Nos adentramos ya en la cuenta atrás con la que concluirán esta serie de publicaciones de todas las piezas que componen esta fantástica antología de relatos y poemas como es AMOR KM.0, pero no por ello debemos dejar de disfrutar de cada una de ellas como se merece.
Hoy tenemos un relato precioso, obra de Bárbara Fernández Esteban (Salou - Tarragona), que viene acompañado por una fotografía realizada por la misma autora que ilustra a la perfección un pasaje de dicho texto. Una suerte contar con su participación y poder saborear esta SINFONÍA INACABADA.
Como es habitual en esta edición de Colección Cupido, texto e ilustración vienen introducidas por la Esencia del mismo que ha extraído Mª Belén Mateos Galán y la Frase de cabecera de su propia elección.
Las cuerdas de un violín pueden crear melodía en
el espacio de un tiempo pasado, en el sencillo sillín de unas bicicletas
anudadas con un mismo lazo…
“ Sonreíste por mi rubor, pero nunca supiste el
motivo. Durante un mes entero llenaste
mi apartamento de margaritas blancas, caléndulas y pensamientos y estuve
convencida que Schubert gruñía a coro
con la Señora Clarck todo ese tiempo que duraron los ensayos de la novena”
SINFONIA INACABADA
Bárbara Fernández Esteban
Bárbara Fernández Esteban
Salou (Tarragona)
SINFONIA INACABADA
La semana pasada me costó mucho cerrar
el último cajón de la cómoda, donde hasta ahora he ido guardando todas las
cartas. Ésta, con la fotografía, la pondré en una caja pequeña de cartón, como
hacía al principio, que las ponía en una caja de zapatos, pensando que así
sería más fácil entregártelas juntas. Entonces pensaba que volverías pronto.
Ya sé que no te acordarás, pero tal día
como hoy de hace… muchos años, fue la primera vez que coincidimos en la farola.
El recuerdo de la rutina que se estableció desde aquella tarde de otoño tardío,
hostigada por una ventolina que arracimaba papeles y hojas en la acera me llena
de nostalgia. Yo llegaba primero. Ataba mi bicicleta de color verde, recién
pintada, a la que había quitado la red de colorines que protegía las faldas de
la rueda y en la cesta llevaba la carpeta de partituras. Al poco, aparecías tú, con tu abrigo gris, el
cinturón suelto, sin guantes y un gorro de lana del que sobresalían unos rizos
de dios griego. Siempre ponías tu bicicleta, una BH reciente, perfecta, sin
memoria, cuya cercanía dotaba a la mía de conjeturas antiguas, paralela a mi
vieja Orbea.
Cuando la recogía después de haber
terminado mi clase de música, la tuya quedaba sola, menos aquella vez que, por
error, ataste las dos con tu cadena y tuve que esperarte más de dos horas,
sentada en el suelo, derrotada como un músico callejero sin plato siquiera para
las monedas, con la maleta del violín entre las piernas. Ni tus disculpas, ni
tu expresión abrumada, ni tu nombre de dios olímpico, ni la coca-cola con que
quisiste compensarme en la cafetería de enfrente, calmaron mi enojo. Al día
siguiente, empujado por la culpa y mi displicencia llegaste primero y me
esperaste. Sólo cuando descubrí el verde oscuro de tus ojos y lo que perduraba
tu sonrisa, se suavizó la irritación que me pesaba. Muy digna contesté a tu
saludo con una mueca.
El primer movimiento de la novena de
Schubert era un andante que acababa en allegro. «Señorita, “ma non tropo”», me
reprendió la señora Clarck dos veces ese día, a lo largo de la tarde. Aquel andante se me hizo eterno. El arco,
como un caballo que hubiera perdido el bocado, parecía que huyera sin rienda
por encima de una partitura inacabable. Schubert tuvo que gruñir en su tumba.
Al terminar mi clase baje a la calle, lo
primero que vi, a pesar de la cantidad
de viandantes que la estrechaban, fue mi vieja bicicleta, uncida de
nuevo a la tuya. La adornaba un ramo de violetas sujeto al manillar con un lazo
en rosa pálido, imposible de combinar con el verde desvaído de la Orbea.
Estabas en la cafetería con las piernas sobre una silla, sentado a una mesa de
plástico negro, con un vaso de cerveza y la expresión expectante de tus ojos al
punto de la risa. «¿Te acuerdas aún de mi nombre?», me preguntaste mientras
arrancabas una flor de mi ramo, para llevarla a tus labios antes de ofrecérmela
y pedirme que me sentara en la silla vacía, de espaldas al vidrio de la
ventana. «¿Cómo no voy a acordarme, si tu descaro es tanto como el de Hermes?»,
te contesté sin saber dónde dejar el violín. En ese momento bajaste los pies de
la silla con la misma solemnidad con que lo haría el hijo de Zeus. Al
imaginarte desnudo con el sombrero de tu propia estatua, la que había visto el
verano anterior, no pude evitar sonrojarme al contemplarte de nuevo en aquel
bar convertido en una réplica de los museos del Vaticano. Sonreíste por mi
rubor, pero nunca supiste el motivo.
Durante un mes entero llenaste mi apartamento de margaritas blancas,
caléndulas y pensamientos y estuve convencida que Schubert gruñía a coro con la Señora Clarck todo ese
tiempo que duraron los ensayos de la novena. Después, con el otoño, desaparecieron
las margaritas, tu sonrisa inconclusa y el perfume de Calvin Klein en mi
almohada, y por supuesto también tu bicicleta con la memoria herida de tardes
enteras y cortas, unida a la mía.
Te esperé durante todo el invierno tan
largo, y al empezar la primavera cambiaron la farola por una señal de tráfico
vulgar e inexpresiva. Era como advertirme que aquel camino, cegado para
siempre, ya no tenía salida. Por eso empecé a escribirte con la esperanza de
que al menos supieras de mí, aunque yo ya no pudiera verte. Al principio llené
una caja de cartón con las primeras cartas, pero después, durante muchos otoños y otras tantas primaveras, he
llenado con las siguientes los cajones de mi cómoda, en la misma medida que han
ido vaciándose de esperanza.
Ayer pasé por aquella calle de la
farola, una calle que se ha hecho angosta, y mi corazón se estremeció al ver
dos bicicletas parecidas a las nuestras en aquella señal que me prohibía, como
a Orfeo, volver la cabeza. Las dos estaban atadas con la misma cadena, de la
misma manera con que tú la dejabas junto a mi vieja Orbea, paralelas,
compartiendo la memoria. Volví a casa a toda prisa, cogí la cámara confiando
que todavía siguieran allí, con el mismo anhelo con el que te esperaba cada
tarde, y tomé una fotografía, la que te remito con esta carta. Ya no está la
cafetería, ni el aire que entonces se respiraba, ni los papeles ni los
plásticos arracimados en la acera, aunque para mi siga siendo la réplica del
museo donde te vi por vez primera. Ahora es una inmobiliaria tan vacía como mi
vida. Si pasas por allí, y todavía siguen atadas las bicicletas como siguen
sujetas a tu ausencia, verás sobre la más nueva, la que se supone que es la
tuya, una rosa amarilla como despedida. La que tu no me dejaste, la que ha
hecho que mi vida haya resultado baldía.
Al llegar a casa, he tomado el violín y,
después de tantos años, Schubert, recuperada la paz, ha dejado de gruñir en su
tumba. El arco se deslizaba sobre la cuerda al paso, tranquilo en el andante
hasta el allegro del primer movimiento de su sinfonía inacabada.
Mañana, sin mayor pérdida, volveré a
aquel museo, donde está tu estatua, para dejar esta carta y la fotografía. Si
por un casual la encuentras, sabrás de mis esperas y de mi despedida.
Bárbara
Fernández Esteban
Salou
(Tarragona)
Un nuevo texto y su ilustración se publicarán en el blog el próximo martes. No esperes hasta entonces, hazte con él ya y descubre todo lo bueno que te trae lo nuevo de COLECCIÓN CUPIDO.
Antología de relatos y poemas en la que participan más de 50 personas.
AMOR KM. 0
Varios autores.
Colección Cupido.
Primera edición: febrero 2017
ISBN: 978-84-617-8393-9
Depósito legal: Z 182-2017
180 PÁGINAS
Incluye ilustraciones y fotografías a color.
Pide tu ejemplar a través de nuestro correo electrónico y te lo enviamos a casa.
Precio: 13€
Besetes a tod@s.
Nos leemos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario