Procedencia: Zaragoza.
Amila regresaba a casa, había terminado
sus estudios en Europa. Sobrevolaba las nubes y pensaba que aunque no renegaba de sus raíces, su larga estancia
en el extranjero le había cambiado algunas de sus ideas.
Vestía vaqueros, camisetas y en
ocasiones lucia el hiyab, en su familia musulmana seguían algunas de las
costumbres de su pueblo. Si bien en su país las mujeres eran más libres que en otros países musulmanes a
la hora de estudiar, conducir o vestir.
Llegaba a casa con la ilusión de ver a
sus hermanos y con planes para salir a divertirse, irían al centro a escuchar
música y bailar mezclándose con el turismo de lujo.
En un momento de la noche, Amila intuyó
que alguien no dejaba de mirarla desde que habían llegado. Observando a su alrededor
descubrió a un joven moreno y apuesto que le sonaba o le recordaba a alguien.
Viendo que la saludaba levantando su copa e invitándola a acompañarlo, dejó a
sus amigas y accedió por curiosidad o atracción. Ya a un palmo de de él,
escrutando su rostro reconoce esa profunda mirada de ojos negros que siempre la
perturbó, es Abdel, pensó, cómo ha cambiado, que atractivo… le venía a la memoria
la insistencia de él cuando estudiaban juntos diciéndole que se casaría con
ella, a lo que ella respondía, que su familia no la obligarían jamás a casarse
con nadie que ella no aceptase.
Él si sabía de ella por sus hermanos y
había seguido sus pasos por internet, siguió escuchándola admirando su belleza,
esos ojos color de miel y ese cabello negro y rizado, estaba deslumbrante. A la
hora de partir, Abdel se ofreció a llevarla en su coche ya que vivían en la
misma urbanización de lujo a las afuera de la ciudad, con altos muros que
ocultaban los jardines bien cuidados, árboles frutales y fuentes que ayudaban a
mitigar los calurosos veranos.
De camino a casa, Amila llevaba
colocado el hiyab ocultando solo parte del cabello con mucho estilo anudado y
recogido al lado izquierdo del rostro, que junto con unos aros grandes de oro daba
una imagen de princesa Árabe, Abdel, admirado, comentó que estaba guapísima con
el hiyab preguntándole por qué no se lo ponía siempre. Ella notando como se le
iban cerrando los ojos irremediablemente, experimentando algo extraño, pensaba
en la diferencia de sus hermanos con Abdel tan joven y retrógrado.
Poco a poco Amila despertó y mirando a
su alrededor sin reconocer el lugar. Comenzó a recordar la noche anterior y aun
mareada sin comprender nada, sabía que no había probado el alcohol solo había
consumido un refresco y recorriendo la casa cerrada con verjas en las ventanas era
un palacete en medio de la nada, comprobó que estaba secuestrada.
Un golpe de la puerta la alertó de que
alguien la visitaba, Abdel la estaba observando con una cínica sonrisa, ahora
sí vas a cumplir con las costumbres de tu pueblo mostrándole un sador negro y
un niqab que le cubriría el cabello y rostro dejando a la vista solo los ojos.
Pasaban los días y cada vez que escuchaba
la cerradura de la puerta, se ponía a temblar, no accedía a nada de lo que
requería Abdel, lloraba y había dejado de comer.
Un día él se la encontró tirada en el
suelo inconsciente y con una herida en la cabeza sobre un charco de sangre,
había sufrido una caída a consecuencia de su estado de abandono, asustado
decidió llevarla al hospital de lujo donde la mayoría del personal sanitario
era europeo.
Abdel exigiendo agresivamente que no la
atendiera ningún doctor, le respondieron que no había ninguna doctora en ese
momento y era muy urgente, la paciente presentaba un cuadro grave e instándole
a que saliera fuera de la consulta a lo que se él negó. El doctor intuyendo lo
que pasaba accionó el protocolo de malos tratos, encontrando en ella muestras evidentes en los
brazos y cuello de algún mal trato o violencia. Solo la mirada que Amila dedicó
al doctor al recobrar el conocimiento, lo decía todo.
Abdel al ver a la policía poniéndose
muy nervioso y agresivo trató de llevarse a Amila a la fuerza, sin conseguirlo,
viéndose perdido y sin ella sacó un revólver disparándose allí él mismo en la
cabeza, falleciendo en el acto.
Rosa Mª Valiente Urrea
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