martes, 25 de septiembre de 2018

AMOR KM. 0: DAME UN DIEZ (David Garcés Zalaya)

Hoy os traemos el relato completo tal y como lo podéis disfrutar en este fantástico libro: AMOR KM. 0Pertenece a nuestra última publicación, dentro de la Colección Cupido de Zarracatalla.
¡Qué ganas tenía de subir este relato de mi propia creación! DAME UN DIEZ (David Garcés Zalaya, Luceni - Zaragoza) está siendo el protagonista durante este mes de septiembre.
Lo acompaña una espectacular fotografía, obra de Maral Fotografía (Mallén - Zaragoza), y como siempre aderezado con la esencia que extrajo la gran María Belén Mateos Galán. 
Hazte con este fantástico libro en la librería Portadores de sueños o directamente envíanos un correo electrónico y te lo haremos llegarzarracatalla@gmail.com



Cada instante, cada paso, cada beso, cada mirada de ternura suma para alcanzar la belleza de la imperfección en unas vidas que merecen dulces lágrimas de felicidad…

“Sus vidas desbordantes eran ejemplo para su entorno, y envidia de sus detractores. Pero sentía en su fuero interno que la máxima puntuación debía reservarse para más adelante. Todavía no. Así que antes de que Rubén iniciara su suplica se acercó a él y zarandeando sus mechones impidió el interrogatorio que algún día debería afrontar. 

—Te daré el diez cuando te lo merezcas.” 



DAME UN DIEZ
David Garcés Zalaya







Maral Fotografía
Mallén (Zaragoza) 





DAME UN DIEZ

1.
—Dame un diez…. Sé que puedo mejorar, siempre se puede mejorar, pero esta vez necesito un diez.
Rubén rozaba malintencionadamente la mano de Silvia, apoyada sobre la mesa, mientras la profesora volvía a leer el último de los trabajos presentados por el joven. Sabía que ese chico merecía una buena nota, pero darle el diez por esto significaría muchas cosas. La batalla se estaba librando en la cabeza de Silvia. La balanza se resignaba a equilibrarse y ella tampoco quería ponerle freno.
Por un lado, estaban los tangibles: el trabajo. Bueno, muy bueno, pero insuficiente para alcanzar el nivel de excelencia que suponía un diez. Regalarlo así a la ligera sería un pecado, como el que la pasada noche cometieron reiteradamente bajo las sábanas huérfanas de pasión que visten la cama de la maestra. La soledad como almohada, sábanas frías bajo una cubierta de tonos apagados que esconde el deseo y lo obliga al silencio. Una alcoba demasiado triste para una mujer cuya alegría de juventud siempre la caracterizó. ¿Estaría perdiendo la ilusión por la vida? ¿Se estaría haciendo mayor?
Todo era diferente desde la aparición de Rubén. Atento, delicado pero masculino, considerado, pero con una forma de desenvolverse con su entorno tan descarada que le divertía. Aquel joven trabajaba bien, podría hacerlo mejor, sin duda, pero era el alumno aventajado de la clase. Atractivo, no guapo, pero lo suficiente como para hacerle sentir mariposas desde que cruzaron la primera mirada en clase. Rodeado eternamente de mujeres con las que compartía confidencias, y a las que divertía. Bien considerado por los compañeros e igualmente por el resto de profesores que impartían aquel máster. Simplemente un año les separaba, lástima que en aquella universidad privada no estuviera bien visto las relaciones entre profesores y alumnos. ¿Conflicto de intereses? ¿Doble moral cristiana? Hipocresía en general.
Por otro lado, estaban los intangibles: creía que no merecía la máxima puntuación, pero sabía que ese empujoncito extra le daría la confianza que necesitaba para sentirse seguro. Reconocer lo que estaba haciendo sería también de justicia, pero aquello podría dar a entrever un trato de favor hacia el joven. Una actitud que, de levantar sospechas, que hicieran a alguien tirar del hilo, podría destapar la manta que cubría los cuerpos sudorosos, empapados de placer, que compartían las noches en pareja secretas, apuñaladas por amaneceres ambiguos que los separaba en la vida real. ¿Real? Falsa. Hipócrita.
A la diosa de la justicia le vendaron los ojos, y ella asumió que eso era lo correcto. ¿Cuánto tiempo resistiría con la vista cegada al amor?
—Te daré el diez cuando te lo merezcas —zanjó el asunto.



2.
Y finalmente lo consiguió. Cerró el máster con la mejor nota de la clase. Con una eficacia y sobriedad digna de la treintena de primaveras que adornaban su calendario. Era una cálida noche de finales de junio cuando todos los compañeros y profesores disfrutaban de la última velada juntos. Aquel espléndido hotel que albergaba la cena del triunfo cerraba una etapa en sus vidas. O no…
Se sentía como el reo que busca con su mirada perdida una escapatoria al final del oscuro corredor de la muerte. Así se sentiría si la dejaba ir, si seguía con su ajetreada vida social rodeado de tanto y a la vez de tan poco. Perderla sería renunciar al yang. Se autoengañaba tratando de convencerse de que el mar estaba lleno de peces, y él pronto se convertiría en un tiburón capaz de hacerse con la mejor presa del océano. Pero no era así. Sabía que perderla les dolería a ambos. Su corazón se desgarraba por dentro, en el silencio interior que se había instalado en su alma, en aquella fiesta tan bulliciosa.
El deejay seguía con los ritmos latinos, dance, pop y algún que otro tributo a los tributos que ya se han convertido en un clásico de nuestras fiestas. Desde su posición la observaba, inquieto, impaciente. Expectante.
Ella no daba señales de nada, alguna mirada furtiva para ubicarlo entre la multitud, que se disipaba cuando sus ojos coincidían. Ambos se deseaban, pero la jerarquía impuesta en esta sociedad tan farisea que hemos construido les impedía desatar su pasión en público. En ese preciso instante sus pupilas chocaron inquisitivas. Ambos buscaban lo mismo, o así lo entendió el joven. Y tímidamente ella le sonrió, fue casi un gesto imperceptible, pero dio tanto con una simple arruga de la comisura de los labios que el zarpazo liberó de golpe las ataduras que amordazaban los deseos fugaces del prisionero.
Un torrente de ideas desenfrenadas sacudió su aletargado cerebro. El corazón comenzó a bombear, empujado por la rabia y alimentado por la pasión, un arroyo de ilusión. Aquello no debía morir hoy. No todavía. Apuraría su última bala en el cargador.
El jugador de póker que se sabe con una buena mano nunca hace una concesión. Comenzaba el momento crucial, el de la moneda al aire, cara o cruz… Doble o nada. Se deshizo de su entorno con una burda excusa y se fue para el pinchadiscos. Una breve conversación entre gritos susurrados, ya que la música obligaba a alzar la voz, y el de los cascos plateados se puso manos a la obra.
Cuando empezó a sonar la canción la muchedumbre se quedó algo extrañada al no tratarse de un superhit de los que aborreces en medio verano, la saciedad es lo que tiene. Silvia reconoció el tema al instante y se ruborizó al escuchar una letra que conocía a la perfección. Hacía unos meses, cuando todo comenzó entre ellos, este tema les marcó en un pequeño concierto en La Latina, cuando a bocados se comían los besos hambrientos de algo más, mientras tres ángeles acariciaban las cuerdas de su guitarra sobre el escenario. Sonaba El Vals. Era su momento.
Rubén cruzó el salón, esquivando alguna que otra compañera que se lanzaba a sus brazos en busca de una pareja con la que danzar esta preciosa canción. Él, determinado en su objetivo, fue raudo a por su amada. Con una galantería fingida le tomó la mano disculpándose ante el círculo con el que la maestra compartía velada.
—¿Me disculpan?
Comenzaron a bailar como aquella mágica noche que siempre perdurará en sus recuerdos. Todo lo demás se lo tragó la indiferencia. Eran los únicos en aquel salón, era su fiesta, su noche… su futuro. Sus cuerpos fundidos al compás, como otrora lo hicieran desnudos. Eran uno.
Cuando el tema concluyó y sus labios no tuvieron más remedio que fundirse en un apasionado e interminable beso, el clamor popular los devolvió a la realidad. Ya era oficial, eran algo más que maestra y alumno. ¡Y qué!
Fue entonces, mientras los brazos de Rubén rodeaban la cintura de Silvia, y la acompañaban en un giro circular sobre sus pies infinito, cuando de nuevo repitió la pregunta. Esta vez con la sonrisa de saberse ganador. Ese aire, a veces un poco prepotente, le encantaba.
—Profe… ¿Cree usted que ahora merezco ese diez que todavía me debe?
Ella lo abrazó con fuerza, pegó su rostro contra su contorneado pecho y le susurró al oído, a la par que mordisqueaba juguetonamente el lóbulo:
—Te daré el diez cuando te lo merezcas.



3.
La puerta del diminuto piso se abrió de golpe. Atolondrado, como llevado por una plaga de espíritus inquietos, Rubén accedió al mismo a la par que dejaba sus cosas en la entrada. La aguja pequeña del reloj que presidía el salón acariciaba el tres, mientras la grande luchaba por agarrar la docena. Con suerte todavía podría hablar con ella antes de que se hubiera marchado a trabajar. Impaciente buscó a Silvia, que se encontraba en plena sesión de chapa y pintura antes de salir volando a impartir sus clases.
Tras husmear por los escasos recovecos que el apartamento ofrecía, pues superando tan apenas los cincuenta metros cuadrados no daba para mucho más, y simplemente con el sueldo de la maestra la joven pareja no podía permitirse otro tipo de alquiler, pronto la encontró inmersa en faena frente al empañado espejo del lavabo. Con su traje chaqueta azul marino, camisa blanca, pelo desenfadado y a punto terminar con la última capa de maquillaje, lucía espectacular. Rubén iba a soltar por su boca de golpe todo lo que llevaba dentro, sin previo aviso, a quemarropa, pero sólo pudo detenerse ante ella y admirar su belleza como si nunca antes la hubiese visto, igual que el mosquito deslumbrado por la luz de la bombilla no puede evitar la atracción de su incandescencia. Se sintió un privilegiado.
Ella lo observaba por el rabillo del ojo sin apartar sus penetrantes pupilas castañas de ellas mismas en el reflejo del espejo mientras apuraba los últimos brochazos. Lo conocía lo suficientemente bien como para saber que traía algo importante. Seguramente lo había conseguido, llevaba unos días de vértigo de aquí para allá, inquieto, pero a la par ilusionado.
Traía la mirada de ganador que un día imaginó en sus ojos y que más tarde forjó en sus clases. Por fin había llegado su momento personal.
—¿Lo has conseguido?
Él asintió con la cabeza. Tenía tantas cosas que contarle que todas las palabras se le anudaron en la garganta, y la corbata de la ilusión le estranguló la voz.
Silvia recogió todos los cachivaches del maquillaje, lentamente se acercó hasta él y lo abrazó con ternura. Sabía lo que le había costado y reconocía su esfuerzo. Los ojos del joven se llenaron de lágrimas que contagiaron los luceros de su amada. Cuando se recompuso la besó, se aflojó el nudo de la corbata y se quitó la americana.
—Tengo un gran trabajo, mi vida.
Ella se secó con cuidado las incipientes lágrimas de felicidad que amenazaban con tirar por tierra todo el trabajo de restauración que dedicaba a sí misma antes de salir de casa. Con un tisú se secó con mimo los párpados y felicitó a su compañero.
—Te lo mereces.
Ambos imaginaron una vida más desahogada. Nada de lujos, ni sueños imposibles, pero sí una vida digna. El sueño del españolito medio. Algo, que nuestra sociedad del estar bien nos debería garantizar, y que a muchos, cuando ya casi lo rozaban con la punta de los dedos, les ha sido arrebatado por unos cuantos chorizos que desprestigian los sillones del poder.
Coincidían en sus deseos. Lo que fuese, pero juntos. Les había ido muy bien así. ¿Por qué cambiar ahora?
La media sonrisa de Rubén volvió a alzarse altanera y el fuego de su mirada le recordó a aquel joven estudiante que un día la hizo sentir plena.
—¿Será ahora cuando por fin me des ese diez que tanto merezco?
Ella cabeceó divertida a la par que negaba con la cabeza con una mueca burlona, y entre susurros, como mejor se cuentan las cosas más intensas, contestó.
—Te lo daré cuando te lo merezcas.



4.
Las lágrimas de Silvia se desbordaron como las gotas de lluvia que anuncian la llegada del incipiente aguacero. Las primeras educadamente pidieron permiso para entrar en escena, sus hermanas empujaron desde la parte trasera de la cuenca de sus vidriosos ojos castaños, para convertirse en un torrente. Por un instante Rubén se replanteó la pregunta que acabada de hacerle.
Ella se cubrió el rostro con ambas manos, intentando obtener un mínimo de intimidad en aquel maravilloso lugar plagado de gente. Buscaba cobijo para poder asimilar el cúmulo de sentimientos que se agolpaban en su interior. Comprendió que no se trataba de una escapada romántica, era una emboscada.
Él, cariñosamente, tomó sus manos buscando descubrir el rostro que escondía aquella coraza tras la que Silvia se sentía más segura. Había fabricado una burbuja y quería permanecer allí el tiempo suficiente para poder recomponerse, analizar la situación, y dar una respuesta. Su maldita obsesión por el raciocinio la bloqueaba en trances en los que el corazón toma protagonismo frente al cerebro. Lo suyo eran los procesos, no los impulsos, y muchas veces se sentía desconcertada en situaciones en las que el instinto prima, y la intuición debe mirar para otro lado.
Silvia seguía intentando despejar la x de aquella ecuación. No era el momento, estaba dilatando una respuesta esperada y obvia para Rubén, pero ella era así. Su futuro lo adivinaba juntos, de hecho, no imaginaba otra posibilidad. Su situación económica era inmejorable desde que ambos tenían unos trabajos estables y remunerados correspondientemente a la categoría profesional que desempeñaban. Y su relación estaba afianzada, habían enraizado en el corazón del otro, y ambos se preocupaban de avivar ese fuego interior para que la llama siguiera incandescente. ¿Podía tener alguna duda acerca de cuál era la respuesta correcta?
Rubén insistió apartando las manos de su amada del rostro lentamente. La espera lo estaba matando. La lluvia arreció empapando sus cuerpos inmóviles mientras el resto de la muchedumbre corría a resguardarse. Hay veces que llueve a gusto de todos, y otras no. Él siempre supo que sería en esa ubicación donde un día lanzaría esta pregunta, le fascinaba ese sitio desde muy pequeñito, era el paraíso.
—Y bien… —inquirió ansioso.
Silvia abrió los ojos lentamente. Sus pestañas luchaban por separarse unas de otras ya que las lágrimas y la sorprendente lluvia se habían aliado con el maquillaje para adherirse infinitamente. Los castaños aparecieron en escena para achicar el resto de lágrimas que inundaban sus cuencas y buscaron enfrentarse al momento del sí quiero frente a los ojos de Rubén, en una batalla que sabían tenían ganada de antemano. Y de su boca se escaparon las tan esperadas palabras que daban confirmación a una vida plena en pareja.
—Sí quiero…
Cuando se abrazaron bajo la lluvia su beso impermeable, con el que cerraron el acuerdo, los transportó a un reconfortante paraíso de sábanas blancas, ducha caliente, toallas, y cuerpos desnudos que buscaban darse calor mutuamente. La combustión del fuego que alimentaba la libido los devolvió a la habitación del hotel de las noches de vino y rosas en las que decidieron alojarse eternamente.
Tras los repetidos encuentros, acurrucados uno junto al otro, con la embriaguez que produce el éxtasis que momentos antes liberó sus mordazas del pudor, Rubén clavó su mirada en los colmados ojos de Silvia.
—¡Dame un diez!
Ella aflojó la risa fácil de los momentos tiernos y se cubrió la cabeza con las sábanas, podría permanecer allí eternamente. Bajo las mismas buscó el cuerpo totalmente desnudo de su pareja, que reaccionó al contacto de la piel provocadora. El simple roce, y la percepción de lo que a continuación iba a desencadenarse, fue suficiente para que ambos dejaran hacerse. La respuesta estaba en el aire. Las caricias, besos, y los interminables caminos que sus lenguas incendiarias dibujaban en la anatomía del otro, la habían silenciado.
Entre susurros, maliciosa, con la escasa voz jadeante que el incipiente éxtasis dejó escapar, los labios de Silvia se aproximaron a la ardiente oreja de Rubén, para contestar provocadora…
—Te daré el diez cuando te lo merezcas.



5.
Llegó el gran día. Momento esperado durante toda una vida. Muchas ilusiones puestas en aquella representación que no significaba, nada menos, que poner en escena un acto tan altruista y cargado de responsabilidad, como el de permitir a otra persona compartir el resto del camino juntos. Vidas convergentes en una línea continua hasta la eternidad.
Las caras conocidas fueron entrando en escena a lo largo de la ceremonia. Familiares y amigos por igual cumplieron con las expectativas y les dedicaron todo su cariño. Lecturas e intervenciones cargadas de amor y complicidad. Cada uno aportando desde su prisma un sentimiento común hacia la pareja.
Ambos lucían espectaculares. Sus manos permanentemente enlazadas formaban un circuito de emoción que retroalimentaba el uno al otro. Una significativa imagen de lo que deberían ser sus vidas. Sinergia pura.
La tarde caía y el calor sofocante ponía a prueba a los presentes. Sentían que aquello era solo el principio de algo grande. Silvia, articulaba datos y excusas en su cerebro, tan manidas, como que solo era un papel que certificaba algo que ya sabían; y que su amor estaba por encima de documentos oficiales. Pero en su fuero interno albergaba el secreto de la novia que siempre quiso ser, el día de película de sobremesa que nos graban a fuego desde que nacemos con dibujos de princesitas Disney hasta que maduramos con Pretty Woman, Ghost y tantas y tantas del género. ¿Maduramos? Nunca. La maquinaria trabaja para que no te salgas del redil, y tras años de adiestramiento subliminal consiguen que seas partícipe de tu propia lobotomía.
Rubén, más pasional, vivía aquello de modo diferente. Su misión debía ser la del marido ejemplar desde el momento exacto de colocar la alianza, entender que el protagonismo principal no era el suyo, y desvivirse porque Silvia disfrutara de todo aquello que llevaba organizando durante más de un año, oficialmente. En secreto lo había madurado durante toda una vida. Él se conformaba con saberse triunfador de una vida de trabajo y preparación, que se colmaba con el privilegio de verse acompañado hasta el final por alguien excelente. Admiraba a esa mujer, la deseaba con locura, y hubiera cambiado todo lo que tenía por seguir despertando a su lado cada mañana hasta que la muerte los separase. Incluso volvería a los primeros días, los de contigo cebolla, y a veces ni pan.
Así pues, ambos habían cruzado la frontera de su personalidad para entregarse al otro extremo de su forma de ser. La sesuda maestra se dejaría llevar por el disfrute de un día para el recuerdo, y el visceral ejecutivo se entregaría cual hormiga obrera al cumplimiento de su cometido a rajatabla para que todo saliese como estaba previsto.
Y así fue. Los presentes comieron, bebieron, bailaron y festejaron esta unión hasta el límite de lo políticamente correcto, y un poquito más. Fotos, arroz, regalos, sorpresas y todo lo típico que encontramos en la celebración de un enlace, hasta el más mínimo detalle, estuvo presente.
Los recién casados debían abrir el baile. Pero alejados de los convencionalismos maniqueos, rompieron con la tradición y el vals se tornó en una preciosa canción que habían hecho suya, su letra los contagió desde que la descubrieron. Nunca algo les había trasmitido tanto. Bailaron Mi alma perdida, de Amaral, otro momento que nunca olvidarían jamás.
Sus cuerpos se aproximaban, incluso encorsetados por los trajes de ambos, se sentían el uno al otro. No querían que aquella melodía cesase, supondría tener que volver a los protocolos del banquete. No deseaban separarse, nunca.
Inmersos en aquella coreografía, olvidados del resto del mundo que los observaba emocionados, volvió a aparecer la ambiciosa mirada de Rubén, para adivinar una nueva pregunta.
—¿Ves cómo todo ha salido como tú deseabas? —ella asintió en silencio mientras pasaba su mano acariciando la espalda de su compañero de baile—. Todo el mundo lo está pasando genial, hemos hecho un buen trabajo y yo voy a convertirme en el mejor marido del mundo. ¿No crees que es el momento de darme ese diez?
Ante la insistencia de su marido, sin perder el compás, tomó su rostro con ambas manos y silenció con un beso la impertinencia de Rubén. Los asistentes lo tomaron como una muestra de amor puro y entre vítores se desató el júbilo que desembocó en una zarracatalla de nuevos compañeros de baile que los rodearon, dispuestos a mantearlos, en cuanto sus labios rompieran el hechizo que los mantenía unidos.
La muchedumbre gritaba cada vez más y finalmente Silvia dio por finiquitado el kiss time para entregarse a los poderosos brazos de los amigos de Rubén, que se prestaban a lanzar por los aires a la novia. Antes de abandonarse al pulso contra la gravedad, le guiñó el ojo y en sus labios pudo leer de nuevo…
—Te daré el diez cuando te lo merezcas.



6.
Habían oído tantas cosas al respecto, aunque ambos eran personas cabales y con mentes muy despejadas, que no podían dejar de pensar en todas las fatalidades que los desafortunados comentarios de unos y otros, a la larga, habían hecho mella en su determinación.
Esa sala, tan interminable y diminuta a la vez, había conseguido que Rubén estuviera al borde de la locura. Alguien tan pasional como él no entendía de esperas. Ya había descubierto todas las imperfecciones de cada una de las brillantes baldosas que alicataban la impaciencia de la ilusión. No estaba solo, pero en ese momento casi lo hubiese preferido. Los nervios hay veces que se templan en compañía, sin embargo, en otras ocasiones, esta se vuelve enemiga y prueba sus límites. Intentaba ver algo a través de la tupida mampara, adivinar algún gesto entre el personal que entraba y salía de la zona a la que sólo tenían acceso los autorizados.
El reloj seguía corriendo, no sabía muy bien si a favor o en contra, ya que las mil y una imágenes que su inquieto cerebro proyectaba lo zarandeaban de lado a lado, del abismo al paraíso. Cuando la puerta se abrió y alguien desde el interior lo llamó por su nombre supo que era el momento. Raudo se precipitó al interior y casi sin atender a las indicaciones de la matrona comenzó a descubrir las singularidades de esa maravillosa criatura que algún día lo llamaría papá.
Era un ser tan puro, y tan delicado a la vez, que sintió la necesidad de suspirar varias veces mientras la partera intentaba darle una serie de indicaciones. Simplemente preguntó por la salud de ambos, y tras cerciorarse de que estaban perfectamente ya no quiso prestar atención a ningún dato más. Ya se lo explicarían más adelante. Ahora sólo quería recrearse en la intensidad de aquel llanto, las manchitas de povidona, las toallas que lo arropaban, las diminutas partes de su cuerpo. La perfección se concentraba en escaso medio metro.
Cruzó la mirada con su hijo, y aunque sabía que este era incapaz de verlo, fue un momento mágico. Adivinó que esos ojos eran inquietos, y estaban llenos de ganas de descubrirlo todo. El mundo se paralizó para él.
Los familiares más cercanos afilaron el morro por el quicio de la puerta antes de que la matrona le arrebatara de nuevo a su cachorro del regazo y los enviara de vuelta a la habitación para esperar a la madre.
El reencuentro de la pareja fue tierno y lleno de vida. Su primogénito subiría después para completar la creciente familia. Los años bárbaros, en los que no importaba ver amanecer, daban paso oficialmente a una nueva era en la que ver aparecer el astro rey juntos ya no era una bonita imagen de fondo de pantalla para el portátil, sino un surco más en las ojeras de la felicidad. No tenían ni idea de todo lo que sucedería a continuación, pero su visión de la vida les hacía afrontar el reto con la mejor predisposición posible. Unidos.
Al final del día, cuando llegó la hora de descansar tras el ajetreo de visitas, felicitaciones, enhorabuenas, descubrimiento del funcionamiento del bebé sin manual de instrucciones, y todos los tópicos del arranque de la paternidad, llegó el momento de acomodarse para intentar conciliar el sueño. ¡Qué utopía con lo que se les venía encima!
Fue en ese momento cuando la pareja tuvo un instante para confesarse su felicidad y comentar mil detalles de padres primerizos. Rubén se incorporó para acercarse a la cama de Silvia, y tras asegurarse de que la mamá no necesitaba nada antes de dormir, cerró el día con sus labios dibujando un beso en su frente, a la par que su mano mesaba sus cabellos.
—Lo hemos conseguido. Somos padres. Y yo me convertiré en el faro que guíe a mi hijo, pero necesitaré de tu energía para que nunca se apague la luz que lo alumbre.
Silvia asintió, aprobando la moción, y tomó la mano de su marido que seguía junto a su cama. Este se sintió el hombre más pleno sobre la faz de la tierra, y volvió a intentarlo una vez más.
—Creo que ahora sí es el momento de que me des ese diez. No sé si seré capaz en algún momento de sentirme tan satisfecho como ahora.
Silvia rio enternecida por las palabras de Rubén. Lo mandó a descansar y cuando las luces de la habitación durmieron, y ya sólo se percibía el soniquete típico de una noche en un hospital, cerró sus ojos para entregarse a los acogedores brazos de Morfeo satisfecha.
—Te daré el diez cuando te lo merezcas.




7.
Impertinencia absoluta, diaria, en forma de alarma, que te arranca el dulce de los sueños que todavía quedan por disfrutar cada mañana. Terrible descenso al mundo real, cuando todavía la noche es soberana, que te arrastra a la rutina de cinco días de traje y corbata, desencadenando en la deportiva ropa de asueto durante cuarenta y ocho escasas horas, que no llegan para cargar a tope la batería.
Esta será nuestra penitencia, variará el atuendo laboral, pero la esencia será la misma, y en ocasiones tornará mucho peor. Todo por morder una puta manzana. No puede ser sólo por eso… ¿Hay algo más?
Pero la mente es poderosa, y disfraza de felicidad el calendario de la esclavitud, con pinceladas llenas de poderosos trazos. Rojos, como el amor que sentimos por nuestra pareja. Azules, como los infinitos cielos y mares, que se tornan verdes para conectarnos con el planeta que decidimos abandonar por el negro del asfalto y el gris del hormigón. Salpicados de rayos amarillos vivimos, dibujando cual prisma, inmensos arcoíris que nos despierten de esta alienación en la que hemos caído absortos.
Rubén y Silvia sentían tener su paleta de colores repleta. Vivían entregados a su familia, se deseaban igualmente, y aparcaban los dilemas propios de sus quehaceres laborales nada más cruzar el umbral de la libertad que los devolvía a su hogar. Sentían la fuerza de los dioses griegos para construir un mundo a su antojo que, aunque no fuese así, siempre hacían propio, fruto de su determinación y unidad.
Fabricaban ilusión, y la proyectaban en Martín. Verlo crecer era lo mejor que les había pasado nunca. Descubrir toda la vorágine que conlleva la paternidad los encandiló. Eran las maravillas en el país de Alicia. Su destino había dejado de ser Nunca Jamás, para madurar de súbito con el primer llanto de su retoño, y entregarse a una vida plena.
Inculcaban los valores en los que ambos creían. Vivian apartados de los fariseos objetivos que todas las religiones que los acorralaban, intentando abducirlos, les proponían, en un estado, ¿laico? Eran diferentes, creyentes, en ellos mismos y en el poder del ser humano para construir una sociedad mejor. Justa, al menos.
Su mundo se tornaba perfecto en la inocencia de la curiosa mirada con la que su hijo escudriñaba la realidad. Podían soportar la corbata, los tacones, el despiadado martirio del despertador, la soga de la hipoteca y la avaricia bancaria, y el largo etcétera que se oculta en las cargadas espaldas de los progenitores. Ya tendrá tiempo de descubrir el peso sobre los hombros, ahora es tiempo de juego, risas y aprendizaje. Formemos a nuestros vástagos para que en el futuro puedan cambiar las asfixiantes reglas de este abrupto presente.
Cuando el sexto día de la semana, dedicado en exclusiva al disfrute familiar, buscaba el crepúsculo, Rubén se sentó en el banco desde el que Silvia controlaba todos los movimientos del pequeño Martín en aquel parque otoñal. Su sonrisa delataba que estaba disfrutando de aquel momento en compañía de los dos seres por los que entregaría la vida a cambio de una simple carcajada suya. Los tres entendían que era su instante, se desentendían del resto del planeta, y buscaban la diversión. Cada uno a su manera, pero llenaban las alforjas para el resto de la semana.
—Ya no sé si algún día lo conseguiré. Creo que nuestra vida, aunque llena de emociones que nos quedan por descubrir, está destinada a emprender la cuesta abajo. Espero equivocarme, disfruto de vosotros, la vida familiar que llaman, y me gustaría que esta sensación que ahora mismo tengo durara para siempre. Pero no soy tan ingenuo como para entender que esto no puede ser eterno. Llegarán las maduras también. Así que, antes de nada, por qué no me das ya ese diez que hace tanto tiempo que merezco…
Silvia vio cierto grado de melancolía en los ojos que la seducían cada vez que chocaba con ellos. Era un sentimiento nuevo que jamás había descubierto en Rubén. No quería que aquello se agravase, pero sabía que todavía no era el momento. Su camino escondía secretos que todavía no habían descubierto, aunque ella los intuía, los imaginaba, y soñaba con alguno de ellos. Decidió esperar un poquito más, aunque reconocía que su negativa pudiera afectarle.
—Te daré el diez cuando te lo merezcas.



8.
Cada uno lo afrontó de forma diferente. Sabían que el cambio en sus vidas era para siempre y que su futuro se vería afectado de algún modo. De las incógnitas del tiempo que está por venir se alimentaba la confusión que sentían. Cuanto antes se aclimatasen al cambio antes podrían entregarse a su nuevo cometido, disfrutarla. La familia crecía.
La segunda vez que afrontas un reto se vive con el poso que otorga la experiencia. La incertidumbre es caprichosa y ataca donde más duele, en el corazón de las dudas, pero el haber recorrido el camino antes evita que tropieces con los viejos baches. Desde esa perspectiva viviría la pareja la llegada de Eva.
Precioso nombre que recordaría por siempre que no fue la mujer la culpable de morder la manzana, si no la prohibición caprichosa, de un ser supremamente veleidoso, de tentar la determinación femenina. Las ataduras debían romperse en el paraíso, pero el destierro las hizo crecer hasta la asfixia, culpando a un género por ello hasta la eternidad. Bonita parábola.
Concluían con este nacimiento la proliferación familiar, pero colmaban los deseos de ser uno más. Cuatro pilares sustentan mejor la construcción de la felicidad. Ahora llegaba el tiempo de cerrar paredes y dedicarse a la constante labor de rematar la faena puertas adentro. Quedaba mucho trabajo, y encontrarían sus dificultades, pero su amor podía con ello. Poco a poco, sin desfallecer, decorarían el interior de aquello que estaban erigiendo.
El rey Martín vio peligrar el trono de la dedicación exclusiva en el que vivía acomodado desde su llegada. El primogénito tenía un delfín con el que debería compartir asiento, cuestión difícil de conllevar en una sociedad tan egoísta como ególatra. Comenzaba una nueva era en la que la misión de sus progenitores sería hacerle entender que dividir la poltrona era lo correcto, inculcar el amor fraternal que se debían, y desterrar el peor de los enemigos de nuestra especie, la envidia.
Se afanaban en su labor, mientras sus vidas caminaban a la par, en busca de pequeños respiros de su propia felicidad. La muerte a carcajadas puede ser muy cruel, pero no por ello deja de ser definitiva. Su dedicación se veía recompensada con pequeños y grandes detalles, muestras de amor de su estirpe, y la satisfacción de ver que los hermanos una vez superada la fase inicial, habían desarrollado un sentimiento tan fuerte que jamás se rompería el resto de sus vidas.
Una mañana de invierno, de churros y chocolate cubierto de espumosa nata, desayunaban plenitud. Divertidos pijamas vestían cuatro cuerpos tan diferentes como dependientes del resto. En las travesuras se dibujaban sonrisas maquilladas de dulce marrón que salpicaba la gula. Silvia los perseguía toallita en mano para que aquel desayuno no terminase contagiando el resto de la cocina, decorando sin pudor el alicatado que revestía su tesón. Rubén admiraba divertido, sin perder detalle, recogiendo instantáneas con su móvil de cada momento. Saboreando el instante, almorzando colmado el fulgor que los cuatro cocinaban.
Su risa devolvió la mirada de Silvia, que enseguida comprendió los sentimientos de su marido. Pudiera que tuviera razón y este fuera el momento. Sus vidas desbordantes eran ejemplo para su entorno, y envidia de sus detractores. Pero sentía en su fuero interno que la máxima puntuación debía reservarse para más adelante. Todavía no. Así que antes de que Rubén iniciara su suplica se acercó a él y zarandeando sus mechones impidió el interrogatorio que algún día debería afrontar.
—Te daré el diez cuando te lo merezcas.



9.
Cuando todo se fue a la mierda dejaron de buscar soluciones para encontrarse en lo más profundo. La desidia ganó la batalla escoltada por el tedio y la desilusión. Se olvidaron de hacer el amor puesto que era lo que más tenían, prácticamente lo único. No necesitaban sexo, o al menos entre ellos, y el miedo a imaginar otras posibilidades puso en jaque las sólidas bases de su relación.
¿Cómo podrían salir de aquel abismo al que las circunstancias les estaban obligando a precipitarse? No les quedaba otra que actuar por instinto, de supervivencia tal vez, y permanecer unidos. Como siempre habían sido, uno, todos.
Cuando vienen mal dadas, con la idea de quedarse, el aferrarse al porqué carece de sentido, aunque la rabia cegadora no te ofrezca otra imagen. Duele, tanto como para mandar al retrete toda una vida por una vaga ilusión, tanto como para dudar de uno mismo en el reflejo del otro. Carece de sentido el futuro sin el pasado del que perdemos y sabemos que no va a volver. Pero aun así la pareja seguía hacia delante, por inercia, disfrazados de ánimo superficial y podridos de tristeza por dentro.
La prueba fue el trance más difícil de sus vidas. Una herida abierta que entendieron jamás se cerraría, dejando una desagradable cicatriz en el fondo del alma palpitante. Latente. Oculta. Ahí.
La alegría de los retoños, el sacarlos a flote, luchar por ellos, se convirtió en su leitmotiv. Asentaron las bases de la catarsis sobre ellos y decidieron no mirar atrás, incluso, si fuese necesario, no volver a mirarse jamás. Siempre hacia delante.
Y funcionó, pues aunque lo habían olvidado, su unión era tal que limaba los días malos que se convertían en semanas. Época vacía, llena de incomprensión, obligada al olvido. Cuando la ecuación suma la pérdida, el desastre económico entra en escena, y el cambio radical de vida parece instalarse definitivamente, nadie atiende a despejar la equis. Sólo admitir que remar en la misma dirección nos impedirá estancarnos en infinitos círculos antes de que la corriente nos arrastre hacia la mortal catarata.
Pero Martín y Eva sacaban lo que quedaba de ellos. Los que se cuentan con una mano entraron en escena para no dejarlos desfallecer. Autentica amistad que no entiende de lazos sanguíneos aportando remos extra, y junto al resto de familiares impidieron que la nave zozobrase.
Tiempo de reflexión, en el que una mirada cómplice volvía a hacer saltar la chispa que ambos deseaban avivara el rescoldo de la pasión que fue. Aún en la oscuridad del pozo en el que pasaban sus días, Rubén necesitaba más que nunca una confirmación de que aquello no era el final, que saldrían del túnel y volverían a sonreír. Su pasional temperamento se revelaba como león enjaulado. La analítica razón de Silvia entendía que el momento estaba tan cerca, que por un instante valoró la posibilidad de acceder al ruego de su taciturno compañero. Verlo así le partía el corazón, era él quien siempre alentaba a la tropa, si fallaba el Sargento Empatía, ¿quién descifraría los estados de ánimo de cada uno? ¿Quién animaría al resto? ¿Quién le devolvería su sonrisa perenne?
—Sé que ahora no lo ves. Pero casi has alcanzado tu mejor momento. El sobresaliente está cerca Rubén. Casi lo tienes... Pero de momento, te daré el diez cuando te lo merezcas.




10.
Podrían vivir mil vidas de nuevo, y siempre el caprichoso destino haría que su camino tomara direcciones convergentes. Serían Teseo descifrando laberintos, salvando al pueblo de la tiranía, encontrando siempre la salida tirando del hilo que le devolviera a los brazos de Ariadna, venciendo minotauros si fuera preciso. Cuando no existe más vida que en compañía de una persona, poco más se necesita para hallar la felicidad.
Caminando con pasos cada vez más firmes, y alejados de los tiempos macabros, descubrieron lo que ya sabían: el otro los hace mejor. Y en estas llegaron al momento de los postres, en el silencio con el que se dicen las grandes verdades. Con miradas que relatan sentimientos y dibujan ilusiones. Con la sonrisa de las grandes ocasiones, celebrando aquel momento tan especial. Rubén sacó un pequeño obsequio, torpemente envuelto, y acercándoselo sobre el mantel se dispuso a comentar…
En ese momento Silvia lo interrumpió agarrando la mano extendida que ofrecía el regalo.
—Hoy seré yo quien se desnude. Seré yo quien suplique una buena nota, porque tú ya la has conseguido. Has conseguido enamorarme, despertarme de mi letargo, construir un futuro conmigo, y después una fantástica familia. Y no solo eso, has hecho que las penas que nos han atormentado durante esta última fase fuesen menos, pues sólo con mirarte ya sabía que no estaba sola, y que nunca iba a estarlo. Eres mi amigo y amante, padre y marido ejemplar. Me conoces mejor que yo misma, me soportas y transportas a otros cielos, a otras realidades, las que construimos juntos. No sabría cómo agradecerte lo que me aportas, así que simplemente disfruta de este postre…
Y a su señal el camarero les ofreció una pequeña tarta con dos palpitantes velas que dibujaban la decena tan codiciada por el que fuera joven, y ahora se había convertido en apuesto señor.
—Esta es mi manera de decirte lo que te quiero —continuó Silvia una vez el mozo hubo desaparecido—. Lo has conseguido Rubén. Hace mucho tiempo que te lo mereces, desde el principio diría yo, pero ya sabes cómo es de inconformista mi carácter, siempre quiero más. ¡Y mira en el hombre en que te has convertido!
En esta ocasión el parco en palabras fue él. Suponía que volvería a rogar, y sus súplicas no serían tenidas en cuenta por el implacable jurado. Pero esta vez el veredicto era bien distinto. Apresado por la emoción, el otras veces locuaz, sólo acertó a decir tanto, con tan poco:
—Para mí, tú eres el diez…
Y tras las lágrimas, dulces de felicidad, que ambos derramaron, vinieron los besos encarcelados durante tanto tiempo que rebosaban por sus bocas. Sellaron con ellos en la fosa del olvido todo lo que no querían recordar, para sobre el tempero que la ocultaba sembrar las flores de la eterna primavera del futuro que pretendían construir, aunque sus calendarios se asomasen peligrosamente con disimulo al inquietante otoño. Una nueva era se abría ante sus ojos. La posibilidad de descubrirla juntos era el mayor aliciente para intentarlo, lo único que tenían claro es que como siempre, serían uno.
Pero esa historia está por escribir. De momento celebraban su décimo aniversario… Diez en el diez. ¡Felicidades!


David Garcés Zalaya

Luceni (Zaragoza)




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