Corazón oxidado
Llega un momento en el
camino de la vida que ya no puedes más, que tirarías todo por la borda sin
importarte nada. En ese momento, en el que te acercas cada vez más a esa luz
oscura y fría al final del túnel, sólo en ese momento, te das cuenta que
siempre vale la pena seguir adelante. Porque esa luz sólo refleja la noche. Has
estado tan ocupado persiguiendo esa luz por el túnel, que no entenderás hasta
el final que después de la noche viene el día, repleto de personas y cosas por
las que hay que seguir adelante.
¿Sabes qué? Todo el
mundo tiene un motivo por el que seguir. Un amor, una meta, una lucha. No todos
lo encuentran tan fácil, no, la vida no es fácil. Qué aburrido sería.
Hubo una vez una persona
que encontró su motivo un martes cualquiera.
Salía de trabajar y
hacía calor, el cuerpo le pesaba hoy más que nunca. Abrió la puerta para salir
y en la calle se sentía el fluir de la gente más acelerado, los bares estaban
más iluminados, la multitud más arreglada de lo normal: chicas exhibiendo su
falda de nueva temporada, chicos recién afeitados, con sus peinados de ligar y
oliendo a One million. Claro, hoy es viernes. ¿Debería sentirse como toda esa
gente? Nunca se había sentido igual que el resto, ni si quiera un viernes por
la noche. La misma rutina de siempre, pensó. Me levanto, me visto, desayuno,
salgo a trabajar y vuelvo a casa donde me espera Toby, con esos ojitos verdes
llenos de amor, el único amor sincero, decía a sus amistades. Una cena decente,
y una película de la lista de pendientes.
El día comienza con esos
primeros rayos de luz, que iluminan por completo casas, parques, aceras,
cristales de las cafeterías y la cara de aquellos que salen a trabajar o a
hacer deporte. Qué maravillosa era aquella época del año en la que amanece
temprano y oscurece tarde.
Luego estaba el dueño de
Toby. ¿Cuánto tiempo había pasado desde que se quedó dormido? Comienza a
recordar en qué parte de la película se quedó… era imposible saberlo. Le dolía
el cuello e hizo una nota mental: cambiar ese maldito sofá. De hecho, debería
cambiar todo el piso. Todas las paredes de aquel sitio llamado hogar eran
blancas, había decidido ahorrar. Con su habitación había hecho lo mismo: una
cama grande, sencilla; el armario lo había comprado prefabricado y no tenía
muchos adornos. Tenía un gusto minimalista. Después estaba la camita de Toby,
llena de colores y dibujitos de gatos durmiendo y jugando, exactamente lo que
hacía aquel gato. Tenía dos baños, uno con todo lo necesario, incluyendo una
bañera, y otro sólo con baño y lavabo. Para las visitas había acordado. No
había hecho ningún cambio en esos lugares. La cocina era normal, aunque había
puesto una vitro y una mesita familiar. Era irónico ya que el único que vivía
allí con él era su gato.
Su salón era la envidia
de todos sus amigos. Estaba conectado con la cocina con una gran barra,
parecida a la del bar. La terraza estaba llena de flores que le traía su madre
cada sábado y era lo suficientemente grande para, de vez en cuando, hacer
reuniones con sus amigos que siempre acababan borrachos rompiendo algún
macetero. Luego tenía sus tesoros: esa maravillosa tele de plasma de cincuenta
y cuatro pulgadas, HD, home cinema y su portátil rojo. Pasaba todo el tiempo
que podía utilizando esas maravillas.
Se dirigió lentamente,
recobrando el equilibrio, hacia la cocina pensando en lo que iba a desayunar.
Quizás leche con cereales, fruta y un zumo de naranja. En cuanto abrió la
nevera observó que apenas tenía para medio vaso de leche, la mantequilla se
había terminado y no había zumo. En ese momento cayó en la cuenta de que era
sábado. Mierda. Hoy vendría su madre a comer y vería que no tiene nada. Se
pondrá como una histérica. Rápidamente se bebió lo que había de leche, se puso
un chándal y bajó corriendo al Simply de abajo. Con todas esas ofertas compró
todo lo necesario para aparentar delante de su madre que su alimentación era
correcta, y que no le hacía falta de nada. Preparó la comida, su madre llegó y
le regaló una nueva maceta con flores, esta vez moradas, y se marchó encantada
habiendo visto a su hijo, su piso impecable y su nevera llena, ah y ese gato
que cada día estaba menos juguetón.
Sus amigos como cada
sábado quedaron en salir por ahí, y el como siempre, salió con ellos. Ese
último año había sido aburrido. Salía de fiesta por costumbre, se emborrachaba
y si había suerte echaba un polvo con alguna chica. Llegaba el domingo y todo
se derrumbaba aún más. Se ponía a reflexionar
acerca de todo lo que había hecho en su vida. Tenía unos amigos
maravillosos, ligaba de vez en cuando, y tenía piso propio gracias a la ayuda
de su madre. Había estudiado y ahora tenía un puesto fijo. Lo había hecho todo
correctamente, como se debe, decía su madre. Lo que ganaba lo gastaba en lo
necesario y lo demás lo metía en su cuenta de ahorros. ¿Para qué? Ni si quiera
lo sabía. Aun teniéndolo todo se sentía vacío, le faltaba algo que no sabía
cómo rellenarlo. Hacía varios años ayudando a una compañera se ofreció a cuidar
a uno de sus gatos, un gato atigrado con unos grandes ojos verdes. En ese
momento, ese pequeño ser había rellenado gran parte de su vacío, y hasta ahora
lo seguía haciendo.
Lunes. Suena el
despertador, comienza un nuevo día y Toby ronronea a su alrededor moviendo la
cola y rozando su cabeza con la de él. Cómo le relajaba acariciarle. Ya en su
trabajo notó que había habido cambios. Una chica nueva en prácticas dedujo por
su torpeza y nerviosismo.
Su vida siguió pasando,
y con cada día que pasaba se daba más cuenta que nada tenía sentido. No sabía
cómo remediarlo, se veía cada vez más hundido en el barro.
Una mañana se levantó,
esta vez el silencio reinaba en la habitación, se preguntó dónde estaría Toby.
Y allí lo vio a los pies de la cama con una expresión relajada durmiendo
plácidamente. Lo que él no sabía era que esta vez el sueño duraría para siempre.
Había sido un buen compañero y había pasado sus últimos momentos junto a su
dueño. Los siguientes días la casa estuvo sin vida, sin el. Reinaba una soledad
que ni las borracheras podían rellenar.
Un día, decidió poner
fin a aquella vida lúgubre que le estaba matando lentamente. Debo cambiar de
rumbo, se dijo. Mientras andaba por la calle Alfonso I se fijó que sólo había
tiendas de novia, parejas disfrutando del alboroto y belleza de aquella calle,
oh! Y esa maravillosa tienda de jamón. Si, esa era la parada. Se compró una
flauta y mientras iba a pagar se fijó que una chica le estaba observando desde
el otro extremo de la tienda. ¿Por qué le resultaba familiar esa cara?
-¡Hola! Soy la chica
nueva de tu trabajo.
Dios mío, ¿había sido
tan guapa siempre? Se quedó con cara de haber perdido el norte. Segundos
después reaccionó.
-Eh… si hola, que tal.
-¿En serio había dicho eso? ¡Qué soso soy!
En realidad, había
perdido la práctica. Sólo ligaba cuando iba borracho.
-¿Te apetece algo? Yo me
compraría toda la tienda.
-Sí, justo me iba a
coger otra flauta de esas. – Dijo ella señalando lo que él tenía en la mano.
- Genial, otra por
favor. ¿Te apetece dar una vuelta? – ¿Había dicho eso? ¿Cómo se me ocurre
decirle eso? Si ni siquiera nos conoc…
- Claro, estaría genial.
Ya en la calle, hubo
unos segundos de silencio incómodo, y él se preguntó si no había sido mala idea
proponerle dar una vuelta por Zaragoza.
-Me llamo Laura. – Dijo
sonriendo.
-Yo Gabriel. –Dios mío,
realmente es maravillosa y tiene la sonrisa más dulce que haya visto. Y sus
ojos… Era como hundirte en el abismo cada vez que los mirabas. Ese color
caramelo con pequeñas motitas verdes alrededor de las pupilas.
Aquella tarde anduvieron
por el Pilar, bebieron unas cuantas Ámbar bien fresquitas entre risas e
historias que se contaban el uno al otro y volvieron a casa. Gabi abrió la
puerta de casa y fue directo al baño, vaya, sí que había bebido cerveza. Cuando
fue a lavarse las manos se miró en el espejo. -¿En serio había llevado toda la
tarde esta sonrisa tonta? Pensó en ella toda la noche y sentía un cosquilleo en
el estómago que no lo había sentido antes. ¿Era hambre? ¿Por beber cerveza?
Pasó el domingo poniendo películas de zombis pero no las veía porque cada rato
se preguntaba qué estaría haciendo Laura, si había pensado en él.
Lunes. Sonó el
despertador y hoy tenía ganas de ir a trabajar. ¿Estaba enfermo? ¿Qué narices
le estaba pasando? Quería llegar cuanto antes a la oficina y verla a través del
cristal trabajando. Era extraño porque nunca se había fijado de otra manera en
ella. Se saludaron y el día pasó como de costumbre: aburrido y caluroso. Cuando
faltaba menos de media hora para irse se encontró con una nota en el
escritorio.
``Llámame. J´´
¿Cuándo lo había puesto?
¿Lo decía en serio?
Aquella misma tarde
decidió llamarla e invitarla a cenar. Sorprendentemente aceptó. Preparó lo que
mejor sabía hacer: pollo al horno con patatas. Limpió el salón, la cocina y por
fin le dio uso a su mesita familiar. Sí, quería que todo fuese perfecto.
Mientras ponía velas en la terraza se preguntó si aquello era una cena
romántica o sólo una cena de amigos. Sea lo que fuere, ya no le daba
tiempo a quitarlas. Había sonado el
timbre. Cuando abrió la puerta se encontró con una chica de bonitos rizos color
chocolate que llevaba puesta su mejor sonrisa. Vestía unos vaqueros ajustados
con unos botines negros, y… oh si, esos ojitos caramelo brillando de felicidad.
La cena, la compañía y la bebida fueron espectaculares. Esa noche se unieron fuertes
vínculos entre aquellos dos desconocidos, se enamoraron. Pasaron la noche más
apasionada que hayan tenido en toda su vida, estaban locos el uno por el otro.
Sus vidas pasaron como
cualquier pareja de enamorados, se veían a menudo, se reían de chistes que sólo
entendían ellos, se embriagaban los viernes, en resumen, disfrutaron lo último
que quedaba del verano. Sin embargo, un día ella dejó de llamar. ¿Ya no quería
estar conmigo? Se dijo. No, tiene que haber pasado algo malo, no puede dejar
todo de repente.
Aquella misma tarde fue
a casa de Laura y se encontró con una persona distinta, con los ojos rojos de
haber estado todo el día llorando, despeinada y con bata.
-¿Cariño qué ha pasado?
¿Estás bien?
-No, pasa por favor.
Tengo que decirte algo muy importante y no sé cómo vas a reaccionar. Por favor,
no me dejes.
Gabi estaba ahí, sin
habla. ¿Qué puede pasar ahora? Nada malo puede estropear eso que tienen ellos.
Imposible.
-Estoy embarazada.
Dios mío. Se quedó
pasmado, rígido y mudo. Ella le miraba con ojos de súplica. A él se le pasaban
mil cosas por la cabeza. Su única reacción fue darle el beso más maravilloso de
la historia. En aquel momento, ambos se dieron cuenta que se tendrían para
siempre.
Pasados unos meses, ella
mostraba orgullosa su tripita de mamá, él, mostraba orgulloso a su hermosa
mujer. En medio de una noche fría de invierno Laura se despertó con fuertes
dolores y él lo supo de inmediato. Era la hora, iban a ser papás. Ocho
dolorosas horas después, tras muchas contracciones que cada vez iban y venían
más rápido, tras una epidural, y dolorosos apretones de manos, llegó.
Cuando vio su carita de
ángel, tan minúscula y frágil, a Gabriel se le completó todo ese doloroso vacío
que un día estuvo a punto de acabar con él. En ese momento empezó a cobrar
sentido todo. Ella llegaría a una casa llena de amor sincero, tenía todos esos
ahorros que los invertiría en ella, en su pequeño ángel. A partir de ahora sólo
tendría días colmados de alegrías. A partir de ahora no sólo sería él, también
sería ella. Su preciosa María.
Ella llegó un martes
catorce de febrero. Día del amor y la amistad. Un día que Gabriel celebraría
que tiene el amor y la amistad de las dos personas más importantes en su vida:
Laura y María.
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