martes, 15 de mayo de 2018

AMOR KM. 0: EL VALLE DEL OLVIDO


Hoy os traemos el relato completo tal y como lo podéis disfrutar en este fantástico libro: AMOR KM. 0Pertenece a nuestra última publicación, dentro de la Colección Cupido de Zarracatalla.
EL VALLE DEL OLVIDO de Estela Alcay (Zaragoza), que está siendo el protagonista durante este mes. Lo acompaña una magnífica ilustración obra de Javier Tramullas (Zaragoza). Y como siempre aderezado con la esencia que extrajo la gran María Belén Mateos Galán. 

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Hay historias que se esconden tras un valle y tratan de ser olvido, hay confesiones que descubren que la penitencia está en sufrir toda una vida de secreto silencio…


“Arturo rozó con las yemas de sus dedos los restos de baldosas y sintió de nuevo aquel líquido viscoso. Retiró la mano como si algo le hubiese quemado. En su mente, las imágenes tomaron de nuevo forma; tal como las recordaba, tal como le habían seguido allá donde fuese, tal como se le presentaban de continuo en sus pesadillas”


EL VALLE DEL OLVIDO

Estela Alcay



Javier Tramullas
Zaragoza



EL VALLE DEL OLVIDO

La torre de la iglesia se alzaba majestuosa entre un mar de nubes blancas.  Su presencia desafiaba el avance de los nimbos, perdurando su historia, junto con la de todos los habitantes del valle.
La mirada de Arturo se perdía en los recuerdos. ¿Cuántos años habían pasado desde que vio por última vez aquella imagen? Desde ese mismo sitio, igual que ahora, con los pies hundidos en la nieve y los ojos arrasados de lágrimas.
El paraje no había cambiado mucho, los tejados negros y brillantes, las calles angostas. 
La casa de Dios destacaba en el núcleo de aquella vecindad, cuidada y mimada por sus fieles y católicos feligreses; hombres de fe y cumplidores de sus evangelios, de  sus mandamientos y enseñanzas.
El bigote canoso de Arturo se movió en una mueca, que intentó ser una sonrisa. El hombre que había bajo aquel abrigo y aquel sombrero, no tenía nada que ver con el que se marchó —algunos dirían que huyó— de aquella comunidad de buenos cristianos.
Comenzó el descenso con cuidado de no resbalar en la nieve helada. Bajo aquel cielo plomizo, que amenazaba con volver a descargar otra nevada, tomó el camino que le conduciría hasta el centro del pueblo.
Ya no existía la posada del Barbero. Ahora, el único hospedaje era una casa rural, que alquilaba habitaciones. Se acomodó en ella sin dar su verdadero nombre. Su carné de identidad era falso, como tantas cosas de su vida —pensó—, pero eso era algo habitual en aquel lugar.
No le quedaba mucho tiempo, pero, sabía que debía intentarlo, que aquella sería su única oportunidad.
Era domingo, las campanas de la iglesia llamaron a sus feligreses a la misa de doce. Los asistentes parecían hipnotizados por el párroco, quien presidía la celebración desde el altar mayor. 
Varias miradas se perdieron en la capilla de la Virgen del Carmen, situada a la derecha y apenas iluminada por los dos candelabros que custodiaban la imagen. Una sombra había tomado asiento en la penumbra y, de forma irrespetuosa, permanecía con el sombrero puesto. Los susurros aumentaban  de volumen. Una cabeza tras otra, se giraban y lanzaban fugaces miradas en aquella dirección.
Antes de que terminase la misa, y con el mismo sigilo con el que había llegado, la sombra desapareció. A la salida del templo, la curiosidad de los feligreses iba de boca en boca. No se hablaba de otra cosa más que de aquel extraño, que no se había descubierto la cabeza mientras permanecía en la iglesia.
Tomar el aperitivo los domingos después de la misa, formaba parte del ritual festivo. El casino, situado en los porches de la plaza, era el único lugar para ello. Una larga barra de mármol blanco a la izquierda de la puerta de entrada y unas desvencijadas mesas a la derecha, componían el mobiliario de la zona del bar. 
Al fondo del mostrador, al contraluz de los ventanales, la silueta de un hombre con abrigo negro y tocado con un sombrero del mismo color, se apoyaba indolente sobre la barra. Observaba a los que entraban y salían, al mismo tiempo que él era el centro de todas las miradas.
Acuciado por las preguntas, que en bisbiseos le hacían los parroquianos, Marcelino, el dueño del bar, decidió trabar conversación con el desconocido e intentó averiguar quién era y qué hacía en aquel pueblo.
—¿Hace otro vino? Este es por cuenta de la casa.
—Gracias. Acompáñelo con una ración de madejas, tienen buena pinta. ¿Las hace usted?
—No, mi señora es quien lleva la cocina. 
Marcelino dejó a su lado un cestillo con una servilleta, pan y cubiertos. Se acomodó frente al forastero y comenzó su interrogatorio: 
—¿Es la primera vez que viene usted por aquí, verdad? A mí no se me escapa una cara y la suya no me es conocida.
Arturo sonrió mientras se limpiaba el bigote con aquel trapo de cuadros ribeteado con una puntilla. Estaba seguro de que nadie le reconocería.
—Se puede decir que sí, que es la primera vez —respondió.
—Y ¿qué le trae por estas tierras en este tiempo? No es la época de turismo y aquí la nieve sólo sirve de estorbo. ¿No habrá venido a esquiar? —inquirió el camarero haciendo gala de bromista.
—Estoy de paso; me gustó la estampa del pueblo y decidí quedarme unos días para verlo. Tienen una iglesia muy bonita y un párroco muy joven.
—Si se refiere al que ha dicho hoy la misa, ése es el sacerdote que ayuda a don Olegario, que es el párroco realmente, pero debido a sus muchos años está más tiempo enfermo que en el altar; por eso enviaron a don Anselmo, que es de quien usted habla.
—¿La Iglesia no jubila a sus empleados? ¿No los envía a una residencia para el clero? Siempre pensé que los cuidaría y los seguiría protegiendo por los siglos de los siglos, amén —respondió Arturo sonriente—. Discúlpeme, sólo se trata de una broma; siento que don Olegario esté enfermo.
Retirando la cortina que cerraba un hueco abierto tras la barra y que comunicaba con la cocina, apareció la señora con unas bandejas llenas de chorizo y longaniza. Arturo clavó la mirada en ella y sintió cómo un escalofrío le recorría la espalda. Esos ojos marrones, ajados por los años, no habían perdido su viveza, su penetrante mirada, su dureza. Por un momento, cuando la mujer le observó con curiosidad, temió ser reconocido por ella, pero pronto se dio cuenta de que solamente le llamaba la atención un forastero. El Valle del Olvido tenía muchas cosas en común con sus habitantes.
Marcelino y Arturo charlaron durante un rato, cada uno trataba de averiguar cosas del otro. El camarero era agradable y dicharachero, no mostraba malicia en sus preguntas. Pero Arturo ya no se fiaba de nadie. No podía fiarse, el pasado continuaba persiguiéndole, y hasta que no resolviese lo que había venido a hacer, todos y cada uno de aquellos habitantes eran sus enemigos.
Su vida había dado un giro de ciento ochenta grados cuando, muchos años atrás, salió de madrugada de aquel pueblo. Se despidió de él desde el acantilado de la carretera, con los pies hundidos en la esponjosa nieve, tras unas huellas efímeras, como había sido su vida en aquel lugar y con lágrimas de dolor, de odio, de rencor y de venganza.
A partir de entonces nada fue como siempre había imaginado. Estaba dispuesto a seguir el oficio de su padre, el de molinero; soñaba con casarse algún día con Rosalía, la hija del posadero, y poder llenar de gritería de hijos la casa paterna, ya que él era hijo único. Aquel muchacho de dieciséis años, dejó sus proyectos bajo las pisadas perdidas en un lado de la carretera.
La vida había sido todo lo cruel que podía ser en aquellos momentos, y ello le instigó a luchar con ahínco el resto de sus días para que el futuro fuese distinto; para que nada le relacionase con ese pasado escondido en su corazón. Llegaría el momento de volver a por su desquite.
El paso de los años, el trabajo en Portugal, el régimen dictatorial y católico que gobernaba el país y la familia que había logrado crear, consiguieron que Arturo postergase el regreso. Mientras, su cabeza nunca dejó de maquinar la forma de esclarecer lo ocurrido y, sobre todo, cómo y de qué manera el culpable debería pagar su crimen.
La tarde la dedicó a pasear por los alrededores. Llegó hasta la orilla del riachuelo cubierto de nieve y hielo en sus curvas.  En una de ellas, un poco más pronunciada y donde el agua caía en un pequeño salto, quedaban las ruinas de lo que en tiempo fue una casa. Las piernas le temblaban al acercarse. Observó los restos que permanecían en pie, el suelo convertido en un amasijo de escombros, trozos de pizarra y nieve. Arturo removió, primero con el pie y después con las manos, piedras, tierra y raíces, hasta dejar al descubierto un trozo de mosaico descolorido y agrietado, que en su día había formado dibujos de vivos colores.
 En sus pupilas, el comedor de la primera planta de su antigua casa volvió a tomar forma. Las alacenas cubiertas de paños de encaje estaban llenas de tazas, fuentes, platos apilados. Botellas y vasos de vidrio tallado, heredados de sus abuelos y que sólo su madre podía tocar para limpiarlos; reservados para las ocasiones solemnes, como su primera comunión. La lámpara de cristal en la que, en los días claros de invierno, cuando los rayos de sol se reflejaban en la nieve, creaban pequeños arcoíris que llenaban de misterio aquella habitación, siempre lista para cuando venían invitados. 
Arturo rozó con las yemas de sus dedos los restos de baldosas y sintió de nuevo aquel líquido viscoso. Retiró la mano como si algo le hubiese quemado. En su mente, las imágenes tomaron de nuevo forma, tal como las recordaba, tal como le habían seguido allá donde fuese, tal como se le presentaban de continuo en sus pesadillas.
Con un movimiento brusco de cabeza desechó aquellos recuerdos y regresó a la realidad.
Durante la cena, junto al matrimonio que regentaba la casa rural, Arturo comentó que había visto un caserón totalmente derruido junto al río y trató de llevar la conversación al pasado; como el que hace un comentario sin mayor trascendencia. Así fue como se enteró un poco de la historia del viejo molino. 
Quedó abandonada hacía muchos años, y los parientes lejanos que quedaban en el pueblo se negaron a cuidarla o a ocuparla, por lo que los transeúntes y drogadictos de las épocas estivales comenzaron a utilizarla de guarida. Tras unos años de este uso, un grupo de gente provocó un gran altercado, donde hubo heridos por arma blanca, y entonces el párroco, don Olegario, decidió que lo mejor era derribarla y terminar con aquella situación. Ayudado por los jóvenes del  pueblo, en un fin de semana la redujeron a ruinas. Desde entonces, la paz volvió a aquel valle.
De nuevo el nombre del párroco aparecía relacionado con las decisiones importantes de aquel lugar. En la mente de Arturo los recuerdos se agolpaban, pero continuó con la conversación:
—Me han dicho que ese cura es ya mayor y que está muy enfermo. Hoy en la iglesia pensé que era el sacerdote joven, el que regía la parroquia —comentó.
—Hace casi ocho años que tenemos a don Anselmo con nosotros —respondió el marido—. Al principio vino como ayudante, pero en menos de dos años el anciano dejó todo en sus manos; rara vez se le ve ya dando un paseo.
—Lleva meses sin salir de la casa —añadió la esposa—, dicen que tiene cáncer y que le queda poco tiempo de vida.
—¿Creen ustedes que le molestará si le hago una visita? Soy un forastero, pero me gustaría verle y si tiene ánimos, que me cuente más cosas sobre este precioso lugar.
—Al contrario, le encanta hablar —se  apresuró a responder la mujer—, y hacerlo con alguien ajeno a este pueblo le dará fuerzas para relatarle mil historias. Seguro que tendrá usted que pararle, habla por los codos, aunque ahora ya no tiene el empuje y la labia de antes. Sabe, mi madre decía que en sus buenos tiempos tenía encandiladas a muchas mujeres de aquí, que hay más de un niño en el pueblo que tiene sus ojos y su misma nariz. Ya sabe, habladurías de los pueblos.
—Mañana por la mañana pasaré a hacerle una visita. Me imagino que vivirá en la casa junto a la iglesia, como corresponde a un buen párroco —aclaró Arturo antes de dirigirse a su habitación.
A eso de las once, un hombre con abrigo negro y sombrero de ala corta se presentaba ante el cura, quien, junto a la chimenea y acomodado en un butacón, se arrebujaba bajo una desgastada manta.
—Pase buen hombre, pase y siéntese ahí enfrente para que pueda verle. Mi vista ya no es la de antes y me cuesta reconocer las caras. María —se dirigió a la mujer que le había abierto la puerta y acompañado hasta la sala—, trae un café y unos bizcochos. Nos ayudará a entrar en calor. Este año parece que la primavera se retrasa, como la mayoría de los años en este maldito valle.
La locuacidad de aquel hombre era fluida y dominante. Su voz, cascada y fatigosa, no le impedía dar órdenes educadamente. Se notaba que siempre había sido así, con imperio y sin dejar resquicios para réplicas. Durante años había actuado como la mayor autoridad del pueblo, sin que el alcalde, ni nadie, osase poner en entredicho sus decisiones.
Arturo se quitó el sombrero y el abrigo, los depositó en la silla que había junto a la puerta, se acomodó en el sillón que le indicaba el anciano sin pronunciar palabra, comenzó a observarle con detalle. Era patente que no le había reconocido, pero él lo habría descubierto entre una multitud de ancianos. Sus manos artríticas reposaban sobre la manta, mientras que su boca, casi sin dientes, seguía emitiendo sonidos. 
Sus ojos. Arturo le escudriñó en busca de aquella mirada glacial y dura, de un azul casi transparente, que en tiempos era amenazante y dañina, en contraste con sus siempre educadas y compasivas palabras.
Cuando María depositó el café sobre la mesita y se retiró, el recién llegado acercó su sillón y preguntó, mientras lo servía en las tazas:
—¿Lo toma sólo y con un terrón de azúcar, verdad?
—Cierto, alguien le ha informado de mis gustos. El médico dice que debo dejar de tomar café; pero yo sé, que no es esto lo que me va a llevar al encuentro del Señor.
¬—Su vida en este pueblo ha tenido que ser muy aburrida; parece que nunca tuvo muchos habitantes y la rutina se hace cómoda y monótona  —inquirió Arturo acercando la taza a las manos del anciano.
—La vida de un sacerdote nunca es aburrida, hijo mío. Los feligreses, cada uno de ellos, son un pozo de sorpresas.
— ¿Buenas o malas? —preguntó el visitante con una sonrisa, al comprobar que la mente del cura seguía siendo lúcida y astuta.
—¿Qué se le ha perdido por estos lugares olvidados de los mapas? ¿A qué se dedica usted? —preguntó el anciano, mirando con interés al forastero y cambiando el curso de la conversación.
¬—Soy escritor —respondió el aludido¬—. Este pueblo es muy pintoresco y, como usted dice, está muy escondido en el valle. Me gusta escuchar historias de estos rincones, eso me inspira para escribir mis novelas.
—Y ¿de qué tratan sus novelas?, yo ya no leo más que el Breviario. En el pasado leí todo lo que pude de los clásicos, ya sabe, la buena literatura, la de siempre. 
—Mis novelas son policíacas, del género negro, como se suele decir. Ya sabe, de asesinatos, detectives, etc.
—Sobre eso poca inspiración va a sacar de los pueblos pequeños. Si fuese de agricultura, de ganadería, de costumbres de la tierra o de los cotilleos de cada vecino, seguro que le podría contar mil historias, pero de asesinatos, no.
¬Las manos de Arturo se crisparon alrededor de la taza. Clavó la mirada en aquel rostro envejecido y observó cómo su mano temblaba al llevar el café hasta la boca, mientras su semblante se contraía y sus ojos esquivaban la mirada del invitado.
—En estos tiempos ya no —prosiguió el escritor—, pero en el pasado… en todos los pueblos hay leyendas sobre muertes extrañas, asesinatos y fantasmas. El Valle del Olvido no puede ser una excepción. ¿No le parece?
—Mire, yo ya he perdido la cuenta de cuantos años llevo en esta parroquia, pero si mi memoria no me falla, no recuerdo de ninguna muerte fuera de lo corriente y menos, de que se hubiese cometido algún crimen. Espere —dudó el anciano—, ahora me viene a la cabeza la desaparición del Agustín. Se fue con el ganado y no regresó. Encontraron las ovejas dispersas por el monte y localizaron su cuerpo despeñado por un precipicio. Al parecer le había dado al morapio más de la cuenta, como era normal en él, y se cayó por el barranco abriéndose la cabeza como si fuese un melón.
—¿Se cayó de forma accidental, o lo tiraron? —preguntó el forastero apoyando los codos sobre la mesa y mirando fijamente al cura.
—Con toda seguridad iba tan bebido que perdió el equilibrio y se despeñó. Como ya le he dicho, aquí no encontrará argumentos para una novela negra, se lo aseguro —su tono de voz denotaba que se había alterado y puesto en guardia sobre algo.
—Sin embargo, me han comentado que ocurrió algo extraño con el viejo molino, o mejor dicho, con la familia que allí vivía.
Nadie que hubiese escuchado la conversación hubiese podido imaginar cómo el estómago de Arturo se había contraído hasta hacerle daño. Hablaba de forma firme pero calmosa; como si los cotilleos del pueblo le hubiesen dado alguna pista de algún tema escabroso sobre el que escribir.
El párroco se reacomodaba nervioso en el butacón. Escudriñaba el rostro de su interlocutor, en busca de indicios sobre lo que sólo él sabía.
—No recuerdo que ocurriese nada especial. La familia falleció y con el tiempo hubo que derribar la casa, para evitar que maleantes y gente de mal vivir se acomodasen en ella y en el pueblo. No sé qué le habrán contado por ahí, pero ya sabe que estas gentes son muy propensas a inventar y exagerar las cosas, para tener algo de que hablar. Y más antiguamente, que no había televisión y las ondas de la radio llegaban entrecortadas por estar rodeados de montañas.
Sin lugar a dudas, el anciano había recobrado su compostura y ahora se sentía dueño de la situación. Aquel entrometido escritor no iba a remover a los muertos y, menos todavía, a esos muertos.
—Bien, creo que no le he servido de mucha ayuda —añadió tratando de dar por finalizada la velada—. Espero que si se queda unos días, encuentre algún argumento más alegre para su próximo libro.
—La verdad, el argumento ya lo tengo. Me faltan detalles concretos. Motivos, diría yo. Por supuesto me los puedo inventar, pero siempre es más creíble para el lector cuando las fuentes provienen del verdadero protagonista, ¿no le parece?
La sorpresa se reflejaba en los aquellos ojos fríos. Sin embargo, tenía muchos años de práctica en sonsacar y acallar información, mucha experiencia en modificar las situaciones para que, ahora, aquel aprendiz de escritor viniese a descubrir los trapos sucios de aquel asunto. En su momento, todo el pueblo aceptó su conclusión de cómo habían ocurrido los hechos, y nunca se objetó que pudiesen haber sucedido de otra forma.
—No entiendo muy bien lo que me está diciendo joven. Si ya tiene lo que necesita, ¿qué le puedo aportar yo? 
—Repasemos mi argumento, si le parece. Después, usted me aclarará esos puntos que todavía tengo confusos, aunque con una idea de cómo sucedieron.
—No tengo ni idea de lo que me está hablando, buen hombre. Además estoy muy cansado y el médico me ha recomendado reposo. Espero que se aclare en esos puntos y termine su novela.
El anciano hizo ademán de levantarse, apremiando con ese gesto a su invitado para abandonar la casa. Pero el forastero tenía la idea fija de esclarecer determinados detalles de aquella historia. Era sabedor, de que solo don Olegario conocía las respuestas acertadas.
—No se levante todavía, no hemos terminado. Le prometo que va a ser muy rápido y luego se va a sentir relajado y aliviado. Usted siempre ha enseñado a sus feligreses que para que el Señor perdone sus pecados, lo primero que tienen que hacer es confesarlos, después arrepentirse de todo corazón, y por último aceptar la penitencia, ¿es correcto?
El párroco afirmó con un gesto de su cabeza. Por primera vez en su vida, algo le decía que no tenía escapatoria.
—Comencemos por el principio —continuó  Arturo—. Usted conocía a la familia del molino. Aunque el matrimonio era católico, el marido no era asiduo de su iglesia, al contrario que la mujer, quien acudía todos los días a rezar los rosarios y las novenas. ¿Hasta aquí voy bien, padre?
Ante el nuevo gesto afirmativo del cura, prosiguió:
—Este matrimonio tenía un hijo. ¿Es cierto?
—Sí, pero se fue muy joven. Nunca más supimos de él.
—Un verano, a la madrugada —Arturo continuó como si no hubiese escuchado la respuesta—, cuando el muchacho regresó de haber regado el campo por la noche, se encontró a sus padres tendidos en un charco de sangre. Estaban en el suelo del comedor, habitación a la que solamente se entraba con los invitados. Tenían un disparo cada uno. La escopeta de caza del padre apareció con el cargador vacío —clavando la mirada en el rostro que lo contemplaba atónito, añadió—. Ahora le toca a usted describir los motivos y los detalles de aquel suceso. Le aconsejo que diga la verdad, es el primer requisito de la confesión; y hoy, yo he venido a tomarle su última confesión.
El rostro del párroco se había quedado lívido, las manos le temblaban sobre la manta, pero en sus ojos la mirada había cobrado vida. Una fuerza, mezcla de miedo y rencor, se traslucía en el azul de su iris.
—Si ya conoce esa historia, no entiendo por qué viene a preguntarme sobre los detalles —el cura hablaba intentando dar una seguridad que su tartamudeo demostraba haber perdido—, también se los habrá transmitido quien se la contó. 
—Le recuerdo que ésta es su última confesión padre, y debe reconocer sus pecados para que sean perdonados. El tiempo se acaba y la penitencia le está esperando.
—Usted no tiene competencia para administrar el sacramento de la confesión, para ello ya tengo al padre Anselmo. ¿Quiere detalles?, no hay detalles. El hijo mató a sus padres y después huyó. Fin de la historia —el anciano había perdido la compostura, se atragantaba con sus propias palabras y un hilo de baba blanca comenzaba a descender de su torpe y desdentada boca—. Es hora de que se vaya, no hay nada más de que hablar.
—Se olvida de que todavía sigo sin conocer los pormenores. Pero como ya le he dicho, tengo una idea bastante acertada de lo que ocurrió aquella madrugada. Además tiene que cumplir la penitencia, aunque veo que ha olvidado el firme propósito de la enmienda. Si tengo en cuenta su edad y el cáncer que padece, en lugar de imponerle penitencia creo que le estoy haciendo un favor. Don Olegario, el hijo del molinero ha regresado para darle la extremaunción.
Las manos del párroco se aferraban a los brazos del sillón en un rictus crispado. Los ojos parecían querer salir de sus órbitas y su boca había dejado de emitir sonidos.
—Cuando aquel muchacho llegaba a las lindes del molino —continuó hablando Arturo— se encontró con Agustín, que se dirigía con su rebaño hacia el monte. Mientras conversaban, ambos pudieron ver cómo una figura con sotana, salía en estampida por la parte de atrás de la casa. Presintiendo que algo ocurría, el joven se apresuró y entró llamando a voces a sus padres. El gemido lastimero de su padre le llegó desde la primera planta. Sus cuerpos estaban tendidos sobre una alfombra roja, en el mismo comedor, en el que usted tantas veces había saboreado el chocolate preparado por aquella mujer, acompañado de blanco y crujiente pan, del que hacía alarde el molinero. Mi padre, en sus últimos instantes con la cabeza apoyada contra mi pecho, me pidió, me rogó, me ordenó que huyese, que me fuese del Valle del Olvido para siempre. Me contó cómo había descubierto el romance de mi madre con el cura. Los había encontrado en el comedor abrazados; fue a por su escopeta, pero el párroco se la arrebató nada más entrar por la puerta, encañonándole. Mi madre se interpuso entre ambos, lo que no le impidió dispararle primero a ella y después, al abalanzarse mi padre contra el asesino, recibió el siguiente tiro. La escopeta estaba en el suelo, junto a la puerta de la planta baja, Agustín la había recogido al subir tras de mí. Mi padre, en un último esfuerzo, logró decirme que el cura había prometido hacer saber a todo el pueblo que yo era el parricida; iba a matar tres pájaros de dos tiros.
La voz de Arturo sonaba como latigazos en medio del silencio. El cuerpo del párroco se había ido deslizando en el butacón, como una marioneta desvencijada. Los ojos, fijos en su interlocutor y llenos de pánico, demostraban que seguía con vida, aunque su respiración era cada vez más ronca y trabajosa.
—No, señor párroco —continuó hablando como si ya supiese de antemano la petición del sacerdote—, no le concedo el perdón de sus pecados, ni la absolución, ya que nunca tuvo la menor intención de arrepentimiento, ni propósito de enmienda. Pero sí le otorgo la penitencia, algo que llevo muchos años esperando poder ofrecerle. Morirá muy pronto, don Olegario, pero no de cáncer, sino en una amarga agonía que le durará aproximadamente tres o cuatro horas, en las que no podrá hablar ni moverse, aunque escuchará impotente cómo certifican su defunción. El café sabe mejor sin edulcorantes, pero piense que ese terrón de azúcar ha sido el cuerpo de su última comunión, el cuerpo del molinero y de su esposa. No tardaré mucho en ir de nuevo a su encuentro, yo también moriré muy pronto; quizás en menos de dos meses. Juntos para toda la eternidad —añadió con una amarga y sarcástica sonrisa.
Se levantó y, derribando la mesa con gran estrépito, Arturo comenzó a llamar a gritos a María. El párroco había entrado en agonía. El tumor había estallado en su cerebro, rezaba en el certificado de defunción.
Al día siguiente, Arturo, con el equipaje en la mano, observa el cortejo fúnebre desde la cuesta de la colina. Todo el pueblo camina cabizbajo tras el féretro en dirección al campo santo. Él se marcha sin que nadie haya descubierto su identidad y por tanto, sin que el Valle del Olvido recuerde el crimen del molino.


Estela Alcay

Zaragoza



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Antología de relatos y poemas en la que participan más de 50 personas.
AMOR KM. 0
Varios autores.
Colección Cupido.
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ISBN: 978-84-617-8393-9
Depósito legal: Z 182-2017
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Besetes a tod@s.
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