martes, 27 de marzo de 2018

AMOR KM. 0: AL PIE DE LA CRUZ GRABADA

Hoy os traemos el relato completo tal y como lo podéis disfrutar en este fantástico libro: AMOR KM. 0.
AL PIE DE LA CRUZ GRABADA de Carlos Adé López (Alagón), que está siendo el protagonista en esta ocasión. La ilustración que lo acompaña es obra del joven Jesús Benedí  (Pedrola - Zaragoza), y aderezado con la esencia que extrajo la gran María Belén Mateos Galán. Pertenece a nuestra última publicación, dentro de COLECCIÓN CUPIDO de Zarracatalla.
Hazte con este fantástico libro en la librería Portadores de sueños o directamente envíanos un correo electrónico y te lo haremos llegarzarracatalla@gmail.com




Hay instantes que son fuego, piel abierta a la vida, caricias que impulsan el deseo y hay miradas indiscretas que gozan de ello…


“La joven con los labios abultados por los besos y llenos de excitación los ojos brillantes, se tumbó en el mantón de Martina. El perfume de las primaveras la inundó y la trasladó a un mundo onírico. La bruja en su chiscón extendió un mantón igual al que les había prestado a los enamorados, se soltó la falda que cayó a sus pies, se sacó la blusa y desnuda mojó los dedos en el barreño”


AL PIE DE LA CRUZ GRABADA

Carlos Adé López





Jesús Benedí
Pedrola (Zaragoza)




AL PIE DE LA CRUZ GRABADA

Cuando Teresiña sacó los pies del barreño en el que se acababa de lavar, miró su cuerpo desnudo en el viejo espejo de armario que tenía en su habitación. A sus dieciocho años, tenía un cuerpo bonito, por el que suspiraban todos los hombres de la parroquia. 
Sabía, que cuando iba a la feria, o a por agua a la fuente, o a las vacas, los hombres la miraban con deseo, y eso le gustaba. Era sin duda la chica más deseada de todas las aldeas de su parroquia. Cogió una toalla limpia que había dejado preparada en el respaldo de una silla y la pasó por sus pechos, aquellos por los que suspiraban tantos. Se secó la espalda y bajó hasta sus caderas poderosas, de mujer de raza, secó su culo glorioso, y volvió a sus muslos marmóreos de hembra joven, de amazona ardiente, parándose en su pubis, cubierto de frondoso y fino césped de color miel, como su pelo y sus ojos. Comenzó a vestirse con mucho cuidado. Se puso un jubón cerrado con un fino cordoncillo, no se lo apretó, para que se viera el abismal canalillo de sus pechos. Se enfundó unas enaguas blanquísimas, y encima una falda ligera que resaltaba su talle y con amplio vuelo, le llegaba a media pierna, se giró y se vio en el espejo y se supo bella y deseable. Había quedado con Toñino el molinero, el mozo por el que suspiraban todas las jóvenes del valle, Teresiña en su interior pensaba que suspiraban por él hasta las pacientes vacas que pastaban en los verdes prados.
Teresiña se había juramentado a si misma que Toñino sería suyo y había tomado la determinación de que fuese aquella misma tarde de domingo. Se puso una cinta nueva en el pelo, se calzó unas alpargatas con tiras muy bonitas y marchó en busca de su amor. 
Habían quedado a la salida de la aldea, en el viejo puente romano. Cuando llegó ya estaba Toñino esperándola, con una brizna de heno en la boca y una sonrisa canalla en los labios. A sus veinte años era un tronera que había pasado por numerosas camas, mujeres casadas, solteras o viudas, jóvenes y no tan jóvenes. Se sabía guapo y deseado además de por su palmito, por las buenas perras de sus viejos. Era hijo único con abundantes tierras, casas,  pajares, almacenes y ganado, y el viejo molino a caballo del arroyo, que era el que durante siglos había hecho crecer la fortuna de los Toñinos, nombre que se repetía generación tras generación, de padre a hijo, ya que los Toñinos, como todo el mundo sabía por aquellos lares, eran familia de un solo hijo varón. Así había sido desde tiempo inmemorial, con lo que la hacienda crecía en cada una de ellas. Toñino se levantó del pretil del puente cuando Teresiña llego a su altura y la cogió del talle. Ella mimosa dijo:
—¿Pero qué haces loco? ¡Qué nos pueden ver! –dijo con una risilla.
—¡Y a mí que me importa que nos vean! –respondió encelado.
 Se cogieron  de la mano y se internaron  en el bosque por la senda del hayedo que subía hasta lo alto del acantilado. Iban al Prado del Cura, ya lo tenían hablado. Aunque ese era el nombre del lugar porque los beneficios del mismo eran para la rectoría, el propietario era el Concejo. Todos los años salía a subasta la hierba y los derechos de pasto, pero aquel año había mucha hierba y había quedado desierto, así que todavía no se había segado.
Ascendieron por la senda entre arrullos, furtivos besos y electrizantes toqueteos. Llegaron a un claro luminoso con piedras negras diseminadas. Al abrigo de un cantil estaba la casa de Martina la Bruja, una mujer de una casta de madres solteras que se transmitían de generación en generación sus vastos conocimientos de remedios para todas las enfermedades más comunes de hombres y animales, y con una rara habilidad para meter hombros en su sitio, volver pies a su lugar, coser virgos,  y curar y entablillar huesos.
Cuando los enamorados llegaron Martina estaba colgando unas plantas en un pequeño cobertizo para que se secaran, allí tenía todo tipo de matas, unas con su raíz, otras sólo las hojas, otras con frutillos, todas con un fin concreto: ser usadas para sus cocciones, ungüentos y emplastes. Aunque parecía descuidada, la verdad es que sabía que llegaría esa pareja en aquel momento, y estaba atenta y excitada.
Salió al encuentro de los enamorados, despeinada y andrajosa, pero con un orgullo salvaje en sus oscuros y profundos ojos de reina de lo desconocido. Teresiña sintió un escalofrío, le daba miedo Martina, la conocía desde niña, todo el mundo la conocía, y se agarro medrosa al brazo de Toñino. Ella los saludó.
—¡Hola rapaciños! ¿Vais al Prado del Cura, verdad? —y sin esperar respuesta concluyó—. Toma Teresiña, llévate este mantón, estaréis más cómodos.
La joven no se atrevió a rechazarlo, y cogió el mantón. Era grande, florido, limpio, y olía a primaveras, a esas flores que llenaban el campo por miles y embriagaban el aire con su perfume. Martina pasó una mano flaca y huesuda, de largas uñas ennegrecidas por el pelo de la moza.
—Vais a ser muy felices. A partir de este momento vais a estar muy unidos —luego deslizó la mano por el negro pelo de Antoñino—. Andar, no me hagáis esperar.
La pareja marchó confundida tras aquellas palabras de Martina, mientras esta recogía de entre sus dedos unos pelos de los dos amantes. Siguieron ascendiendo por la senda, al principio y durante varios minutos sombríos, pero poco a poco, la dulzura del aire, el sonido del bosque, el esfuerzo de la ascensión hizo que se relajaran y volvieran a tocarse, a besarse y a reír. Salieron del bosque y llegaron al Prado del Cura, era una pieza grande de pradera cercada y rodeada por altas y majestuosa hayas y enfrente, al final del prado, una enorme roca solitaria. La pieza de prado tenía una ligera inclinación de la roca hasta la cancela de madera donde ellos se encontraban, al igual que la alta hierba se encorvaba hacia ellos. Cruzaron la cancela, la volvieron a cerrar, y subieron por un lateral. Una senda con escasa hierba ascendía hacia la roca. Cruzaron un arroyuelo que recogía las aguas de las abundantes lluvias y llegaron al abrigo de la roca, a sus pies, el suelo estaba ligeramente más elevado y seco formando una pequeña plataforma. Los enamorados se apoyaron en la roca y comenzaron a besarse, a tocarse, a comerse con los ojos y la boca.
Mientras, Martina sentada en su camastro, había confeccionado una pequeña trenza con los pelos de Toñino y Teresiña y se los había enrollado en el dedo anular como un anillo, a su lado tenía un balde con agua clara, la superficie del agua se movió como si una mosca hubiese caído en ella y aletease desesperada. Después se calmó, y poco a poco, cada vez con más nitidez, como si fuera un espejo, fueron aparecieron las figuras de los dos enamorados comiéndose a besos. Toñino cogió el mantón y lo extendió al pie de la roca. En la misma, en un tiempo inmemorial, un cantero del que no se sabía el nombre había grabado una cruz, a la altura de los ojos. Casi imperceptible, los siglos de aguas, vientos y los líquenes y musgos que la cubrían dejaban sus márgenes muy difusos, y sólo se intuían por el grueso de los líquenes que en la hendidura de la talla era más profunda.
—Túmbate mi amor —dijo Toñino cogiendo a Teresiña de la mano.
La joven con los labios abultados por los besos y llenos de excitación los ojos brillantes, se tumbó en el mantón de Martina. El perfume de las primaveras la inundó y la trasladó a un mundo onírico. La bruja en su chiscón extendió un mantón igual al que les había prestado a los enamorados, se soltó la falda que cayó a sus pies, se sacó la blusa y desnuda mojó los dedos en el barreño. Salpicó un espejo que había a los pies de su camastro con la parte superior muy inclinada hacía la cama, y se tumbó en el mantón. En una mano blandía un falo de piedra negra, brillante, muy pulido y de tamaño natural talla grande del que se hablaba por las aldeas desde hacía varios cientos de años pero que nadie sabía donde había ido a parar. El mismo cantero que grabó la cruz en la roca, de la base de la misma, sacó un buen trozo de roca y talló aquel falo, por el que habría suspirado hasta el mismo Príamo, y que habría levantado las envidias de todos los hombres del valle. Martina lo había tenido cerca de la lumbre, y la piedra había cogido mucho calor, el mismo calor que alberga uno humano.
Toñino se tumbo al lado de Teresiña, y al mismo tiempo que la comía a besos, con mano experta le soltaba los cordones del jubón, dejando a la vista aquellos preciosos globos nacarados y como un mamoncillo se lanzó a ellos glotón, sofocándose, recorriendo con la lengua desde la base al pezón, y desde este al nacimiento del cuello, pasándose de uno a otro, y cogiendo con los dientes suavemente, ahora un pezón, ahora el lóbulo de una oreja, ahora otro pezón, acariciando con la punta de la lengua por aquellos alveolos rosados.
Martina, tumbada en su camastro veía en su espejo a la pareja, la misma que se reflejaba en la superficie del balde. Toñino soltó la falda y la sacó, después de levantar Teresiña el culo ligeramente. A la vista del joven quedó aquello por lo que todos los hombres de la parroquia suspiraban. Llevó los labios al vientre de la joven y comenzó a besarla, al mismo tiempo su mano se deslizaba hacía el monte de Venus. Su mano experta palpó el fino vello de su pubis, bajó la cabeza hasta él y aspiró el perfume de hembra sana, de hembra en celo. Era el perfume de la tierra, el perfume profundo por el que los reyes han perdido reinos, fortuna y algunos la cabeza, y por el que los simples mortales cruzan mares y hacen todo tipo de locuras.
Teresiña al pie de la roca oía al fondo, muy al fondo, el bramido del mar, al pie del alto acantilado. El fuerte viento del mar a tierra no les molestaba al abrigo de la roca. Toñino se desnudó, su falo enhiesto de un rojo oscuro brillante, se acercó a la abertura de la vida, al abismo de la pequeña muerte. La cabeza hambrienta buscó como hurón el estrecho y húmedo camino. La joven cerró los ojos, deseaba aquel momento con todas sus fuerzas, pero a la vez tenía una ligera aprensión. Su mano crispada se cerró sobre el mantón de Martina, él fue empujando suavemente, al mismo tiempo que besaba los parpados cerrados de su amante. Un fuerte impulso y la virginidad de su amada quedó hecha jirones, se encogió ligeramente, gotitas de sudor perlaban su frente, y todo su cuerpo irradiaba calor. También el joven irradiaba calor, fundidos el uno con el otro, entraron en una orgía de violentos suspiros, empujones y jadeos. Teresiña pasó las piernas por encima de Toñino sujetándolo, el daba fuertes envites, y apoyado en los codos, miraba la bella cara de Teresiña que se transformaba. Martina seguía los movimientos, los jadeos, los suspiros de los amantes en su espejo. Con una mano se masajeaba los pechos, con la otra sostenía el falo de piedra que tenía clavado en sus entrañas. Con movimientos medidos lo introducía y lo sacaba, lo volvía a clavar hasta el fondo, aumentaba el ritmo.
Toñino ahora frenético, subía y bajaba,  cada vez más rápido. Martina metía y sacaba el falo al ritmo de Toñino, la muchacha inició un largo suspiro, cogió aire, y exhalo un prolongado y agudo grito. Él, con un fuerte empujón de sus riñones, se derramó. Teresiña sintió que sus entrañas se anegaban con aquel disparo violento de esperma. Toñino se derrumbó sobre ella, sudoroso y jadeante. Martina, con el falo de piedra negra clavado en sus entrañas, inició un quejumbroso aullido, mientras con una mano sujetaba el ardiente falo, con la otra se masajeaba el clítoris, agitaba las piernas, movía la cabeza a un lado y otro, jadeaba, y entreabría los labios y los ojos, boqueando como un pez fuera del agua, y veía como los enamorados se convulsionaban, y por fin se quedaban muy quietos.
El viento que venía de mar a tierra, mientras aquel orgasmo telúrico de Martina, cambió de dirección soplando de tierra hacía el mar. Era un viento salido de las entrañas de la tierra o del infierno. La alta hierba se inclino hacía la gran roca, cuando los amantes pasada una hora se pusieron de pie y se vistieron. No fueron conscientes del cambio, ni que la cruz grabada en la roca, que antes no se veía, ahora despojada de liques y musgos, lucía pletórica, como recién tallada, brillante en su rusticidad. Los amantes tampoco fueron conscientes que mientras duró aquel mágico momento en que ellos se fundieron en el cosmos y se convirtieron en polvo de estrellas, todos los animales del bosque se pararon a escuchar los gemidos de placer que ellos exhalaban. El viejo y solitario ciervo que medio dormido rumiaba, levantó su orgullosa cabeza y escuchó atento. Los pequeños corzos escucharon asombrados. El búho y la lechuza despertaron de su sueño diurno, entornaron los ojos, extendieron y giraron sus cuellos. Y hasta las humildes hormigas que se afanaban con trocitos de hojas en su larga y caótica fila, se pararon con sus cargas por encima de la cabeza como parasoles verdes. El bosque entero, los pájaros, y hasta el cantarín arroyo se silenciaron. Fue como un tributo al amor y la vida. Cuando los jóvenes se levantaron todo volvió a ser igual y diferente a la vez, el autillo gritó en el bosque, el ciervo bramo, los corzos ladraron, los pájaros entonaron sus trinos armoniosos o estridentes, el cazador intentaba cazar y la pieza intentaba escapar. Martina se estiró en su camastro, miró al espejo y sonrío. En él vio a la pareja besarse dulcemente, tiernamente, sin la premura del deseo ya satisfecho. En el vientre de Teresiña se iniciaba una nueva vida. La de Toñino, de tronera y mujeriego, se acababa allí. Sería un padre y esposo solícito y responsable, otro Toñino estaba en camino. Martina se quitó con cuidado el anillo de pelo de los dos enamorados, y lo metió en una cajita al lado de otras iguales que también contenían anillos de pelo de otras parejas, que como ellos habían subido al Prado del Cura a hacer el amor, a la sombra de la piedra, y habían pasado al lado de la casa. A todas les había dejado el mantón, no olvidaba a ninguna pareja, y cuando alguna de ellas se ponía a hacer el amor la cajita vibraba, ella se ponía el anillo, llenaba el balde con agua, salpicaba el espejo, y tumbada en el camastro armada con su falo de piedra disfrutaba en el espejo el misterio por el que los reyes perdían reinos, fortuna y cabeza, y los mortales corrientes, atravesaban mares y desiertos. Al pie de la gran roca el mar rugía contra el acantilado, el viento soplaba del mar a tierra, era momento de vestirse y salir al exterior a recoger el mantón. Los novios estaban al llegar, el oleaje y la marejada eran fuertes, la vida continuaba.


Carlos Adé López

Alagón (Zaragoza)



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AMOR KM. 0
Varios autores.
Colección Cupido.
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Depósito legal: Z 182-2017
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