Colección Cupido 2014

Colección Cupido 2014

Aquí tienes completa y de forma gratuita la primera publicación de Zarracatalla. Una antología de relatos y poemas creada únicamente por autores noveles que decidieron participar en esta iniciativa colectiva.







 

 

Colección Cupido

2014

 

Varios autores

 

Zarracatalla Editorial

 

Luceni, 23 de abril de 2014


Autores:

Eduardo Comín Diarte                                    

Merche Comín Diarte

Mª Victoria Andreu Fauquet                          

Mari Andrés

Masiel Troya Cabrera      

Mavi Lezaun Andreu

Manuel Zalaya Navascués                             

Yohana Borobia Carcas

David Garcés Zalaya

 

Diseño de portada y fotografía:

Maral fotografía

 

Frases de cabecera:

Alba García Carcas

 

Edición:

Zarracatalla Editorial

 

Impreso en España.



 

Prólogo

 

Este ejemplar es el fruto de un ilusionante trabajo que nace a finales de diciembre de 2013 cuando en una noche de insomnio un torrente de ideas me arranca de la cama y me lanzo a crear un blog literario. Las ideas se van sucediendo una tras otra y lo que en principio era una liberación de disparatadas ideas nocturnas, muy pronto y rápidamente se va convirtiendo en una zarracatalla de personas inquietas también que van aportando semana tras semana su granito de arena a esta locura colectiva.

El blog: Zarracatalla Editorial.

Amigos que quieren colaborar y nos encontramos con la primera publicación para el Día de Reyes. Y a partir de ahí un no parar de situaciones divertidas. Intercambio de emails, chats, mensajes, conversaciones, y todo tipo de maneras de comunicarte en las que voy proponiéndoles participar y cada uno de ellos va venciendo sus miedos y dificultades como buenamente puede. Pero siempre, al final, resulta un capítulo o texto libre muy interesante.

Para el lector que no conozca el blog y su dinámica, y permanezca ajeno a lo que allí sucede cada semana, hemos de pedirle que tome estos relatos que aquí se recogen como lo que son. Obras escritas por personas aficionadas que con mucho esfuerzo e ilusión han sacado adelante una idea que rondaba por su cabeza. A todos se les pidió que escribieran un texto con una temática común: el amor. Cada uno de ellos ha aportado su visión de una historia que tuviera como trasfondo las relaciones amorosas. Distintas maneras de ver lo mismo. Todas igual de positivas, todas enriquecedoras, todas suman. Porque de eso se trata, de sumar. Zarracatalla en aragonés significa amalgama, aglutinamiento y eso es lo que hacemos. Unir esfuerzos, ilusiones y personas para sacar este proyecto adelante. Así que al lector no iniciado en el blog le pido de nuevo que considere estos textos no como una gran obra literaria (que no pretenden serlo), sino más bien como una gran obra del pueblo. De gente de a pie. Gente extraordinaria que no sabe que lo es. Y aquí vamos a darles la oportunidad de expresarse libremente, mostrando todo su potencial al mundo. Algo que hace apenas tres meses ni se les había pasado por la cabeza. Espero que sepáis valorar su tremendo esfuerzo y que a partir de esta lectura te unas a nuestra Zarracatalla, disfrutando de nuevos proyectos que ya están en marcha como Nuestra historia, Colección Uni2, Conocemos a con entrevistas a nuestros autores, las celebraciones cada 1.000 visitas a nuestras páginas, y otros muchos que están por venir.

Para el lector asiduo al blog, simplemente agradecerte que tengas este libro en tus manos porque significa que aún habiendo leído ya los relatos, has decidido adquirir una copia para apoyar nuestro proyecto. Luchamos cada semana por hacer crecer el blog y estamos orgullosos de verlo crecer junto a ti. No sabemos si esta será la primera y última de nuestras ediciones impresas. De lo que si estamos seguros es de que esto durará lo que vosotros queráis. Sin visitas el blog no tiene sentido. La edición impresa como sabéis no es el fin último del proyecto. Es más bien un complemento para los románticos que todavía necesitamos sentir el contacto del papel entre nuestras manos. Experimentar el sentido de la posesión. Es nuestro tesoro particular. La lectura en el blog, nuestra lucha diaria.

Como suelo despedirme habitualmente

Nos leemos. Besetes a tod@s.

David Garcés Zalaya

Administrador del blog Zarracatalla Editorial




 



Los danzantes bailaban chocando los palos de madera y en ocasiones chocaban tan fuerte que se rajaban. El rabadán y el mayoral agitaban el pendón que llevaban las cintas de colores colgadas.

 

 

Puerta con puerta

Eduardo Comín Diarte

 



Puerta con puerta

 

Ya comienza otro día  en el pueblo. Esperemos que todo siga igual. Que por la fuente caiga agua fresca y limpia, que el río vaya por el mismo cauce y que cuando me levante y salga de casa vea a mi perrico esperándome en la puerta del patio delantero.

Disculpad que no me haya presentado…

Soy María, una señora que ha visto salir el sol tantos años, que casi no recuerdo cuantos. Vivo, como desde que nací, en un pueblecico de la provincia de Zaragoza en el que el cierzo te curte el cuero la mayor parte de los días, mientras que otros el sol te tuesta la cara dándole un color dorado parecido al trigo cuando empieza a anunciar que viene el tiempo de segar.

Al principio vivía con mis padres en el monte cerca de la balsa de la Duquesa, en una casita vigilando el ganado de mi padre. Parece mentira que este monte sea tan seco con el río y el canal tan cerca. Pero ya se tenían que esmerar las ovejas para enganchar unas herbajas verdes.

Cuando mi padre se hizo lo bastante viejo como para no poder vivir tan lejos de la gente, nos compramos una parcelica puerta con puerta con el tío Nicasio y el tío Bernardo.

Y vaya puntería que tuvo mi santo padre, Dios lo tenga en su santa gloria, con lo grande que es el pueblo. Es como vivir en medio de los franceses y los maños en el Sitio de Zaragoza. Ellos son algo más mayores que yo, pero me tienen entre la espada y la pared, porque me llevo bien con los dos. No con ellos dos juntos, con cada uno a su tiempo.

En esa época no solo nos llevábamos bien. Éramos como hermanos. Poca gente  del pueblo sabe el porqué de la disputa. Unos dicen que fue por una herencia de un tío que tenían en común. Que tío de los de don sin din, cojones en latín… pero en fin. Otros dicen que fue por unos campos que tenían a ribazo y que si te estás echando más de la cuenta dentro de mi campo, que si me has quitado la vez de regar  y esas cosas. Y otros dicen que fue por una riña de vinos en la taberna del tío Serafín.

Yo por suerte o desgracia conozco el motivo.

Pero esos recuerdos se me hacen tan dolorosos, que es en el olvido donde se deben quedar para no seguir haciendo daño.

Para la gente del pueblo la enemistad viene de tan lejos que ya han perdido la curiosidad. Así que quién será lo suficientemente curioso y tozudo como para indagar…

Todo parecía señalar que hoy iba a ser otro día más. Corre agua por la fuente, el río no se ha salido y el perrico está aquí esperándome.

Pero no sé si durara mucho esta paz…

 

 

Nicasio nació en el pueblo pero en cuanto tuvo la edad de ir al servicio militar lo destinaron a Sabiñánigo y se fue durante mucho tiempo. Cuando volvió de la mili le salió trabajo en la estación de Canfranc. Eran los últimos años de la obra e incluso estuvo en la inauguración con el rey Alfonso XIII. Cuando volvió a la vieja casa de sus padres ya era así de gruñón como es ahora y creo que lo será así hasta el final de sus días. Volvió con alguna perrica y se arregló la casa y se compró tierras, y la verdad es que no le ha ido mal. Pero hay que ver cómo le toca trabajar. Nunca mostró interés por ninguna mujer y así, como yo, se quedó soltero.

¿No escucháis el alboroto?

¡Plas! (pedrada en la puerta de Nicasio).

—¡¡Nicasio cascarrabias!!

—¡La manga riega y aquí no llega!

—Ya están aquí los zagales otra vez. ¡Como os enganche os doy una paliza que “paraqué”! ¡No corras no, que te he conocido! ¡Mañana se lo digo a tu padre, cabezudo!

—Pero qué es tanto ruido…

—¡Qué alcahuetas son las que se asoman al balcón!

Los chavales se fueron como alma que lleva el diablo y entonces me acerque a casa de Nicasio que estaba quitando las piedras que tiraron los zagales a su puerta.

—¡Negro me tienen los demonios esos! En mis tiempos mi padre me hubiera dado con la correa un buen latigazo y se me hubieran  quitado  las ganas de tocar las narices a la gente.

—Ja, ja, ja. Es que saben que te sacan de quicio. Por eso te provocan, otra vez no salgas y se aburrirán. ¡Mira a mí por asomarme alcahueta que me han cascao! — y rió bien a gusto.

—Mira, ¡para juegos tengo el día! Con el tajo que tengo en el prao. Y para colmo mira la merdada que se ha echado la yegua percherona del Bernardo en la puerta de mi casa. Y me la deja ahí el sinvergüenza. ¿Qué quiere? ¿Qué me la guarde en conserva o qué? —Nicasio no podía parar quieto, se lo llevaban los demonios—. Y míralo… como mira por el ventanuco riéndose el sinvergüenza, caradura, malchandro. Mas te valía trabajar algo que vives a verlas venir. Pero bueno… contigo quería yo hablar.

—Dime Nicasio, ¿qué es lo que quieres?

—¿Qué haces el domingo de las fiestas pues?

—¿A estas alturas me quieres venir a rondar?

—¡Calla modorra! Que vienen mis sobrinas de Zaragoza a pasar las fiestas y el domingo me echan el agua por el rabal, me va a ser imposible estar y te quería pedir…

—Que me esté al tanto…

—Bueno, que si se pueden quedar a comer contigo que ya te pasare un conejo que he cazado esta mañana  y unas patatas que tengo en casa…

—Faltaría más Nicasio, tus chicas son un cielo y no hace falta que me pases nada que ya preparare algo. Además pasará  la ronda por aquí, que luego hay verbena en la calle. Allí detrás, donde la puerta de Bernardo.

—Échale un ojo al mayor de ese rufián. Si lo ves alrededor de mi sobrina Elena le echas un grito y ya me entenderé yo con esos.

—Anda tranquilo chico, que yo me hago cargo.

—Nada me jodería  más que sentarme en la misma mesa que ese a festejar noviazgos… ya me entiendes.

—Que exagerado eres Nicasio.

 

Nicasio tiene dos sobrinas, una pequeña de seis añicos y la mayor… La mayor tiene diecinueve, y con esta hay más peligro.

Es una chica muy guapa, y muy lista, que está en un colegio de monjas de Zaragoza y con el hijo de Bernardo nunca ha tenido nada, pero el zagal le ha echado cuatro miradicas y ella que es tan resalada y se le nota que el muchacho le hace gracia pues se las devuelve.

Tengo que andarme con ojo para que mientras este al cargo de las muchachas no se me vaya de las manos.

 

Bernardo es todo lo contrario a Nicasio. Él desde siempre ha vivido aquí y ha trabajado más bien poco porque ya lo hicieron sus parientes por él. No es que sea un vago, pero sus padres ya venían de buena familia y tiene muchas tierras, mucho ganado y mucha gente que trabaja para ellos. La vida ha sido más fácil para él que para la mayoría de gentes del pueblo.

Pero no ha sido oro todo lo que ha relucido en casa de Bernardo. Él se casó y fue feliz con Paca, su mujer durante  mucho tiempo. Tuvo dos chicos, uno nada mas casarse y otro bastante tardano.

 Y el nacimiento del tardano fue el comienzo del declive de Paca. El parto fue difícil, y aunque parecía que se recuperaba, se quedó muy débil y un tiempo después falleció.

La guitarra de Bernardo estuvo callada durante mucho tiempo. Pero unos años después las cuerdas empezaron a zumbar y a emitir el sonido al que toda la calle estábamos tan acostumbrados.

Pero ahora no todas las canciones y jotas suenan tan alegres. En ocasiones canta con su voz recia coplillas tan tristes y melancólicas que yo creo que hasta los pajaricos dejan de piar para acompañar a Bernardo en su tristeza.

No lo diré nunca delante de ellos pero hasta Nicasio se asoma a su ventanuco para escuchar a Bernardo cuando las jotas remueven los sentimientos.

—¡Chicaaaaaaaaa!

Huy, esa es la voz de Bernardo.

—¡Chicoooooo! ¡Qué pasa pues! Con esa voz y ese pulmón, pregonero podrías haber sido.

—Te visto con tu amiguico de cháchara eh… al final vais a ser novios y todo. ¿Me dejarás de hablar cuando te cases con el amargao ese?

—Mira que eres gracioso y pansinsal. ¿Es que no me vas a dejar hablar con él? ¿Estás celoso?

—Huy si, celosísimo. Por mí como si te lo guardas en adobo, pa ti todo. Que te iba a contar… ¿Sabes que el domingo hay verbena aquí en mi puerta, no? Y que viene la rondalla con los danzantes y todo.

—Si, algo había oído.

—Pues como ya sabes que me gusta a mí eso del festejo, pues  voy a hacer una calderada de migas para que te vengas a merendar con mis zagales y conmigo. Así después nos echamos unas jotas como en los viejos tiempos.

—Ja, ja, ja. No tan viejos salao. Pero hay un pequeño problema. Me quedo al cargo de las sobrinas de Nicasio que como se huele la verbena, y ya sabes que le gusta poco la fiesta, se va a regar a la yunta hasta que pase el jolgorio. Y claro, no sé si estará bien que me vaya con ellas con el peligro que tiene tu zagal. Lo vas a tener que atar o nos meterá en un lío. Que está muy revolucionado y ¡hasta el botijo pinta menos pitorro que el chaval!

—Ja, ja, ja. Este chico que me ha salido galán. Pero ni gotíca  de gracia me hace que ande con la chiquilla esa.

—Son cosas de muchachos. Pero no me gustaría que se me enfadara el otro por venir a tu casa a comer. Mejor montare la mesa en mi puerta y ya está. Yo te paso rancho para tus mocés y ya probare tus migas. Y ten templada la guitarra que le vamos a sacar brillo a las cuerdas, que las tienes muy paradas últimamente.

—Está bien. De todas formas ni la verbena vamos a pasar tranquilos pensando en los gritos del amargado ese. Cuídate María, me entro con el pequeño que está limpiando los conejares.

—Ve Bernardo, nos vemos.

 

Así pasaron los días hasta que la gente empezó a engalanar las calles y los balcones para las fiestas.

Bernardo estaba poniendo las banderolas con Marcos, el mayor de sus hijos, subidos a una escalera y el pequeño andaba dando instrucciones desde abajo. Cuando de lejos se oyeron voces y gritos.

—¡Tío Nicasio! ¡Tío Nicasio!….

Era la sobrina pequeña de Nicasio, la Sofía, mas maja ella, con su vestidico blanco a topos rosas. Corriendo como una liebre al encuentro de los brazos de su tío. Que sorprendentemente reía mientras le daba dos besazos a su sobrina.

—¡Sofía! ¡Maña que guapa que estás! ¿Qué tal tus padres?

—Bien tío, muy bien. Mi padre está trabajando y mamá se queda en Zaragoza que va a casa de la militara a coserle el traje a su marido que tiene un desfile. Me ha dicho que te diera este paquete y muchos besos para ver si se te quitaba la cara de vinagre.

—Muy graciosa mi hermana. Siempre igual de simpática. ¿Y Elena?… ¿Dónde para tu hermana?

—Aun va por detrás. Es que he venido corriendo desde donde nos ha dejado el autocar. Tenía muchas ganas de verte tío. Me lo paso genial en el pueblo. Además son las fiestas y me encanta venir a las fiestas.

En estas que Elena, hecha toda una mujer, llegó a nuestra calle con una blusa gris y una falda a juego con la cinturilla ceñida y un lazo en el pelo. Agarraba  la maleta de la niña con una mano, la suya con la otra, y aun cargaba con unos paqueticos entre los dedos que le impedían moverse con soltura. Llevaba los carrillos colorados de cargar las maletas y de enfado con la pequeña por irse de su lado.

Entro tan guapa y tan radiante con esos colores y esas pequitas heredadas de su madre, la hermana de Nicasio, que el tonteras y galán de Marcos por mirar donde no debía se esbaro de la escalera y se dio un castañetazo contra el suelo que para haberse matao.

A Elena aún se le subió más el color y como alma que lleva el diablo Nicasio la agarro por el hombro dándole un beso todo lo cortésmente que pudo y la llevo fuera del alcance de la mirada del pobre zagal, que estaba en el suelo de la fachada de su casa colorado de vergüenza y con un chichón en la cabeza, mientras Bernardo lo levantaba y el pequeño se reía a carcajadas.

—Elena cariño, estas hecha una mujercita. ¿Qué tal van las cosas por la ciudad?

—Bien tío. No nos podemos quejar. ¡Pero mira qué carrera me he tenido que pegar desde abajo de la plaza hasta aquí detrás de la chiquilla esta!, que está tan contenta de venir aquí que casi le han atropellado dos carros, y por más que la llamaba no me hacía ni caso.

—¡Qué niña más traviesa esta Sofía!, y que guapas habéis venido las dos. ¡Ala!, vamos dentro de casa y vamos a preparar el cuarto de arriba. Vamos a llamar a María para que venga a casa que se alegrara mucho de veros, y además se quedara con vosotras el domingo para la verbena que yo tengo muchos quehaceres ese día y no voy a poder quedarme con vosotras.

—Tío, que nos conocemos. Usted en cuanto escucha que hay jarana se esconde en los sembrados hasta que pasa la fiesta. Tiene usted que relacionarse más con la gente o le saldrá moho de estar encerrado en casa y en el campo siempre solo…

Nicasio le cogió las maletas a su sobrina que mientras entraba en casa de su tío volvió la carica para cruzar una miradica furtiva con Marcos que ya se había levantado del suelo y su padre le apretaba el chichón con una moneda gorda.

 

—¿Marcos, estás en lo que estás? ¿Es que quieres montar una zaragata? Nunca te he dicho que hagas ni deshagas nada y siempre has sido libre de decidir. Espero que no me busques problemas con el vecino.

—Padre yo…  es que es guapa... No quiero crearle problemas padre. Perdone.

—Menudo chichón te ha salido mendrugo —le dice el pequeño Luisico riéndose a carcajadas.

—Padre, me voy a bajar al pueblo un rato. Llegare a cenar.

—Haz lo que quieras. Pero ten cuidado.

Marcos es un chico muy formal y trabajador. Además de educado. Controlaba con su edad los olivares y parte de las faenas de su padre. Cualquier familia hubiera querido a este chico para casarlo con alguna de sus hijas casaderas. Y mira que había unas cuantas zagalas detrás de él. Había heredado de su padre el arte para las coplas y la música, y ya eran famosas algunas de las rondas y serenatas que ellos habían protagonizado. Ya casi habían llegado las fiestas y estaban ultimando el repertorio y los bailoteos que iban a marcarse con los danzantes y los bailadores para la verbena.

—Jaime, adivina a quien he visto hace un momento.

—A quién Marcos.

—A Elena, la de Zaragoza, la sobrina del cascarrabias. Si la hubieras visto… se me puso la carne de gallina al verla. No hay zagala en el pueblo más guapa que ella.

—Eres un casanova Marcos. Tienes a Julia y a Rosa detrás de ti, que besarían el suelo que pisas y te vas a tirar por la forastera que encima es la sobrina del que peor se lleva con tu padre de todo el pueblo. Para colmo vive pared con  pared con vosotros. Lo tienes claro cómo te pille Nicasio… mira que te libras de la mili porque no sé si los castrados tienen obligación de ir.

—¡Qué exagerado que eres Jaime! Yo creo que de esta verbena no pasa. Cuando pase por su ventana me paro y la rondo. Me va a costar un palo de mi padre, pero le tiro miradicas y ella me aguanta la mirada y antes cuando entraba a su casa hasta me ha echado media sonrisa que me ha dejado tonto. Hasta me he caído de la escalera por mirarla cuando llegaba. Y acuérdate que el verano pasado ya estuve allanándome el terreno. Además el tío de Elena no estará que he oído a María que se queda con ella. Y mi tía María no me delatará. Pero bueno y tú que… ¿a quién vas a rondar? ¿Vas a bailarle a alguien?

—Pues sí, como no. Le rondaré a la Encarna, que me tiene loco también. Pero yo creo que no tendré que correr después de la ronda porque su padre es amigo del mío y ya se lo tienen hablado de que al final emparentaremos. Pero a ti te gusta el peligro.

—¡Qué peligro ni qué leches!, ala que vienen los demás. Arráncate con una variación movidica a ver si despertamos esta rondalla que vienen con cara de cansaos.

 

Ya solo quedan unas horas para la verbena. Ya están en mi casa las dos chiquillas que me han ayudado a hacer la cena. Unas tortillas y un guiso de conejo, que me ha pasado Nicasio antes de irse al campo, con salsa de almendras. Ahora estamos tranquilamente en el poyo de puerta sentadas cuando Elena me dice…

—María, me voy a poner el mantón que me regalo mi tío, esa falda que me hizo mi madre de color rojo vivo y me tienes que ayudar a hacerme un moño para estar guapa. He oído en la plaza que los mozos van a parar en las ventanas de las mozas para rondarnos y a mí me gustaría que me rondaran también.

—Mírala… que presumida. ¿Y quién quieres que te ronde pues? No… mejor no me lo digas, que se me reguelve el estómago de imaginarlo. Y ya me hago idea.

—María, no seas así. Ya tengo bastante con mi tío. Dejarme que haga lo que quiera que ya me hago mayorcita.

—Si hija si… precisamente por eso. Porque ya eres mayorcita, ya puedes pensar que hará tu tío si haces lo que se te está ocurriendo.

—Ala María, cúbreme esta vez por favor. Con lo que te quiero yo a ti…

Me voy a ver metida en un lío pero quién soy yo para negar a nadie la felicidad. Y más con los cariñicos que me hace esta chica.

—¡Me vas a buscar la ruina caracolera! Haz lo que quieras y yo me haré la tonta.

—Gracias tía. Pero venga, aplícate con el moño. Coge las horquillas.

 

Mientras en casa de Bernardo…

—Papá, he oído que los mozos van a rondar a las mozas esta tarde. Puedo rondar yo también con tu guitarrico.

—Hay pequeño Luisico, ¿a quién vas a rondar tú…? Si no levantas dos palmos del suelo.

—Pues no sé, a alguna chica guapa. Porque me gustan las chicas guapas como a mi hermano, ¿sabes? A mi hermano siempre en la plaza están acercándose a él y dándole rosquillas y cosas que le hacen. Y él se pone como un pavo de hueco.

—Cuando estén los rondadores en la puerta nos uniremos a ellos para echar unas joticas y te dejo el guitarrico. Pero solo si te vas a lavar esa cara que no sé qué has hecho, que llevas la cara negra como el tizón.

—Vale papá, voy a lavarme.

—Marcos, ¿estás ahí?

—Sí padre, aquí afeitándome.

—Sal una miaja, anda. ¿Qué es eso que me cuenta tu hermano que vais a hacer en la ronda?

—Nada padre, lo de siempre. Cantar, tocar unas cancioncillas, poner colorada alguna moza y echar unos tragos. Como siempre.

—Y tú, ¿a qué moza vas a poner colorada esta tarde?

—Pues no se… tengo aun que pensármelo. ¿A qué viene tanta pregunta?

—No sé qué te tramas pero no me huele nada bien. No quiero que des que hablar en el pueblo. Dentro de unos días es la misa por tu madre y no quiero chismes. Que ya sabes cómo se las gastan por aquí.

—Descuide padre. No le faltare.

 

La gente empezó a subir a la calle donde vivimos. Ya estaban preparadas las mesas con la comida y la bebida. Había corrillos de gente alrededor de las mesas y ya se escuchaban de fondo las músicas de las dulzainas, las guitarras, los laúdes y las bandurrias que subían desde la plaza tocando y cantando.

En las puertas donde se paraban los mozos a rondar a las zagalas se oían los alborotos y los chismes de alguna abuela. Pero también había alegría, jolgorio y chasquear de vasos de vino entre canción y canción.

Ese es el sonido de las fiestas,  de la juventud y de la alegría…

El sonido de la vida.

Que aburrida es la vida sin música. Tan pronto te alegra el día un bolero como acompaña en la despedida a un difunto.

No me imagino unas fiestas sin música.

Los danzantes bailaban chocando los palos de madera y en ocasiones chocaban tan fuerte que se rajaban. El rabadán y el mayoral agitaban el pendón que llevaban las cintas de colores colgadas.

Ya se les veía llegar por nuestra calle.

En la esquina, Jaime, el amigo inseparable de Marcos le cantó a su moza que estaba en el balcón de su casa arreglada como la ocasión se merecía y le tiro una flor desde abajo que ella cogió al vuelo mientras una pareja de bailadores empezaban una jotica de baile.

El padre de Encarna saco un pernil y todo el mundo gritaba y bebía mientras la fiesta seguía.

La ronda arrancó de nuevo y Elena salió a la ventana al tiempo en que Bernardo y Luisico, más majo él, con el guitarrico de su padre se enganchaban a tocar con la rondalla. Bernardo se había puesto el pañuelo que guarda para las ocasiones y el chaleco negro de ante que le bordo su Paca con sus iniciales en plata y el viejo reloj de su padre en el bolsillo.

Todo el mundo miraba a mi balcón donde esa chiquilla esperaba su canción, y los ojos de la gente que ya conocían de las intenciones, esperaban el arranque de Marcos, pero él siguió adelante y se pasó de largo. Hubo un segundo de silencio incomodo en el que solo Luisico que no se enteraba de nada seguía tocando su guitarrico.

Marcos miro a los ojos de su padre que estaban rasgados como a punto de brotar alguna lagrima y susurró:

—Lo hago padre.

Bernardo asintió y lloró dos lágrimas de emoción. Una por Paca y otra porque se vio reflejado en los ojos de ese rebelde  muchacho.

 Solo unos pocos conocíamos el motivo de esas lágrimas.

Y sin previo aviso, volteo sobre sus pies dirección al balcón de Elena y empezó a cantar una rondadera tan bonita, con la letra dedicada a ella que seguro llevaba días escribiendo y modificando hasta encontrar las palabras perfectas.

Elena ya se estaba metiendo en casa cuando oyó a Marcos arrancarse y el enfado se tornó en alegría. La gente brindo y cuando termino la jota con su correspondiente despedida cantada por  Bernardo, siguieron adelante en su camino hasta el escenario que estaba en la puerta del corral del propio Bernardo.

—Mañana hablamos —le dijo Bernardo a su hijo mientras le daba un abrazo.

Las mozas que bajaban de los balcones se unían al baile. Luisico se acercó a mí para darme un beso y me grito.

—¡Me has visto tía María, he tocado con la rondalla y no me he equivocado! ¡Voy a ser jotero como mi padre y mi hermano!

—Si Luisico, te he visto. Lo has hecho muy bien. Se te van a rifar las chavalas como sigas así.

Y se fue corriendo entre la gente con su guitarrico y un montón de niños y niñas entre las que estaba también Sofía.

Después de comer y beber un rato y echar unas canciones  con Bernardo y con los demás vecinos decidí irme a casa porque ya estoy mayor y me duelen las piernas y el alma.

Pero cuando pase por en medio de la gente me acerque a  Elena y Marcos que disfrutaban junto a sus amigotes de la verbena con la alegría propia de edad. Sin hacerme mucho de notar les dije.

—Me subo a casa. Tu tío esta al llegar, me llevo a Sofía y sube enseguida por favor.

—Si tía María. Subo ahora mismo —y me plantó un beso en la frente.

—Tía, gracias —me dijo Marcos.

—¡Qué gracias ni qué gracias!, ándate a casa con tu padre y coge a Luis que se está durmiendo en el porche.

Marcos cogió a Luis en brazos y Elena se venía detrás mía camino a mi puerta. En estas que Marcos se estiró y le dio un beso a Elena. Fue un beso fugaz y rápido en los labios, pero ella no lo rechazó.

Bernardo vio la escena desde lejos y se quedó boquiabierto, pero se oyó un gruñido desde lejos que apago el sonido de la música y cuando me volví a ver de dónde venía ese grito vi a Nicasio con la alforja al hombro y el azadón que venía como una exhalación hacia Elena y la cogió del brazo y se la metió en casa.

Se hizo el silencio durante unos segundos en los que cada miembro de las dos familias se fue a su casa en silencio y yo me quedé sola en el marco de la puerta de mi casa. Se oían las voces y unos acordes apagados que anunciaban que la verbena se había acabado.

Se apagaron los faroles de la calle y todo permanecía en silencio. Me asomé a la ventana y solo había oscuridad.

Me sentía culpable por haber dejado que los chicos hicieran lo que quisieran, pero Bernardo estaba también ahí y aprobó que su hijo rondara a Elena.

Y lo peor estaba por venir. Pasado mañana es el aniversario de la muerte de Paca, y es el único momento del año en que mis dos amigos, vecinos y mi única familia se unían y podía estar con ellos a la vez.

Y este año los chicos nos habían dado un motivo para que el silencio propio de ese día se rompa con reproches.

La luz siguió a la oscuridad anunciando que otro día venia. Me  recosté en la cama tapada con la toquilla y acurrucada y me quede dormida unas horas. Tuve un bonito sueño en el que me iba con Paca entre los olivos paseando y contándonos nuestras cosas.

 

El domingo de las fiestas paso sin pena ni gloria. Fui a misa por la mañana, salí a los correchicos con Sofía y poco más.

No hablé con Nicasio que parecía enfadado conmigo y tampoco vi a Marcos ni a Elena.

Mañana por la mañana al amanecer, antes de que nadie del pueblo nos vea, saldremos los tres a poner flores y a limpiar un poco la tumba de Paca para que esté curiosa la cruz y la lápida. Luego rezaremos una oración y en silencio cada uno le cuenta las cosas que queremos compartir con ella.

Me da un poco de miedo este año.

Y sé que me va a tocar mediar entre ellos. Seguro que me llevo yo algún grito.

No es que no me los merezca pero aun así, me da apuro.

Llegó la noche del domingo y cuando fui a cerrar la puerta vi a Nicasio en la calle liando un cigarrillo con hebras de tabaco que sacaba de un sobre de cuero y me dirigí a él.

—Buenas noches Nicasio.

—¿Buenas?

—Para mí malas no pintan. ¿Estás enfadado conmigo?

—No es enfado María, esto se veía venir. Hacía mucho que todos nos dábamos cuenta. Cada verano y cada fiesta era más evidente.

—¿Mañana vas a venir con Bernardo y conmigo?

—Claro. Nunca voy a faltar María. Solo cuando me muera. Y Espero que tarde mucho.

—Hasta mañana pues Nicasio.

Me di la vuelta y escuche el chasquido del chisquero que encendía su cigarrillo liado.

Al ir hacia casa vi a Bernardo que me esperaba en el quicio de la ventana y me susurro que me acercara.

—Buenas noches María.

—¿Qué tal Bernardo?

—No me puedo dormir. Pienso en todo lo que pasó, en lo que acaba de pasar y en lo que pasará y no sé si he obrado bien.

—Creo que has hecho lo más justo. El tiempo dirá…

—Mañana… ¿al amanecer como siempre?

—Con el primer rayo de sol Bernardo.

Y así cada uno de nosotros tres se fue a su casa con la promesa de reunirnos en la puerta en cuanto salga el sol.

 

Yo casi no pegue ojo, y dudo que ninguno de los otros dos durmiera más que yo. Me vestí, me aseé y me bebí un vaso de leche. Me cubrí con el chal y salí a la calle.

Allí estaban los dos canelos. Uno al lado del otro sin mirarse a la cara con la cabeza baja y con un ramo de flores en la mano. Le di un beso en la mejilla a cada uno y enfilamos a lo nuestro sin darnos cuenta de que una cabecita asomaba por la ventana de casa de Bernardo.

—Marcos, Marcos.

—¿Qué quieres Luis? Es muy pronto...

—Algo pasa Marcos. Padre se ha ido con María y con el vecino. Y llevan flores en la mano. Y menuda cara llevan, parece que van de funeral.

De pronto le vino la luz a las ideas.

—Nada Luis, duerme que voy a preguntarles, y tápate que refresca la mañana.

—Vale Marcos, pero no tardes que me da miedo quedarme solo en casa.

—No te preocupes, que enseguida vuelvo.

Marcos se levantó de un salto y corrió a vestirse y con la camisa a medio poner salto la valla de la casa de Nicasio y entró dentro. Busco hasta encontrar la habitación donde dormía Elena y la despertó tocándole en el hombro mientras ella se despertaba sobresaltada.

—Loco que haces aquí. ¿Cómo te atreves? Mi tío….

—Tu tío no está, y mi padre tampoco. Se han ido juntos.

—¿Juntos? Estás loco…

—No. Bueno si… por ti. Pero eso no es el caso. Vamos a ver qué están haciendo. Porque hoy justo, el día en el que mi madre murió, se juntan los tres y van como si nada. Después del cabreo monumental del sábado  en la verbena.

—Vamos corriendo, pero déjame que me vista. Espérame abajo.

Cuando salieron de casa los dos se toparon con un anciano que tenía más años que la torre de la iglesia. Lo habrían visto mil veces por el pueblo, pero nunca se habían parado a hablar con él. Nunca habían sabido su nombre, ni donde vivía. Solo que siempre había estado en el pueblo con su boina calada y su cigarrillo colgando en el labio.

—Zagales. Dejad que vayan solos. Esa pena es de ellos. Todos la querían por igual. María la quería como se quiere a una hermana y ellos…

—¿Cómo que ellos buen hombre? ¿Qué me quiere usted decir? —dijo Marcos acalorado por las palabras del anciano.

—Ya va siendo hora de que alguien os cuente la verdad.

—¿Verdad? ¿Qué verdad? Preguntó Elena con intriga pero con miedo de que la respuesta de ese hombre revelara algo que no sabía si quería saber.

—La verdad de por qué dos hombres que fueron como hermanos rompieron su amistad y se cubrieron de rencor —el anciano comenzó su misterioso relato—. Todo empezó hace muchos años…. Bernardo y Nicasio vivían en estas mismas casas que eran propiedad de sus padres antes que de ellos. Y a la casa de en medio llego María… La buena María. María y Paca eran amigas inseparables. Todo  el día juntas. Mientras fueron jóvenes los cuatro fueron  grandes amigos, pero Nicasio se enamoró perdidamente de Paca. Llevo su amor en secreto porque nunca fue un hombre decidido y su carácter fuerte le impedía mostrar sus sentimientos abiertamente. Solo María sabia de ese amor. Pero cuando por fin se armó de valor para hablar con Paca, llego una carta al buzón de su casa que le estropeo los planes. Era una carta del ejército. Nicasio se debía presentar en los próximos días en el cuartel de Sabiñánigo para hacer el servicio militar. Decidió esperar a volver de allí puesto que eran muchos meses de ausencia y pensó que ninguna mujer quería un novio que se iba a ausentar de su lado por tanto tiempo. Durante los días que estuvo preparando el viaje se volvió más serio y gruñón y se despidió de sus amigos y de su Paca el mismo día en el que salía del pueblo. Estuvo mucho tiempo fuera, y cuando por fin regreso al pueblo licenciado con su petate al hombro, descubrió que Paca y Bernardo… Su mejor amigo y su bella Paca se habían casado precipitadamente porque los padres de ella les descubrieron en el granero besándose como dos chiquillos enamorados. Y claro eso solo se podía arreglar con unas nupcias para evitar problemas mayores. Aunque de verdad que se querían fue precipitado. Nicasio adoraba a Paca y se sintió traicionado por su amigo Bernardo. Y los días siguientes al regreso se tornaron grises entre ellos. María prudente como nadie intento arreglar las cosas revelándole a Nicasio que una vez que se quedaron los dos solos el roce se les convirtió en cariño y se enamoraron. Bernardo galán como lo eres ahora tu, zagal, se declaró a Paca y ella se rindió a los besos de su jotero. Poco a poco la amistad entre Bernardo y Nicasio se enfrió. Se reprochaban cosas siempre con el rencor que Nicasio destilaba hacia Bernardo, hasta que la amistad se tornó en odio. Nicasio tuvo oportunidad de salir del pueblo y se fue, poniendo tierra de por medio. Bernardo dio por perdida la batalla de  volver a recuperar su amistad con él y se centró en la vida con su mujer. Que fue plena en amores y dichas muchos años, hasta que un trágico día…

—Murió mi madre —dijo Marcos mientras que el anciano asentía.

—Tu madre murió poco después de nacer tu hermano. Y ese doloroso día Nicasio dio el pésame a tu padre, y él dolorido se volvió de espaldas rechazando su apretón de manos —el anciano cabeceaba afligido—. Solo una vez al año se reúnen las tres personas que adoraron a la mujer más buena de toda la comarca del Ebro. Y no creáis que no le costó a la buena María llorar pocas lágrimas de sangre y pocos esfuerzos hasta que lo consiguió, pues los dos son tozudos. Pero solo por este día y en memoria de su ser más querido pactan esa tregua efímera. Luego tienen que pasar otros trescientos sesenta y cuatro días para que María y Paca vuelvan a reunirlos.

Los chicos se quedaron boquiabiertos.

Marcos miró a Elena que tenía las mejillas surcadas por dos gotas brillantes que reflejaban los primeros rayos de sol.

Fue entonces cuando Elena dijo.

—Marcos, vamos con ellos.

Los dos jóvenes se cogieron de la mano y corrieron en dirección al cementerio que se encontraba a una buena carrera de distancia.

Mientras corrieron Marcos arrancó unas cuantas flores de las ventanas de las vecinas y Elena con un lazo que llevaba en el moño las ató formando un bonito ramo.

Cuando cruzaron la puerta de forja del cementerio. Vieron a los tres de frente a la cruz que marcaba el descanso eterno de Paca y sin hacer ruido Elena cogió la mano de su tío Nicasio, y Marcos cogió de la cintura a María y reposo la otra mano en el hombro de su padre.

Nadie dijo ni una sola palabra.

Solo Marcos rompió el silencio incomodo que se creó para decir:

—Todos le echamos de menos madre. A partir de ahora todos los años nos uniremos a vosotros y no hay más que hablar.

Y cada uno lanzó sus flores a la lápida salpicando de colores la fría losa de mármol.

Cuando volvíamos para casa los chicos se adelantaron a nosotros tres que nos quedamos rezagados por nuestra propia voluntad. Teníamos que hablar y liberar toda la tensión que acumulábamos a nuestras espaldas y nuestros corazones.

—Lo siento Nicasio —dijo secamente Bernardo—. Nunca me podría haber imaginado que querías tanto a Paca. De haberlo sabido no…

—Calla —dijo cortante Nicasio—. Paca fue muy feliz contigo. Mucho más feliz de lo que la hubiera hecho yo. Y seguramente su corazón ya dependía del tuyo mucho antes de que me fuera del pueblo. Ni tú ni yo mostramos lo que sentíamos hacia ella abiertamente y nunca hablamos de eso entre nosotros.

—Mientras estábamos todos juntos nunca pensé en ella como la mujer de mi vida, pero cuando te fuiste… Compartí con ella ratos que antes compartía contigo, confidencias, penas y salto la chispa. Me enamore perdidamente y no pude evitarlo.

—Ya nada podemos hacer para cambiar los acontecimientos pasados —dije yo entre susurros—. Pero sí que podemos cambiar los tiempos venideros. Los jóvenes que van por delante de nosotros se quieren, puede que tanto o más de lo que los dos quisisteis a Paca. Y creo que se merecen una oportunidad. ¿No lo creéis así?

Los dos se miraron a los ojos y se dieron un apretón de manos, que se trasformó en un abrazo tan intenso que hizo que se me saltaran las lágrimas. Y aun lloramos más cuando me agarraron cada uno de una mano y nos fundimos en un abrazo los tres… Aunque seguro que Paca nos abrazaba a todos en esos dulces instantes.

—Nicasio, alguien tendrá que hablar con tu hermana. Y creo que la conversación será larga, porque el tema le va a parecer de novela —dijo Bernardo mientras se enjugaba las lágrimas.

—María, creo que necesitare tu ayuda para eso —dijo Nicasio, que esbozaba una sonrisa extraña. Seria por la falta de costumbre de reír.

Nos cogimos de la mano los tres y caminamos hasta casa en silencio.

 

 

Los años siguientes fueron muy distintos a los de los últimos tiempos. Era frecuente ver a esos dos amigos sentados en la puerta de casa liándose algún cigarro, hablando del día, del campo, bebiendo de la misma bota. Parecía que esos dos hombres habían rejuvenecido hasta el día en que Nicasio se fue del pueblo, pero la realidad era que cada vez eran más mayores.

No sé si la gente del pueblo habló de su reconciliación, tanto nos importaba. Las cosas se tornaron felices y yo me encontraba tan bien...

Tengo una familia maravillosa con cuatro sobrinos a los que siento como míos, aunque la sangre diga lo contrario.

Y esos dos viejos… los sigo teniendo puerta con puerta pleiteando. Pero esta vez por algo muy distinto... por el parecido de Paca, la hija de Marcos y Elena. Uno dice que se parece a él y el otro que si a la madre…

El caso es que hoy comienza un nuevo día. Acaba de salir el sol, por la fuente cae agua fresca y limpia, el río no se ha salido de su cauce. Aunque este invierno casi hace salir de sus casas a nuestros vecinos de los pueblos de al lado. El perrico está en la puerta esperándome y hoy es un día grande. Es el bautizo de Paca. Y nos tendremos que andar con ojo porque Luis, que ya no es el crío que era, ya le echa miradicas furtivas a Sofía, que se ha convertido en toda una princesita.

Pero eso… ya es otra historia.

 

 

Eduardo Comín Diarte (Luceni)

10 de Junio de 2013 en Salou


 


 

 

 

 

…miles de mariposas revoloteaban por mi estómago, y debían de haber subido hasta mi cerebro, porque allí estaba, mirándola sin seguir la conversación.

 

 

Oía el despertador a lo lejos. Pero quería seguir entre sus brazos, besándonos y rozándonos sinfín.

 

 

Sabor a café

Merche Comín Diarte

 


 


Sabor a café    

 

Cuando la vi del brazo de su padre,  caminando lentamente hacia al altar, con esa música de fondo y observada por tanta gente que vestía sus mejores galas, me di cuenta, que por fin, lo nuestro se acababa.

No pude evitar ir a verla, aunque algo dentro de mí, quizá el angelillo que dicen que llevamos en nuestro hombro derecho, me decía que no fuese. Que iba a dolerme tanto verla allí… que no podría sacarme esa imagen de mis retinas.

Preferí escuchar a mi corazón, a mi esperanza, y poder verle la cara. Descifrar la situación y ver si sus ojos desprendían felicidad, y sin más, me marcharía a refugiarme en el rincón más oscuro de nuestra habitación.

O por el contrario, seguía deseándome…

 

Vivo en el centro de Zaragoza, en una zona donde igual te encuentras a plena luz del día un sinfín de tiendas de “mírame y no me toques”, que a plena noche de un martes cualquiera, a unos cuantos celebrando que no tienen nada más que una miserable adicción.

Muy cerca de allí está mi cafetería, en la que paso la mayor parte del tiempo. En la que cada mañana a eso de las once, pasaba ella a tomarse el café de mediodía.

Café con leche, descafeinado de máquina, con la leche fría y dos azucarillos. Palabras que, con los días, fueron tomando más importancia para mí.

La verdad es que yo nunca pensé en fijarme en una chica como ella. Tenía una melena morena y estaba algo rellenita. Muy guapa de cara, y muy expresiva. Vestía siempre de negro y blanco, supongo que sería el uniforme de la tienda donde trabajase.

No teníamos conversación más allá de la de pedir el café, servirlo, cobrarle y desearnos buenos días con una agradable sonrisa.

Una mañana vino con la mirada triste. Yo diría que había estado llorando toda la noche. Pidió su café, echó el azúcar y removió millones de veces,  cómo si el azúcar de esa mañana no quisiese deshacerse.  Tenía la mirada perdida en la nada.

—¿Qué te ocurre hoy? ¿No lees el horóscopo del periódico?

¿Cómo? ¿A mí que me importa que esa chica no lea hoy el periódico? Y es más, ¿por qué sé que lee el horóscopo cada mañana?

—No —me contestó bastante seria.

—Lo siento. No quería meterme donde no me llaman.

—Oh, no. Perdona. Tengo un mal día. No quería ser grosera. Quizás lo lea más tarde, gracias.

Dios mío, ¡qué guapa! Me quedé mirando sus ojos verdes que estaban a punto de rebosar unas lágrimas. Se ruborizó, no sé si por mi indiscreción o por lo tajante que había sido en su respuesta. Cogió la taza, bebió el café de un trago, dejo el dinero sobre la barra, y se marchó.

Al día siguiente, cuando pasaban ya de las once y media, me di cuenta que todavía no había venido. Pensé que igual le había sentado mal mi inoportuno comentario y habría ido a cualquier otro bar de la zona. Mientras pensaba esto, me pidieron un par de cafés y me dispuse a prepararlos. Cuando estaba de espaldas, poniendo las cucharillas en los platos, oí su voz, y me giré para comprobar si era ella. Esbocé una sonrisa y he de reconocerlo, me alegré de verla allí.

—¡Hola! ¿Lo de siempre? —¿cómo? ¿Lo de siempre? ¿Desde cuando sabía yo qué era lo de siempre?

—Sí, gracias.

Me empezaron a temblar las manos, cosa rara en mí, he hice el café como siempre.

No podía evitarlo… Quería saber más, me apetecía acercarme a ella y hablar un rato. De lo que fuese, del tiempo, de trabajo, de cafés, de su maravillosa sonrisa… de lo que fuese.

—Aquí tienes, tu café.

Con una sonrisa, cogió el plato y lo acercó más hacia ella.

—¡Ah! Y hoy invita la casa –para eso era mía la cafetería, para invitar a aquella persona que despertase en mí esas ganas de verla cada día.

—Gracias, pero no es necesario.

Desde detrás de la barra, cogí aire, extendí mi mano y dije:

—Soy María, encantada –sí, María, así me llamo.

—Yo Elena. Igualmente.

—¿Trabajas por aquí?

—Sí claro, de ahí el uniforme.

—Qué tonta, por supuesto –miles de mariposas revoloteaban por mi estómago, y debían de haber subido hasta mi cerebro, porque allí estaba, mirándola sin seguir la conversación.

Removió el azúcar, dio dos tragos, leyó el periódico, y…

—Bueno, gracias por la invitación. Y hasta mañana.

Seguía allí parada, sólo me salió un tímido adiós.

Cuando desperté al día siguiente, me tiré de la cama, me duche, y en lugar de hacerme la coleta me pasé las planchas, me puse un poco de maquillaje, y me eché mi mejor perfume. Sólo tenía ganas de que amaneciese, y llegase la hora de verla.

Esa mañana, como siempre, en su tiempo de descanso paso a verme. Bueno, quiero decir, paso a desayunar. Y ya, esta vez sí, pude establecer una conversación un poco más normal. Aunque mis mariposas seguían campando a sus anchas.

—Deberías invitarla a salir o al cine de una vez, ¿No crees?

—¡Cállate Fran! —Fran es mi empleado, mi amigo. El único que de momento se ha dado cuenta que vengo a trabajar de diferente manera.

—Sólo te digo que no sabes nada de ella. Apostaría que no sabes ni donde trabaja.

Es cierto, no lo sé. Me quité el mandil, cogí mi chaqueta y salí a buen ritmo de la cafetería. Giré a la izquierda, que es por donde ella siempre iba, y empecé a mirar escaparates, aunque no me fijaba en ellos, sino a ver si detrás de todas esas cosas expuestas encontraba a Elena.

Allí estaba, atendiendo a una señora de mediana edad, que iba acompañada de una joven. No lo pensé mucho, entre en la tienda y esperé mi turno.

Mientras esperaba miré a ambos lados, y empecé a pensar que es lo que iba a comprar, o que es lo que le iba a decir.

Había muchas cosas, muchos objetos de regalo. Plumas, marcos de foto, figuritas, postales…

—Hola María, ¿Qué te trae por aquí?

Balbuceando, cogí el primer objeto que me alcanzó la mano y le dije:

—Venía a comprar uno de estos –mientras miraba que es lo que había elegido y vi que era una espantosa figura.

—¿Sólo una?

—Sí, es para regalar.

—Normalmente estos regalos son detalles para eventos: bautizos, bodas, comuniones, y no se suelen vender sueltos, van en cajas de varias unidades.

—Si, eso…. Quiero… Quiero varias unidades. Una caja para ser más exacta —me titubeaba la voz, no sabía ni para qué era, ni que iba a hacer con ellas… pero las quería.

—Eh, esto… María —me rozó tímidamente la mano— ¿Quieres pasarte esta tarde a la hora del cierre? Te invito a tomar algo, y te puedo ayudar a buscar otro regalo.

No sé si sabía que estaba pasando. O sí. Sí que lo sabía. Bueno, no estoy segura.

Mi estómago decidió empezar a dar vueltas. Estaba paralizada mirándole la mano, a la altura de su pierna y pensando si había sido una casualidad. Levante la cabeza, y mirándola casi de reojo contesté.

—Sí, me ayudas. Me paso esta tarde, perfecto.

Caminé hacia atrás hasta que topé con una estantería llena de cosas. Afortunadamente, no tiré nada. Abrí la puerta, salí y volví a buscar sus ojos verdes. Aunque enseguida volvió al catálogo y a atender a la señora.

De camino a la cafetería, me faltó volar. Habíamos quedado, y había sido ella la que me lo había pedido a mí. —Ya verás cuando se lo cuente a Fran —pensé.

Antes de las ocho de la tarde ya estaba allí, con mi pelo recién lavado, unos vaqueros ajustados, y unas botas con algo de tacón. Me puse una blusa que realzase más mi cuerpo y un abrigo con cinturón, para que marcase bien mi cintura. Y la esperé en la puerta. Miré a través del escaparate y la vi allí, a sus cosas sin que ella supiese que la estaba observando. Se me hicieron eternos los minutos.

Un minuto antes de la hora, ella levanto la mirada, y me miró. Me echo una sonrisa y se metió en la trastienda. Al momento se apagaron las luces. Mientras salía rebuscando en el bolso las llaves para cerrar la puerta, me dijo:

—Hola, ¡qué puntual!

—Hola. Si, tenía muchas ganas de verte.

No aguataba más. Tenía que decirle que no había dejado de pensar en el roce de su mano, en su invitación, en ella…

—¿Te parece bien que vayamos al paseo? Allí hay muchos bares, y estamos un poco más alejadas de aquí.

¿Cómo no me iba a parecer bien? Me parecía estupendo.

Estuvimos hablando de un montón de cosas, pero todas de carácter muy general. De películas, de libros, del mal tiempo que estaba haciendo. Pero he de reconocer que ninguna nos acordamos de hablar del regalo que yo tenía que comprar.

Se hacía tarde, nos levantamos de la mesa y salimos del bar. Lejos de despedirnos, comenzamos a caminar y continuamos hablando y riéndonos. No quería que pasase el tiempo. De pronto le dije que tenía el coche ahí cerca, y era muy tarde. Ella se quedó parada, se le borró la sonrisa de la cara y me dijo que no, que cogía el autobús. Cuando insistí más, me dijo que tenía que contarme una cosa. Y solamente con el cambio de su expresión, noté que algo no iba bien.

Eran las seis y media de la mañana, no tenía ganas de levantarme de la cama, pero tenía que ir a trabajar. Me levanté, recogí mi pelo en una coleta, me lavé la cara y salí de casa.

Abrí la cafetería, encendí todas las luces, y comencé a rellenar las cámaras. Se abrió la puerta y antes de que pudiera ver mi cara, con un tono triunfador, comenzó la ronda de preguntas.

—Fran, no estoy de humor. Termina de bajar las sillas y trae más paquetes de café, el molinillo está casi vacío –pensé que con eso sería suficiente para evitar que mi amigo mantuviese su boca cerrada.

—Venga María, que nos conocemos, ¿Qué tal anoche?

—Mal, muy mal. Te lo resumiré para que lo entiendas y dejemos la conversación. Está a punto de casarse con él. Su novio de toda la vida. El hijo de los mejores amigos de los padres. Así que no hay nada que hacer.

Fran, que si hubiera podido hubiera metido la cabeza en el molinillo, no volvió a preguntarme nada.

Eran las once de la mañana, estaba a punto de llegar. Me puse el abrigo, y deje a mi amigo al frente de todo. Quería dar una vuelta y que el maravilloso cierzo me despejase las ideas.

A las doce volví a mi puesto de trabajo, y a los pocos minutos entre café y caña, me dijo en voz muy baja que no había venido. Seguí así toda la semana.

Pasaron casi dos meses, cuando de pronto una mañana, volví a oír su voz entre todas las conversaciones del bar.

Me giré, nos miramos y me dijo:

—Un café con leche, descafeinado de máquina, con la leche fría y dos azucarillos, por favor.

Mi mundo se vino abajo, y le pedí a mi amigo que le sirviese el café.

Observé que tenía los mismos ojos que el primer día que me fije en ella, tan llenos de lágrimas, como de tristeza. Me metí a la cocina, y comencé a llorar.

—Sólo la conozco de unas horas Fran, pero fueron las mejores horas de mi vida.

Mi amigo me abrazó, me seco las lágrimas, y me dio una nota. Salió mientras yo leía la nota.

“Me gustaría volver a verte.”

Salí de la cocina, y la vi marcharse. Cuando iba a salir de la barra, Fran me cogió del brazo y me dijo que le había dejado su teléfono. Y que sólo si salía a buscarla en ese mismo momento, me lo diese.

Me apresuré a mandarle un mensaje. No tenía nada que perder. Quedamos esa misma tarde, a las ocho, cuando ella salía de trabajar. Nos volvimos a mirar entre las figuritas y los carteles de ofertas del escaparate, y nuestras miradas lo decían todo.

Cerró la puerta, me dio dos besos, y comenzamos a caminar hasta el mismo bar de aquella noche.

—No he podido olvidar aquella noche, María. He dejado pasar el tiempo, pero no he logrado olvidarte.

Madre mía… en ese momento, no sabía qué hacer, ni que pensar. ¿Qué quería decir eso? Para mí eran buenas noticias, pero ella no lo decía con buena cara.

—He dejado a Jorge. No podía seguir con él teniendo estas dudas, y menos a seis meses de la boda.

—¿Por mí?

—¡Qué pregunta, María! Claro que por ti. Nos hemos dado un tiempo.

¿Qué decirle cuando me está diciendo la mujer más guapa del planeta que ha dejado a su novio plantado a seis meses de la boda por mí?

—Me gustas —¿Qué? ¿Quién ha hablado por mí, ahora? Yo sólo lo estaba pensando.

—Vámonos de aquí.

Salí del bar, sin saber a dónde íbamos. ¿Dónde me llevaba? Sin mediar palabra, y a paso muy ligero, la seguía. Anduvimos un par de calles, y llegamos a un portal. Entramos y subimos a la segunda planta, abrió una de las puertas del rellano, entramos a casa, y dio dos vueltas de llave. Seguía sin decirme nada. Me miró un buen rato, yo abrí los ojos con cara de no saber que estaba pasando, y en ese momento, me agarro la cara y me besó. Me quede inmóvil, y sin saber reaccionar, cuando se apartó, se llevó las manos a la boca y más allá de arrepentirse, repitió.

Mientras me quitaba el abrigo sin separarme de sus labios, íbamos yendo hacia el salón. Allí dejé mi bolso y las llaves del coche que llevaba en la mano. Cuando me giré ya no estaba, pero vi al fondo del pasillo la luz tenue de una mesita de noche. Fui hacia ella, y efectivamente, llegué hasta su habitación, donde pasé la mejor noche de mi vida.

A la mañana siguiente me despertó un olor a tostadas recién hechas y el ruido del exprimidor. Abracé la almohada y olisqueé su perfume. Suspiré mientras saboreaba la felicidad.

Me levanté, y allí estaba, con una bata de hace mil años, toda despeinada y haciéndome el desayuno. La abracé.

Nos sentamos en la mesa y seguimos riéndonos mientras cogíamos fuerzas. Estaba todo buenísimo. Era perfecto.

Nos arreglamos, nos besamos, nos pusimos los abrigos y salimos de su piso. Fuimos andando hasta la puerta de su trabajo, donde me dio un beso en la mejilla y me dijo que luego se pasaba. ¿Se pasaba? ¿Por dónde? ¡Mierda! Por la cafetería, ¡Fran!

Eché a correr, mientras sacaba el móvil de mi bolso. Un montón de llamadas pérdidas y mensajes. Cuando llegue allí, estaba el bar “manga por hombro” mientras seguía preparando tapas y demás él solo.

—Lo siento, lo siento, lo siento…

—¡Calla y ayúdame! Pero luego me cuentas –y se echó a reír.

Recogí todo lo deprisa que pude, y serví a los clientes que llevaban un rato esperando. Pobre Fran.

Cuando nos juntábamos en la barra, me intentaba sacar información rápida. Pero no solté prenda hasta que no tuvimos un rato para contarle lo maravillosa que había sido la noche.

Ya era casi la hora, estaba a punto de venir, y estaba hasta nerviosa de volver a verla. Su pelo, su forma de remover el café… no podía pensar en otra cosa.

Abrió la puerta del bar, y desde la otra punta, le pregunte.

—¿Lo de siempre? —sí, esta vez sí. Ahora sí que sabía que era lo de siempre.

—Sí, gracias.

Le lleve el desayuno, pero también el periódico abierto por la página del horóscopo.

Dejó el dinero en la barra, y se marchó.

Nos enviamos decenas de mensajes a lo largo del día. Y volvimos a quedar esa tarde. Esta vez, vino ella a buscarme, y nos quedamos allí. Le dije a mi amigo que podía irse antes, que ya cerraba yo. Y aceptó encantado.

Recogí, cerré el bar, pero nosotras nos quedamos dentro. Apagamos las luces, y volvimos a besarnos en la oscuridad.

Así fueron pasando los días. De escondite en escondite. Mi casa, era ya casi su casa. Tenía cosas suyas por todos sitios. De hecho, un mes más tarde, ya la llamábamos nuestra habitación. Todo me recordaba a Elena.

Era jueves, y estrenaban en el cine una película que tenía muchas ganas de ver. Le propuse ir juntas pero no contestó al mensaje.

Pasé por la tienda y vi que no había nadie. Entré a verla un rato. Cuando sonaron las campanitas de la puerta, anunciando que entraba alguien, se oyó su voz diciendo:

—Voyyyyy

Cuando se retiró la cortina de la trastienda y salió, le vi los ojos y la cara hinchados de haber llorado un buen rato.

—¿Qué te pasa cari?

—Tenemos que hablar, María.

—Claro, dime. ¿Qué te pasa?

—No, aquí no. Mejor cuando salga de trabajar paso por el bar.

No sé qué podría pasarle, era todo maravilloso, nos entendíamos, nos queríamos…

Luego lo entendí.

Cuando cerré el bar, mientras me ayudaba a recoger todo, me contó lo que ocurría. Había vuelto a verle.

Se me escapó de las manos la escoba, noté como mi corazón se paralizaba, mis ojos se convertían en un mar de lágrimas y necesitaba estar sola. Me apoyé en una de las mesas, y le pedí que se marchase. Para ella esto sólo había sido un juego, pero para mí había sido diferente.

Estaba paralizada viendo cómo se ponía la chaqueta y se colgaba el bolso. Sacó su melena que se había quedado dentro del abrigo y abrió la puerta de cristal. Se giró y secándose las lágrimas me dijo:

—María, te quiero. Pero no debo tirar tantos años y las ilusiones de nuestras familias, por algo que nunca van a aceptar de mí.

Cerró la puerta y se marchó.

Jorge era una persona que no tenía problemas de dinero, un hijo de papá. Tenía unas cuantas empresas y viajaba mucho. Además era un chico atractivo, casi rubio, ojos claros, un cuerpo perfecto y un coche para cada ocasión. Lo tenía todo, menos a ella.

Mientras nosotras nos amábamos, mientras yo pensaba que lo nuestro había cogido el rumbo de una relación, él estaba de viaje de negocios de un país para otro, sin llegar a creerse que Elena le había dejado.

Al día siguiente, casi a la hora del cierre, cuando reaccioné a lo que había pasado, decidí pasarme a verla. Necesitaba algún tipo de explicación.

Cuando entré en la tienda y las campanillas de la puerta sonaron,  levantó la cabeza y se quedó mirándome. Se incorporó de la silla y vino hacia mí. Me abrazó.

—María, necesitaba verte. Pero no sabía que decirte cuando descolgases el teléfono.

Yo estaba muda, sin saber que decirle. Agarré su cintura y la apreté correspondiendo a su abrazo. Se apresuró en cerrar la puerta de la tienda. Me cogió de la mano, y nos metimos en la trastienda. Me volvió a besar. En su mirada notaba el deseo, pero también sus dudas.

—Necesito que me digas lo que pasa. No sabía nada de ti desde anoche —le dije cogiéndole la cara—. ¿Has vuelto con él?

Los segundos se hicieron eternos, y después de una pausa, sus brazos se desprendieron de mis hombros, me dio la espalda y me contestó.

—No es fácil explicarlo, María. Te deseo. Me gusta estar contigo. Esta mañana cuando ha sonado el despertador, he visto que no estabas. Pero le he visto a él.

Dios mío, han dormido juntos.

—¿Has vuelto con él? —repetí.

—No es que haya vuelto con él. Es que nunca le dije que lo nuestro se acababa.

—Me mentiste —mi corazón se arrugó. Dejó de latir.

—Él se iba unas semanas de viaje y quería estar segura antes de decírselo.

—¡Pero no se lo vas a decir! Hoy habéis dormido juntos. Me mentiste.

Salí de la trastienda, abrí la puerta y antes de marcharme me agarró por el brazo y me forzó a volverme.

—Dame tiempo María. No sé cómo enfrentarme ni a él, ni a mi familia. Esto es nuevo para mí.

—Déjalo Elena —le dije con la voz entrecortada—. No hay tiempo. Te casas en tres meses y te has enamorado de una mujer. Jamás tendrás tiempo suficiente para aceptarlo y decírselo.

—Quiero seguir viéndote.

—Elena, de verdad. Déjalo. No voy a seguir con esta farsa. Sólo he sido un juego para ti, una novedad. Tú tienes tu vida, y yo la mía.

Se oyó el claxon de un coche, me giré y vi a Jorge que había venido a recogerla. De un golpe seco quité mi brazo de su mano, y comencé a andar sin mirar atrás. Cada paso que daba me alejaba más de Elena.

Antes de llegar al bar, oí como alguien venía corriendo hacia mí. No me importó quién era. Hasta que escuché mi nombre, en una voz que no había escuchado nunca. Era Jorge.

—¡María! ¡María!

No tuve tiempo de reaccionar. Era él.

—¡Hola María! Soy Jorge, el novio de Elena, la chica de la tienda —estúpido, ¿te crees que no sé quién es Elena?—. No quería molestarte, sólo quería conocerte. Elena no hace más que hablarme de ti. Y sentía curiosidad por saber quién eras.

¿De qué va esto?

—Pues ya me conoces. Encantada.

Comencé a andar, cuando volví a escuchar a mis espaldas a Jorge.

—Gracias por quedarte estos días con ella.

De lejos vi cómo se acercaba Elena hacia nosotros.

—¡Vamos Jorge! —dijo ella mientras llegaba.

Yo, con las manos en los bolsillos y parada frente a él observando la situación, sin saber que pasaba y cómo reaccionar.

—Bueno, lo dicho María, encantado de conocerte. Y gracias otra vez por estar estos días con ella. Eres una buena amiga.

¿Amiga?

Ella se agarró de su brazo y fueron hacia el coche. Me quedé mirando cómo se alejaban.

A la mañana siguiente, casi a las once, volví a acordarme de ella. No paraba de mirar el trozo de barra dónde se sentaba cada día a desayunar. La amaba.

—¡María! —me gritó Fran casi en el oído. Lo miré mientras empecé a notar que la mano me quemaba.

—¿En qué estás pensando? Hace rato que la leche que hay en la jarra se ha calentado —había rebosado y me había puesto perdida.

—¿En qué voy a pensar, Fran? Es casi la hora.

—No puedes estar así. Vete a casa, descansa y vuelve esta tarde. Te vendrá bien dormir un poco.

No le pude decir que no. No quería estar allí y verla entrar. Pero tampoco quería perderme el único rato al día que la veía.

Al llegar a casa, me puse el pijama y me metí en nuestra habitación. Desde allí comencé a mirar su lado de la cama, a oler su perfume en la bufanda que se había dejado. Me derrumbé.

Me costó más dormirme que el rato que estuve durmiendo. Me levanté, me duche y me recogí el pelo en una coleta. Me puse el abrigo y baje a la calle.

Eran las siete de la tarde, y solíamos cerrar sobre las diez. Así que sólo volvía para ayudar a mi amigo a cerrar y recoger todo. Cuando llegué sólo había una pareja en una mesa. Estaba todo tranquilo y limpio. Mi amigo esperaba que se hiciera la hora para cerrar e irse a casa.

—Tienes mejor cara. ¿Has descansado?

—Sí, algo. Tú, por el contrario tienes un cara… —dije sonriendo.

—Venga María, que no es para tanto. Sólo la conoces de un tiempo y tú eres muy fuerte. Seguro que encuentras a otra —me dijo Fran mientras me ofrecía un chupito.

Detrás de ese trago llegaron dos más. Y más tarde, cuando cerramos la cafetería, siguieron otros cuantos. A ratos reíamos, a ratos lloraba y mi amigo me consolaba. Se nos hizo muy tarde.

Fran, que no vivía en el centro, y tenía que coger el coche para ir a casa, iba igual de perjudicado que yo. Y le ofrecí quedarse en casa. Él, soltero de nacimiento aceptó encantado.

—¡Tendrás que dormir en el sofá! No hay más que una cama y es la mía —le dije mientras intentaba atinar en la cerradura.

Mientras él estaba en el baño, preparé dos jarras bien llenas de hielo, y saqué una botella de ron. Encendí la televisión y dejé el canal de la teletienda, tampoco había mucha opción a esas horas.

Bebimos un par de tazas cada uno, cuando empecé a verlo más atractivo de la cuenta. Era hora de irnos a dormir. Saqué una manta del armario para que no pasase frío. Cuando volví ya estaba dormido. Menos mal.

Me fui a mi habitación, y sin quitarme ni la ropa me eche encima de las sábanas donde Elena y yo habíamos pasado esas placenteras noches. ¡Cuánto la quería! Y como la echaba de menos.

Oía el despertador a lo lejos. Pero quería seguir entre sus brazos, besándonos y rozándonos sinfín. De repente la voz de Fran dándome los buenos días me hizo darme cuenta que sólo estaba soñando.

Pasaron los días, las semanas. Y yo seguía pensando en ella. Cada mañana, cuando se acercaban las once y pasaban las once y media, y seguía sin venir, la notaba un poco más lejos. ¿La estaba olvidando?

En ese mismo instante, cuando el reloj llegaba casi a las doce. Noté un escalofrío. Cerré mis ojos y pedí al cielo, que cuando me diese la vuelta no fuera ella. Ya casi no me dolía cuando alguien me pedía dos azucarillos o la leche fría.

—Hola… —titubeé mientras la miraba.

—¡Hola! ¿Me pones lo de siempre?

Estaba a unos días de su boda. Tres exactamente. Y había venido a verme. ¿Por qué?

—Te preguntarás por qué vengo después de tanto tiempo —levanté mis cejas y se entendió perfectamente que la respuesta era afirmativa—. Me apetecía un café y volver a verte.

—Muy bien. ¿Descafeinado, verdad?

—Sí, como siempre.

Preparé el café mientras me enfadaba, eché la leche fría mientras se me pasaba el enfado, y se lo puse en la barra  mientras se despertaba en mí lo poco que había dejado de sentir.

—Gracias —me dijo mientras dejaba dos euros en la barra.

—No hace falta. Invita la casa —llevé hacia su mano la moneda y rocé tímidamente sus dedos.

—María, ¿volveré a verte?

No contesté. Me di la vuelta y me metí a la cocina, no quería que me viese llorar. Cuando salí, ya no estaba. Miré a Fran y moviendo la cabeza de un lado para otro me dijo que no. Se había ido y esta vez no había dejado ninguna nota.

 

Era hoy. Eran las malditas once y media de la mañana. ¿Por qué me había vestido e iba camino de esa iglesia?

Cuando la vi del brazo de su padre, caminando lentamente hacia al altar, con esa música de fondo y observada por tanta gente que vestía sus mejores galas, me di cuenta, que por fin, lo nuestro se acababa.

Cuando pasó por mi lado, su mirada se cruzó con la mía. Fueron eternas las cosas que nos dijimos. Me levanté, salí de la iglesia y eché a correr hacia el bar de enfrente.

Pedí un ron con hielo. Y me senté en la esquina de la barra del bar mirando los hielos. Cogí el vaso, le di un par de vueltas y bebí un poco. A mi lado se sentó alguien. No me importó lo más mínimo. Dejé el vaso y seguí mirando cómo se mezclaba el ron. Cuando de repente la persona que tenía a mi lado levantó la mano al camarero y pidió:

—Un café con leche, descafeinado de máquina, con la leche fría y dos azucarillos.

Levanté mi cabeza, la miré y allí, delante de la clientela del bar, nos dimos el beso más dulce de la historia.

 

 

Merche Comín Diarte

Luceni, a 14 de febrero de 2014




 

 

 

 

Su tiempo era lo único que realmente le pertenecía y quería vivirlo a su manera. Desde que era pequeña lo había sentido así: “mi tiempo es mío, es lo único que tengo”.

 

 

Cada día amanece, y después de la noche mas oscura llega el día mas claro.

 

 

Una parada en el camino

Mª Victoria Andreu Fauquet

 


 


Una parada en el camino

Empezaba a refrescar en el parque.

Aquella tarde, a pesar de que había tenido un mal día decidió salir a correr un rato, los excesos cometidos durante las pasadas fiestas habían dejado su huella, y quería recuperar su peso antes de que llegase el mes siguiente. Se aproximaba la gran fiesta que tanto había esperado y no quería que nada fallase, todo tenía que ser perfecto, habían sido muchos años de duro trabajo y muchas horas robadas al sueño, para conseguir llegar a formar parte del equipo de dirección del periódico El Matinal, donde empezó a trabajar hacía ya cinco años, cuando terminó la carrera y decidió dejar su ciudad para probar suerte fuera de su entorno. Quería empezar de cero y demostrarse que era capaz de arreglárselas sola.

Pilar fue contratada como estudiante en prácticas al terminar sus estudios de Periodismo, y a pesar de que las cosas andaban mal por la condenada crisis, ella había conseguido hacerse un hueco y convertirse en imprescindible.

Siempre se había exigido mucho, así que desde el principio decidió que nada, ni nadie, le apartarían de la meta que se había marcado.

Quería vivir su vida de forma independiente, su tiempo era lo único que realmente le pertenecía y quería vivirlo a su manera. Desde que era pequeña lo había sentido así, “mi tiempo es mío, es lo único que tengo” (cuantas veces se lo había dicho a su madre cuando esta le decía: “no pierdas el tiempo hija mía”).

Comenzó a correr despacio, tenía los tobillos entumecidos y no quería forzar mucho, iría a medio gas hasta que hubiese calentado lo suficiente, se ajusto el gorro y los auriculares; empezó a sonar la música y de forma automática ella empezó a avanzar por los senderos mientras de forma distraída organizaba en su cabeza la jornada del día siguiente.

No vio el socavón hasta que sintió un dolor que le pareció infinito y cayó de bruces al suelo, entonces se dio cuenta de que había un agujero que había quedado casi tapado por las hojas que se acumulaban en los bordes del camino. ¿Cómo pudo no verlo? Ella siempre se fijaba en todo y estaba atenta hasta de los más pequeños detalles. No podía ponerse en pié, el dolor y la inflamación iban en aumento, de repente se sintió vulnerable.

En dirección contraria venía una chica que también practicaba footing y al verla en el suelo se acercó a socorrerla.

—¿Qué te ha pasado? —preguntó.

—Pues…, parece que no me he dado cuenta de que había un socavón en el sendero y he metido el pié.

—¿Te duele? —preguntó la desconocida.

—Muchísimo —respondió Pilar—. Tengo un intenso dolor y además no puedo ponerme en pié y se me está inflamando el tobillo.

La desconocida echó un vistazo al tobillo y mientras le quitaba la zapatilla deportiva le dijo:

—Esto no pinta bien. ¿Cómo te llamas?, yo soy Eva. Vivo cerca de aquí y tengo el coche aparcado a la salida del parque, no te muevas que voy a acercarlo y te llevo al Hospital.

De un salto se puso en pié y echo a correr tan rápido que antes de que se diese cuenta Pilar, Eva había desparecido de su vista. Habían pasado unos pocos minutos cuando vio acercarse hacia ella un pequeño vehículo, era un Smart que pasaba sin problemas por aquel sendero por el que Pilar jamás había visto pasar ningún coche. Entonces el vehículo se paró a su lado, Eva bajó y ayudó a Pilar a entrar en él. Era muy pequeño, pero muy cómodo, pensó Pilar. No sabía que decir, el dolor del tobillo era tan intenso y todo había pasado tan deprisa que se había quedado bloqueada. Entonces reaccionó y al final articulo palabra:

—Muchas gracias Eva, ¡me has salvado la vida!

—Ja, ja, ja, ja… que exagerada eres. No será para tanto, pero todavía no se como te llamas.

—Perdona, soy Pilar, Pilar Mendiola. Bajo con frecuencia al parque a practicar footing desde hace cinco años por el mismo sendero, y no entiendo como me ha podido pasar esto.

—¿Y a qué te dedicas Pilar Mendiola? Aparte de a romperte el tobillo en tus ratos libres, perdona, es broma.

—No te preocupes, no sé como he podido ser tan descuidada… Pues… soy periodista, trabajo en el Matinal. ¿Y tu?, ¿a que te dedicas?, además de a salvar a patosas como yo.

—Pues has tenido suerte, yo soy camarera, pero mi novio es médico y está de guardia hoy en el hospital, así que cuando lleguemos nos estará esperando en la puerta, porque le he llamado mientras iba a buscar el coche. ¿Has llamado tú a alguien?

—Pues no, tengo la mala costumbre de no coger el móvil cuando salgo a correr. De todas maneras vivo sola y mi familia no vive aquí, además estoy acostumbrada a valerme por mi misma y a solucionarme los problemas solita.

—¡Pues en este caso no creo que hubieses podido dar un solo paso si no es con ayuda!

—Tienes razón Eva, no se que hubiese hecho sin tu ayuda.

Eva volaba con aquel pequeño coche, tocaba el claxon continuamente para hacerse hueco entre los vehículos con los que se cruzaban y apenas habían pasado diez minutos cuando llegaron al hospital. En la puerta había un caballero de pelo cano y con una bata blanca fumándose un cigarro: “no puede ser que ese anciano sea el novio de esta chica tan joven”, pensó Pilar, que le echaba a Eva unos veinticinco años, año arriba o abajo, y aquel hombre se diría que pasaba ampliamente la cincuentena.

—Mira Pilar, ahí está mi novio, se llama Julián. Es ese que acaba de tirar el cigarro al suelo. No te lo creerás, pero cuando me ve hace siempre lo mismo, se piensa que no me doy cuenta. Se comporta como un niño, y como habrás observado podría ser mi padre.

—Pues tienes razón, parece mayor… —Pilar sentía que Eva le había leído el pensamiento, y noto como un calor invadía sus mejillas.

—No te preocupes Pilar, todo el mundo piensa lo mismo cuando lo conoce, pero te aseguro que la diferencia de  edad no es un problema para que pueda existir una relación fantástica. Yo soy el más claro ejemplo, y no te lo digo porque sea mi caso, siempre lo había pensado, incluso antes de enamorarme de Julián.

—No, si yo no…, vamos que me parece muy respetable. ¡En fin que no me gusta sacar conclusiones precipitadas!

—¡Hola amor! —dijo Eva—. Ayuda a Pilar a sentarse en la silla de ruedas que yo voy a aparcar y ahora subo.

—Hola Eva, como se llama tu amiga —preguntó Julián, mientras echaba un vistazo al tobillo de Pilar e intentaba moverlo y girarlo con sumo cuidado.

—¡Ay! Soy Pilar, me he torcido el tobillo en el parque y en ese momento pasaba Eva y me ha socorrido. ¡Ha sido mi ángel de la guarda!

—Así es Eva, un ángel de la guarda. Has tenido suerte Pilar, con todo.

Todavía estaba Pilar acomodándose en la silla de ruedas cuando Eva había desaparecido de su vista y la había dejado con aquél desconocido. Pero que día llevaba…, en definitiva Eva también era una desconocida, solo veinte minutos antes ni siquiera conocía a ninguno de los dos, y ahora tenía la sensación de que Eva fuese su amiga de toda la vida.

Mientras Julián empujaba la silla por aquellos pasillos llenos de gente no paraba de hablar. Pilar tenía una rara sensación, el tobillo parecía que le iba a estallar y no podía concentrarse en todo lo que Julián iba diciendo.

—Así que eres amiga de Eva, ¿tu también vas a correr todos los días? Ella es incansable, tiene una energía desbordada, no puede parar un momento. Llevamos tres años juntos y cada día conozco un nuevo amigo suyo.

—No, que va —dijo Pilar—. Acabo de conocerla, cuando me he caído ha venido a socorrerme y antes de que me diese cuenta ya casi habíamos llegado al hospital.

—Así es Eva…, un amor. ¿Te duele mucho el tobillo?, ¿puedes apoyarlo?

—Si, me duele cada vez más. Cuando me he caído en el parque no he podido ponerme en pié, ahora no puedo apoyarlo. La verdad es que entre Eva y tú me habéis llevado en palmitas.

—Tiene toda la pinta de ser un esguince, que en medio de todo es lo menos malo. Si hubiese sido una luxación el dolor sería mucho más intenso y tendría otro aspecto, pero enseguida saldremos de dudas.

En aquel momento llegaron a una pequeña sala que estaba a rebosar de todo tipo de cosas, una enfermera se les acerco y saludo a Julián afectuosamente:

—Hola Julián, ¿que tenemos aquí?

—Parece un esguince, quiero que la lleves a rayos y que le hagan una radiografía del tobillo derecho, para descartar una lesión mayor, pero parece un esguince… Anda llévatela y luego me la traes a mi consulta —sonrió amablemente a la enfermera y se dirigió en tono tranquilizador hacia la paciente—. Pilar te dejo en manos de Nuria, es la mejor enfermera del servicio de traumatología, enseguida nos vemos.

Pilar estaba alucinando, iba pasando de mano en mano, de desconocido en desconocido y se dejaba hacer sin decir nada. Cuando avanzaban por el pasillo vio que Eva se acercaba hacia ellas.

—Hola Nuria, cuanto tiempo sin verte. Te encuentro fantástica, ¡la maternidad te prueba! Ya veo que has conocido a Pilar.

—Hola Eva, yo también me alegro de verte. Me llevo a tu amiga a rayos. Julián está en su consulta, si quieres ir hacia allí en un momento os devuelvo a Pilar.

—¡Nos vemos Pilar! —me dijo Eva mientras se alejaba de ellas.

Todo transcurrió deprisa, nunca antes había estado en un hospital, gracias a Dios gozaba de muy buena salud, solo había ido en algunas ocasiones de visita y no le gustaba mucho el olor que destilaban los pasillos de los hospitales.

De nuevo se encontró con Eva y Julián. Nuria le dio las radiografías a Julián y se despidió muy afectuosamente de los tres.

—Bueno chicos, a mandar. Ya sabéis donde encontrarme, lo dicho Eva, me alegro de verte tenemos que quedar algún día y tu Pilar, que te mejores —dijo mientras cerraba la puerta de la consulta a sus espaldas.

Julián saco las radiografías del sobre y empezó a escudriñarlas con gran atención.

—Bueno Pilar, esto es lo menos que podía pasarte, estás de suerte. No tienes ninguna fractura, ni luxación, es un esguince limpio y en poco tiempo ni te acordarás de él. Te lo voy a vendar  con una férula para procurar inmovilizarlo en lo posible y me tienes que prometer que harás reposo. También te voy a prescribir un antiinflamatorio, cuando llegues a tu casa te quitas el vendaje y te aplicas hielo, eso te irá muy bien para bajar la inflamación. Te ha salido un pequeño hematoma que es absolutamente normal. La torcedura te ha tenido que doler, ¿verdad?

—Ya lo creo…

—No te preocupes, en un mes como nueva.

—¡Un mes! —exclamó Pilar. En ese momento se acordó de su fiesta importante del periódico, y de los zapatos de tacón que ya se había comprado a juego con su traje. Se acordó de todo el tiempo que llevaba preparando ese día (que tenía que ser perfecto), y de repente explotó, empezó a llorar y a gimotear como si toda la tensión acumulada por todos los acontecimientos que habían ocurrido aquella tarde de forma precipitada buscasen una vía de escape. Eva y Julián se miraron sin entender a que venia aquella explosión emocional.

—Perdonarme chicos —dijo Pilar cuando consiguió calmarse—. Han sido muchas cosas las que me han pasado esta tarde. Estoy muy agradecida por vuestra ayuda, la verdad es que os habéis portado genial conmigo, no se que hubiera hecho en el parque si no llega a venir Eva a socorrerme… El caso es que dentro de un mes tengo un acontecimiento profesional que llevo mucho tiempo preparando y cuando Julián ha dicho que en un mes estaré bien me he acordado de que ese día quería estar perfecta y estrenar mis zapatos de tacón, no se si podrá ser…Nunca antes he utilizado tacones, pero ese día quería ponerme unos especiales, es una bobada, pero para mi tiene sentido.

—Pero Pilar, si no puedes ponerte tus tacones podrás acudir con calzado plano. Lo que te aseguro es que para entonces ya tendrás curado el esguince y que la inflamación habrá cedido, y por supuesto el dolor habrá desaparecido.

—Por cierto Pilar —dijo Eva como si se descolgase de una nube—, antes me has dicho que no tenias teléfono. Toma el mío y llama a quien quieras…

—No, gracias Eva. Aquí no tengo familia, ya llamaré desde casa cuando llegue. Cogeré un taxi en la puerta del hospital, no quiero causaros más molestias.

—Cómo que un taxi, yo te llevaré a donde tú me digas y te ayudaré a instalarte en tu casa. Faltaría más…

—Pero me sabe mal que…

—Calla, calla mujer. N hay más que discutir.

Eva salio de la consulta mientras le decía a Julián:

—Que la baje un celador a la puerta de urgencias que en tres minutos estoy yo allí.

Dicho y hecho. En pocos minutos Pilar se vio de nuevo en el asiento del Smart de Eva.

—A donde vamos Pilar, ¿dónde vives?

—En la calle que hay frente a la entrada principal del parque, en el número diez. Vivo en un bajo.

—¡Pero que casualidad! —exclamó Eva—. Yo también vivo en esa calle, por eso que suelo verte con frecuencia por esa zona, y por el parque también te había visto en varias ocasiones.

Pilar se quedó paralizada, ¿como podía ser que la conociese? Ella nunca había reparado en Eva, y sin embargo Eva parecía conocer gran parte de sus movimientos.

—La verdad es que en alguna ocasión he pensado en saludarte a fuerza de verte con tanta frecuencia, pero parece que estás siempre en otro mundo, siempre concentrada en tu mundo interior, ¿no?

—Pues quizá tengas razón Eva. Aprovecho mis ratos de ocio para organizarme el trabajo del día siguiente, las reuniones, viajes, y demás. Creo que debería desconectar de vez en cuando. Esta tarde puedo asegurarte que la desconexión ha sido total, no se ni que hora es.

—Son las nueve menos cuarto.

—¡Santo cielo! Tenía que haber llamado al jefe de redacción hace media hora para concretar una noticia que tiene que salir mañana en primera plana. ¡Creerá que me ha pasado algo!

—¡Pues creerá bien Pilar! Te ha pasado algo que te ha hecho detenerte, yo creo que ha sido algo positivo, las cosas nunca pasan si no hay una razón para ello, puedes estar segura —Eva siguió hablando—. Yo vivo en el número veintitrés, en un pequeño apartamento del ático. Ese es mi cielo particular, desde la terraza tengo una vista maravillosa de toda la ciudad. Se ve el mar y la montaña, y la luz entra a raudales, necesito la luz para vivir, soy como las plantas. Si te digo la verdad no entiendo que ve la gente por la noche, las cosas más bonitas de la vida ocurren a plena luz del día, me encanta el día, la luz, el sol, me encanta verlo todo a plena luz.

—Que apasionada eres Eva, la verdad es que  me alegro de haberte conocido, aunque el motivo haya sido tan malo…

—Mira, ya hemos llegado Pilar. Espera que me subiré un poco a la acera y te ayudaré a bajar.

Eva ayudó a Pilar a bajar del coche y la acompañó hasta su casa. Allí se ocupó de dejarla bien instalada y se despidió.

—Hasta mañana Pilar, procuraré venir a primera hora. Intenta descansar y haz las llamadas justas y si quieres un consejo mañana deberías tomarte el día libre.

Habría pasado aproximadamente una hora cuando Pilar terminó de hacer todo lo que tenía en mente. Llamó a su casa y habló con su padre, su madre había salido a hacer una visita.

—Querrá hablar contigo cuando llegue a casa, Pilar —le dijo su padre.

—Papá, dile que no me llame. Me voy a acostar ahora, estoy agotada, pero me encuentro bien. Yo la llamaré mañana a primera hora, te lo juro.

También había hablado con Paco, el jefe de redacción.

—No te preocupes por nada Pilar, faltaría más, ya era hora de que parases un rato.

Se acostó y se quedó profundamente dormida mientras daba vueltas en su cabeza a todo lo que le había ocurrido aquella tarde: Eva, Julián, Nuria… Iban entrando y saliendo de sus pensamientos.

Sonó el despertador como cada mañana, Pilar de forma automática quiso ponerse en pie y de repente un dolor en el tobillo derecho la dejó paralizada. Entonces se acordó de todo lo que había ocurrido la tarde anterior. Parecía que podía apoyar el pié, y con mucho cuidado se fue hacia la cocina a preparase un café. Mientras se acercaba a la cocina fue marcando el teléfono de su madre, quería dejarla tranquila, que no se preocupase más de lo necesario.

—Hola mamá, ¿te he despertado?

—¡Que me vas a despertar! Llevo toda la noche esperando tu llamada, me tenias muy preocupada. ¿Cómo estas amor mío?

—Bien mamá, no ha sido nada. Pero anoche necesitaba descansar, y la verdad es que lo he conseguido. Si no llega a sonar el despertador todavía seguiría durmiendo, eso no me pasaba desde que era niña. Siempre me despierto media hora antes de que suene. Anoche me dijo Paco que ni se me ocurriese acercarme hoy por el periódico, que me tomase el día libre, que el se encargaría de ponerse en contacto conmigo si lo consideraba necesario y que si de todas formas me empeñaba en trabajar podía hacerlo desde casa perfectamente.

—Ay, que majo es Paco, y que bien se porta contigo. Lástima que sea gay, porque a mi me encantaría de yerno. Se preocupa tanto por ti…

—Que pesada eres mamá, siempre queriendo emparejarme, con lo a gusto que vivo sola… Bueno te dejo, ya te volveré a llamar por la tarde, que está sonando el timbre. Te quiero mucho, cuídate.

—¿Quién será ahora? —pensó Pilar mientras se acercaba hacia la puerta—. No espero a nadie a estas horas.

—¡Buenos días! —Pilar reconoció la voz de Eva al otro lado de la puerta.

—¿Pero donde vas tan pronto Eva? —dijo Pilar mientras abría la puerta.

—Pues a comprobar que te encuentras bien, que me tienes preocupada. Mira, he venido con mi hermano. Me lo he encontrado cuando venía a verte. Él también viene a correr al parque, y he pensado que quizá podías invitarnos a un café. Mira Daniel, esta es Pilar, la amiga de la que te venía hablando por el camino.

—Hola Pilar, ya me ha contado Eva lo que te pasó ayer. Encantado de conocerte, ¿te duele mucho el tobillo?

Daniel se acerco a Pilar y le estampó dos besos en sus mejillas. Pilar estaba sorprendida de la familiaridad con que Eva se comportaba, sentía que había un lazo entre ellas, pero más se sorprendió cuando se fijó bien en su hermano. Desde luego no podía negarse que eran hermanos porque el parecido era enorme. Notó que se sentía atraída por Daniel desde que lo vio entrar por la puerta de su casa. Estaba turbada, nunca le había pasado nada parecido. Solo había tenido un breve romance con un chico que conoció el primer año de universidad, duró unos pocos meses pero le dejo un mal recuerdo y siempre había intentado olvidarlo.

—Pues gracias por tomarte tantas molestias por mi Eva, he dormido muy bien. De hecho, si no hubiese sido por el despertador todavía seguiría durmiendo. Hacia años que no me ocurría esto, ahora se lo decía a mi madre. Cuando habéis llamado al timbre estaba hablando con ella precisamente —Pilar sentía que no podía dejar de hablar, la presencia de Daniel le había turbado y eso la ponía muy nerviosa. Estaba acostumbrada a controlar las situaciones, pero esto se le estaba yendo de las manos.

—Ahora vuelvo, sentaros un momento que enseguida preparo el café —dijo Pilar.

—¡Que me voy a sentar! —protestó Eva—. Siéntate tú, que ya preparo yo el café. Tú tienes que hacer reposo, recuerda lo que te dijo ayer el galeno, además juraste hacerle caso, yo estaba allí, ¿recuerdas?

Eva salio del saloncito y se fue a la cocina, el piso era pequeño, no tenía pérdida. Además Eva se desenvolvía como pez en el agua en cualquier situación, había quedado demostrado.

Pilar se quedo a solas con Daniel en el salón, sintió que se le hacía un nudo en la garganta. No sabía de que hablar, al fin y al cabo acababa de conocerlo.

Daniel en cambio parecía sentirse como en su casa, le dijo a Pilar que se sentase en el sillón que él le acercaría una silla para que pudiese tener el tobillo en alto.

—¿Así que también corres por el parque?, ¿a qué hora acostumbras a salir? Yo vengo siempre a las ocho, hasta las diez no empiezo a trabajar, ¿sabes?

Hablaba como si se conociesen de toda la vida.

—Trabajo en una inmobiliaria, y ahora con la crisis las ventas han caído en picado, a pesar de que los precios han caído de la misma manera, pero es lo que hay. En mi oficina estábamos diez agentes inmobiliarios, más el jefe, la secretaria y la mujer del jefe (que lo único que hacia era dar mal y controlar a una de las agentes inmobiliarias porque su marido estaba embobado con ella, y mira que la chica no le hacía ni caso…), pues ahora estoy yo solo con el jefe y nos pasamos las horas muertas mirándonos a la cara. Hay pocos compradores y los que vienen no hacen más que regatear unos precios que están tirados. Son gente con dinero que lo único que les interesa es especular. Antes me encantaba mi trabajo, pero ahora las cosas han cambiado… De todas formas estoy contento, por lo menos no lo he perdido como les ha pasado a muchos de mis amigos, que han tenido que emigrar. Tengo seis amigos en Bruselas, tres en Alemania, dos en Francia y otros dos en Inglaterra. Ahora nos llamamos “la cuadrilla internacional”, hasta nos hemos hecho un grupo en Facebook. Pero no hago más que hablar de mi, y tu ¿qué haces Pilar? Mi hermana me dijo que trabajas en “El Matinal”, me encanta ese periódico, no te lo digo por hacerte la pelota, lo compro todos los días. Me gusta por su independencia, cosa que es difícil encontrar hoy en día, donde reina el servilismo a sus anchas.

—Pues si, trabajo en “El Matinal” desde hace cinco años. Me encanta mi trabajo, tengo jornada partida, así que hasta las siete no llego a casa. Tenemos un equipo de trabajo majísimo, la verdad es que son mi familia en la ciudad. Aunque mi familia vive fuera nunca me he sentido sola.

—¡A ver Daniel! Hazme sitio en la mesa que vengo con una bandeja cargada hasta los topes —la voz de Eva que se acercaba interrumpió la conversación entre Daniel y Pilar—. Ya veo que habéis hecho buenas migas, así me gusta.

La verdad es que Pilar se encontraba cada vez más a gusto en  compañía de los dos hermanos, se sentía muy cómoda charlando con ellos. Eva repartió las tazas de café y unas pastas que había encontrado en la cocina, mientras iba colocando las tazas en la mesa, le acerco un zumo a Pilar.

—Toma Pilar, te he hecho un zumo con unas frutas que tenías en la cocina, esto te sentará genial. También te he traído hielo en una bolsa para ponerte sobre el tobillo, esto ayudará a bajar la inflamación. En una semana estarás genial, ya verás. Al final podrás colocarte tus tacones —Eva hizo un guiño de complicidad a Pilar cuando terminó de hablar.

—Gracias Eva —dijo Pilar.

—Pues aquí nos estábamos conociendo Pilar y yo cuando has llegado Eva, ya le he dicho que soy asiduo de “El Matinal”.

—Eso puedo corroborarlo yo Pilar —dijo Eva—. ¡Si no se lo lee todos los días se pone impertinente de lo más!

Pilar contemplaba la escena, que fácil había resultado todo y que relajada se sentía. El dolor había disminuido de manera notable y daba por bien empleado el accidente de la tarde anterior, así había tenido ocasión de hacer un paréntesis en su vida y sobre todo había tenido ocasión  de conocer a Eva, por la que sentía una profunda admiración y agradecimiento, y a la que ya consideraba como una gran amiga.

Cuando terminaron el café los dos hermanos se fueron.

—Cuídate mucho, esta tarde cuando termine de trabajar vendré a verte —dijo Eva mientras recogía las tazas y platos y los llevaba a la cocina—. Procura moverte lo menos posible, y si tienes que hacerlo te colocas esta tobillera con la férula que te puso ayer Julián —Eva entrego a Pilar una tobillera que saco de su pequeño bolso de mano.

—A mi también me gustaría volver a visitarte —dijo Daniel—. Aunque hoy me resultará imposible, pero si no te molesta podría pasar mañana cuando termine de correr y antes de ir a trabajar, me ha encantado conocerte.

Pilar noto cierta complicidad en Daniel, que le hizo sospechar que la atracción entre ellos había sido mutua, ¿o quizá no? En fin, no quería hacerse ilusiones pero la alegría de volver a ver a Daniel se traslucía por la inmensa sonrisa que le dedicó cuando este se acerco a sus mejillas para volver a estamparle dos besos.

—¡Hasta mañana preciosa! —dijo Daniel mientras le guiñaba un ojo.

—Hasta mañana Daniel, ¡y gracias por todo! —te estaré esperando ansiosa, pensó Pilar mientras los hermanos salían de su casa.

Pilar pasó el resto del día haciendo reposo y conectándose a través de Internet con el periódico para realizar su trabajo, tenía en marcha un trabajo de investigación sobre la discriminación de la mujer en el mundo laboral y aprovechó el día para buscar información y estudiar la que ya tenía. No se encontraba con ánimos para cocinar, así que pidió comida preparada a un restaurante chino que tenía cerca de casa y al que recurría cuando tenía un día de los  que ella denominaba “hartazgo del chef”. El día se le pasó volando y estaba ya oscureciendo cuando de repente sonó el timbre de su puerta, se levantó con mucho cuidado pues su tobillo se resentía cuando apoyaba el pie en el suelo.

—¡Qué sorpresa! —dijo cuando al abrir descubrió que Eva no venía sola.

—Ya ves —dijo Eva—. Te he traído el médico a casa para que te eche un vistazo al tobillo —dijo mientras desaparecía en dirección a la cocina.

—Hola Pilar —dijo Julián—. ¿Qué tal has pasado el día?

—Bastante bien Julián, pero estoy deseando que me des el alta…

—Déjame echar un vistazo —dijo Julián mientras Pilar se sentaba y se quitaba el calcetín que cubría su pie derecho—. Esto está bastante bien, la evolución es buena, como mañana es viernes, yo te recomendaría que no fueses a trabajar hasta el lunes. Entonces seguro que puedes apoyar el pie sin problemas, te irá bien hacer reposo estos días, hazme caso.

—Gracias Julián, eres muy amable.

—De eso nada, he venido porque Eva ha comprado unas pizzas, que estará metiendo en el horno, y hoy me apetecía una cena italiana, ja, ja, ja,…

—¡Pero esta Eva es un caso! —dijo Pilar en voz alta con la intención de que la oyese desde la cocina.

—¡Calla Pilar! —se oyó protestar a Eva desde la cocina—. No lo he hecho por ti, sino por mí. Así no mancho mi cocina, ja, ja, ja…

En un momento la cena estaba preparada, Eva había cocinado una pizzas en el horno y había preparado también una ensalada con lo que encontró en el frigorífico de Pilar. Julián había traído una botella de un buen vino tinto, y aunque Pilar no era experta en vinos supo reconocer la calidad del caldo. Los tres amigos estuvieron charlando durante horas, el tiempo transcurría sin que ellos se diesen cuenta. La sobremesa estaba siendo de lo más placentera, entonces Julián miro el reloj y exclamó:

—¡Pero si son las once! Os dejo chicas, que mañana el despertador no perdona, además tengo un buen rato hasta llegar a mi casa.

—¿Donde vives? —preguntó Pilar.

—En la zona alta de la ciudad. A estas horas me costará una media hora llegar, cuando encuentro embotellamientos puedo tardar una hora o más en llegar a casa. Bueno chicas os dejo, y tu Eva no te quedes mucho rato que Pilar debería acostarse pronto.

—No te preocupes, me iré antes de que tú llegues a tu casa. Buenas noches amor —dijo Eva— mientras rozaba sus labios en un amoroso beso.

Se notaba que la relación entre aquellas dos personas tan distintas fluía de forma natural, a pesar de la diferencia de edad. Cuando Pilar los veía juntos se le olvidaba que Julián podría ser el padre de su recién estrenada amiga.

Julián se fue y allí quedaron Pilar y Eva, siguieron hablando un buen rato, conociéndose y contándose sus vidas la una a la otra. Las dos tenían ganas de hablar y ambas sentían la necesidad de contarse sus vidas mutuamente.

De repente Eva se puso seria.

—Quiero contarte el inicio de mi relación con Julián. Todo fue a raíz de la muerte de mis padres, ellos tuvieron un accidente de automóvil hace tres años. Mi padre murió en el acto y mi madre quedó mal herida, fue trasladada al hospital y estuvo allí quince días, que a mi me parecieron quince años. Julián se tomó mucho interés en todo ese tiempo, pero a pesar de sus desvelos, mi madre no pudo superar las graves heridas sufridas y falleció. Daniel y yo quedamos destrozados, durante esos días Julián nos ayudó en todo lo que te puedas imaginar, supongo que el hecho de que mis padres fuesen más o menos de su edad le hizo volcarse con nosotros.

—Julián acababa de salir de un matrimonio que no debió haberse celebrado nunca —continuó Eva—. Se casó justo al terminar la carrera con una chica de su entorno, los dos procedían de familias acomodadas de la clase alta de la ciudad y habían compartido muchos ratos de infancia y adolescencia. Los padres de ambos eran socios y las madres amigas de toda la vida, pero lo cierto es que Julián no estaba enamorado de su mujer y que su mujer lo utilizó para seguir viviendo cómodamente y tener una posición social de la que no quería prescindir, era incapaz de hacer nada positivo, le gustaba viajar, salir, ir de juerga,… Pero lo que más le gustaba era hacerle daño. Se acostó con todos los médicos del hospital y con todos los “amigos” de Julián. ¡Está tarada! Me produce repugnancia hablar de esa mujer. Mientras tanto Julián trabajaba y miraba hacia otro lado. Era incapaz de afrontar la situación, hasta que no pudo más. Se la encontró un día totalmente borracha o drogada, nunca lo he sabido con certeza porque a Julián no le gusta hablar del tema, y desnuda en el jardín de su casa con el hijo de su mejor amigo, un crío al que solo utilizó para torturar a Julián. No se como puede haber gente tan mala en este mundo, te lo juro Pilar, no puedo entenderlo —Eva prosiguió con su relato—. El caso es que nos encontramos los dos totalmente destrozados y el amor surgió de forma natural y espontánea, tenemos una relación maravillosa, cada uno seguimos viviendo en nuestro mundo, pero procuramos compartir juntos todo el tiempo que podemos. Los dos nos sentimos cómodos así y de momento no necesitamos más, soy de la opinión de que a la vida hay que pedirle lo justo. Desde que murieron mis padres muchas cosas cambiaron para mí, empecé a valorar las cosas auténticas de la vida y dejar pasar la falsedad sin que me afecte.

—Lo siento Eva —Pilar se había quedado estupefacta escuchando su historia—. Has debido de sufrir mucho… —no sabía que podía decir después de haber escuchado a su amiga. Era cierta la manida frase de que la realidad supera ampliamente a la ficción.

—Si, sufrí mucho y echo de menos a mis padres cada día. Pero no tuve otro remedio que continuar con mi vida. Sabes Pilar, cada día amanece, y después de la noche más oscura llega el día más claro —hizo un inciso tras su reflexión—. Bueno tengo que dejarte, que Julián estará a punto de llegar a casa y lo primero que hará será llamarme para comprobar que he cumplido mi palabra. Por cierto Pilar, dame tu numero de móvil, me resultará mas cómodo llamarte que no estar invadiendo tu intimidad cada día, ja, ja, ja,… ¡Y a ti también! —dijo Eva mientras le guiñaba el ojo.

Las dos amigas intercambiaron sus números de teléfono y Eva se encaminó  hacia la puerta, cuando iba a abrirla le dijo:

—Por cierto Pilar, has dejado a mi hermano encandilado. No sé que embrujo habrás utilizado, pero te aseguro que nunca lo había visto así.

Pilar ya no escucho el portazo que dio Eva cuando salió, estaba pensativa dando vueltas en su cabeza a todo lo que Eva le había contado en la última media hora, pero sobre todo no podía quitarse de la cabeza las últimas palabras de Eva con relación a Daniel.

En aquel momento fue consciente de cuanto había cambiado su vida en tan solo veinticuatro horas. Llevaba cinco años en la ciudad y aunque su relación con todos los compañeros de la redacción era fantástica, y particularmente con Paco había entablado una profunda amistad, lo cierto es que su vida transcurría exclusivamente alrededor de su trabajo. Presentía que su vida estaba dando un giro inesperado.

Cuando sonó el despertador Pilar llevaba ya media hora despierta, y aunque parecía que la rutina quería instalarse de nuevo, ella sabía que nada volvería a ser igual. Se levantó de la cama y noto que su tobillo le seguía doliendo, se colocó la tobillera con la férula y se fue hacia la cocina procurando no apoyar el pie. Quería tener el café preparado para que, cuando llegase Daniel, pudiese dedicarle toda su atención. Estaba deseando verlo entrar de nuevo por la puerta de su casa.

Miró el calendario, era viernes, hoy tampoco iría al periódico, ya había quedado así con Paco que le había enviado un WhatsApp la noche anterior diciéndole que como pronto hasta el lunes no quería verla por la redacción, y que el sábado por la mañana quería ir a visitarla, pues le había resultado imposible ir antes.

Pilar encendió la radio y se quedó mirando el calendario que colgaba en su cocina, viernes 14 de Febrero San Valentín, leyó. Y en ese momento en la radio se oía al locutor:

—¡Feliz día de los enamorados!

¡Qué tontería! Ella nunca había creído en esas festividades.

Sonó el timbre y Pilar tuvo la sensación de que su corazón se aceleraba, fue hacia la puerta y su sorpresa fue mayúscula, allí estaba Daniel con un precioso ramo de flores.

—Buenos días guapísima, lo prometido es deuda, aquí estoy, me moría de ganas de volverte a ver, toma —dijo mientras le entregaba el ramo—. Espero que no seas alérgica a las flores…, y ¡feliz día de los enamorados!

—Nunca he sido partidaria de celebrar este día

—Será porque nunca te has enamorado, aunque es difícil de creer…

—No, no es por eso. En realidad siempre me ha dado la sensación de que las grandes superficies lo utilizaban como un reclamo comercial.

—¿Y qué más da? —respondió Daniel—. Cada uno puede encontrarle el sentido que quiera o usarlo como quiera, eso no tiene por qué influirte, y no es necesario regalar nada para celebrarlo. Yo siempre lo he celebrado, estoy enamorado de la vida y ese es suficiente motivo, ¿no crees?

—Me estas convenciendo Daniel, anda siéntate que voy a buscar el café a la cocina.

—Déjalo, siéntate tu y voy a buscarlo yo.

En ese momento los dos se dirigieron a la puerta y ocurrió lo inevitable, sus cuerpos se encontraron y Pilar perdió el equilibrio. Daniel ágilmente la recogió evitando que cayera y sus ojos quedaron atrapados. La profunda mirada de Daniel era limpia y Pilar se vio reflejada en sus ojos, un escalofrió recorrió su cuerpo y en ese momento sus labios se encontraron en un apasionado beso. Definitivamente su vida había cambiado para siempre.

Pilar, al cabo de un mes, acudió a su fiesta con calzado plano. Estaba radiante, todo salió perfecto, mucho más de lo que ella hubiera imaginado. Le acompañaban Eva, Julián y Daniel.

Mª Victoria Andréu Fauquet,

Luceni 14 de Febrero de 2014


 

 

 

 

Mi meta diaria va a ser tu felicidad, que a veces la escucho, otras la veo, y nunca quiero echarla de menos.

 

 

Amor en la distancia no muy lejana

Mari Andrés

 

 


 


Amor en la distancia no muy lejana

 

 

Con el alma y un reloj

guardo en mi cuerpo tu recuerdo.

Con ellos escribo con amor

y me rodeo de deseo.

 

Aunque estemos lejos, recuerda,

que el mismo sol nos levanta

y la misma luna nos acuesta.

 

A veces al borde de la locura,

las estrellas escriben tu nombre

o moldean tu hermosa figura.

 

Pronto disfrutaremos del lujo de amar.

De estar uno al lado del otro porque sí.

Mi meta diaria va a ser tu felicidad,

que a veces la escucho, otras la veo,

y nunca quiero echarla de menos.

 

 

Mari Andrés

Zaragoza, 28 de febrero de 2014


 


 

 

 

 

Llega un momento en el camino de la vida que ya no puedes más, que tirarías todo por la borda sin importarte nada. En ese momento, en el que te acercas cada vez más a esa luz oscura y fría al final del túnel, sólo en ese momento, te das cuenta que siempre vale la pena seguir adelante. Porque esa luz sólo refleja la noche. Has estado tan ocupado persiguiendo esa luz por el túnel, que no entenderás hasta el final que después de la noche viene el día, repleto de personas y cosas por las que hay que seguir adelante.

 

 

Corazón oxidado

Masiel Troya Cabrera

 


 


Corazón oxidado

 

Llega un momento en el camino de la vida que ya no puedes más, que tirarías todo por la borda sin importarte nada. En ese momento, en el que te acercas cada vez más a esa luz oscura y fría al final del túnel, sólo en ese momento, te das cuenta que siempre vale la pena seguir adelante. Porque esa luz sólo refleja la noche. Has estado tan ocupado persiguiendo esa luz por el túnel, que no entenderás hasta el final que después de la noche viene el día, repleto de personas y cosas por las que hay que seguir adelante.

¿Sabes qué? Todo el mundo tiene un motivo por el que seguir. Un amor, una meta, una lucha. No todos lo encuentran tan fácil, no, la vida no es fácil. Qué aburrido sería.

Hubo una vez una persona que encontró su motivo un martes cualquiera.

 

 

Salía de trabajar y hacía calor, el cuerpo le pesaba hoy más que nunca. Abrió la puerta para salir y en la calle se sentía el fluir de la gente más acelerado, los bares estaban más iluminados, la multitud más arreglada de lo normal: chicas exhibiendo su falda de nueva temporada, chicos recién afeitados, con sus peinados de ligar y oliendo a One million. Claro, hoy es viernes. ¿Debería sentirse como toda esa gente? Nunca se había sentido igual que el resto, ni siquiera un viernes por la noche. La misma rutina de siempre, pensó. Me levanto, me visto, desayuno, salgo a trabajar y vuelvo a casa donde me espera Toby, con esos ojitos verdes llenos de amor, el único amor sincero, decía a sus amistades. Una cena decente, y una película de la lista de pendientes.

El día comienza con esos primeros rayos de luz, que iluminan por completo casas, parques, aceras, cristales de las cafeterías y la cara de aquellos que salen a trabajar o a hacer deporte. Qué maravillosa era aquella época del año en la que amanece temprano y oscurece tarde.

Luego estaba el dueño de Toby. ¿Cuánto tiempo había pasado desde que se quedó dormido? Comienza a recordar en qué parte de la película se quedó… era imposible saberlo. Le dolía el cuello e hizo una nota mental: cambiar ese maldito sofá. De hecho, debería cambiar todo el piso. Todas las paredes de aquel sitio llamado hogar eran blancas, había decidido ahorrar. Con su habitación había hecho lo mismo: una cama grande, sencilla; el armario lo había comprado prefabricado y no tenía muchos adornos. Tenía un gusto minimalista. Después estaba la camita de Toby, llena de colores y dibujitos de gatos durmiendo y jugando, exactamente lo que hacía aquel gato. Tenía dos baños, uno con todo lo necesario, incluyendo una bañera, y otro sólo con baño y lavabo para las visitas, había acordado. No había hecho ningún cambio en esos lugares. La cocina era normal, aunque había puesto una vitro y una mesita familiar. Era irónico ya que el único que vivía allí con él era su gato.

Su salón era la envidia de todos sus amigos. Estaba conectado con la cocina con una gran barra, parecida a la del bar. La terraza estaba llena de flores que le traía su madre cada sábado y era lo suficientemente grande para, de vez en cuando, hacer reuniones con sus amigos que siempre acababan borrachos rompiendo algún macetero. Luego tenía sus tesoros: esa maravillosa tele de plasma de cincuenta y cuatro pulgadas, HD, home-cinema y su portátil rojo. Pasaba todo el tiempo que podía utilizando esas maravillas.

Se dirigió lentamente, recobrando el equilibrio, hacia la cocina pensando en lo que iba a desayunar. Quizás leche con cereales, fruta y un zumo de naranja. En cuanto abrió la nevera observó que apenas tenía para medio vaso de leche, la mantequilla se había terminado y no había zumo. En ese momento cayó en la cuenta de que era sábado. Mierda. Hoy vendría su madre a comer y vería que no tenía de nada. Se pondrá como una histérica. Rápidamente se bebió lo que había de leche, se puso un chándal y bajó corriendo al Simply de abajo. Con todas esas ofertas compró todo lo necesario para aparentar delante de su madre que su alimentación era correcta, y que no le hacía falta nada. Preparó la comida, su madre llegó y le regaló una nueva maceta con flores, esta vez moradas, y se marchó encantada habiendo visto a su hijo, su piso impecable y su nevera llena, ah y ese gato que cada día estaba menos juguetón.

Sus amigos como cada sábado quedaron en salir por ahí, y el como siempre, salió con ellos. Ese último año había sido aburrido. Salía de fiesta por costumbre, se emborrachaba y si había suerte echaba un polvo con alguna chica. Llegaba el domingo y todo se derrumbaba aún más. Se ponía a reflexionar acerca de todo lo que había hecho en su vida. Tenía unos amigos maravillosos, ligaba de vez en cuando, y tenía piso propio gracias a la ayuda de su madre. Había estudiado y ahora tenía un puesto fijo. Lo había hecho todo correctamente, como se debe, decía su madre. Lo que ganaba lo gastaba en lo necesario y lo demás lo metía en su cuenta de ahorros. ¿Para qué? Ni siquiera lo sabía. Aun teniéndolo todo se sentía vacío, le faltaba algo que no sabía cómo rellenarlo. Hacía varios años ayudando a una compañera se ofreció a cuidar a uno de sus gatos, un gato atigrado con unos grandes ojos verdes. En ese momento, ese pequeño ser había rellenado gran parte de su vacío, y hasta ahora lo seguía haciendo.

Lunes. Suena el despertador, comienza un nuevo día y Toby ronronea a su alrededor moviendo la cola y rozando su cabeza contra la suya. Cómo le relajaba acariciarle. Ya en su trabajo notó que había habido cambios. Una chica nueva en prácticas dedujo por su torpeza y nerviosismo.

Su vida siguió pasando, y con cada día que pasaba se daba más cuenta que nada tenía sentido. No sabía cómo remediarlo, se veía cada vez más hundido en el barro.

Una mañana se levantó, esta vez el silencio reinaba en la habitación, se preguntó dónde estaría Toby. Y allí lo vio a los pies de la cama con una expresión relajada durmiendo plácidamente. Lo que él no sabía era que esta vez el sueño duraría para siempre. Había sido un buen compañero y había pasado sus últimos momentos junto a su dueño. Los siguientes días la casa estuvo sin vida, sin el. Reinaba una soledad que ni las borracheras podían rellenar.

Un día, decidió poner fin a aquella vida lúgubre que le estaba matando lentamente. Debo cambiar de rumbo, se dijo. Mientras andaba por la calle Alfonso I se fijó que sólo había tiendas de novia, parejas disfrutando del alboroto y belleza de aquella calle. Oh! Y esa maravillosa tienda de jamón. Si, esa era la parada. Se compró una flauta y mientras iba a pagar se fijó que una chica le estaba observando desde el otro extremo de la tienda. ¿Por qué le resultaba familiar esa cara?

—¡Hola! Soy la chica nueva de tu trabajo.

Dios mío, ¿había sido tan guapa siempre? Se quedó con cara de haber perdido el norte. Segundos después reaccionó.

—Eh… si hola, ¿que tal? —¿En serio había dicho eso? ¡Qué soso soy!

En realidad, había perdido la práctica. Sólo ligaba cuando iba borracho.

—¿Te apetece algo? Yo me compraría toda la tienda.

—Sí, justo me iba a coger otra flauta de esas —dijo ella señalando lo que él tenía en la mano.

—Genial, otra por favor. ¿Te apetece dar una vuelta? —¿Había dicho eso? ¿Cómo se me ocurre decirle eso? Si ni siquiera nos conoc…

— Claro, estaría genial.

Ya en la calle, hubo unos segundos de silencio incómodo, y él se preguntó si no había sido mala idea proponerle dar una vuelta por Zaragoza.

—Me llamo Laura —dijo sonriendo.

—Yo Gabriel —Dios mío, realmente es maravillosa y tiene la sonrisa más dulce que haya visto. Y sus ojos… Era como hundirte en el abismo cada vez que los mirabas. Ese color caramelo con pequeñas motitas verdes alrededor de las pupilas.

Aquella tarde anduvieron por el Pilar, bebieron unas cuantas Ámbar bien fresquitas entre risas e historias que se contaban el uno al otro y volvieron a casa. Gabi abrió la puerta de casa y fue directo al baño, vaya, sí que había bebido cerveza. Cuando fue a lavarse las manos se miró en el espejo: “¿en serio había llevado toda la tarde esta sonrisa tonta?” Pensó en ella toda la noche y sentía un cosquilleo en el estómago que no lo había sentido antes. ¿Era hambre? ¿Por beber cerveza? Pasó el domingo poniendo películas de zombis pero no las veía porque a cada momento se preguntaba qué estaría haciendo Laura, y si habría pensado en él.

Lunes. Sonó el despertador y hoy tenía ganas de ir a trabajar. ¿Estaba enfermo? ¿Qué narices le estaba pasando? Quería llegar cuanto antes a la oficina y verla a través del cristal trabajando. Era extraño porque nunca se había fijado de otra manera en ella. Se saludaron y el día pasó como de costumbre: aburrido y caluroso. Cuando faltaba menos de media hora para irse se encontró con una nota en el escritorio.

``Llámame. J´´

¿Cuándo lo había puesto? ¿Lo decía en serio?

Aquella misma tarde decidió llamarla e invitarla a cenar. Sorprendentemente aceptó. Preparó lo que mejor sabía hacer: pollo al horno con patatas. Limpió el salón, la cocina y por fin le dio uso a su mesita familiar. Sí, quería que todo fuese perfecto. Mientras ponía velas en la terraza se preguntó si aquello era una cena romántica o sólo una cena de amigos. Sea lo que fuere, ya no le daba tiempo a quitarlas, había sonado el timbre. Cuando abrió la puerta se encontró con una chica de bonitos rizos color chocolate que llevaba puesta su mejor sonrisa. Vestía unos vaqueros ajustados con unos botines negros, y… oh sí, esos ojitos caramelo brillando de felicidad. La cena, la compañía y la bebida fueron espectaculares. Esa noche se unieron fuertes vínculos entre aquellos dos desconocidos, se enamoraron. Pasaron la noche más apasionada que hayan tenido en toda su vida, estaban locos el uno por el otro.

Sus vidas pasaron como cualquier pareja de enamorados, se veían a menudo, se reían de chistes que sólo entendían ellos, se embriagaban los viernes, en resumen, disfrutaron lo último que quedaba del verano. Sin embargo, un día ella dejó de llamar. ¿Ya no quería estar conmigo? Se dijo. No, tiene que haber pasado algo malo, no puede dejar todo de repente.

Aquella misma tarde fue a casa de Laura y se encontró con una persona distinta, con los ojos rojos de haber estado todo el día llorando, despeinada y con bata.

—¿Cariño qué ha pasado? ¿Estás bien?

—No, pasa por favor. Tengo que decirte algo muy importante y no sé cómo vas a reaccionar. Por favor, no me dejes.

Gabi estaba ahí, sin habla. ¿Qué puede pasar ahora? Nada malo puede estropear eso que tienen ellos. Imposible.

—Estoy embarazada.

Dios mío. Se quedó pasmado, rígido y mudo. Ella le miraba con ojos de súplica. A él se le pasaban mil cosas por la cabeza. Su única reacción fue darle el beso más maravilloso de la historia. En aquel momento, ambos se dieron cuenta que se tendrían para siempre.

Pasados unos meses, ella mostraba orgullosa su tripita de mamá, él mostraba orgulloso a su hermosa mujer. En medio de una noche fría de invierno Laura se despertó con fuertes dolores y él lo supo de inmediato. Era la hora, iban a ser papás. Ocho dolorosas horas después, tras muchas contracciones que cada vez iban y venían más rápido, tras una epidural y dolorosos apretones de manos, llegó.

Cuando vio su carita de ángel, tan minúscula y frágil, a Gabriel se le completó todo ese doloroso vacío que un día estuvo a punto de acabar con él. En ese momento empezó a cobrar sentido todo. Ella llegaría a una casa llena de amor sincero, tenía todos esos ahorros que los invertiría en su pequeño ángel. A partir de ahora sólo tendría días colmados de alegrías. A partir de ahora no sólo sería él, también sería ella. Su preciosa María.

Ella llegó un martes catorce de febrero. Día del amor y la amistad. Un día que Gabriel celebraría que tiene el amor y la amistad de las dos personas más importantes en su vida: Laura y María.

 

 

Masiel Troya Cabrera

Ibarra (Ecuador), 7 de marzo de 2014


 



 

 

 

 

Si vuelve a salir mal, sabes que me vas a tener detrás empujándote para que te pongas de pié, pero deja de ponerte la misma excusa y date el gustazo.

 

 

Ella me dice que me vaya bien el trabajo y vuelve a sonreír, ¿puedes dejar de hacer eso, que me enamoras?

 

 

Migas a la Aragonesa

Mavi Lezaun Andreu

 


 


Migas a la aragonesa

 

CENA para dos con piano de fondo. ¿Quién da por hecho que va a salir bien? Si además, ¡el tío desafina! ¿Soy el único que se ha dado cuenta? La laminera ésta seguro que no se ha enterado, engullendo sus olivas esféricas tan a gusto que se le ve… En cambio, los sorbetes (todo currados) están muertos del asco ¡ojo! Menuda delicatessen echada a perder, que son de mandarina con lazos de zanahoria, vamos ¡más escoscados que yo! Mi pajarita negra no puede competir con estos platos del Ferrán… en fin amigo, vamos a entrar, con una pregunta fácil:

—¿Ya han decidido los primeros?

—Tomaré el Pot au feu de canard —lo que viene siendo verduritas con carne, mini punto señora.

En fin, sigamos para bingo.

—¿Y el caballero qué desea?

—Esta noche me gustaría probar el Hachis parmentier, ¿qué vino nos puede recomendar? —¿Para una lasaña desintegrada como la que se acaba de pedir?

—Tenemos un Rioja que marina perfectamente con ambas selecciones.

Ellos asienten, con lo que quieren decir “váyase camarero”.

¡Ay, ababoles! Por lo que os van a sablar esta noche que mal habéis pedido… La mejor selección ha sido el Rioja, que por supuesto siempre casa con todo. Yo lo recomiendo porque mi enología es bastante básica, y hay que ir a lo seguro.

 

Lo malo de trabajar en este tipo de restaurante, es que descubres a seres humanos que dejaron de serlo hace tiempo. Hay un protocolo que hay que seguir, eso lo acepto, pero ¿y los modales, por qué no se siguen? Un “por favor”, un “gracias”… Aquí encuentras personas que no sé en qué momento se ganaron la potestad para ser superiores a otros, que te piden la comida casi con asco… ¡ah bueno! A mi estos me hacen mucha gracia ¿vas a cenar algo que pides con ganas de vomitar? ¡Qué gente más curiosa! Cariñosamente los llamo de la “Aristogracia”.

—¡Nando! —grito yo a pleno pulmón nada más llegar a cocina—. Que quieren un “potau” y el hachís de Marruecos.

—Que te jodan Hugo —cómo le pica que abrevie sus creaciones a cosas banales y simplonas, básicamente lo que viene siendo mi sentido del humor. Si no fuera por el amor que le tiene a su cocina sé, que más de un día, me tiraría algún cazo con buena gana… Por eso sólo le puedo decir estas cosas aquí y en casa, que eso también lo tiene recogidico y limpio el amigo. Y más ahora, que tenemos a su novio el gabacho de okupa. Que no por mucho que están buscando algo para irse juntos y dejarme sólo otra vez. Sí, después de un año de okupa, sí claro, seguro que sí.

 

 

ABRIR la puerta y encontrarte dos maletas más en el salón de tu piso del casco, tan buscado con alegría e ilusión desde Idealista: céntrico, espacioso, interior, ideal para dos amigos que empiezan a trabajar, luminoso, todo un chollo, incluso añadiendo la información que siempre omiten en Internet y que bien conoces por experiencia: olor a urinario de festival, ginebras y demás mezclas en tu portal mañana sí, mañana también. Pues eso, en nuestra guarida de la ciudad, entre nuestra mesa Lack y sofá también Ikea, de cuyo nombre… no puedo pronunciar, ahí están las dos Samsonites. Al cerrar la puerta he despertado al bueno de Jean, que aparece de la nada:

—¡Hola amigo!

—¿Qué pasa Juan?

—¡Ah, no no! ¡Jean! E’ como los vaqueros Levis.

Me encanta ese acento entre andaluz y francés. Su año de erasmus sevillano lo dejó marcado. Bueno, ¡y tanto!, han pasado ¿seis… siete? Pfff, un porrón de años y aquí siguen juntos. Cómo pasa el tiempo, ellos empezaron a salir poco después que en nuestra cuadrilla empezase la maratón de las bodas: dos, tres por año respectivamente durante unos cuatro años. Años muy felices, de muchas fiestas, muchísimas fotos que desearía haberlas hecho con cámaras de carrete para haberlas velado todas y no tener pruebas de nada, los recuerdos nublados de aquellas despedidas de solteros están mucho mejor. Por supuesto que a cada una hay que añadirle proporcionalmente una cantidad curiosa de dinero. ¿Lo mejor de todo? resulta que ahora dos de cada cuatro están en crisis y el resto divorciados o a punto. Pero no mis compañeros, en ellos sigue habiendo un toque infantil que tiene el amor y que a veces sólo parece que la gente mayor sabe mantener.

Total, que en lo que yo me remonto en el tiempo, a él le ha dado tiempo de ir a la cocina y volver con dos copas y una de sus botellas reservadas para ocasiones importantes:

—Jean Pierre Jean Pierre, ¿qué me vas a vender?

—¿Qué dices? Yo no vendo, ¡yo invito!

Cómo se le ve venir… pero vamos a dejarle feliz, hasta la tercera, entonces ya hablará él solito.

—Eh mira, Fer y yo nos mudamos pronto.

—Sip… cómo siempre.

—Sí sí, ya lo tenemos. El mes que viene es cuando nos mudamos al otro piso. ¡Está por Goya!

No sé cuantas botellas van. Pero la noticia, la que llevo esperando hace tiempo, me acaba de sacudir un tortazo a mano abierta. De repente se me pasan los fotogramas de aquel primer año yo sólo en el piso: mucho exceso, todo blanco, nunca con dinero, siempre con deudas… muy mal año. Por suerte para mí, parece que mi querido Jean Pierre Gaultier me conoce y tiene un as guardado:

—He pensado, que para ayudar con el alquiler mi amiga Chloe se puede venir aquí contigo. Quiere aprender el español por un año, eh yo sé, te vendrá bien compañía aquí en la casa…

Justo después de aceptar su idea terminamos hablando de que este sábado hay clásico. Él, como buen seguidor del Betis y del Madrid, y yo que soy todo lo contrario, tenemos buena conversación para rato.

¿Te crees que me he quedado dormido pensando en la tal Chloe? Me la imagino con el pelo tipo hilo de pescar todo rubio platino, con ojos claros y delgadez enfermiza, de esa que ronda la anorexia. Ególatra y creída… como buena persona proveniente de la France! Y para más INRI, de París. Así que vendrá iluminada perdida.

 

 

—BUENOS DÍAS.

Abro un ojo, estoy tirado en el sofá con la misma ropa, eso sí, se ve que Jean me tiró una manta por encima con mucho amor. Y cual es mi sorpresa al encontrarme a una chica afroamericana delante de mí: piel tizón, ojos enormes y negros, pelo cardado casi afro y carbón. ¿Esta es Chloe?

—Yo soy Chloe, amiga de Jean —pues sí que lo es.

Me sigue explicando su primera noche en Zaragoza.

—Como yo no quise ser molesta ayer, me quedé en le hotel en centro, muy bien precio… —se nota entusiasmo y un español mejor que mi francés. El idioma, ¡cabrones!

La chiquilla está que no para quieta. Va hablando a la vez que mira la casa, las estanterías, los libros… nuestra sección de porcelanas del chino a 1€… ja, ja, ja, eso mola: lo empezamos en un mañaneo. Resulta que nuestro bar de almuerzos se había convertido en un bazar, teníamos que hacer gasto, así que pillamos las dos figuras más majas y baratas, y desde ese día se nos fue de las manos. Luego resultó que nos habíamos equivocado de calle, el bar seguía donde siempre.

A estas que me voy a la cocina. Necesito un reconstituyente plato precalentado que siempre me da la vida: MIGAS. Tan sencillas y necesarias para mi dieta íbera… Agujerazos con un tenedor a la tapa y un par de minutos al micro. Sólo les faltan mis dos guarniciones preferidas: tomate Orlando y longaniza del pueblo. Si me oyera Nando decir esto me cortaba el cuello, un día se me ocurrió llamar guarnición al fuet y literalmente me tiró la barra a la cabeza. Es un poco basto mi amigo.

Volviendo a mi desayuno: sé que a la hora de venderlas son simples trozos de pan, pero está claro que yo soy una persona bastante plana.

Cuándo vuelvo Chloe se ha quedado revisando las portadas de nuestra colección de CDs: Marea, Extremo, Platero, Chenoa… Joder, quedaría mejor decir que es del Nando pero no, lo pillé porque me iba a casar con ella. Que gran vergüenza primer OT, ¡peor que las hombreras de los 80!

Vamos a ser un caballero:

—¿Quieres?

Chloe se gira a cámara lenta (o eso me parece a mí). En las manos tiene cogido como si de un bebé se tratase: Senderos de Traición. Yo me he quedado petrificado, pues le tengo un amor bastante insano a ese maravilloso arsenal de acordes y palabras perfectamente fusionadas al unísono. Claro, cuando digo esto la gente asume que estoy loco. Es amor, ¿vale? Lo de Chenoa fue una gran broma comparado con esto ¡VALE!

—¡Los Héroes! Yo no conozco ninguna de este disco pero sí  Avalancha: La Chispa Adecuada, Derivas…

—Es tuyo.

—¿Qué? —me dice ella.

¿QUÉ? Pienso yo. ¿Acabo de darle mi anillo de la tierra media a Chloe, mi valioso tesoro desde los ocho; rompí literalmente mi hucha para sacar las dos mil quinientas pesetas que costaba; se me va la olla? Además, yo sólo tenía ahorradas quinientas, el resto las puso mi padrino porque sabía que era una buena inversión. Gracias a él gané este amor a la buena música.

—No… digo, que lo escuches, que cómo si fuera tuyo, siéntete cómo en casa… Es una expresión española, ¡ya te irás haciendo!

—¡Gracias! —me contesta con una sonrisa.

De repente Chloe acaba de ganarse toda mi atención. De la manera más absurda que se me podría ocurrir.

—¿Qué es eso?

—Migas, antes te dije que si querías…

—Y qué lleva, qué son “migas” —ella entre comilla la palabra migas haciendo orejas de conejo con los dedos índice y corazón en cada mano.

—Es pan duro. Mojado con agua… y lo despedazas —me siento un gilipollas porque a cada pausa que hago le intento gesticular lo que quiero decir.

—¡Están muy buenas! —le digo en un intento de parecer listo. Completamente fallido. Haber Hugo tú puedes, algo inteligente para decir…

—¿Sabes que Héroes son de Zaragoza? —a ella le sorprende la noticia. ¡Eso es minipunto y punto para el equipo de los chicos!

Así que empezamos hablando de música. De repente pasamos a las películas, que claro, los títulos en francés y español son completamente diferentes, así que empezamos a reír con las traducciones de Google, y gracias a Wikipedia, sacamos los nombres de todas nuestras favoritas. Parecemos dos en una primera cita. Bastante curioso sentimiento para mí. Mi última, y única novia, fue Abril. Me gustaba por lo original, pero lo dejamos por la bipolaridad. Aunque nunca lo admita en público, también la quería por eso. Duramos cinco años. Era una relación perfecta. A distancia. Nos conocimos en el Interrail, nunca pensamos que quedaríamos en España pero sí. A veces soy un romántico, y fui yo el que se plantó en su piso a no sé cuanto rato de la Barceloneta una noche de locura con el coche. Ella estudiaba allí periodismo, pero era de A Coruña, así que íbamos viajando. Nos veíamos en Galicia o Aragón, quedábamos a mitad de caminos, nos íbamos de locura al sur o a Portugal... No había Skype, llamar por teléfono era bastante más caro que un iPhone de esos, así que todo eran cartas. Cada semana una, a veces más, a veces ninguna… Relación sana: sabíamos que nos queríamos y que había distancia, no intentamos acortarla… hasta que ella lo intentó. Empezó a ser más dependiente. Pero como siempre he sido muy John Travolta, yo empecé a ser más y más y más… cabrón. Gilipollas. Imbécil… De repente se plantó ella en Zaragoza, con dos cojones. Solamente para dejarme. Por cobarde. Entonces el dependiente me volví yo… ahí se mezclo con mi año de vivir de Manolo en el piso. Dicen que las cosas pasan por algo. No sé yo…

 

Coincidimos en ranking con Pulp Fiction, Siete Psicópatas y El Rey León. ¿Cómo puede ser posible, dos personas que han crecido en lugares tan diferentes (ella en la ciudad del amor y yo en un pueblo de la ribera) tengamos tanto en común? De repente se me pasa por la cabeza que si es el Nando, que igual se está vengando por todas las que le voy soltando… Que sí que sé que suena absurdo, y a excusa barata, pero así es la historia. Total, que antes de seguir emocionándome decido poner tierra de por medio.

—Tengo que ir a currar.

Ella me dice que me vaya bien el trabajo y vuelve a sonreír, ¿puedes dejar de hacer eso, que me enamoras?

 

 

SON las cuatro de la tarde. Hasta las siete no tengo porqué ir al restaurante… pero tenía que escapar. Las historias tan fáciles no pueden ser buenas, como los conductores de autobús… no me las creo yo, desconfío mucho. ¿Quién te promete a ti, que ese señor no ha tenido la peor noche de su vida, y ahora dependes de él para llegar a la otra punta de España? Con sus puertos de montaña, sus curvas… vamos, que no, que por eso yo viajes de tres o viajes de seis horas, una Dormidina fuertecica y que pase lo que Bunbury quiera.

Estoy en Don Jaime y mi curro está en Independencia. Vamos, a quince minutos con mucha calma. Así que empiezo a callejear. Subo hacia La Seo y el Pilar. De forma inconsciente empiezo a comparar ciudades. Vale, que no tengamos la torre Eiffel no quiere decir que no podamos competir a ciudad bonita. Miro al frente: y el Foro Romano. Mano derecha Catedral preciosa y la de la izquierda ya es inexplicable… ¿Qué es lo que tenemos los maños con la Pilarica? ¡Si tampoco somos muy creyentes! Pero a esta… a esta le tenemos buena estima. Mira, te diré, yo con ella en un Tuzsa me iba hasta Kazajistán o incluso más a la derecha sin Dormidina ni miedo.

Así que sigo por la plaza, me asomo al puente de piedra para ver el Ebro, me vuelvo para llegar a la calle Alfonso… que gusto de lugar. Tren para ir a donde quieras. Autobús también, pero como ya sabemos que la Virgen del Pilar todavía no conduce, a mi eso me hace menos ilusión…

 

Después de tres horas de peregrino, y cinco Ambar llego al curro. Al entrar por la puerta veo a Nando leyendo el Heraldo. Levanta la vista para decirme:

—¿Pero qué haces? —no sé por qué pero yo deduzco que se refiere a Chloe.

—¡No lo sé! Así tan fugaz todo no está bien…

Nando me responde con esa cara larga que pone cuando sabe que me estoy rallando por algo. Solo con esa cara ya se puede saber que me va a sacar toda la información que quiera. Incluso lo de Kennedy.

Así que después de una catarsis de frases sin sentido, le acabo explicando la chispa causante de todo:

—Pues eso, y Chloe de repente ha cogido Senderos de…

—Traición. No digas más ¡Bueno, la que ha liado ésta chiquilla! Y dices que es negrita.

—¡Afroamericana!...

—Que sí Huguito. Pues creo que la conocí en el viaje a Estocolmo. Me suena lo que dices, una chica con un carácter muy guay.

—¿Eso qué quiere decir?

—Pues chico ya sabes. Muy decidida. Con mucho estilo. También muy sexy, yo no sé para que has venido ¡si hoy libras! —¡coño! Ahora entiendo por qué me ha preguntado que qué hacía… Superándome en cosas absurdas.

—Mira Hugo, en un mes vas a estar tú sin mí en ese piso ¡ya es hora que seas un hombre! Y actúes como tal. Si vuelve a salir mal, sabes que me vas a tener detrás empujándote para que te pongas de pie, pero deja de ponerte la misma excusa y date el gustazo. Así que a casa ya.

 

Cuando el tío me suelta estos discursos soy incapaz de responder. Así que derecha izquierda, derecha izquierda, que me voy a por el primer flechazo que he tenido jamás.

Así que me vuelvo a hacer el camino de vuelta a casa. Voy bastante desorientado y no sé cómo ni por qué estoy cogiendo el camino más largo: el de la calle Alfonso. De modo que antes de llegar paso por enfrente del Fnac y toma sorpresa que en el escaparate hay movidas de El Principito. En esa primera cita que hemos tenido hace escasamente cinco horas hablamos de libros y con este, llegamos a la conclusión de que ninguno de los dos sería capaz de mantener a esa rosa. ¿Sabes cuando un amigo te pide que cuides de sus plantas? Pues resulta que a ambos nos lo habían pedido. Y ambos usamos la estrategia del ibuprofeno: una cápsula al macetero y la flor vuelve a revivir. Aquí no ha pasado nada: ¿exceso o falta de agua? Ibuprofeno.

No sé como pero una bombilla aparece en mi cabeza, me paso Alfonso para hacer un par de compras antes de volver a casa y escribirle un par de mensajes a Jean.

YA ESTOY EN CASA. Ella no está. Voy directo a la cocina y empiezo con el zafarrancho. Uno de los mensajes que le mandé a Jean fue que cogiese a Chloe y la sacase de casa hasta nueva orden. No sé qué le habrá dicho, pero ha funcionado así que seamos positivos.

Preparé una tabla de montaditos de morcilla con manzana y unos huevos rotos con jamón. Compré dos paquetes más de mis migas de confianza, y ese fue mi plan para aquella cena.

No velas. No vino. Compré botellines de Ambar y puse la mesa como el camarero profesional que estoy hecho.

Cuando ella llegó le expliqué que quería disculparme por haber huido hacía un rato. Ella se volvió a reír. Conociéndola desde hacía menos de un día, esa sonrisilla me iba ganando cada vez más y más.

Empezamos la cena. Abrimos botellines. Volvimos a relajarnos. Yo me dejé ir llevando por el momento. Cada vez estábamos más cerca el uno del otro, y eso que en un sofá FRIHETEN es fácil perderse.

—Chloe, tengo un regalo.

—Ja, ja, ¿qué?

—Porque vamos a ser compañeros de piso. Y es una nueva aventura para ambos. Así que he pensado que ambos tenemos que empezar a aprender a cuidar plantas —y ahí que saqué el macetero rojo con las rosas rojas que pillé en la floristería de confianza. Confianza la que tenía mi madre en el sitio de Hortensia, yo jamás había comprado nada allí, pero la señora en seguida me reconoció: “Tú, eres el de la Susana, sí, que cuando baja a Zaragoza siempre me viene a pillar flores. ¿Qué tienes una mozica o qué?”. Esta gente por qué se entera de todo. ¿Por comprar un macetero de rosas quiere decir que…? Vale sí, me ha pillado. Que después de más de diez años viviendo en Zaragoza, sea la primera vez que compro flores…

En cuanto dejé el macetero apoyado en la mesa le dio un ataque de risa a la morena que me contagió.

Después de explicarle todo lo que me habían dicho en la tienda nos volvimos a sentar, pegados el uno al otro y no sé cómo pero pasó.

Fuimos a mi cuarto y como buen caballero no diré nada sin la presencia de mi abogado delante.

Fue una noche genial, con una mañana sincera. Sin palabras, porque hay veces que sobran, entendimos que no es posible que una persona que acaba de llegar a una ciudad, en un país nuevo se pueda quedar enganchada del primer anzuelo que ve. Es algo muy egoísta.

¿Qué las cosas pasan por algo? Ahora puedo decir que claramente sí.

 

En tan solo un día me enamoré de esta mujer, y en un año el destino hizo que nos pasaran ciento y un millón de cosas que han hecho que ahora estemos juntos.

Por eso, mi querida Chloe, te escribo esta carta para decirte: ¿quieres casarte conmigo?

Mavie Lezaun Andreu (Luceni)

En Brighton (Inglaterra), 14 de marzo de 2014


 


 

 

 

 

Enamorado de un recuerdo. De un lugar. Una quimera. O una persona concreta

 

 

La Primavera

Manuel Zalaya Navascués

 


 


La Primavera

La primavera,

la sangre altera.

Pregunta a tu corazón

si eso es la primavera.

 

El seguro te dirá

que prefiere otra manera.

Es estar enamorado

de una forma diversa.

 

Enamorado de un recuerdo.

De un lugar.

Una quimera.

O una persona concreta.

 

Solo él, será capaz

de ver como le llega

a tu corazón la primavera.

 

Manuel Zalaya Navascues

Gallur, 28 de marzo de 2014


 

 

 

 

Nunca me ha importado mucho lo que la gente pensará, ya tenia suficiente con mis propios pensamientos. Tenia muchos momentos de arrepentimiento y todos los días pensaba en mi situación, sobre todo cuando me acostaba al lado de ella en la cama.

 

 

No puedo más

Yohana Borobia Carcas

 

 


 


No puedo más

 

Ese día tenía la maleta preparada y se marcharía de otra forma diferente a la de la última vez…

 

La vida de Germán estaba llena de altibajos. Había épocas en las que deseaba comerse el mundo a bocados. Otras en las que el estrés del trabajo y su vida familiar lo dejaban sin aliento a lo largo del día. También tenía intervalos frenéticos y lo peor y no por eso menos numerosos, los días apáticos. Sí, esos días en los que no tienes ganas de hacer nada de nada, te abandonas, dejas que pasen las horas y poco más…. Esos días que vas evitando, intentado llenar el día de actividades y que inevitablemente llegan, en los que tú has decidido hacer otra cosa pero tus planes se ven truncados.

El problema de estos días es que, al no hacer nada, el aburrimiento y el subconsciente te hacen pensar.

A Germán le dio por recordar. Recordar su infancia y su juventud. Pensó que había tenido suerte. Suerte de poder pasar muchos periodos vacacionales en el pueblo de sus abuelos, sobre todo los veranos.

La vida social en el pueblo es más sencilla. Es más fácil hacer amigos y en el caso de que te resulte complicado hacerlos, entonces es donde entra el papel de la abuela, ya que es tu abuela la que se encarga de buscarlos por ti.

—Germán, hijo…. prepárate para esta tarde que viene a buscarte el Víctor ¿sabes quién te digo? ¡Si hombre!, ¡el nieto del tío posadero!, ¡el que vive cerca de la plaza!...

—Que si yaya, que sí…. Pero, ¿a dónde voy a ir con él, si tiene un año menos que yo? ¡Jo yaya, si nunca he hablado con él! —pero allí estaba su abuela Gloria para encargarse de que ese verano lo tuviese lo más ocupado posible. Aunque luego al conocer a los muchachos y muchachas del pueblo no te cayeran muy bien, pues no importaba, tu abuela  te imponía con quien debías salir. A veces esto daba buenos resultados y otras no, pero era una forma de romper el hielo y facilitarte el camino y a partir de ahí tú eres el que vas haciendo la elección.

Al recordar su infancia, Germán, inconscientemente se percató de que estaba sonriendo. Una sonrisa fina y discreta que realiza el músculo de tus labios involuntariamente. Una sonrisa que a veces te molesta tener, porque piensas: no es el momento de sonreír. Pues en ese momento deberías de estar triste o enfadado por algún motivo, pero al mismo tiempo, esa sonrisa te hace sentirte bien, tranquilo y momentáneamente feliz, por lo que volvió a sumergirse en sus pensamientos e intentó de nuevo recordar:

—Víctor ¡¡¡¡NOOOO!!!! No entres ahí que la vamos a liar. Como nos pillen, nos vamos a meter en un gran lío —y así recordaba todas las trastadas y travesuras que entre otras cosas había aprendido a hacer en el pueblo.

Su adolescencia no fue menos excitante. Los típicos besos con las chicas, con sus escapaditas a lugares solitarios, fumar a escondidas, el atracón de bebida para coger una borrachera lo antes posible (aunque en su caso nunca o casi nunca llegó a perder la consciencia). En esos días se encontraba atrapado en un confuso mundo de cambio entre la niñez y la adolescencia, del cual se veía más capacitado para salir o desenvolverse con unos litros de alcohol en el cuerpo ayudando a que desapareciera su timidez.

Las vivencias y experiencias que tenía en el pueblo le hacían sentirse más adulto frente a sus compañeros del instituto en la capital, donde pasaba la mayoría del año, sobre todo en invierno. Aunque nunca alardeo de ello ni le hizo ser el gallito del corral pues siempre había sido una persona más bien dominable, manejable y bondadosa en todos los sentidos, nunca rebelde ni desobediente y siempre necesitado de protección pero siempre reservando en su interior algo de personalidad.

Mientras cursaba e intentaba terminar sus estudios universitarios disfruto a tope de su adolescencia, tanto en el pueblo como en la capital y cuando ya estuvo agotado de todo esto, encontró una mujer con la que sentar la cabeza.

Ella tenía las ideas muy claras, aunque fuese más joven que él y le gustó desde el primer momento porque le pareció una persona inteligente y compartían muchos gustos y aficiones, entre ellas la lectura y el cine.

 

Entonces, comenzó a analizar su vida en pareja, su vida sentimental y empezó a pensar en voz alta:

—Aunque teníamos muchas cosas en común, fui yo el que adapte mi vida y mis hábitos a los de ella. Yo salía con sus amigos, cosa que le molestaba que yo hiciese con los míos. No le gustaba ir al pueblo, decía que se sentía observada y criticada, veíamos a mis padres con poca frecuencia… Vamos, abandoné a mi gente casi por completo.

Sofía tenía muchos cambios de humor, sobre todo cuando no estabas pendiente de ella. Aunque ella físicamente era muy independiente, pues por su trabajo tenía bastante vida social fuera de la pareja, no lo era psicológicamente y debía de estar atento para mantenerla contenta en casi todos los momentos para que no se derrumbara, teniendo mil detalles con ella… llevándola a cenar o a celebrar cualquier cosa constantemente...

Pues un día de esos, concretamente un San Valentín, fuimos a celebrarlo cenando en un restaurante, dejando los regalos mutuos para intercambiarlos en los postres.

Abrí mi regalo, pensé, no sé un bolígrafo, una pluma estilográfica, tenía toda la pinta, pero no… ¡era un test de embarazo! ¡Por supuesto positivo!

—¡Estoy embarazada Germán! —me dijo. Y la verdad es que en seguida me hice a la idea, pues entraba dentro de nuestros planes, aunque no tan pronto, pero ya vivíamos juntos hacía un par de años. Así que me hice el entusiasmado para que ella no decayera y ponerla contenta.

 

Después de un embarazo y parto normal, al tiempo, volvió a hacer balance de su vida y pensó:

—La llegada de mi hija es lo mejor que me ha pasado en la vida hasta el momento —pensó—. Ha colmado mi vida, la ha llenado de alegría haciéndome sonreír cada día.

Germán, normalmente dedicaba mucho tiempo al cuidado de su hija, ya que Sofía trabajaba a jornada partida y él a turnos, por lo que era más fácil que él se hiciese cargo de ella. La llevaba al colegio, la recogía, la llevaba al parque y pasaba la mayoría del tiempo con ella, cuando su turno de trabajo se lo permitía, lo que les hizo tener mucha dependencia el uno del otro.

Pero tal felicidad no era compartida, pues a Sofía no parecía que esto le hiciera feliz y empezó a tener comportamientos y actitudes raras.

—¿Me quieres Germán? —esta pregunta se la hacía constantemente—. ¿Ya no te gusto?

—Claro que te quiero Sofía, ¡no digas tonterías! —y realmente así era.

Así era, aun con su extraño comportamiento. Él todavía la quería, pero la convivencia era cada vez más insoportable y la paciencia tiene un límite.

Para colmar la situación a ella la despidieron del trabajo, lo que agravó su ansiedad y sentía la necesidad de ocupar el tiempo de alguna forma.

 

Sofía se acostaba muchas veces a deshoras e incluso a veces tomaba pastillas para dormir, pues sus cambios de estado de ánimo le habían hecho ir a visitar incluso al psicólogo, el cual se las había recetado para que puntualmente se las tomase en grandes estados de ansiedad.

 

Una tarde, después de bañar a Raquel y acostarla, Germán entró en su habitación y se encontró el bote de las pastillas en el suelo y a Sofía inconsciente. Inmediatamente llamó a una vecina para que se hiciese cargo de la niña,  cogió el coche y llevó a Sofía a urgencias del hospital.

Afortunadamente con un lavado de estómago todo tuvo solución. El problema es que esto se convirtió en una costumbre y lo hizo varias veces. Tal comportamiento a Germán le creaba una gran ansiedad y miedo: ¿cómo iba a dejar a Raquel con su madre?

 

Sin embargo, Sofía tenía momentos que parecía ser feliz. Cuando le dedicaba más tiempo a Raquel y se veía ocupada y útil,  se volvía más cariñosa y dedicaba bastante tiempo a jugar con ella. Lo mismo ocurría cuando iban a visitar a sus padres, cuando viajaban por vacaciones o cuando nos reuníamos con sus amigos en alguna celebración. Entonces ella estaba tranquila y serena, habladora y optimista, nadie notaba que pasaba por una depresión. En esos momentos de satisfacción donde Germán engañado por su euforia, veía una familia feliz, le hizo suponer que todo podría cambiar, que era cuestión de mucha paciencia, tiempo y su correspondiente medicación, bien tomada, claro. Pero esto no fue fácil, pues la cosa no cambio.

Con el tiempo la niña se daba cuenta de los cambios de estado anímico de su madre. Notaba su ausencia y sobre todo notaba las fuertes discusiones que tenían. Discusiones en las cuales, como vulgarmente se dice, Germán “no entraba al trapo”. Primero por respeto a su estado, pues consideraba que estaba enferma y segundo por su carácter, ya que no era su forma de actuar. Esta apatía o pasotismo hacia sus gritos era lo que la sacaban de quicio.

—¿Hubiese preferido que me enfrentase a ella? ¿Hubiese preferido que los dos gritásemos como locos? —volvía a preguntarse—. Pues no sé, probablemente, pero puedo asegurar que yo, nunca perdí los papeles.

 

A eso de las siete de la tarde, un día tuvieron una de estas discusiones. Bueno, tuvieron es mucho decir. Germán recordaba cual fue su comportamiento:

—La verdad que yo no le hice mucho caso, pues ya estaba tan acostumbrado… Esto es como aquel día que amanece con mucha niebla y piensas, ¡bueno ya se irá y podré salir! y cuando ves que día tras día la niebla no se va, ni puedes hacer nada para que desaparezca o quitarla tú mismo, te armas de valor y decides salir y continuar tu vida aunque hoy haya todavía más niebla que ayer. Pues esto es lo que a mí me pasaba, me había acostumbrado a esa niebla, a esas discusiones en las cuales nunca llegábamos a ningún punto de vista en común y con las cuales no conseguíamos ni siquiera poder sentarnos y hablar como gente civilizada. Y así, una y otra vez.

 

Entonces, Germán recordó al milímetro lo que pasó aquel día.

—¡Ella empezó a gritar como una histérica!

—Germán, estoy harta de esta vida. Yo no puedo seguir así, yo no me esperaba esto. Trata de entender mi punto de vista, esto es importante para mí, por favor escúchame…

—Mi reacción en primer lugar fue la de subir el volumen al televisor, mi actitud no sé si fue correcta o no, pero la hizo enfurecer todavía más y  como seguía con sus reproches, apagué el televisor, me levante y me fui callado hacia la habitación. Ella me siguió:

—Me siento menospreciada por ti, mírate… ni caso me haces…. bla bla bla….

—Llegó un momento que ni siquiera la escuchaba, hasta que noté que había subido el tono todavía más y me pareció escuchar una amenaza.

—Pues acabaré por denunciarte porque me siento maltratada, porque ya estoy harta de que me ignores y lo haré cuando menos te lo esperes….

 

Y tú,  acabas pensando, bueno ya se le pasará. Pero esta vez no fue el caso.

¡Imaginaros la cara que se le quedo cuando a las ocho y media de la tarde aproximadamente llamaron a la puerta de su casa!

—¿Germán Artigas, por favor?

—Sí, soy yo ¿qué pasa? —¡Era la policía y venían a arrestarme!

Lo esposaron y se lo llevaron al calabozo, sin preguntar nada más, sin leerle sus derechos, sin presunción de inocencia. Ya era culpable, ahora le tocaba demostrar si era inocente o no.

 

En cuanto tuvo ocasión, antes de ser encerrado, consiguió localizar a su abogado, al cual puso al día de su situación lo más rápido posible, evitando los rodeos y yendo al meollo del asunto. Parece que esto lo tranquilizo algo:

—No te preocupes Germán, mañana tendrás un juicio rápido e intentaremos hablar con ella para que recapacite y nos explique el porqué de esta acusación —le dijo el abogado.

 

Antes de entrar al calabozo, un agente le dio una bolsa:

—¡Quítese usted cualquier objeto que pueda ocasionarle lesiones, incluido el cinturón y los cordones de los zapatos!

—No me lo podía creer, ¡no soy un criminal!... ¡No voy a autolesionarme!... ¡Por favor que alguien me despierte de esta gran pesadilla! —volvía a recordar amargamente.

Otro policía le facilito una manta y una esterilla para dormir…

—¡Dormir! ¿Cómo iba a poder dormir?

Aislado en la celda se puso lo más cómodo posible y le tocó pasar la peor noche de su vida. Estuvo intentando averiguar durante toda la noche ¿qué había hecho? ¿Se merecía esto? ¿A lo mejor había hecho algo que no recordara? ¿A lo mejor se comportó de alguna forma y no se dio cuenta?

 

Al día siguiente tuvo el llamado “juicio rápido” en el cual, de primeras, el juez dictó orden de alejamiento por supuestos malos tratos y prohibición de cualquier comunicación entre ellos.

—No me resultaba nada trágico el no ver a Sofía pero… ¡No ver a mi hija! Me dieron donde más me dolía pues de momento no tenía derecho al régimen de visitas hasta un nuevo juicio. No sabía dónde ir, a quién acudir y antes de hacer las cosas precipitadamente, aunque en primer lugar pensé en mis padres, para no asustarlos y poder  explicarles lo ocurrido con más calma, decidí llamar a un amigo. Esa noche la pasé en su casa y al día siguiente fui a hablar con mis padres. Me tocó oír de labios de mi madre el típico comentario de: “te lo dije”.

—¡Hay dios mío! ¡Ya lo sabía yo que no era trigo limpio! ¿Qué va a pasar ahora con la niña? ¡Ni se te ocurra volver con ella que te conozco! ¡Que tú eres muy bueno pero lo que te ha hecho es una gran putada! Es imposible que te haya querido alguna vez…. —y sigue y sigue.

 

—Pues tocó tragar, ¿qué iba a hacer por el momento? Pero lo bueno que saqué de esto es que en ningún momento, ni mis amigos ni mi familia dudaron de mi inocencia. Estaba desconcertado, desorientado, confuso. Mi vida era de lo más normal y ¡una puta llamada había cambiado mi vida! ¿Es tan fácil destrozar a la gente? Por lo visto sí.

 

Pasados dos días le dieron la orden para poder entrar en casa para recoger sus pertenencias. Pero, ¡no coger el autobús llamar al timbre y entrar, no! Lo tendría que hacer escoltado por un par de policías.

—Los guardias me informaron por el camino que Sofía estaría allí y que por ley no podría llevarme nada que ella no me permitiera coger.

Lo que más me sorprendió fue su actitud, allí estaba, en la puerta de la habitación, llorando como una magdalena y susurraba:

—¡Lo siento, de veras lo siento!

—Con lo pacífico que yo era, en ese momento me hervía la sangre… Estaba mal humorado, pero no le dirigí la palabra. Cargué un par de mochilas y una bolsa con la ropa y las cosas personales que pude y volví a casa de mis padres.

 

Germán tuvo que quedar varias veces con su abogado, el cual, lo primero que le aconsejó es que en la siguiente cita judicial alegara la enajenación mental de Sofía, su gran depresión, utilizando los partes médicos de las veces que había tenido que llevarla a urgencias por sobredosis de pastillas. Por supuesto, él guardaba dichos informes.

 

Al pasar una semana Germán se moría sin ver a su hija. No podía estar tanto tiempo sin ella, sin saber cómo estaba, pero no podía hacer nada hasta que el juez los reuniera de nuevo y sacarán algo en claro.

 

Pero no hizo falta, pues una tarde recibió una llamada de teléfono:

—Hola Germán, soy Sofía. ¡Déjame hablar antes de nada! ¡No me cuelgues!

—¿Qué quieres? Sabes que no te puedes comunicar conmigo.

—¡Que me perdones! ¡No quería hacerlo! ¡Sabes que no estoy bien!

—Ya, pero eso no es excusa, esto no puede seguir así.

—¡Lo siento de verás! ¡Cómo se me pudo pasar por la cabeza! ¡Fue una reacción impulsiva! ¡Ya he quitado la denuncia! ¡Por favor, vuelve con nosotras!

Pensé:

—¿Ehhhhh? ¿Qué me está contando? —Pero me mantuve callado al otro lado del teléfono.

—Raquel te echa mucho de menos, pregunta todos los días por su papá. Le he dicho que pronto volverás.

De nuevo había tocado mi punto débil.

— Bueno ¿y qué propones? —le dije—. ¡No puedo romper la orden de alejamiento!

—Pero ¿ya he quitado la denuncia? Por favor, ven… ¡te necesitamos!

—Mira Sofía, tengo que pensarlo mucho, en este momento estoy muy dolido. Te volveré a llamar en cuanto acomode mis ideas.

 

En un segundo, la vida de Germán volvió a complicarse, era el momento de tomar una gran decisión. Por su cabeza pasaron todos los consejos que le habían dado. Mayoritariamente los de no volver con ella en caso de que se lo rogara, pero el consejo que más mella había hecho en su cabeza era, cuando abandonó los juzgados, lo que le dijo uno de los policías al devolverle sus pertenencias en la famosa bolsa.

—Si me permites, un consejo te voy a dar. No llevo mucho tiempo en esta sección trabajando, pero por la poca experiencia que tengo te diré que si alguna vez vuelves con tú mujer, ten seguro que volveré a tu casa a buscarte.

—Me dejó de piedra. ¿Era esto tan común? ¿Se podía poner tan fácilmente una denuncia falsa sin consecuencias? ¿Tantos hombres volvían al hogar tras ser denunciados?

Así que estuvo dos o tres días pensando intensamente. Pensando en lo que opinarían los demás, en los pros y los contras y se dio cuenta, que el dolor y el rencor que sentía hacía Sofía hace tres días, cada vez era menor, porque había una cosa con la que la gente no contaba: ¡él necesitaba ver a su hija! Necesitaba verla y llamó de nuevo a su abogado para decirle que ella había retirado la denuncia. El abogado le informó de que aunque la hubiese retirado todavía estaba activa la orden de alejamiento, así que le aconsejó  que no quebrantara la ley. Al contrario del resto de la gente, familiares y amigos, el le aconsejó que volviese con ella si no quería perder la custodia de su hija, así que “hizo de tripas corazón” y llamó a Sofía.

 

—Hice caso omiso a la indicación del abogado y quedé con Sofía. Verdaderamente nuestros primeros encuentros fueron apacibles y hablamos mucho, tranquila y serenamente. Ella juraba y perjuraba que me quería, que la perdonara, que nunca iba a volver a hacerlo. Así que, fingí que la perdonaba y volví a mi casa. Allí estaba todo lo que yo necesitaba, todas mis cosas, todas mis pertenencias y además lo más querido, Raquel. No tenía otro lugar que pudiese considerar mi hogar.

–Lo poco que conviví con ella fue una convivencia normal. Sofía tomaba su medicación según prescripción médica y parecía otra persona. Nunca me ha importado mucho lo que la gente pensará, ya tenía suficiente con mis propios pensamientos. Tenía muchos momentos de arrepentimiento y todos los días pensaba en mi situación, sobre todo cuando me acostaba al lado de ella en la cama. A veces, tenía miedo y me decía a mí mismo: no puedo hacer nada,  “me tiene cogido por los huevos”.

—¿Realmente era feliz? En algunos momentos sí, pero podía serlo mucho más.

 

–Ahora ya estaba dentro y desde aquí era más fácil ir tejiendo mis nuevos planes. Intenté volver a mis antiguas amistades y cuando ella se iba a pasar el fin de semana con sus padres, volvía de vez en cuando al pueblo de mis abuelos. La gente del pueblo es fantástica, ya pueden pasar los años sin tener contacto con ellos que siempre te consideran su amigo, ¡nunca me dieron de lado!

 

—Por eso, hoy es el día de salir definitivamente de esta casa. De esta casa que ya no siento como mía ni mi hogar.

En el pueblo Germán conoció a Begoña, su actual pareja. Nada que ver con Sofía, ni el mismo carácter, ni los cambios tan bruscos de humor, vamos otro cantar. Una persona que le hizo darse cuenta de lo que es el amor.

—En la relación que tenía con Sofía yo no estaba enamorado, estaba acomodado. Mi único amor era mi hija.

 

Su abogado consiguió que ni siquiera llegaran a cursarle un expediente de antecedentes penales ya que la denuncia fue retirada rápidamente y debido a que su expediente estaba limpio y a la alegación de los problemas mentales de Sofía, a lo largo de unos años, de unos años muy duros de convivencia, consiguió la custodia compartida de su hija.

 

—Con el tiempo Sofía incumplió su régimen de visitas y tras una nueva revisión de la custodia el juez me concedió la custodia integra de Raquel acreditando que yo era el principal cuidador y el progenitor idóneo para ejercer la custodia. Ahora vivimos en el pueblo, en casa de los abuelos que ya fallecieron y aunque todavía no convivo con Begoña (ni prisas tengo), soy plenamente feliz y sonrió al pensar que mi hija probablemente viva la infancia y la adolescencia que yo tuve.

–Después de ser denunciado falsamente por violencia de género o violencia machista o como quieran suavizarlo, siempre he pensado que es muy fácil usar la palabra “maltrato” la cual trae tras de sí muchas consecuencias. Pero ¿existe alguna consecuencia para la persona que pone la denuncia falsa? Pues creo que no, salvo que la ley haya cambiado actualmente. Tampoco me intereso mucho por estos casos, ni guardo rencor hacia Sofía, de la cual hace mucho tiempo que no se nada. Seguro que está viviendo su propio cuento de hadas en su mágico mundo.

 

Yohana Borobia Carcas

Zaragoza, 6 de abril de 2014



 


 

 

 

 

Primavera aragonesa, camino tus valles, ríos y montañas.

Coloréate de arcoíris y da tu belleza

a este público que pide tu llegada.

 

 

Primavera en el Pirineo Aragonés

Mari Andrés

 

 

 


 


Primavera en el Pirineo Aragonés

Deshielo exuberante

deja ver la fuerza del agua bravía

que con caricias pasa los obstáculos

pero siempre halla salida.

 

Edelweiss flor de invierno

qué ganas de verte

la esperanza no la pierdo

mientras las mariposas sigan el vuelo

 

Primavera cantora,

pido ver tu abrir de amapolas,

que los seres te traten con amor

y así despertar con tu resplandor.

 

Primavera aragonesa

camino tus valles, ríos y montañas.

Coloréate de arcoíris y da tu belleza

a este público que pide tu llegada.

 

Mari Andrés

Zaragoza, 11 de abril de 2014


 

 

 

 

Y en ese momento me cogió del cuello del jersey con todas sus fuerzas que no eran pocas y se inclinó hasta casi rozar sus labios en mi oreja….todo mi cuerpo se erizó. ¿Qué me estaba pasando? ¿Iba a besarme?

 

 

Renunciar a su amistad por las apariencias. Era cruel, pero así era yo. Pusilánime.

 

 

Encontrarás los besos

David Garcés Zalaya

 

 



Encontrarás los besos

 

—Encontrarás los besos, hijo. No te preocupes —me decía mi madre mientras me consolaba. Yo lloraba desesperadamente. Como nunca lo había hecho. No sabía que el amor era tan doloroso. Era una nueva sensación y no me estaba gustando nada—. Lo que pasa es que esos besos no eran para ti. Nada más. Ya encontrarás los tuyos. Seguro hijo, ya lo verás.

Mi madre me abrazaba con todo su amor y yo me estremecía en su seno. No hay sensación más placentera en el mundo que esa.

—Has despertado al amor, hijo. Y eso a veces duele.

—¿Por qué? ¿No dicen los mayores que es maravilloso? — grité indignado.

—Es como cuando pegas un estirón —prosiguió mi mama sin inmutarse—, que te hace más grande pero te duelen las piernas unos días. Luego se pasa y te encuentras mucho más alto y guapo que antes.

—¡No! ¡No es lo mismo! —yo no lo entendía, claro está.

—Seguro que hay otras muchas chicas deseando conocerte —aquella mujer era todo paciencia y amor.

—¡Yo no quiero a otra! ¡Yo la quiero a ella! ¡Quiero a Julia!

 

 

 

Unos días antes nos encontrábamos en clase de mates y Doña Remedios nos puso un problema súper complicado. Yo no tarde mucho en resolverlo, era de los alumnos más aventajados de mi clase. Cosa que no era difícil viendo el panorama que tenía aquella arpía de docente. Como cuando me sabía la lección o resolvía algún problema no podía parar quieto, empecé a decir:

—Lo tengo.

Dos segundos después repetí.

—Profe, lo tengo.

Aquella mujer parecía no escucharme.

—Doña Reme… ya está.

Por Dios, ni mirarme siquiera.

—Señorita… me lo sé.

¿Se habría quedado sorda? Entonces empleé mi mejor truco. Levante la mano. El resto de compañeros me miraban con recelo, mientras intentaban no quedar en ridículo tardando demasiado. Pero claro, no podían concentrarse conmigo dando el coñazo. Yo lo sabía, y me encantaba.

El brazo se me estaba durmiendo. Tuve que apoyar mi mano derecha erguida al cielo con el dedo índice apuntando al techo para pedir audiencia a la bruja sorda, en mi mano izquierda, que formaba un perfecto ángulo recto con mi codo descansando sobre la mesa. Con eso tenía que bastar, ¿no?

Decidí entonces emplear toda la artillería y sentarme de rodillas en mi silla para hacer mas énfasis con mi cuerpo totalmente estirado. Entonces dije tranquilamente…

—Vamos mujer…

Entonces ella me miró. Levantó la vista de los ejercicios que estaba corrigiendo. Se le notaba en los ojos que llevaba tiempo reprimiendo el impulso de mandarme al pasillo y dijo.

—Ánchel, al radiador.

—¿Por qué? Yo me lo sé…

—No se hable más. Levántate, vete a la esquina y permanece en silencio hasta que finalice la clase.

A mi no me gustaba discutir, eso era cierto. No estaba de acuerdo con el castigo pero sabía que empeoraría la situación si le hacía algún reproche. Así que obedecí y me fui para la esquina de la clase. Allí teníamos una mesa al lado del radiador de cara a la pared y religiosamente la visitaba de cinco a siete veces a la semana. Principalmente por hablar en clase, y otras como hoy, por pesado y pedante.

Cinco minutos después Doña Remedios nos indicó que ya era la hora de recoger. Yo como quería aprovechar la tarde seguía copiando línea tras línea mi habitual castigo: cien veces la frase “Guardaré silencio en clase”. Noté que alguien me llamaba en el brazo y me giré. Era ella. Julia.

—Ánchel, ¿qué te da el problema?

Lo dijo con esa voz tan dulce, como queriendo decir algo más. O eso entendí yo.

—¿No lo sabes?

—No —que seca y tajante.

—Vamos Julia. Tú eres de las listas. Seguro que lo sabes.

—Te digo que no —y en ese momento me cogió del cuello del jersey con todas sus fuerzas que no eran pocas y se inclinó hasta casi rozar sus labios en mi oreja. Todo mi cuerpo se erizó. ¿Qué me estaba pasando? ¿Iba a besarme? Seguro...

Tenía mas fuerza de la que yo creía y me hizo caer sentado sobre la mesa.

—Dímelo ya.

Fue entre un susurro y la mayor de las amenazas que yo había oído. No era lo que precisamente me esperaba. Permanecí en silencio y la dulce Julia me encajó un pellizco en el antebrazo que me sacó un moratón que lucí orgulloso durante tres semanas. Ella era todo orgullo y no podía consentir quedar detrás de un granjero como yo. Con su vestidito rosa, su media melenita rubia como la paja y esa maravillosa sonrisa que me estaba volviendo loco.

¡Que dolor por Dios!

Solo atiné a decir…

—Trece… Sale trece.

Entonces ella aflojó el pizco de mi antebrazo, me sonrió y le dijo a su amiga Caridad— Ves, solo hay que apretarles un poquito.

Las dos salieron de clase riendo junto al resto de compañeros, excepto Matías y Ana Carmen. Ambos vinieron a interesarse por mi salud. Yo les dije que estaba bien aunque dos lagrimones de dolor surcaron mis mejillas.

—¿Vamos a la era a jugar a futbol? —me preguntó Matías.

—No Mati, tengo que acabar el castigo y luego ayudar a mi padre con el ganado. Estará a punto de llegar con el rebaño de pastar y quiero estar allí cuando lo haga.

—Pues vale —esa era la frase favorita del bueno de Matías. Para bien o para mal todo se zanjaba con un “pues vale”.

Salimos los tres rezagados y a lo que llegamos al patio para salir del recinto Matías salió corriendo porque su madre lo estaba esperando. Ana Carmen y yo seguimos paseando por los caserones que enlazaban el recorrido desde el colegio hasta mi casa. Una vez en la puerta, Ana Carmen me preguntó.

—¿Quieres que te ayude con los deberes?

—No, prácticamente no tengo. Ya los he terminado.

—Y con el castigo… —aquella chica no se rendía.

—No, no. Lo acabaré esta noche. Bueno… tengo que entrar. Como te he dicho va a llegar mi padre.

—Hasta mañana pues… —lo dijo con resignación. Pero rápidamente me soltó un beso en la mejilla y salió corriendo como un rayo.

Yo me quedé allí pasmado en la puerta de mi casa viendo como se alejaba corriendo, con la mochila a cuestas malamente ajustada dando tremendos botes sobre su espalda cuando ella daba las zancadas y sin entender nada. La chica que me gusta, que claramente estábamos hechos el uno para el otro, me pellizca, y mi amiga me suelta un beso y sale corriendo.

La vi perderse en el horizonte, a lo largo del camino, pues su finca estaba a medio kilómetro del pueblo, justo en el momento que se cruzaba con mi padre que venía con el ganado de pastar. Mi madre se asomó a la ventana y me gritó.

—¡Ánchel! ¡Viene tu padre! ¡Ábrele los corrales!

Yo seguía ensimismado en mis cosas y tuvo que volver a repetírmelo. Esta vez capte el mensaje y me apresuré a tener todo listo. Tiré la mochila al suelo y entré a la granja. Al girarme me pareció ver a unos niños que se escondían tras los muros del vallado del caserón anterior al mío. Me detuve un momento para observar mejor, pero no. Debían ser imaginaciones mías. Así que salí corriendo. Abrí los dos portones de madera que franqueaban la granja. Cruce como alma que lleva el diablo todo el patio interior que había hasta llegar a los establos y llegué a los corrales de las ovejas. Allí abrí las puertas que con hierros y tubos había hecho mi padre y me dispuse a llenar los abrevaderos para que cuando llegaran los animales tuviesen agua para aliviar la caminata. Siempre regresaban con sed, y eso que mi padre les permitía refrescarse en las acequias y en un estanque cercano que solían frecuentar.

El primero en llegar fue Pulgas, mi perro. Aturullado como siempre, cuando estaba a escasos metros de entrar en la granja aceleró el paso y se desentendió de las ovejas y cabras para venir a verme como un poseso. El ya intuía que yo estaba como de costumbre preparando todo para la llegada de mi padre y del rebaño. Yo lo recibí con mil caricias y él no paraba de dar vueltas alrededor mío moviendo compulsivamente su rabo peludo.

Seguidamente llego mi padre con el resto de animales. Corrí a abrazarle y Pulgas detrás de mí. Juntos recogimos el ganado, repusimos forraje al macho y revisamos los comederos de las vacas, di de comer a las gallinas mientras mi padre limpiaba las pocilgas de las cerdas y prácticamente ya había anochecido. Nos gustaba nuestro trabajo. Lo hacíamos en silencio, disfrutando de los animales, del sonido de los pájaros, del silencio de aquel prado, del atardecer, y sobre todo de nuestra compañía. No teníamos que decirnos nada, simplemente estábamos a gusto así.

Mi padre me miró desde su posición e hizo un gesto interrogatorio con la cabeza, levantándola hacia arriba, para preguntarme como iba. Yo ya tenía a las gallinas apañadas y él había acabado con los tocinos. Le respondí asintiendo repetidamente con la cabeza y él me respondió haciendo otro gesto ladeando la cabeza e indicando hacia la casa. Eso quería decir que ya habíamos acabado la faena por hoy. Ambos caminamos hacia el hogar satisfechos, y cuando estuve a su altura me zarandeó la cabeza con su enorme mano y me preguntó.

—¿Tienes deberes, Ánchel?

—Si padre. Unos pocos, y luego debo terminar el castigo.

—¿Qué ha ocurrido?

—Lo de siempre padre. Que doña Reme no me deja contestarle a sus problemas, me pongo nervioso porque me lo sé, insisto y… soy tan pesado que al final termina castigándome por molestar a mis compañeros.

En realidad no iba a decirle que saqué a la profe de sus casillas con mi oportuno comentario. Eso si que seguro que le iba a molestar. Que fuera más listo que el resto e impertinente eso lo aceptaba, le halagaba, e incluso que fuera un poco insoportable a veces, pues no le molestaba en exceso. Pero de ahí a que incomodara a la maestra había un trecho que mi padre no iba a consentir. Ante todo educación y respeto a los mayores. Y sobre todo a un profesor. Una figura casi sagrada en aquellos años y tan denostada últimamente por la sociedad y mancillada por el gobierno de turno.

Entramos en silencio al caserón por el garaje y mi madre nos recibió con besos y abrazos. Mi padre se desnudó allí mismo y yo hice lo propio. Habíamos habilitado recientemente un baño completo en esa estancia para poder dejar la ropa sucia del trabajo diario y asearnos sin tener que pasar por toda la casa llenos de porquería. Mi madre estaba tremendamente contenta con aquella obra. Le ahorraba tener que ir tras nosotros escoba y fregona en mano para limpiar todo lo que nuestras botas repletas de suciedad de toda la jornada iban regalándole al terrazo. Cuando terminó mi padre me bañé yo y me puse mi “chándal de las tardes”. Yo llamaba así a aquella prenda deportiva que lucía rodilleras, coderas y varios escudos para tapar todos los descosidos que le hacía cada vez que me enganchaba con algo o me revolcaba por el suelo. Mi madre ya no tenía mas tela para tapar con parches, prácticamente parecía un piloto de Fórmula 1 con tanto apaño encima pero la economía no estaba para más ropa y mucho menos para marcas caras. Por aquel entonces  todavía no existían tiendas deportivas con ropa barata. Si tenías que comprar algo tenias que acercarte a la ciudad y dejarte unos cuantos duros. Así que aprovechábamos esos tejidos hasta límites insospechados. Éramos generación EGB., con eso estaba todo dicho.

Una vez uniformado para pasar la tarde lo mejor posible me dispuse a merendar. Mamá había preparado un bocata de chorizo de Pamplona con aquel pan del señor Emiliano, panadero de conocido prestigio en la zona que aventajaba en salero y talento a todos sus colegas en cincuenta kilómetros a la redonda. Lo había untado con tomate de nuestro huerto y rellenado con sendas lonchas de aquel manjar de chorizo picado. Eran las seis y media de la tarde, empezaba “La bola de cristal” y no podía estar mejor en esos momentos en ningún otro sitio del mundo.

Después de merendar terminé mis deberes y castigo y ¡a jugar! Podía pasar horas con aquella granja, sus animalitos en miniatura y aquel granjero que yo había bautizado como Ánchel y aquella granjerita diminuta de cabellos dorados que yo, pobre iluso, llamaba Julia.

Y esa básicamente era mi rutina. Otras tardes mi padre me liberaba del trabajo en la granja para aprovechar los rayos de sol y salir con Matías a pescar, coger cangrejos o ranas, jugar a la pelota en la era o montar en bici. Sabía que era un niño de diez años y necesitaba mi tiempo de recreo. Pero yo, si había faena en casa, siempre me quedaba con él.

 

 

A la mañana siguiente me disponía a ir al colegio como de costumbre. Me gustaba madrugar y ya había dado vuelta por la granja para comprobar que todo estaba en orden. Solía hacerlo todas las mañanas, aunque no era necesario porque mi padre ya lo había hecho antes, pero yo lo hacía igualmente y me sentía muy importante al tener esa responsabilidad que todavía el cabeza de familia no había delegado en mí. Una vez acabé mí recorrido por los establos y desayuné convenientemente mi vaso de leche con galletas, cargué la mochila sobre los hombros y abandoné la casa despidiéndome a gritos de mi mama y de los perros que me acompañaban saltando alrededor mío hasta los límites de la finca. Cerré la puerta con cuidado y allí estaba Ana Carmen. Parecía que estaba esperándome ahí sentada, sobre los fríos bloques de piedras sobre los que descansaba el vallado perimetral de mi casa.

—¡Hola Ánchel, buenos días! —Ella me dedicó su mejor sonrisa con aquellos dientes amontonados en su diminuta boca.

—Hola Ana Carmen. ¿Estabas esperándome? —le pregunté. Aunque ya sabía que sí y sabía cual iba a ser su respuesta.

—Nooooo, que va. Acabo de llegar ahora mismito —mentirosa.

—¿Vamos a buscar a Mati? —la verdad es que la idea de estar a solas con ella después del beso de ayer no me atraía mucho. Nada en absoluto, vamos.

—Como quieras.

¿Que le pasaba a esta chica que no paraba de sonreír? Estaba finalizando el mes de octubre, las mañanas y las tardes acortaban su duración considerablemente y en nuestra zona comenzaba a hacer una temperatura bastante fresca a esas horas. Mi madre me había plantado aquel abrigo con capucha que a mi me parecía mas propio para ir a catequesis que otra cosa pero no podía contradecirla. Ana Carmen me colocó perfectamente el gorro del abrigo con suma delicadeza y cuando finalizó me ajustó la cremallera hasta la garganta. Se quedó paralizada frente a mí con las palmas de sus manos sobre mi pecho. ¿Qué hace esta tía? Ella cerró los ojos lentamente y empezó a entreabrir los labios y a acercarlos a los míos. ¿Qué va a besarme esta loca? Y yo, ¿qué se supone que debo hacer? En ese momento decidí sobrevivir a la razón y no dejarme llevar por sus impulsos. Lentamente dí un paso hacia atrás y ella, todavía con los ojos cerrados, ligeramente tropezó al no encontrar mis labios. Yo, muy sagaz para casi todo excepto para el amor, interpreté que se estaba abalanzando sobre mí y reaccioné rápidamente haciendo un medio giro lateral sobre uno de mis pies, lo que dejo todo el espacio vacío para que la pobre chica perdiera totalmente el equilibrio y fuera a dar de bruces en el suelo.

Hubo un par de segundos de silencio. Para mí parecieron años. Ella permanecía en silencio tendida en el suelo bocabajo con los brazos semiextendidos. ¿Qué se supone que debo hacer? Simplemente pregunte.

—¿Estás bien?

Ella comenzó a levantarse lentamente y con gesto serio. Se colocó sus gafas panorámicas y muy dignamente se estiró el vestido, se sacudió el polvo y se atusó esos pelos de alambre que nunca dibujarían una perfecta melena porque no era la clase chica que permanece con su peinado inmaculado desde que se levanta hasta que se acuesta, era muy inquieta y no paraba ni un segundo. Frunció el ceño, se dio media vuelta y se largó.

Yo cogí su mochila y salí tras ella. No entendía nada de lo que estaba pasando pero no me gustaba verla disgustada. Al fin y al cabo era mi amiga.

—¡Oye! ¿Pero estás bien? —insistí.

Se giró como una culebra al verse amenazada. Yo que venía a paso ligero tras ella casi me dí de bruces con ella. Tuve que frenar en seco y quede a escasos milímetros de su cara.

—¿Oye? ¿Oye? ¿Eso es todo lo que tienes que decir? —me gritaba.

—Pues sí —¿qué le iba a decir yo? ¿Qué esperaba?

—¿Por qué te has apartado, idiota?

—Porque ibas a besarme —era obvio, ¿no? Pues al parecer no.

Ella rompió a llorar.

—¿Pero te duele algo? —me preocupé.

—No.

Me arrancó su mochila de las manos, se la cargó a la espalda y prosiguió su camino. Yo la seguía tres o cuatro pasos por detrás sin atreverme a decir nada. En realidad no sabía que decir. Era complicado. Mucho más que los problemas de Doña Reme. Iban a tener razón los amigos de mi padre cuando le acompañaba a la partida de dominó a la cantina y me decían: “Pequeño, ¡qué complicadas son las mujeres!”

—Entonces, ¿por qué lloras?

—¡También esto tengo que explicártelo! —se indignó.

—Pues no estaría mal… Así por lo menos me enteraría de algo.

En esos instantes llegamos al recinto escolar. Allí los niños íbamos colocándonos en fila en la puerta de acceso para entrar ordenadamente a las aulas. Nosotros seguíamos enfrascados en plena discusión. Ocupamos nuestro lugar en la fila como autómatas. El mundo podía haberse detenido en ese instante y no darnos ni cuenta. De hecho eso había ocurrido. Todos los compañeros observaban atentamente nuestra pelea sin percatarnos. Hasta que una voz inoportuna nos devolvió cruelmente a la realidad.

—¡Anacardo y Ánchel son novios!

Sonó a cantinela infantil. De esas que todos los niños repiten señalando con el dedo. Y efectivamente, acto seguido eso fue lo que ocurrió. Todos aquellos malditos nos apuntaban con su índice y repetían al unísono:

—¡Anacardo y Ánchel son novios!

Las risas y los chascarrillos se repetían sin cesar. Nosotros los mirábamos boquiabiertos sin saber que decir. Todos nos señalaban y reían, y repetían sin cesar…

—¡Anacardo y Ánchel son novios!

Yo iba a reventar. ¡Serán bastardos!

—¡No somos novios! —grité.

Ana Carmen se arrancó de nuevo con el llanto. Esta vez en silencio. Con leves gimoteos que me rompieron el alma.

—Si que lo sois —de entre la multitud sobresalió la voz del líder de aquellos inútiles. Era Fernando Pérez, un bruto de mucho cuidado que por menos de nada te arrancaba la cabeza de un sopapo.

—¡Ana Carmen es mi amiga! —me defendí. Esto se estaba convirtiendo en un plató de programa barato del corazón con tertulianos enzarzados.

—¿Y por qué te besó Anacardo ayer cuando se despidió de ti? —al parecer mis sospechas de que alguien nos estaba observando eran ciertas.

—Buena pregunta —girándome hacia Ana Carmen. Y todas las miradas se centraron en ella.

En ese momento Doña Reme abrió las puertas del edificio y en silencio como siempre subimos uno tras otro los peldaños que nos conducían a una jornada escolar presumiblemente muy dura. Menudo día nos esperaba.

La mañana trascurrió con normalidad, cada uno a sus cosas. Matemáticas y Sociales pasaron rápido entre problemas y lecturas. Y llegó el momento de salir al patio. Los niños extrañamente nos dejaron en paz y todos salieron lanzados al tiempo de recreo con sus trozos de pan con chocolate o mortadela. Algún afortunado o pudiente llevaba orgulloso esa nueva delicia que acabábamos de descubrir: el Bollycao. Eso duraba hasta que te topabas con Fernando Pérez y se lo zampaba dedicándote en el intento uno de sus mejores sopapos. Esto era así. Y ese bestia era así.

Yo bajaba pensativo hacia el patio tras Ana Carmen, intentando medir bien mis palabras. Quería saber como estaba y a la vez dejarle claro que para nada éramos novios, no fuera a ser que con la locura colectiva se hubiera hecho ilusiones. Ella iba a abrir la puerta para salir al patio y yo le cogí la mano para detenerla y obtener toda su atención. La puerta se abrió lentamente y salimos al recreo cogiditos de la mano, por accidente por supuesto, para jolgorio y disfrute del resto de compañeros que estaban esperando nuestra salida arremolinados en la salida. Ellos dedicaron la clase de mates y parte de sociales en quedar para atormentarnos durante el recreo mediante mensajes escritos en papelitos enviados mesa por mesa sin que nosotros ni Doña Reme nos percatáramos. Así que allí estábamos, de la mano, sorprendidos, ante esa zarracatalla de locos bajitos que nos gritaban las típicas arengas que se dedican a los novios en las bodas: “¡vivan los novios!” y el famosísimo “¡que se besen!”

Para colmo tiraban papelitos que habían arrancado de sus libretas a modo de confetis y después volvió la dichosa cantinela:

—¡Anacardo y Ánchel son novios!

 

Los próximos días pasaron lentos, sobretodo en el colegio. Ana Carmen y yo apenas hablamos. Ella decidió mantener las distancias y yo no hice nada para remediarlo. Otra muestra más de mi cobardía. Prefería evitarla para no tener que dar explicaciones al resto de borregos de la escuela. Renunciar a su amistad por las apariencias. Era cruel, pero así era yo. Pusilánime.

Por lo demás en la granja había trabajo más que suficiente para tener la mente ocupada y el fin de semana lo dediqué a ayudar a mamá a preparar los cardos. Ella era la que se encargaba del huerto, siempre con la ayuda de mi padre, pero a aquella mujer le gustaba tanto la labor en el campo que se la dejábamos para ella. Disfrutaba tratando con sumo cariño frutas y verduras, hortalizas y legumbres. ¡Menudo huerto le había preparado papá! Hace un par de años compró un campo yermo de un vecino del pueblo, más preocupado por el vino y las faldas que por las labores de la tierra. El caso es que como estaba pegado a la granja, hicieron un gran esfuerzo y tapiaron todo el perímetro para evitar los hurtos, y las gamberradas de críos despiadados que se divertían destrozando los hortales. Todos sabían quienes eran pero nadie ponía remedio. Y así pasaban los días, campando a sus anchas con Fernando Pérez como miembro destacado.

Dedicamos una mañana para taparlos con mucho cuidado. Tenían que estar listos para Navidad y su maldita tradición de cenar cardo. Habiendo langostinos, ensaladilla rusa o cualquier parte de la anatomía del cerdo, por ejemplo, ¿quién quería cenar cardo en una noche tan especial? Y así pasamos la mañana del sábado, cubriendo sus tallos con papel de periódico para que las pencas se blanquearan y resultaran más tiernas y apetecibles. Las protegimos del sol y así las dejaríamos durante aproximadamente un mes. Mi padre mientras tanto se apresuraba con las faenas de la granja para estar libre toda la tarde. ¡Hoy nos íbamos al cine! ¡Iríamos a la ciudad! Estrenaban La Sirenita y fue un acontecimiento.

Lo del cine es genial, pero lo de la ciudad no tanto. Mi padre siempre se enfada porque no puede aparcar y luego está la gente. Que arisca y desagradable. Te cruzas con ellos y nadie te saluda como aquí en el pueblo. Son unos desustanciados. Mamá dice que es normal porque no nos conocen, pero a mí eso no me convence. Vale que a mí no me conozcan porque soy de otro sitio, pero entre ellos que son vecinos de la misma ciudad y seguro que se conocerán, tampoco se saludan. Maleducados.

En el viaje de vuelta para casa entre juegos con mis granjeros, que por supuesto me lo había llevado, y contar árboles (algo divertido y que se me daba muy bien) estuve maquinando un plan que me ayudara a conseguir lo que yo quería: a Julia. La Sirenita despertó en mí una admiración por la belleza femenina nunca antes experimentada, era tan guapa, tan perfecta, tan… Julia. Así que me puse a discurrir cómo podía conseguirla. Sería fantástico poder besarla, y eso aclararía que Ana Carmen y yo no éramos novios. ¿Cómo podía impresionarla y que a la vez se sintiera atraída por mí? Como el viaje era un poco largo y mi ingenio también, enseguida me surgieron un montón de ideas, pero algo me decía que había una que seguro que funcionaría: le escribiría una poesía para demostrarle mi amor. Ella además de terriblemente guapa era la más lista de la clase, detrás de mí por supuesto. Así que comprendería mis sentimientos y admiraría mi tremenda capacidad para componer y recitar versos. Sí, eso haré. Seguro que funciona. No puede fallar.

A la mañana siguiente mi madre insistió en que fuera a misa y a catequesis. Yo no quería ir ni por asomo, pero obedecí. Después de comer y la tan discutida siesta (nadie se ha percatado de que los niños de diez años no necesitamos dormir siesta), me dispuse a componer los versos mas bonitos y maravillosos que mi mente pudo imaginar. Me llevó toda la tarde porque los repase hasta catorce veces intentando mejorarlos. Al final llegue a la conclusión de que no se podían mejorar más. Estaban perfectos. Me tumbe en la cama y empecé a imaginar como sería mañana, en clase de mates pasándole el papel con aquellos maravillosos versos que describían su belleza y mi amor secreto por ella. Los leería a escondidas y se sonrojaría alagada, me miraría de reojo y nada mas acabar la clase sin esperar siquiera a bajar al patio me daría el beso mas apasionado y maravilloso que pudiera imaginar. Era perfectamente perfecto.

 

El día amaneció como todos, con el gallo alborotando al alba. Yo me vestí enseguida, desayuné y para el cole. Rápido, sin esperar a nadie. Ni a Ana Carmen ni a Matías. Sólo con mi mochila, mis pensamientos y mi poema. Sin siquiera dar vuelta por la granja. ¡Qué me estaba pasando!

Llegue el primero. No me atreví a cruzar una sola mirada con Julia en toda la mañana. Ella vino con Caridad y enseguida estuvo rodeada por los moscones de sexto y Fernando Pérez. Ese bruto, maleducado, insolente, asqueroso, insoportable y bigotudo. Subimos en silencio y pasó la eterna primera hora. Luego mates, mi momento. En plena división con decimales, con toda la atención centrada en el poema que tenía en la última hoja, me dispuse a acercarme lo más posible al pupitre de Julia. No llegaba desde mi posición ni estirándome todo lo que mi cuerpo era posible. Tendría que levantarme si quería hacérselo llegar sin tener que utilizar intermediarios chismosos que pudieran interceptar el mensaje. Así que sigilosamente pasé por la mesa de Matías y llegue hasta la de mi secreta amada. Mati me miraba sorprendido. No era propio de mí levantarme en medio de una clase. Le hice un gesto con el dedo para que se mantuviera en silencio, pero me despiste y tire con la otra mano el estuche de una compañera. Una cajita metálica para guardar los lápices, pinturas y bolígrafos. Se estrelló contra el suelo haciendo un estruendo monumental. La niña chilló asustada por el ruido y Doña Reme levantó la vista y allí me encontró, en medio del aula inmóvil y con el papel en mi mano.

—Ánchel, al radiador —sin preguntarme siquiera que estaba haciendo.

No rechisté lo más mínimo. Agaché la cabeza y me fui para la esquina.

—¡Espera, espera! —me inquirió la bruja—. Recoge lo que has tirado.

Sin protestar deje el papel sobre una mesa y me dispuse a recoger aquel estropicio, cuando de repente la voz nasal de Caridad comenzó a recitar en voz alta:

—Eres tan bonita, como La Sirenita

¡Mierda! ¡Esa arpía estaba leyendo voz en grito mi poesía secreta! Me levanté como un rayo y le arranque el papel de sus manos. Ella forcejeó y no se cómo acertó a leer el último verso:

—Te quiero Julia.

Y al darse cuenta de la trascendencia de lo que estaba leyendo lo repitió chillando.

—¡Pone te quiero Julia!

La profesora que observaba divertida la situación se acercó y me hizo entregarle aquel dichoso papel. Lo leyó en silencio y me señaló la mesa de la esquina. Me animó a irme con sarcasmo y cierto retintín mientras pronunciaba:

—A la esquina, Romeo.

Cabizbajo y avergonzado me senté allí sin levantar la cabeza de mi cuaderno en lo que quedaba de mañana.

Todos conocían ya mi secreto, no tenía sentido esconderlo más. Ni siquiera negarlo hasta la saciedad daría resultado, más bien resultaría patético. Así que como los quehaceres diarios en el colegio eran bastante aburridos por su simpleza, decidí tomarme un receso para reflexionar sobre todo lo ocurrido: Ana Carmen quiso besarme, Fernando Pérez lo vio y yo negué a mi amiga. Buen palmares. Ahora he de centrarme en Julia, porque todavía no sé si seré correspondido. Lo que es seguro es que se ha enterado. Ella, y toda la clase, incluida Doña Reme. ¿Y si yo también le gusto? Aún hay esperanza…

—Bueno chicos, resolvamos el problema —Doña Remedios estaba dando por finalizado el tiempo para hacer las tareas y solíamos corregir el primero en clase a modo de ejemplo. La mayoría de las veces salía algún compañero pero a la definitiva acababa resolviéndolos yo, o Julia claro, ella también es muy lista. Todo esto estaba ocurriendo ajeno a mí, pues tenía toda mi atención puesta en resolver la duda que me atormentaba: ¿y si yo también le gusto?

De repente un alboroto, risas, chismorreos y dedos señalándome. Y la voz de Doña Reme chillándome desde el encerado.

—¡Ánchel! ¡Por el amor de Dios! ¡Quieres atender! ¡Ven aquí de una vez y resuelve el problema!

Yo estaba absorto en un mundo maravilloso en el que la duda se había resuelto y cómo no, la situación me era favorable. Que bonito. ¡Pero que breve! Esa bruja me había sacado a empujones de mi rincón onírico. Arpía. Y por lo visto llevaba un buen rato llamándome. Y como las musarañas habían decidido embelesarme, olvidaron por completo indicarme cual era el problema a resolver. Esta fue la primera vez en más de diez años de vida, que no son pocos, que no supe aclarar la incógnita. Y no fue en mi rincón del radiador, ni en mi casa con mi chándal parcheado, no. Tuvo que ser enfrente de todos mis compañeros: sucios, chismosos, envidiosos y cortitos. Eso es lo que eran, sobre todo cortitos. Y así me sentía yo ahora. Ignorante. Pero ante todo aturdido. Incapaz de entender lo que Doña Remedios de estaba preguntando. Otros compañeros resuelven hábilmente esta situación, lanzan respuestas al azar intentado que suene la flauta y la diosa Fortuna se alíe con ellos. Yo no iba a hacer eso, intenté concentrarme pero necesitaba saber que era lo que me estaba preguntando. Me había perdido el principio del problema y así era imposible resolverlo. El ruido de fondo fue “in crescendo”. No me permitía centrarme. La bruja me apremiaba y no había forma. Risitas por lo “bajini”. Nervios. Cada vez más. Muchos nervios. La arpía me da un ultimátum. Entonces la situación era inaguantable. Como mi vejiga, que decidió ceder a la presión y relajarse en el momento más inoportuno. Una mezcla de sensaciones recorrieron mi cuerpo: primero el calorcito por la entrepierna que se deslizaba hacia la rodilla para después buscar el tobillo. Acto seguido la liberación me trajo un microsegundo de alivio para inmediatamente sumirme en la mayor vergüenza que había experimentado jamás. Y eso que llevaba unos días cubriéndome de gloria, pero esto lo superó con creces. Mi bragueta era la “zona cero”. Todas las miradas del mundo se dirigieron allí. También los dedos índices de los piojosos.

Doña Remedios en ese momento se apiadó de mí. Al fin y al cabo era su alumno preferido, nunca iba a reconocerlo pero yo tenía posibilidades y estos retrasados no. Se agachó ligeramente para susurrarme casi al oído.

—Deja todo aquí y no te preocupes. Puedes irte a tu casa. Vete, corre.

Y salí como alma que lleva el diablo hacia mi granja. El lugar más maravilloso que existe en el mundo. A por besos y abrazos de mami, que eso lo cura todo.

Seguidamente la profesora ordenó a Matías que llevara todas mis cosas a mi casa, pero yo para entonces ya no estaba allí. Mandó los deberes y mi correspondiente castigo: “Estaré atento en clase”, doscientas veces. Cien por el primer castigo del radiador y otras tantas por el segundo del problema. Ni en estas iba a darme un respiro la puñetera. Aún así estaré eternamente agradecido a aquella mujer por permitirme huir de aquella situación sin tener que soportar lo que vendría después…

 

El cachondeo al terminar la clase fue general. Que si Ánchel quería a Julia, que si lo habían pillado con el mensajito, que si estaba despistado en el rincón junto al radiador, que si no había sabido responder un problema (como si esos ineptos resolvieran al menos la mitad de los que les proponen), y sobre todo que se había orinado en los pantalones con diez añazos para once. Matías recogió mis cosas y obedeció a la maestra como el buenazo que era. Pero antes se interesó por Ana Carmen, sabía que no lo estaría pasando bien.

—Ana Carmen, ¿me acompañas a casa de Ánchel para llevarle sus cosas?

—Ni lo sueñes. Está bastante claro que no me quiere. Pues no me tendrá, ni ahora ni nunca. Acuérdate muy bien de lo que te digo y díselo con estas palabras —dolida en su interior tenía ya la madurez necesaria para saber que lo que estaba diciendo era cierto. Es en otra de las cosas que nos aventajan las mujeres: maduran antes, por lo tanto solamente nos queda ir por detrás. Siempre por detrás de ellas.

—Pues vale —y con eso estaba todo dicho para Matías. Era así, simple pero sincero.

 

El bueno de Mati salió del colegio tranquilamente y en esta ocasión Ana Carmen decidió no esperarle y seguir ella sola su camino hasta su casa. El pobre chico no tenía la culpa de todo lo sucedido. Al contrario, se interesaba por ambos, era un amor. Pero simplemente ella no estaba para nada ni para nadie. Matías no se lo tuvo en cuenta, incluso le alivió en cierto modo no tener que acompañarla sin saber qué decir, qué hacer. Muchos hombres no estamos preparados para esas circunstancias, y Mati no era una excepción. Así que cogió las dos pesadas mochilas (la suya a la espalda y la otra en su mano derecha y las carpetas de Dibujo con los últimos trabajos de ambos, que casualidad que tuviera que llevárselos hoy también) y salió como pudo hacia mi casa. Entonces no existían las modernas mochilas actuales con rueditas, cargábamos todo a nuestras espaldas. Ni una centena de padres nos llevaban hasta la puerta del colegio colapsando medio pueblo con sus Crossover recién sacados del concesionario para fardar de lo buenos padres que somos (y de que carro me he comprado ya de paso). Íbamos caminando, andando, corriendo, saltando, jugando… pero a pie. Así están nuestras espaldas con los pasos de los años, encorvadas. No, no es del cierzo. Es de la puta EGB. Somos generación EGB, repito, y nos pasaban estas cosas.

Matías se detuvo primero en su casa para dejar sus cosas, estirar su espalda y sacudir violentamente sus brazos pues de tanto peso sus manos se habían dormido. Hasta allí tuvo que detenerse un par de veces para descansar, el pobre. Una vez dejó sus cosas en su casa, se cargó mi mochila a la espalda, cogió el bocata de salchichón que le había preparado su madre y se dirigió a verme. Nada mas comenzar su camino se encontró con Caridad.

—¡Hola Matías! —que amabilidad, que raro.

—Hola Caridad. ¿Qué haces tú por aquí?

—Nada. Es que hemos quedado unos cuantos junto al río. ¿Vas a ver a Ánchel?

—Sí. Voy a llevarle sus cosas.

—Pues dile si os apetece venir.

—¿A los dos?

—Si bobo. Claro que a los dos.

—Pues vale.

Caridad desapareció en dirección al río y Matías llegó en mucho menos de lo habitual a mi casa. Saludó a mi madre que le indicó que estaba en mi habitación bastante afligido y subió raudo.

Tras dos toques de cortesía entró en mi cuarto.

—Hola Ánchel, ¿cómo estás?

—Bueno. La verdad es que la situac…

—Te he traído tus cosas —me interrumpió.

—Te decía que ha sido un día agot…

—Las chicas nos han invitado a ir con ellas al río.

—¿Eso quién te lo ha di…

—Caridad —no dejaba de interrumpirme. Con lo que me molesta eso.

—¿Estará Jul…

—Supongo.

—¿Vamos?

—Ya tardas.

Y para allá que salimos disparados. Una nueva esperanza se vislumbraba en el horizonte y no estábamos dispuestos a dejarla escapar. No perderíamos ni un segundo. Salimos de casa, camino al granero a por mi Torrot. A toda velocidad camino abajo por la pronunciada pendiente del antiguo Molino pedaleando sin aliento y con Mati montado en el manillar. Cantando y vociferando canciones que improvisábamos sobre la marcha hasta que de repente el perro del barbero apareció…

Vaya golpetazo que nos llevamos. Yo salí despedido de la bici y ese fue el día en que Matías perdió su pala izquierda. Unos años después cuando fue “mayor” se la enfundaron y no se notó, pero de momento estaba precioso, seseando al hablar e imposibilitándole silbar durante esos años. Aturdidos, con escorchones en brazos y piernas y la ropa hecha jirones nos detuvimos un segundo. Yo sentado en el suelo cogiéndome el brazo izquierdo contra el estómago y Mati tumbado bocabajo tapándose la cara con ambas manos. Me acerqué hacia su posición a interesarme por él.

—Mati, ¿estás bien? —él se giró y se destapó la cara. Dos lagrimones surcaban sus mejillas pero sin llanto alguno. Se tomó su tiempo y contestó.

—Zi.

—Deberíamos ir al pueblo a curarnos.

—Nada de ezo —contestó mientras se incorporaba—. Noz vamoz a ver a las chicaz al río.

Y para allí que nos fuimos.

 

 

Llegamos con un poco de retraso. La mayoría jugaba a marro, algunos estaban pescando y los inoportunos de sexto estaban sentados bajo un árbol aprendiendo a fumar. Que contrariedad, la mayoría tardarían muchísimos años en aprender a dejarlo después.

Caridad estaba con ellos y al vernos se acercó a nuestra posición para recibirnos.

—¿Qué os ha pasado, chicos? ¿Vaya pinta traéis?

—Se nos ha cruzado el perro del barbero y nos ha tirado de la bici.

—Pero, ¿estáis bien?

—Zi, zi. Tranquila —ni que decir tiene que este era Matías.

Nos sentamos un poco aparte de esos bestias y rápidamente le pregunté a Caridad.

—¿Cómo es que nos habéis invitado a venir? Nunca lo hacéis.

—Es que veras, tenemos un plan.

—¿Tenemoz?

—Si, Julia y yo. Os cuento. Este sábado habrá verbena y queremos que nuestros padres nos dejen quedarnos para bailar y divertirnos como los mayores. Ahora todo el mundo creerá que Julia y tú sois novios después de tu gloriosa declaración de esta mañana en el colegio. Y este y yo podríamos serlo también, al fin y al cabo siempre vais juntos como Julia y yo. Nadie sospechará, es lógico.

—Ezte ze llama Matiaz —inquirió molesto.

—Bien. Pues eso. Solo tenéis que haceros pasar por nuestros novios y pedirles permiso a nuestros padres. Les decís que vais a acompañarnos y que nos dejen ir.

Eso sonaba bien. Pero sonaba a trampa y mentira de las gordas.

—Entoncez, ¿vamos a ser novioz?

—Pero que dices bobo. No te hagas ilusiones. Queremos que nos dejen salir para ir a bailar con los de sexto, que son mas mayores y guapos que vosotros dos y a ellos si que los dejan salir por la noche —será caradura la mosquita muerta esta.

—Pues que lo hagan ellos. Que vayan a casa de tu padre y le pidan permiso si es lo que quieres.

—Mi padre, y el de Julia tampoco, nunca aceptarían eso. No tienen muy buena reputación que digamos estos chicos entre el vecindario —y es que eran conocidos por sus múltiples fechorías. Menudos salvajes.

—Pero si ya no ze pide para zalir a loz padrez. Ezo eztá muy anticuado.

—Es para hacer ver que vamos todos los compañeros, zoquete.

Yo seguía pensativo hasta que rompí mi silencio, me puse de pié y le dije:

—¿Dónde está Julia?

—Ahí detrás —señalando unos arbustos y tamarices que escondían un recoveco perfecto para intimar.

—¡Pues que me lo pida ella! —y salí furioso hacia ese lugar.

Caridad se levantó cuando comprobó mi enfado y salió presta tras de mí. Mati reaccionó un par de segundos mas tarde y nos siguió.

—¡Yo no soy el escudo de nadie!

—Espera desgraciado —me gritaba con su voz nasal unos pasos detrás.

—¿Pero donde vaiz? —el pobre no se enteraba de nada.

Llegue hasta allí y me introduje entre los arbustos sin pensarlo hasta que tropecé con algo y caí encima. Estaba sobre Julia y Fernando Pérez que estaban tumbados morreándose en aquel sitio infame. Caridad que me seguía de cerca no tuvo tiempo de detenerse y cayó sobre nosotros y acto seguido Mati cerró la montonera humana que se había formado en aquel diminuto y frondoso espacio del río.

—¿Pero qué hacéis apestosos? —gritó Fernando Pérez.

—Deja a mi novia en paz —lo primero que me salió.

Acto seguido me dio un puñetazo de los suyos que me lanzo casi un metro para atrás. Caí de culo y de camino tiré al bueno de Matías. Vaya día llevaba el pobre. Julia se levanto muy digna limpiando sus labios con su mano derecha y dijo:

—Tras tu celebre declaración de esta mañana Fer se ha enterado. Se ha puesto celosete y me ha pedido para salir. Ahora somos novios —y cerró el comentario con otro morreo a aquél bestia.

—¡Largo de aquí si no queréis que os abra la cabeza! —nos gritó el salvaje.

Me dolía el puñetazo, lo que Caridad nos había pedido, la caída con la bici, y lo que Julia acababa de contarme. Pero verlos besarse de aquella manera era casi tan angustioso o más que lo de orinarte en clase.

Yo no atendía a razones, salí corriendo para mi casa con Matías pedaleando. Gimoteando en el manillar de la bici. Mi amigo pasó de largo de su casa y me llevó hasta la mía, encerró la Torrot en el granero y me dio un par de palmaditas en la espalda.

—Lo zuperaraz compañero —y se fue cabizbajo para su casa. Que grande era aquel chaval.

—Gracias Mati…

Entré corriendo en casa en busca de consuelo. Amor de madre. Lo necesitaba.

 

 

—Encontrarás los besos, hijo. No te preocupes —me decía mi madre mientras me consolaba. Yo lloraba desesperadamente. Como nunca lo había hecho. No sabía que el amor era tan doloroso. Era una nueva sensación y no me estaba gustando nada.- Lo que pasa es que esos besos no eran para ti. Nada más. Ya encontrarás los tuyos. Seguro hijo, ya lo verás.

Mi madre me abrazaba con todo su amor y yo me estremecía en su seno. No hay sensación más placentera en el mundo que esa.

—Has despertado al amor, hijo. Y eso a veces duele.

—¿Por qué? ¿No dicen los mayores que es maravilloso? —grité indignado.

—Es como cuando pegas un estirón —prosiguió mi mamá sin inmutarse —que te hace más grande pero te duelen las piernas unos días. Luego se pasa y te encuentras mucho más alto y guapo que antes.

—¡No! ¡No es lo mismo! —yo no lo entendía, claro está.

—Seguro que hay otras muchas chicas deseando conocerte —aquella mujer era todo paciencia y amor.

—¡Yo no quiero a otra! ¡Yo la quiero a ella! ¡Quiero a Julia!

 

Después hubo muchas otras chicas. El río estaba lleno de peces. Pero en aquel momento yo estaba en una pecera con un único pez. Mi micromundo se reducía a Julia. Fue divertido y doloroso amarlas a todas. Muchas más veces mi mamá me dijo:

—Encontrarás los besos.

 

 

Pero esa es otra historia…

 

 

 

David Garcés Zalaya.

Luceni, 18 de abril de 2014.







Agradecimientos

 

A los autores de este libro por participar desinteresadamente en este proyecto. Ayudándolo a crecer y darle forma.

A nuestra fantástica diseñadora gráfica y fotógrafa Maral Fotografía por su excelente trabajo de portada.

A la persona que ha seleccionado las frases de cabecera por su aporte y por ser como es.

Al grupo Nasville por acompañarnos en una velada mágica. “Mucha mierda” compañeros, sois grandes y lograréis vuestra meta.

A D´Votos, por cedernos el local para la presentación de este libro y facilitarnos el trabajo.

A Radio Albada por las cuñas publicitarias.

A todos los que semana tras semana nos hacéis crecer visitando nuestro blog, participando y siguiéndonos en las redes sociales.

A todos los que habéis sufrido nuestras rarezas cuando nos sentamos a escribir (que no son pocas).

Y en definitiva a ti, que tienes este libro entre tus manos y haces posible que podamos cumplir nuestro sueño.

 

 

Nos leemos.

 


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