se quedará  hasta que la venga a buscar cuando él quiera. Ánchela y yo le tenemos mucho cariño.
—Necesito levantarme, ¿qué habéis hecho con los cuerpos? ¿Dónde está Roca?
—¡No puedes levantarte Chusto! La herida esta recién cosida. Tu perra esta fuera perfectamente. Los cuerpos enterrados por los vecinos, y el pollo que guisé anoche intacto en la lumbre. Come y descansa. Prometieron volver a hablar contigo cuando te recuperes. De momento descansa.
Es imposible negarle nada. Impidió que me levantara con la mano derecha sobre mi pecho y entonces comprobé la fuerza que podía ejercer con ella. La imagen de la vara de hierro cruzando la cara del moro fue bastante prueba de su fuerza.
Cuando deje de hacer mención de levantarme y descanse de nuevo contra el lecho, ella se acurrucó junto a mí. Introdujo la mano por debajo de mi camisa y sentí el tacto cálido de sus dedos remolineando con el pelo rizado de mi pecho. Me besó varios cientos de veces, pero nunca tengo suficiente, hubiera estado con ella sin levantarme de allí el resto de mis días.

No tardé mucho en recuperarme. Pero aún no me encontraba totalmente recuperado. Ánchela me ayudaba con las labores, con el ganado, las hortalizas y la caza. Algunas tardes Juana llegaba a casa y con unas extrañas agujas largas tejían lana para hacer pequeñas ropitas.
Unos días después del asalto a nuestra casa hablé con mis vecinos y parecía que podíamos estar tranquilos pero sólo por el momento. Pero me sugirieron no esconder mucho el colltel. Me dijeron que tenía que recuperarme plenamente, que rezara y que desempolvara los cueros de mi padre. Esas palabras dolieron más que el tajo de la pierna.
—No sé si tendrás cuerpo para llenar el chaleco de tu padre, Chusto. Él estaba más recio, más fuerte y tenía más pelo —reía—. Pero creo que con un poco de trabajo volverán a brillar esos cueros como brillaron antaño.
Poco a poco iban mandando las señales, pero yo no quería verlas, no quería oírlas y me negaba en rotundo. No soy un almogávar, no soy mi padre. No quiero dinero a cambio de mi sangre.
Tonterías… Sí que lo soy, padre me enseñó todo entre juegos, a vivir del campo y de la hierba, a sobrevivir de la carroña, a cortar con la espada corta, larga, el puñal y a poder sujetar el colltel almogávar. Y a muchas otras cosas, a usar el viento, el agua, el sol en mi beneficio, a leer las huellas del monte. En definitiva… Soy almogávar.
No me atrevía a contar a Ánchela lo que ellos me anunciaban y decían. No quiero imaginar lo que sería pasar ni un solo día sin ella.
El día comienza a acortar, todavía sufrimos el intenso calor del verano durante el día, pero por las noches la brisa que se filtra entre los arboles del valle comienza a hacer que Ánchela se cubra los hombros con un chal. Sé perfectamente lo que ocurrirá en cuanto acabe el verano, tengo que prepararme para ello. Y por más cuentas que echo, no me salen. Mucho me temo que cuando nazca mi hijo no estaré en casa para conocerlo. Pero cuando pienso que tengo que explicarle todo a Ánchela el corazón se me encoje y me falta el aire y el valor.
Ya he construido una pequeña cuna de madera en la que a fuego he grabado unos dibujos de hojas y flores. También yo mismo me sorprendí un día cuando inconscientemente sentado en un tronco cortado detrás de la casona untaba grasa al chaleco de cuero de mi padre y le ajustaba las hebillas.
Miré decidido al lugar donde Ánchela estaba colgando la ropa recién lavada y su mirada se cruzo con la mía. Una mueca que me pareció una sonrisa fingida partió mi alma en pedazos. Ella sabía lo que pasaba. Sabía cuál era mi deber y sabía que no había vuelta atrás. 
Los días pasan felices cuando estamos solos y olvido que llega el otoño. Ese otoño que cambió mi vida para siempre.



Otoño.
Aún hace buen tiempo, me cuesta andar un poco pero sigo el ritmo perfectamente. Hemos recogido muchas manzanas y guardo confituras y sidra para el invierno. Demasiada sidra y confitura para mí sola. Tengo que ser fuerte y no derrumbarme. No quiero hacerle aun más difícil este trago a Chusto. 
Por lo que me cuenta Juana y mis propias cuentas, aunque queda un tiempo para alumbrar, no creo que esté él aquí para entonces, cada día son más regulares las visitas de Valentín y Doroteo. Mañana mataremos varios cerdos para conservar en sal y aceite. Será un día duro para Chusto, Juana y yo. Hay Juana… me temo que tú y yo nos haremos compañía en este frío invierno que nos espera. Y sólo nosotras daremos cuenta de los tocinos salados.
Chusto cada día repasa sus cueros, su colltel, su funda, y afila el cuchillo preparándose para su primera campaña. Dios dale fuerzas para agarrar bien esas armas y valor para clavarlas siempre antes de que ningún filo vuelva a rasgar su carne. Tráemelo de vuelta lo antes posible. Pues este hijo necesita a su padre y yo moriría de pena si no pudiera volver a besar sus labios.
—Despierta Ánchela. ¿Qué te pasa? ¿Estás bien?
—Sí Chusto, estoy bien. Pensaba en mis cosas. He preparado unas setas con un conejo frito que va a caer al buche en cuanto que entres a casa. Vente ya para adentro y no dejes entrar a la perra que va embarrada.
Cayó la cena, la jarra de cerveza, y juntos nos tumbamos de costado en el camastro mirando por la ventana y viendo como los últimos colores anaranjados del sol me enterraban entre las puntas de los montes que nos separaban de la Francia.
Él repasó cada uno de los costados de mi cuerpo con sus ásperos dedos y sus jugosos labios, haciendo que me estremeciera y retorciera de placer. Chusto es alguien especial, no puede ser que sea tan valiente guerrero, tan hosco y bruto trabajando, luego sea liviano, suave y delicado como una pluma de ganso conmigo mientras me besa y se adentra en mí. Será que es un ángel. Será que mi amor por el me hace verlo así, mi ángel de larga pelambrera y ojos tristes. 
Los membrillos están amarillos y brillantes como soles, y las mengranas rojas como la sangre. La vegetación ya no es verde. Un gran abanico de colores rojizos, marrones y amarillos tiñen el monte y las copas de todos los árboles. Chusto ha ido al cubierto a por leña y vamos a encender el hogar. Llevamos días huyendo de la conversación que tenemos pendiente. Es un secreto a voces y por fin he decidido que hoy va a ser el día.  Oí a Doroteo que vino anteayer a casa hablar con Chusto fuera. Pero el aire de otoño trajo trozos de palabras hasta mis oídos y fue fácil unir esos restos. 
Justo cuando Chusto dejó la leña y le acercó la lumbre comenzó a echar humo y entonces aproveché para sacar lo que tenía guardado para él. Era una correa de cuero que yo misma había curtido, raspado y pulido hasta convertirla en una joya. La hebilla fue encargada a Juana que a su vez, obligó a Valentín a forjarla y repujarla hasta conseguir la mejor de Aragón. En la parte externa de la correa, a fuego grabado, los mismos dibujos que Chusto grabó en la cuna de su futuro hijo. Llevaba dos trabillas para colgar el puñal y el colltel.
Cuando Chusto dio la vuelta y encontró de frente a Ánchela, con las manos estiradas y la correa sobre ellas supo que era el momento de hablar largo y tendido de la campaña.
—Ánchela, gracias. Pero…
—Chusto, no soy tonta. Hace mucho que era evidente que te irías. Pero no te preocupes mi amor. No soy quien para reprocharte nada. Sé cuál es tu deber, lo entiendo aunque me parta el alma. El día que fuimos atacados vi que el Chusto que yo conocía y amo es algo más que un pastor que cuida sus animales y la huerta. Tu hijo y yo esperaremos tu regreso.
—No estoy obligado, puedo echarme atrás. No necesitamos el dinero. Puede que…
—Calla, volverás Chusto. Volverás para enseñar a tu hijo como pelea un almogávar. Enseñarás como  tiene que hervir la sangre en la batalla y despertaras el hierro que cuelga de tu cinto como todos ellos. Como lo hizo tu padre y como si llega el día, tu propio hijo hará. No temas por mí. Como viste, no soy fácil de doblegar. Juana estará aquí conmigo mientras tú no estés, ya está hablado. Ella será mi matrona, me ayudara y hará lo que sea menester. Ella y yo también somos almogávares. Podremos cuidarnos solas.
—Ánchela, no te preocupes más, el tiempo pasara rápido y recordaremos este tiempo como el año que pasó sin su invierno....


Que ignorante fui, pensaba que sólo iba a durar el invierno mi primera campaña. Se suponía que solo seria para vigilar las fronteras y defender a los habitantes de Tarragona de los asaltos de los piratas mallorquines. Pero las cosas por Valencia se ponían muy feas. Y cuando entras a formar parte del ejército almogávar del rey, dineros ganas, pero no sabes nunca cuando se acabará el dinero o las ganas de guerra de tu rey.
Ya no había nada que esconder, nunca más hablamos de este tema hasta el día en que me tocó partir. Hasta ese momento todos los días trabajábamos como siempre en casa, con el ganado, nos amábamos cuando podíamos, aprovechábamos todos los minutos que nos quedaban de estar abrazados. Pasé horas hablándole al abultado vientre de Ánchela y di por hecho que iba a ser un varón, le hablaba como si fuera varón pero si estoy equivocado lo sabré a la vuelta. Después de trabajar, antes de caer la noche alrededor de una hoguera, Valentín, Doroteo, Miquel, y varios más entrenábamos hasta caer rendidos. Descubrí que era más fuerte y hábil de lo que pensábamos todos. Mi padre hizo un buen trabajo. La lanza corta se me hacía cuesta arriba y Valentín me instruyó en esos lances para completar mi aprendizaje. Desde el tocón de madera de la puerta, Ánchela, Juana y algunas de las esposas de mis compañeros miraban entre charlas y alguna vez vi como caía una lágrima brillante en sus ojos. Pero realmente cuando más débil me sentía era cuando eran los ojos de mi mujer los que lloraban.
El otoño esta alargándose más de la cuenta, aún no ha caído ni un copo de nieve. A ver si voy a tener razón y este año va a pasar sin su invierno…
Pero no, podemos hacernos los distraídos y no querer ver las cosas, pero el invierno se acerca y con él la primera campaña. Eso es lo que anunciaba la carta que mandaron desde la capital. Teníamos que estar allí listos el primero de diciembre por contrato real. 
Todos salimos de nuestras casas a pie. Sólo el adalid de cada grupo iba a caballo. A mi cintura colgado un alfanje que Valentín me hizo para la lucha, a la espalda el colltel de mi padre, el pedernal en la faltriquera y algo de comida en los bolsillos. Cubierto por la camisa más recia que tenía, el chaleco de mi padre y la correa de Ánchela bien ceñida arranqué a andar entre mis dos vecinos camino a lo que sería mi primera incursión en tierras hostiles.
La despedida fue tan dura que no tuve fuerzas de volver la vista atrás. Prometimos que no íbamos a llorar el uno al otro, pero fue imposible cumplir la promesa. Oía los sollozos de Ánchela y Doroteo me dio un empujón cariñoso para que callara. 
—Ningún almogávar sale llorando de su casa Chusto. No seas tú el primero.
—No lloro por mi Doroteo, lloro por ella y por el que aun no ha nacido. 
Ni una palabra salió de nuestra boca durante toda la jornada. Nadie pidió parar, ni aminorar el paso, ni comida ni agua. Parecían fantasmas uno junto al otro hasta que llegó el momento de hacer noche. Entonces todos comieron, cada uno lo que llevaba en el zurrón. Yo sólo pude comer unas castañas y unas nueces. Pero un pellejo de vino llegó hasta donde estábamos sentados y entre el fuego, el vino y el hueco que dejé en el estomago ya que las penas no me dejaban llenarlo, tarde poco en estar gritando y cantando como locos canciones que aprendí de niño con mi padre. Ellos también las conocían. Como no las van a conocer, esas canciones hablan de ellos, de los que nos precedieron y de sus hazañas.
Al salir el sol de los días siguientes, emprendíamos el paso de nuevo. Yo iba en cabeza de la partida detrás del adalid, detrás de los caballos y hombro con hombro con Valentín y Doroteo. Ya no sé si fue el tercer o cuarto día cuando se escuchó un revuelo y muchos gritos. Hubo quien dijo que echaran manos al arco para matar no se qué animal que venía corriendo hacia nosotros. Cuando eche la vista atrás, corrí en dirección del animal gritando.
—¡Estaros quietos, no la matéis! ¡Es mía!
Roca atravesó todo el grupo hasta que llegó donde yo me encontraba. 
—Mi fiel Roca, has dejado sola a Ánchela. Y estos casi te matan a pedradas…
Roca debía llevar varios días corriendo y siguiendo el rastro. Cuando se puso a mi vera, respiró fatigada durante todo el día. Pensé que se desplomaría en cualquier momento. Pero no fue así. Aguantó dura a mi lado hasta el primer riego donde bebió hasta saciarse.
—Chusto, te haces cargo del animal. En cuanto sea un estorbo te deshaces de él.
—No os preocupéis, os aseguro que no será un estorbo.
El almocadén de nuestra partida sonrió y asintió cuando lo mire, dándome la aprobación para poder llevar a Roca. Desde luego que no será un estorbo, si la hubieran visto desgarrar el antebrazo de aquel asaltante en mi casa no pensarían eso. Roca estará a mi lado en la batalla. 
Avanzábamos cruzando el reino, desde los montes al valle, cruzamos el río y seguimos hasta que comenzó a notar el olor salino del mar. Y pasaron los días y las noches hasta que llegamos a Tarragona.


Desde que Chusto se fue, el día se hace tan largo que le sobran casi todas las horas. Sólo hace unos días pero parecen años. Juana y yo hemos apilado toda la leña que dejó cortada en el cubierto. Ya tenemos carne en la tinaja para todo el invierno. Jabalí, cerdo, corzo y conejos en abundancia. Tarros de conservas de frutas y verduras y bastantes nueces. Sin contar la harina y las habas que teníamos en sacos dentro de casa. Mal se tiene que pasar el invierno para hacer corto. Además Juana no ha venido con las manos vacías. Otro tanto como nosotros teníamos, trajo a casa junto a Valentín el día antes de su partida. 
Pronto caerán las primeras nieves. Tenemos grano suficiente para las cabras y ovejas, pero no hay que tentar a la suerte y debemos sacarlas a apurar las últimas hierbas del año antes de pasar el invierno encerrados.
Esos ratos de soledad mirando las montañas mientras se apaga el día son mis momentos de añoranza, exclusivos para mí y para Chusto. Pues entonces es cuando lo siento como si estuviera junto a mí.
Al día siguiente de partir Chusto, pensábamos que Roca se moriría. No se levantó del suelo en toda la jornada. Ni siquiera para beber agua. Juana y yo le echamos al suelo los restos de la comida y un mendrugo de pan duro. Pero ella no hizo mención de acercarse a la comida.
—Roca, bonita, ¿tanto le echas de menos que vas a dejarte morir? 
La perra me miro a los ojos y emitió un sonoro suspiro. Si hubiera podido hablar seguro que me hubiera dicho algo como… ¿Acaso tú no tienes el corazón roto de pena?
—Roca, no tienes que quedarte aquí, nos apañamos solas. Ves a buscarle y cuídalo. Las dos lo necesitamos sano y salvo. Y tú puedes ayudarle. Yo no.
Le estiré del pellejo del cuello y la obligué a ponerse en pie. Ladró, bufó y salió corriendo como si me hubiera entendido. Espero y deseo que estén juntos porque no la hemos vuelto a ver. Seguro que ya se han encontrado y caminan juntos como cuando iban de caza o con el ganado por nuestras tierras.



Invierno.
Llegamos a nuestro destino dos días antes del plazo acordado. Acampamos en la entrada de la ciudad y esperamos a que nos dieran instrucciones. Esas órdenes tardaron poco en llegar. Una partida de nuestros hombres entre los que yo me encontraba, reforzada por hombres catalanes, fuimos enviados a un pueblo cercano. A menudo los piratas sarracenos que vivían en Mallorca arrasaban alguna de estas aldeas y pueblos, saqueando hasta lo más profundo de las casas y sus habitantes. Allí fuimos y nos difuminamos en la estampa de aquel pueblo marinero. Tenían torres de vigilancia, e intentamos que nuestra presencia fuera discreta. Las gentes del pueblo se sintieron relativamente en calma al saber que una manada de salvajes hacían las funciones de guardas de la costa. 
Estuvimos allí cuatro jornadas con sus cuatro noches. A la que hacía la quinta recibimos órdenes de avanzar a otra aldea. Pero esa noche fue la noche de mi estreno.
Estábamos cerca de la torre más alta, le tocaba guardia a un hombre que decía ser Tortosa. Experto en el mar y en sus artes, cuando nos llamó la atención diciendo.
—Eh, vosotros…. Varias embarcaciones se acercan. Me ha parecido ver reflejarse algo y he agudizado el ojo. No hay duda de que son tres. Dentro al menos hay treinta y seis hombres. Harán tierra enseguida. Dar la voz.
Me temblaron las rodillas y eche a correr hasta donde estaban acostados todos mis compañeros. En menos que canta un gallo, muchos hombres armados estábamos escondidos y listos para prestar batalla a los asaltantes. No sólo almogávares aragoneses y catalanes, también soldados y los hombres del pueblo, que decididos cogieron sus rudimentarias armas para defender su futuro.
Estratégicamente ocultos en la orilla y en las casas más cercanas oímos como los barcos tomaron tierra y descendieron de ellos unas cuarenta personas. Una vez en tierra y organizados corrieron hacia el pueblo portando antorchas, espadas curvas, dagas y escudos bien decorados. Entonces fue cuando comenzaron los gritos del asalto.
Pocas zancadas dieron hasta encontrarse con un muro de hombres que frotando los pedernales contra nuestros alfaques echaban chispas como si fueran demonios.
Entonces se escuchó entre los gritos.
—¡Desperta ferro!
Todos y cada uno de nosotros nos unimos al griterío. Sólo pudieron disparar a ciegas la primera carga de flechas. No les dimos tiempo para más. La luna y las antorchas chocando contra la arena iluminaron la playa donde cruzaban los filos de sus armas los hombres más fieros de Aragón contra sarracenos armados hasta los dientes.
Una de las naves viró y se perdió en el horizonte dejando al grueso de  su tripulación perdida a su suerte. Ellos llevarán noticias a los mallorquines diciendo que los vecinos de Tarragona no están solos.
No sé cuántas vidas sesgué esa noche. Perdí la cuenta de los tajos que propiné y las cabezas que separé del cuerpo. Durante el tiempo que duró esa barbarie dejé de ser yo mismo para ser una bestia. No sentía dolor, no tenía miedo, y me olvidé de mis montañas y de Ánchela. 
El pelo de Roca estaba cubierto de salpicaduras de sangre, y vi como se lanzó al cuello de un asaltante que iba a clavar una daga a Doroteo por la espalda. 
Las otras dos embarcaciones estaban en la playa requisadas por los soldados del rey, y la arena se había mezclado con sangre. Sólo tuvimos que lamentar seis bajas por nuestra parte mientras que fueron cuarenta y tres los cadáveres que retiraron de la playa y otras tantas las  almas que se unían con su querido profeta.
Yo lavé el alfaque en la orilla y lo sequé con un trozo de camisón de uno de los sarracenos que pasaban cargados en una carreta de madera. El sol había salido por completo y se escucharon músicas de dulzainas y tambores para celebrar la gesta. Hogueras asaron carne, bebimos vino, sidra y comimos cuanto pudimos. 
Después de todo el día, cuando nos agrupamos en nuestro campamento oímos a unos niños cantar una canción con una flautilla sobre un almogávar guerrero y su perro cubierto de sangre mora.
O por lo menos, eso creímos escuchar…
Llegaron noticias de otros asaltos similares en otros puntos de la costa, pero parece ser que ninguna de esas noticias fue buena para los piratas. Después de una semana pasando frío en nuestras rudimentarias tiendas, obtuvimos instrucciones del rey. Sólo los catalanes quedarán en la costa. Los aragoneses con otros soldados del rey salían hacia el reino de Valencia. Parece que la cosa iba a complicarse. Hasta ahora, podemos decir que sólo ha sido un trabajo menor.


Movimos los camastros al centro de la habitación principal, justo al lado del hogar. Ya estaba todo cubierto de nieve y salir al cubierto ya era un trabajo que costaba una buena soba de pala. Menos mal que Juana era briosa con el utensilio y enseguida estaba de vuelta con leña para toda la noche.
Teníamos la casa cerrada a cal y canto, ni una rendija dejábamos al descubierto para que no se colara el frio de la ventisca. Ya estábamos bien cenadas y abrigadas hasta los ojos cada una en nuestra cama cuando empecé a sentirme mal. No quise alarmar a Juana y aguanté en silencio. Intente cambiar de postura para encontrar una tregua. Media vuelta hacia un lado, media vuelta hacia el otro.
—Chica, estas bien…
—Juana, estoy un poco incómoda, pero creo que estoy bien.
Eché la mano al vientre y sentí como pataleaban dentro. Las patadas no eran abajo, ella o él estaba listo para salir. Y fue cuando sentí la humedad entre las piernas.
—Juana, levanta. Me parece que es el momento.
Juana saltó de su cama, se cubrió con el chal y se enfundó los rechonchos pies en unas botas negras que seguro tenían tantos años como yo. Me destapó y vio que había roto aguas.
—Ánchela, ahora te toca a ti echar el resto. ¿Estás lista?
—No lo sé Juana, estoy muerta de miedo. Sabes lo que hay que hacer, ¿verdad?
—Pues he visto parir a muchas mujeres, pero cada vez que me toca se me pone una bola en el estomago que me tiembla todo.
Fuera de la casa hacía un frio terrible. Una ventisca castigaba furiosa las copas de los árboles y las paredes de la casa. Pero dentro, yo sudaba como si estuviéramos en pleno agosto dando sacudidas de azada en la seca tierra veraniega.
En ocasiones tenía dolores intensos que me hacían apretar los dientes hasta oírlos rechinar. Juana preparó telas, paños, agua y un pequeño filo plateado.
Cuando más intensos eran los dolores, Juana se apoyaba en lo más alto de mi vientre y gritaba con fuerza.
—¡Empuja Ánchela, qué ya está casi! 
Su presión ejercía una terrible mezcla de sensaciones. Dolor, desahogo, miedo. Quizás un empujón más. Y así fue, sólo uno más necesité para sentir como se desprendía de mí. Y fue cuando oí esa música. Un llanto tan agudo que se clavó en mi cabeza para siempre. Nunca olvidare esa potencia de grito. 
—Ánchela, ya la tienes contigo. Es una niña. Y parece que está completa. Tómala. Abrázala y ahora sólo un pequeño empujoncito mas. Tenemos que asegurarnos de que todo queda bien.
Cortó el cordón de un solo tajo con su pequeño filo plateado. Lo ató con una maña que sólo la experiencia le pudo enseñar y por primera vez sentí su calor. Sentí como al caer en mi pecho se acurrucaba con una complicidad natural. Lloré de alegría y de añoranza. Es el día más feliz de nuestras vidas y Chusto no está aquí para festejarlo con nosotras.
Juana lavó con dulzura a Nieus, así se iba a llamar. Quiso llegar en la noche de más nieves de este invierno. Y así decidí llamarla: Nieus.
Al amanecer paró la ventisca. Se calmó el día y pareció que saldría el sol. Aunque hubieran caído chuzos de punta para mí era un día casi perfecto. Nieus pasó los días mamando, durmiendo y creciendo poco a poco. Siempre en brazos de Ánchela y Juana. Su carita arrugadita y rosada se terció blanca y parecía de porcelana. El pelo despuntaba royo y rizado como el de su madre. Pero los ojos eran profundos y con ese semblante tan triste como el de Chusto. Juana la alzaba entre sus manos y gritaba.
—Nieus, hija mía. ¡No hay duda de quiénes son tus padres!


—Juana, no hay noticias de Chusto. Me mata la pena y su ausencia. No soy capaz de seguir sin él. 
El invierno pasaba a la vez que Nieus crecía, y Juana… Bueno, ella seguía como siempre. Pero Nieus la llenó de una felicidad que hasta ahora no había sentido. Se sentía abuela sin ser madre. Y derrochaba amor por las dos mujeres de Chusto.


El viaje desde Tarragona fue duro. El tiempo aunque no tan frio como en sus montes, heló la cara y la barba de Chusto. El viento frío convirtió su piel en cuero endurecido. Hubo días duros durante la marcha. Escaramuzas, asaltos y alguna que otra cicatriz. No había ni un solo día en el que no rezara por Ánchela y por el día en que volviera a verla. Desde que salió de sus montañas contaba los días y según sus cuentas ya debería de haber nacido su criatura. Y la amargura le hacía avinagrar su semblante.
Una noche, intentó ahogar esa amargura en vino del pellejo. Pero no pasó lo esperado. Todo lo contrario, el vino enturbió las palabras que salieron de la boca de un vecino, y el cuchillo se deslizó desde la correa de Ánchela hasta la mano con malas intenciones. Necesitó de varios golpes de sus compañeros y gritos hasta dejar su empeño de cortar la garganta de aquel pobre inoportuno. Cada día que pasaba la coraza de piedra que lo envolvía crecía. Algunos de los almogávares más jóvenes comenzaron a temerle y pusieron distancia entre ellos. Empezaron a conocerle en las villas por donde pasaba como el callado almogávar del mastín.
Doroteo y Valentín siempre estuvieron a su lado, en los peores momentos. Pero también en los que fueron mejores. Y ellos fueron los que le animaron a enviar un mensaje hasta las montañas. Un cura redactó la carta que se supone debería haber llegado hasta la montaña para que Juana leyera esas palabras a Ánchela. Pero el mensajero que debía de llevar las noticias a todas las casas de las montañas fue asaltado antes de llegar al río por dos sarracenos huidos que descargaron en el toda la furia que tenían guardada contra los cristianos. Las cartas de todos quedaron tiradas debajo de un árbol teñidas con la sangre de aquel pobre hombre.
Durante unos pocos días mientras defendían lindes y fronteras, mientras aseguraban que ningún grupo de sarracenos cruzaba los limites, Chusto dejó de pensar en todo lo que le importaba. Cubrió su corazón con una coraza más dura que el cuero que tapaba su pecho. Forró su corazón con un metal más duro que el que con su filo sesgaba miembros de invasores. 
Paso una quincena cuando pensó en volver a preguntar por el cura que escribió la carta y su mensajero. Las noticias terminaron por cambiar a Chusto. Una compañía de comerciantes encontró el cuerpo del enviado con la correspondencia. Ánchela, al igual que todos los demás nunca recibieron noticias.
Tuvo la necesidad de salir corriendo hasta sus montañas. De empezar a correr y no parar hasta ver la casa de piedra y sentir el humo de la lumbre y el olor de la carne asada con especias que Ánchela preparaba para momentos especiales.
El invierno está en su fase media, los fríos sólo han sido un juego en comparación con los que la gente de las montañas está acostumbrada a lidiar. Cuando el tiempo mejore,  llegará el momento de la gran batalla.
—Estamos muy cerca de  Valencia ya, ¿verdad?
—Cierto Chusto. Hasta ahora, ha sido un viaje suave, ahora llega el momento de sacar brillo a nuestro alfanje. En este viaje, yo cargo con dos misiones Chusto. La primera por orden del rey, y la segunda por orden de Juana. Tenemos que volver, y tengo que encargarme de que vuelvas al valle. Y no va a ser esta vez, la primera que incumplo una orden. Una vez volvimos Doroteo y yo solos cargando las pertenencias de tu padre. Esta vez no volverá a pasar.
Valentín endureció su rostro al soltar esas palabras. Sentí una dura emoción en sus facciones, e incluso me pareció que ese rostro duro cargaba una pena y una culpa que casi le hizo derramar una pequeña gota cristalina.
Le alargué el pellejo con el vino que habíamos robado en una casona de moros que acabábamos de sentenciar. El bebió como si no hubiera un mañana, regoldó y se refrotó la cara con el antebrazo. 
—Tenemos que repartir las monedas que conseguimos ayer. Tu faltriquera necesita alguna moneda Chusto. Cuando lleguemos a casa debería estar llena hasta casi no poder atarla. Nos quedan unos días duros de patrullar fronteras. Puede que alguno de nosotros caiga estos días en las incursiones sarracenas. Espero no ser yo, ni ninguno de los nuestros. Detrás de cada árbol, puede estar un vigía, una compañía de traidores con las dagas en la mano, no lo sabemos. Tenemos que estar siempre ojo avizor. Bajar la guardia puede ser peligroso.
Desde que Salí de las montañas, no he dormido más de unas escasas horas al día. En sueños, veo a Ánchela, la silueta de un niño al que no se distingue la cara jugando con Roca en la calle bajo el sol cálido de verano. Pero yo no aparezco en los sueños. Sólo ellos. 


Hoy ha salido un día calmado en las montañas. No hay ventisca. El sol calienta ligeramente y aunque el valle está cubierto de nieve, hemos podido salir a respirar fuera de la casa. Nieus está sana y fuerte como un roble. Y yo no me puedo quejar. Me he recuperado perfectamente, y ni un dolor me afecta. Juana está contenta cuidándola mientras llevo grano a la paridera para las cabras y ovejas. He necesitado leche de las cabras diluida con agua para reforzar las ansias de comer de la niña. Creo que no podre darle teta mucho más tiempo. 
Juana dice que es por mis preocupaciones. Que mi carácter y mi nerviosismo están haciendo que mi cuerpo este haciendo cosas raras. Pero no le hago mucho caso. 
Una vez comido el ganado, necesito preparar leña. La casa debe estar bien caliente para la niña y estamos gastando más leña de la que pensábamos.
En un momento me vi con el hacha cortando troncos contra el tocón. Deje salir mi ira y mi tristeza en el filo, y los troncos se dividían como mantequilla. Otro, otro más, otro y otro. Fueron muchos en cuestión de segundos. Noté como los nervios de mi brazo se tensaban y pensé que la fuerza con la que dejaba caer el hacha contra la madera cortaría el pecho de un moro de un solo tajo. Entonces al ver la imagen de uno de ellos irguiendo el filo contra Chusto, lancé un tajo contra el tocón que partió en dos raso madera y tocón. Tuve que desclavar el hacha del suelo con mucha fuerza. Lloré como hasta ahora no había llorado. De pena, de rabia, por amor. Lo necesito, lo quiero, lo amo. No puedo estar sin el más tiempo. 
—Ánchela, la fuerza de los almogávares llenan tus brazos. Menos mal que eres una mujer de monte y campos y no una guerrera. No me gustaría luchar contra ti en una batalla.
—Juana, he oído que con ellos también van mujeres.
—Ni se te ocurra Ánchela. ¡Dios mío! ¡Qué dices, no dejare que lo hagas!
—Juana, Nieus se quedará contigo. En cuanto haya un camino por el que bajar de la montaña libre de nieve me iré a buscarlo. Iré en la yegua percherona de Doroteo. Cargaré todo lo que necesite, y si tengo que morir quiero hacerlo con él. 
—¿Pero insensata, dejarás a la pobre criatura sin sus padres? 
—No hay más que hablar Juana. Mientras haya nieve, amamantaré lo que pueda a Nieus, y disfrutaré con ella cada segundo que pase. Pero tengo que ir a buscarlo. Tengo que ayudarle y volver de regreso.
Este año ha pasado sin nuestro invierno. Y no perderemos ninguno más.
Durante días, Juana no me dirigió la palabra. Se notaba que estaba tan enfadada que en ocasiones nos huíamos una de la otra. Sólo un escueto saludo por la mañana, varias frases por el bien de Nieus, y un corto adiós al acostarnos. Oí varias veces llorar a Juana por la noche en el camastro que estaba al otro lado de la lumbre.
Nieus y sus rizos castaños, era lo que me quitaba las penas mientras la miraba. La besaba y le atusaba el pelo. Sabía que sería duro, otra separación, pero juro que volveré con él… Volveremos con ella.


Quitado un par de ventiscas, el invierno en la montaña no fue tan duro como los anteriores. La altura de la nieve había descendido bastante. El camino estaba despejado y esa mañana fui hasta la cuadra de Doroteo y aparejé su yegua percherona. Me subí de un salto y galopé hasta la casona donde estaban Juana y Nieus. 
—¡Jodida cabezona! No hay manera de hacerte cambiar de opinión, ¿no…?
—No Juana, ya lo sabías. Tengo que darme vida si quiero encontrarlo pronto y volver con él en primavera.
—¿Y has pensado que te puedes encontrar algo que no te esperas? ¿Has pensado en los peligros del camino? ¿Has pensado que puede que sólo encuentres una tumba y un cuero roto?
—Si es eso lo que me encuentro, lo lloraré como todas las viudas. Pero no saber nada me está matando. Si me quedo, puede que si vuelve, sea él quien llore por mí ante una tumba llena de huesos y lagrimas. No hay más que hablar, en cuanto tenga todo listo partiré. 
Con esta sentencia zanjé la discusión.
Dos días me costó preparar unas alforjas llenas de útiles. Unas botas, pantalones de gruesas telas, el hacha, pedernal, puñal y alimento para unos días. Una manta, cuerda y poco más. A cada rato detenía mi labor para besar a Nieus y abrazarla. Se me hacía cuesta arriba y hubo un par de ocasiones que dudé de si hacía lo correcto. Amo a Nieus más que a mi vida. Pero sé que estará bien. Chusto es parte de nuestra vida y nada será como tiene que ser mientras él esté fuera. Tengo que alcanzarlo pronto. Descansare lo justo y no me entretendré con nadie. Mi destino, él.
Nieus me vio partir una mañana despejada de febrero. Con una sonrisa y sin derramar ni una lágrima ella con sus ojos me dio la aprobación para mi viaje. Juana fue más dura, pero se fundió en un abrazo conmigo que rompió las barreras que levantamos entre nosotras los días anteriores.
—Juana, el tiempo está dando tregua, como dicen los ancianos… En febrero ya busca la sombra el perro. No me da miedo el frio, ni la nieve ni el agua. Sé que volveremos pronto y estaremos todos juntos. Cuídala como si cuidaras a tu propia hija. Y si llega el momento, cuéntale quienes fueros sus padres y los sacrificios que hicimos por estar juntos.
Salí al galope del valle para coger el camino que me llevaba hasta él. La compañía iba a pie, yo en una fuerte yegua. Pronto lo veré y lo tendré entre mis brazos.


Nos costó mucho asegurar las tierras por donde pasábamos. No había ni un pueblo en el que no tuviéramos que luchar para asegurar las fronteras. Estábamos muy cerca, y a cada paso más duras eran las batallas. Corrimos Roca y yo como liebres detrás de uno de los avistadores que desde Valencia llegaban a controlar nuestro avance. Le dimos alcance y lo sentenciamos. Nosotros abríamos el camino para toda la tropa del rey. Los almogávares aragoneses éramos la infantería que hacía el trabajo duro. Algunos soldados aún no habían sacado el arma de la funda.
Pronto llegaríamos al límite del reino. Y pronto comenzaría la verdadera lucha. Valentín y Doroteo agradecían la presencia de Roca, también muchos de los miembros de nuestra campaña. Nos aprovechamos bien de su olfato, tanto para la caza como para la supervivencia. No tenía miedo a nada y nunca se separaba de nosotros. Los otros hombres y algunos soldados  nos conocían como los mastines. Todos nos temían, respetaban y apreciaban. 
Conocí otros hombres que sabían quién fue mi padre. Me contaron historias, hazañas y luchas. No escuché ni una sola palabra negativa sobre él, hubo quien me dijo que todos daban su voto afirmativo para convertirlo en almocadén. Todos y cada uno de los hombres debían de reconocer su valía y apoyarlo. Era la única manera de alcanzar mayor rango.
Valentín nunca me contó esas historias. Siempre callaba cuando la gente hablaba y asentía solamente mirándome a los ojos.
—Chusto, tu padre fue un buen hombre, puedes estar orgulloso. Pero poco a poco tú te estás ganando a la gente. Hay quien te compara ya con él. Chusto el Mastín,  hijo de Lorién.
Por cada aldea que pasábamos la gente se fijaba en nosotros. Para bien y para mal.


La primera noche sola fue la peor. Pase miedo y frío como nunca lo había pasado ni sentido. Intenté que esa noche fuera cerca de alguna casa, pero hubo gente que se negaba a dejarme dormir en sus tierras. Pensarán que una mujer sola a caballo y armada no puede andar en nada bueno.
Al final conseguí dormir cerca de una casa en la que salía humo de la chimenea y me dejaron guarecer la yegua en un cubierto. Dormí sobre la paja tapada y sola. Y dudé de nuevo si lo sensato sería volver a casa. Se hizo de día sin conciliar el sueño. Por la mañana, comí algo de tocino salado, ensillé mi montura y cabalgué de nuevo. Dos días después, confirmé con unos campesinos que la ruta que llevaba era la misma por la que pasaron una campaña de aragoneses para luchar por el rey. Pregunte por él, pero nadie supo contestarme. Todos les parecían iguales andando con sus lanzas y alfanjes en las manos.
Pase por villas, granjas, aldeas… comí lo que la gente de bien tuvo en gracia ofrecerme. Todos confirmaban que habían visto pasar a los almogávares por allí meses atrás.
Al anochecer de la decimo octava jornada de mi viaje tropecé con un problema. No toda la gente con la que crucé por los caminos de dios fue de buena calaña. Tres harapientos me echaron el alto en un camino cuando casi el día estaba vencido. Vieron una presa fácil en mí. Montura, alforjas y útiles… se pensaban sacar unas monedas o cambiar mis posesiones por algo que necesitaran o simplemente vino. Palmeé el cuello de mi montura mientras frenaba y me ponía a unos pasos de los tres hombres.
—Mujer, ¿no tendría usted algo para compartir en el camino con nosotros? Pan, vino, ¿calor para esta noche junto al fuego?
—Lamento comunicarles señores, que ando escasa de lo que me piden, además no soy buena compañía para ustedes.
—Eso deberíamos de juzgarlo nosotros, joven. Vamos a ver qué cargas en las alforjas.
El más delgado y desdentado de los tres se acercó a mi caballo y apoyó la mano en mi muslo sobándome mientras hizo la mención de meter la mano en la alforja. Con la mano izquierda sujetaba las riendas y con la derecha le di un manotazo en la cara que hizo que le sangrara la nariz.
—¡Descarada zorra montañesa, te vas a enterar!
La yegua reculó un par de cortos pasos asustada por los gritos del hombre y desconfiando de los otros dos que se colocaron a ambos lados. 
Vi que el desdentado levantaba un garrote. En mi cinturón estaba el cuchillo afilado que rápidamente saqué de la funda y clavé en el garrote justo donde agarraba con ambas manos el atacante atravesando el dorso de su mano. Su reacción fue apartar la mano con fuerza y el filo corto la mano entre los dedos dejándola sesgada en dos como la lengua de una bicha.
Se retorcía de dolor mientras los otros dos venían a por mí. Desde mi altura pude darle una buena patada a uno de los dos que quedaban en pie que lo hizo tambalearse, y fue entonces cuando salté desde lo alto de la yegua en dirección al último atacante.  El hacha colgaba de la correa de la montura y con habilidad la saqué de un solo movimiento. Sus caras reflejaron preocupación. No pensaban que les fuera a salir tan difícil el robo a una mujer solitaria. Dudaron en seguir con el ataque, pero entonces el desdentado grito mil y un insultos hacia mí y alentó a los otros dos. Sólo necesité ver como uno de ellos avanzó un solo paso para lanzar un corte desde abajo que cortó la mano izquierda del gordo que empuñaba una navaja de mango de madera labrada. Esta en el suelo seguía con la navaja agarrada mientras el muñón chorreaba a borbotones. Y el otro que quedaba sano corrió como alma que lleva el diablo por los campos que lindaban con el camino. Los dos sangrantes ladrones intentaron seguirle huyendo de mí, pero a una velocidad bastante más lenta mientras se agarraban las heridas.
Corrí hacia la yegua, me subí y salí al galope aprovechando los últimos destellos de luz para poder parar lo más lejos y en dirección lo más opuesta posible a esa gente.
No fui capaz de parar esa noche. Me tapé entera con la manta y cubrí parte del cuello y la grupa de mi montura, y al paso lento seguí a la luz de la escasa luna hasta que llegué a una aldea cuando sólo faltaban suspiros  para que saliera el sol.
No había amanecido del todo, pero ya se distinguía cuando paré cerca de una de las casas de la aldea. Un perro echó a ladrar cumpliendo la misión para la que sus dueños lo habían amaestrado. Pensé en Roca y en cuantas veces le había oído ladrar así avisando de visitantes, foranos o vecinos conocidos. Decidí descubrirme por si alguien salía que no me vieran y me confundieran con un asaltante. Y fue entonces cuando oí los gritos de un hombre.
—¡No queremos problemas. Aléjate de mi casa! 
—Tranquilo buen hombre. No quiero problemas. Sólo estoy de paso. En cuanto dé de beber a mi montura y descanse un poco seguiremos adelante.
El hombre hablaba de una forma extraña,  que según descubrí después era la forma típica de la gente de esa zona. Se extrañó al descubrir que era una mujer sola la que montaba semejante animal, y salió empuñando una estaca para cerciorarse. Una mujer mayor salió en camisón tapada con una manta y ella fue mi salvadora.
—Chiqueta, deja el caballo atado en el cubierto y espera un momento.
Los dos entraron a la casa y escuché como hablaban en una lengua que no alcanzaba a entender. 
Al rato salió la mujer con un cuenco de caldo caliente y detrás de ella el hombre con la estaca levantada.
—¿Qué haces tú sola a estas horas por aquí? ¿Estás loca? Nos has dado un buen susto.
—Lo siento señora. He tenido un percance esta noche y no encontré sitio donde resguardarme. No ha sido mi primera noche al raso, pero sí la más difícil.
—Pasa hija, desapareja el animal y deja la silla y el hacha fuera. Entra adentro conmigo.
Al entrar en casa note el calor del fuego y temblé. Hasta entonces no me paré a pensar en los últimos acontecimientos  pero entonces caí de rodillas y lloré desconsolada.
La dueña de la casa, una anciana mujer se acercó y pasó su brazo sobre mi hombro. Se apiadó de mí y me dejaron dormir cerca del fuego, encima de unos sacos que hicieron las veces de camastro. Fue mi mejor colchón de los últimos días y dormí como una niña.
Sólo dormí un par de horas. Cuando desperté los dos ancianos estaban mirándome fijamente. El hombre ya no levantaba la estaca pero la llevaba entre las manos a modo de bastón. No sé si para ayuda a su cojera o porque aún no estaba seguro de que estaba haciendo lo correcto.
Hablé con ellos largo y tendido y les conté el porqué de mi viaje y mi percance de la noche anterior. Me confirmaron que el ejército había pasado por allí, camino de Tarragona, me contaron que estaba muy cerca ya del destino y que recordaban a un guerrero almogávar que pasó por este mismo camino con un gran perro que andaba pegado a su paso. Lo recordaban porque su perro se volvió loco de gritar a esa bestia peluda tan grande.
—Roca, su nombre es Roca. Y si están juntos respiro tranquila. No estoy segura de querer a Chusto más que ese animal. 
Mercé y Jordi fueron muy amables conmigo llenando mi zurrón con pan de centeno, aceite y un queso. Nadie sabe lo que me reconfortaron esas buenas gentes. Pero sobre todo tener noticias de Chusto fue lo que me dio fuerzas para seguir. Estaba cerca y me sentía bien. Me despedí de ellos y galopé camino de Tarragona, ilusionada porque además de que iba por buen camino, pronto vería por primera vez el mar.


Entré a Tarragona y vi el mar una fría mañana de no sé si finales de febrero o principios de marzo. Nunca había visto una ciudad así. Nunca había olido esos aromas a salitre y pescado. Me dirigía por la zona del mercado andando con las riendas de Briosa de la mano, así decidí llamarla durante el camino, ya que era la única que me oía hablar mientras avanzábamos.
Pregunte por el puesto militar. Mucha gente me miraba con cara de desconfianza. Se notaba que andaba fuera de mi tierra y encima preguntando por los soldados. Cuando lo encontré fui recibida por un grupo de hombres muy groseros que me confundieron con otro tipo de mujeres. Alguno quiso manosearme y tuve que enseñar los dientes y dar un par de manotazos hasta que salió un señor de más edad que quiso escucharme.
Pregunté por los guerreros aragoneses contratados por Jaime I, conté que iba detrás de ellos para servir con ellos y luchar. Y los soldados más jóvenes rieron a carcajadas.
—¡Estúpidos gañanes! —gritó el soldado más mayor. 
—No tenéis ni idea de nada. Ellos están haciendo una gran labor para el rey. Esta mujer, merece vuestro respeto. Es un guerrero almogávar.
Los soldados más jóvenes se callaron rápidamente y bajaron la mirada. El veterano me contó que nuestra gente estuvo en la costa en Tarragona, y que el rey los mandó camino de Valencia a otra empresa mayor que vigilar la costa y las fronteras. Desempeñaron con fuerza y rigor su trabajo y rechazaron los envites mallorquines por toda la costa. Mañana sale un destacamento hacia allí. Puedes ir con ellos y otros milicianos catalanes. Algo muy grande está preparándose para necesitar tanta gente. Parte mañana mismo desde aquí. Detrás del ejercito saldrán muchas más gentes. Las guerras traen muchas desgracias, pero mucho dinero se mueve también en ellas. Herreros, mancebas, jóvenes sedientos de botines… Que tengas un buen viaje mujer.
Esa noche dormí en el lugar desde donde saldría el ejército, en el suelo, entre las patas de Briosa. Con la espalda contra un muro del destacamento. Con un ojo abierto y otro cerrado.
No era un grupo tan numeroso como me pensaba. Y la caravana de detrás tampoco fue como anunció el soldado. Me dijeron que casi todo el grueso estaba acampando por las tierras que los almogávares estaban limpiando de sarracenos.
Varias jornadas después, volví a tener noticias de Chusto. Pregunté a unos mozos de un pueblo donde estuvieron y uno de ellos me dijo que sí, que estaba seguro de saber de quien hablaba. El Guerrero Mastín. Un niño dijo que luchó fuerte contra los piratas y que el perro que lo acompañaba iba teñido de sangre mora por los cuatro costados. 
—Una fiera señora, y un gran guerrero. ¿Lo conoce? Yo mismo tocaba la flautilla en la fiesta de después de la batalla y cantábamos letrillas sobre él señora. Pero que también le digo, que en los días que estuvo aquí, nadie le vio reír. Siempre se quedaba aparte del resto con el perro. Nunca fue a la taberna ni al puerto. Menudo genio se gasta el Mastín. En un pueblo cercano, cuentan que cortó un dedo a un hombre por pegar al perro. Y a un hombre casi le rebana el cuello por reírse de él y hacer una chanza. Necesitaron seis hombres para tumbarlo y quitarle el cuchillo y otros cuatro para agarrar al perro.
El Mastín. Me hizo gracia ese apodo. Pero me preocupé mucho por él. Desde luego que su semblante es serio. Pero, ¿qué le estará pasando?
No había día en el que no pensara y llorara por Nieus y Chusto. Pero saber que estaba bien me hacía ver las cosas de otra manera. Los días pasaron, las noches seguían a los días en el orden natural, y poco a poco más cerca me encontraba de mi objetivo.
Los soldados me aceptaron y ayudaba en algunas labores. Montar y desmontar tiendas. Dar agua a los caballos. Esas labores me mantenían ocupada y hacían que los días pasaran más rápido. También sufrí envidias por parte de otras gentes de la caravana. Tuve que poner orden y aclarar quién y qué soy. Ánchela, la mujer de Chusto, el Mastín almogávar.



Primavera.
Llegaban noticias de que pronto llegarían más soldados, y que la batalla pronto comenzaría. Eran ciertas, el ejército seguía creciendo a diario. No había un día en que no llegaran. Se decía que un total de seis mil almogávares aragoneses, catalanes y navarros estaban listos para luchar y reconquistar el reino de Valencia. No iba a ser fácil. Los musulmanes estaban preparados para el ataque. Serán días duros. La taifa Balansiya estaba preparada para los envites cristianos. Valentín, Doroteo, Miquel y yo dormíamos en la misma tienda junto a dos hombres más. Estábamos listos en Morella para la primera gran batalla.
Cada noche rezábamos juntos. En mis oraciones pedía por Ánchela, por mi hijo, y porque me diera fuerzas para acabar pronto con esto y volver para verlos y abrazarlos. Cenamos sentados en el suelo la ración de rancho que nos tocaba. Apuramos el vino y hablamos de nuestra vida en las montañas. Hablamos y nos preguntábamos por lo que sucedería por lo alto de nuestros montes. Como estará de alta la nieve, si estará verde, de cuantos corderos habrán nacido. Roca dormía echada a mis pies y así llego el amanecer.
No sé cuál fue la razón de ese sueño tan profundo. ¿Sería el vino? No lo sé. El caso es que ese día dormí más de lo habitual. Sólo quedaba yo en la tienda mientras todos preparaban los bártulos para emprender el camino. Estaba mojándome la cara con las manos cogiendo agua de un caldero cuando se escuchó un revuelo por los alrededores de la tienda.
No le di mucha importancia. Seis mil hombres armados y nerviosos hacen que el clima este crispado y haya muchas peleas por cualquier robo o disputa. Entonces oí correr a gente y unos cascos galopar. La tela que hacia la función de puerta se abrió de golpe y fue Doroteo quien entró sofocado.
—¡Chusto, sal ahora mismo! ¡Corre, no te lo vas a creer!
Dejé  de lavarme la cara y eché mano al colltel, pero Doroteo me grito todavía más y me dijo:
—¡Suelta eso y sal rápido, cojones!
Roca entró corriendo a la tienda y ladró desesperadamente avisándome. Salí corriendo y el sol que me daba de frente me cegó momentáneamente. Poco a poco vi que enfrente de la tienda se encontraba alguien montado a caballo tapado con una manta que le colgaba de los hombros. Los ojos se adaptaban a la luz progresivamente hasta que vi la silueta de una mujer, subía la mirada poco a poco poniendo mi mano encima de los ojos protegiéndome de la luz hasta que vi su rostro.
Me quedé rígido como una estaca. Roca saltaba agitando el rabo junto a mí, y no supe reaccionar. Dejé caer todo mi cuerpo de rodillas al suelo y comencé a llorar. Ánchela saltó del caballo y me rodeó con sus brazos. Lloré, la besé, la abracé, pero la emoción no me permitía hablar. Tardé varios minutos en poder articular dos palabras.
—Te amo.
—Chusto, no podía estar ni un día más sin ti. No pude, lo intenté pero no pude. 
—¿Y nuestro hijo?
—Hija, Chusto. Es una niña. Se llama Nieus. Está sana y perfectamente cuidada por Juana. Lo hice por nosotros Chusto, ella nos espera. Acabemos con esto y volvamos juntos.


Muchas horas conversaron y perdieron juntos bajo la tela de su tienda. No tuvo valor de contar todos los pormenores del viaje, o puede que no quisiera hacerle pensar en los peligros que corrió hasta llegar hasta él. En esas horas hubo tiempo para todo. Para el amor, para el reproche, para gritarse. Mucho debatieron sobre las posibilidades que en ese momento tenían. Ánchela quitó de un manotazo la idea de abandonar la empresa que lo había traído hasta allí. Lucharan juntos bajo órdenes del rey. Acabarían la campaña y volverían juntos o morirán juntos.
Para Chusto morirse allí sin conocer a Nieus no era una opción. El sabía perfectamente que abandonar ahora era imposible. Había dado su palabra y había aceptado cumplir. Pero nunca se había imaginado que lucharía codo con codo con Ánchela. 
Doroteo abrazó con fuerza a su yegua, y Valentín rompió el silencio con unas sonoras carcajadas.
Por todo el campamento corrió la noticia de que la mujer de Chusto el almogávar apodado el Mastín, había cruzado ríos, montes, llanos y caminos para reencontrarse con su marido. Muchas historias se contaron de las proezas que gestó al luchar con asaltantes y moros. Alguna de esas historias se inventó en corrillos, sin ningún rigor y fidelidad a la verdad, pero ayudaron a crear la fama y el respeto del resto de guerreros. En todas las tiendas se hablaba del hacha de Ánchela, la mujer de Chusto el Mastín.
A los pocos días, el ejército se puso en marcha, toda la zona septentrional del reino fue arrasada por los almogávares. Nunca conocieron derrota. En todas y cada una Ánchela y Chusto pelearon y sesgaron la vida de cientos de sarracenos.  Roca nunca dejó de estar a su lado y las historias y leyendas siguieron creciendo y corriendo por todos los pueblos. Pasaron muchos meses hasta que por fin acabó la campaña. A golpe de alfanje, lanza, escudo y hacha llegaron los almogávares hasta la ciudad de Burriana. 
Chusto y Ánchela manchados de sangre recibieron la carta con el cese de sus obligaciones por el momento. Festejaron la victoria y se olvidaron de todos los meses perdidos en la campaña. Juana recibió noticias en varias ocasiones, y las noticias regresaron hasta el frente anunciando el buen estado de la niña. Dulzainas, gaitas, fuego y vino. Pronto saldrían de regreso a las montañas. Chusto pronto dejaría de imaginarse el rostro de su hija para por fin grabar en su memoria el fruto del amor entre ambos.
El regreso fue bien distinto. Un carro tirado por Briosa cargaba las pertenencias de Doroteo, Valentín, Ánchela y Chusto. Roca corría delante de la yegua. Como bien dijo Valentín y Doroteo, las faltriqueras rebosaban monedas que ayudarían a mejorar la vida y quizás aumentar el ganado y las tierras. 
Desde luego que no sería la última campaña de los almogávares aragoneses. Chusto y Ánchela volvieron años después, hasta que el rey reconquistara el reino de Valencia al completo. Haciendo aún más grande la historia del hacha de Ánchela y Chusto el Mastín.
Pero eso…. Ya es otra historia.


Eduardo José Comín
Luceni (Zaragoza)


Nota:
Ante todo quiero aclarar una cosa. Cierto es que todos los hechos y datos históricos ocurrieron de forma real.  Pero no estrictamente en el orden y fechas relatadas. Los personajes son  ficticios salidos de lo más profundo de mi imaginación. En algunas ocasiones, y sólo por dar forma y encajar temporalmente la historia, he modificado o mezclado acontecimientos con el único fin de crear una bonita historia. Que nadie se sienta ofendido por ello, ya que no he querido hacer una novela histórica. Tan sólo una bonita historia de amor entre dos guerreros aragoneses.







Hay amores que no entienden de tiempo, de sueño, de prisas; son la más pura imagen de la generosidad.



“Había veces que te pedía que me dieses la mano al dormir porque necesitaba saber que aún no necesitándote, estabas ahí. Otras veces  te suplicaba que me regalases “te quieros” a todas horas”



ES MUCHO MÁS QUE AMOR.
Merche Comín Diarte.





Maral Fotografía
Mallén (Zaragoza)



ES MUCHO MÁS QUE AMOR

Dependía de ti. Siempre. Incluso para lo más insignificante de la vida. Y he de reconocer que me encantaba. Me encantaba tener sed para poder exigirte que me dieras agua. Moría por sentir mariposas en el estómago y tener que pedirte el plato de comida en la mesa.
No es lo más sano en una relación, pero tú siempre estabas ahí para mí, fuese cual fuese la hora y día de la semana.
Había veces que te pedía que me dieses la mano al dormir porque necesitaba saber que aún no necesitándote, estabas ahí. Otras veces  te suplicaba que me regalases “te quieros” a todas horas. Y otras… Necesitaba de verdad que me hicieses un regalo, aunque minutos más tarde te obligase a recogerlo del suelo.
En realidad soy un egoísta. Un auténtico egoísta. No te dejo salir a cenar ni si quiera te dejo maquillarte. Eso de hacerte las uñas o ir a la peluquería es demasiado lujo. Te necesito y cada día más.
Hoy, al abrir los ojos por la mañana fuiste lo primero que vi. Una cara redondita y mejillas sonrosadas. El pelo recogido en una trenza despeluchada por el poco tiempo libre que te dejo. Con una mano me abrazabas, tal y como yo te demande horas antes. Y el pijama lleno de restos de la noche anterior. No di opción tampoco a que te cambiases por lo que llevabas la parte de abajo de un pijama y la parte de arriba de otro.
Me estoy cansando de que no me hagas caso. Llevo aproximadamente un minuto y medio despierto y sigues soplando en mi cogote sin hacer la mínima mueca de que estas despertando. Tengo que hacer algo. Y lo primero que me viene a la mente es jugar contigo. Jugar cual bebé de seis meses esperando a que su madre le de los buenos días.
Pruebo a meter un dedito en el ojo derecho que es el que más a mano tengo. Nada. Sin respuesta. Con el mismo dedo voy  a probar a levantar el párpado. ¡Esto no falla!
Sin resultado aparente investigo qué demonios hay en este agujero que a mí siempre me rebuscan después de cada baño. Y sí, esta vez obtengo una mueca que acompaña a un estornudo aunque no consigo mi meta de despertarte.
Nada, hay que recurrir al simple pero efectivo primer llanto de la mañana.
—¡Engüe! ¡Engüe! —la verdad es que lo hago sin lágrimas y sin cambiar mucho mi rostro, no me está mirando. Así que no es necesario.
—¡¡Engüeeee!! ¡¡Engüeee!! Ya van dos veces mamá… Y me estoy empezando a enfadar de verdad.
—¡¡¡ENGÜEEEEEEEEEEE!!! —está vez sólo ha hecho falta uno para que sin abrir los ojos buscases la cadena atada en mi pijama, la siguieses hasta el final y metieses el chupete en mi boca teniendo así un intento fallido de que durmiese esos tan anhelados cinco minutos más.
Así me gusta, después de un enorme beso y una caricia en la barbilla te has despertado. Y casi tirándote de la cama has ido a prepararme el desayuno. Uno de esos “bibes” templaditos que tanto me gustan ya que me los tomo sin salir de debajo de la manta. 
Como te necesito. Ojala cuando crezca y pasen muchos años, siga acordándome de todo lo que te quiero. De todas las noches que hemos pasado juntos y de todas las mañanas siguientes que has pasado contemplando como dormía plácidamente. Aunque creo que, por algo que con un poco sin sentido llaman ley de vida, olvidaré dejando en un rincón de mi subconsciente. 
Estás tardando demasiado… ¿Has ido al servicio? ¿Has lavado tus manos y por eso has tardado tanto en abrir el bote de la leche nueva? ¡Encima has tenido que fregar el biberón! 
No puedo más… Ahora que ya me estás vigilando y sé que estas pendiente de mí… voy a echar una cabezadita. No me lo tengas en cuenta. 

Te quiero mamá.


Merche Comín Diarte
Luceni (Zaragoza)







La vida te encuentra cuando menos lo esperas y los sueños se cumplen a cualquier edad y bajo cualquier bóveda…



“A Sofía le encantaba y nos obligaba a ir a su hermano y a mí a cada función que se estrenaba. Fuera ópera, teatro, cine o danza, no nos perdíamos nada. Siempre fue así hasta que se quedó prendada de uno de los actores. Día tras día esperaba en la puerta por donde entraban los artistas sólo para verle”



AMOR EN LOS NOVENTA
Belén Gonzalvo Val





Ramón Faro Cajal
La Puebla de Alfindén (Zaragoza)




AMOR EN LOS NOVENTA

7 de Junio del 2015
Coso Alto. Huesca.
20.30h.

—¿Dónde dices que vamos?
—Al Olimpia.
—Ah, vale. ¿Y qué vamos a ver? Aunque no sé yo si me voy a enterar de algo. Ahora les ha dado a todos los actores jovenzanos por hablar bajito y, con mi edad, no oigo lo que dicen.
—No te preocupes. Hoy no hay ninguna función.
—Pues no entiendo nada. Me vistes de domingo y me llevas al teatro para no ver nada. Sé que estoy muy mayor, pero no me tomes el pelo, Ricardo. Que aunque las piernas ya no me funcionen, la cabeza me va de maravilla y sé bien lo que es ir a ver actuar a uno de los grandes. Todavía recuerdo cuando…
—Ya sé que has pasado muchas horas allí, por eso vamos hoy. Y no te estoy tomando por tonto. Es que es una sorpresa y como es una sorpresa no te puedo contar más.
—¡Para el carro! No me digas que habéis organizado una de esas fiestas de cumpleaños con un montón de gente a la que ni siquiera recuerdas. Eso si habéis encontrado a alguien de mi quinta… ¡Todavía con vida!
—Hoy te has levantado de la siesta gracioso. No, tranquilo. Nosotros no hemos organizado nada. Ha sido…
—Espera un momento. ¡Mira, Ricardo! Allí está. Yo ya pensaba que había muerto.
—¿Quién?
—Sofía.
—¿Sofía?
—¡Vaya cabeza que tienes! ¡Anda que…! Si sigues con esa mala memoria ahora, cuando tengas mi edad no sé yo qué va a ser de ti. ¿Ya no te acuerdas de la historia del otro día? Sí, hombre, cuando me leíste el periódico, eso de que el Olimpia cumplía noventa años el mismo día que yo.
—Vale, ya lo tengo. Sofía era tu amiga de juventud, la que se fue con un actor de los que pasaron por aquí de gira.
—La misma. ¡Menudo revuelo hubo en la ciudad! Desde entonces fue Sofía la griega, por su nombre y por aquello de que fue en el Olimpia en el último sitio donde se le vio antes de la fuga. Por cierto, hacía unos cuantos años que no la veía.
—Pero me dijiste que ya no vivía en Huesca. ¿Cómo es eso de que la volviste a ver?
—Esto… alguna vez. Venga, empuja la silla, rápido, que se nos escapa.
—Tranquilo abuelo. Seguro que vamos al mismo sitio.
—¿Cómo lo sabes?
—Ahora te lo cuento. Primero aclárame eso de que sí la has vuelto a ver. De eso no hablaste nada.
—Pero... ¿por qué tengo que contarte mi vida? ¿Y por qué ahora? Nunca te has interesado por mis batallitas, como tú las llamas.
—Porque me gusta descubrir que tienes secretos. Y más si tienen que ver con mujeres hermosas desaparecidas que, en realidad, no lo estaban tanto.
—Ricardo, por favor. No hagas sufrir a tu bisabuelo y llévame con ella. Luego te lo cuento.
—De eso nada. Hazme un resumen mientras llegamos o te quedas en la puerta a modo de séptima columna.
—Eres malvado. No tienes compasión de tu pobre abuelo.
—Parte de culpa la tienes tú. Siempre me dices que nunca hay que desaprovechar la oportunidad de escuchar una buena historia, y esta promete.
—¿De verdad que también va a entrar?
—Creo que lo puedo asegurar, sobre todo si me confirmas que Sofía y tú nacisteis el mismo año.
—Sí. Ella es un mes mayor que yo.
—Fijo que entra.
—Entonces empuja la silla y escucha, pero no esperes gran cosa. Es una historia de amores y desamores, como las que tenemos la mayoría de nosotros.
Eran otros tiempos. Para poder ir al teatro, y más si eras una mujer joven, tenías que hacerlo acompañada por alguien de confianza. A Sofía le encantaba y nos obligaba a ir a su hermano y a mí a cada función que se estrenaba. Fuera ópera, teatro, cine o danza, no nos perdíamos nada. Siempre fue así hasta que se quedó prendada de uno de los actores. Día tras día esperaba en la puerta por donde entraban los artistas sólo para verle. La vez que me pidió que le acompañara al acabar la función para poder hablar con él creí que el mundo se acababa para mí. Terminaron por irse juntos una noche de luna llena.
—¡Qué romántico!
—Romántico dices. A mí no me lo pareció cuando les vi desaparecer en un coche con las luces apagadas para no llamar la atención. A las pocas semanas recibí la primera de sus cartas contándome lo feliz que era. En cambio, yo tenía el corazón destrozado. Sí, estaba enamorado de la mujer más maravillosa de Huesca y se la habían llevado delante de mis narices sin que ella lo llegara a saber. Y con mi ayuda y complicidad. ¡Si es que hay que ser tonto!
—Ya sabía yo que iba a ser interesante.
—No te mofes de mí.
—Ni se me ocurriría. ¿Fue entonces cuando intentaste ser actor?
—Más o menos. Me metí en el grupo de teatro con la esperanza de convertirme en alguien merecedor de su mirada. En nuestras cartas le contaba mis progresos y me prometió ir a verme alguna vez, siempre que consiguiéramos actuar fuera de la ciudad a la que no quería volver, sabedora de la vergüenza que había caído sobre su familia.
—¿Y qué le pareciste como actor?
—No lo sé. Nunca conseguimos salir a otras plazas. Éramos muy malos y ni siquiera nos eligieron para las muestras de grupos de aficionados que había. Sofía recorría el mundo y yo mi Huesca. Soñaba con un encuentro entre bambalinas mientras ella vivía en una película. Pasaron los años y las cartas fueron espaciándose. Por inalcanzable, dejé de pensar tanto en ella y, de pronto, surgieron un montón de mujeres increíbles a mi alrededor. Cercanas y maravillosas. Entre ellas...
—Esa parte ya me la sé. Cómo conociste a la bisabuela y todo eso. ¿Cuándo os encontrasteis? ¿Dónde?
—Sí que estás impaciente. No te iba a contar eso. Todavía faltaba algún tiempo para que la conociera, pero si no quieres que te cuente cómo nos colábamos por la noche los del grupo en el teatro y lo que hacíamos... allá tú.
—Sí que quiero, pero en otro momento. Ve al grano y háblame de la griega.
—Ahora es tu turno, Ricardo. Dime por qué sabes con tanta certeza que va al teatro.
—Porque los dueños os han invitado a la fiesta que han preparado de los noventa años del Olimpia. Es un homenaje a los que habéis compartido toda la vida vuestros recuerdos con este lugar, o al menos eso ponía en la carta que llegó.
—Vaya. Me has dejado sin palabras.
—Eso es imposible, y menos ahora. Cuéntame, si no voy a empezar a sacar mis propias conclusiones que, según creo, no le hubieran gustado nada a la bisabuela.
—Piensa lo que quieras, porque no acertarás. Entra de una vez, que ya te terminaré de contar todo a la salida. Si voy a ser uno de los invitados especiales quiero estar desde el principio. Oye, ¿sabes si van a venir muchos más? La verdad es que a alguno de mis quintos no me gustaría volver a verlos.
—No tengo ni idea.

Interior Teatro Olimpia.
21.30h.

«Y ahora es el momento de presentarles a los que a nosotros nos gusta llamar nuestra Generación Olimpia. La forman todos aquellos que vieron la luz el mismo año que este mágico lugar hace hoy noventa años. Por desgracia sólo han podido venir dos de ellos. Les presento a Sofía y Rafael. Por favor, un aplauso para ellos».

—¿Vienes, Sofía? Esos somos nosotros.
—Voy donde tú quieras, Rafael.
—Me encanta escuchar nuestros nombres juntos. Por fin.
—¡Ah! Si todo lo que me has contado en esta media hora lo hubieras hecho hace setenta años, o incluso hace veinte cuando me quedé sola…

Ricardo, desde el patio de butacas, sonríe cómplice. Acaba de ser testigo de la más hermosa declaración de amor. Sólo él intuye lo que pudo haber entre ellos años atrás. Los imagina viendo películas en blanco y negro, sintiéndose protagonistas de cada espectáculo. Piensa en su bisabuelo queriendo compartir algo más que un escenario con ella. Le viene la imagen de un King Kong encadenado, sufriendo por su rubia amada y los imagina así: él como el monstruo que nunca pudo sacar a la luz su amor y ella bella en su eterna sonrisa de artista por y para la farándula.

Todavía hoy recuerda las palabras que pronunció Rafael al salir al escenario de la mano de Sofía, ya libres de cadenas y maquillajes:

«Para que luego digan que los sueños no se cumplen».


Belén Gonzalvo Val
La Puebla de Alfindén (Zaragoza)






La espera hace que el tiempo detenga sus saetas. El momento se hace eterno y la estancia monótona y fría…


“El reloj de la mesita sigue obstinado en su labor diaria de contarme algo de naturaleza siniestra. Debería haberle quitado la pila. No entiendo quién inventó una maquinaria tan perversa, cómo no se cansa de medir algo tan dañino para el corazón. Yo me canso, no quiero dormir”


EL MOMENTO

Begoña Fidalgo Domingo







Carlos Lalana
Pedrola (Zaragoza)




EL MOMENTO

Julián se ha marchado en el primer autobús de la mañana. Anoche le supliqué que no lo hiciera; le aseguré que no volvería a atosigarlo con planes de futuro. Lo mismo que le aseguré hace seis meses. Y en esos momentos se lo digo con absoluta franqueza, deseando que sea así, y él me cree, pero a los pocos días, irremediablemente, cuando nos abrazamos miro por encima de su hombro, a través de la ventana, imaginando si lloverá, o nos seguiremos queriendo al año que viene, siempre adelantando el tiempo. Él se da cuenta y dejamos de abrazarnos y nos marchamos cada uno por un lado, uno a la cocina y otro al baño, con los brazos languideciendo por el pasillo. Yo minando el presente.
Me he quedado desnuda en la cama, como un día sin horas. Esta vez no volverá. Ya no importarán los días venideros. El reloj suena, a las ocho, a las nueve, se pone tozudo, con voluntad de ayudarme a organizar un día sin molde. Qué es eso de atrapar el momento. Qué es eso del maldito momento. La cama deshecha, la ventana con las cortinas echadas, el despertador parpadeando. Todo se difumina. Ayer creía entender al tiempo, tenerlo controlado, necesitaba saber el parte meteorológico del viernes para saber qué hacer el fin de semana, los turnos de mis compañeros para las vacaciones, y los de los compañeros de Julián, qué viaje haríamos en nuestro aniversario. No sé qué haré, eso me repetía Julián una y otra vez —no lo sabemos, deja que ocurra—, pero no he dejado que ocurra y se ha escapado como las mariposas en primavera.
Hoy no tiene mérito. Sólo pretendo terminarlo cuando el reloj anuncie las doce de la noche. Para entonces ya será mañana, o casi. Voy a llamar al trabajo, no me encuentro bien. Igual más tarde llama Julián. Quiero saltarme el día de hoy, hacer trampa, como si no lo viviese y me lo guardase para más adelante. Un pequeño descanso en la vida, arrebujada dentro de la cama, un paréntesis para aprender, y mañana seguramente también querré saltármelo. Y aprender más adelante.  Julián no va a llamar. Él necesita vivir despacio. Alguna vez lamentaré  haber rechazado un día que no creía necesitar, no haber vivido. Este día no me va a esperar. Me engaño. Si no juego la casilla hoy no aprendo para ganar mañana. Pero hoy no quiero aprender. No puedo.
Recuerdo que anteayer encargué un libro de relatos para él. Era un regalo sorpresa por nuestro aniversario de dos años y tres meses. Me gusta sorprenderle, cambiarle las cosas de sitio. Me confirmaron que dentro de unos días lo recibiría, según como preparen el reparto, y yo insistí en si sería dentro de esta semana. Necesito concretar el tiempo. Esperaré impaciente a que llegue para leerlo. Así saldré de la cama o del adormecimiento. Tendré que engañar a la espera para que no me robe el momento. He pensado en quitarle la pila al reloj, pero no creo que sea suficiente. El tiempo si no lo recuerdo es un engaño y un falso curandero.
Ayer estuve haciendo planes para el verano. Me gusta planificar las cosas, vivir sin vivir el momento, fingir que vivo lo que no estoy viviendo. Hoy lo recuerdo y no lo soporto. Julián ha aguantado hasta que ha podido. Eso lo sé, o quiero saberlo, pero no aprendo. En la pared de la agencia de viajes en la que estuve ayer colgaban cinco relojes; eran grandes y redondos con la esfera en blanco como en las películas de espionaje. Señalaban diferentes horas, pero destinos muy parecidos: todos imaginados. Hoy recuerdo que los relojes estaban  parados, con la misma hora cuando entre y cuando salí. Ayer no me di cuenta. Julián no me acompañó, le insistí la noche anterior, y en el desayuno, y al mediodía lo llamé al trabajo. Me colgó el teléfono. Pensé que al final cedería, y así ha sido. Se ha marchado en el primer autobús de la mañana. No sé si ayer ya tendría sacado el billete.

Y qué pasó ayer, por qué rompió la cuerda Julián, yo sólo quería organizar un viaje para el verano, para los dos solos, sin que él se preocupase de nada. Julián este verano no tenía vacaciones, las pidió el año pasado, y ante mi insistencia logró cambiarlas por las de un compañero, que días más tarde dejó de hablarle. Este año tocaba vacaciones en invierno, sí, hombre, para eso ya están las navidades, le había dicho. Las tendrás que cambiar, dije, mientras él se marchaba a trabajar cerrando la puerta de un modo más fuerte de lo habitual. Hoy, si no lo intento, será un día sin nada que merezca la pena recordar. Sólo un autobús que salió esta mañana. Presiento que hoy va a ser como un domingo en la agenda de una secretaria.
 Dentro de la cama el tiempo camina como una hilera de hormigas subiendo por mis piernas, no me dejan estar quieta. Los constantes tics nerviosos no me dejan dormir. Debería tomarme una pastilla, o mejor dos, llevo varios días tomando una y no duermo. El reloj de la mesita sigue obstinado en su labor diaria de contarme algo de naturaleza siniestra. Debería haberle quitado la pila. No entiendo quién inventó una maquinaria tan perversa, cómo no se cansa de medir algo tan dañino para el corazón. Yo me canso, no quiero dormir. Voy a mirar el correo por si ha llegado el libro.
Antes de ponerme la bata y salir a ver el buzón, recibo un sms de la librería: “Mañana llegará su libro de relatos, como muy tarde pasado, según el reparto”. ¡La madre que los parió con el reparto! Les insistí que tenía que tener el libro antes del jueves, el día de mi aniversario de dos años y tres meses. También le insistía a Julián que ese día saliese antes de trabajar y se pidiese la tarde libre, su jefe estaba un poco harto de tantas peticiones, eso me decía Julián, pero yo no me lo creía, su jefe siempre era encantador conmigo, y  un caso como el aniversario seguro que lo entendería. Esto se lo recordé anoche en la cena a Julián y se fue pronto a la cama. Al instante fui yo y ya se hacía el dormido, siempre lo hacía cuando no quería sexo, no me importo y pensé en el día del aniversario.

Mañana es nuestro aniversario y sigo en la cama. Me levanto a cargar el móvil. Julián, cuando nos conocimos, me dijo que no había visto ningún mañana, que nos amásemos hoy. Aquel día no lo entendí y le propuse un fin de semana en la nieve. Y hoy sólo veo mañanas agitadas por la inercia de un autobús. El mareo no me deja ver nada. Me gustaría ver lo que hay detrás de estas horas insustanciales que me están vaciando, mirar como el que mira debajo de la cama.
Hoy podría caer en la tentación de decir que mañana será otro día. Mañana me llamará por nuestro aniversario y vendrá a recogerme para ir a comer, y yo le regalaré el libro que el reparto me habrá traído. No estoy segura de nada de esto, ni siquiera del reparto.
Mañana será la continuación de ayer;  porque hoy se ha ido y es un día vestido sin ganas. Pero tengo la intuición de que pasado mañana sí será otro día. Seguro que no es del todo cierto. Qué demoledora se me hace esta insustancialidad, mi casa, mi habitación, mi cama. Me derriba porque me empeño en atraparla, en limpiarla, en poseerla. Y no se deja, igual que Julián. No aprendo.
Llaman al timbre, igual es Julián, es el reparto de la librería. Recibo en la puerta al repartidor con la bata a medio poner y le pregunto mientras me acerca un artilugio para que le estampe la firma digital.
—¿Qué día es hoy?
—No tengo ni idea, señora. Ponga la que quiera, la entrega solo la hago una vez. Descuide que no la voy a repetir mañana.
—¿Y usted va repartiendo y no tiene ni idea de qué día es hoy?
—No, señora, yo bastante tengo con arrastrar el carro y aprenderme las calles. Sólo me faltaba estar al tanto del día que es. Pero si tanto le interesa hoy es jueves.
—Eso ya lo sabía, yo me refería al día del mes.
—Bueno, usted me firma aquí y yo le entrego el libro.
Y se fue, nos despedimos de una forma bastante silenciosa. Le he dado las gracias cuando él ya estaba en el portal. El repartidor no se ha girado a recibirlas. Julián nunca sabía en qué día estábamos. Yo no lo entendía. Y le preguntaba una y otra vez hasta que se marchaba, y luego volvía. No me va a llamar. Me meto en la cama con la bata, tengo frío. Quito el celofán del libro y acaricio sus tapas. Tengo ganas de que pasen los días, de que el reloj avance y me haga pensar que voy hacia algún sitio. Hubo un tiempo en el que el ayer existió y el mañana se esperó. Ya no quiero vivir en ese tiempo. Voy a leer el libro.
No sé qué hacer el día de mi aniversario y tampoco me importa lo más mínimo. Ya no es mi aniversario. Y este libro ya no es un regalo. Me sorprendo haciendo un gesto con la mano como si quisiese atrapar el tiempo como quien coge una mariposa.


Begoña Fidalgo Domingo
Zaragoza






Hay instantes que son fuego, piel abierta a la vida, caricias que impulsan el deseo y hay miradas indiscretas que gozan de ello…


“La joven con los labios abultados por los besos y llenos de excitación los ojos brillantes, se tumbó en el mantón de Martina. El perfume de las primaveras la inundó y la trasladó a un mundo onírico. La bruja en su chiscón extendió un mantón igual al que les había prestado a los enamorados, se soltó la falda que cayó a sus pies, se sacó la blusa y desnuda mojó los dedos en el barreño”


AL PIE DE LA CRUZ GRABADA

Carlos Adé López





Jesús Benedí
Pedrola (Zaragoza)




AL PIE DE LA CRUZ GRABADA

Cuando Teresiña sacó los pies del barreño en el que se acababa de lavar, miró su cuerpo desnudo en el viejo espejo de armario que tenía en su habitación. A sus dieciocho años, tenía un cuerpo bonito, por el que suspiraban todos los hombres de la parroquia. 
Sabía, que cuando iba a la feria, o a por agua a la fuente, o a las vacas, los hombres la miraban con deseo, y eso le gustaba. Era sin duda la chica más deseada de todas las aldeas de su parroquia. Cogió una toalla limpia que había dejado preparada en el respaldo de una silla y la pasó por sus pechos, aquellos por los que suspiraban tantos. Se secó la espalda y bajó hasta sus caderas poderosas, de mujer de raza, secó su culo glorioso, y volvió a sus muslos marmóreos de hembra joven, de amazona ardiente, parándose en su pubis, cubierto de frondoso y fino césped de color miel, como su pelo y sus ojos. Comenzó a vestirse con mucho cuidado. Se puso un jubón cerrado con un fino cordoncillo, no se lo apretó, para que se viera el abismal canalillo de sus pechos. Se enfundó unas enaguas blanquísimas, y encima una falda ligera que resaltaba su talle y con amplio vuelo, le llegaba a media pierna, se giró y se vio en el espejo y se supo bella y deseable. Había quedado con Toñino el molinero, el mozo por el que suspiraban todas las jóvenes del valle, Teresiña en su interior pensaba que suspiraban por él hasta las pacientes vacas que pastaban en los verdes prados.
Teresiña se había juramentado a si misma que Toñino sería suyo y había tomado la determinación de que fuese aquella misma tarde de domingo. Se puso una cinta nueva en el pelo, se calzó unas alpargatas con tiras muy bonitas y marchó en busca de su amor. 
Habían quedado a la salida de la aldea, en el viejo puente romano. Cuando llegó ya estaba Toñino esperándola, con una brizna de heno en la boca y una sonrisa canalla en los labios. A sus veinte años era un tronera que había pasado por numerosas camas, mujeres casadas, solteras o viudas, jóvenes y no tan jóvenes. Se sabía guapo y deseado además de por su palmito, por las buenas perras de sus viejos. Era hijo único con abundantes tierras, casas,  pajares, almacenes y ganado, y el viejo molino a caballo del arroyo, que era el que durante siglos había hecho crecer la fortuna de los Toñinos, nombre que se repetía generación tras generación, de padre a hijo, ya que los Toñinos, como todo el mundo sabía por aquellos lares, eran familia de un solo hijo varón. Así había sido desde tiempo inmemorial, con lo que la hacienda crecía en cada una de ellas. Toñino se levantó del pretil del puente cuando Teresiña llego a su altura y la cogió del talle. Ella mimosa dijo:
—¿Pero qué haces loco? ¡Qué nos pueden ver! –dijo con una risilla.
—¡Y a mí que me importa que nos vean! –respondió encelado.
 Se cogieron  de la mano y se internaron  en el bosque por la senda del hayedo que subía hasta lo alto del acantilado. Iban al Prado del Cura, ya lo tenían hablado. Aunque ese era el nombre del lugar porque los beneficios del mismo eran para la rectoría, el propietario era el Concejo. Todos los años salía a subasta la hierba y los derechos de pasto, pero aquel año había mucha hierba y había quedado desierto, así que todavía no se había segado.
Ascendieron por la senda entre arrullos, furtivos besos y electrizantes toqueteos. Llegaron a un claro luminoso con piedras negras diseminadas. Al abrigo de un cantil estaba la casa de Martina la Bruja, una mujer de una casta de madres solteras que se transmitían de generación en generación sus vastos conocimientos de remedios para todas las enfermedades más comunes de hombres y animales, y con una rara habilidad para meter hombros en su sitio, volver pies a su lugar, coser virgos,  y curar y entablillar huesos.
Cuando los enamorados llegaron Martina estaba colgando unas plantas en un pequeño cobertizo para que se secaran, allí tenía todo tipo de matas, unas con su raíz, otras sólo las hojas, otras con frutillos, todas con un fin concreto: ser usadas para sus cocciones, ungüentos y emplastes. Aunque parecía descuidada, la verdad es que sabía que llegaría esa pareja en aquel momento, y estaba atenta y excitada.
Salió al encuentro de los enamorados, despeinada y andrajosa, pero con un orgullo salvaje en sus oscuros y profundos ojos de reina de lo desconocido. Teresiña sintió un escalofrío, le daba miedo Martina, la conocía desde niña, todo el mundo la conocía, y se agarro medrosa al brazo de Toñino. Ella los saludó.
—¡Hola rapaciños! ¿Vais al Prado del Cura, verdad? —y sin esperar respuesta concluyó—. Toma Teresiña, llévate este mantón, estaréis más cómodos.
La joven no se atrevió a rechazarlo, y cogió el mantón. Era grande, florido, limpio, y olía a primaveras, a esas flores que llenaban el campo por miles y embriagaban el aire con su perfume. Martina pasó una mano flaca y huesuda, de largas uñas ennegrecidas por el pelo de la moza.
—Vais a ser muy felices. A partir de este momento vais a estar muy unidos —luego deslizó la mano por el negro pelo de Antoñino—. Andar, no me hagáis esperar.
La pareja marchó confundida tras aquellas palabras de Martina, mientras esta recogía de entre sus dedos unos pelos de los dos amantes. Siguieron ascendiendo por la senda, al principio y durante varios minutos sombríos, pero poco a poco, la dulzura del aire, el sonido del bosque, el esfuerzo de la ascensión hizo que se relajaran y volvieran a tocarse, a besarse y a reír. Salieron del bosque y llegaron al Prado del Cura, era una pieza grande de pradera cercada y rodeada por altas y majestuosa hayas y enfrente, al final del prado, una enorme roca solitaria. La pieza de prado tenía una ligera inclinación de la roca hasta la cancela de madera donde ellos se encontraban, al igual que la alta hierba se encorvaba hacia ellos. Cruzaron la cancela, la volvieron a cerrar, y subieron por un lateral. Una senda con escasa hierba ascendía hacia la roca. Cruzaron un arroyuelo que recogía las aguas de las abundantes lluvias y llegaron al abrigo de la roca, a sus pies, el suelo estaba ligeramente más elevado y seco formando una pequeña plataforma. Los enamorados se apoyaron en la roca y comenzaron a besarse, a tocarse, a comerse con los ojos y la boca.
Mientras, Martina sentada en su camastro, había confeccionado una pequeña trenza con los pelos de Toñino y Teresiña y se los había enrollado en el dedo anular como un anillo, a su lado tenía un balde con agua clara, la superficie del agua se movió como si una mosca hubiese caído en ella y aletease desesperada. Después se calmó, y poco a poco, cada vez con más nitidez, como si fuera un espejo, fueron aparecieron las figuras de los dos enamorados comiéndose a besos. Toñino cogió el mantón y lo extendió al pie de la roca. En la misma, en un tiempo inmemorial, un cantero del que no se sabía el nombre había grabado una cruz, a la altura de los ojos. Casi imperceptible, los siglos de aguas, vientos y los líquenes y musgos que la cubrían dejaban sus márgenes muy difusos, y sólo se intuían por el grueso de los líquenes que en la hendidura de la talla era más profunda.
—Túmbate mi amor —dijo Toñino cogiendo a Teresiña de la mano.
La joven con los labios abultados por los besos y llenos de excitación los ojos brillantes, se tumbó en el mantón de Martina. El perfume de las primaveras la inundó y la trasladó a un mundo onírico. La bruja en su chiscón extendió un mantón igual al que les había prestado a los enamorados, se soltó la falda que cayó a sus pies, se sacó la blusa y desnuda mojó los dedos en el barreño. Salpicó un espejo que había a los pies de su camastro con la parte superior muy inclinada hacía la cama, y se tumbó en el mantón. En una mano blandía un falo de piedra negra, brillante, muy pulido y de tamaño natural talla grande del que se hablaba por las aldeas desde hacía varios cientos de años pero que nadie sabía donde había ido a parar. El mismo cantero que grabó la cruz en la roca, de la base de la misma, sacó un buen trozo de roca y talló aquel falo, por el que habría suspirado hasta el mismo Príamo, y que habría levantado las envidias de todos los hombres del valle. Martina lo había tenido cerca de la lumbre, y la piedra había cogido mucho calor, el mismo calor que alberga uno humano.
Toñino se tumbo al lado de Teresiña, y al mismo tiempo que la comía a besos, con mano experta le soltaba los cordones del jubón, dejando a la vista aquellos preciosos globos nacarados y como un mamoncillo se lanzó a ellos glotón, sofocándose, recorriendo con la lengua desde la base al pezón, y desde este al nacimiento del cuello, pasándose de uno a otro, y cogiendo con los dientes suavemente, ahora un pezón, ahora el lóbulo de una oreja, ahora otro pezón, acariciando con la punta de la lengua por aquellos alveolos rosados.
Martina, tumbada en su camastro veía en su espejo a la pareja, la misma que se reflejaba en la superficie del balde. Toñino soltó la falda y la sacó, después de levantar Teresiña el culo ligeramente. A la vista del joven quedó aquello por lo que todos los hombres de la parroquia suspiraban. Llevó los labios al vientre de la joven y comenzó a besarla, al mismo tiempo su mano se deslizaba hacía el monte de Venus. Su mano experta palpó el fino vello de su pubis, bajó la cabeza hasta él y aspiró el perfume de hembra sana, de hembra en celo. Era el perfume de la tierra, el perfume profundo por el que los reyes han perdido reinos, fortuna y algunos la cabeza, y por el que los simples mortales cruzan mares y hacen todo tipo de locuras.
Teresiña al pie de la roca oía al fondo, muy al fondo, el bramido del mar, al pie del alto acantilado. El fuerte viento del mar a tierra no les molestaba al abrigo de la roca. Toñino se desnudó, su falo enhiesto de un rojo oscuro brillante, se acercó a la abertura de la vida, al abismo de la pequeña muerte. La cabeza hambrienta buscó como hurón el estrecho y húmedo camino. La joven cerró los ojos, deseaba aquel momento con todas sus fuerzas, pero a la vez tenía una ligera aprensión. Su mano crispada se cerró sobre el mantón de Martina, él fue empujando suavemente, al mismo tiempo que besaba los parpados cerrados de su amante. Un fuerte impulso y la virginidad de su amada quedó hecha jirones, se encogió ligeramente, gotitas de sudor perlaban su frente, y todo su cuerpo irradiaba calor. También el joven irradiaba calor, fundidos el uno con el otro, entraron en una orgía de violentos suspiros, empujones y jadeos. Teresiña pasó las piernas por encima de Toñino sujetándolo, el daba fuertes envites, y apoyado en los codos, miraba la bella cara de Teresiña que se transformaba. Martina seguía los movimientos, los jadeos, los suspiros de los amantes en su espejo. Con una mano se masajeaba los pechos, con la otra sostenía el falo de piedra que tenía clavado en sus entrañas. Con movimientos medidos lo introducía y lo sacaba, lo volvía a clavar hasta el fondo, aumentaba el ritmo.
Toñino ahora frenético, subía y bajaba,  cada vez más rápido. Martina metía y sacaba el falo al ritmo de Toñino, la muchacha inició un largo suspiro, cogió aire, y exhalo un prolongado y agudo grito. Él, con un fuerte empujón de sus riñones, se derramó. Teresiña sintió que sus entrañas se anegaban con aquel disparo violento de esperma. Toñino se derrumbó sobre ella, sudoroso y jadeante. Martina, con el falo de piedra negra clavado en sus entrañas, inició un quejumbroso aullido, mientras con una mano sujetaba el ardiente falo, con la otra se masajeaba el clítoris, agitaba las piernas, movía la cabeza a un lado y otro, jadeaba, y entreabría los labios y los ojos, boqueando como un pez fuera del agua, y veía como los enamorados se convulsionaban, y por fin se quedaban muy quietos.
El viento que venía de mar a tierra, mientras aquel orgasmo telúrico de Martina, cambió de dirección soplando de tierra hacía el mar. Era un viento salido de las entrañas de la tierra o del infierno. La alta hierba se inclino hacía la gran roca, cuando los amantes pasada una hora se pusieron de pie y se vistieron. No fueron conscientes del cambio, ni que la cruz grabada en la roca, que antes no se veía, ahora despojada de liques y musgos, lucía pletórica, como recién tallada, brillante en su rusticidad. Los amantes tampoco fueron conscientes que mientras duró aquel mágico momento en que ellos se fundieron en el cosmos y se convirtieron en polvo de estrellas, todos los animales del bosque se pararon a escuchar los gemidos de placer que ellos exhalaban. El viejo y solitario ciervo que medio dormido rumiaba, levantó su orgullosa cabeza y escuchó atento. Los pequeños corzos escucharon asombrados. El búho y la lechuza despertaron de su sueño diurno, entornaron los ojos, extendieron y giraron sus cuellos. Y hasta las humildes hormigas que se afanaban con trocitos de hojas en su larga y caótica fila, se pararon con sus cargas por encima de la cabeza como parasoles verdes. El bosque entero, los pájaros, y hasta el cantarín arroyo se silenciaron. Fue como un tributo al amor y la vida. Cuando los jóvenes se levantaron todo volvió a ser igual y diferente a la vez, el autillo gritó en el bosque, el ciervo bramo, los corzos ladraron, los pájaros entonaron sus trinos armoniosos o estridentes, el cazador intentaba cazar y la pieza intentaba escapar. Martina se estiró en su camastro, miró al espejo y sonrío. En él vio a la pareja besarse dulcemente, tiernamente, sin la premura del deseo ya satisfecho. En el vientre de Teresiña se iniciaba una nueva vida. La de Toñino, de tronera y mujeriego, se acababa allí. Sería un padre y esposo solícito y responsable, otro Toñino estaba en camino. Martina se quitó con cuidado el anillo de pelo de los dos enamorados, y lo metió en una cajita al lado de otras iguales que también contenían anillos de pelo de otras parejas, que como ellos habían subido al Prado del Cura a hacer el amor, a la sombra de la piedra, y habían pasado al lado de la casa. A todas les había dejado el mantón, no olvidaba a ninguna pareja, y cuando alguna de ellas se ponía a hacer el amor la cajita vibraba, ella se ponía el anillo, llenaba el balde con agua, salpicaba el espejo, y tumbada en el camastro armada con su falo de piedra disfrutaba en el espejo el misterio por el que los reyes perdían reinos, fortuna y cabeza, y los mortales corrientes, atravesaban mares y desiertos. Al pie de la gran roca el mar rugía contra el acantilado, el viento soplaba del mar a tierra, era momento de vestirse y salir al exterior a recoger el mantón. Los novios estaban al llegar, el oleaje y la marejada eran fuertes, la vida continuaba.


Carlos Adé López

Alagón (Zaragoza)







Hay historias que se esconden tras un valle y tratan de ser olvido, hay confesiones que descubren que la penitencia está en sufrir toda una vida de secreto silencio…


“Arturo rozó con las yemas de sus dedos los restos de baldosas y sintió de nuevo aquel líquido viscoso. Retiró la mano como si algo le hubiese quemado. En su mente, las imágenes tomaron de nuevo forma; tal como las recordaba, tal como le habían seguido allá donde fuese, tal como se le presentaban de continuo en sus pesadillas”


EL VALLE DEL OLVIDO

Estela Alcay



Javier Tramullas
Zaragoza



EL VALLE DEL OLVIDO

La torre de la iglesia se alzaba majestuosa entre un mar de nubes blancas.  Su presencia desafiaba el avance de los nimbos, perdurando su historia, junto con la de todos los habitantes del valle.
La mirada de Arturo se perdía en los recuerdos. ¿Cuántos años habían pasado desde que vio por última vez aquella imagen? Desde ese mismo sitio, igual que ahora, con los pies hundidos en la nieve y los ojos arrasados de lágrimas.
El paraje no había cambiado mucho, los tejados negros y brillantes, las calles angostas. 
La casa de Dios destacaba en el núcleo de aquella vecindad, cuidada y mimada por sus fieles y católicos feligreses; hombres de fe y cumplidores de sus evangelios, de  sus mandamientos y enseñanzas.
El bigote canoso de Arturo se movió en una mueca, que intentó ser una sonrisa. El hombre que había bajo aquel abrigo y aquel sombrero, no tenía nada que ver con el que se marchó —algunos dirían que huyó— de aquella comunidad de buenos cristianos.
Comenzó el descenso con cuidado de no resbalar en la nieve helada. Bajo aquel cielo plomizo, que amenazaba con volver a descargar otra nevada, tomó el camino que le conduciría hasta el centro del pueblo.
Ya no existía la posada del Barbero. Ahora, el único hospedaje era una casa rural, que alquilaba habitaciones. Se acomodó en ella sin dar su verdadero nombre. Su carné de identidad era falso, como tantas cosas de su vida —pensó—, pero eso era algo habitual en aquel lugar.
No le quedaba mucho tiempo, pero, sabía que debía intentarlo, que aquella sería su única oportunidad.
Era domingo, las campanas de la iglesia llamaron a sus feligreses a la misa de doce. Los asistentes parecían hipnotizados por el párroco, quien presidía la celebración desde el altar mayor. 
Varias miradas se perdieron en la capilla de la Virgen del Carmen, situada a la derecha y apenas iluminada por los dos candelabros que custodiaban la imagen. Una sombra había tomado asiento en la penumbra y, de forma irrespetuosa, permanecía con el sombrero puesto. Los susurros aumentaban  de volumen. Una cabeza tras otra, se giraban y lanzaban fugaces miradas en aquella dirección.
Antes de que terminase la misa, y con el mismo sigilo con el que había llegado, la sombra desapareció. A la salida del templo, la curiosidad de los feligreses iba de boca en boca. No se hablaba de otra cosa más que de aquel extraño, que no se había descubierto la cabeza mientras permanecía en la iglesia.
Tomar el aperitivo los domingos después de la misa, formaba parte del ritual festivo. El casino, situado en los porches de la plaza, era el único lugar para ello. Una larga barra de mármol blanco a la izquierda de la puerta de entrada y unas desvencijadas mesas a la derecha, componían el mobiliario de la zona del bar. 
Al fondo del mostrador, al contraluz de los ventanales, la silueta de un hombre con abrigo negro y tocado con un sombrero del mismo color, se apoyaba indolente sobre la barra. Observaba a los que entraban y salían, al mismo tiempo que él era el centro de todas las miradas.
Acuciado por las preguntas, que en bisbiseos le hacían los parroquianos, Marcelino, el dueño del bar, decidió trabar conversación con el desconocido e intentó averiguar quién era y qué hacía en aquel pueblo.
—¿Hace otro vino? Este es por cuenta de la casa.
—Gracias. Acompáñelo con una ración de madejas, tienen buena pinta. ¿Las hace usted?
—No, mi señora es quien lleva la cocina. 
Marcelino dejó a su lado un cestillo con una servilleta, pan y cubiertos. Se acomodó frente al forastero y comenzó su interrogatorio: 
—¿Es la primera vez que viene usted por aquí, verdad? A mí no se me escapa una cara y la suya no me es conocida.
Arturo sonrió mientras se limpiaba el bigote con aquel trapo de cuadros ribeteado con una puntilla. Estaba seguro de que nadie le reconocería.
—Se puede decir que sí, que es la primera vez —respondió.
—Y ¿qué le trae por estas tierras en este tiempo? No es la época de turismo y aquí la nieve sólo sirve de estorbo. ¿No habrá venido a esquiar? —inquirió el camarero haciendo gala de bromista.
—Estoy de paso; me gustó la estampa del pueblo y decidí quedarme unos días para verlo. Tienen una iglesia muy bonita y un párroco muy joven.
—Si se refiere al que ha dicho hoy la misa, ése es el sacerdote que ayuda a don Olegario, que es el párroco realmente, pero debido a sus muchos años está más tiempo enfermo que en el altar; por eso enviaron a don Anselmo, que es de quien usted habla.
—¿La Iglesia no jubila a sus empleados? ¿No los envía a una residencia para el clero? Siempre pensé que los cuidaría y los seguiría protegiendo por los siglos de los siglos, amén —respondió Arturo sonriente—. Discúlpeme, sólo se trata de una broma; siento que don Olegario esté enfermo.
Retirando la cortina que cerraba un hueco abierto tras la barra y que comunicaba con la cocina, apareció la señora con unas bandejas llenas de chorizo y longaniza. Arturo clavó la mirada en ella y sintió cómo un escalofrío le recorría la espalda. Esos ojos marrones, ajados por los años, no habían perdido su viveza, su penetrante mirada, su dureza. Por un momento, cuando la mujer le observó con curiosidad, temió ser reconocido por ella, pero pronto se dio cuenta de que solamente le llamaba la atención un forastero. El Valle del Olvido tenía muchas cosas en común con sus habitantes.
Marcelino y Arturo charlaron durante un rato, cada uno trataba de averiguar cosas del otro. El camarero era agradable y dicharachero, no mostraba malicia en sus preguntas. Pero Arturo ya no se fiaba de nadie. No podía fiarse, el pasado continuaba persiguiéndole, y hasta que no resolviese lo que había venido a hacer, todos y cada uno de aquellos habitantes eran sus enemigos.
Su vida había dado un giro de ciento ochenta grados cuando, muchos años atrás, salió de madrugada de aquel pueblo. Se despidió de él desde el acantilado de la carretera, con los pies hundidos en la esponjosa nieve, tras unas huellas efímeras, como había sido su vida en aquel lugar y con lágrimas de dolor, de odio, de rencor y de venganza.
A partir de entonces nada fue como siempre había imaginado. Estaba dispuesto a seguir el oficio de su padre, el de molinero; soñaba con casarse algún día con Rosalía, la hija del posadero, y poder llenar de gritería de hijos la casa paterna, ya que él era hijo único. Aquel muchacho de dieciséis años, dejó sus proyectos bajo las pisadas perdidas en un lado de la carretera.
La vida había sido todo lo cruel que podía ser en aquellos momentos, y ello le instigó a luchar con ahínco el resto de sus días para que el futuro fuese distinto; para que nada le relacionase con ese pasado escondido en su corazón. Llegaría el momento de volver a por su desquite.
El paso de los años, el trabajo en Portugal, el régimen dictatorial y católico que gobernaba el país y la familia que había logrado crear, consiguieron que Arturo postergase el regreso. Mientras, su cabeza nunca dejó de maquinar la forma de esclarecer lo ocurrido y, sobre todo, cómo y de qué manera el culpable debería pagar su crimen.
La tarde la dedicó a pasear por los alrededores. Llegó hasta la orilla del riachuelo cubierto de nieve y hielo en sus curvas.  En una de ellas, un poco más pronunciada y donde el agua caía en un pequeño salto, quedaban las ruinas de lo que en tiempo fue una casa. Las piernas le temblaban al acercarse. Observó los restos que permanecían en pie, el suelo convertido en un amasijo de escombros, trozos de pizarra y nieve. Arturo removió, primero con el pie y después con las manos, piedras, tierra y raíces, hasta dejar al descubierto un trozo de mosaico descolorido y agrietado, que en su día había formado dibujos de vivos colores.
 En sus pupilas, el comedor de la primera planta de su antigua casa volvió a tomar forma. Las alacenas cubiertas de paños de encaje estaban llenas de tazas, fuentes, platos apilados. Botellas y vasos de vidrio tallado, heredados de sus abuelos y que sólo su madre podía tocar para limpiarlos; reservados para las ocasiones solemnes, como su primera comunión. La lámpara de cristal en la que, en los días claros de invierno, cuando los rayos de sol se reflejaban en la nieve, creaban pequeños arcoíris que llenaban de misterio aquella habitación, siempre lista para cuando venían invitados. 
Arturo rozó con las yemas de sus dedos los restos de baldosas y sintió de nuevo aquel líquido viscoso. Retiró la mano como si algo le hubiese quemado. En su mente, las imágenes tomaron de nuevo forma, tal como las recordaba, tal como le habían seguido allá donde fuese, tal como se le presentaban de continuo en sus pesadillas.
Con un movimiento brusco de cabeza desechó aquellos recuerdos y regresó a la realidad.
Durante la cena, junto al matrimonio que regentaba la casa rural, Arturo comentó que había visto un caserón totalmente derruido junto al río y trató de llevar la conversación al pasado; como el que hace un comentario sin mayor trascendencia. Así fue como se enteró un poco de la historia del viejo molino. 
Quedó abandonada hacía muchos años, y los parientes lejanos que quedaban en el pueblo se negaron a cuidarla o a ocuparla, por lo que los transeúntes y drogadictos de las épocas estivales comenzaron a utilizarla de guarida. Tras unos años de este uso, un grupo de gente provocó un gran altercado, donde hubo heridos por arma blanca, y entonces el párroco, don Olegario, decidió que lo mejor era derribarla y terminar con aquella situación. Ayudado por los jóvenes del  pueblo, en un fin de semana la redujeron a ruinas. Desde entonces, la paz volvió a aquel valle.
De nuevo el nombre del párroco aparecía relacionado con las decisiones importantes de aquel lugar. En la mente de Arturo los recuerdos se agolpaban, pero continuó con la conversación:
—Me han dicho que ese cura es ya mayor y que está muy enfermo. Hoy en la iglesia pensé que era el sacerdote joven, el que regía la parroquia —comentó.
—Hace casi ocho años que tenemos a don Anselmo con nosotros —respondió el marido—. Al principio vino como ayudante, pero en menos de dos años el anciano dejó todo en sus manos; rara vez se le ve ya dando un paseo.
—Lleva meses sin salir de la casa —añadió la esposa—, dicen que tiene cáncer y que le queda poco tiempo de vida.
—¿Creen ustedes que le molestará si le hago una visita? Soy un forastero, pero me gustaría verle y si tiene ánimos, que me cuente más cosas sobre este precioso lugar.
—Al contrario, le encanta hablar —se  apresuró a responder la mujer—, y hacerlo con alguien ajeno a este pueblo le dará fuerzas para relatarle mil historias. Seguro que tendrá usted que pararle, habla por los codos, aunque ahora ya no tiene el empuje y la labia de antes. Sabe, mi madre decía que en sus buenos tiempos tenía encandiladas a muchas mujeres de aquí, que hay más de un niño en el pueblo que tiene sus ojos y su misma nariz. Ya sabe, habladurías de los pueblos.
—Mañana por la mañana pasaré a hacerle una visita. Me imagino que vivirá en la casa junto a la iglesia, como corresponde a un buen párroco —aclaró Arturo antes de dirigirse a su habitación.
A eso de las once, un hombre con abrigo negro y sombrero de ala corta se presentaba ante el cura, quien, junto a la chimenea y acomodado en un butacón, se arrebujaba bajo una desgastada manta.
—Pase buen hombre, pase y siéntese ahí enfrente para que pueda verle. Mi vista ya no es la de antes y me cuesta reconocer las caras. María —se dirigió a la mujer que le había abierto la puerta y acompañado hasta la sala—, trae un café y unos bizcochos. Nos ayudará a entrar en calor. Este año parece que la primavera se retrasa, como la mayoría de los años en este maldito valle.
La locuacidad de aquel hombre era fluida y dominante. Su voz, cascada y fatigosa, no le impedía dar órdenes educadamente. Se notaba que siempre había sido así, con imperio y sin dejar resquicios para réplicas. Durante años había actuado como la mayor autoridad del pueblo, sin que el alcalde, ni nadie, osase poner en entredicho sus decisiones.
Arturo se quitó el sombrero y el abrigo, los depositó en la silla que había junto a la puerta, se acomodó en el sillón que le indicaba el anciano sin pronunciar palabra, comenzó a observarle con detalle. Era patente que no le había reconocido, pero él lo habría descubierto entre una multitud de ancianos. Sus manos artríticas reposaban sobre la manta, mientras que su boca, casi sin dientes, seguía emitiendo sonidos. 
Sus ojos. Arturo le escudriñó en busca de aquella mirada glacial y dura, de un azul casi transparente, que en tiempos era amenazante y dañina, en contraste con sus siempre educadas y compasivas palabras.
Cuando María depositó el café sobre la mesita y se retiró, el recién llegado acercó su sillón y preguntó, mientras lo servía en las tazas:
—¿Lo toma sólo y con un terrón de azúcar, verdad?
—Cierto, alguien le ha informado de mis gustos. El médico dice que debo dejar de tomar café; pero yo sé, que no es esto lo que me va a llevar al encuentro del Señor.
¬—Su vida en este pueblo ha tenido que ser muy aburrida; parece que nunca tuvo muchos habitantes y la rutina se hace cómoda y monótona  —inquirió Arturo acercando la taza a las manos del anciano.
—La vida de un sacerdote nunca es aburrida, hijo mío. Los feligreses, cada uno de ellos, son un pozo de sorpresas.
— ¿Buenas o malas? —preguntó el visitante con una sonrisa, al comprobar que la mente del cura seguía siendo lúcida y astuta.
—¿Qué se le ha perdido por estos lugares olvidados de los mapas? ¿A qué se dedica usted? —preguntó el anciano, mirando con interés al forastero y cambiando el curso de la conversación.
¬—Soy escritor —respondió el aludido¬—. Este pueblo es muy pintoresco y, como usted dice, está muy escondido en el valle. Me gusta escuchar historias de estos rincones, eso me inspira para escribir mis novelas.
—Y ¿de qué tratan sus novelas?, yo ya no leo más que el Breviario. En el pasado leí todo lo que pude de los clásicos, ya sabe, la buena literatura, la de siempre. 
—Mis novelas son policíacas, del género negro, como se suele decir. Ya sabe, de asesinatos, detectives, etc.
—Sobre eso poca inspiración va a sacar de los pueblos pequeños. Si fuese de agricultura, de ganadería, de costumbres de la tierra o de los cotilleos de cada vecino, seguro que le podría contar mil historias, pero de asesinatos, no.
¬Las manos de Arturo se crisparon alrededor de la taza. Clavó la mirada en aquel rostro envejecido y observó cómo su mano temblaba al llevar el café hasta la boca, mientras su semblante se contraía y sus ojos esquivaban la mirada del invitado.
—En estos tiempos ya no —prosiguió el escritor—, pero en el pasado… en todos los pueblos hay leyendas sobre muertes extrañas, asesinatos y fantasmas. El Valle del Olvido no puede ser una excepción. ¿No le parece?
—Mire, yo ya he perdido la cuenta de cuantos años llevo en esta parroquia, pero si mi memoria no me falla, no recuerdo de ninguna muerte fuera de lo corriente y menos, de que se hubiese cometido algún crimen. Espere —dudó el anciano—, ahora me viene a la cabeza la desaparición del Agustín. Se fue con el ganado y no regresó. Encontraron las ovejas dispersas por el monte y localizaron su cuerpo despeñado por un precipicio. Al parecer le había dado al morapio más de la cuenta, como era normal en él, y se cayó por el barranco abriéndose la cabeza como si fuese un melón.
—¿Se cayó de forma accidental, o lo tiraron? —preguntó el forastero apoyando los codos sobre la mesa y mirando fijamente al cura.
—Con toda seguridad iba tan bebido que perdió el equilibrio y se despeñó. Como ya le he dicho, aquí no encontrará argumentos para una novela negra, se lo aseguro —su tono de voz denotaba que se había alterado y puesto en guardia sobre algo.
—Sin embargo, me han comentado que ocurrió algo extraño con el viejo molino, o mejor dicho, con la familia que allí vivía.
Nadie que hubiese escuchado la conversación hubiese podido imaginar cómo el estómago de Arturo se había contraído hasta hacerle daño. Hablaba de forma firme pero calmosa; como si los cotilleos del pueblo le hubiesen dado alguna pista de algún tema escabroso sobre el que escribir.
El párroco se reacomodaba nervioso en el butacón. Escudriñaba el rostro de su interlocutor, en busca de indicios sobre lo que sólo él sabía.
—No recuerdo que ocurriese nada especial. La familia falleció y con el tiempo hubo que derribar la casa, para evitar que maleantes y gente de mal vivir se acomodasen en ella y en el pueblo. No sé qué le habrán contado por ahí, pero ya sabe que estas gentes son muy propensas a inventar y exagerar las cosas, para tener algo de que hablar. Y más antiguamente, que no había televisión y las ondas de la radio llegaban entrecortadas por estar rodeados de montañas.
Sin lugar a dudas, el anciano había recobrado su compostura y ahora se sentía dueño de la situación. Aquel entrometido escritor no iba a remover a los muertos y, menos todavía, a esos muertos.
—Bien, creo que no le he servido de mucha ayuda —añadió tratando de dar por finalizada la velada—. Espero que si se queda unos días, encuentre algún argumento más alegre para su próximo libro.
—La verdad, el argumento ya lo tengo. Me faltan detalles concretos. Motivos, diría yo. Por supuesto me los puedo inventar, pero siempre es más creíble para el lector cuando las fuentes provienen del verdadero protagonista, ¿no le parece?
La sorpresa se reflejaba en los aquellos ojos fríos. Sin embargo, tenía muchos años de práctica en sonsacar y acallar información, mucha experiencia en modificar las situaciones para que, ahora, aquel aprendiz de escritor viniese a descubrir los trapos sucios de aquel asunto. En su momento, todo el pueblo aceptó su conclusión de cómo habían ocurrido los hechos, y nunca se objetó que pudiesen haber sucedido de otra forma.
—No entiendo muy bien lo que me está diciendo joven. Si ya tiene lo que necesita, ¿qué le puedo aportar yo? 
—Repasemos mi argumento, si le parece. Después, usted me aclarará esos puntos que todavía tengo confusos, aunque con una idea de cómo sucedieron.
—No tengo ni idea de lo que me está hablando, buen hombre. Además estoy muy cansado y el médico me ha recomendado reposo. Espero que se aclare en esos puntos y termine su novela.
El anciano hizo ademán de levantarse, apremiando con ese gesto a su invitado para abandonar la casa. Pero el forastero tenía la idea fija de esclarecer determinados detalles de aquella historia. Era sabedor, de que solo don Olegario conocía las respuestas acertadas.
—No se levante todavía, no hemos terminado. Le prometo que va a ser muy rápido y luego se va a sentir relajado y aliviado. Usted siempre ha enseñado a sus feligreses que para que el Señor perdone sus pecados, lo primero que tienen que hacer es confesarlos, después arrepentirse de todo corazón, y por último aceptar la penitencia, ¿es correcto?
El párroco afirmó con un gesto de su cabeza. Por primera vez en su vida, algo le decía que no tenía escapatoria.
—Comencemos por el principio —continuó  Arturo—. Usted conocía a la familia del molino. Aunque el matrimonio era católico, el marido no era asiduo de su iglesia, al contrario que la mujer, quien acudía todos los días a rezar los rosarios y las novenas. ¿Hasta aquí voy bien, padre?
Ante el nuevo gesto afirmativo del cura, prosiguió:
—Este matrimonio tenía un hijo. ¿Es cierto?
—Sí, pero se fue muy joven. Nunca más supimos de él.
—Un verano, a la madrugada —Arturo continuó como si no hubiese escuchado la respuesta—, cuando el muchacho regresó de haber regado el campo por la noche, se encontró a sus padres tendidos en un charco de sangre. Estaban en el suelo del comedor, habitación a la que solamente se entraba con los invitados. Tenían un disparo cada uno. La escopeta de caza del padre apareció con el cargador vacío —clavando la mirada en el rostro que lo contemplaba atónito, añadió—. Ahora le toca a usted describir los motivos y los detalles de aquel suceso. Le aconsejo que diga la verdad, es el primer requisito de la confesión; y hoy, yo he venido a tomarle su última confesión.
El rostro del párroco se había quedado lívido, las manos le temblaban sobre la manta, pero en sus ojos la mirada había cobrado vida. Una fuerza, mezcla de miedo y rencor, se traslucía en el azul de su iris.
—Si ya conoce esa historia, no entiendo por qué viene a preguntarme sobre los detalles —el cura hablaba intentando dar una seguridad que su tartamudeo demostraba haber perdido—, también se los habrá transmitido quien se la contó. 
—Le recuerdo que ésta es su última confesión padre, y debe reconocer sus pecados para que sean perdonados. El tiempo se acaba y la penitencia le está esperando.
—Usted no tiene competencia para administrar el sacramento de la confesión, para ello ya tengo al padre Anselmo. ¿Quiere detalles?, no hay detalles. El hijo mató a sus padres y después huyó. Fin de la historia —el anciano había perdido la compostura, se atragantaba con sus propias palabras y un hilo de baba blanca comenzaba a descender de su torpe y desdentada boca—. Es hora de que se vaya, no hay nada más de que hablar.
—Se olvida de que todavía sigo sin conocer los pormenores. Pero como ya le he dicho, tengo una idea bastante acertada de lo que ocurrió aquella madrugada. Además tiene que cumplir la penitencia, aunque veo que ha olvidado el firme propósito de la enmienda. Si tengo en cuenta su edad y el cáncer que padece, en lugar de imponerle penitencia creo que le estoy haciendo un favor. Don Olegario, el hijo del molinero ha regresado para darle la extremaunción.
Las manos del párroco se aferraban a los brazos del sillón en un rictus crispado. Los ojos parecían querer salir de sus órbitas y su boca había dejado de emitir sonidos.
—Cuando aquel muchacho llegaba a las lindes del molino —continuó hablando Arturo— se encontró con Agustín, que se dirigía con su rebaño hacia el monte. Mientras conversaban, ambos pudieron ver cómo una figura con sotana, salía en estampida por la parte de atrás de la casa. Presintiendo que algo ocurría, el joven se apresuró y entró llamando a voces a sus padres. El gemido lastimero de su padre le llegó desde la primera planta. Sus cuerpos estaban tendidos sobre una alfombra roja, en el mismo comedor, en el que usted tantas veces había saboreado el chocolate preparado por aquella mujer, acompañado de blanco y crujiente pan, del que hacía alarde el molinero. Mi padre, en sus últimos instantes con la cabeza apoyada contra mi pecho, me pidió, me rogó, me ordenó que huyese, que me fuese del Valle del Olvido para siempre. Me contó cómo había descubierto el romance de mi madre con el cura. Los había encontrado en el comedor abrazados; fue a por su escopeta, pero el párroco se la arrebató nada más entrar por la puerta, encañonándole. Mi madre se interpuso entre ambos, lo que no le impidió dispararle primero a ella y después, al abalanzarse mi padre contra el asesino, recibió el siguiente tiro. La escopeta estaba en el suelo, junto a la puerta de la planta baja, Agustín la había recogido al subir tras de mí. Mi padre, en un último esfuerzo, logró decirme que el cura había prometido hacer saber a todo el pueblo que yo era el parricida; iba a matar tres pájaros de dos tiros.
La voz de Arturo sonaba como latigazos en medio del silencio. El cuerpo del párroco se había ido deslizando en el butacón, como una marioneta desvencijada. Los ojos, fijos en su interlocutor y llenos de pánico, demostraban que seguía con vida, aunque su respiración era cada vez más ronca y trabajosa.
—No, señor párroco —continuó hablando como si ya supiese de antemano la petición del sacerdote—, no le concedo el perdón de sus pecados, ni la absolución, ya que nunca tuvo la menor intención de arrepentimiento, ni propósito de enmienda. Pero sí le otorgo la penitencia, algo que llevo muchos años esperando poder ofrecerle. Morirá muy pronto, don Olegario, pero no de cáncer, sino en una amarga agonía que le durará aproximadamente tres o cuatro horas, en las que no podrá hablar ni moverse, aunque escuchará impotente cómo certifican su defunción. El café sabe mejor sin edulcorantes, pero piense que ese terrón de azúcar ha sido el cuerpo de su última comunión, el cuerpo del molinero y de su esposa. No tardaré mucho en ir de nuevo a su encuentro, yo también moriré muy pronto; quizás en menos de dos meses. Juntos para toda la eternidad —añadió con una amarga y sarcástica sonrisa.
Se levantó y, derribando la mesa con gran estrépito, Arturo comenzó a llamar a gritos a María. El párroco había entrado en agonía. El tumor había estallado en su cerebro, rezaba en el certificado de defunción.
Al día siguiente, Arturo, con el equipaje en la mano, observa el cortejo fúnebre desde la cuesta de la colina. Todo el pueblo camina cabizbajo tras el féretro en dirección al campo santo. Él se marcha sin que nadie haya descubierto su identidad y por tanto, sin que el Valle del Olvido recuerde el crimen del molino.


Estela Alcay

Zaragoza







Cada instante, cada paso, cada beso, cada mirada de ternura suma para alcanzar la belleza de la imperfección en unas vidas que merecen dulces lágrimas de felicidad…

“Sus vidas desbordantes eran ejemplo para su entorno, y envidia de sus detractores. Pero sentía en su fuero interno que la máxima puntuación debía reservarse para más adelante. Todavía no. Así que antes de que Rubén iniciara su suplica se acercó a él y zarandeando sus mechones impidió el interrogatorio que algún día debería afrontar. 

—Te daré el diez cuando te lo merezcas.” 



DAME UN DIEZ
David Garcés Zalaya







Maral Fotografía
Mallén (Zaragoza) 





DAME UN DIEZ

1.
—Dame un diez…. Sé que puedo mejorar, siempre se puede mejorar, pero esta vez necesito un diez.
Rubén rozaba malintencionadamente la mano de Silvia, apoyada sobre la mesa, mientras la profesora volvía a leer el último de los trabajos presentados por el joven. Sabía que ese chico merecía una buena nota, pero darle el diez por esto significaría muchas cosas. La batalla se estaba librando en la cabeza de Silvia. La balanza se resignaba a equilibrarse y ella tampoco quería ponerle freno.
Por un lado, estaban los tangibles: el trabajo. Bueno, muy bueno, pero insuficiente para alcanzar el nivel de excelencia que suponía un diez. Regalarlo así a la ligera sería un pecado, como el que la pasada noche cometieron reiteradamente bajo las sábanas huérfanas de pasión que visten la cama de la maestra. La soledad como almohada, sábanas frías bajo una cubierta de tonos apagados que esconde el deseo y lo obliga al silencio. Una alcoba demasiado triste para una mujer cuya alegría de juventud siempre la caracterizó. ¿Estaría perdiendo la ilusión por la vida? ¿Se estaría haciendo mayor?
Todo era diferente desde la aparición de Rubén. Atento, delicado pero masculino, considerado, pero con una forma de desenvolverse con su entorno tan descarada que le divertía. Aquel joven trabajaba bien, podría hacerlo mejor, sin duda, pero era el alumno aventajado de la clase. Atractivo, no guapo, pero lo suficiente como para hacerle sentir mariposas desde que cruzaron la primera mirada en clase. Rodeado eternamente de mujeres con las que compartía confidencias, y a las que divertía. Bien considerado por los compañeros e igualmente por el resto de profesores que impartían aquel máster. Simplemente un año les separaba, lástima que en aquella universidad privada no estuviera bien visto las relaciones entre profesores y alumnos. ¿Conflicto de intereses? ¿Doble moral cristiana? Hipocresía en general.
Por otro lado, estaban los intangibles: creía que no merecía la máxima puntuación, pero sabía que ese empujoncito extra le daría la confianza que necesitaba para sentirse seguro. Reconocer lo que estaba haciendo sería también de justicia, pero aquello podría dar a entrever un trato de favor hacia el joven. Una actitud que, de levantar sospechas, que hicieran a alguien tirar del hilo, podría destapar la manta que cubría los cuerpos sudorosos, empapados de placer, que compartían las noches en pareja secretas, apuñaladas por amaneceres ambiguos que los separaba en la vida real. ¿Real? Falsa. Hipócrita.
A la diosa de la justicia le vendaron los ojos, y ella asumió que eso era lo correcto. ¿Cuánto tiempo resistiría con la vista cegada al amor?
—Te daré el diez cuando te lo merezcas —zanjó el asunto.



2.
Y finalmente lo consiguió. Cerró el máster con la mejor nota de la clase. Con una eficacia y sobriedad digna de la treintena de primaveras que adornaban su calendario. Era una cálida noche de finales de junio cuando todos los compañeros y profesores disfrutaban de la última velada juntos. Aquel espléndido hotel que albergaba la cena del triunfo cerraba una etapa en sus vidas. O no…
Se sentía como el reo que busca con su mirada perdida una escapatoria al final del oscuro corredor de la muerte. Así se sentiría si la dejaba ir, si seguía con su ajetreada vida social rodeado de tanto y a la vez de tan poco. Perderla sería renunciar al yang. Se autoengañaba tratando de convencerse de que el mar estaba lleno de peces, y él pronto se convertiría en un tiburón capaz de hacerse con la mejor presa del océano. Pero no era así. Sabía que perderla les dolería a ambos. Su corazón se desgarraba por dentro, en el silencio interior que se había instalado en su alma, en aquella fiesta tan bulliciosa.
El deejay seguía con los ritmos latinos, dance, pop y algún que otro tributo a los tributos que ya se han convertido en un clásico de nuestras fiestas. Desde su posición la observaba, inquieto, impaciente. Expectante.
Ella no daba señales de nada, alguna mirada furtiva para ubicarlo entre la multitud, que se disipaba cuando sus ojos coincidían. Ambos se deseaban, pero la jerarquía impuesta en esta sociedad tan farisea que hemos construido les impedía desatar su pasión en público. En ese preciso instante sus pupilas chocaron inquisitivas. Ambos buscaban lo mismo, o así lo entendió el joven. Y tímidamente ella le sonrió, fue casi un gesto imperceptible, pero dio tanto con una simple arruga de la comisura de los labios que el zarpazo liberó de golpe las ataduras que amordazaban los deseos fugaces del prisionero.
Un torrente de ideas desenfrenadas sacudió su aletargado cerebro. El corazón comenzó a bombear, empujado por la rabia y alimentado por la pasión, un arroyo de ilusión. Aquello no debía morir hoy. No todavía. Apuraría su última bala en el cargador.
El jugador de póker que se sabe con una buena mano nunca hace una concesión. Comenzaba el momento crucial, el de la moneda al aire, cara o cruz… Doble o nada. Se deshizo de su entorno con una burda excusa y se fue para el pinchadiscos. Una breve conversación entre gritos susurrados, ya que la música obligaba a alzar la voz, y el de los cascos plateados se puso manos a la obra.
Cuando empezó a sonar la canción la muchedumbre se quedó algo extrañada al no tratarse de un superhit de los que aborreces en medio verano, la saciedad es lo que tiene. Silvia reconoció el tema al instante y se ruborizó al escuchar una letra que conocía a la perfección. Hacía unos meses, cuando todo comenzó entre ellos, este tema les marcó en un pequeño concierto en La Latina, cuando a bocados se comían los besos hambrientos de algo más, mientras tres ángeles acariciaban las cuerdas de su guitarra sobre el escenario. Sonaba El Vals. Era su momento.
Rubén cruzó el salón, esquivando alguna que otra compañera que se lanzaba a sus brazos en busca de una pareja con la que danzar esta preciosa canción. Él, determinado en su objetivo, fue raudo a por su amada. Con una galantería fingida le tomó la mano disculpándose ante el círculo con el que la maestra compartía velada.
—¿Me disculpan?
Comenzaron a bailar como aquella mágica noche que siempre perdurará en sus recuerdos. Todo lo demás se lo tragó la indiferencia. Eran los únicos en aquel salón, era su fiesta, su noche… su futuro. Sus cuerpos fundidos al compás, como otrora lo hicieran desnudos. Eran uno.
Cuando el tema concluyó y sus labios no tuvieron más remedio que fundirse en un apasionado e interminable beso, el clamor popular los devolvió a la realidad. Ya era oficial, eran algo más que maestra y alumno. ¡Y qué!
Fue entonces, mientras los brazos de Rubén rodeaban la cintura de Silvia, y la acompañaban en un giro circular sobre sus pies infinito, cuando de nuevo repitió la pregunta. Esta vez con la sonrisa de saberse ganador. Ese aire, a veces un poco prepotente, le encantaba.
—Profe… ¿Cree usted que ahora merezco ese diez que todavía me debe?
Ella lo abrazó con fuerza, pegó su rostro contra su contorneado pecho y le susurró al oído, a la par que mordisqueaba juguetonamente el lóbulo:
—Te daré el diez cuando te lo merezcas.



3.
La puerta del diminuto piso se abrió de golpe. Atolondrado, como llevado por una plaga de espíritus inquietos, Rubén accedió al mismo a la par que dejaba sus cosas en la entrada. La aguja pequeña del reloj que presidía el salón acariciaba el tres, mientras la grande luchaba por agarrar la docena. Con suerte todavía podría hablar con ella antes de que se hubiera marchado a trabajar. Impaciente buscó a Silvia, que se encontraba en plena sesión de chapa y pintura antes de salir volando a impartir sus clases.
Tras husmear por los escasos recovecos que el apartamento ofrecía, pues superando tan apenas los cincuenta metros cuadrados no daba para mucho más, y simplemente con el sueldo de la maestra la joven pareja no podía permitirse otro tipo de alquiler, pronto la encontró inmersa en faena frente al empañado espejo del lavabo. Con su traje chaqueta azul marino, camisa blanca, pelo desenfadado y a punto terminar con la última capa de maquillaje, lucía espectacular. Rubén iba a soltar por su boca de golpe todo lo que llevaba dentro, sin previo aviso, a quemarropa, pero sólo pudo detenerse ante ella y admirar su belleza como si nunca antes la hubiese visto, igual que el mosquito deslumbrado por la luz de la bombilla no puede evitar la atracción de su incandescencia. Se sintió un privilegiado.
Ella lo observaba por el rabillo del ojo sin apartar sus penetrantes pupilas castañas de ellas mismas en el reflejo del espejo mientras apuraba los últimos brochazos. Lo conocía lo suficientemente bien como para saber que traía algo importante. Seguramente lo había conseguido, llevaba unos días de vértigo de aquí para allá, inquieto, pero a la par ilusionado.
Traía la mirada de ganador que un día imaginó en sus ojos y que más tarde forjó en sus clases. Por fin había llegado su momento personal.
—¿Lo has conseguido?
Él asintió con la cabeza. Tenía tantas cosas que contarle que todas las palabras se le anudaron en la garganta, y la corbata de la ilusión le estranguló la voz.
Silvia recogió todos los cachivaches del maquillaje, lentamente se acercó hasta él y lo abrazó con ternura. Sabía lo que le había costado y reconocía su esfuerzo. Los ojos del joven se llenaron de lágrimas que contagiaron los luceros de su amada. Cuando se recompuso la besó, se aflojó el nudo de la corbata y se quitó la americana.
—Tengo un gran trabajo, mi vida.
Ella se secó con cuidado las incipientes lágrimas de felicidad que amenazaban con tirar por tierra todo el trabajo de restauración que dedicaba a sí misma antes de salir de casa. Con un tisú se secó con mimo los párpados y felicitó a su compañero.
—Te lo mereces.
Ambos imaginaron una vida más desahogada. Nada de lujos, ni sueños imposibles, pero sí una vida digna. El sueño del españolito medio. Algo, que nuestra sociedad del estar bien nos debería garantizar, y que a muchos, cuando ya casi lo rozaban con la punta de los dedos, les ha sido arrebatado por unos cuantos chorizos que desprestigian los sillones del poder.
Coincidían en sus deseos. Lo que fuese, pero juntos. Les había ido muy bien así. ¿Por qué cambiar ahora?
La media sonrisa de Rubén volvió a alzarse altanera y el fuego de su mirada le recordó a aquel joven estudiante que un día la hizo sentir plena.
—¿Será ahora cuando por fin me des ese diez que tanto merezco?
Ella cabeceó divertida a la par que negaba con la cabeza con una mueca burlona, y entre susurros, como mejor se cuentan las cosas más intensas, contestó.
—Te lo daré cuando te lo merezcas.



4.
Las lágrimas de Silvia se desbordaron como las gotas de lluvia que anuncian la llegada del incipiente aguacero. Las primeras educadamente pidieron permiso para entrar en escena, sus hermanas empujaron desde la parte trasera de la cuenca de sus vidriosos ojos castaños, para convertirse en un torrente. Por un instante Rubén se replanteó la pregunta que acabada de hacerle.
Ella se cubrió el rostro con ambas manos, intentando obtener un mínimo de intimidad en aquel maravilloso lugar plagado de gente. Buscaba cobijo para poder asimilar el cúmulo de sentimientos que se agolpaban en su interior. Comprendió que no se trataba de una escapada romántica, era una emboscada.
Él, cariñosamente, tomó sus manos buscando descubrir el rostro que escondía aquella coraza tras la que Silvia se sentía más segura. Había fabricado una burbuja y quería permanecer allí el tiempo suficiente para poder recomponerse, analizar la situación, y dar una respuesta. Su maldita obsesión por el raciocinio la bloqueaba en trances en los que el corazón toma protagonismo frente al cerebro. Lo suyo eran los procesos, no los impulsos, y muchas veces se sentía desconcertada en situaciones en las que el instinto prima, y la intuición debe mirar para otro lado.
Silvia seguía intentando despejar la x de aquella ecuación. No era el momento, estaba dilatando una respuesta esperada y obvia para Rubén, pero ella era así. Su futuro lo adivinaba juntos, de hecho, no imaginaba otra posibilidad. Su situación económica era inmejorable desde que ambos tenían unos trabajos estables y remunerados correspondientemente a la categoría profesional que desempeñaban. Y su relación estaba afianzada, habían enraizado en el corazón del otro, y ambos se preocupaban de avivar ese fuego interior para que la llama siguiera incandescente. ¿Podía tener alguna duda acerca de cuál era la respuesta correcta?
Rubén insistió apartando las manos de su amada del rostro lentamente. La espera lo estaba matando. La lluvia arreció empapando sus cuerpos inmóviles mientras el resto de la muchedumbre corría a resguardarse. Hay veces que llueve a gusto de todos, y otras no. Él siempre supo que sería en esa ubicación donde un día lanzaría esta pregunta, le fascinaba ese sitio desde muy pequeñito, era el paraíso.
—Y bien… —inquirió ansioso.
Silvia abrió los ojos lentamente. Sus pestañas luchaban por separarse unas de otras ya que las lágrimas y la sorprendente lluvia se habían aliado con el maquillaje para adherirse infinitamente. Los castaños aparecieron en escena para achicar el resto de lágrimas que inundaban sus cuencas y buscaron enfrentarse al momento del sí quiero frente a los ojos de Rubén, en una batalla que sabían tenían ganada de antemano. Y de su boca se escaparon las tan esperadas palabras que daban confirmación a una vida plena en pareja.
—Sí quiero…
Cuando se abrazaron bajo la lluvia su beso impermeable, con el que cerraron el acuerdo, los transportó a un reconfortante paraíso de sábanas blancas, ducha caliente, toallas, y cuerpos desnudos que buscaban darse calor mutuamente. La combustión del fuego que alimentaba la libido los devolvió a la habitación del hotel de las noches de vino y rosas en las que decidieron alojarse eternamente.
Tras los repetidos encuentros, acurrucados uno junto al otro, con la embriaguez que produce el éxtasis que momentos antes liberó sus mordazas del pudor, Rubén clavó su mirada en los colmados ojos de Silvia.
—¡Dame un diez!
Ella aflojó la risa fácil de los momentos tiernos y se cubrió la cabeza con las sábanas, podría permanecer allí eternamente. Bajo las mismas buscó el cuerpo totalmente desnudo de su pareja, que reaccionó al contacto de la piel provocadora. El simple roce, y la percepción de lo que a continuación iba a desencadenarse, fue suficiente para que ambos dejaran hacerse. La respuesta estaba en el aire. Las caricias, besos, y los interminables caminos que sus lenguas incendiarias dibujaban en la anatomía del otro, la habían silenciado.
Entre susurros, maliciosa, con la escasa voz jadeante que el incipiente éxtasis dejó escapar, los labios de Silvia se aproximaron a la ardiente oreja de Rubén, para contestar provocadora…
—Te daré el diez cuando te lo merezcas.



5.
Llegó el gran día. Momento esperado durante toda una vida. Muchas ilusiones puestas en aquella representación que no significaba, nada menos, que poner en escena un acto tan altruista y cargado de responsabilidad, como el de permitir a otra persona compartir el resto del camino juntos. Vidas convergentes en una línea continua hasta la eternidad.
Las caras conocidas fueron entrando en escena a lo largo de la ceremonia. Familiares y amigos por igual cumplieron con las expectativas y les dedicaron todo su cariño. Lecturas e intervenciones cargadas de amor y complicidad. Cada uno aportando desde su prisma un sentimiento común hacia la pareja.
Ambos lucían espectaculares. Sus manos permanentemente enlazadas formaban un circuito de emoción que retroalimentaba el uno al otro. Una significativa imagen de lo que deberían ser sus vidas. Sinergia pura.
La tarde caía y el calor sofocante ponía a prueba a los presentes. Sentían que aquello era solo el principio de algo grande. Silvia, articulaba datos y excusas en su cerebro, tan manidas, como que solo era un papel que certificaba algo que ya sabían; y que su amor estaba por encima de documentos oficiales. Pero en su fuero interno albergaba el secreto de la novia que siempre quiso ser, el día de película de sobremesa que nos graban a fuego desde que nacemos con dibujos de princesitas Disney hasta que maduramos con Pretty Woman, Ghost y tantas y tantas del género. ¿Maduramos? Nunca. La maquinaria trabaja para que no te salgas del redil, y tras años de adiestramiento subliminal consiguen que seas partícipe de tu propia lobotomía.
Rubén, más pasional, vivía aquello de modo diferente. Su misión debía ser la del marido ejemplar desde el momento exacto de colocar la alianza, entender que el protagonismo principal no era el suyo, y desvivirse porque Silvia disfrutara de todo aquello que llevaba organizando durante más de un año, oficialmente. En secreto lo había madurado durante toda una vida. Él se conformaba con saberse triunfador de una vida de trabajo y preparación, que se colmaba con el privilegio de verse acompañado hasta el final por alguien excelente. Admiraba a esa mujer, la deseaba con locura, y hubiera cambiado todo lo que tenía por seguir despertando a su lado cada mañana hasta que la muerte los separase. Incluso volvería a los primeros días, los de contigo cebolla, y a veces ni pan.
Así pues, ambos habían cruzado la frontera de su personalidad para entregarse al otro extremo de su forma de ser. La sesuda maestra se dejaría llevar por el disfrute de un día para el recuerdo, y el visceral ejecutivo se entregaría cual hormiga obrera al cumplimiento de su cometido a rajatabla para que todo saliese como estaba previsto.
Y así fue. Los presentes comieron, bebieron, bailaron y festejaron esta unión hasta el límite de lo políticamente correcto, y un poquito más. Fotos, arroz, regalos, sorpresas y todo lo típico que encontramos en la celebración de un enlace, hasta el más mínimo detalle, estuvo presente.
Los recién casados debían abrir el baile. Pero alejados de los convencionalismos maniqueos, rompieron con la tradición y el vals se tornó en una preciosa canción que habían hecho suya, su letra los contagió desde que la descubrieron. Nunca algo les había trasmitido tanto. Bailaron Mi alma perdida, de Amaral, otro momento que nunca olvidarían jamás.
Sus cuerpos se aproximaban, incluso encorsetados por los trajes de ambos, se sentían el uno al otro. No querían que aquella melodía cesase, supondría tener que volver a los protocolos del banquete. No deseaban separarse, nunca.
Inmersos en aquella coreografía, olvidados del resto del mundo que los observaba emocionados, volvió a aparecer la ambiciosa mirada de Rubén, para adivinar una nueva pregunta.
—¿Ves cómo todo ha salido como tú deseabas? —ella asintió en silencio mientras pasaba su mano acariciando la espalda de su compañero de baile—. Todo el mundo lo está pasando genial, hemos hecho un buen trabajo y yo voy a convertirme en el mejor marido del mundo. ¿No crees que es el momento de darme ese diez?
Ante la insistencia de su marido, sin perder el compás, tomó su rostro con ambas manos y silenció con un beso la impertinencia de Rubén. Los asistentes lo tomaron como una muestra de amor puro y entre vítores se desató el júbilo que desembocó en una zarracatalla de nuevos compañeros de baile que los rodearon, dispuestos a mantearlos, en cuanto sus labios rompieran el hechizo que los mantenía unidos.
La muchedumbre gritaba cada vez más y finalmente Silvia dio por finiquitado el kiss time para entregarse a los poderosos brazos de los amigos de Rubén, que se prestaban a lanzar por los aires a la novia. Antes de abandonarse al pulso contra la gravedad, le guiñó el ojo y en sus labios pudo leer de nuevo…
—Te daré el diez cuando te lo merezcas.



6.
Habían oído tantas cosas al respecto, aunque ambos eran personas cabales y con mentes muy despejadas, que no podían dejar de pensar en todas las fatalidades que los desafortunados comentarios de unos y otros, a la larga, habían hecho mella en su determinación.
Esa sala, tan interminable y diminuta a la vez, había conseguido que Rubén estuviera al borde de la locura. Alguien tan pasional como él no entendía de esperas. Ya había descubierto todas las imperfecciones de cada una de las brillantes baldosas que alicataban la impaciencia de la ilusión. No estaba solo, pero en ese momento casi lo hubiese preferido. Los nervios hay veces que se templan en compañía, sin embargo, en otras ocasiones, esta se vuelve enemiga y prueba sus límites. Intentaba ver algo a través de la tupida mampara, adivinar algún gesto entre el personal que entraba y salía de la zona a la que sólo tenían acceso los autorizados.
El reloj seguía corriendo, no sabía muy bien si a favor o en contra, ya que las mil y una imágenes que su inquieto cerebro proyectaba lo zarandeaban de lado a lado, del abismo al paraíso. Cuando la puerta se abrió y alguien desde el interior lo llamó por su nombre supo que era el momento. Raudo se precipitó al interior y casi sin atender a las indicaciones de la matrona comenzó a descubrir las singularidades de esa maravillosa criatura que algún día lo llamaría papá.
Era un ser tan puro, y tan delicado a la vez, que sintió la necesidad de suspirar varias veces mientras la partera intentaba darle una serie de indicaciones. Simplemente preguntó por la salud de ambos, y tras cerciorarse de que estaban perfectamente ya no quiso prestar atención a ningún dato más. Ya se lo explicarían más adelante. Ahora sólo quería recrearse en la intensidad de aquel llanto, las manchitas de povidona, las toallas que lo arropaban, las diminutas partes de su cuerpo. La perfección se concentraba en escaso medio metro.
Cruzó la mirada con su hijo, y aunque sabía que este era incapaz de verlo, fue un momento mágico. Adivinó que esos ojos eran inquietos, y estaban llenos de ganas de descubrirlo todo. El mundo se paralizó para él.
Los familiares más cercanos afilaron el morro por el quicio de la puerta antes de que la matrona le arrebatara de nuevo a su cachorro del regazo y los enviara de vuelta a la habitación para esperar a la madre.
El reencuentro de la pareja fue tierno y lleno de vida. Su primogénito subiría después para completar la creciente familia. Los años bárbaros, en los que no importaba ver amanecer, daban paso oficialmente a una nueva era en la que ver aparecer el astro rey juntos ya no era una bonita imagen de fondo de pantalla para el portátil, sino un surco más en las ojeras de la felicidad. No tenían ni idea de todo lo que sucedería a continuación, pero su visión de la vida les hacía afrontar el reto con la mejor predisposición posible. Unidos.
Al final del día, cuando llegó la hora de descansar tras el ajetreo de visitas, felicitaciones, enhorabuenas, descubrimiento del funcionamiento del bebé sin manual de instrucciones, y todos los tópicos del arranque de la paternidad, llegó el momento de acomodarse para intentar conciliar el sueño. ¡Qué utopía con lo que se les venía encima!
Fue en ese momento cuando la pareja tuvo un instante para confesarse su felicidad y comentar mil detalles de padres primerizos. Rubén se incorporó para acercarse a la cama de Silvia, y tras asegurarse de que la mamá no necesitaba nada antes de dormir, cerró el día con sus labios dibujando un beso en su frente, a la par que su mano mesaba sus cabellos.
—Lo hemos conseguido. Somos padres. Y yo me convertiré en el faro que guíe a mi hijo, pero necesitaré de tu energía para que nunca se apague la luz que lo alumbre.
Silvia asintió, aprobando la moción, y tomó la mano de su marido que seguía junto a su cama. Este se sintió el hombre más pleno sobre la faz de la tierra, y volvió a intentarlo una vez más.
—Creo que ahora sí es el momento de que me des ese diez. No sé si seré capaz en algún momento de sentirme tan satisfecho como ahora.
Silvia rio enternecida por las palabras de Rubén. Lo mandó a descansar y cuando las luces de la habitación durmieron, y ya sólo se percibía el soniquete típico de una noche en un hospital, cerró sus ojos para entregarse a los acogedores brazos de Morfeo satisfecha.
—Te daré el diez cuando te lo merezcas.




7.
Impertinencia absoluta, diaria, en forma de alarma, que te arranca el dulce de los sueños que todavía quedan por disfrutar cada mañana. Terrible descenso al mundo real, cuando todavía la noche es soberana, que te arrastra a la rutina de cinco días de traje y corbata, desencadenando en la deportiva ropa de asueto durante cuarenta y ocho escasas horas, que no llegan para cargar a tope la batería.
Esta será nuestra penitencia, variará el atuendo laboral, pero la esencia será la misma, y en ocasiones tornará mucho peor. Todo por morder una puta manzana. No puede ser sólo por eso… ¿Hay algo más?
Pero la mente es poderosa, y disfraza de felicidad el calendario de la esclavitud, con pinceladas llenas de poderosos trazos. Rojos, como el amor que sentimos por nuestra pareja. Azules, como los infinitos cielos y mares, que se tornan verdes para conectarnos con el planeta que decidimos abandonar por el negro del asfalto y el gris del hormigón. Salpicados de rayos amarillos vivimos, dibujando cual prisma, inmensos arcoíris que nos despierten de esta alienación en la que hemos caído absortos.
Rubén y Silvia sentían tener su paleta de colores repleta. Vivían entregados a su familia, se deseaban igualmente, y aparcaban los dilemas propios de sus quehaceres laborales nada más cruzar el umbral de la libertad que los devolvía a su hogar. Sentían la fuerza de los dioses griegos para construir un mundo a su antojo que, aunque no fuese así, siempre hacían propio, fruto de su determinación y unidad.
Fabricaban ilusión, y la proyectaban en Martín. Verlo crecer era lo mejor que les había pasado nunca. Descubrir toda la vorágine que conlleva la paternidad los encandiló. Eran las maravillas en el país de Alicia. Su destino había dejado de ser Nunca Jamás, para madurar de súbito con el primer llanto de su retoño, y entregarse a una vida plena.
Inculcaban los valores en los que ambos creían. Vivian apartados de los fariseos objetivos que todas las religiones que los acorralaban, intentando abducirlos, les proponían, en un estado, ¿laico? Eran diferentes, creyentes, en ellos mismos y en el poder del ser humano para construir una sociedad mejor. Justa, al menos.
Su mundo se tornaba perfecto en la inocencia de la curiosa mirada con la que su hijo escudriñaba la realidad. Podían soportar la corbata, los tacones, el despiadado martirio del despertador, la soga de la hipoteca y la avaricia bancaria, y el largo etcétera que se oculta en las cargadas espaldas de los progenitores. Ya tendrá tiempo de descubrir el peso sobre los hombros, ahora es tiempo de juego, risas y aprendizaje. Formemos a nuestros vástagos para que en el futuro puedan cambiar las asfixiantes reglas de este abrupto presente.
Cuando el sexto día de la semana, dedicado en exclusiva al disfrute familiar, buscaba el crepúsculo, Rubén se sentó en el banco desde el que Silvia controlaba todos los movimientos del pequeño Martín en aquel parque otoñal. Su sonrisa delataba que estaba disfrutando de aquel momento en compañía de los dos seres por los que entregaría la vida a cambio de una simple carcajada suya. Los tres entendían que era su instante, se desentendían del resto del planeta, y buscaban la diversión. Cada uno a su manera, pero llenaban las alforjas para el resto de la semana.
—Ya no sé si algún día lo conseguiré. Creo que nuestra vida, aunque llena de emociones que nos quedan por descubrir, está destinada a emprender la cuesta abajo. Espero equivocarme, disfruto de vosotros, la vida familiar que llaman, y me gustaría que esta sensación que ahora mismo tengo durara para siempre. Pero no soy tan ingenuo como para entender que esto no puede ser eterno. Llegarán las maduras también. Así que, antes de nada, por qué no me das ya ese diez que hace tanto tiempo que merezco…
Silvia vio cierto grado de melancolía en los ojos que la seducían cada vez que chocaba con ellos. Era un sentimiento nuevo que jamás había descubierto en Rubén. No quería que aquello se agravase, pero sabía que todavía no era el momento. Su camino escondía secretos que todavía no habían descubierto, aunque ella los intuía, los imaginaba, y soñaba con alguno de ellos. Decidió esperar un poquito más, aunque reconocía que su negativa pudiera afectarle.
—Te daré el diez cuando te lo merezcas.



8.
Cada uno lo afrontó de forma diferente. Sabían que el cambio en sus vidas era para siempre y que su futuro se vería afectado de algún modo. De las incógnitas del tiempo que está por venir se alimentaba la confusión que sentían. Cuanto antes se aclimatasen al cambio antes podrían entregarse a su nuevo cometido, disfrutarla. La familia crecía.
La segunda vez que afrontas un reto se vive con el poso que otorga la experiencia. La incertidumbre es caprichosa y ataca donde más duele, en el corazón de las dudas, pero el haber recorrido el camino antes evita que tropieces con los viejos baches. Desde esa perspectiva viviría la pareja la llegada de Eva.
Precioso nombre que recordaría por siempre que no fue la mujer la culpable de morder la manzana, si no la prohibición caprichosa, de un ser supremamente veleidoso, de tentar la determinación femenina. Las ataduras debían romperse en el paraíso, pero el destierro las hizo crecer hasta la asfixia, culpando a un género por ello hasta la eternidad. Bonita parábola.
Concluían con este nacimiento la proliferación familiar, pero colmaban los deseos de ser uno más. Cuatro pilares sustentan mejor la construcción de la felicidad. Ahora llegaba el tiempo de cerrar paredes y dedicarse a la constante labor de rematar la faena puertas adentro. Quedaba mucho trabajo, y encontrarían sus dificultades, pero su amor podía con ello. Poco a poco, sin desfallecer, decorarían el interior de aquello que estaban erigiendo.
El rey Martín vio peligrar el trono de la dedicación exclusiva en el que vivía acomodado desde su llegada. El primogénito tenía un delfín con el que debería compartir asiento, cuestión difícil de conllevar en una sociedad tan egoísta como ególatra. Comenzaba una nueva era en la que la misión de sus progenitores sería hacerle entender que dividir la poltrona era lo correcto, inculcar el amor fraternal que se debían, y desterrar el peor de los enemigos de nuestra especie, la envidia.
Se afanaban en su labor, mientras sus vidas caminaban a la par, en busca de pequeños respiros de su propia felicidad. La muerte a carcajadas puede ser muy cruel, pero no por ello deja de ser definitiva. Su dedicación se veía recompensada con pequeños y grandes detalles, muestras de amor de su estirpe, y la satisfacción de ver que los hermanos una vez superada la fase inicial, habían desarrollado un sentimiento tan fuerte que jamás se rompería el resto de sus vidas.
Una mañana de invierno, de churros y chocolate cubierto de espumosa nata, desayunaban plenitud. Divertidos pijamas vestían cuatro cuerpos tan diferentes como dependientes del resto. En las travesuras se dibujaban sonrisas maquilladas de dulce marrón que salpicaba la gula. Silvia los perseguía toallita en mano para que aquel desayuno no terminase contagiando el resto de la cocina, decorando sin pudor el alicatado que revestía su tesón. Rubén admiraba divertido, sin perder detalle, recogiendo instantáneas con su móvil de cada momento. Saboreando el instante, almorzando colmado el fulgor que los cuatro cocinaban.
Su risa devolvió la mirada de Silvia, que enseguida comprendió los sentimientos de su marido. Pudiera que tuviera razón y este fuera el momento. Sus vidas desbordantes eran ejemplo para su entorno, y envidia de sus detractores. Pero sentía en su fuero interno que la máxima puntuación debía reservarse para más adelante. Todavía no. Así que antes de que Rubén iniciara su suplica se acercó a él y zarandeando sus mechones impidió el interrogatorio que algún día debería afrontar.
—Te daré el diez cuando te lo merezcas.



9.
Cuando todo se fue a la mierda dejaron de buscar soluciones para encontrarse en lo más profundo. La desidia ganó la batalla escoltada por el tedio y la desilusión. Se olvidaron de hacer el amor puesto que era lo que más tenían, prácticamente lo único. No necesitaban sexo, o al menos entre ellos, y el miedo a imaginar otras posibilidades puso en jaque las sólidas bases de su relación.
¿Cómo podrían salir de aquel abismo al que las circunstancias les estaban obligando a precipitarse? No les quedaba otra que actuar por instinto, de supervivencia tal vez, y permanecer unidos. Como siempre habían sido, uno, todos.
Cuando vienen mal dadas, con la idea de quedarse, el aferrarse al porqué carece de sentido, aunque la rabia cegadora no te ofrezca otra imagen. Duele, tanto como para mandar al retrete toda una vida por una vaga ilusión, tanto como para dudar de uno mismo en el reflejo del otro. Carece de sentido el futuro sin el pasado del que perdemos y sabemos que no va a volver. Pero aun así la pareja seguía hacia delante, por inercia, disfrazados de ánimo superficial y podridos de tristeza por dentro.
La prueba fue el trance más difícil de sus vidas. Una herida abierta que entendieron jamás se cerraría, dejando una desagradable cicatriz en el fondo del alma palpitante. Latente. Oculta. Ahí.
La alegría de los retoños, el sacarlos a flote, luchar por ellos, se convirtió en su leitmotiv. Asentaron las bases de la catarsis sobre ellos y decidieron no mirar atrás, incluso, si fuese necesario, no volver a mirarse jamás. Siempre hacia delante.
Y funcionó, pues aunque lo habían olvidado, su unión era tal que limaba los días malos que se convertían en semanas. Época vacía, llena de incomprensión, obligada al olvido. Cuando la ecuación suma la pérdida, el desastre económico entra en escena, y el cambio radical de vida parece instalarse definitivamente, nadie atiende a despejar la equis. Sólo admitir que remar en la misma dirección nos impedirá estancarnos en infinitos círculos antes de que la corriente nos arrastre hacia la mortal catarata.
Pero Martín y Eva sacaban lo que quedaba de ellos. Los que se cuentan con una mano entraron en escena para no dejarlos desfallecer. Autentica amistad que no entiende de lazos sanguíneos aportando remos extra, y junto al resto de familiares impidieron que la nave zozobrase.
Tiempo de reflexión, en el que una mirada cómplice volvía a hacer saltar la chispa que ambos deseaban avivara el rescoldo de la pasión que fue. Aún en la oscuridad del pozo en el que pasaban sus días, Rubén necesitaba más que nunca una confirmación de que aquello no era el final, que saldrían del túnel y volverían a sonreír. Su pasional temperamento se revelaba como león enjaulado. La analítica razón de Silvia entendía que el momento estaba tan cerca, que por un instante valoró la posibilidad de acceder al ruego de su taciturno compañero. Verlo así le partía el corazón, era él quien siempre alentaba a la tropa, si fallaba el Sargento Empatía, ¿quién descifraría los estados de ánimo de cada uno? ¿Quién animaría al resto? ¿Quién le devolvería su sonrisa perenne?
—Sé que ahora no lo ves. Pero casi has alcanzado tu mejor momento. El sobresaliente está cerca Rubén. Casi lo tienes... Pero de momento, te daré el diez cuando te lo merezcas.




10.
Podrían vivir mil vidas de nuevo, y siempre el caprichoso destino haría que su camino tomara direcciones convergentes. Serían Teseo descifrando laberintos, salvando al pueblo de la tiranía, encontrando siempre la salida tirando del hilo que le devolviera a los brazos de Ariadna, venciendo minotauros si fuera preciso. Cuando no existe más vida que en compañía de una persona, poco más se necesita para hallar la felicidad.
Caminando con pasos cada vez más firmes, y alejados de los tiempos macabros, descubrieron lo que ya sabían: el otro los hace mejor. Y en estas llegaron al momento de los postres, en el silencio con el que se dicen las grandes verdades. Con miradas que relatan sentimientos y dibujan ilusiones. Con la sonrisa de las grandes ocasiones, celebrando aquel momento tan especial. Rubén sacó un pequeño obsequio, torpemente envuelto, y acercándoselo sobre el mantel se dispuso a comentar…
En ese momento Silvia lo interrumpió agarrando la mano extendida que ofrecía el regalo.
—Hoy seré yo quien se desnude. Seré yo quien suplique una buena nota, porque tú ya la has conseguido. Has conseguido enamorarme, despertarme de mi letargo, construir un futuro conmigo, y después una fantástica familia. Y no solo eso, has hecho que las penas que nos han atormentado durante esta última fase fuesen menos, pues sólo con mirarte ya sabía que no estaba sola, y que nunca iba a estarlo. Eres mi amigo y amante, padre y marido ejemplar. Me conoces mejor que yo misma, me soportas y transportas a otros cielos, a otras realidades, las que construimos juntos. No sabría cómo agradecerte lo que me aportas, así que simplemente disfruta de este postre…
Y a su señal el camarero les ofreció una pequeña tarta con dos palpitantes velas que dibujaban la decena tan codiciada por el que fuera joven, y ahora se había convertido en apuesto señor.
—Esta es mi manera de decirte lo que te quiero —continuó Silvia una vez el mozo hubo desaparecido—. Lo has conseguido Rubén. Hace mucho tiempo que te lo mereces, desde el principio diría yo, pero ya sabes cómo es de inconformista mi carácter, siempre quiero más. ¡Y mira en el hombre en que te has convertido!
En esta ocasión el parco en palabras fue él. Suponía que volvería a rogar, y sus súplicas no serían tenidas en cuenta por el implacable jurado. Pero esta vez el veredicto era bien distinto. Apresado por la emoción, el otras veces locuaz, sólo acertó a decir tanto, con tan poco:
—Para mí, tú eres el diez…
Y tras las lágrimas, dulces de felicidad, que ambos derramaron, vinieron los besos encarcelados durante tanto tiempo que rebosaban por sus bocas. Sellaron con ellos en la fosa del olvido todo lo que no querían recordar, para sobre el tempero que la ocultaba sembrar las flores de la eterna primavera del futuro que pretendían construir, aunque sus calendarios se asomasen peligrosamente con disimulo al inquietante otoño. Una nueva era se abría ante sus ojos. La posibilidad de descubrirla juntos era el mayor aliciente para intentarlo, lo único que tenían claro es que como siempre, serían uno.
Pero esa historia está por escribir. De momento celebraban su décimo aniversario… Diez en el diez. ¡Felicidades!


David Garcés Zalaya

Luceni (Zaragoza)








La vida es un camino sembrado de sentimientos compartidos. Besemos la nostalgia y sonriamos a los sueños…

“Y marchará cada uno
hacia un destino nuevo.
Y en el baúl de recuerdos
quedarán allí los besos
protegidos con más besos,
seda, lino y terciopelo,
con amor, sudor, ternura,
con risas y caramelos”

TROZOS DE VIDA

Belén Gonzalvo

Belén Gonzalvo
Zaragoza





TROZOS DE VIDA

Trozos de vida que sigue,
que se escribe poco a poco.
Esquinas que ahora se doblan
continúan el camino
que recorro paso a paso
y que lleva a mi destino.


Oscuridad se percibe
al mirar hacia adelante
y una luz, es palpitante,
me rescata de ese sino.
Y una sonrisa me enseña
nueva ruta compartida.


Nuestros caminos se cruzan
a intervalos breves, prestos
que se van ya repitiendo.


Mientras, vida continúa.
Trabajo, creo, levanto,
busco una metas factibles
me propongo buscar sueños.
Y consigo lo que busco.
Y espero nuestros encuentros
que me hacen sonreír
con tu sonrisa y tus dedos
que recorren, ¡ay!, mi cuerpo.


La vida sigue despacio,
deprisa, atascos, bloqueos,
con sabores, logros, besos.
Hasta que llegue aquel día
en que dos nos separemos.


Ese día sonreiremos
cómplices dos de deseos,
de palabras, de experiencias,
de corazón, de nostalgias.


Y marchará cada uno
hacia un destino nuevo.
Y en el baúl de recuerdos
quedarán allí los besos
protegidos con más besos,
seda, lino y terciopelo,
con amor, sudor, ternura,
con risas y caramelos.

A lo largo de la vida
cuando menos lo esperemos
saldrá un beso del baúl
y la nostalgia hará mella
en el corazón y un vuelco
llevará a aquellos tramos
de camino compartido.
Y sonreiremos de nuevo
con nostalgia y con cariño.


Belén Gonzalvo
Zaragoza








La mejor manera de querer es empezar a quererse uno mismo, amar lo que el espejo refleja y sentir el aroma naranja de la vida…



“Ya con la decisión tomada, se dirigió al vestidor, pero al pasar por delante del dormitorio, no puedo evitar mirar el reflejo que se veía en el cristal de la puerta: allí estaba, bellísima con su albornoz malva y el pelo recogido con una toalla del mismo color. Sintió que su corazón se llenaba de pasión y que un sentimiento de orgullo le inundaba el pecho”





Rosi Oliver

Luceni (Zaragoza)





COMO A TI MISMO…

Se levantó igual que todos los días, pensando en ella, en su gran amor.
Últimamente estaba un poco desmejorada. Su cabello estaba perdiendo el color y el brillo que siempre había llamado la atención de todo el que la conocía. El rubio dorado que tuvo, hacía mucho tiempo que le había abandonado, pero aún así, el tono caoba que, desde hacía más de diez años lucía, se le veía muy apagado. No quiso preocuparse mucho más, «seguro que son cosas de la menopausia» pensó, pero decidió pedir hora en la peluquería para que intentaran solucionarlo, no iba a consentir que nada hiciera palidecer al objeto de su deseo, así que llamó y concertó una cita.
Se molestó mucho con la chica que le atendió porque no había sitio hasta el día siguiente y su necesidad era imperiosa, quería cita para esa misma tarde, no podía permitir que nada afeara al ser que adoraba, así que buscó otro centro de belleza cercano a su casa en las páginas amarillas y allí, sí consiguió la hora.
Más feliz, volvió a la habitación y se metió en la ducha. Al salir, miró en el gran espejo del dormitorio y a través de él, vio la figura desnuda que tanto amaba. Había engordado unos cuantos kilos desde que dejó de tener la regla, pero seguía teniendo un cuerpo magnifico. Nadie diría que iba a cumplir cuarenta y cinco años, su figura aparentaba no más de treinta y dos. Una sonrisa de satisfacción apareció en su cara, «¡qué belleza!», pensó.
Salió del baño y se dirigió a la cocina. Tenía que preparar el desayuno. Un buen zumo de frutas era lo ideal para evitar el envejecimiento, no quería que esa piel que adoraba, tersa como la seda, se estropeara y si para ello tenía que pelar tres kilos diarios de naranjas, lo haría.
Mientras realizaba su labor, pensó que la temporada estaba acabando y que su tesoro, no tenía nada nuevo para empezar la estación. Su economía no estaba demasiado boyante, pero ese cuerpo, al que amaba con todas sus fuerzas, necesitaba tener algo bonito con lo que cubrirse, así que, sin pensarlo mucho, decidió que se merecía eso y más. Eran tantas las satisfacciones que le daba, que valdría la pena sacrificarse un poco. «Seguramente el casero me permitirá pagarle un poco más tarde, ya lo ha hecho en otras ocasiones. Cuando cobre la extra de Navidad me pondré al día», especuló.
Ya con la decisión tomada, se dirigió al vestidor, pero al pasar por delante del dormitorio, no puedo evitar mirar el reflejo que se veía en el cristal de la puerta: allí estaba, bellísima con su albornoz malva y el pelo recogido con una toalla del mismo color. Sintió que su corazón se llenaba de pasión y que un sentimiento de orgullo le inundaba el pecho «¡qué maravilla, qué hermosura!», pensó. Cerró los ojos con fuerza para intentar mantener esa imagen más tiempo en su retina y que le acompañara a lo largo del día, sabía que eso le daría fuerzas para soportar su soporífero trabajo.
Abrió el armario, eligió un traje de chaqueta de entretiempo y se vistió rápidamente. Acababa de mirar su reloj de pulsera y ya eran casi las ocho. Bajó corriendo las escaleras y llegó justo a tiempo de coger el autobús. Notó un poco de frío y eso, aún reforzó más su decisión: en cuanto saliera del trabajo iría a Modas Pimpinela, conocía a la dueña y sabía que no tendría problemas con ella si necesitaba devolver algo. Le iba a comprar ropa nueva a su gran amor, no iba a consentir que nadie dijera que no estrenaba nada ese otoño se dijo para ella mientras intentaba leer los titulares del periódico del hombre que se sentaba a su lado.
Cuando el autobús se detuvo, bajó y casi corriendo, eran las nueve menos cinco, entró en un edificio de oficinas. Cogió el ascensor y marcó la planta cuarta. Allí era donde trabajaba, en una sucursal de seguros de vida. Encendió su ordenador y casi sin saludar a sus compañeros, comenzó a contestar los correos que tenía en el buzón.
Seis horas más tarde, volvió a salir del edificio. En toda la mañana, no había dejado de pensar en qué sería lo que más le agradaría a su amor, qué piezas darían mayor vistosidad a ese cuerpo que le hacía enloquecer. Le costó concentrarse en su trabajo porque su mente, volvía una y otra vez a la visión del  reflejo del cristal de la puerta del dormitorio. Tan maravillosa le parecía, tan femenina y dulce, que le daban ganas de salir corriendo de la oficina para volver a su casa. Por fin, la mañana ya había pasado. Ahora se podía ocupar de satisfacer sus deseos.
Rápidamente se dirigió a la tienda de su elección. Abrió la puerta y vio que Elvira, la dueña, estaba allí.
—Buenas tardes —dijo sonriendo.
—Buenas tardes señorita Marisa, ¿Qué tal está? No le veíamos desde el verano…
Se molestó al creer entrever una crítica en esas palabras, pero rápidamente contestó justificándose.
—Sí, es que he estado fuera. Quería comprar un vestido de color azul…
—Ahora mismo lo buscamos…
—Creo que he engordado un poco y quizás necesite una talla más de lo habitual…
—¡Qué va! —le contestó la propietaria del comercio—. Usted siempre está igual. Ahora llamo a la chica para que le traigan algo exclusivo.
—Bueno, pero que se dé prisa. Tengo hora para la peluquería. Llevo el pelo hecho un desastre…

La dependienta llegó y Marisa, se llevó el carísimo vestido azul sin probárselo y se fue corriendo a su cita.
En cuanto salió de la tienda, la dependienta y la dueña se pusieron a hablar de ella:
—¡Qué señora más rara! —dijo la chica—. Se ha llevado la pieza sin preguntar cuánto costaba.
—Sí que lo es. Estoy segura de que tiene lo justo para pagarlo, pero aun así lo ha comprado. Yo creo que gasta más en ropa que en comer, cualquiera diría que está enamorada de sí misma —le contestó Elvira mientras terminaba de sacar una camisa de una caja.

Mientras tanto, Marisa había llegado al centro de belleza y en cuanto acabó, cargada con sus bolsas, corrió hacia su casa. Se moría de ganas de verse con su nueva adquisición. Abrió la puerta y dejando todo tirado por el medio del pasillo, corrió a su dormitorio y rápidamente se puso el vestido azul y empezó a dar vueltas sobre sí misma mientras se miraba en el gran espejo del armario.

—¡Qué guapa que estoy! ¡Nadie en el mundo me puede superar en belleza! ¡No sé cómo he estado yendo con estos harapos a trabajar! ¡Debería llevar siempre vestidos como este! ¡Quién mejor que yo se los merece! —dijo contemplándose en el espejo ensimismada con la imagen que veía en él.

La dueña de la tienda, no se equivocaba mucho en su diagnóstico...


Ana Larraz Galé
Santa Brígida (Las Palmas)








Espuma de mar, caricias salinas y sueños que se mecen en una ola hasta saciar la sed de amar…


“Me gusta cuando encierras el secreto de tu voz,
en mi collar de caracolas,
para que no me olvide de ti,
cuando dejo de ser sirena
y al alba, regreso al mundo de los mortales”


ME GUSTA…
María Pilar García Pueyo



Imagen libre de internet




ME GUSTA…

Me gusta cuando callas
y me desnudas con tus ojos de mar.

Cuando te deslizas por mi playa
y me dejas impregnadas, tus huellas de sal.

Cuando te mezclas con el viento
y desbocado, chocas en mi acantilado,
aliviando mi sed, con tu baño de espuma dorada.

También cuando te tornas pacífico,
y transformas mi travesía naviera,
en un dulce paseo hacia las estrellas.

Me gusta cuando encierras el secreto de tu voz,
en mi collar de caracolas,
para que no me olvide de ti,
cuando dejo de ser sirena
y al alba, regreso al mundo de los mortales.

Cuando me extrañas
y subes la marea hasta mi casa,
sólo para hacerme cosquillas,
en las raíces de mis carentes sandalias.

Cuando me meces con tus olas,
y acaricias mi sueño con tus manos de coral,
trazando mi destino hacia ti,
en la médula de mi planisferio celular.

De forma que ya no es posible un naufragio,
ni tan siquiera una deriva inconsciente.

Sino que tú eres el camino y yo, ese lobo marino,
que siente cómo su sangre borbotea ampollas de vida,
cada vez que suelto amarras y me dejo engullir,
por la vorágine de tu corriente marítima,
hasta el límite de mis fuerzas,
hasta el fin de mi evanescente existencia.


Mª Pilar García Pueyo
Luceni (Zaragoza)







Los fríos sueños del invierno se cubren con cálidas caricias…


“Desnuda de hojas, como el invierno,
arropada sólo con tu mirada,
me entrego a la niebla
que pertenece a tu cuerpo”


DESNUDA COMO EL INVIERNO
María José Pellejero




Ricardo Sanz Ibáñez
Zaragoza




DESNUDA COMO EL INVIERNO

Desnuda de hojas, como el invierno,
arropada sólo con tu mirada,
me entrego a la niebla
que pertenece a tu cuerpo.
Así te espero, compañero,
de noches frías y desnudas,
de deshielos entre tus brazos
y preñada de sueños.
Embriagada por tantas promesas
y tantas sábanas húmedas de ausencias,
esperando madrugadas de otoño
para cubrir mi desnudez
con tu piel en la mía.
Calienta mi cuerpo,
dame ese calor de tu boca,
abriga mi pecho con tu mano
y cubre mi ausencia con tu delicadeza.
Así el invierno, será más llevadero.
Compañero de sueños,
Compañero.

María José Pellejero
San Mateo de Gállego (Zaragoza)








Son los rituales con sabor a chocolate y caricias desmedidas las que endulzan el paso de un tiempo vivido…



“Volví a mirarme en el espejo y por primera vez en mucho tiempo, me vi “bella”, mis mejillas arreboladas por el momento vivido, daban un aspecto de frescura a mi rostro, mis ojos brillaban de placer y mis dedos agasajados por saltar entre bambalinas, aquietaron mi desbocado corazón”


HUBO UN TIEMPO…
María José Pellejero





Ricardo Sanz Ibáñez
Zaragoza





HUBO UN TIEMPO

Hubo un tiempo en el que nada valía ni me importaba. Todo pasaba de largo, sin color, resbalaban sobre mi piel hasta las emociones. Tan curtido estaba mi pensamiento, que en cuanto amenazaba algún atisbo de cambio, lo desechaba sin analizar. Mi sentimiento hibernaba junto con la ropa de colores y alegría. Bajo siete llaves guardé hasta la esperanza (y eso que es lo último que se pierde), la ilusión emigró de mi vera, porque la aborrecí o mejor, la maté a base de darle desengaños y frustraciones.
Así iban pasando los días, meses, minutos y mi vida. Vacíos. Huecos. Sin luz. Abotagada de miedos y nieblas, de inviernos primaverales y de otoños sin verano. Estaciones tan carentes de todo como mi ánimo.
¿Cuándo empezó este estado emocional, este abatimiento, esta penumbra, esta noche eterna?
Justo en el mismo momento que cumplí los cincuenta años. Mi cabeza dio un giro y mi cuerpo comenzó a hincharse. Hormonal, me dijeron. Chocolate, dije yo. Era mi alivio, mi consuelo, mi sonrisa y el mejor momento del día. Hacía un ritual. Desempapelaba la tableta, eso conllevaba a que mis dedos les ungieran con el óleo santo para mí, y con delicadeza y fruición chupaba esas partículas que quedaban pegadas a las yemas como si estuviese lamiendo esa parte masculina que requiere la misma atención. Luego partía una porción buena y a escondidas de mi conciencia, me sentaba a oscuras a darle buena cuenta al festín. Todavía relamía la comisura de mis labios y otra vez terminaba dejando hasta sin piel mis dedos para no dejar ni una pizca de ese dulce oscuro, sabroso, delirante y afrodisíaco que es el chocolate. Mi nana antes de entregarme a Morfeo.

Para consolar a mi razón, decía: total si es un trocito. Pero trocito a trocito fueron colocándose en esos lugares donde no deben, donde no caben y se hacen sitio dejando sin espacio a la ropa que cada día se ajustaba más.
Si a esto le unimos que mi cuerpo empezó a no lubricar, a secarse esas partes donde el fluido brotaba solo, que mi piel, dejó de ser tersa y que mi pelo cambió de tintada… pues... Ahí mi apatía y desorden.
Tenía necesidades, carencias, me faltaban alicientes e incentivos, a la vez sufría tentaciones e impulsos, búsquedas incesantes que amortiguaran esa quemazón que mi entrepierna reclamaba noche si y noche también. Mis pechos lánguidos, reclamaban dedos expertos que exprimieran la última gota de melancolía, y mis labios secos de otros labios, humedecidos por el carmín que apagaba la soledad, eran el reclamo de bocas clandestinas para salir del letargo invernal.
Cincuenta años. Más, mucho más de media vida y apagada cual farola rota, adormecida de sueños, ahogada en mi propio oasis, carente de riego, sin días y noches que pasaron, como pasa el tren, más callada, más silencio, más larga se me hacía la vida…
…más, un día, tras mirarme al espejo y volver a ver ese rostro mil veces dibujado en el cristal y aborrecerlo, tras secar las lágrimas del vidrio que me devolvía mi propia imagen, quedé absorta en las arrugas que dibujaba el rictus de mi boca, pasé mis dedos por ellas, y por esa cicatriz de adornaba mi pecho como medalla o condecoración de una dura batalla vencida, arranqué la toalla que sujetaba mi pelo y los rizos cayeron sobre mis hombros mojándolos. Miré mi desnudez, mis formas del chocolate y mi piel carente de brillo y caricias. Paseé mis manos por todos los recovecos de mi andadura, me entretuve en hurgar entre el vello ensortijado y los labios, acariciando despacio, lento, para pasar a entonar el ritmo de la música que provenía de la ventana que da a la calle.
Terminó la melodía y terminaron las caricias, mis muslos rezumaban placer y mis labios, contuvieron la sonrisa que brotaba como brotó la delicada afirmación de que todavía no estaba desierto el vergel, todavía el manantial fluía si se le apretaba la tecla adecuada, todavía mi piel se erizaba y mis pechos turgentes reaccionaban a las embestidas de caricias expertas.
Volví a mirarme en el espejo y por primera vez en mucho tiempo, me vi “bella”, mis mejillas arreboladas por el momento vivido, daban un aspecto de frescura a mi rostro, mis ojos brillaban de placer y mis dedos agasajados por saltar entre bambalinas, aquietaron mi desbocado corazón.
No era la mujer que entró al cuarto de baño, no era ese fantasma disfrazado de pasado, ni era la tristeza andante. Hoy, ahora, y desde hoy, quiero ser la “mujer” valiente que se enfrentó a su enfermedad, que luchó por una familia, que desabrochó el cielo para esconder allí sus lágrimas y ver como llovían.
Quiero ser la mujer niña, la “pequeña” que esconde su inocencia en una canción y la mujer adulta que encandila a un hombre, solo con la mirada. Sentirme “especial”, y acompañar en la salida.
Correr tras un sueño y realizarlo, besar las espinas de las rosas y saborear la fragancia en copa de plata. Guardar con celo ese momento que nadie vivió y rescatar la sonrisa de una noche de invierno.
Respirar el aire de la mañana. Y sobre todo vivir cada uno de los sorbos que me ofrezca la vida.
Beberme la noche y soñar el día. Sentir el amor como una reliquia, enamorarme de aquel sueño que un día se topó conmigo y se quedó pegado a mi silla.
Hubo un tiempo en el que nada valía ni me importaba. Todo pasaba de largo sin color, resbalaban sobre mi piel hasta las emociones. Aquel tiempo ya es pasado, hoy el Sol brilla y brillará mientras tú me sonrías y yo te sonría.

María José Pellejero
San Mateo de Gállego (Zaragoza)







 A veces la luna muestra su más clara sonrisa al velarnos…


“Vigilante, silenciosa
nos llena los negros 
de relucientes embozos
y claridades obscenas”

XXII
María Otal







María Otal 
Zaragoza




XXII

Siempre la luna
rondando nuestros encuentros.
Vigilante, silenciosa
nos llena los negros 
de relucientes embozos
y claridades obscenas.

El amor in crescendo…

La luna, sepulcral,
nos mira, nos guía.
Parece despedirnos furtiva.
Juro que esa noche
sonreía.


María Otal
Zaragoza









Hay páginas de la vida que se escriben en desiertos domingos de nostalgia, hay piel amada que se recorre cada noche a pesar de su ausencia con la esperanza de un pálpito de savia…


“Recuerdo que te decía que el domingo era el único día de la semana que parecía echar anclas sobre un montón de nada. Tú no me entendías, y entonces te explicaba que los domingos son como páramos desiertos después de salir de una selva llena de idas, venidas y quehaceres que no acaban nunca. Y en mitad de ese páramo, la nostalgia holgazaneaba sobre nosotros”


AMOR VEGETATIVO
Teresa Buzo Salas




Carmen Yus
Zaragoza


AMOR VEGETATIVO

Amor mío:
Como cada semana te escribo una carta en donde te cuento todas las anécdotas, para que cuando despiertes no sientas que te has perdido nada. Como alguien dijo una vez, la vida es un libro lleno de páginas en blanco que escribir, así que no te preocupes, porque las tuyas las estoy rellenando yo con mis palabras.
¡Si pudieras ver lo grande que están las niñas! La mayor es casi tan alta como yo, y la pequeña me llega ya por la cintura. Ahora te está haciendo un dibujo para colgarlo en el cuarto del hospital junto al resto. Está entusiasmada, y restriega con sus pocas fuerzas los lápices de colores de cera sobre el folio, al tiempo que me mancha de rayones azules la mesa de la cocina. Al mirarla me veo a mi misma intentando pintar un alma que parece estar en blanco, un alma que se quedó vacía y que suena a hueco las noches que no puedo estar a tu lado, pero que vuelve a teñirse de arco iris cuando te visito por las mañanas. En el dibujo aparecemos los cuatro dando un paseo por el parque bajo un sol redondo, muy amarillo. Es extraño, ella suele dibujarte tumbado sobre la cama del hospital porque no te recuerda de otra manera. Sin embargo en esta ocasión te ha dibujado de pie. Dice que lo ha visto en sueños. ¡Ojala se cumpla! ¡Ojala podamos un día ir al parque los cuatro juntos, bajo un sol amarillo o naranja o rojo, pero juntos y poder charlar, reír! y, ¿por qué no? Discutir. Y es que siempre querías llevar la santa razón, y esa razón tan santa y a veces tan necia te llevó a postrarte en una cama de hospital, pero no quiero hablar de eso ahora. Mejor te hablo de nosotros, de las cosas que vamos a hacer cuando se acabe esta larga y pesada espera que huele a pasillos verdes y desolados, a desinfectante y a comida insípida.
Siento decirte que ayer me acaloré de nuevo con la enfermera. Dice que no puedo pasarme todas noches en el hospital, que tengo que tener la espalda destrozada por dormir en el sillón. Dice que ya bastante hago con trabajar, con recoger a las niñas de casa de mi madre y llevarlas al colegio. Se atrevió además a decir que tengo mi hogar desatendido y que las ojeras me cuelgan bajo los ojos como dos palomas pardas, grandes y muertas. ¡Qué sabrá ella de palomas! Si yo las siento reposar sobre mis pechos cuando duermo agarrándote la mano. Mi cuerpo se bate en alas al percibir el pulso de tu muñeca, esa deliciosa melodía, esa tonada de sangre a una misma cadencia rítmica, alentadora, viva… ¡Qué sabrá ella!
Mañana es domingo, así que mientras las niñas salen con un grupo de amigas, yo me quedaré contigo. Recuerdo que te decía que el domingo era el único día de la semana que parecía echar anclas sobre un montón de nada. Tú no me entendías, y entonces te explicaba que los domingos son como páramos desiertos después de salir de una selva llena de idas, venidas y quehaceres que no acaban nunca. Y en mitad de ese páramo, la nostalgia holgazaneaba sobre nosotros. En esas mañanas yo remoloneaba en la cama y abrazaba la almohada en posición fetal. Tú me rodeabas con tus brazos y me apretabas fuerte contra tu cuerpo, como si quisieras infiltrarme dentro de ti para no salir nunca. A los pocos segundos empezabas a darme besos, besos de aliento agrio y seco que a mí me sabían a pan recién horneado, a café caliente y a pastel de gloria. Ahora todo es distinto, ya no me parecen que los domingos sean eriales ribeteados de cariño. Mi mundo se centra en la cantidad de tiempo del que dispongo para estar a tu lado. Rebuscar en el calendario ese día de asueto que me libere de mi yugo laboral, y salir corriendo derechita al hospital con el corazón en la boca porque he sentido un pálpito. Y es que a lo largo de estos ocho años la esperanza ha sido mi leal compañera. Esa senda verde de poeta enamorado que camina sin mirar atrás me ha seguido a todas partes.
Sin lugar a dudas lo más sublime del día es el momento en el que te aseo. Casi tengo que demandar a la clínica porque no me dejaban hacerlo sola, ¡todo eran problemas! Que si necesitaba la ayuda de un profesional, que si pesabas demasiado para darte yo sola la vuelta, y tantas miles de paparruchadas que he tenido que oír. Pero claro, ¡qué saben los médicos de intimidad! Si están acostumbrados a rajar y mostrar las vísceras de sus pacientes frente al equipo quirúrgico. ¿Quién mejor que yo para atender a tus cuidados? Si conozco cada centímetro de tu piel, como si tu cuerpo fuera un mapa en donde buscar signos y descifrar claves para encontrar un tesoro. Un magnífico caudal de fortuna que eres tú y sólo tú mi amor. Puedo ubicar mentalmente cada lunar, cada pequeña arruga y vello erizado de tu pecho. Incluso ahora lo conozco mejor que antes, y es que me gusta contemplarte largamente mientras te desnudo, quitándote las prendas con tacto y sosiego. Quisiera ser esa brisa que arrebata con diplomacia briznas de paja a los trigales secos. En esos instantes, mientras deshojo cada uno de tus pétalos, dejas de ser mi esposo para convertirte en mi retoño. Un niño al que cuido, y al que hablo con esa media lengua que empleamos las madres para dar luz y guía al alma.
Y así paso cada tarde de este estío, espolvoreando con azúcar glasé una hiel injusta. Una amargura espesa que se sube a la garganta y deja un gusto acre, repulsivo pero soportable. Aunque no quiero que ese sabor a bilis se evapore del todo, porque no hay nada que me aterrorice más que dejar de sentir asco por esta iniquidad que se ha hecho contigo. Me niego a acostumbrarme. Me niego a arrastrar mi subsistencia por una travesía tediosa y a convertirme en una matrona autómata, curtida en la rutina. Quiero que el alma me duela como el primer día para seguir poniéndole cara a la adversidad.
Las noches siempre son peores que las mañanas, y sobre todo aquellas en las que no puedo estar contigo. En esas noches pendencieras cuando el silencio se apodera de la casa, y las sombras vagabundean por los pasillos, abro tu armario y meto mi cabeza entre tus camisas. Dejo de respirar por unos segundos. Después medio ahogada, aspiro con todas mis fuerzas para sentir tu aroma e imaginar que me estás abrazando. Lo hago justo antes de irme a dormir, cuando ya me he puesto el pijama y tengo la lamparita de noche apagada. Así cuando cierro tu armario me cuelo bajo las mantas envuelta en tu aroma. Algunas veces el insomnio me despierta a media noche y aparezco en tu lado de la cama, pero rápidamente me doy la vuelta porque ése es tu lado y todavía lo sigue siendo.
Sé que un día de éstos me llamarán. Me darán buenas o malas noticias. Sé que puede pasar tanto un día como cincuenta años. Sé también que pase lo que pase debo de mantenerme firme por las niñas. Entretanto, amor mío, te sigo y seguiré rellenando con mis palabras las páginas de este libro en blanco que conforman tu vida y la mía.


Teresa Buzo Salas
Georgia (Estados Unidos)








Algunos amaneceres saben a nueva vida…



“Tiemblas como un recién nacido
empujado por la ternura del amanecer”



AMANECE
Rafael Egido





Rafael Egido
Zaragoza


AMANECE

Amanece,
muere la noche
orea la mañana esclarecida
resplandece el sol en tus ojos esmeralda.

Tiemblas como un recién nacido
empujado por la ternura del amanecer

Esperas el comienzo de una nueva vida
susurras una canción deslavazada
piensas que un día serás libre,
empujado por la esperanza que te inflama
rompiendo cercas y alambradas,
arrasando fronteras imaginarias,
reventando ventanas selladas
este es el comienzo de ti mismo para siempre.


Rafael Egido
Zaragoza









La vida es un instante, un ahora. El amor puede ser ilusión o realidad. No nos quedemos con ese ardor interior y sintámoslo…


“Qué error tan injusto, qué verdad para muchos, y qué herida tan grande para otros… Definir el amor como algo bonito”


EL AMOR SEGÚN UNA ADOLESCENTE
Ana Blasco Durán

Ana Blasco Durán
Gallur (Zaragoza)


EL AMOR SEGÚN UNA ADOLESCENTE

Son a veces desengaños, de los cuales no te quieres dar cuenta. Verdades que inundan tu mente y por más que piensas lo contrario, están ahí, turbando tus sentimientos. Unos sentimientos ya creados y profundos a los que te tienes que negar y decir no, porque la vida te plantea unos obstáculos insuperables, quizás, que no queremos reconocer y a la larga te pierdes con un daño inmenso que te revuelve hasta lo más hondo de las entrañas.
Así es el amor de muchas personas que viven engañándose a su felicidad, por miedo, cobardía, temor, o simplemente comodidad.
Qué error tan injusto, qué verdad para muchos, y qué herida tan grande para otros… Definir el amor como algo bonito.
Pues eso… Sería bonito… Muy bonito. Pero tiene tantas cosas feas y tantos porqués. ¿Incomprensión de nosotros mismos, tal vez?
No. Terror para muchos, ganas de vivirlo para otros, felicidad eterna… imposible. Simplemente… felicidad. Vivir el momento, sacarle sabor y esperar para después, reconocerlos sin angustias, sin límites, sin barreras, sin cristales irrompibles que impidan algo tan maravilloso como… no sé si llamarlo, ¿amor?, ¿comienzo de amor?, o intento de amor… De un amor sólo mágico… imaginario… onírico.
Pero hay veces que estamos hartos de esos sueños imaginativos y queremos hechos reales, no ilusiones que perturben todavía más nuestra mente, nuestro corazón. Quizá la debilidad de algunas personas es más fuerte que sus sentimientos y por ello rechazan la oportunidad de tener algo especial que nunca han sentido o se siente sólo una vez y para una vez que quiere llegar se niega rotundamente, aunque luego se arrepientan y les quede ese fuego de rabia interior que quema… Ese ardor que obstruye la garganta.
El amor… ¡Ay, el amor!...
Cuando crezca un poquito más… sabré lo que es el amor.


Ana Blasco Durán
Gallur (Zaragoza)









Hay miradas y sonrisas serenas que saben dominar al amor…


“Media sonrisa,
(malditos labios).
Mirada templada,
(malditos ojos).
Te gusta, lo sé,
tener el control”


RARA AVIS
Alfredo Lezáun Andreu


Carmen Yus
Zaragoza



RARA AVIS


Me miras como sueles,
con tranquilidad,
con la serenidad
que se supone a los hombres.


Media sonrisa,
(malditos labios).
Mirada templada,
(malditos ojos).
Te gusta, lo sé,
tener el control.


Ninguno de los dos
albergamos la más mínima duda
de que, eres tú, directora muda,
la que hace al otro el amor.


Después, me apartas.


Vacío envoltorio,
ahíta de mí,
reducido a nada,
menos.
Fin.


Alfredo Lezáun Andreu
Luceni (Zaragoza)









Las cuerdas de un violín pueden crear melodía en el espacio de un tiempo pasado, en el sencillo sillín de unas bicicletas anudadas con un mismo lazo…


“ Sonreíste por mi rubor, pero nunca supiste el motivo.  Durante un mes entero llenaste mi apartamento de margaritas blancas, caléndulas y pensamientos y estuve convencida que Schubert  gruñía a coro con la Señora Clarck todo ese tiempo que duraron los ensayos de la novena”


SINFONIA INACABADA
Bárbara Fernández Esteban



Bárbara Fernández Esteban
Salou (Tarragona)




SINFONIA INACABADA

La semana pasada me costó mucho cerrar el último cajón de la cómoda, donde hasta ahora he ido guardando todas las cartas. Ésta, con la fotografía, la pondré en una caja pequeña de cartón, como hacía al principio, que las ponía en una caja de zapatos, pensando que así sería más fácil entregártelas juntas. Entonces pensaba que volverías pronto.
Ya sé que no te acordarás, pero tal día como hoy de hace… muchos años, fue la primera vez que coincidimos en la farola. El recuerdo de la rutina que se estableció desde aquella tarde de otoño tardío, hostigada por una ventolina que arracimaba papeles y hojas en la acera me llena de nostalgia. Yo llegaba primero. Ataba mi bicicleta de color verde, recién pintada, a la que había quitado la red de colorines que protegía las faldas de la rueda y en la cesta llevaba la carpeta de partituras.  Al poco, aparecías tú, con tu abrigo gris, el cinturón suelto, sin guantes y un gorro de lana del que sobresalían unos rizos de dios griego. Siempre ponías tu bicicleta, una BH reciente, perfecta, sin memoria, cuya cercanía dotaba a la mía de conjeturas antiguas, paralela a mi vieja Orbea.
Cuando la recogía después de haber terminado mi clase de música, la tuya quedaba sola, menos aquella vez que, por error, ataste las dos con tu cadena y tuve que esperarte más de dos horas, sentada en el suelo, derrotada como un músico callejero sin plato siquiera para las monedas, con la maleta del violín entre las piernas. Ni tus disculpas, ni tu expresión abrumada, ni tu nombre de dios olímpico, ni la coca-cola con que quisiste compensarme en la cafetería de enfrente, calmaron mi enojo. Al día siguiente, empujado por la culpa y mi displicencia llegaste primero y me esperaste. Sólo cuando descubrí el verde oscuro de tus ojos y lo que perduraba tu sonrisa, se suavizó la irritación que me pesaba. Muy digna contesté a tu saludo con una mueca.
El primer movimiento de la novena de Schubert era un andante que acababa en allegro. «Señorita, “ma non tropo”», me reprendió la señora Clarck dos veces ese día, a lo largo de la tarde.  Aquel andante se me hizo eterno. El arco, como un caballo que hubiera perdido el bocado, parecía que huyera sin rienda por encima de una partitura inacabable. Schubert tuvo que gruñir en su tumba.
Al terminar mi clase baje a la calle, lo primero que vi, a pesar de la cantidad  de viandantes que la estrechaban, fue mi vieja bicicleta, uncida de nuevo a la tuya. La adornaba un ramo de violetas sujeto al manillar con un lazo en rosa pálido, imposible de combinar con el verde desvaído de la Orbea. Estabas en la cafetería con las piernas sobre una silla, sentado a una mesa de plástico negro, con un vaso de cerveza y la expresión expectante de tus ojos al punto de la risa. «¿Te acuerdas aún de mi nombre?», me preguntaste mientras arrancabas una flor de mi ramo, para llevarla a tus labios antes de ofrecérmela y pedirme que me sentara en la silla vacía, de espaldas al vidrio de la ventana. «¿Cómo no voy a acordarme, si tu descaro es tanto como el de Hermes?», te contesté sin saber dónde dejar el violín. En ese momento bajaste los pies de la silla con la misma solemnidad con que lo haría el hijo de Zeus. Al imaginarte desnudo con el sombrero de tu propia estatua, la que había visto el verano anterior, no pude evitar sonrojarme al contemplarte de nuevo en aquel bar convertido en una réplica de los museos del Vaticano. Sonreíste por mi rubor, pero nunca supiste el motivo.  Durante un mes entero llenaste mi apartamento de margaritas blancas, caléndulas y pensamientos y estuve convencida que Schubert  gruñía a coro con la Señora Clarck todo ese tiempo que duraron los ensayos de la novena. Después, con el otoño, desaparecieron las margaritas, tu sonrisa inconclusa y el perfume de Calvin Klein en mi almohada, y por supuesto también tu bicicleta con la memoria herida de tardes enteras y cortas, unida a la mía.
Te esperé durante todo el invierno tan largo, y al empezar la primavera cambiaron la farola por una señal de tráfico vulgar e inexpresiva. Era como advertirme que aquel camino, cegado para siempre, ya no tenía salida. Por eso empecé a escribirte con la esperanza de que al menos supieras de mí, aunque yo ya no pudiera verte. Al principio llené una caja de cartón con las primeras cartas, pero después, durante  muchos otoños y otras tantas primaveras, he llenado con las siguientes los cajones de mi cómoda, en la misma medida que han ido vaciándose de esperanza.
Ayer pasé por aquella calle de la farola, una calle que se ha hecho angosta, y mi corazón se estremeció al ver dos bicicletas parecidas a las nuestras en aquella señal que me prohibía, como a Orfeo, volver la cabeza. Las dos estaban atadas con la misma cadena, de la misma manera con que tú la dejabas junto a mi vieja Orbea, paralelas, compartiendo la memoria. Volví a casa a toda prisa, cogí la cámara confiando que todavía siguieran allí, con el mismo anhelo con el que te esperaba cada tarde, y tomé una fotografía, la que te remito con esta carta. Ya no está la cafetería, ni el aire que entonces se respiraba, ni los papeles ni los plásticos arracimados en la acera, aunque para mi siga siendo la réplica del museo donde te vi por vez primera. Ahora es una inmobiliaria tan vacía como mi vida. Si pasas por allí, y todavía siguen atadas las bicicletas como siguen sujetas a tu ausencia, verás sobre la más nueva, la que se supone que es la tuya, una rosa amarilla como despedida. La que tu no me dejaste, la que ha hecho que mi vida haya resultado baldía.
Al llegar a casa, he tomado el violín y, después de tantos años, Schubert, recuperada la paz, ha dejado de gruñir en su tumba. El arco se deslizaba sobre la cuerda al paso, tranquilo en el andante hasta el allegro del primer movimiento de su sinfonía inacabada.
Mañana, sin mayor pérdida, volveré a aquel museo, donde está tu estatua, para dejar esta carta y la fotografía. Si por un casual la encuentras, sabrás de mis esperas y de mi despedida.


Bárbara Fernández Esteban
Salou (Tarragona)










La destreza de querer acabar con la siembra de la  inocencia…


“La saquearán los ladrones,
será pisoteada por los jabalíes
y se la comerán las alimañas”


POEMA
Mar Blanco



Mar Blanco
Zuera (Zaragoza)




POEMA

¿Por qué has derribado
-con infinita pericia-
la cerca de la huerta?
La saquearán los ladrones,
será pisoteada por los jabalíes
y se la comerán las alimañas.
Vuélvete y mira
adonde fueron a parar las plantas
que con tanto mimo sembraste
y abonaste el terreno.
Cómo yacen -arrancadas de cuajo-
las raíces de la inocencia.


Mar Blanco
Zuera (Zaragoza)









Hay viajes que se hacen en el tiempo, cuando los sueños te muestran lo que la vida no se deja, cuando tu horizonte se cruza con su paisaje y brilla un laurel en el jardín de un lugar en la Mancha…


“—Te acompañaré, no vayas a encontrarte con el fantasma de don Íñigo por los pasillos.
No le faltaba razón. El cura sonrió pero lo que la pareja no vio es que también sonrió la señora del cuadro del rellano a su paso, dejando a la vista un destello de nácar que brilló bajo la luz de un foco”


PANORAMA MANCHEGO CON VISTAS
Cristina Aguas Marco





Susana Forcada
Pedrola (Zaragoza)




PANORAMA MANCHEGO CON VISTAS

Tenía Aldonza el pelo rojizo, unos hermosos ojos verdes y unas manos de traslucida piel que dejaban ver abundantes venas azuladas. Era una muchacha alta pero menos que su hermana menor Luscinda, con la que se llevaba casi tres años. Juntas vivían en un piso alquilado a medias en la margen izquierda. Puesta a compartir, debido a sus diferentes estaturas, ocasionalmente le prestaba alguna camiseta y poco más, nunca pantalones, faldas o vestidos, pero lo que era intocable realmente eran sus sombreros. Llevaba siempre el cabello adornado. Diademas, prendedores, pañuelos, tocados a veces imposibles y lazadas artificiosas ocupaban un lugar preferente en su armario y en su vida. ¡Si alguno de ellos contase su historia! Por ejemplo una cinta color hollejo de garnacha con dos diminutas margaritas que colocaba estratégicamente sobre una u otra oreja según el humor del día, y que tenía en gran estima. Estuvo preparando unas oposiciones al ayuntamiento, pero el curso de los acontecimientos políticos había dejado la plaza en suspenso, y se propuso un año de asueto, por donde la aventura llevase. El dedo sobre el mapa señaló al azar un pueblo manchego. Con veinticinco años se lo podía permitir y para allí marchó.
El tren debía salir poco después de las diez de la noche. Faltaba casi media hora. Viajaría con la luna y el sol le recibiría al día siguiente en Villanueva de los Infantes. El reloj de la sala estaba parado a las 11:22. Sacó un paquete de galletas de chocolate de una máquina, más por distracción que por hambre. En los baños un intenso ambientador de naranja mezclado con olor acre inducía al mareo. No llegó a saber nunca si la mezcla de estos efluvios le produjo alucinaciones, o si las delicias de cacao estaban tan caducadas como la hora, el caso es que, coincidiendo con el correr del pestillo del compartimiento, se escuchó un fuerte ruido de agua como si desde peñas cayese, un estruendo de hierros y cadenas, sopló un insidioso viento y se produjo una brusca bajada de la temperatura. El temor se apoderó de ella. No se atrevía a salir. Esperó un minuto, que se le antojó eterno, pero la curiosidad pudo más, y cuando se hizo el silencio, entreabrió la portezuela.
Su rostro en el espejo estaba orlado de unas nubes lechosas que al poco se desvanecieron, como si un aspirador las succionase desde la parte posterior.  Salió al andén. Montó en el tren con destino al sur. Cuando su agitado corazón se calmó, cayó en la cuenta de que había abandonado el baño sin haber hecho uso de él.
El hotel era pequeño pero con encanto. Siempre sentía una extraña curiosidad y a la vez respeto cuando iba el primer día con las maletas por los pasillos. Las puertas cerradas y el silencio hacían volar su imaginación, y jugaba a adivinar cómo serían los huéspedes, que invariablemente pensaba que le observaban a través de mirillas invisibles. Su habitación estaba en la segunda planta, la 237. Se refrescó la cara. La toalla no era muy suave, pero en cambio su olor familiar le reconfortó. Se asomó a la ventana. Abajo había un patio con dos mesas, ocho sillas, un banco de madera y un pozo. La sombra la ponía un enorme laurel (de su especie se enteró más tarde, en parte porque la botánica no era lo suyo y porque estaba lo suficientemente lejano como para no distinguir desde allí sus hojas). Una de las mesas estaba ocupada por dos ancianas. Volvió adentro. Encendió el televisor. Cambió de canales parando en los territoriales, donde lugares y personas desconocidos le aburrieron al poco, y optó por salir a pasear.
Eligió una calle que partía de la plaza porticada. Compró una libreta y un par de bolis, azul y negro, para alimentar el apartado de su bolso repleto de notas sobre cosas que no quería olvidar. Un tañido de campanas y el ruido del hambre le devolvieron al hotel.
En el comedor se sentó en un lateral cerca de los ventanales. En la mesa de enfrente, un sexagenario tomaba notas entre plato y plato en una libreta; en la de su izquierda había una familia de cuatro y en la contigua a mano derecha, las señoras que antes había visto en el patio. En el resto de mesas había: tres trabajadores de la construcción, lo que se deducía por la ropa de faena, la sonrisa y el casco de uno de ellos en una bolsa; dos señores con maletines; y en una más grande, once personas de edades diferentes. La camarera tenía una expresión risueña, aunque su cara ancha y vulgar no le hacía parecer precisamente guapa. Tomó nota de la comanda y se marchó con un trote un poco singular, pues meneaba mucho los hombros al caminar. La comida fue suculenta y agradable.
A los postres Aldonza escuchó un sonido que parecía venir del ventilador del techo. Era como el viento en las velas de un barco, pero no el silbido del aire, sino el batir de las lonas al ser azotadas, no era eso, no exactamente, lo que se escuchaba era el sonido de las aspas de un molino cuando estás tan cerca que te despeinan al pasar.  Miró hacia allí. Nadie excepto ella y el anciano apuntador parecían oír nada. Este alternó su mirada desde el techo hacia ella y luego de nuevo al artefacto. El murmullo del comedor quedó atenuado para ellos. Después se oyó un grito que no acertó a entender totalmente, algo así como no sé qué viles criaturas. El susto le hizo soltar la cucharilla sobre el plato. Un joven moreno y guapetón de la mesa grande hizo el mismo gesto también. Después, se rompió el encantamiento y volvió la normalidad.
Ella abandonó el comedor y entró en el ascensor con las dos ancianas y el señor de la mesa enfrentada. Iban todos a la misma planta. Las señoras hablaron.
—Nosotras tenemos una habitación con vistas, ¿y tú? —dijo una.
—La mía da al jardín —contestó Aldonza.
—La nuestra a la plaza —explicó orgullosa la otra.
El señor seguía callado. Salieron del ascensor. Ellas, las hermanas Álvarez, tenían en efecto una habitación frente a la suya, pero dos puertas antes, era la 232. Se despidieron. Aldonza llegó a la altura de la suya. El caballero continuó por el pasillo y aprovechó que se habían quedado solos para entregarle su tarjeta de visita: Paulino Pérez, sacerdote.
—¿También lo has oído, no? —preguntó.
—¿Cómo dice? —repuso Aldonza.
—Los molinos en el comedor, muchacha, y el grito.
—Si —musitó la joven. Le estaban pasando cosas tan raras aquel día que le costaba asimilarlas. Meditó las palabras siguientes—. Me parece que un chico también lo ha oído, pero no estoy segura.
—Son una compañía de teatro que van de gira por los pueblos en fiestas.
—Ajá… –asintió como coletilla por no saber qué más añadir. Optó por presentarse.
Paulino Pérez siguió hablando. Le contó que estaba estudiando las tradiciones de la zona y llevaba unos meses por la comarca. Aldonza le dijo escuetamente que era una turista sin calendario ni reloj y que era zaragozana.
—¡Curioso, bien curioso! —dijo entre dientes el cura mientras la dejaba ahí plantada, sin más y abría la puerta de su habitación, que era la contigua a la suya, la 239.
El día transcurrió monótono pero apacible. En el jardín alguien jugaba a las cartas. Salió a pasear a eso de las seis cuando el sol ya no calentaba tanto. Compró un helado, pero luego tuvo sed, y en una terraza, con un refresco, hojeó varios folletos de la oficina de turismo. En la cena, los comensales eran los mismos, y en idénticos lugares, excepto los vendedores con maletín, que no estaban. El grupo de cómicos bromeaban mientras tomaban asiento. Su mirada se cruzó con la del joven del mediodía. Después de cenar Aldonza salió al jardín y se encontró con él en el banco. Tras darse las buenas noches, se produjo un incómodo silencio.
—No hace mala noche —dijo ella. Al instante se sintió estúpida por haber roto el hielo de una forma tan banal.
—Sí, estos días de atrás hacía más calor, por lo menos hoy no hace viento —le miró con toda intención recalcando estas últimas palabras. Ambos se miraron intensamente—. Me llamo Alonso.
—Yo Aldonza.
—¿De verdad? Bonito nombre, muy apropiado para visitar La Mancha.
—Mis padres alucinaban con El Quijote —explicó.
—Es evidente, aunque no creo que te parezcas mucho a ella.
—¿A mi madre?
—No —respondió divertido—, a Dulcinea.
—Tú tampoco te pareces al Caballero de la Triste Figura.
—En mi caso no es por él, sino por parte de abuelo.
La luz de un farol parecía encender los rizos de Aldonza. El pelo de Alonso en cambio resultaba más oscuro ahora que bajo los focos del comedor. Las estrellas brillaban, la luna  brillaba y los ojos de ambos brillaban.
En ese momento el padre Paulino apareció en el jardín, y justo entonces la cuerda del pozo se soltó. El cubo cayó con estrépito, sin ruido de agua porque era meramente decorativo y su uso debió de haberse abandonado hace tiempo. El cura empezó un parlamento.
—¡Curioso, muy curioso! Las piezas van encajando. Se han desencadenado los acontecimientos coincidiendo con… Sí, eso es… —y continuó hablando solo. Caminó hacia el pozo y se apoyó en el brocal. Los jóvenes se miraron con curiosidad y extrañeza. Volvió la vista hacia lo alto y emitió una sentencia—. Este laurel está enfermo, no verá muchos inviernos más.
—¡Ah! —emitió Aldonza, monosílaba ella de nuevo, con una extraña mezcla de aparente desinterés y curiosidad. “Este hombre está resultando muy raro, ¿a qué viene ahora lo del árbol?”. 
—Es un árbol centenario, el último de los plantados por don Íñigo Palacios, un indiano que ganó fama y buenos dineros en Cuba y que a su vuelta hizo abundante ostentación por toda la provincia. También sufragó las obras de un hospital para pobres. Su mujer murió a los tres años de regresar, y en la casa quedaron él y el servicio, entre ellos un negro enjuto de rostro y menudo, que, dicen las malas lenguas, deambulaba en caribeños atuendos por el jardín las noches de luna llena. Un buen día don Íñigo desapareció y sólo dejó una nota en la que anunciaba que volvería. Su fortuna no se sabe si partió con él o fue abandonada, al igual que la casa.
—¿Dónde está? —preguntó Aldonza—. ¿Se puede visitar?
—Por la calle de la iglesia. Hay que girar en la fuente y seguir todo recto a mano izquierda —dijo él saliendo de su ensimismamiento—. La finca se llama Villa Oriana. Aún permanece en pie, pero hecha un desastre. Los rosales que plantó su mujer siguen brotando, pero nadie se atreve a coger sus flores.
—Podemos ir a verla mañana —dijo Alonso preguntándole a ella—. ¿Qué te parece?
—¡Buena idea! ¿A qué hora?
—¿Después del desayuno? Mañana tenemos función de tarde y noche.
—Ya he visto los carteles por el pueblo —apuntó la muchacha—. ¿Cuál es tu personaje?
—No soy actor, soy el técnico de sonido.
Aún permanecieron un rato disfrutando del frescor del patio. Aldonza fue la primera en levantarse. Alonso se incorporó y le dijo:
—Te acompañaré, no vayas a encontrarte con el fantasma de don Íñigo por los pasillos.
No le faltaba razón. El cura sonrió pero lo que la pareja no vio es que también sonrió la señora del cuadro del rellano a su paso, dejando a la vista un destello de nácar que brilló bajo la luz de un foco.
Era una casa vetusta e imponente. Era una casa solitaria y triste. Era una casa que no parecía haber sido nunca un hogar. Era fría, lúgubre y tenebrosa a pesar del sol matutino. Parecía un panteón. El jardín no era tal. Se intuían lo que antaño fueron caminos empedrados engullidos ahora por la maraña de malas hierbas. Como estaba abierta no dudaron en entrar. Polvo y animalias varias, vivas y muertas, adornaban el recibidor. A la planta superior no se atrevieron a subir. Miraron un poco los huecos que partían desde esa misma estancia. En una habitación había marcas inequívocas en la pared de que allí hubo una biblioteca, con grandes ventanales sin cristales, una chimenea y una pequeña puerta con dintel en arco. Fueron hacia allí. Era un recinto de unos diez metros cuadrados, con un rosetón que, a diferencia del resto de miradores, todavía conservaba algún vidrio de colores. En el centro de la estancia sólo había una estatua de un caballo, grande para ser un juguete de niño, pero no tanto como para considerarla a tamaño natural. En una placa del pedestal se leía: Clavileño. Se asomaron por la cristalera. Era gratificante ver el pueblo bañado por el sol. A lo lejos distinguieron el hotel y su majestuoso árbol.
—Vámonos ya —pidió ella.
—Espera, parece cosa de críos, pero me quiero montar en el caballo. ¿Nos hacemos una foto?
Entre risas y ¡ay que resbalo! ¡ay que me caigo! tomaron una instantánea. Al verla siguieron riendo por la cara de sandíos que ambos tenían, pero entonces se dieron cuenta que un objeto, en el que no habían reparado, aparecía detrás de ellos colgado en la pared. Era una llave. Alonso la cogió y bromeó con ella.
—¡Mira que si es del caballo! —dijo él.
—¡Sí, claro!, esperando a que la encontremos nosotros.
—¡Quién sabe! —dijo Alonso palpando con ademanes exagerados toda la superficie del equino superviviente— Yo creo más bien que es de un arcón donde está el tesoro de Íñigo Palacios.
—¡Qué tontería! Ya hemos curioseado bastante. ¡Vámonos!.
Bajando por la cuesta se encontraron con el padre Paulino. La joven le dijo que habían encontrado a Clavileño.
—Sí, la habitación del caballo como la llaman los chicos del pueblo.
No le dijeron nada de la llave que Aldonza, ni que decir tiene, había robado del lugar. Regresaron al hotel. El ansia encendida por la emoción hizo que se besasen en el ascensor.
—Las once y veintidós —se escuchó desde el pasillo a Anunciación Álvarez contestar a su hermana— ¿Bajamos a dar una vuelta por la plaza?
El deseo prendido por la urgencia hizo que se besasen de nuevo con más ímpetu antes de entrar en la habitación. El cartel 237 se le antojó un espía silencioso. Aldonza metió la mano en el bolso buscando la llave, y a tientas, sin retirar los labios y los ojos de Alonso, sacó por error la que habían rescatado de Villa Oriana. La colocó en la cerradura y ésta giró a la perfección, lo que no le hizo notar la confusión. Cuando la puerta cedió, una bruma lechosa envolvió la estancia. El tiempo se difuminó engarzándose en una espiral con el espacio. Ambos conceptos se hicieron uno y se disolvieron en el azul cobalto de un vagón que huyó cabalgando vertiginosamente del lugar hasta una tierra y un momento del pasado.
Era una clara mañana de primavera. Aldonza se levantó sin terminar de estar en este mundo. Mirando la Basílica del Pilar desde la ventana, mordisqueó una galleta rellena de chocolate, más por distracción que por hambre. Bajó la vista hacia una hoja en blanco que le gritaba la inutilidad de ser emborronada. Cuando su hermana apareció en la cocina, ella salió de forma apresurada a preparar una maleta.  
—¿Dónde vas? —le preguntó Luscinda.
Aldonza completó en último momento el equipaje con su sombrero favorito, un par de pañuelos y su cinta púrpura de la suerte con margaritas sin deshojar, y le contestó desde la puerta:
—En busca de un sueño, a un lugar de La Mancha cuyo nombre he recordado esta noche.
Cuando llegó a Villanueva de los Infantes todo le resultó familiar, pero con matices. El dueño del hotel Oriana le recibió con una amplia sonrisa. Una vez hecha la reserva, él se presentó. Se llamaba Íñigo. A continuación requirió la presencia de Domingo, un hombrecillo que se secó el sudor que perlaba su oscura frente antes de ir a coger la maleta. Ella, que no estaba acostumbrada a estas servidumbres, no permitió que la llevase, pues era ligera, pero le siguió obediente, no perdiendo el más mínimo detalle del panorama que se abría ante sus ojos. La habitación asignada era la 237. En el patio había un cocotero, una piedra de molino apoyada en una pared y una fuente. En la habitación contigua se escuchaban las voces de dos hombres.
—No me convence, Alonso. Si el corte dura esos dos minutos, o Julieta cruza el escenario a paso de tortuga o se pone a gesticular sin sentido para rellenar.
—Vale. Meto intro antes de que salga a escena, y cuando esté junto al balcón, pongo el efecto de pasos acercándose. 
—Bien. Probamos esta tarde.
—Chico, la verdad que no entiendo este cambio. Se va a enfadar por no haberle avisado.
 —Yo me encargo. Es que este pueblo tiene algo, no sé, se me ocurrió anoche.
 —Tú mismo. Si no nos pagan, a mí no me digas nada. ¿Bajamos a comer? Después me pongo con ello.
—Enseguida voy, me espero a que se cargue un poco el móvil, que tengo seca la batería.  
La puertas de la 237 y de la 239 se abrieron simultáneamente. En el pasillo se encontraron cuatro ojos sumidos en un encantamiento. La estatua de un regordete chavalín armado con un arco estaba a pocos pasos de ellos. La punta de una de las flechas en el carcaj relucía. Los inexpresivos ojos de alabastro se tornaron en la mirada del mismísimo Frestón, dando lugar a una conjunción de lo más peligrosa. El joven, que era tal como lo había imaginado, sintió que el corazón le daba una voltereta. Ella, que había causado esa primera impresión de impacto, notó que el suyo daba un triple salto mortal.
Aldonza apostó y las evidencias le estaban confirmando que no se había equivocado. Comprendió que el amor llamó a sus sueños con mayúsculas. Era una cosa tan fantástica, que no podía permitir que su minúscula historia perdiese el racor. Sus notas durante el camino le ayudarían si se perdía.


Cristina Aguas Marco
Zaragoza








El deseo de sentirse por un día conquista y verso del amado…


“Sólo por hoy…
Hazte delineante
y esbózame un jardín de sueños”


SOLO POR HOY
Natividad Gustrán





Carmen Hernando
Luceni (Zaragoza)




SÓLO POR HOY

Sólo por hoy…
Sé amigo del viento y sóplame un te quiero.

Sólo por hoy…
Hazte delineante
y esbózame un jardín de sueños

Sólo por hoy…
Sé poeta y regálame un verso.

Sólo por hoy…
Conquista mi tiempo,
seduciendo los momentos.

Sólo por hoy…
Hazte guía de mis anhelos.
Y juntos, peregrinaremos deseos.

Sólo por hoy…
Hazme un vestido
de abrazos y besos.


Sólo por hoy…
Sé el faro de mis sombras,
y el halcón de mis vuelos.

Y
Sólo, solamente hoy…
Dime… ¡Cuánto te quiero!


Natividad Gustrán.
Alagón (Zaragoza)









El tiempo y el amor son parte de la vida, uno es razón, el otro corazón y lo infinito de ambos se hace finito en la palabra…


“AMABLE TIEMPO,… corredor de mil y una tribulaciones…
te he demostrado en nuestro caminar por la vida…
que EL BUEN AMOR… no ata. UNE”


EL BUEN AMOR
Natividad Gustrán






Susana Forcada
Pedrola (Zaragoza)





EL BUEN AMOR

EL BUEN AMOR le habló al TIEMPO, le confesó sus experiencias…
Y el TIEMPO, siempre justiciero… Escuchaba puntualmente los alegatos de sus mil y una historias…
Y respondió:
—Ya sabes, que yo el TIEMPO, poseo un reloj infinito,
cuyo contador es el más exacto de la vida… Y por tanto, conservo un memorable manuscrito de los recuerdos.

…EL BUEN AMOR sabía muy bien, que el TIEMPO era implacable, y por ello, insistió en recordarle su decálogo, para que su deliberación fuese justa…
Y dijo:
—AMABLE TIEMPO,… Corredor de mil y una tribulaciones… Te he demostrado en nuestro caminar por la vida… que EL BUEN AMOR…
No ata. UNE.
No daña, CUIDA.
No humilla, ENSALZA.
No miente, ES SINCERO.
No se aleja, ACOMPAÑA.
Y sobre todo… SABE PERDONAR…

Y el TIEMPO argumentó:
—Querido BUEN AMOR: tus razones saben conquistar los corazones, y admito que son declaraciones muy PROMETEDORAS…
Pero sabrás, que soy quién otorgo la última palabra… y son los hechos, los que verdaderamente hablan de las relaciones…

Entonces, EL BUEN AMOR fuerte y seguro de sí mismo, replicó:
—Congratulo tus afirmaciones… por ello, me llaman EL BUEN AMOR.
Y vos, eterno TIEMPO, sé, que nunca me olvidarás,
porque realmente, soy, el que perdura en el infinito.


Natividad Gustrán
Alagón (Zaragoza)






Hay jardines prohibidos que gusta habitar en el secreto de una noche, pasiones que se desatan ante una ola salina de infidelidad…


“Porque aquella relación era casi un frenesí, una loca escapatoria, una invitación tan imperiosa como irremediable. Una convulsión incandescente, una locura que los empujaba a desearse sin medida. Un deseo que era como una droga que los consumía”


EN EL JARDÍN TROPICAL
Rosario Valcárcel Quintana






Vany
Zaragoza





EN EL JARDÍN TROPICAL

A la isla de Lanzarote, paisaje lunar.


Aquella tarde el aire era ardiente y el sol desnudo entraba por todos los rincones del bungalow.
Cuando llegaron del aeropuerto, cada uno en distinto vuelo, recibieron el aire denso, la caricia de la brisa y la tibieza marina que tanto les gustaba. Lo habían planificado desde hacía tiempo: sería su primera escapada compartida, el desliz de lo prohibido.
—¡Al fin una noche juntos! ¡Una noche juntos! —repetía con arrobo, dichosa.
Largas horas de placer presagiado en vez de las habituales citas tan fugaces que solían dejarles un halo de melancolía, un miedo mutuo.
Porque aquella relación era casi un frenesí, una loca escapatoria, una invitación tan imperiosa como irremediable. Una convulsión incandescente, una locura que los empujaba a desearse sin medida. Un deseo que era como una droga que los consumía.
Parecía un buen comienzo, un sueño tan verosímil que no había frontera entre lo real y lo imaginario. Lo que estaba claro es que no iba a resultar fácil librarse de toda sospecha. En cuanto llegaron sus respectivos vuelos al aeropuerto procuraron mantener el sigilo. Naomi febril de impaciencia le había mandado varios mensajes para que se subiera al mismo taxi y acudiera al lugar convenido.
En el asiento trasero él, se acercó y rodeándola con el brazo la atrajo hacia sí con fuerza, se sentía atrapado por su deseo. La envolvió con ardor y cubrió de besos su rostro, sus hombros, sus manos, mientras le susurraba:
—¡Eres tan hermosa! ¡Cuánto me gusta mirarte!
—Tú también me gustas, más que nadie en el mundo.
Los dos estaban contentos y ella agitada y gozosa sonreía con ternura y repetía bajito una y otra vez:
—¡Si supieras cuánto he soñado pasar una noche juntos! ¡Por fin, por fin!
Al llegar al apartamento el riego por goteo sobre el jardín y el olor a tierra y al césped recién cortado inundaron sus sentidos, aunque lo mejor era la ausencia de montañas, la vista que tenía al mar... Después él, con aire de autosuficiencia, sujetándole la mano salieron a la terraza, allí, aleteando sus plumas invisibles, igual que un pavo real le explicó que todo aquello había sido construido con cenizas del volcán, gravilla negra, ¡ah!, y picón subido de las profundidades, añadió con una risita lujuriosa.
Eso era lo que él estaba buscando ansiosamente: su profundidad más remota. Ella abría mucho los ojos, lo miraba. Estaba muy inquieta, lo miraba con todas las emociones que podía sentir.
Le gustaba. Deseaba que la besara de nuevo y cuando lo hizo, viciosa, se apretujó contra sus carnes bronceadas y se sustrajo a sus caricias. Él le pidió que se quitara todo, quería hacerla suya con rapidez y fue directamente a las partes más secretas, a los grandes labios y le lamió arriba y abajo. El sol a través de las cristaleras construía frívolos dibujos sobre los cuerpos desnudos. Ella lanzaba sus acostumbradas risas y grititos de placer, temblaba mientras le imploraba que no parara, que se apretara a ella con fuerza.
—Está bien así, farfulló él.
—Sí, sí, sigue así, llega hasta el final, sigue, sigue por favor, porque si no me volveré loca.
Se poseyeron en el diván que estaba en la terraza, en la mesa del salón, en la bañera, y lo hicieron tan ferozmente que parecía que habían entrado en trance o que estaban poseídos. Sometieron su deseo al placer en cada centímetro y orificio de su cuerpo, una y otra vez, con un orgasmo tras otro y otro. 
Ningún gozo podía igualarse con aquel instante en que bajo los jirones de luz se amaron con ansiedad, con instinto animal. De pronto, oyó a lo lejos el murmullo de una orquesta y le llegó la presencia de su marido, sueños apagados, añoranzas. Algo íntimo se estaba deshaciendo. Sintió un ahogo, un nudo igual a la nostalgia.
—¿En qué piensas, Naomi?
—No sé, en recuerdos.
—Y a qué viene eso ahora. Bebamos un vino de esta tierra, blanco y espumoso.
Añadió mientras buscaba entre los armarios una copa, luego levantó la botella con un gesto elocuente, sirvió un pequeño vaso y llenó el suyo. 
—¡Salud!
—¡Salud! —contestó ella, sonriendo y dando un primer sorbo.
Entonces para disipar la fiebre de las ausencias, la enlazó por la cintura y la invitó a bailar. No bailaron, se quedaron abrazados durante unos minutos y ella sintió una emoción dulce y cálida. Se entregaron de nuevo como si aquel día fuera a durar siempre. Comieron y bebieron igual que las deidades del Olimpo. Reposaban. Él besaba su cara, el cabello, los ojos. Se sentían tan felices que llegaron a creer que los dioses habían borrado el pasado.
Pero el mundo no cesaba de dar vueltas y vueltas, giraba demasiado deprisa y ella ansió uno de los deseos que Zeus tuvo sobre el sol. Anheló que el gran astro no cumpliera su ciclo, que aquella noche robada durara veinticuatro horas. Se estremeció al pensarlo. 
Y a la mañana siguiente, en aquel apartamento de fornicación que olía a cansancio y a rápidas despedidas, ella le dijo que lo quería, él, que en ese momento la miraba a los ojos, la creyó. Regresaron de nuevo a sus respectivos hogares. Aturdida, quizás por la culpa y el remordimiento, se olvidó en el bungalow el cargador del móvil, el pijama rosa y el cepillo de dientes.
Por la tarde sonó el teléfono.
—¿Es el domicilio de la señora Naomi?
—¿Sí, quién es?
—Disculpe, mi nombre es Naira, le llamo del hotel donde ustedes pasaron el fin de semana para indicarles que dejaron algunas cosas olvidadas en la habitación. Así que si es tan amable y me da la dirección se las enviaremos por correo.
Quien levantó el teléfono y recibió el agridulce mensaje no era la persona adecuada para recibir tal información, por eso en un primer momento, desconcertado, guardó silencio. Su marido, herido de muerte, logró hablar con un tono de voz natural, y como si nada embarazoso hubiese ocurrido, se limitó a decir:
—Muchas gracias Naira, no estoy seguro de haberle comprendido, creo que usted me habla de esa felicidad que, a veces, depende de la infelicidad de otro.


Rosario Valcárcel Quintana
Las Palmas de Gran Canaria







Hay reflejos que distan de la melodía, segundos de verdad y redes que te atrapan en la pasión de su silencio…


“Y solo quedarán
las redes donde poder saltar
al juego de la realidad”


4 DÉCIMAS DE SEGUNDO
Rubén Nasville





Silvia Peña Martínez
Zaragoza





4 DÉCIMAS DE SEGUNDO

Cuatro
Décimas de segundo
Solo cuatro
Bastaron para dejar el pasado
Riéndonos y viendo atardecer

Puedes
Decirme que no soy tan tonto
Puedes
Decirme que lo nuestro no es tan breve
Que deliramos juntos sin pensar

Y sólo
Quedarán
Las redes donde poder saltar
Al juego de la verdad

No
No tengas miedo
No
Ya estás aquí
Cuando el reflejo
Es totalmente opuesto
Al de esta canción

Blancas
Mañana hace día de montañas
El tiempo consumado entre las sábanas
Borrachas y sentidas de pasión

Vientos
Volcanes llenos de todo el silencio
Atrapan desde el poro de tu cuerpo
Marchándose directamente al mar.

Y sólo
Quedarán
Las redes donde poder saltar
Al juego de la realidad

No
No tengas miedo
No, no, no,
Ya estás aquí.

Cuando el reflejo
Es totalmente opuesto
Es deliberadamente cierto
A esta canción


Rubén Nasville
Zaragoza








La ausencia de los sentidos agudiza los sueños y las imágenes se distorsionan…


“Le digo a Mario que suba la voz, que no le escucho bien. Últimamente habla muy bajo, muy despacio. A veces, su voz se confunde con el sonido del televisor, así que mezclo conversaciones domésticas con televisadas”


NO LO SÉ
Marta De La Aldea





Laura Virumbrales
Madrid





NO LO SÉ.

Un portazo. Medio dormida agudizo el oído que intuye el golpe. Mario debe estar ya en la oficina. Abro los ojos. Es sábado. Mario no trabaja los sábados.
El sonido de la ducha, más nítido, hace que me despierte del todo. Mario baja las escaleras. La cafetera comienza a sonar y huele a tostadas. Es sábado, sí, y Mario está en casa.
Hablamos de política, de una conversación que tuve ayer con Lucía, de los hijos que nunca tendremos, de la discusión del jueves. Hablamos y hablamos, y las tostadas se van consumiendo. Decidimos comer fuera, no lejos de casa, para poder echarnos un rato. La siesta de los sábados. De todos los sábados.
Últimamente veo imágenes borrosas. Debo ir al oftalmólogo pero no tengo tiempo. No encuentro el tiempo, más bien. Odio ir al médico. Me da pánico que me dé una mala noticia. No me gustan. Prefiero ignorarlas.
Le digo a Mario que suba la voz, que no le escucho bien. Últimamente habla muy bajo, muy despacio. A veces, su voz se confunde con el sonido del televisor, así que mezclo conversaciones domésticas con televisadas. Bajo el volumen del aparato pero sigo sin entenderle. Me rindo. Si no quiere hablar más alto, es cosa suya. Me duermo en el sofá.
Suena el despertador en la habitación de arriba y una mano me roza el hombro. Me doy la vuelta en el sofá y no hay nadie. El duermevela es confuso, siempre lo es. No le doy importancia.
Mario calienta leche en la cocina. Me dice, creo, algo de comprar magdalenas.
—Voy yo —le contesto, y colocándome el abrigo sobre el pijama me acerco al mercado más cercano.
Es domingo. Cerrado. Vuelvo a casa sin magdalenas. Mario lee en el salón el periódico. Me siento a su lado y comento una noticia, pero no me responde. Mario, a veces, no me contesta, pero ya estoy acostumbrada.
—Voy a salir con Carmen —le informo. Y el periódico se mueve, asintiendo. Me maquillo, me visto y acudo a mi cita.
A mi regreso, me encuentro con el vecino del perro del quinto. Un perro grande y tranquilo, que me lame la mano, reconociéndome. El vecino del perro del quinto piso me pregunta si al final voy a vender el piso.
—No lo sé, aún no lo sé.
Me pregunta qué tal llevo que Mario se haya ido hace un mes de casa.
—No lo sé. Aún no lo sé.


Marta de la Aldea.
Madrid



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