Hoy os traemos el texto completo para vuestro disfrute, KLAUS, de nuestro amigo Joaquín Marías Corbalán "Indiana", desde Alguazas, Murcia. Y además lo hacemos de forma completa, tal y como aparece en AMOR KM. 0, nuestra última publicación, perteneciente a COLECCIÓN CUPIDO.
La próxima semana comenzaremos con pequeñas joyas de lo próximo. No os lo perdáis. Ahora vamos a disfrutar con su esencia (de María Belén Mateos Galán), frase de cabecera, fotografía de Vot y el intenso relato de Joaquín Marías Corbalán "Indiana".
Si queréis disfrutar de las 31 piezas que componen este libro no dudes en pedirlo ya.
El misterio de los sentimientos se hace vértigo y la dulce tormenta explota en la piel de las estrellas.
El misterio de los sentimientos se hace vértigo y la dulce tormenta explota en la piel de las estrellas.
“No podía pensar con claridad, se me había
olvidado hasta mi nombre. Oír su voz y sentir su cuerpo desnudo encima del mío
fue como si la tierra hubiese dejado de ejercer su punto de gravedad, como
volar por encima de las nubes mirando cara a cara al sol, él sabía de eso, era
piloto. Y poco a poco fue cubriendo mi cuerpo de estrellas recogidas en no sé
qué cielo”
KLAUS
Joaquín
Marías Corbalán “Indiana”
KLAUS
Los años vividos en las diferentes etapas de mi vida, empiezan a
impedir, con su mal disimulada impaciencia, que estos cansados ojos míos no
vean ya con la natural claridad a los confiados gorriones, que como cada tarde,
vienen a picotear el pan que desmigajo para ellos bajo el viejo y caduco
cerezo. Él, a la vez que yo, mira el pasar del tiempo con cierta indiferencia
ya, sin demasiadas prisas porque amanezca o anochezca, porque la vida siga su
sistemático curso. Tanto ellos como yo, estamos al final de nuestro programado
ciclo, nos sentimos llenos de lo vivido, basta con lo que la naturaleza y la
vida tan desinteresadamente, nos han regalado.
A estas alturas no vale protestar, no tendría sentido rebelarse, si así
lo hiciéramos, se harían a un lado las nubes para que pudiera reírse a sus anchas el sol. Tan sólo las estrellas
nos tomarían en serio, pero tendríamos que esperar a la noche. ¡Es tan fría
cuando los ojos del alma ya no sonríen! Y los míos, que siempre vieron el mundo
de otro color, ahora están aprendiendo a llorar.
Los años, son los mismos, sí, los mismos que por alguna oculta razón
discurrían tan veloces al principio de mi vida y tan lentos ahora, al final de
ella. Creo que deben de pasar de la misma manera para la mayoría de las
personas.
Los años..., siempre los años. Ellos podrán enturbiar mis ojos, pero no
mis recuerdos. Dicen que estos son la segunda vida de los viejos. Todo lo
andado con el pesado saco de lastre a las espaldas… dolió.
¡Qué más da ya hablar a estas alturas de la vida de los viejos o de los
jóvenes! Pero mis recuerdos están ahí, son míos, sólo míos… míos. Posiblemente,
sean una de las pocas cosas que no puede quitarnos nadie, los recuerdos.
Conservo uno con especial cariño: fue en la pasada guerra, esa cruel,
inútil y maldita guerra que parecía no acabar nunca y que tantas cosas, feas y
bonitas, dejó como un inseparable compañero de viaje en mi vida. Todas esas
cosas, siempre por delante como una sombra que me precede abriéndome el camino,
como una sombra que me empuja al preludio del abismo.
La separación de mi marido, por sus ideas, o quizás por las mías. Para
él, que los suyos ganaran esta guerra era más importante que ganarme a mí.
Decía que si vencíamos, estaríamos mejor, pero yo para estar bien, sólo le
necesitaba a él.
Aquella tarde no había colores en el cielo, y si los había yo no los
vi. Todo era de un gris ceniza. Sólo recuerdo su fusil cruzado a la espalda,
una roída manta sobre su pecho y... aquella mirada, fría como la tarde. No
volví a verle ni a saber nada más de él,
la verdad es que tampoco pregunté a nadie, todo quedó en mi cabeza como un mal
sueño. Sé que le perdí cuando desapareció tras el último árbol del serpenteante
camino, fue precisamente en ese recodo donde le vi por primera vez, que ironía.
A veces pienso que los dioses son crueles, se divierten con nosotros o al menos
con algunos de nosotros.
A día de hoy, no sé nada de él, no sé si estará vivo o muerto. Ahora
tendría ochenta y cinco años de los cuales, pienso, que los diez mejores fueron
para mí, eso al menos es lo que él decía; hasta el día que decidió irse a matar
a no sé quién.
Tenía una sonrisa luminosa, de las que sobreviven a la muerte, y… unos
ojos negros que sólo olvidaré cuando cierre los míos si la negra parca me
permite conservar los recuerdos.
La pérdida de mi fe en la palabra felicidad, mis ansias de ser útil o
simplemente el tener alguien con quien compartir mi soledad, o quizás por
mitigar mi mal disimulada y vana espera, hizo que pasara a formar parte del grupo de chicas que cuidaban a los
heridos en combate, en aquel convento reconvertido ahora en un improvisado
hospital.
Después de tantos años, aún no he podido olvidar esa vivencia, el
recuerdo sigue siendo de locura: las mantas enrolladas que traían los soldados
con su imborrable olor a pólvora; las sábanas ensangrentadas en los pasillos,
en las escaleras, en las celdas que servían de improvisadas habitaciones; los
lamentos sin apenas fuerza para gritar de los moribundos; los aullidos de los
operados sin anestesia; las prácticamente inexistentes medicinas; la poca
comida y la cada vez más escasa agua, hacían de aquel simulacro de hospital un
segundo campo de batalla.
De lo único de que disponíamos en exceso era de sueño y hambre, de eso
sobraba siempre. Puedo jurar, que había veces en las que no sabía si la sangre
que empapaba mi ropa, era mía o de algún herido. De lo que si estoy segura, es
que la sangre de las mujeres era del mismo color que la de los hombres, sé que
alguien va a entender lo que digo.
Con el paso de los interminables y agotadores días, todo se fue
tranquilizando, venían menos heridos, no sé si era, porque ya quedaban pocos
hombres para matarse, si estaban escaseando las bombas, o si estaban ya todos
muertos.
Disfrutábamos, de una relativa paz, aunque esta palabra dicha en
aquellos momentos no sé si me producía risa o llanto, como poco sonaba a ironía
en mis oídos, paz.
Era piloto, no recuerdo si nacional o rojo, o verde, o azul, a mí no me
importaban esas cosas, que estupidez matarse por un color, malditos imbéciles,
coged los del arco iris, él los tiene todos y no hace guerras, pedídselos, no
creo que le importe.
Para mí era un herido como los demás, cayó con su avión durante la
noche, lo trajeron de madrugada en una carreta cubierta de paja y estiércol
para que no lo vieran, de haberlo descubierto le hubieran matado. Que importaba
si estaba herido o no, no querían prisioneros, había poca comida, y muertos
molestaban menos.
Tenía un golpe en la cabeza y una fea herida en el brazo, hubo que
sedarlo para operar y a consecuencia de esto, estuvo algún tiempo inconsciente. Me mandaron lavarlo, así lo
hice y por ende, lo veía día tras día tendido en aquel camastro de la fresca
celda en verano, y que supuse gélida en invierno.
A pesar de haber estado casada con el que me parecía el hombre más
guapo del mundo, la cara de este soldado me recordaba las pinturas de ángeles
que veía de niña en la catedral de la ciudad. Hacía ya un año, que me parecía
un siglo, que no veía a un hombre desnudo.
Me resultaba difícil borrar la imagen de su cuerpo de mi cabeza, era
puntual a la cita cada noche, porque de día era imposible pensar con el ajetreo
del hospital en aquel olvidado rincón del mundo. La figura de aquel hombre
joven, desnudo, tendido en el camastro semiinconsciente, tenía toda le belleza
de Apolo. Aquel cuerpo, era lo único que tenía el poder de recordarme que
seguía siendo una mujer.
La abstinencia sexual me estaba jugando una mala pasada. Eso, pienso
que ni la guerra ni la muerte podrán
borrar de nuestros genes, es el instinto de la supervivencia de la especie.
Como poco, se puede mitigar algo entreteniendo al cerebro ocupado en otros
quehaceres, pero aflora a las más mínima ocasión que le demos. Yo ya no sabía
si lo veía o lo soñaba, pero esa idea estaba dentro de mi cabeza y entendí que
iba a ser ya muy difícil sacarla de allí.
Las escenas eróticas pasaban y se repetían formando mil sombras de
libidinosos duendes que se recreaban atormentándome, despertando mis
adormilados instintos. No era capaz de discernir si lo necesitaba mi cuerpo o
mi mente, era como la morfina, como un alivio para mi soledad.
Aquella prominencia entre sus piernas, que yo disimulaba cada día con
una roída sabana que hacía esfuerzos por conservarse blanca, se estaba
convirtiendo en una obsesión que amenazaba con la locura. Lo deseaba, lo
imaginaba encima de mí, debajo, detrás, acariciándome los pechos. No podía
dormir y acababa tocándome, intentando con vergüenza reprimida disimular mis
instintos, casi como una adolescente.
En el éxtasis final podía sentir su dureza entrando en mi cuerpo,
entonces no sé porqué, veía los ojos de mi marido y explotaba en un orgasmo
buscado e interminable.
Siempre he pensado que los hombres y la mujeres formamos un complemento. Somos diferentes, eso lo
tengo muy claro, muy diferentes, pero formamos las dos mitades de un todo y
juntos... el Ying y el Yang, la energía maravillosa del universo. No creo en el
feminismo ni el machismo. Nunca he creído en la guerra de sexos, no tiene
sentido, eso lo dejo para los resentidos. El eterno problema es el entendimiento mutuo, el
aprender a comprender al otro.
Creo que hoy ya debería de haber vuelto en sí, ya lleva demasiado
tiempo inconsciente. Era superior a mí, yo quería, necesitaba verlo otra vez.
Me vestí el camisón, era una de las pocas afortunadas que podían presumir de
él, en esta precaria situación era todo un lujo poseerlo, que ironía, en otro
tiempo ni lo hubiese mirado.
Me encaminé despacio por el largo corredor, casi como una sombra en la
semioscuridad. No necesitaba luz, me bastaba la de la luna y además conocía lo
suficiente todo el convento. ¿Qué le diría si estaba despierto? Quería verlo
dormido, admirarlo en toda su plenitud ¿o… en realidad lo quería despierto?
Cuantas contradicciones desfilaron en un momento como oscuros espectros por mi
cabeza. De cualquier manera no era aconsejable dejarlo solo tantas horas,
pensaba para autoconvencerme de que hacía lo correcto.
Estaba tendido, inconsciente aún. Parecía una escultura de Miguel
Ángel, le toqué la cara despacio.
—Eh..., eh —susurré para comprobar que seguía dormido.
Estaba caliente, respiraba sin
sonido, pausadamente. Yo no había visto nunca a alguien en coma, era... como
una dulce muerte consciente, sin sonrisas, sin enfados, sin una débil mueca que
denunciara la vida, indolente como estando sin estar. Soy consciente de que es
un contrasentido, pero es la mejor manera que conozco para expresar lo que
sentía en aquellos momentos.
Deseaba acariciarlo, tenía que hacerlo, lo supe entonces aunque ahora
me avergüence de ello. No fui a entregarme a él, bien lo sabe dios, ni a hacer
nada de lo que pudiera arrepentirme, pero la imagen de aquel hombre desnudo me
superaba, era más fuerte que yo.
Lentamente como el que desactiva una bomba, fui apartando la sabana de
su cuerpo. ¡Allí estaba como un dios griego! Sentí la irrefrenable necesidad de
volver a tener los labios de un hombre cerca de los míos y lo hice, fue un
sutil roce, imperceptible apenas, pero suficiente para que se me despegara el
alma huyendo de la carne.
¡Oh, qué dulce sensación, qué fiesta para los sentidos! ¡Cómo se puede
sentir tanto con tan poco! Fue mi detonador, el despertar de algo largo tiempo
dormido, aletargado. Deslicé la mano por sus piernas. No sé, ahora no sabría
explicar si conscientemente o no, pero de forma natural, sin esperarlo me
encontré con su miembro en la mano, como si lo hubiese estado haciendo el día
anterior.
Ya todo me daba igual, cielo o infierno, verdad o mentira, guerra o paz, ya no había fuerza
humana capaz de parar mis instintos. Me quité el camisón y me eché dulcemente
sobre él. Sentí el rizado pelo de su pecho en el mío a la vez que una mórbida
protuberancia se acomodaba entre mis piernas.
¡Qué sublime sensación, que soñado vuelo! Sólo una mujer sería capaz de entender lo que
sentí en aquel momento. Fue… como el aletear de un millón de mariposas sobre mi
vientre.
Cogí su miembro y empecé a
acariciarlo, sé que suena a ordinariez, quizás a porno barato, pero sólo puedo
describirlo así. Acariciarlo con mis labios, sentir su calor en mi lengua como
el más dulce néctar.
Creo que entonces aún no era consciente de que un hombre dormido, sin
algo que lo motive, no tiene una erección y lo que tenía en la boca, como un
dulce caramelo que hace perder la noción del tiempo, me impedía pensar. Cuando
me di cuenta ya era demasiado tarde. No sé el tiempo que la tuve como algo que
me pertenecía por derecho, tampoco me sobresalté, como si lo esperase y fuese
natural cuando su mano cogió dulcemente mi cabeza.
Fue entonces cuando escuché su voz susurrar tan suave como un adagio de
Mozart.
—¡Espera! Por favor..., ven —le escuché decir, a la vez que me acercaba
hacia su cabeza.
No me asusté, sólo necesitaba seguir haciéndolo, pensé que mi corazón
no lo podría resistir, parecía como si fuese a estallar en cualquier momento.
¿Cuantos latidos más iba a ser capaz de aguantar antes de morir con este
ansiado y voluntario tormento? Mi ego pedía más de esta pócima, de esta droga
que obnubilaba mis sentidos hasta hacerlos esclavos del pecaminoso poder de la
carne. ¡Qué me importaban en este momento las tópicas mentiras con las que cada
domingo bombardeaba don Florián a las crédulas y temerosas monjas! De mi cabeza
se había borrado la palabra infierno, mis ojos lo volvían a ver todo azul y
rosa, todo me daba igual, no deseaba nada que no fuese sexo.
Puso sus manos a cada lado de mi cabeza e intentó apartarme, yo no
quería que arrebatara mi tesoro y entonces miré a sus ojos.
—Ven... ven...
Me lo decía con tanta dulzura que no fui capaz de resistirme, creo que ya estaba vencida antes
de entrar. Le dejé hacer. Se puso encima de mí y despacio, como quien sopla a
una vela haciendo oscilar su débil llama a la voluntad del soplador, me fue
besando una y otra vez, la cara, el cuello, la frente, los ojos.
Después de unos momentos que yo creí eternos y que alguna parte de mi
cerebro confundió con la magia, fue serpenteando con su lengua hacia abajo,
abriéndose camino por mi tembloroso vientre hasta detenerse en el lugar donde
convergen las piernas, allí se detuvo a buscar con su lengua no sé qué cosa
descocida aún para mi, era dueña de un tesoro sin saber que existía. No fui
capaz de cerrar los parpados a pesar de la sensación de mareo que me embargaba,
yo buscaba sin éxito su norte, su polo magnético, aquello fuese lo que fuese,
que me impedía dejar de mirarle, de ver otra cosa que no fuese él, como si en
el mundo solamente existiéramos los dos.
Volví a sentir el vello de su pecho en el mío. Creí morirme. Por un
momento llegué a pensar que podía estar soñando, o que fuese un juego cruel de
la imaginación, una burla de la mente. Volví a la realidad cuando preguntó:
—¿Cuál es tu nombre?
Tardé en contestarle. Estaba confusa.
—Rosa…
No podía pensar con claridad, se me había olvidado hasta mi nombre. Oír
su voz y sentir su cuerpo desnudo encima del mío fue como si la tierra hubiese
dejado de ejercer su punto de gravedad, como volar por encima de las nubes
mirando cara a cara al sol, él sabía de eso, era piloto. Y poco a poco fue
cubriendo mi cuerpo de estrellas recogidas en no sé qué cielo.
Más que recordarlo ahora después de todos estos años, es revivirlo.
También se puede vivir de un recuerdo, solo, se cierran los ojos y abres la
cajita del perfume, el viento hace el resto, se encarga de esparcirlo. Nunca me
había hecho esto mi marido, el único hombre al que conocí, pensé que de
habérselo pedido la inquisición me habría quemado por bruja. Tampoco esperé
nunca algo parecido a esto de él, aunque lo hubiese pensado, sus prejuicios,
quizás su educación se lo habrían impedido.
La sorpresa cedió amablemente el
paso a la locura, sentí sus labios y su lengua en el pequeño detonador que
guardamos todas las mujeres entre las piernas, como la cálida llave del
misterio y la vergüenza. El lugar exacto donde un hombre experto es capaz de
llevar a una mujer de la mano por los recónditos mundos de la fantasía, del
color más sutil del desvarío.
Creí morirme, un explosivo mundo de colores me envolvió en un dulce
mareo. No saber si iba a ser capaz de aguantar ese tormento me excitaba
sobremanera, estaba sumergida en un torbellino de vértigos y de locura.
Suplicaba frases sin sentido, sin ser consciente de lo que decía.
Puso su dedo cruzado sobre mis labios y le escuché decir:
—Shhh... Déjame hacer, no rompas la magia.
Volvió a besarme en la boca. Yo le pertenecía, era como una frágil
barquita en la tormenta, en una dulce tormenta que deseaba que no acabara
nunca.
Tomó con su mano derecha la cosa que yo más deseaba en ese momento, era
como si adivinara mi pensamiento, mis deseos, como una preparada complicidad.
La sentí deslizarse sobre mi detonador, hacia arriba y hacia abajo, despacio,
suave, mientras me miraba fijamente, inalterable, empapándose de mis sentidos
Que sensación tan entrañable y tan extraña a la vez, ver a otros ojos
disfrutando con los míos. Ahora lo tenía claro, este aviador era enemigo y
quería matarme o como poco volverme loca de placer. Y por fin, cuando la espera
se hacía insoportable, la sentí abrirse paso dentro de mí… sin prisas; fue como
una explosión nuclear donde todo se funde con el todo, un lento apagarse de
lejanas estrellas y encenderse de nuevo delante de mí, cerca de mis ojos, en
una inmensidad donde no hay principio ni tampoco fin, lo inenarrable.
Jamás sentí eso con mi esposo, no sospeché que pudiera ser así, en ese
momento ya no me importaba nada, el convento, los heridos, la guerra, solo
deseaba que aquello a lo que yo no podía darle un nombre fuese eterno, que no
acabara nunca. Él, fue subiendo y bajando sobre mí en un suave y dulce
balanceo, yo, sólo le miraba en mi mundo de luz de estrellas.
Para mí no era un hombre. ¿Se podía sentir esto con un hombre? Y mi
lenta muerte, esa prolongada agonía, fue subiendo dulce y serena, como la marea
en una playa de los mares del sur, exóticos y misteriosos como una ciudad
fronteriza. Fue un orgasmo interminable, una caída libre en un abismo sin final
y después otra vez y otra.
Perdí la noción del tiempo, que pacto diabólico con el señor de las
tinieblas hacía que aquel hombre no terminara lo que por naturaleza debía de
acabar. Por fin lo hizo, le vi abrir mucho los ojos y dar un prolongado suspiro,
entonces supe que él también tenía un
final. De súbito, sin esperarlo todavía, me sentí vacía; fue una extraña
sensación de abandono. Sentí su semen caliente, como la ardiente lava del
Vesubio que cubrió a Pompeya sin avisarles. El pelo, la cara y por último los
pechos...
Nos miramos durante un tiempo atemporal, sudando, sonriéndonos, sin hablar, esperando
a que los ángeles simples observadores sin sexo y sin opinión dejaran de volar
a nuestro alrededor. Me limpió la cara con dedos de algodón, como la suave
caricia de una madre sobre la dulce piel de su bebé recién nacido.
—Lo siento —balbuceó.
Sonreímos a la vez, mientras los ángeles abandonaban nuestro cielo
dejando en el aire un sutil perfume de albahacas verdes.
Me ayudó a vestirme el viejo camisón como si de la más fina capa de
seda se tratase.
—¿Cómo te llamas? —le pregunté.
Me miró con sus ojos grandes acostumbrados a ver cielos infinitos.
—Qué más da un nombre entre tantos nombres.
—Pero de alguna manera tendrán que llamarte.
—Es tarde, debes de irte. Te he estado viendo cuidarme todo este
tiempo, estaba dormido, no sentía nada pero podía verte. Gracias por lo que has
hecho por mí, ¿volverás mañana? —preguntó a la vez que me acariciaba.
Me besó en la boca como quien besa el agua bebiendo mi saliva. Yo ya
tenía muy claro a quién pertenecía mi vida, también mi alma y más vidas si
tuviese más vidas.
—Después de la guerra yo...
—Shhh, no digas nada, vete; mañana.
No sé el tiempo que dormí, ni tan siquiera si dormí. Fue el ruido de
nuevas bombas, las malditas bombas que nos daban los buenos o los malos días
todas las mañanas, o el voltear de las campanas a manos de las monjas cuando
escuchaban el ruido de los motores de los bombarderos que sobrevolaban el
convento día tras día.
Abrí los ojos, despacio como quien despierta a otra realidad después de
un largo sueño. ¡El piloto! Ese hombre ya formaba parte de mi vida, me vestí
todo lo rápido que los nervios me permitieron y desande el camino de hacia unas
horas. No había nadie en la celda, estaba vacía.
—¿Busca a alguien, Rosa?
—Sí, sí, al… Bueno, creí oír
unos lamentos y pensé que el herido necesitaba cuidados. ¿Se ha recuperado ya,
está hoy mejor?
Sor Ángela, abrió los ojos con sorpresa y contestó con mal disimulada
extrañeza.
—¿Lamentos? ¿De qué herido me habla?
—Del soldado herido. El hombre que estaba en coma en esta celda.
Anoche, le...
Sor Ángela se acercó y mirándome extrañada me preguntó:
—¿Está usted bien, Rosa?
—Sí... Sí, sí, estoy bien. ¿Por qué?
—En esta celda no ha habido nadie en los últimos meses, siempre ha
estado cerrada.
Un escalofrío estremeció todo mi cuerpo.
—¿Cerrada? ¿Pero por qué?
—Historias. Dicen que al principio de la guerra trajeron a un hombre
herido, ahora que recuerdo creo que era piloto, Klaus creo que se llamaba. Sí,
sí, piloto alemán, pero murió a causa de sus heridas, cuando fueron a sacarlo
para enterrarlo había desaparecido misteriosamente. Le buscaron por todo el
convento pero nadie lo encontró jamás. La madre superiora cerró esta celda por
miedo a que las hermanas no quisieran acercarse a esta zona.
Recuerdo que antes de salir me volví y miré sus ojos azules. Yo no
sabía que sería la primera y la última vez que… aún hoy, después de tanto
tiempo no los he podido olvidar. Yo sé que pasó, no preguntadme como, no lo
sabría explicar pero pasó, a mí me pasó.
No sé en qué cielo estarán él o sus ojos. Donde estés, hombre sin
nombre, por favor consigue un rinconcito cerca de ti para los míos, estos, que
ahora apenas pueden distinguir a los pequeños gorriones que juegan entre las
albahacas. Mi alma, ya sólo es una sombra que se resiste a abandonar mi cuerpo.
Joaquín Marías Corbalán “Indiana”
Alguazas (Murcia)
Besetes a tod@s.
Nos leemos.
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Besetes a tod@s.
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