Colección Cupido 2015

Colección Cupido 2015

Aquí tienes completa y de forma gratuita la segunda edición de la Colección Cupido.







Colección Cupido

2015

 

Varios autores

 

Zarracatalla Editorial

 

Luceni, 11 de julio de 2015


 

Autores:

Joaquín Marías Corbalán “Indiana”

Maxi Jarque Blasco

Cristina Urdaniz Ferrer

Carlota Blasco Ranz

Sweeny Mil

Ivana Benedí Gracia

Eduardo Comín Diarte                    

Mª Victoria Andreu Fauquet            

Begoña Fidalgo Domingo

Belén Gonzalvo Val

Carlos Adé López

Ana Anaís

Sarabel       

Rebeca Fernández Gaspar

David Garcés Zalaya

 

Diseño y edición de portada:

Maral fotografía

 

Fotografía de portada:

Maxi Jarque Blasco

 

Frases de cabecera:

Merche Comín Diarte

 

Edición:

Zarracatalla Editorial

 

Impreso en España.






 

Introducción

 

Cuando hace un año decidí emprender esta aventura de abrir un blog en el que la gente, de una forma libre, pudiera expresarse y contar al mundo sus historias, nunca pensé en que realmente fuera a ser el canal a través del cual los propios autores se liberan, sueltan sus relatos y se realizan.

Jamás imaginé que esos relatos sirvieran como nexo de unión de tantas personas de diferentes partes del planeta. Y es que lo que empezó como un juego local, ha crecido y se ha ido convirtiendo en una fantástica forma de compartir sentimientos e ilusiones, y la posibilidad para muchos de conseguir publicar unos relatos que permanecían a buen recaudo en lo más profundo de unos corazones locos por la literatura y alimentados por las emociones.

De esta forma, en esta edición contamos de nuevo con autores de la localidad, de la comarca, de la provincia, de distintos puntos del país, e incluso de distinto continente, ya que gracias a las facilidades que nos aporta internet conseguimos anular las distancias y aprovechamos la inmediatez en las comunicaciones. Y precisamente es ahí donde jugaremos la partida de este año, en el posicionamiento global y en el crecimiento sostenido, cauto y comprometido con nuestros autores y lectores en busca de mentes inquietas como nosotros que nos puedan aportar relatos que nos hagan sentir, emocionar, disfrutar.

Y será de esa zarracatalla de personas y lugares de donde obtengamos la mayor riqueza de este libro: sus múltiples formas de entender el amor. Aquí vamos a disfrutar de historias muy variadas y enfocadas de muy diversas formas; desde el despertar al amor, el amor oculto durante toda una vida que está a punto de desbordarse, el amor onírico entre seres de dos realidades o mundos distintos, el amor a primera vista, el abandono total al deseo, el desamor, la pérdida, el amor por la vida, el volver a empezar e ilusionarse… En fin, un montón de diferentes sensaciones que cada autor ha plasmado como ha creído conveniente y que seguro os harán disfrutar de una agradable lectura.

Como ya advertí en la edición del año anterior, primera, y plataforma de presentación de este ilusionante proyecto, debemos entender este esforzado trabajo de nuestros autores como un gesto de valentía. Un atrevimiento y salto al vacío, el que supone juntar líneas con la esperanza de que la persona que tenga en sus manos este libro quede complacida con las historias que en él se cuentan. Es una tarea complicada, y más teniendo en cuenta que para todos ellos esto es una afición, un hobby, un entretenimiento o un modo de canalizar sentimientos.

Y es ante todo, nuestra manera de agradecer sus aportes al blog Zarracatalla Editorial en el cual se publican todas estas historias y sin las cuales no tendríamos nada que ofrecer. Sirva este libro como merecido homenaje a todos los intrépidos que un día se sobrepusieron a sus miedos personales y vergüenzas sociales y se decidieron a escribir, a aportar, a sumar. Nada mejor que una recopilación de todos los relatos de la colección en este volumen en el que intentamos, también con grandísimo esfuerzo, que luzca realmente bonito.

Como suelo despedirme habitualmente…

Besetes a tod@s. Nos leemos.

 

David Garcés Zalaya

Administrador del blog Zarracatalla Editorial

 


 

 


 

 

 


 

 

 

 

Sobre los campos yermos, humo y metralla.

Banderas de colores con nombres de dioses

Cubren a soldados muertos, sin esperanza.

Mujeres y niños llaman, canto vano a la nada.

 

 

Sólo el amor

Joaquín Marías Corbalán “Indiana”


 

 



Sólo el amor.

 

¡La guerra ha terminado!

Sobre los campos yermos, humo y metralla.
Banderas de colores con nombres de dioses
cubren a soldados muertos, sin esperanza.
Mujeres y niños llaman, canto vano a la nada.

Esta guerra, ya se fue.

Regresan las negras naves con olor a heridas...
En sus velas, fuego y sangre, odio
más odio y sed de venganza.
Años perdidos, vidas robadas, sueños rotos.

La guerra, ha acabado.

Y las tierras, en su mismo lugar,
nada ha cambiado, nada...
Una mujer pregunta por su hombre,
todos miran al suelo, callan.

Otra guerra que ha pasado.

Troya ha caído, como cayó Babilonia.
También Berlín y Stalingrado...
Mueren reyes, imperios, héroes y visionarios
y el tiempo, como la vida, va pasando.

Ya la guerra es un triste recuerdo.

 


Caerá París y Moscú y Hong Kong,
se extenderá la peste sobre valles y tejados, 
y los dioses beberán sangre de ideas
y comerán pan de religiones, y carne de ahorcados.

Ya no hay guerras entre hermanos.

Nuevas sistemas, nuevos gobiernos... Fracasos
todo será quemado, en un fuego azul, quemado.
Veremos un sol de color anaranjado
dioses, iglesias, ricos, pobres y soldados, cambiado.

Sin leyes de hombres, solo el amor...
y esta guerra, habrá terminado.

 


Joaquín Marías Corbalán “Indiana”

Alguazas (Murcia)




 

 

 

 

Y hacemos el amor sin urgencias, como si quisiésemos que el tiempo quedase fijado en ese momento, como si todo se detuviese a nuestro alrededor y solo se oyese el roce de nuestros cuerpos, nuestros gemidos.

 

 

Ada

Maxi Jarque Blasco


 

 



Ada

 

Ada lee. Todavía no sé ni su nombre, ni le puedo ver esos dulces dientes desordenados cuando sonríe, ni conozco el lunar de su ombligo, ni el sabor de sus besos. Ahora mismo sólo es una chica con un libro en la mano, concentrada en su lectura. Mientras, yo escribo en la mesa de al lado, o hago como que escribo, o pienso en lo que quiero escribir, o, más bien, me entretengo mirándola con disimulo. Intento averiguar qué lee con tanta atención. Y después de varios intentos fallidos, en el que temo que nuestros ojos se encuentren y me descubra, por fin, alcanzo a ver el título: “Lewis Carroll y Franz Kafka. Dos poéticas de la sinrazón”, de Ventura Galiano. Qué curioso, yo estuve en la presentación de ese ensayo. Posiblemente coincidimos los dos en aquel acto, en Wayco, en aquel BiblioCafé de la calle Gobernador Viejo. Pero aquel día no la vi, si la hubiese visto la habría reconocido ahora. No sé, igual no estuvo, es difícil saberlo, asistió mucha gente y yo soy muy despistado. Recuerdo que se agotaron todos los ejemplares y tuve que reservar uno. Y mientras estoy ensimismado rememorando aquel día, de súbito, suena el móvil que tiene sobre la mesa, lo tiene bien cerca, como si estuviese esperando una llamada. Contesta y, sin dejar de hablar, rebusca en su bolso. Entonces saca una cartera y un paquete de cigarrillos. Se levanta, habla con la camarera y paga. Y la veo pasar junto a mí, en dirección a la salida. Su imagen se desvanece tras cruzar la puerta. Esa tarde ya no vuelvo a escribir más.

Tardaré cerca de un mes en volver a verla.

Cada viernes por la tarde viajo a la capital. Mi tren de cercanías para en la Estación del Norte. Y desde allí comienzo mi recorrido a pie por calles con nombres de antiguas colonias (Filipinas, Puerto Rico, Cuba), de ciudades (Buenos Aires, Cádiz, Sevilla), de pueblos (Sueca, Denia), incluso de literatos (Azorín). Vago por cafeterías-librerías de Ruzafa. Siempre con mi libro de hojas en blanco, cuya portada es un sendero que el paso continuado de peregrinos ha pelado de una hierba que sí aparece a ambos lados del camino, y cuyo título reza “Persigue tus sueños”. También llevo un par de bolígrafos bien provistos de tinta (dos por si uno se pone perezoso y le da por holgazanear). En cada hoja escribo una historia, o un capítulo de algo que no sé si tendrá continuidad, o una reflexión, o una idea. Y mientras lo hago, tomo cualquier tipo de infusión o alguna bebida con poca graduación alcohólica, según me dé. Pero, desde que vi a Ada, ya no sé si vago para escribir o quizá sólo es una excusa para encontrarla.

He entrado en el Cosecha roja. Acaban de trasladarse, antes la librería estaba en otra calle del barrio. Las tres únicas sillas están ocupadas por el dueño y un par de amigos. Hay un par de estanterías y una mesa llena de tercios vacíos. Y no es difícil adivinar quiénes se han bebido todas esas botellas. Para hacer honor al nombre del local, abriría mi libro por la siguiente hoja en blanco e intentaría escribir un relato negro, con un personaje tan atractivo como el de Nick Corey, pero yo no soy Jim Thompson, ni sé cómo cuidar de 1280 almas. Me tendría que conformar con mi Teniente Mono, un policía a punto de jubilarse, con ese vicio de echarse al coleto una copa de ginebra en ayunas, personándose en el lugar del crimen y descubriendo una ficha de dominó en la boca de un muerto. Pero allí uno no se puede sentar, por mucho que me anime el dueño. Aquello tiene toda la pinta de una obra inacabada, como si el traslado todavía no hubiese finalizado. Es por lo que opto por despedirme, no sin antes comentar que tengo la intención de pasarme por allí para la entrega del premio de Novela Negra que organiza la librería.

La primera ola de frío de este invierno ya ha pasado. Aquí nunca nieva, por mucho que circulen por el whatsapp fotos falsas de la ciudad nevada, si quieres ver nieve tienes que echar un vistazo a los telediarios y esperar a la sección del tiempo, hasta que aparezca en la pantalla esas estampas navideñas de los pueblos del Norte. O escaparse a las estaciones de Javalambre o Valdelinares. Aquí tenemos esta maldita humedad que hace que el frío te cale los huesos. Hoy ni siquiera llueve como ayer. Hace sol y la temperatura ha aumentado. A no ser que venga otra ola de frío, parece que la primavera comenzará pronto a abrirse paso. Y en quince días la ciudad volverá a oler a pólvora.

He salido de la librería y hay mucha gente paseando. El barrio bulle. Me he cruzado con una pareja que llevaba dos galgos vestidos con un abrigo acolchado. Van más elegantes que yo. Vaya, dueños modernos, perros aristócratas. Al entrar en el Ubik Café pienso que debería escribir algún relato de ciencia ficción, por un respeto a Philip K. Dick, pero sería más fácil para mí soñar con ovejas eléctricas que construir una historia fantástica. Sentado ya en la mesa, y tras pedir una cerveza, se me ocurre un argumento: una pareja discute sobre la conveniencia o no de regalarle a su hijo preadolescente un selector de sueños, que es lo que pide éste para su cumpleaños. El matrimonio calibra los pros y los contras. Él dice que ya tiene edad para tener el selector y que seguro que es el único de su clase que no lo tiene, ella replica que es demasiado fácil bajarse de Internet ilegalmente sueños pornográficos… Le doy vueltas a la idea y no reparo en ella. La tengo enfrente y me cuesta reconocerla, pero allí está. Entonces, noto una algarabía de mariposas en mi estómago. Ada lee, siempre lee. Y esta vez no voy a jugar a tratar de adivinar qué libro la tiene tan absorta. Ni voy a arriesgarme a que, inopinadamente, escape dejando en su huida una estela de desolación en mi ánimo como la primera vez. Me levanto como un resorte, me acerco a su mesa y sin preámbulos ni presentaciones le pregunto a bocajarro que qué lee. Ella levanta la vista con curiosidad ante mi ímpetu y me dice que “Alas” de Guadalupe Royán. Entonces le preguntó por el género. Ella me responde que son relatos en principio independientes, pero que unidos forman una historia, y que cuenta la vida desde la infancia de Alicia, la protagonista, su obsesión por todas las cosas que tengan alas y de su deseo por encima de todo de echar a volar. Ya lanzado le digo que si no se llamará Alicia. No, mi nombre es Ada, me responde. Entonces me presento. El mío es Basi, de Basilio y, anticipándome, le explico que no, que no es por mi padre ni por mi abuelo, ni por un tío que murió en la guerra, sólo es que nací el dos de enero. En mi tierra tenían esa costumbre, bautizarte con el nombre del santo del día de tu nacimiento, le explico. Ella me ha dado permiso para sentarme cuando se lo he pedido, y ya en la silla me pregunta que qué es esa libreta que llevo, y le contesto que es para escribir. Y le cuento mi proyecto, lo de ir de bar en bar llenando las páginas en blanco con todo lo que se me ocurre. Ella ríe y me dice que acabaré borracho. Y entonces veo por primera vez sus dientes desordenados, y le revelo que a veces sí y, que cuando repaso al día siguiente lo que he escrito por la tarde, no sé si algunos giros en mis historias han sido influenciados por el efecto del alcohol. Le confieso que no es la primera que la veo. Y que me choca que le guste leer en los bares, ella me contesta que no le gusta el silencio de las bibliotecas, y que no le cuesta concentrarse con gente alrededor, además, dice que yo soy igual, porque, al fin y al cabo, tampoco es normal que escriba en sitios públicos, que los escritores necesitan un espacio tranquilo para crear. Le pregunto si ella escribe también, y me ha dicho que solo lee, que piensa que hay que estar dotada para la escritura. Le replico que lo difícil es vivir de la escritura, que escribir no es tan difícil, que es como un oficio. Sí, pero a mí me aterra la página en blanco, me confiesa. Y me pregunta cómo resuelvo yo esa situación. Le digo que hay trucos para poner a volar la imaginación. Que hay ejercicios para activarla, como por ejemplo coger unas cuantas palabras al azar y con ellas hacer un pequeño relato. Le animo a que me diga cinco o seis palabras para demostrarle mi destreza. Ella acepta, piensa un instante y comienza a enumerar: garba, tozolón, arguellarse, guizque y zarracatalla. Se me ponen los ojos como platos. Le pregunto de dónde es y me contesta que de un pueblo de Zaragoza y se echa a reír. Le digo que soy incapaz de escribir algo si no sé el significado de las palabras. Ella sigue riendo. Entonces, me pica el orgullo y le digo: “Había una vez una zarracatalla que se hartó de guizques y tozolones hasta arguellarse de garba.” Ahora ya no ríe, llora de la risa, y me contagia. Dice que es una frase sin sentido. Y le replico que me da igual, que también el absurdo puede ser literatura. Miro el reloj y son cerca de las siete.

Le he dicho a Ada que si le apetecía ir a la Bartleby, que presentaban un documental de Doctor Divago. Y me ha dicho que sí, que me acompañaba. Y juntos hemos salido del Ubik y nos hemos ido para allá. Ya dentro, nos hemos pedido unos quintos. He saludado a Manolo Bertrán, que es el líder de la banda, y hemos hablado de los próximos conciertos, y de los fastos de sus bodas de plata encima de los escenarios. En junio tocarán en 16 Toneladas, me comenta. Mientras, Ada se entretiene en un estante. Hojea “El paraíso perdido” de Milton y “La tierra baldía” de T.S. Elliot. Han preparado unas sillas para los asistentes. Ada y yo hemos visto un sofá rojo que estaba a la entrada de la librería y no nos lo hemos pensado, y nos hemos sentado bien juntos. Ha empezado la proyección. La película desgrana la trayectoria musical del grupo. Veinticinco años de honestidad y mala suerte. Mendigando a los sellos discográficos para que les editasen sus trabajos. Un buen puñado de canciones, que han contado con el favor de la crítica, pero no de la industria. Y justo cuando han subrayado que muchas de las canciones no nos las podemos imaginar sin el toque de la armónica de Chumi, otro de los componentes de Divago, he besado a Ada. He buscado su boca por sorpresa y no he encontrado resistencia. Y de una máquina de escribir que hay en el escaparate de la entrada al local han salido volando pajaritas de papel. Y se han quedado prendidas de unos hilos como de pescar. Y las tenemos sobre nuestras cabezas, mientras nos besamos y abrazamos en el sofá rojo. Y no paramos hasta que acaba el documental, la gente aplaude y encienden las luces. Y salimos a la calle, y ya no se separan nuestras manos. Y nos acercamos al Slaughterhouse a comer algo, porque nos ha entrado hambre. Y lo encontramos cerrado (igual está de reformas). Acabamos comiendo un par de bocadillos en un pequeño bar. Seguimos hablando. Jugamos con nuestros pies bajo la mesa. De tan a gusto, hemos perdido la noción del tiempo. Sobre el mostrador hay un gran reloj que marca las once menos cinco. Mi último tren tiene la salida a las once.

He perdido mi tren, o lo he dejado perder, no lo sé. Ada me acompaña a la estación. Corremos cogidos de la mano. Llegamos solo para certificar que el andén está vacío. Me ha dicho que me vaya a dormir a su casa, que mañana será otro día, que avise a quien tenga que avisar. Pero a mí no me espera nadie y acepto su ofrecimiento. Y caminamos hacia su casa, por la calle Xátiva hasta la plaza de San Agustín. Y desde allí por la calle de San Vicente y, entrando por Santa Catalina, llegamos hasta la plaza Redonda. Porque Ada dice que no puede irse a dormir cada noche si antes no le da una vuelta a la plaza. Y le damos dos, porque me suelta de la mano y me dice que la pille. Y cuando lo hago, la abrazo y riendo nos vamos hacia La Lonja de la Seda. Ada vive alquilada en una calle estrecha, cerca de la Iglesia de los Santos Juanes, en un piso pequeño de un edificio viejo. Un cuadrado dividido en dos partes. Una de ellas la forman la cocina y un salón. La otra un cuarto de baño y una habitación con una cama separadas por un tabique. No hay puertas. Un muro divide las dos mitades de la vivienda. Desde el balcón se ve una casa derruida con un esqueleto de vigas de hierro y paredes llenas de grafitis. Hay libros por todas las partes: en una estantería, sobre las sillas, por el suelo. Y allí mismo va a parar nuestra ropa, prenda a prenda. Y desnudos nos metemos entre las sábanas, tapándonos con una manta.

Y no sé si en Valencia había unos amantes como nosotros, pero nos amamos con ferocidad, con un amor brusco y salvaje, y rodamos por el suelo entre abrazos y besos, como lo hacían aquellos amantes del poema de Vicent Andrés Estellés. Y caímos rendidos y nos dormimos fundidos en un abrazo.

A la mañana siguiente, Ada duerme. Y yo la despierto con pequeños besos en los párpados, en los lóbulos de las orejas, en el lunar de su ombligo. Se despereza y me abraza. Y hacemos el amor sin urgencias, como si quisiésemos que el tiempo quedase fijado en ese momento, como si todo se detuviese a nuestro alrededor y solo se oyese el roce de nuestros cuerpos, nuestros gemidos. Y al acabar llora, y sus lágrimas no resbalan por su cara, caen a plomo desde sus ojos, y dejan gotas saladas en las sábanas. Entonces, me agarra de la mano, y me guía hasta la ducha. Y allí nos enjabonamos y nos aclaramos bajo el agua.

Ada tira de mí. Me coge de la mano y me arrastra, y siento el dulce tacto de su piel. Serpenteamos por calles estrechas y buscamos la sombra para que el sol no roce el vuelo de su vestido blanco. Recorremos su barrio y vemos aquel bar donde se escribió aquella canción. Algunos pisos tienen abiertas las puertas de los balcones para que corra el aire y para exhibir su decoración vintage, que ahora está de moda. Y yo sólo pienso en agarrarla por la cintura. Y nos perdemos por los puestos del Mercado Central, y nos dejamos seducir por el colorido de las frutas y las verduras, por los olores a calabaza asada y alcachofas, y nos dejamos envolver por el murmullo de la gente, los que van a hacer la compra, los que venden. Y miramos la claridad del día reflejada en la cúpula. Salimos otra vez a la calle y Ada enciende un cigarrillo y sonríe. Y fuma mientras paseamos nuestro cansancio, nuestra resaca de amor. Entramos en la Pilareta y pedimos unos vinos y unas clóchinas, y nos hacemos fotos. Reímos. Pero nuestro tiempo ya ha pasado. Y desandamos el camino de anoche, y nuestro transitar se hace pesado y triste. Y cuando llegamos a la estación, la abrazo fuerte para que Ada no recupere la hache, y la beso con fuerza. Y nuestras lenguas bailan en nuestras bocas. Y cuando llega mi tren y tengo que montar, y mis ojos se llenan de rocío, entonces, sólo entonces, Ada ya no es Ada, es Hada y vuela lejos, y asomado por la ventanilla la veo desaparecer con su vestido blanco.

 

EPÍLOGO

Vine a la ciudad muchos días desde aquella mañana que vi por última vez a Ada. La llamé por teléfono pero me informaban de que ese número no existía. Tampoco encontré rastro en las redes sociales. La busqué por todos los locales de Ruzafa. Nadie la conocía, nadie sabía de ella. Fui a otros barrios: a Benimaclet, a la Xerea, a El Carme. Recorrí bares, librerías, pubs, y cualquier tipo de local donde habiten libros. Por supuesto, también me acerqué hasta su casa de la calle Sampedor, toqué el timbre y me dijeron que allí no vivía nadie con ese nombre. Un chico, que se llamaba Pau, me juró que aquel piso hacía mucho que lo tenía alquilado, y que vivía solo. Quise enloquecer. Cualquier intento de encontrarla fue en vano. Hace ya tiempo que no escribo, mi libro se quedó a medias. Más de la mitad de las páginas siguen en blanco. A veces pienso que todo fue un sueño, que nunca conocí a Ada, que no existió, que solo fue un personaje más de uno de mis relatos. En otras ocasiones, la veo sobre la mesa de un café, siempre con un libro en las manos, la oigo reír mientras beso el lunar junto a su ombligo, siento el gusto de sus besos, el olor de su piel. Quizá Ada era como Alicia, la protagonista de “Alas”, el libro que leía cuando nos conocimos, y como ella solamente pensaba en volar.

 

 

Maxi Jarque Blasco

Valencia

 



 

 

 

 

De repente me sentí como en un sueño, alguien tocaba mi mano, acariciando suavemente mis fríos dedos de una forma firme y muy varonil. Para mi sorpresa no fue un sueño, y cuando me giré allí estaba mi hombre.

 

 

Amor a la americana

Cristina Urdaniz Ferrer

 




Amor a la Americana.

 

Sonó el terrible pitidito agudo del despertador que atravesaba mis tímpanos cada mañana. Era viernes y el sol nos daba los “Buenos días” luciendo resplandeciente, pero la temperatura rozaba los veinte grados negativos. Sí, como estáis suponiendo, hacía un frío de cojones.

Me hubiese gustado no salir de la cama y quedarme caliente en mi casa, pero como para todo el mundo… los viernes son días de escuela.

Pegué un salto de la cama y me dispuse a ducharme con agua hirviendo para combatir el famoso frío de Minnesota. Sin perder ni un minuto de mi tiempo me acicalé para ir al colegio una mañana más, mientras vociferaba algunas canciones (es de la única forma que puedo llamar a lo que salía por mi boca). Estaba feliz y contenta, pues por fin era viernes.

Salí a la calle e intenté arrancar el coche y como cada mañana tardé un rato en conseguirlo. Tomé mi camino a la escuela haciendo una paradita en “Caribou coffee”, el sitio que tiene los mejores cafés (para mi gusto) de todo el estado de Minnesota. Reitero la palabra “paradita”, porque es lo que solía hacer: parar, comprar mi café para llevar, e irme al colegio. Pero ese viernes… ocurrió algo diferente. Paré el vehículo y esperé mi turno haciendo fila como de costumbre. Todo iba sobre ruedas hasta que terminé de pagar y me dirigí hasta mi coche. Pues bien, en este momento esa torpeza que los que bien me conocen saben que me caracteriza… floreció haciéndose notar.

Choqué contra un chico joven derramando su café (ardiendo por cierto) por mi recién estrenado abrigo. Levanté mi cabeza dispuesta a pedir perdón cuando empecé a notar unas extrañas sensaciones brotando en mi cuerpo. Sensaciones de vergüenza, embobamiento como una adolescente y por supuesto calor, mucho, mucho calor (que podía ser por el café ardiendo… o no). Comencé a ponerme del mismo color que los tomates del huerto del tío Luís, completamente roja. Me quedé hipnotizada, muda, sin saber qué hacer en ese momento, pues menudo hombre tenía delante.

Podía ver su pelo rubio que asomaba por la gorra, sus ojos marrones y como no, sus espaldas de americano 4x4. No habíamos cruzado palabra y como yo había sido la culpable de tirarle el café, me decidí a pedirle perdón. Os prometo que lo intenté con todas mis fuerzas, pero nuestras miradas volvieron a cruzarse y fue técnicamente imposible porque volví a quedar embobada como una adolescente cuando besa por primera vez a su primer novio.

El rubito rompió el silencio.

—Tranquila, no te preocupes —decía, mientras tocaba mi brazo y lanzaba una radiante sonrisa haciendo que la Tierra (planeta dónde en esos instantes yo no habitaba ni de coña) pegase un frenazo.

—Me llamo Cris —sonreí dándole la mano. Como mi acento no es muy americano que digamos, el muchacho notó que no era de allí.

—Soy Brad, encantado. ¿De dónde eres?

—Llevo viviendo aquí seis meses pero soy española. —«¡Mierda, son las nueve de la mañana y tienes veinte minutos para llegar al cole! ¡Date prisa!» Mis pensamientos acechaban, así que me despedí de él—. Lamento lo ocurrido, pero tengo que marcharme —fui más sosa que la calabaza.

—Nos veremos —contestó.

Sonreí con cara de angelito y me fui con mi abrigo, ya de un color café. Una vez en el coche intenté limpiarlo con unas toallitas y entonces pensé que me había disculpado, pero no le había comprado otro café. Me sentí mal pero no tenía tiempo, llegaba tarde a trabajar y aunque me jodiera, probablemente, no lo volvería a ver más. Todo esto me hizo reflexionar sobre salir o no salir del vehículo, puesto que no quería perderle la pista, era perfecto.

El reloj marcaba las 9.07AM y debía irme pitando, así que subí la radio a tope tratando de escuchar algo que no fuese mi mente pensando en semejante varón.

Estaba sonando “Wake me up”, subí el volumen a tope y empecé a cantar gritando como si no hubiese mañana. Unos golpes suaves rozaron mi ventanilla, giré la cara y no podía creerlo… “Oh my goodness!” Era él.

En este instante se me escapó una inocente sonrisilla mientras bajaba la ventanilla.

—Olvidé darte esto —me cogió la mano y me dio un papel doblado en el que tenía apuntado su número de teléfono y su perfil de Facebook.

Asentí con la cabeza y guiñándole un ojo le dije que nos veríamos pronto.

Me dirigí por fin al trabajo, llegué muy justa. Todos mis alumnos estaban dejando las chaquetas ya en las perchas. Como os podéis imaginar estuve embobada durante todo el día y todos mis amigos TAS (profesores asistentes) me lo notaron.

 

Por la noche, todos quedamos para “salir a carretear” (así era como llamaban los latinos a “salir de fiesta”). Quedamos en Downtown, concretamente en el “Pourhouse”. Ese bar que tantos ratos y tantas historias nos ha hecho compartir y en el que ya nos conocían porque cada viernes allí estábamos, al pie del cañón.

Llegué la primera con Aída y mientras bebíamos nuestra correspondiente cerveza (que no era precisamente “Ambar”) le comencé a contar la razón por la que había estado hipnotizada durante todo el día. Ella, con paso firme y sin dudar ni un segundo me animó a que le dijera dónde estábamos. Aunque siempre tengo las cosas muy claras, con estos temas normalmente necesito una palmada en la espalda que me ayude a seguir, y ella siempre me la daba. Como de costumbre me lió y le hice caso agregándolo a Facebook  y mandándole un SMS que decía:

“Estoy en Pourhouse y aunque aquí no vendan café, puedo invitarte a una cerveza por lo de esta mañana”.

 

Poco a poco fueron llegando todos y empezamos a carretear, dándolo todo como marcaba la tradición. Al estar de fiesta con mis amigos (que son más que amigos, son mi familia americana), no me acordaba de mi nuevo amigo Brad.

Me dispuse a ir a fumar, después de ponerme tantas capas o más que una cebolla, para no morir congelada en este frío estado americano. Salí sola, pues mis amigos son muy sanos y ninguno fuma. Me puse bajo una de las estufas que hay en la puerta y comencé a disfrutar de uno de los placeres de la semana, sí, mi merecido cigarrillo de los viernes (que es de los pocos cigarros que me fumo en U.S.A., todo hay que decirlo).

En ese momento y entre la muchedumbre, alguien se puso detrás de mí, pero yo seguía dándole unas caladas a mi pitillo mientras pensaba en mis cosas (aunque solo podía pensar en él).

De repente me sentí como en un sueño, alguien tocaba mi mano, acariciando suavemente mis fríos dedos de una forma firme y muy varonil. Para mi sorpresa no fue un sueño, y cuando me giré allí estaba mi hombre. Vestía vaqueros ajustados, botas negras, camiseta negra y blanca y una camisa vaquera. Iba perfectamente peinado, afeitado, perfumado y de él colgaba su perfecta y sexy sonrisa. Esa sonrisa que me había hecho estar hipnotizada durante todo el día, tanto, que hasta mis alumnos de Segundo Grado lo notaron.

Nos fundimos en un caluroso y largo abrazo, finalizándolo con un apasionado y deseado beso. Después, sonreímos pícaramente mientras intercambiamos miradas (de esas que hablan solas) y comenzamos a hablar mientras nos bebíamos una cerveza (ya que en este país el calimocho no se estila mucho, solo cuando yo lo preparo en las fiestas en casa). La gente nos miraba, pues notaban mucha complicidad entre ambos.

Estuvimos mucho tiempo contándonos infinidad de cosas sobre nuestras vidas, amigos y familia. También hablamos sobre sus viajes a innumerables partes del mundo y sobre mi experiencia en Minnesota.

Finalmente, decidimos cambiar de bar. Nos lanzamos a un bar de un ambiente más tranquilo, en el que se pudiese hablar sin sufrir los gritos, los agobios y los empujones de americanos borrachos.

La noche continuó de forma amistosa, tomando un tono más pícaro poco a poco. Al final, el deseo nos llamaba y como os estaréis imaginando… culminamos apasionadamente.

Para mí fue una noche estupenda, de sobresaliente. Una noche de pasión en un garito de la ciudad de Minneapolis y a la que pusimos fin de una manera muy apasionada y salvaje en una de las típicas casas de estudiantes universitarios americanos (conocidas popularmente entre las personas jóvenes y las no tan jóvenes como Fraternidades).

 

Tengo que reconocer que este rubito americano llamado Brad me tenía completamente cautivada… Vamos, ¡que me volvía loca! A mis veintidós y sin nada que perder, decidí lanzarme a la piscina con todo el equipo y le dije que me encantaría seguir quedando con él, y que hacía tiempo que no me reía con nadie así. Como dice la gente: “El que la sigue la consigue”. Así que eso hice. Seguimos quedando poco a poco para ir al cine, a disfrutar las “happy hours” con nuestros locos amigos, a veces quedábamos para ir al gimnasio, o me llevaba a ver partidos de la NBA, o del equipo de fútbol de su Universidad. Incluso disfrutamos de algunos conciertos juntos.

Terminamos haciendo casi todo juntos, y juntando a nuestros dos grupos de amigos para disfrutar con ellos en conjunto. Me atrevería a decir que éramos como una pareja normal, bueno… casi normal. Nosotros tuvimos que hacer las presentaciones con mi familia en la distancia, por Skype (imaginaos que caos con mi numerosa y loca familia). Viajamos a España para hacer lo nuestro formal y reunir a las dos familias. Sí, su familia se vino con nosotros y pasamos todos juntos un inmejorable mes de Agosto, hasta estuvimos en las fiestas del pueblo… menuda locura de casa.

La comunicación nos costó un poco, porque mi familia no habla mucho inglés que digamos, pero poco a poco todos empezaron a comunicarse sin ningún problema.

 

La cosa fue tomando color y cada vez estábamos más compenetrados. Yo quería que mi vida y la suya fuesen la misma y quería dar un paso más en nuestra relación, por supuesto el compartía este sentimiento plenamente. Así que decidimos irnos a vivir juntos a una casaza americana de ensueño, cerca de donde vivían sus padres y al lado de uno de tantos lagos de los que hay aquí.

Antes de esto, él encontró trabajo y yo terminé siendo fija en el colegio de inmersión en el que trabajaba. Todo esto facilitó mucho las cosas.

En uno de nuestros viajes, concretamente a Miami, nos comprometimos. Todavía dimos un paso más en nuestro proyecto de vida en común.

 

Hoy es sábado, día 25 de Julio de 2020, y estoy viajando a Duluth, ciudad que se encuentra al norte de Minnesota. Hoy estoy a punto de casarme con ese apuesto y joven varón americano que me cautivó aquel viernes durante mi café de la mañana, y que me sigue enamorando día a día.

 

Cristina Urdaniz Ferrer

Luceni (Zaragoza) —enviado desde Minnesota (E.E.U.U.)—




 

 

 

No quisiera parecer débil, sé que podré vivir sin ti, pero es que no quiero hacerlo. No he podido imaginar un mundo sin tu presencia desde que te conocí. No quiero seguir sola este camino, mi camino, nuestro camino.

 

 

Quédate a mi lado

Carlota Blasco Ranz

 

 





Quédate a mi lado.

 

¿Y qué esperas ahora que haga? Has vuelto a hacerlo, sabes que no me gusta que tomes decisiones sin contar conmigo pero has vuelto a hacerlo.

No dejaré de preguntarte qué es lo que ahora tengo que hacer, qué esperas que yo haga, no dejaré de hacerlo hasta que me contestes. Sabes que soy insistente, que no me cansaré fácilmente de preguntar. Sabes que además soy muy paciente, sabes que me puedo quedar despierta hasta el amanecer esperando que contestes si es que para entonces aún no lo has hecho; igual que aquel día, ¿te acuerdas? Seguro que te acuerdas, tú siempre te acuerdas de todo. Aquella noche te sorprendí hablando por teléfono y te incomodaste cuando me quedé mirándote. Tú respondías a un auricular húmedo por lo cerca que se encontraba de tus labios, sólo decías “Si” o “No”, parecía que no querías decir más cosas. Entonces yo me senté a tu lado y te puse la mano en la rodilla, intentaste alejar de mí el teléfono pero a pesar de ello conseguí escuchar lo que me pareció una voz de mujer. Palidecí, me levanté y cabizbaja volví a la cocina, de donde no hubiera querido salir hasta que te acostaras.

Instantes después, breves momentos tal vez, que a mí me parecieron minutos larguísimos, al sacar el pastel de manzanas del horno, noté sobre la manopla que tenía puesta para protegerme del calor de la bandeja, que tu mano se posaba sobre la mía. Tan sólo te miré un breve instante, traté de sonreír pero te diste cuenta de que estaba triste, me sentía el corazón palpitar tan rápido como las voces que había oído no hacía mucho salir por mi teléfono. Me ayudaste a cargar la bandeja, sin atreverme a mantenerte la mirada cerré los ojos dándome media vuelta, regalándote mi espalda, estaba a punto de romper a llorar y no quería que se cayera al suelo mi pastel de manzanas.

A mí no me gustan las manzanas, ni siquiera me gusta cocinar, pero me bastó que un día dijeras que te había encantado aquel invento que había hecho con mi madre para que yo lo repitiera una y otra vez para alagarte.

Me pediste que me diera la vuelta, no sabía realmente cómo hacerlo, no quería mirarte, más bien no quería que me miraras, no quería preguntarte nada porque no quería saber, algo me atemorizaba, de repente la atmósfera placida que era nuestra casa se había convertido en una oscura cortina de humo que nos separaba y deseé que me abrazaras, pero no lo hiciste. Deseé con toda mi alma que no me engañaras, deseé confiar en ti como siempre, y deseé  estar equivocada, pero equivocada ¿en qué? ¡Si ni siquiera me atrevía a especular con nada! Y menos aún contemplar una traición.

Cenamos uno frente al otro sentados en la mesa que sólo usábamos cuando teníamos invitados, el camino de mesa que estrené para deleite de nuestros recuerdos en India se había convertido en una excusa perfecta para recordar lo mucho que siempre quise que nos trasladáramos allí a vivir. Saqué las copas de vino rosas, esas que te parecieron tan cursis cuando las compré, pero que empezaron a gustarte a base de verlas a diario durante la cena. Ahora hacía tiempo que no las usábamos, no sé por qué quise sacarlas aquel día. Tú pusiste los bajo-platos que compraste en la tiendita aquella de decoración tan cara, también eran cursis los motivos decorativos plasmados en su plata, pero a ti también te gustaron al verlos y aún te recuerdo trayéndolos sobre tus fuertes manos, bajo tu ilusionado aspecto.

Qué cena tan larga, habías comprado hojaldre de puerros, sabías que me encantaba, pero no pude probarlo, te dije que me encontraba mal y te levantaste para preguntarme qué me pasaba, te hubiera contestado que de todo, te hubiera contestado que de nada; pero sabías perfectamente que era lo que me aterraba. Sentía mareos, sentía el crepitar de mi corazón, sentía que te estabas alejando de mí cuando estabas cada vez más cerca, tenía tanto miedo, tanto, tanto miedo.

Me acompañaste al sofá, prometiste encargarte tú de retirar la cena, supuse que intentabas hacerme reír, quitarle tensión a lo que pudiera estar pensando, pues nunca me quejé de lo que dejabas de hacer en la casa; de no ser por ti, muchas veces no hubiéramos tenido qué comer o qué cenar; lo mismo fregabas el suelo que barrías la terraza; con respecto a todo aquello sólo me habías pedido un favor, que de entre todas las tareas compartidas, que prácticamente todas las realizabas tú, tan sólo pediste que nunca te hiciera cargar el lavavajillas, esa tarea te repugnaba.

Me acercaste mi copa de vino, cuando la sujeté la hiciste chocar con la tuya y mirándome fijamente, esperando que te devolviera la mirada, brindaste: “Por los dos, por un sinfín de vidas juntos, por una noche larga y un feliz mañana”; siempre hacías el mismo brindis, llevaba siete meses escuchándote recitar las mismas palabras, ahora me preguntaba por cuánto tiempo más, cuánto más me quedaba.

 Traté de reaccionar, pero no podía, las dudas me embargaban, esperé que dijeras algo, quería que me lo contaras, estaba muy preparada para escuchar lo que fuera y si no lo estaba… intentaría estarlo. No quería pensar, no me atrevía a dudar, pero sabía perfectamente que estaba dudando. Tenía tanto miedo a perderte que aquellas voces del teléfono me lo habían recordado.

Volviste a clavar sobre mí tu mirada, esta vez suspiraste mientras decías que lo iba a lamentar pero que tenías que contarme algo, no me moví, creo que ni siquiera respiré durante un tiempo por temor a cambiar algo. Me dijiste que no querías hacerlo, pero que te estaba obligando a estropearlo todo; mi hermana quería darme una fiesta sorpresa por haber publicado mi primer libro, estabais planeando dónde hacer la fiesta finalmente, además de esto también teníais que hablar de mi regalo.

He de confesarte lo que mil veces te dije, jamás había confiado en nadie como confié en ti, te creí sin más dilación, no perdí tiempo y enseguida volví a respirar tranquila, te abracé fuertemente y ni aún entonces pude darte en mi abrazo la mitad de amor del que me estabas dando tú con el tuyo. Había estropeado la sorpresa, una vez más estaba resultando complicado que no me esperara lo que se estaba urdiendo a mi alrededor, este es mi sino desde bien pequeña, siempre tuve un olfato muy agudo para descubrir lo que se anda cociendo cerca y más cuando tiene que ver conmigo.

Esa noche cayó sobre el sofá el vino, no le dimos la mayor importancia, yo sabía que te acordarías muy bien por la mañana de llamar a la tintorería para que vinieran a recogernos el cojín. No lloré por temor a reconocer lo que había pasado, ahora que ya sabía qué estaba sucediendo, tenía que averiguar dónde sería mi fiesta.

Sé que aún recuerdas la noche que pasaste tratando de persuadir mis continuas preguntas, te pedí pistas, te hice contestar con monosílabos, jugué contigo al caliente o frío, inventé mil maneras para sonsacar algo de ti. Los dos sabíamos que todo era un juego, que yo soy así, que no quería que contestaras rápido, que quería seguir jugando. Ambos aguantamos hasta más allá del amanecer, millones de besos después de aquel primero en el sofá, por fin me dijiste rompiendo a bostezar el sitio donde se celebraría mi fiesta. Yo supe que no me engañabas, pero también sabía que cambiaríais de idea. Me conformé con eso y te dejé dormir, me abrazaste para que yo también pudiera hacerlo, desde que te había conocido si no me abrazabas no podía conciliar el sueño.

Del mismo modo que entonces, esta vez no será distinto, te preguntaré hasta que me digas algo. Insistiré e insistiré hasta que me abraces de nuevo para dormir, estoy segura que recordabas lo que te he contado porque tú siempre te acordabas de todo; en este tiempo juntos jamás se te escapó nada. Tenía en el calendario de la cocina los cumpleaños marcados, los aniversarios y las cenas y comidas a las que debíamos ir juntos; yo olvidaba siempre revisarlo, pero tú te acordabas hasta de comprar los regalos; ¡cómo podías estar tan pendiente de todas mis cosas, de nuestras cosas! Quizá en eso yo he fallado, apenas llegaba a mimarme a mí. Creo que no te mimé demasiado, pero estoy segura que ya me lo habrás perdonado, porque tú eres así, así de bueno, así de conformado conmigo, así de cariñoso y atento, así de cordial y amigo, así de amante y casi esposo, así de muerto y de vivo.

Dime pues, si no quieres pasar la noche en vela, por qué te has ido. Dime por qué te has marchado sin consultarme, por qué me haces vivir para siempre sin ti mientras sueñe toda la vida contigo; dame una razón, dame un solo motivo, dime mi amor, por qué te has ido.

No quisiera parecer débil, sé que podré vivir sin ti, pero es que no quiero hacerlo. No he podido imaginar un mundo sin tu presencia desde que te conocí. No quiero seguir sola este camino, mi camino, nuestro camino.

Eres cabezota, eres terco y presumido, y eres tantas lindas cosas, que quiero seguir contigo.

Dame sólo una razón del porqué de ésta decisión. Juramos hacerlo todo juntos, juramos querernos sin condición. Me prometiste quedarte a mi lado siempre, me prometiste que me harías una canción. No querías irte pero te has ido, no has podido quedarte, te has ido y sin contar conmigo.

Sabes qué te hubiera contestado si me hubieras preguntado, lo sabes muy bien, por eso no lo has hecho. Siempre haces lo mismo cuando sabes que lo mejor no será lo que yo quiera, lo que yo diga; sabes que mis prontos, mis impulsos, mis geniales locuras que tanto te gustaban no siempre estaban acertadas, y por eso, como lo sabes, no has contado conmigo.

Esta noche cuando me siente en nuestro sofá, ese sofá que no necesitábamos pero que tú compraste porque me viste un par de veces parar frente al escaparate de la tienda para admirarlo. Tomaré el mando a distancia, pondré el disco de ópera italiana que más te gustaba y me serviré una copa de vino esperando que vuelvas. Estaré mirando hacia la puerta para ver cómo entras porque sé que volverás, y entonces te preguntaré un millón de cosas, pero te pido que esta vez no me desveles nada, no quiero que todo acabe al alba. Derramaré el vino en el sofá, esperando que llames a la tintorería mañana por que al despertar, quiero que sigas aquí, soportando las miles de preguntas que aún me quedarán por hacerte, soportándome a mí. Y sigue como hasta entonces, sigue sin contestarme, así continuaremos abrazados hasta el otro alba, hasta el alba del día siguiente, y del siguiente. No contestes nunca, no quiero dejar de jugar, no quiero darme cuenta, que en realidad no estás.

No quiero despertarme si es que he de hacerlo sin ti, desearía morir como tú lo hiciste anoche, a tu lado. No me dejes vida mía, me lo has prometido. Sé que andarás cerca, no oigo tus pasos, pero puedo sentir el alivio de saber que sí estás aquí, a mi lado, siempre conmigo.

 

 

Carlota Blasco Ranz


Zaragoza


 

 

 

 

Agradezco lo que fuimos, esta fue una gran historia que involucró muchísimas cosas.

 

 

Crisálidas eclosionadas

Sweeny Mil

 



Crisálidas eclosionadas.

 

Querido F.

Espero que estés bien. No sé si me buscas o tu agenda laboral, al igual que la mía, te impide comunicarte conmigo. No sé si dejaste las redes sociales a causa de lo anterior o peor aún, te ha pasado algo y todavía no me he enterado.

Ya sé que nuestra relación, quizá absurda o extraña, no es como al principio, ni mucho menos, cuando más nos exigíamos, y me escandaliza la idea de que puedo estar horas y horas sin tener que traerte a colación. Quizá me absorben las actividades, quizá no era algo tan fuerte lo que sentía por ti, tampoco lo sé.

Deseo que siempre estés bien, que seas feliz por supuesto, verte sonreír alegraba mis días y ojalá a alguien más le suceda contigo, es lógico pensarlo; eres un gran amante, amigo y compañero. Sí, sí lo eres aunque no te lo creas.

Debo confesar que mientras estuvimos juntos sí tuve contacto con alguien más, y en su momento te lo dije, quizá no con todos los detalles pero siempre fui sincera contigo. Reconozco que omití detalles importantes pero en aquel entonces me prohibiste hablarte de otros hombres y mi relación con ellos. Sólo puedo decir que fue un hombre, del que estuve y estoy enamorada, a quien no puedo sacarme; ve tú a saber hasta dónde se metió, pero lo sigo viendo, y mientras esté con él, no es justo que te haga esperar.

Agradezco lo que fuimos, esta fue una gran historia que involucró muchísimas cosas.

Hasta siempre, F., yo quise-quiero estar junto a ti, pero creo que nos faltaron las ganas de volar, de lo contrarío, estarías aquí donde te busco y no allá donde te extraño.

 

Sinceramente, J.

 

 

 

Correo recibido justo la madrugada del puto día de San Valentín. A veces las mariposas del estomago se equivocan y las crisálidas eclosionan en escorpiones venenosos. Ojalá este texto solamente fuera un ejercicio de ficción.

 

 

Sweeny Mil


 


 

 

 

 

 

Nada mejor que una carta de amor para que tus palabras no se las lleve el viento, sino que queden grabadas para siempre en el corazón.

 

 

Amor por la vida

Ivana Benedí Gracia

 



Amor por la vida

 

1. AMOR, PASIÓN...

 

¿Qué es el amor?

 

Es un sustantivo y como tal es estático.

 

¿Qué es amar?

 

Amar es un verbo y por lo tanto es dinámico, es una conjugación, es acción, es predisposición y es decisión.

 

 

©                    El amor es un "no sé qué", que viene de "no sé donde" y acaba ya "no sé cómo".

 

©                    El amor nace de nada y muere de todo.

 

©                    El amor es el más grande y puro sentimiento que nace del corazón.

 

©                    El amor no se compra, ni se vende, sólo se conquista dulcemente.

 

©                    El amor es como una seta venenosa, que no nos percatamos de su efecto hasta después de haberla comido, cuando ya es demasiado tarde.

 

©                    El amor lo creó un niño con los ojos cerrados, por eso somos ciegos todos los enamorados.

 

©                    Dicen que el amor es un bichito pequeñito y juguetón... ¡pero ten cuidado que hace daño al corazón!

 

©                    El amor es como un viaje, lugar de salida, "la mirada", lugar de llegada, "el corazón".

 

©                    Amor es la poesía de los sentidos.

 

©                    Amor no es aquello que queremos sentir, si no aquello que sentimos sin querer.

 

Amar es vivir tu propia vida compartiéndola. Es perdonar. Es cometer millones de errores y convertirlos en experiencias de aprendizaje. Amar es paciencia, optimismo y a veces un beso cuando no hay nada más que decir.

 

El verdadero secreto de la vida está en saber sacarle lo positivo a lo negativo.

 

Nunca dejes de soñar.

 

Lo realmente importante es luchar para vivir la vida, para sufrirla y para gozarla, perder con dignidad y atreverse de nuevo. La vida es maravillosa, si no se le tiene miedo.

 

 

2. PASSION FOR LIFE

 

Si la pasión, si la locura, no pasaran alguna vez por las almas... ¿qué valdría la vida?

 

Tu vida es tu mensaje para el mundo. Asegúrate de que tu vida sea una inspiración.

 

Las pasiones son como los vientos, que son necesarios para dar movimiento a todos, aunque a menudo sean causa de huracanes.

 

Haz Lo Que Amas...

 

Eres más capaz de lo que piensas. La vida es más rica cuando somos y hacemos cosas diferentes. Descubre tus superpoderes.

 

Genera cambios, no excusas. Vive, juega, explora.

 

Cuanto más uses tu creatividad mas tendrás. No necesitas suerte, necesitas moverte.

 

No te centres en decisiones correctas o incorrectas. Crea la vida que quieres vivir.

 

Despacio, tómate tu tiempo. No tengas miedo a elegir. Equivócate mucho.  Crea, crea, crea. Sigue tu pasión. La perspectiva lo es todo.

 

 

3. LLUVIA

 

Cuando miro dentro de tus ojos puedo ver el amor contenido, pero cuando te dejo, cariño, ya sabes que siento lo mismo. Porque nada dura para siempre y sabemos que el corazón puede cambiar y es difícil tener una vela en esta fría lluvia.

 

Si quieres amarme, no contengas. Todos necesitamos tiempo para sí mismos.  Ahí estaré.

 

El amor, únicamente el amor, podrá destrozar ese muro algún día. ¿Realmente no hay oportunidad para empezar de nuevo?

 

Confía siempre en quien eres y nada más importa.

 

Promesas, ¿cuantas se pueden hacer al cabo del día? Miles, en el mundo puede que millones, algunas se cumplen, otras no.

 

Promesas de un amor roto por la negligencia, por no saber cuidarlo y hacerlo florecer adecuadamente. Como enmendar un error que, al fin y al cabo, todos cometemos, somos humanos y nos equivocamos... Pero, ¿y por qué no, una segunda oportunidad?

4. CARTAS DE AMOR.

 

Vuelta al romanticismo. A algunos les parece cursi, demasiado romántico o hasta empalagoso. Pero hacer una declaración de amor por escrito, es uno de los ejercicios más saludables para nuestro equilibrio emocional. Porque hay veces que los sentimientos se nos quedan atragantados en nuestro interior y para que no se vuelvan dañinos, lo mejor es sacarlos al exterior.

 

Que mejor manera de liberarnos que en forma de carta de amor, los motivos son muchos y variados. 

 

El caso es darle visibilidad a ese sentimiento que a veces dejamos escondido en los recovecos del corazón.

 

Amor junto a pasión, pero también junto a ternura y complicidad, para hacer una carta de amor. Porque el amor nunca pasa de moda y tampoco su manifestación escrita. Aunque nuestras cartas de amor pueden adecuarse a los tiempos y a las nuevas tecnologías. Podemos escribir en papel, pero también podemos plasmar nuestros sentimientos en un email o hasta por whatsapp.

 

Declaración de amor (o desamor) siempre será original, impactante, una carta de amor que el destinatario nunca pueda olvidar, porque tus sentimientos han de dejar huella.

 

Nada mejor que una carta de amor para que tus palabras no se las lleve el viento, sino que queden grabadas para siempre en el corazón.

 

 

 

Termino con alguna frase me parece interesante:

 

       Tropezar no es malo, encariñarse con la piedra sí.

 

       Ya no me enojo. Sólo observo, miro, pienso, me decepciono... y me alejo si es necesario.

 

       Procura coleccionar momentos, no cosas.

 

       La vida es un reto; vuela, siente, ama, ríe, llora, juega, gana, pierde, tropieza... Pero siempre levántate y sigue.

 

       El coraje no es la ausencia de miedo, sino el triunfo sobre él. El hombre valiente no es aquel que no siente miedo, sino el que conquista ese miedo.

 

       Lo imposible sólo existe en tu mente.

 

       Fuiste, eres y serás, mi más bonita casualidad.

 

 

Amor Por La Vida.

 

 

Ivana Benedí Gracia

Luceni (Zaragoza)

 


 

 



 

 

 

 

Me dio un fuerte abrazo y me besó en la frente como una caricia que regala el invierno, después, se fue alejando poco a poco, con paso lento hacia una colina, yo le miraba con el viejo reloj en la mano mientras su figura se iba perdiendo en la niebla.

 

 

Aquella extraña Navidad

Joaquín Marías Corbalán “Indiana”

 




Aquella extraña Navidad

 

A estas alturas de mi vida he olvidado muchas cosas, tantas, que parecen ser más de las que he aprendido. Los recuerdos pasan fugaces por mi mente, como efímeras mariposas de primavera. Algunas de ellas, nacen, se reproducen y mueren en un solo día, un solo día nuestro que para ellas es toda una vida.

A veces creo que algunos recuerdos son recreaciones de mi mente, algo que quise que pasara pero que quizás nunca llegó a pasar, en cambio otros sí que sucedieron a pesar de que hubiera dado una parte de mi vida porque nunca hubiesen sido realidad.

Hay uno de ellos que flota en mi cabeza como la bruma que envuelve a un barco en alta mar, y lo hace aparecer y desaparecer según se desliza por el agua. Unas veces lo deja ver con toda su majestuosidad, otras, nos lo hace entrever como un fantasma ante nuestros asombrados ojos, y algunas ni tan siquiera podemos adivinarlo, pero sabes que está ahí porque escuchas el ronco rumor de sus motores, o porque divisas desde la costa a los albatros que siguen su rastro blanco en el agua salada, le acompañan unos cientos de metros despidiéndole de tierra, y después..., se vuelven, dejándole solo con su rumbo y su estela. Los recuerdos…

Fue en Navidad, una fría y húmeda Navidad. Tenía once años, setenta y cinco menos que tengo ahora. Recuerdo que eran once porque fueron los mismos puntos que me dieron en la cabeza al saltar con la bicicleta desde el puente al río sobre el que pasaba el viejo y añorado tren de carbón. ¡Oh!, el olor del carbón quemado con su humo blanco, ¡qué entrañable sensación! El río en aquella ocasión, me mostraba burlón las piedras de su fondo sin agua, pensé que caería de pié y que seguiría dándole a los pedales.

Allí despedí irrevocablemente a mi Ángel, el que decía mi abuela que iba siempre conmigo para protegerme. Un Ángel no puede tener estos fallos, no puede descuidarse, por eso es un Ángel y por eso decidí seguir yo solo, conmigo mismo mi camino, aunque no sé si este haría caso omiso de mi decisión y siguió conmigo en la sombra, después de todo era su misión. Creo que debió de hacerlo, de lo contrario no estaría contando esto hoy. Si me guardáis el secreto os diré que creo haberle visto algunas veces, de reojo, cuando se descuida.

Cuando eres niño, los mayores te dicen cosas que no entiendes, después con el paso de los años, sí.

A los cuatro años preguntaba por mi abuelo, me decían que no podía verlo porque aún no había vuelto de la guerra, pero… ¿Qué era la guerra?

A mis ocho años aún no había regresado, pero… ¿Cuánto tiempo dura una guerra?

Debían de gustarle mucho esas cosas, casi más que su familia. Yo le esperaba cada mañana al abrir los ojos, iba corriendo a la chimenea donde se sentaba mi abuela, a ver si estaba allí con ella. Tenía por seguro de que un día iba a volver, cuando se cansara de esas batallas que no terminaban nunca, entonces me sentaría en sus rodillas y me contaría cosas que otros niños no sabían ni iban a saber jamás, solo yo.

Sabéis, los abuelos nos quieren mucho, casi más que a sus propios hijos, o como poco de diferente manera. Según me hacía mayor le esperaba con más impaciencia.

Hacía mucho frío esa mañana de finales de diciembre, en Murcia casi nunca nieva en invierno, yo me imaginaba una rosa roja surgiendo de la blanca nieve, tiempo después, en otros países llegué  a comprender que algunas veces los sueños se hacen realidad, vi esa rosa surgir de la nieve. Los cristales enmarcados en la vieja madera de le ventana que los dividía en cuatro rectángulos iguales, me dejaban ver un día gris, frío y gris. Me abrigue los pies con unos gruesos calcetines de lana hechos por mi abuela, ella sabía hacer esas cosas, y botas, tenía la ilusión de que nevara, en los cuentos siempre lo hacía.

Terminé de abrocharme el abrigo de paño y bajé los escalones de yeso que conducían a la planta baja, le dije a mi abuela que volvería antes de que regresaran mis padres, habían salido a hacer las últimas compras de Navidad para la cena de Nochebuena.

Recuerdo su mueca de inconformismo cuando le dije que iba a subir hasta lo más alto de la montaña para esperar al abuelo, sentí ensombrecerse su mirada y perderse en un frondoso bosque de recuerdos.

Según fui haciéndome mayor, esa alta montaña fue decreciendo hasta convertirse en una colina.

Sentado sobre el caído tronco de un viejo y carcomido pino, que hacía las veces de refugio del viento unas, y de trinchera para resistir los ataques del enemigo de los barrios colindantes otra, esperé a que apareciera mi abuelo. Hacía nubes con el vaho  que producía el aire caliente de mi aliento al invadir, de una forma provocada, el aire frío del exterior.

Rememoré las batallas ganadas al enemigo con mi espada de madera, “Excalibur” le llamaba. Cuantas bajas causé al invasor, o mejor, cuantos chichones mezclados con alaridos de guerra para ahuyentarlos montaña abajo.

Ensimismado en mis batallas y acurrucado al abrigo del frío en mi improvisado refugio, no le oí llegar. Era él, estaba igual que la foto que había en la mesilla de mi abuela. Se quedó mirándome con su sonrisa disimulada detrás de su blanca barba, me tendió sus brazos. Yo solo acerté a decir, ¿abuelo porqué has tardado tanto? Y corrí hacia él con los brazos también abiertos.

Ahora no soy capaz de recordar el tiempo que estuvimos abrazados, pero si sé que sentía su calor, su cariño, su fuerza.

Le pregunté si ya había terminado la guerra, tardó en contestar y cuando lo hizo, su voz me llenó de seguridad y confianza.

—Las guerras no terminan nunca, sólo se paran, se quedan dormidas, esperan en el tiempo a que alguien las despierte, yo espero que esta se duerma para siempre. Pero para que siga durmiendo, es necesario no hacer demasiado ruido.

Yo le escuchaba absorto, hablaba despacio, una densa neblina fue cayendo lentamente sobre la cima de mi montaña.

Quise saber cómo era la guerra, qué poder tenía sobre las personas para retenerlos tanto tiempo lejos de sus familias, y que estos lo permitieran. Me pasó el brazo por encima del hombro y me acurruqué junto a él.

Ya no sentía el frío de la mañana, ni me importaba no ver a través de la húmeda neblina. No temía perderme de vuelta a casa, mi abuelo conocía el camino. Empezó a hablar en un tono triste, dijo que en la guerra que él estaba hacía frío, incluso en verano.

—Todos los soldados tienen frío, frío en el alma y rabia en el corazón, pocos conocen la paz en las oscuras noches de los campos de batalla. Cuando las balas y la metralla atraviesan tu cuerpo ya no sientes dolor, porque ese dolor de la carne sólo dura un instante que se hace eterno; pero son sólo unos segundos de la vida que viene después. A continuación llega el dolor del alma, y ese ya no te abandona nunca hasta que lo asumes y pasas a formar parte del sueño eterno. Pero hay una cosa que nunca olvidas, el amor de los que te quieren, eso siempre lo llevas como una bandera, es lo que te hace crecer. Entonces deseas volver un momento para verlos, aunque sabes que un día los tendrás a tu lado para siempre.

Hizo una pausa, yo no entendía algunas de las cosas que decía mi abuelo, pero aproveché para preguntarle si era por eso por lo que había tardado tanto. Contestó que sí, que era por eso.

Me dijo que todavía no podía volver a casa, que aún era pronto para que nos reuniéramos con la abuela y con mis padres. Siguió hablándome de la guerra a pesar de mi insistencia porque bajáramos a casa.

—Algunas veces —continuó—, cuando la añoranza y el dolor se hacen insoportables, cuando ya no aguantas más sin ver a la gente que has querido o que aún no has conocido, en ese sitio te dan un permiso para que les hagas una visita breve. Yo pedí ese permiso para verte a ti, para que me conocieras, y aquí estoy.

—Cuéntame algo más de esa guerra abuelo —le dije casi en un susurro.

Me miró y siguió hablando con su voz tranquila, pausada, como si el tiempo no existiera para él.

—Conocí a un soldado que fue herido en el frente, yo sabía que iba a morir y él también. Se lamentaba de que no quería irse sin ver a su madre, pero de pronto sonrió y me dijo: ya no tengo miedo, me han dicho que me darán permiso para ir a verla, apretó fuerte mi mano y murió con una sonrisa que ni la misma muerte pudo borrar de su rostro. Hasta que yo no visité ese lugar, no pude saber quien tenía que darle ese permiso, era el mismo que me lo ha dado a mí ahora.

Le pregunté si estaba muy lejos ese lugar al que tenía que volver, tardó en contestar y cuando lo hizo fue con una voz dulce y pausada.

—Ese lugar está muy lejos y muy cerca, tan lejos que se necesita toda una vida para llegar, y tan cerca que puedes sentirlo dentro de tu corazón. El tiempo no cuenta cuando nos llevan allí, basta con un breve parpadeo de nuestros ojos y ya habremos llegado. ¿Qué te parece si damos un corto paseo por el campo? —propuso poniéndose en pié con una agilidad inusual para su edad.

Se había levantado la neblina, o al menos eso pensé yo. Andábamos sin apenas sentir el camino bajo nuestros pies. Iba de la mano de mi abuelo, sus grandes dedos acostumbrados como estarían a disparar, no presentaban durezas, cubrían toda mi mano y lo hacían con suma delicadeza.

El tiempo se deslizaba como el silencioso reptar de una serpiente, sin dejarse sentir. Caminábamos despacio, como dos viejos amigos caminan en complicidad con las sombras del camino, y esa misma penumbra de la fría tarde dejaba adivinar la parpadeante luz de las primeras estrellas.

El abuelo se detuvo a mirarlas. Yo, siguiendo el camino de sus ojos, llegue hasta Sirio, en la constelación del Canis Major (Perro Mayor) a solo ocho años luz de mi abuelo y de mí, algunas noches las estrellas se agrupan y nos hacen llegar su luz como miles de luciérnagas entonando su melodía de amor, como nubes de mariposas puestas ahí por el Gran Padre Azul para alumbrar al caminante durante la sibilina noche.

—Están muy lejos, demasiado lejos para alcanzarlas desde aquí —decía señalándolas con el dedo—. No podemos llegar a ellas con nuestras manos, pero si con nuestra alma, si lo deseamos con todas las fuerzas de nuestro corazón, con el mayor deseo de nuestra voluntad, todo el universo se pondrá en movimiento para hacer que sean nuestras, sólo entonces podremos cogerlas con nuestros dedos.

La luna empezaba a dibujarse en el agua de una pequeña charca producida por un cercano canal de riego. Nos quedamos colgados de su mágica silueta, mirándola temblar, desdibujarse ante cualquier pequeño movimiento del líquido, tan frágil, tan voluble, tan misteriosa, tan cerca y tan lejos a la vez, parecía un fantasma presto a desaparecer ante el mas fugaz parpadeo.

—Aunque parezca real —dijo mi abuelo rompiendo el silencio de unos momentos atrás—, es una ilusión, su reflejo es como el de las personas que pasan por la vida como una vana ilusión, cuando se van, ya no queda nada, sólo su recuerdo.

Tiró una piedrecita al agua, y la luna se escondió tímida y misteriosa en una orilla de la charca, como huyendo de las sombras vanas, de dos fantasmas cómplices de la niebla de la tarde.

—Debemos volver —dijo—, ya es tarde y la abuela te espera.

Dimos la vuelta y nos encaminamos por el sendero que llevaba a casa, metió la mano en el bolsillo de su chaqueta, y sacó un viejo reloj con una cadena de eslabones plateados que brillaban al ser heridos por los fríos rayos de luz de la luna.

—Toma, dáselo a la abuela —continuó diciéndome—. Dile que no pude llevárselo yo, pero que lo he guardado como un tesoro. Dile también, que pronto nos veremos —hizo una pausa en sus recomendaciones y deteniendo su paso me miró poniendo su mano sobre mi hombro—. Ahora tengo que irme, cuéntales que has estado conmigo.

Me dio un fuerte abrazo y me besó en la frente como una caricia que regala el invierno, después, se fue alejando poco a poco, con paso lento hacia una colina, yo le miraba con el viejo reloj en la mano mientras su figura se iba perdiendo en la niebla. Recuerdo que no me sentí triste, ni tan siquiera lloré por su prematura marcha, tenía la seguridad de que lo volvería a ver.

Cuando desperté de mi improvisado refugio, estaba tiritando de frío, las estrellas empezaban a poblar el cielo de la tarde, miré en derredor por si había vuelto el abuelo pero fue en vano, no conseguí ver ni el más mínimo atisbo de su presencia. La neblina había remitido casi por completo, debí de quedarme dormido cuando se fue. Corrí monte abajo, seguro que me estarían buscando desde el mediodía, empecé a preocuparme por la angustia que sentiría mi abuela al sentirse responsable por dejarme marchar, y con estos pensamientos, aceleré mi descenso tropezando con matojos y piedras.

Al llegar a casa, las últimas luces del día se despedían del pueblo tendiendo sobre sus tejados el manto dorado del ocaso, haciendo con su sombra bajar la temperatura.

La puerta estaba cerrada, me senté en el portal bajo los retorcidos sarmientos de la vieja y correosa parra, pensaba como podía haber pasado el tiempo tan rápido, sin apenas sentirlo. Después de unos minutos de tensa espera, les vi llegar; al verme sentado en el dosel corrieron hacia mí gritando mi nombre y con los brazos abiertos. Me van a matar, pensé, he estado todo el día fuera.

Me abrazaron llorando, no acababa de entenderlo, si iban a matarme, ¿por qué me abrazaban? Me matarían después, y si me abrazaban porque me querían, ¿por qué lloraban? Ahora recuerdo un proverbio oriental: “Si tiene remedio, ¿por qué lloras? Y si no lo tiene, ¿por qué lloras?”.

Mis padres y mi abuela quizás lo hacían porque su corazón no entendía de proverbios.

Después vinieron las preguntas, y todas a la vez: ¿qué te ha pasado, dónde has estado, qué has estado haciendo todo este tiempo, has comido algo, has tenido hambre, has pasado frío, te has perdido?  Yo no podía contestarles a los tres a la vez, por lo que decidí callar hasta que se calmaran, al menos estaba más seguro de que sus intenciones no eran agresivas hacia mi asustada persona.

Entramos a la casa. En la chimenea luchaban por no apagarse los restos de las últimas brasas, rodeadas de ceniza. Una compuesta mesa adornada de Navidad, y a la espera de que alguien se dignara hacerle los honores, me recordó que era la noche más mágica del año, Nochebuena. La luz del quinqué que recientemente había sustituido a la del candil, dibujaba difusas y ondulantes formas en la cortina que separaba el salón de la cocina. Sultán, mi viejo perro, se abalanzó hacia mí con la pesadez de sus torpes movimientos haciéndome caer al suelo y lavándome la cara con su lengua, me estaba diciendo: ¿por qué no me has llevado contigo, qué me he perdido?

En un tropel de palabras, de frases que llegaban hasta mis oídos, y que yo escuchaba como a través de un túnel, conseguí entender que estaban muy preocupados, que había tenido a medio pueblo buscándome desde la hora de comer, y que todos estaban muy asustados por si me había pasado algo malo. Estuvieron en el monte, cerca del viejo tronco de pino donde con toda probabilidad me quede dormido a su abrigo. Supuse que me llamarían, pero yo no podía oírles, ¡cómo iba a oírles si estaba con mi abuelo!

 —Afortunadamente ya estás aquí y sin que te haya pasado nada —dijo la abuela.

Mi padre fue más escueto y severo cuando preguntó.

—¿Dónde has estado?

Guardé unos segundos de silencio con la cabeza baja mirando al suelo de yeso que tenía por piso la casa. Mi madre hacia esfuerzos por disimular la impaciencia que le producía mi respuesta, y me miraba en silencio. Yo no sabía cómo decírselo, estaba indeciso, me preguntarían que porqué el abuelo no vino conmigo hasta casa ya que había vuelto, que porqué volvió a marcharse…

 —Creo… —me atreví a decir ante las inquisitivas miradas de todos, incluso las de Sultán, que me miraba fijamente con las orejas tiesas y haciendo oscilar el rabo lentamente, como animándome a hablar—. Creo —repetí—, que me quedé dormido en el viejo tronco de pino que hay en la cima del monte, hasta…

—¿Hasta qué? —apremió mi padre ante mi titubeo.

—Hasta que me despertó el abuelo —vi cambiar sus caras con una mezcla de sorpresa y extrañeza que fue cambiando a preocupación por la inesperada respuesta—. Le dieron permiso para venir a verme.

Todos continuaron mirándome en silencio, pensé que había dicho algo prohibido, algo que podía desencadenar un terremoto, la fórmula mágica del maligno que traería funestas consecuencias sobre la tierra. Mi abuela, se acercó hasta mí despacio, y cogiendo mi cabeza por ambos lados con las dos manos dijo en voz muy baja, casi en un susurro, como si sus palabras hubiesen estado largo tiempo guardadas en el más oscuro de los rincones de su alma.

—El abuelo no volvió de la guerra, cariño, nunca lo verás, lo mataron.

La miré a los ojos y por fin pude ver esas lágrimas que durante tanto tiempo me había estado ocultando. Debían de ser las lágrimas más largas que yo había visto en mi vida, pues formaban una sola, se sucedían sobre su cara formando un pequeño río descendente que brillaba a la luz del quinqué como los zafiros de la corona de una diosa pagana, como un vuelo de estrellas en una oscura noche de estío. Me pareció que al estar tanto tiempo contenidas quisieron salir todas a la vez.

Entonces comprendí, fue como si de pronto se hubiesen abierto las puertas y ventanas de un sótano oscuro dejando entrar la luz de mediodía toda a la vez.

Me habían estado diciendo todos estos años, que el abuelo estaba en la guerra y que un día volvería. ¿Por qué los abuelos de los demás niños volvieron y el mío no? Quizás pensaban decírmelo después, cuando fuese mayor para que no sufriera… Pero ya me daba igual, yo sabía que no estaba muerto, por eso les creí.

—No abuela, te equivocas. Yo le he visto, he estado hablando con él.

Me miraban en silencio, como el que oculta su culpa y acusa a la vez. Negué con la cabeza, intenté convencerles de que era real, de que habíamos paseado de la mano, de que habíamos hablado, de que mi abuelo…, estaba vivo. Fue inútil, dijeron que no podía ser, que lo habría soñado cuando me quedé dormido. Solo, me levanté y me dirigí a la habitación de la abuela. Todos me siguieron con la mirada, en unos segundos reaparecí con la foto que ella tenía sobre la mesita junto a la cama. El pequeño marco de madera dejaba ver una ajada fotografía en sepia con los bordes picados. Del bolsillo superior del chaleco del señor de la foto, pendía una cadena de plata, en cuyo extremo, y mostrándolo con orgullo entre sus manos, había un reloj en cuya tapa se podía adivinar la joven cara de mi abuela con el pelo a lo “belle époque”.

—¿Dime qué es esto abuela? —le pregunté señalándole  con el dedo el reloj de la foto.

—Es el reloj que le regalé a tu abuelo cuando nos casamos —contestó—. Dijo que sólo la muerte lo separaría de él y que si alguna vez le pasara algo lejos de casa, me lo enviaría con alguien, pero los dos se perdieron en ese extraño mundo que crearon los hombres, la guerra.

Dejé el marco con la fotografía sobre las faldas de mi abuela, saqué el reloj del bolsillo de mi pantalón y lo puse sobre su mano.

—Toma, el abuelo me dijo que te lo entregara. No podía venir a traértelo él, pero tenía que cumplir su promesa. También dijo que pronto estarías con él…

 

 

Mi abuela murió al año siguiente, yo tenía doce años. Ahora sé que están los dos juntos para siempre. Aquella noche por primera vez fuimos seis a la mesa en la cena de Navidad: mis padres, mis dos abuelos, Sultán y yo.

Las guerras, probablemente maten nuestros cuerpos, pero nunca podrán hacerlo con nuestras almas ni nuestros recuerdos, ellos viven en otro plano, en otro mundo, adimensional.

Ahora, en este momento, ellos para mí sólo son un recuerdo, como pronto lo seré yo para los que precedo. Los años no pasan de forma gratuita, pero tengo la completa seguridad de que todos nosotros, aunque sólo sea un momento en el tiempo, lo que dura un parpadeo o lo que tarda en desaparecer un barco tragado por las azules aguas del mar, nos veremos unidos por el amor todos los que de alguna manera nos hemos querido en esta fugaz vida. Feliz Navidad.

 

 

Joaquín Marías Corbalán. “Indiana”

Alguazas (Murcia)



 

 

 

 


 

 

 

 

 

Mi cerebro intentaba asimilar que mi vida se había convertido en una novela de fantasía, y se me escapó una sonrisa.

Ella guardó silencio, sonrió y me volvió a besar.

 

 

Vivíamos ajenos al dinero, a las preocupaciones y al paso del tiempo, durante ese tiempo sólo fuimos eso, música, amor y diversión inocente.

 

 

 

Leávandrel

Eduardo Comín Diarte




Leávandrel.

 

Leónidas…

 

Que mal dormí esa noche. Oí todas las horas en el horroroso reloj de cuco de la parte de abajo de la casa. Además, se presentía que iba a llover. No vivía demasiado lejos de las vías, pero como cuentan los más ancianos, los días que iba a llover el paso de los trenes se escuchaba alto y claro en todos los lugares de este pueblo.

Algo me decía que no iba a oír muchos días más esa tortura del tren y el reloj. Tenía decidido que ese día iba a dejar el pueblo.

Durante años estuve inmerso en mis estudios, por fin tenía la carrera, bueno con esta ya eran varias. Y no tenía nada que hacer aquí. La música era mi pasión. Cuando tengo entre manos un instrumento el tiempo se detiene, la melodía que sale del metal que soplo, la cuerda que toco o el marfil que pulso hace que mi sangre se hiele.

Pero allí no había futuro para un músico friki que tiene tantas rarezas como yo.

Ya había convencido a mi familia y les decía que sólo sería una temporada, que necesitaba explorar el mundo. Primero nuestro país, este país agujereado como un queso, donde se valora más a un medio cantante mediocre sin formación que se acostó con una famosa, que a los cientos de profesionales que nos dejamos la vista y los dedos entre partituras. Déjalo Leo, no dejes que la amargura te consuma...

Sólo faltaban unas horas, a las cuatro y siete salía el tren que me llevaría a la estación Delicias, y de allí, otro que me llevara a Madrid. Y allí, un pequeño trabajo como músico, becario de un profesor en el conservatorio.

No llevaba mucho metal en el bolsillo, y la tarjeta de crédito no estaba como para tirar cohetes. Mis instrumentos habían castigado duramente mi cuenta corriente, y unos pocos ahorros, y un empujoncito que me había dado mi padre, era todo lo que tenía para empezar a buscarme la vida.

Me disponía a levantarme de la cama, repasar mis maletas y a despedirme de todos. Comenzaba mi aventura, y tenía  tanto miedo como ganas.

El agua chorreaba por mi cuerpo, estaba caliente, quizá demasiado. Pero la piel se acostumbra enseguida y me relajaba. El pelo me colgaba más allá de los hombros. Algún mechón se enredaba entre los aros de oro amarillo de mis orejas. Mi abuela me recordaba cada vez que me veía que me parezco cada día más a un pirata.

Las maletas estaban listas. Mi guitarra en su funda, y en otros bolsillos la armónica, el afinador, púas, cuerdas. Todo en un montón y hecho un lío. Y este enredo dice mucho de mí, de mi forma de ser, y del caos que hay en mi cerebro repleto de corcheas, acordes, calderones, sincopas y silencios de negra.

En las maletas hay casi más partituras y cuadernos que ropa, y en una pequeña bolsa de terciopelo bordada, y envuelta entre plásticos protectores mi más preciado tesoro: una pequeña arpa de mano. Dorada, con delicadas cuerdas, y tan meticulosamente grabada a mano, que hace de este instrumento un pequeño tesoro.

La compre en un mercado de antigüedades en Escandinavia. No me costó mucho dinero, porque el tipo al que se la compre necesitaba una pequeña ayuda económica para aliviar a un pequeño simio que llevaba encima y que le había dejado la cara cadavérica y más huesos y pellejos que carne. No sé de donde la habría sacado pero estaba seguro que la procedencia no era muy legal. Tuve suerte, ya que al ir en grupo junto otros músicos para una clase en el conservatorio de Helsinki, el afamado Sibelius, no destacaba mucho entre el resto de instrumentos. De otro modo, bien podría haber sido requisada en el aeropuerto como artículo de gran valor sin documentación.

Llegar a controlar este instrumento me costó muchos años. De hecho, aun no lo domino plenamente, creo que necesitaría dos vidas más hasta poder hacerlo como ella.

La cocina olía muy bien. Sobre la mesa: tostadas, café, bollos calentitos y un sobre. Todas las personas que me querían estaban alrededor de esa mesa. La despedida fue dura. Mis padres, abuelos, hermanos y sobrinos, junto a todos mis amigos de la infancia, se despidieron de mí. Pero con el tiempo, he sido yo quien los ha despedido a todos, uno por uno.

Los primeros meses en Madrid fueron duros, pero poco a poco me hice un hueco. Mi sueldo era horrible, y tan apenas me alcanzaba para comer y pagar el alquiler de un piso compartido. Hubo un tiempo que el metro y el bus eran artículos de lujo, así que una vieja bici hecha añicos era mi medio de transporte. Y fue en el metro, un día de esos en los que intentaba sacarme un dinerito extra, cuando vi por primera vez el rostro más hermoso que jamás en la vida había presenciado. Pasaron días o semanas, ya no recuerdo, hasta que la volví a ver. Pero al final, su presencia fue diaria. Siempre a la misma hora y en el mismo tren.

Yo estaba ahí, con mi guitarra rasgueando y tocando canciones, la mayoría compuestas por mí, alusivas al amor; algo hipócrita por mi parte, ya que era algo que nunca en mi vida había sentido por nadie. Desde luego había experimentado con las chicas de mi pueblo y alguna chica cosmopolita y moderna de la capital, pero ni me había planteado que esa palabreja de cuatro letras afectara a mi vida.

La primera vez que la vi, llamó mi atención el color de su pelo. Era rubio, tan claro que parecía blanco. Muy largo, y la melena parecía bailar al son de las notas que salían de las cuerdas que resonaban en la caja acústica. Pero sus ojos ni siquiera se posaron un segundo en mí, ni en mi guitarra, y mucho menos pareció que sintiera ni una sola nota musical. Parecía de hielo.

Pero todo cambio el día en que decidí tocar la pequeña arpa de mano y ella clavó esos imponentes ojos azules sobre los míos.

 

 

 

 

Níniel…

 

—Padre, algún día dominaré la melodía como usted, estoy segura.

—No tengo ninguna duda, Níniel. Para nosotros, aprender a dominarla es esencial. El planeta necesita de nuestra música, las flores se mueven al son de la melodía y el agua del río fluye lenta cuando el ritmo es suave. Algún día Níniel, tendrás que tomar el relevo. Pero de momento sólo tienes que disfrutar. Sal a jugar con el jovencito que te espera fuera, y toma, llévate esta flauta de madera. Practica con ella en el manantial.

—Padre, ese niño es…

—No importa. Vivimos con ellos desde hace siglos, y al contrario de nuestros parientes los dorados, nunca hemos tenido problemas con ellos. Sólo juega y disfruta, tú también eres una niña.

 

No sé cuánto tiempo ha pasado desde aquello. Días, años, tal vez un buen puñado de siglos. No suelo dormir mucho, pero cada vez que el sueño me vence, recuerdo como si fuera ayer las palabras conciliadoras de mi padre.

Aún guardo esa pequeña flauta, pero tan escondida, que ni me acuerdo dónde está. Puede que se encuentre en la aldea de Grecia, o quizá esté en aquel caserón de Dinamarca. No importa, tengo todo el tiempo del mundo para encontrarla.

Por aquel entonces, sólo quedaba yo. Y la flauta no podía arreglar el lío en el que llevaba tanto tiempo metida. Y todo por culpa de ese niño, ese pequeño humano.

Añoraba la época en la que jugar lo era todo. Él, un pequeño niño de cabellos negros como la noche que me perseguía fuera donde fuera. Tiempo después comprendí que el niño estaba unido a mí de una manera tan especial, que ni mis antepasados más sabios pudieron explicarme jamás. Él tenía ocho o nueve años, y yo en esa época también los aparentaba, tanto física como mentalmente. Fue increíble como aprendió junto a mí el maravilloso arte de la música, dominó la flautilla de madera incluso antes que yo, y mi padre se sorprendió con la facilidad con la que copiaba mis movimientos de dedos cuando yo tocada el arpa.

Fueron unos años preciosos, y pasaron tan rápido... Él crecía y crecía, y mi ritmo de crecimiento era más lento. Tan lento, que hubo un tiempo que él pensó que me quedaría enana de por vida.

Le enseñaba a escondidas todo lo que yo aprendía junto a mi padre, y él lo asimilaba de una manera inusual, dadas las limitaciones de su gente.

Cuando cumplió los dieciséis, no se notaba excesivamente la diferencia física entre nosotros. Él tenía una melena negra esplendida, y se colgó dos aros dorados en las orejas que yo misma le había regalado para su reciente celebración del día de su nacimiento. Sabía que no debía, pero lo besé. Y durante mucho tiempo llevamos nuestro amor en secreto. Cuando mi padre nos descubrió, nos separó. Mi corazón se quebró en mil pedazos, y cuando lo volví a ver él ya era un anciano. Todo el mundo lo conocía, ya que se convirtió en el más aplaudido músico de aquella época. Nunca nadie supo donde ese músico aprendió aquellas melodías, tan cálidas y dulces. Todo lo contrario a su semblante frío y triste.

Cuando nos encontramos, él me reconoció al instante. Yo seguía aparentando dieciséis años, y él, estaba en el ocaso de su vida. Me alegre de verlo, pero fue tal el dolor que sentí, que renegué de los míos. Entregué mi arpa a ese ser de cabellos negros y aros dorados, lo despedí con un amargo dolor de corazón y abandoné a mi gente con un rencor nunca visto en un elfo.

Años después, unas horribles guerras me privaron de poder visitar su tumba, ya que toda esa tierra fue asolada y destruida.

Viví más de mil vidas. Disfrute de diez vidas de cortesana, trece de mercenaria, ermitaña en una cueva e incluso fui dueña de un burdel en una isla. Durante un tiempo no me importó nadie. Estuve presente en casi todas las épocas de la vida de los hombres y pase desapercibida. Y nunca volví a rozar los labios de nadie. Ninguna raza, terrenal ni divina, produjo interés en mí.

Mi gente pensó que nunca volverían a verme, y cuando abandonaron la tierra de los hombres, para regresar a nuestra tierra, sólo yo quede en esta bola de barro llamada tierra abandonada a mi suerte.

Entonces vivía en un país cálido, llevaba mucho allí. Y mi existencia era rutinaria y aburrida hasta que en un ruidoso metro de una ciudad abarrotada de gente vi brillar unos aros dorados enredados entre unos mechones negros como la noche. Sus ojos me resultaron familiares, pero su voz era muy distinta. Maltrataba una guitarra echa una piltrafa y la gente rara vez dejaba caer una moneda en la funda del instrumento que hacía las veces de monedero. Él no se dio ni cuenta, pero me fije en él detenidamente, en su pelo, en el filo de sus labios y en la gruesa barba que cubría sus mandíbulas medio afeitadas. El tiempo pareció pararse. Disimule lo mejor que pude y por primera vez en mucho tiempo sentí un nudo en mi estomago.

Tardé un tiempo en volver por allí, incluso huí lejos por unos días. Pero no dejaba de pensar en él, y la atracción fue tal que regresé. Cada día volvía a coger ese tren, siempre a la misma hora, y allí estaban sus aros y sus rizos. Pero un día al bajar del vagón, los vellos se me pusieron rígidos como estacas al sentir una melodía que había creído desterrada de mi mente.

Conforme subía por las escaleras la música se oía más clara y más tensa me ponía. No podía creer lo que estaba escuchando. La melodía incrementaba el ritmo y la dureza de las notas iban en aumento. Estaba en el punto álgido de la obra cuando pase por su lado y le miré a los ojos. Una cuerda se rompió como si fuera cristal cortando fugazmente en la yema del dedo.

Juró y bramó como un toro. Se ruborizó al ver que me acercaba con los ojos tan abiertos y tan decididos, y entonces rocé la pequeña arpa de oro, tal y como lo había hecho tantas y tantas veces, e hice que una nueva cuerda volviera a brotar. Le agarré de la mano y la herida cicatrizó de la misma forma misteriosa que fue reparada la cuerda.

Como siempre hice las cosas sin pensar, y eso hizo que mi vida y la de Leo dieran un giro inesperado. Y que el ovillo de lana que era mi vida empezara a encontrar el rumbo adecuado.

—Sigue tú con la historia Leo…

 

 

 

 

¿Cómo has hecho eso?...

 

Eso fue lo primero que salió por mi boca, y salté del taburete en el que estaba sentado y dejando caer el arpa encima de la funda de la guitarra.

Le miré a los ojos, y desde ese momento supe que si en esta vida tenía que amar a alguien, iba a ser a ese ser.

Miré la mano que me acabada de rozar y había curado instantáneamente mi dedo. Sólo unas gotas de color rojo carmesí escurrían por la recién brotada cuerda nueva. Ni rastro de la herida sesgada que hace nada surcaba mi dedo.

Su mano, cálida y pálida, estaba enfundada en un guante de lana negra con los dedos cortados. Sus uñas estaban perfectamente arregladas como si fueran obras de arte. Para nada acorde con la chupa de cuero ceñida y la pulsera de cuero que ajustaba su muñeca.

Parecía la versión “Metallica” de la conocidísima muñeca rubia. Un gorro de lana calado hasta las cejas ajustaba su melena rubia contra la cara, esa cara perfecta…

—¿Cómo has hecho eso?

—¿A qué te refieres? Yo no he hecho nada..., y suéltame la mano.

—¡Qué pasa! ¿Eres una bruja o algo así, o qué?

—¡Idiota!

Corrió como si le persiguieran los fantasmas, y aunque intente alcanzarla, fue imposible. Cuando volví a mi escenario particular, ya tenía a un pakistaní echando mano a la recaudación del día que estaba dentro de la funda de la guitarra, y lo tuve que espantar de ahí de una patada en el culo.

Tarde varias semanas en volver a bajar a los túneles del metro. Y durante ese tiempo mientras pedaleaba en la vieja bicicleta con la guitarra al hombro no hacía otra cosa que pensar en ella.

En mi dedo no había ni rastro de la herida por lo que llegue a pensar que lo soñé, que lo que había fumado antes de bajar a los andenes me había dejado tocado. Pero lo que de verdad me tenía tocado era ella. Encontrarla era lo que más quería en el mundo, pero sentía temor a ese encuentro. ¿Cómo iba a reaccionar? ¿Pensará que estoy loco?

Un día, cuando desperté, tenía un cartelito en la puerta de mi habitación. El dueño del piso me dijo que tenía que pagarle el mes de retraso que tenía o que me fuera buscando otro guariche, había otros interesados en la habitación. Pobres desgraciados, pensé yo. ¿Quién querría venir a vivir a esta cuadra?

El caso es que debía de conseguir dinero como sea. Algo tenía, pero debería volver a bajar al metro a conseguir algún dinerillo extra. Y, ¡qué demonios! ¡Un pibón como ese no está a mi alcance, seguro que ni se acuerda ya de mí!

Bajaba las escaleras con la guitarra al hombro, el taburete en la mano y ya casi había llegado a mi rinconcito cuando volví a verla. Estaba apoyada en la pared justo donde me solía poner a tocar. Iba vestida de forma muy similar al día que sentí el tacto de su piel por primera vez. Estuve a punto de dar marcha atrás, pero fue entonces cuando me dijo…

—¡Ey! ¡Espera, no te vayas! Me gustaría hablar contigo.

No sé si hablaba o cantaba, a mí me pareció música celestial lo que salía por su boca.

—Hola, ¿qué tal? ¿Vas a salir corriendo otra vez? Aún no he mordido nunca a nadie.

Cual macho alfa de canis lupus intentaba aparentar más bravo de lo que era, no quería parecer un alfeñique.

—Bueno, me asusté. Te confundí con alguien.

—¿Con Nosferatu? Je, je, je. Soy Leo, ¿y tú?

—Yo me llamo Níniel, encantada de conocerte. Leo ¿cómo el signo del zodiaco?

—No, como Leónidas. El rey de Esparta. Encantado de conocerte Níniel, ¿me estabas esperando?

—No, digo… bueno sí. Me sentía estúpida al salir corriendo así el otro día. Suponía que llegarías un día u otro, te suelo ver algunos días cuando paso por aquí, y he supuesto que estarías al caer. Y quería disculparme por decirte idiota.

Mientras intercambiábamos nuestras primeras frases, hubo un pequeño desconcierto. Yo alargué la mano, y ella se apartó un mechón de la cara y se acercó para darme unos corteses besos en la mejilla. ¡Qué tonto!, pensé. Sería cómica la escena de la mano en el aire mientras por primera vez notaba su dulce olor a flores, a jardín, a hierba recién cortada. Me pareció el olor más extraño para un perfume, pero me hizo sentir durante medio segundo como tirado en la orilla del río durante mis años en el pueblo. Me pareció extremadamente sexy. Y sentí como me temblaban las rodillas. Pero continué hablando…

—La verdad es que sí que fue un poco extraño. Parece que fue algo mágico. Me diste como una descarga, o un escalofrío, no sé. Por eso te dije bruja.

—¿Me consideras una mujer electrizante? —dijo entre carcajadas.

—Inusual a lo menos —respondí riendo abiertamente.

—¿Quién te ha enseñado a tocar el arpa, Leo?

—Nadie. Tengo facilidad con los instrumentos, un par de libros, unos videos en internet y ya está. Pero tampoco sé tocar. Sólo unas melodías para llamar la atención en el metro, y parece que lo he conseguido, ¿no?

—La verdad es que sí. Me has hecho recordar mi infancia. Mi padre tocaba el arpa, y hace mucho que no se de él. Me gustó mucho oírte tocar.

Hoy has traído el arpa o sólo tocas la guitarra y canciones tristes de amor.

—No, sólo canto canciones tristes de amor, ¿sabes? Y no, no he traído el arpa. Desde el otro día está en su funda tapadita y esperando que me vuelvan a dar ganas de cogerla. De momento se me han quitado.

—No te enfades, ¿quieres que tomemos un café?

Me olvide de que necesitaba el dinero, de que me iban a echar de la habitación y de cualquier cosa aunque hubiera sido de importancia vital. La chica más bonita que yo había visto en mi vida me propuso tomar algo. ¿Cómo iba a decir que no?

Nos tomamos un café en una terraza, y ella no paró de hablar. Hay momentos de la conversación que no recuerdo, o simplemente no pude seguir. Era como si su voz fuera familiar. Como si la conociera desde siempre, y a cada silaba que ella pronunciaba yo más me iba enamorando.

Hablamos de música, de mí, de mis aros de oro, de mi pequeño pueblo que dejé atrás, y de muchas cosas más. Ella preguntaba sin cesar cosas que eran tan tontas que a veces parecía una niña. Yo por mucho que le preguntaba no tenía respuestas aclaradoras. Sólo supe que se llamaba Níniel, que no era de aquí, que le encanta viajar y que compartía conmigo un extraño interés por ese pequeño arpa de mano. En ocasiones su fijación fue enfermiza con ese instrumento.

Cuando terminamos el café, ya era la hora de cenar y se adelantó a mis palabras cuando dijo…

—Te invito a cenar Leo, ¿te apetece?

—Justo te iba a proponer lo mismo. Me apetece. Vamos donde quieras.

Me agarró de la mano y volví a sentir esa energía que fluía de sus dedos. Me dieron ganas de escribirle una canción. Y creo que la empecé, en algún lugar estará guardada, quizás junto a la flautilla de madera en Grecia o Dinamarca.

Corrimos hasta un pequeño bar de bocadillos y pedimos algo de comer y unas jarras de cerveza. Estas, no fueron las últimas, comimos, bebimos y volvimos a beber. Una de las veces, entre risas, me llamó por un nombre extrañísimo. Yo hice como que no me di cuenta, pero ella al momento rectificó y seguimos riendo.

Salimos del bar un poco más que animados y al dar la vuelta a la esquina, un viejo músico tocaba un chelo igual de viejo que él mismo. Saqué mi armónica del bolsillo y empecé a tocar junto a él. Níniel comenzó a cantar y a golpear una lata que había desvencijada a los pies de un contenedor. No nos habíamos dado cuenta, pero los caminantes solitarios de esa noche de Madrid hicieron corro mientras estuvimos tocando con aquel anciano. En la gorra, repiquetearon las monedas y el señor se aseguraba una noche en la pensión y algo caliente que llevarse a la boca. Insistió en repartir las ganancias pero yo ya estaba demasiado ocupado besando los labios de la única mujer que me había hecho sentirme vivo. Ninguno nos dimos cuenta, pero de un viejo árbol quemado en una manifestación que había justo a nuestro lado, brotó una flor blanca.

Ella me abrazaba con fuerza, y me arrastró hasta un taxi.

Lo que siguió cuando llegamos a su apartamento, fue algo desconocido para mí. El ático perfectamente amueblado parecía sacado de una revista de decoración. Menos mal que fue ella la que decidió donde debería acabar la noche. No imagino peor lugar que la sucia habitación de mi piso compartido.

Debajo de la chupa de cuero y su jersey de cuello alto encontré la belleza en estado puro. Bajo el gorro brotó una melena larga que cayó hasta su cintura tapando sus pequeños y erguidos pechos. Su piel, parecía de muñeca de porcelana, blanca como si el sol nunca hubiera rozado esa carne, y sus diminutos pezones sonrosados y altivos olían a melocotón dulce como los campos en verano.

Al besar su cuello, uno de los aros de oro que colgaban de mis orejas golpeó contra otro gran pendiente plateado y fue cuando note la única característica física que nos diferenciaba: sus orejas terminaban en una forma extrañamente afilada.

—No preguntes Leo. Tenemos tiempo para ello. Te he esperado tanto tiempo…

Ni una sola palabra salió de mi boca. Pero durante el tiempo en el que estuvimos entrelazados y entregándonos el uno al otro una melodía nos envolvió. Me costó descubrir que era Níniel la que tarareaba una bonita canción, que años más tarde identifiqué como la melodía sagrada de los elfos del bosque.

 

 

 

 

Níniel, ¿eres real, o esto es un sueño?...

 

Al despertar, ella estaba a mi lado, sentada, despierta y pensativa. Pasé mi mano por su espalda y noté como la piel se erizaba al contacto con la mía.

—Níniel, ¿eres real, o esto es un sueño?

—Soy real Leo, algo distinta a ti, pero real. No sé si debo contarte todo, quizá no estés preparado para ello.

—Sabes, algo en mi interior me dice que no sólo estoy preparado para ello, si no que necesito que me cuentes todo. Es extraño, pero tengo la sensación de que eres lo que he estado esperando toda mi vida y que ya nos conocemos de antes.

Nos sentamos los dos desnudos uno frente al otro y empezó a hablar.

Elfos, distintas razas de elfos, medios elfos y humanos. Amor, dolor, tristeza, reencuentro…

Mi cerebro intentaba asimilar que mi vida se había convertido en una novela de fantasía, y se me escapó una sonrisa.

Ella guardó silencio, sonrió y me volvió a besar.

—Leo, creo que haberte encontrado de nuevo es una señal. Lo nuestro no es casualidad, te dejé marchar una vez y no volveré a hacerlo.

Nos fundimos en un abrazo de una increíble fuerza mística y de repente pareció como si flotáramos. Besé su cuello, sus labios y me entretuve largo tiempo en el lugar donde sus piernas forman un ángulo casi perfecto, pensé que estaba tocando la más dulce de las melodías que nunca había compuesto. En el vaivén acompasado de sus caderas sentía la percusión de cientos de tambores en una extraña danza ritual, su pelo movía el aire hasta convertirlo en viento y ese olor a bosque impregnó toda la habitación, toda mi piel y se caló, hasta lo más profundo de mi cerebro.

—Níniel, mi cuerpo, mi alma y mi melodía es tuya para toda la eternidad. Nunca voy a dejarte.

 

No sé cuantos días estuvimos encerrados en ese ático, podría haber estado allí  toda la vida, dos vidas, o lo que hubiera sido necesario. Desde luego que seguro que mis pertenencias estaban ya en el pasillo, ya que mi habitación estaría ocupada por otro pobre desgraciado.

Seguro, que en el conservatorio, mi jefe ya tenía sustituto, pero todo me daba igual. No necesitaba nada más que a ella.

 

Los meses siguientes fueros una vorágine de experiencias. Lo primero que hicimos nada más salir de aquel ático fue ir corriendo a por el arpa.

Viajamos por todos los rincones del mundo. Los destinos fueron de lo más increíbles: Tierras nórdicas heladas donde Níniel, pacientemente, me enseñaba la melodía del hielo; Tierras de fuego, como los volcanes activos más peligrosos de Latinoamérica, donde el arpa con una melodía tranquilizadora era capaz de poner en reposo el magma ardiente. Los animalillos más salvajes de la selva más profunda nos observaban cuando desnudos como niños practicábamos las melodías con los arroyos de aguas claras. Incluso mis ojos fueron testigos de cómo hizo brotar un chorrito de agua fresca y clara en las afueras de un campo de refugiados en pleno desierto, donde la tierra estaba tan seca que las grietas del suelo tenían varios pies de profundidad.

Vivíamos ajenos al dinero, a las preocupaciones y al paso del tiempo, durante ese tiempo sólo fuimos eso, música, amor y diversión inocente.

Nuestra vida parecía un cuento de hadas. Un humano, y un elfo del bosque. Pero resultó que mi elfo del bosque no era un elfo cualquiera.

Dormíamos, por aquel entonces, en una cabaña de madera y techo de hojas de palmeras en algún extraño punto del mar Caribe, alejado de cualquier forma de vida humana, cuando al despertar ella ya no estaba a mi lado. Al principio, no me sorprendió mucho, ya que Níniel tan apenas dormía. Me levanté, y comencé a caminar hacia la orilla de la playa, me introduje en el agua, y al salir vi una especie de resplandor entre la maleza.

Anduve hacia allí, y entre flores y matojos la encontré sentada con las piernas cruzadas, desnuda con tan solo una pequeña corona de flores en el pelo. La imagen me pareció mágica. Y no iba mal encaminado.

—¿Qué te pasa Níniel? ¿Estás bien?

Níniel abrió los párpados y una lágrima cristalina brotó de cada uno de sus perfectos ojos.

—Leo, tengo que contarte una cosa más. Y no sé cómo empezar.

Por primera vez en mucho tiempo volví a sentir miedo. Me quede rígido y pensativo, me dio miedo conocer que es lo que tenía que confesarme, pero me senté delante de ella con su misma posición y le cogí las manos.

—Cuéntame lo que tengas que contarme Níniel.

 

 

 

 

El tiempo se agota…

 

—Leo, sabes que te quiero por encima de todo. Ha sido increíble volver a estar contigo, aunque para ti sea como la primera vez. Encontrarte no ha sido casualidad, todo tiene un porqué y nuestro destino es este. Llevaba siglos sin tocar tu arpa, bueno… mi arpa, el arpa de mi pueblo. El arpa a la que renuncié junto a mi sitio en el barco para regresar con los míos a nuestra tierra, lejos del alcance de los hombres. Al volver a tocar el arpa, he abierto una pequeña brecha entre ambos mundos, y he sido encontrada por los míos. A ti, ya te conocen. Eras el portador del arpa, la pieza principal de este puzzle. Que la consiguieras tú, tampoco fue casualidad, era tu tarea. Quieren que regrese, es donde debo estar, y el tiempo se agota. Pero hay algo que puede que cambie todos sus planes.

—No voy a aceptar que te vayas Níniel, no voy a permitirlo. Pensaba que estaríamos juntos para siempre.

—Olvidas que ahora estamos en tu mundo. Tú eres humano y el tiempo corre en tu contra. Yo nunca cambiare Leo, tengo la eternidad de mi lado pero tú… No podría soportar volver a perderte. Sólo hay una posibilidad, y una vez ya me fue negada. Debes subirte al barco conmigo.

—¿Cómo estas tan segura que esta vez no pasará lo mismo?

—Esta vez, hay algo distinto. Y es que, en poco tiempo no estaremos solos Leo.

—¿Qué quieres decir?… ¿Quién viene?

—No viene nadie Leo, quien tiene que venir, ya está aquí.

Níniel, me agarró las manos y junto a las suyas, las poso en su vientre. Durante un tiempo, minutos, horas o quién sabe, puede que días, estuve sintiendo el tacto cálido de su vientre. Sentí una sensación como nunca había sentido. ¿Era posible que fuera verdad? ¿Iba a ser padre?

Besé los labios de la portadora de mi semilla, del ser más bello de esta tierra y seguro que de cualquier otra tierra que exista, y sólo pude llorar de felicidad. Sin importarme nada más.

—Leo, hace cientos de siglos que ningún elfo ha mezclado su sangre con un humano, y no va a ser fácil. Pero vamos a arreglar esto como sea. De momento, esperaremos noticias de mi padre.

Esas noticias no tardaron en llegar, portadas por un mensajero rubio. No parecía que tuviera mas de ocho años, aunque después de lo que estaba viviendo, puede que tuviera setecientos ocho años y yo no sabría distinguirlo. El joven habló con Níniel en una lengua totalmente desconocida para mí. Mientras hablaban, ella no soltaba el arpa de su mano y cuando terminaron su conversación el pequeño elfo me miró, se acercó, habló y me dio la mano.

No entendí lo que me dijo, pero cuando nos quedamos solos Níniel me contó que él era un familiar suyo, y que me deseaba suerte por encima de todas las cosas. Que había una gran revuelta en su tierra, y que todo el mundo sabía que ella había aparecido, que estaba con un humano y que iba a volver.

 

La cita con su padre y un consejo de elfos fue unos meses después en un lago al norte de Irlanda. Nosotros deberíamos de esperar en la orilla.

Y así fue. Níniel estaba ya en adelantado estado de gestación, se movía con cierta dificultad, pero aun con aquella abultada tripa era el ser más hermoso de los que poblaban la tierra de los hombres.

Estábamos sentados en la orilla del lago, ella vestía un hermoso vestido de tela sedosa. En su mano, el arpa de oro que tantas veces habíamos compartido. Y yo, con unos tejanos viejos, barba de una semana y los pelos tan largos y desaliñados como los del pirata con el que me comparaba mi abuela.

De repente, de entre la bruma del lago apareció una pequeña embarcación estrecha parecida a un kayak, y en la proa un farol que hizo que destellara uno de los aros de mis orejas.

Cuando los bajos de la pequeña barca rozaron contra la tierra de la orilla, agarré con fuerza la mano de Níniel y sentí como temblaba. Comencé a sudar y las rodillas me dolían de tanto como temblaban.

Níniel se levantó y se abrazó con su padre, que nada mas sentir el abultado vientre lanzó una mirada inquisitiva contra mis ojos. No sé si estábamos empezando bien.

Yo me acerqué y escuché como hablaban entre susurros los demás pasajeros de aquella extraña embarcación en ese idioma tan raro. El padre me aceptó la mano que estaba en el aire esperando la suya, y comenzó a hablar.

—Grata es la sorpresa de volver a ver a mi hija, y sorprendente el encontrarme con tu rostro después de tantos siglos joven Leónidas. Aunque no recuerdo que ese fuera tu nombre por aquel entonces.

—Leávandrel padre, así se llamó en su vida pasada.

Reconocí ese nombre fugazmente, así fue como me llamó aquel primer día que pasé con ella.

—No es necesario saber detalles tan antiguos Níniel, me interesan más las noticias que me cuentan las líneas de tu cuerpo.

—Padre, este es el fruto de un amor que lleva vivo tantos años como la música que sale de la vieja flauta de madera. Música que guía los ríos, calma los mares bravos y apacigua los fuegos que queman las ramas de los árboles antiguos. Música que él aprendió de mí, y música que sonará a través de sus manos para educar a nuestro hijo.

»Sólo espero que usted, y los sabios que le acompañan, acepten. O el heredero legitimo del reino de los elfos del bosque consumirá sus días en la tierra de los hombres, junto a su padre…, y su madre.

»Su decisión anterior hizo que sintiera dolor como nadie ha sentido, e hizo que nuestra familia se fracturara, quedándome yo sola en esta tierra.

—Níniel, si te quedas en esta tierra verás como ellos consumen sus vidas y volverás a quedarte sola, y a sufrir como has sufrido.

—Volveré a sufrirlo padre, y esperaré a que él regrese de nuevo, con otro nombre, en otro país, en otra época, quizá en otra tierra… Pero le esperare. Estamos predestinados padre, usted lo sabe.

—La decisión no depende sólo de mí, hija mía. Todo el consejo deberá reunirse, no sólo debe aceptar que un humano entre en nuestra tierra, si no que deben aceptar a un medio elfo como legitimo heredero de los elfos del bosque.

Yo no pude abrir la boca, y de hecho, aunque la hubiera abierto, ni una sola palabra habría podido salir de ella. Vi como discutieron, como se abrazaron y como su padre se despidió de ella con una caricia en la mejilla.

El consejo se subió de nuevo a la barca, por último, subió el padre y sin mirar atrás, el farol de proa se perdió en el horizonte. Níniel me abrazó, lloró y me besó. Yo la abracé, y comenzamos a andar en dirección opuesta al lago.

—Pase lo que pase Leo, nunca voy a volver a abandonarte.

Los días siguientes fueron extremadamente duros para los dos, incluso dejamos de practicar con el arpa. Níniel estaba muy pesada y decidimos volver a la pequeña cabaña en el Caribe.

Yo tenía unos intensos quebraderos de cabeza, he incluso estuve a punto de abandonar y marcharme para desaparecer de su lado. Sólo pensar el sufrimiento que supondría para ella el vernos morir y quedarse sola me atormentaba. Y si yo desaparecía, ella y mi hijo podrían vivir eternamente juntos.

Cada día que pasaba estaba más dispuesto a hacerlo... Pero una noche, cuando estábamos sentados a la orilla del mar, vimos como desde la lejanía una luz se acercaba hacia la orilla.

 

 

 

 

¿A que estas esperando?...

 

Durante unos segundos, los dos pasamos un miedo atroz. Miedo a lo desconocido, miedo al futuro, miedo a tener que separarnos.

Cuando los bajos de la barca rozaron la arena blanca del Caribe vimos que la nave se encontraba vacía. En ella, únicamente apreciamos un pergamino escrito con unos trazos ilegibles para mí.

Níniel leía y comenzó a llorar. Esta vez de alegría, pero hasta que me explicó lo que en aquel escrito ponía la agonía me consumía.

—Leo, esta barca partirá de aquí mismo con destino a la tierra de los elfos dentro de dos días. Los dos tenemos sitio en la barca, así como el permiso para viajar. Sólo una prueba deberemos pasar. Y es de ti de quien depende todo.

»La barca será guiada hasta su destino por la melodía que salga del arpa de mi familia, y esa melodía es la primera que aprendiste de mí cuando tan sólo éramos unos niños. La melodía más importante de las que nunca tocaste. La melodía que hizo que nuestros destinos se unieran para siempre. Sólo si eres capaz de guiar la barca llegaremos a puerto. Si no, nos perderemos para siempre en el camino y nuestro fin nos llegará a los dos juntos. Moriremos en la inmensidad de las aguas.

 

Pasaron los dos peores días de mi vida. Níniel y yo no dormíamos, no comíamos, no descansábamos... Sólo tocábamos el arpa y nos besábamos. No estaba seguro de que fuera capaz de hacer tal proeza, pero lo que estaba claro es que no tenía que renunciar a ella. O llegábamos a puerto o pereceríamos juntos, sin más sufrimientos.

Escribí la carta más dura de las que había escrito. Me despedí de la familia que tenía en el pueblo. Les mandé una foto de Níniel junto a mí, y les dije que tenía que marcharme de viaje. Que ojalá algún día pudiéramos volver a vernos, pero que sería muy difícil. Imaginé las lágrimas de mi madre al leer esta carta, y aunque yo era frío como el hielo, lloré recordando toda mi infancia.

Tan sólo cogimos el arpa y unas pocas cosas más, subimos a la barca y comencé a tocar.

Con la primera nota la barca comenzó a moverse y antes de llegar a los diez primeros compases de aquella melodía Níniel rompió aguas…

Me gritó que no parase y que mirara hacia delante. Mis dedos se agarrotaron y a punto estuve de cesar de tocar. Pero fue la fuerza de sus ojos lo que me obligó a seguir. Poco a poco nos adentrábamos a mar abierto y fue entonces cuando un banco de niebla nos engulló.

 

¿Cuánto tiempo ha pasado desde aquello?...

 

—Papá, ¿cuánto tiempo ha pasado desde aquello?

—¡Ay, pequeño Leávandrel! Ni más ni menos que setenta y nueve años, la misma edad que tienes tú ahora. ¿Cuántas veces te hemos contado la historia ya hijo?

—No me canso de oírla papá —dijo entre inocentes carcajadas—, me encanta. El abuelo me dice que sois los mejores padres del mundo y que me tengo que sentir orgulloso de vosotros. ¿Y nunca más volviste a tu pueblecito?

—Sólo volví en un par de ocasiones con tu madre para conocer a los abuelos de allí, pero ni te imaginas lo que nos costó aprender esas melodías. Ahora, ya no queda nadie allí, pero puede que vayamos algún día.

»Ahora toma esta flautilla de madera, sal a practicar con la pequeña que te espera afuera con tantas ganas. El mejor sitio... ¡En aquel manantial!

 

 

Eduardo Comín Diarte

Luceni (Zaragoza)

 




 

 

 

 

 

Raquel había descubierto que Andrés no la quería, no porque fuese ella y no otra, sino porque no tenía la capacidad de querer a nadie que no fuese a si mismo.

 

 

 

Luces y sombras, o cómo encontrar el sentido de la vida.

Victoria Andreu Fauquet

 


 



Luces y sombras, o cómo encontrar el sentido de la vida.

 

¡¡¡Riiing!!! ¡¡¡Riiing!!!

El sonido del teléfono le devolvió a la realidad, se había quedado medio dormido leyendo el último libro que había caído en sus manos.

—Dígame, ¿con quién hablo?

—Hola Mariano, soy Raquel. ¿Qué tal estás?

—¡Raquel! —exclamó Mariano. «Pero si estaba en Argentina trabajando…», pensó.

—Te extrañará mi llamada —continuó Raquel—, pero es que me encuentro en Madrid por motivos de trabajo y me encantaría verte, si es posible. Me quedaré unos quince días, me gustaría mucho quedar contigo y charlar un rato, si te parece podríamos quedar algún día de esta semana a cenar y así nos ponemos al corriente de nuestras vidas, hace tanto tiempo que no conversamos largo y tendido…

—Pues me dejas sorprendido Raquel, eres la última persona en quien pensaba cuando he descolgado el teléfono. Caramba, si casi me parece increíble estar hablando contigo. Te fuiste sin despedirte la última vez que nos vimos...

—Lo sé Mariano, no me porté muy bien, pero cuando me destinaron a Buenos Aires se me cayó el mundo encima. Lo último que quería era marcharme tan lejos y…, mi vida estaba muy complicada en aquellos momentos. Como muy bien sabes, tras mi separación de Andrés y los problemas subsiguientes me sentí como si estuviese en un callejón sin salida. Ahora me encuentro muy centrada, mi trabajo en Buenos Aires me resulta muy atractivo, y lo de Andrés…, bueno, pues ya pasó y lo he superado.

 

Mariano y Raquel se habían conocido hacía diez años, cuando ambos trabajaban de camareros en un bar próximo al teatro donde hacían sus prácticas de Bellas Artes, realizando los decorados para las obras que se estrenaban cada mes. Enseguida hicieron buenas migas y se convirtieron en buenos amigos y confidentes, tenían muchas cosas en común y enfocaban la vida de una forma muy similar. El hecho de coincidir en el bar y en el teatro les hacía estar juntos la mayor parte del tiempo, y al convertirse en amigos también compartían las horas libres cuando quedaban para tomarse unas cañas o para visitar museos, algo que a ambos les fascinaba. Durante los seis meses de prácticas fueron inseparables, tanto es así que la mayoría de sus amigos pensaron que había algo más que amistad entre ellos, a pesar de que ambos les insistían en lo contrario; le había resultado tan fácil a Mariano relacionarse con Raquel… Nunca antes había conseguido entablar una amistad tan estrecha con alguien, y a ella le había pasado lo mismo, parecían almas gemelas.

Las cosas cambiaron cuando Raquel conoció a Andrés y se enamoró perdidamente de él.  Andrés era un tipo oscuro que a Mariano le cayó mal desde el primer momento que lo vio. Nunca le gustó, y aunque no sabía explicar el porqué, el transcurso del tiempo le dio la razón, se portó realmente mal con Raquel. Era un hombre muy atractivo y con mucho éxito personal y profesional, era modelo de profesión y le llovían las ofertas de trabajo, porque además de su extraordinario físico (fuera de toda duda), era un gran profesional, pero personalmente era engreído y petulante hasta aburrir. Mariano no podía aguantar su presencia más de quince minutos, era una reacción visceral la que se le producía a partir del minuto dieciséis: le faltaba aire para respirar y tenía que salir al exterior para poder tomar oxígeno. Cuando no pudo más y se lo confesó a Raquel una brecha se abrió en su estrecha amistad.

Por aquel entonces ya estaban terminando las prácticas, apenas quedaban unos días para concluir su proyecto de fin de carrera. Raquel había decidido irse a compartir su vida con Andrés y dejó el pequeño apartamento para instalarse en el lujoso piso que el tenía en uno de los barrios más exclusivos de la ciudad. Mariano siempre pensó que fue eso más que otra cosa lo que había cegado a Raquel, en el fondo a ella le encantaba ese mundo fascinante en el que se movía Andrés. Mariano sufría con estos pensamientos sobre su adorada amiga, aunque sabía que estaba en lo cierto. El hecho de que Mariano no hiciese buenas migas con Andrés terminó por separarles, a pesar de que se encontraban muy a gusto cuando estaban juntos.

Desde que Raquel y Andrés empezaron a vivir juntos, Raquel cambió de aficiones. Comenzó a disfrutar más de la noche que del día, prefería salir a fiestas en las que Andrés era la estrella. Vivía en un mundo de fantasía, entre alfombras rojas y fotografías de las revistas del corazón, perdió su intimidad y comenzó a aparecer en las primeras páginas de la prensa amarilla. Se dejó envolver en ese ambiente absorbente y asfixiante del papel couché, y sufrió una transformación que Mariano no lograba comprender.

Mariano y Raquel empezaron a distanciarse a medida que Andrés iba tomando más protagonismo en la vida de Raquel. El caso es que tampoco Andrés le dedicaba mucho tiempo a ella, pero Raquel dedicaba todo su tiempo y energías a aquella relación recién estrenada.

Comenzó a hacer la vida que él llevaba y a dejar sus proyectos profesionales, aficiones y toda su vida en un segundo plano, sin darse cuenta cayó en un torbellino que la iba arrastrando a ninguna parte. También perdió el contacto con el resto de sus amigos y dejó de trabajar en el bar, ya que al terminar el proyecto, Andrés consiguió, a través de un amigo, que Raquel empezase a trabajar en una galería de arte del centro. En un principio el trabajo era lo que Raquel había deseado siempre: una galería de arte, en la que ella pudiese organizar exposiciones y elegir artistas nacionales poco conocidos para promocionar sus incipientes carreras profesionales. Había tanto desconocido con capacidades que no tenían ninguna oportunidad...

Desde que empezó la carrera esa era una de las salidas que había ido madurando en su cabeza con gran ilusión. La realidad fue bien distinta, en realidad sólo querían un florero que abriese y cerrase la galería cada día y poco más, no se le permitía elegir a los artistas que expondrían su obra, tampoco se le permitía elegir las piezas que serían expuestas; en fin, que el trabajo de Raquel se limitaba a abrir y cerrar, eso sí, su presencia tenía que ser impecable, tenía que vestir y actuar de acuerdo a lo que se esperaba de ella: “un florero”.

Mariano echaba de menos a la amiga con la que había compartido tantos ratos agradables de trabajo, tanto en sus jornadas en el bar, como cuando preparaban los escenarios en el teatro para la siguiente obra que se iba a estrenar; nunca faltaban al estreno, y comentaban después todos los pormenores del mismo. Mariano veía en Raquel a una mujer con un gran talento y sensibilidad, estaba convencido de que si decidía dedicarse a cualquiera de las bellas artes sería capaz de hacerse un hueco en ese difícil mundo.

Así fue como sus vidas empezaron a discurrir por distintos caminos por primera vez. Mariano siguió en el bar de camarero unos meses más, hasta que le contrataron en el teatro para realizar los decorados. Estaban muy contentos con su trabajo, era realmente bueno y además cumplía siempre los plazos, y aunque siempre tenían estudiantes en prácticas, el teatro valoró su trabajo y así fue como se quedó definitivamente en el teatro con dos o tres estudiantes en prácticas a los que dirigía. Cuando su trabajo en el teatro empezó a requerir de toda su dedicación dejó el bar, muy a su pesar, pues había entablado una muy buena relación con el dueño y con la clientela. Mariano tenía un carácter afable y era muy atento, disfrutaba escuchando y siempre tenía una palabra amable o la solución a un problema.

Raquel se instaló en otro mundo. Vivía en una zona exclusiva, muy cerca de donde estaba la galería y raramente se le veía por la zona que antaño fuese su mundo. Muy de vez en cuando acudía a un estreno, de hecho en los siguientes meses Mariano apenas la vio. A veces la llamaba cuando había alguna exposición, con la esperanza de conseguir que le acompañase, pero la respuesta siempre era la misma:

—Me encantaría Mariano, pero hoy me resulta imposible, tengo una cena, o tengo que cerrar la galería más tarde, o vienen amigos de Andrés a casa a cenar (y así una larga lista de excusas).

—No te preocupes Raquel, otro día será —era siempre la respuesta de Mariano—, llámame algún día cariño.

—Descuida, lo haré.

Pero la llamada de Raquel nunca se producía. Mariano la echaba de menos, pero sobre todo, se sentía preocupado porque estaba convencido de que esa vida no llenaba a Raquel en absoluto y que todo lo hacía porque era lo que deseaba Andrés.

Así transcurrió mucho tiempo y Mariano perdió la esperanza de que su amistad volviese a ser lo que había sido. Hasta que un día llegó la llamada de Raquel.

—Hola Mariano, soy Raquel, ¿te pillo en buen momento? Necesito un hombro sobre el que llorar... Pensarás que soy una egoísta, y tienes razón, pero me encuentro muy sola y me gustaría hablar contigo. Me haces tanto bien...

—¡Raquel! ¡Qué sorpresa tan agradable! Yo también te echo de menos. Me pillas de casualidad, en este momento salía de casa, pensaba ir al cine a ver una película que me han recomendado. Si quieres te recojo y vamos juntos y después cenamos mientras la comentamos; o si lo prefieres lo dejo para otro día y vamos ahora a cenar.

—Preferiría dejarlo para otro día, no me encuentro con ánimos de meterme en un cine ahora.

—Pero, ¿qué te pasa?

—Andrés se ha ido de casa. Me ha dicho que hoy necesitaba “desconectar de mi”, que se iba a cenar con una compañera de trabajo y que no vendría a dormir. Me he quedado helada. Hacía tiempo que sospechaba que tenía algo más que una relación de trabajo con esta chica, pero me parece el colmo de la desfachatez que me lo diga con todo el descaro del mundo y que pretenda que no le monte una escena. Porque eso si que me lo ha dicho: “espero que te comportes civilizadamente”.

»No se si he perdido el norte Mariano, o es que no lo he tenido nunca, pero me he quedado tan atónita que no he sido capaz de decir ni una palabra, únicamente me ha salido un hilo de voz para decirle:

»Ah, vale, que te diviertas, quizá yo también salga a cenar.

»Creo que ni me ha oído, porque mientras yo seguía hablando se cerraba la puerta de casa a mis espaldas. Y cuando me he girado Andrés ya no estaba.

—No te preocupes cariño, ahora mismo voy a buscarte y cenamos por ahí, o damos un paseo o lo que quieras.

—Gracias Mariano, no sabes cuanto me consuela oírte decir eso y cuanto me alegra que estés siempre dispuesto a escucharme.

—Pues te recojo en tu casa en media hora, que será lo que me cuesta llegar con la moto, te hago una perdida cuando esté abajo y así no tengo ni que aparcar. ¿Te parece bien?

—Pues claro que sí, pero estaré abajo cuando llegues, necesito salir de esta casa que me está ahogando.

Tal y como habían quedado y puntualmente se presentó Mariano en el portal de la casa que Raquel compartía con Andrés y allí estaba ella, no tenía buen aspecto, no sólo había perdido peso, sino que también se traslucía en su cara una angustia que le había endurecido sus dulces facciones.

—Hola Mariano, cuanto me alegro de verte —dijo Raquel mientras su rostro se iluminaba.

—Hola Raquel, no te puedo decir que te veo como siempre, mentiría y tú me lo reprocharías. Veo que has perdido peso, y no tienes buena cara…

—¡Qué bien me conoces cariño! Tú en cambio tienes un aspecto estupendo, se ve que te trata bien la vida. ¿Cómo te va por el teatro? Ya se que haces un trabajo admirable, el otro día estuve por allí y me acerqué, pero acababas de marcharte, me lo dijo una tal Marta, que esta de prácticas, te puso por las nubes, se le nota de lejos que esta enamorada de ti, casi sentí celos de ella…

—No seas boba —contestó entre risas—. ¡Sabes que en mi vida no existe más mujer que tú Raquel!

»Bueno, ¿dónde te apetece ir? Yo había pensado ir al restaurante japonés que tanto te gusta y en el que tan buenos ratos hemos pasado, ¿te parece bien?

—Me parece genial. Hace mucho tiempo que no voy allí, a Andrés no le gusta y…

Raquel se quedó callada sin terminar la frase y Mariano no pudo reprimir hacerlo por ella.

—Claro, y como al “modelo de virtudes” no le gusta, pues no vais nunca. ¿A cuantas cosas más piensas renunciar por él? Perdona Raquel no he podido evitarlo, pero ya que estoy en ello te diré que no te merece. No te digo nada que no sepas, sabes como pienso desde el principio de vuestra relación.

—Bueno, vamos al japonés y allí hablaremos como en nuestros mejores tiempos.

Mariano le acercó un casco a Raquel y una vez que se lo puso, arrancó en dirección al restaurante. Cuando llegaron, pidieron un menú para compartir y empezaron a hablar como si no hubiese pasado el tiempo. Raquel quería saber todo lo que había hecho Mariano desde la última vez que se habían visto y le escuchaba atentamente mientras él le contaba con lujo de detalles sus proyectos presentes y futuros, lo contento que se encontraba en su trabajo y la buena relación que tenía con los compañeros. También le contó que tenía previsto cambiarse de casa, puesto que el apartamento en el que vivía se le había quedado un poco pequeño y había encontrado otro en la misma zona que acababa de dejar un amigo y que era precisamente lo que estaba buscando, tenía previsto mudarse en pocos días.

Raquel le escuchaba ensimismada, como si no hubiese pasado el tiempo, interesada por todos los proyectos y por los pequeños detalles. Le miraba con sus ojos de siempre, que dejaban entrever la enorme admiración que sentía por su gran amigo.

Cuando Mariano terminó de hablar, se quedó callado unos segundos y entonces le preguntó:

—Bueno, ¿y tú qué? Que estamos aquí por ti, y he monopolizado el uso de la palabra desde que hemos llegado. Cuéntame de tu vida, ¡qué no sé nada de ti desde hace siglos!

Raquel le miró a los ojos y sin poderlo evitar empezó a llorar, no de forma explosiva, no, sino lentamente. Sus ojos se llenaron de lágrimas que iban bajando por sus mejillas y se perdían al desprenderse de su rostro. Necesitó casi diez minutos para alejar de si aquel desasosiego, pero cuando se tranquilizó empezó a hablar y a explicarle a su amigo el motivo de su amargura y que no era otro que el haber descubierto que Andrés no era lo que ella había imaginado, lo ciega que había estado y como se había equivocado; que sólo era una fachada bonita rodeada de cosas bonitas, era egoísta y carecía de sentimientos. Raquel había descubierto que Andrés no la quería, no porque fuese ella y no otra, sino porque no tenía la capacidad de querer a nadie que no fuese a si mismo.

La vida con Andrés se había convertido en un laberinto del que no sabía como salir, se sentía atada a él. Todo lo que tenía era gracias a su relación con Andrés: desde su casa, a su trabajo, a su círculo de amistades.

—Fui tan necia, Mariano. Abandonar mi vida por un tipo como ese…

Siguió hablando de lo desencantada que se encontraba en la galería, del engaño tan inmenso que había sido ese trabajo.

—Cuando me contrataron me prometieron que yo organizaría las exposiciones, yo elegiría quien expondría y tendría derecho de veto sobre los artistas, yo elegiría las obras que se expondrían y las que no. También me prometieron que dos veces al año viajaría al extranjero para visitar galerías internacionales y que tendría también tiempo para preparar y para organizar mi propio estudio en el que podría trabajar y desarrollar mi obra. Pero era todo mentira, en la galería lo único que hago es perder el tiempo y pasar las horas, ni siquiera me dejan hacer los folletos cuando se organiza una exposición. Al principio decían que me faltaba experiencia, ahora directamente ni se molestan en darme explicaciones. He pensado en dejarlo, pero si lo dejo, ¿a dónde voy Mariano? Es mi única fuente de ingresos y gracias a eso no dependo económicamente de Andrés. Y de Andrés que te puedo contar…, que me cuesta seguir con él, pero si lo dejo ¿a dónde voy? Porque la galería va unida a él y si lo abandono sé que conseguirá que me despidan. En realidad estoy allí por él, es el pez que se muerde la cola, pero siento que no puedo más y que tarde o temprano tendré que tomar una decisión. Creo que el detonante ha sido esta noche cuando he oído que la puerta de casa se cerraba, ese sonido hueco, vacío y sin sentido me ha abierto los ojos.

—Pero Raquel, no te reconozco —dijo Mariano con amargura—. ¡Mándalos a todos a hacer gárgaras! Tú vales mucho, y si no te permiten desarrollar tu talento estás perdiendo un tiempo precioso. ¡Deja la galería ya! No les dediques ni un minuto más, no se lo merecen. Esa galería lo único que tiene es un nombre y dinero, pero no tienen talento. Eligen siempre artistas conocidos con los que no corren ningún riesgo precisamente porque no saben reconocer el talento en las nuevas promesas. Lo que se expone en esa galería no merece la pena, no porque no sea bueno, sino porque es una copia de la galería de París de la que toma modelo, eso no tiene ningún mérito. Todos los que nos movemos en el mundillo del arte lo sabemos, es una galería de pijos para pijos sin el mas mínimo talento artístico. De Andrés ya sabes lo que pienso, no quiero causarte más dolor, pero creo que debes dejarlo ahora, no mañana, no pasado, no; ya. Te llevo a casa cuando terminemos de cenar, haces las maletas, recoges todas tus cosas y abandonas para siempre a Andrés, puedes venirte a mi casa, no hace falta que te lo diga; y sabes que no has perdido a tus amigos y también sabes que puedes encontrar un buen trabajo en cuanto te descuelgues de ese lastre que no te deja avanzar en la vida. Raquel, no sabes como me duele verte así. Tú vales mucho nena, lo sabes, eres brillante en tu trabajo y una excelente persona. No mereces sentirte mal, no mereces tener ni un minuto de amargura y acabo de descubrir que llevas una larga temporada instalada en ella.

—Tienes razón Mariano, gracias por terminar de abrirme los ojos, me parece que lo que dices tiene mucho sentido.

—Pues no se hable más, terminamos de cenar y te acompaño a recoger tus cosas. ¿Tienes mucho equipaje? Porque sería conveniente ir a dejar la moto y pedirle la furgoneta al tramoyista del teatro.

—Pues hombre, sí que tengo equipaje. Aunque sólo tengo que recoger mi ropa y mis objetos personales, cuando fui a vivir con Andrés él ya tenía todo puesto y yo no cambié ni una silla.

Los dos amigos pagaron la cuenta del restaurante y salieron a la calle, allí Mariano llamó por teléfono a Albert, el tramoyista, que le dijo que podía pasar a buscar la llaves por su casa, y que aunque iba a salir de casa en ese momento no tenía inconveniente en esperarles hasta que llegasen.

—Vale, Albert. Si quieres te quedas la moto y mañana hacemos el cambio, así no te quedas sin vehículo.

Los dos amigos se montaron en la moto y salieron hacia casa de Albert. Cuando llegaron él estaba en la puerta esperándoles.

—¡Raquel! ¡Cuanto tiempo sin verte, no sabes cuanto me alegro! Te echamos mucho de menos en el teatro, deberías dejarte ver con más frecuencia mujer —dijo Albert a Raquel cuando esta bajo de la moto.

—Gracias Albert. Yo también me alegro mucho de verte, y también os echo de menos a todos.

—Aquí tienes las llaves de la moto Albert  —intervino Mariano—, mañana si te parece hacemos el cambio, ¿OK?

—OK Mariano. Bueno chicos, os dejo que voy con prisa, hasta mañana. Espero verte pronto Raquel.

Mariano y Raquel se montaron en la furgoneta y enseguida llegaron a casa de Andrés, allí empezaron a recoger todas las cosas de Raquel.

—Parece mentira que puedas acumular tantas cosas, y eso que sólo tienes que recoger tu ropa. ¿En serio necesitas tanta Raquel? —bromeaba Mariano mientras iba metiendo en sacos de plástico lo que su amiga le iba dejando encima de la cama.

Parecía que Raquel hubiese pensado muchas veces en ese momento, porque de forma ordenada y escrupulosa iba abriendo cajones y armarios e iba extrayendo todas sus cosas sin desordenar nada, cuando terminaron había una veintena de grandes sacos hasta los topes y sin embargo en la casa no parecía que faltase nada, todo seguía en su sitio.

«¿Realmente Raquel había pertenecido a aquel lugar en algún momento de los más de cinco años que hacía que se había mudado allí?», reflexiono Mariano en silencio.

Los dos salieron de la casa con todos los sacos y fueron bajándolos en el ascensor en varios viajes y metiéndolos en la furgoneta, que se quedó cargada hasta los topes. Cuando ya habían terminado de recoger todo Raquel echó las llaves en el buzón, no sin antes quitar el llavero. En ese momento Mariano se dio cuenta de que Raquel seguía utilizando el mismo llavero que él le había regalado hacía ya mucho tiempo. Fue el día que se conocieron, Raquel había perdido las llaves y estaba de los nervios, Mariano llevaba aquel llavero en el bolsillo y se lo entregó diciéndole:

—Toma Raquel, este llavero es mágico, nunca perderás las llaves si las pones aquí. Pero sobre todo, nunca más perderás los nervios por no encontrar las llaves.

Mariano le sonrió y esta le devolvió la sonrisa.

—Veo que el hechizo funcionó —dijo Mariano.

—Todo lo que tú haces y dices funciona siempre, no sé porque no te hice caso cuando me pusiste en sobre aviso.

Ambos entraron en la furgoneta y se perdieron en la oscuridad de la noche hacia la casa de Mariano. 

Después, todo transcurrió tan deprisa, que Mariano no era capaz, ahora tras el paso de los años, de recordarlo cronológicamente. Cuando Andrés se vio abandonado reaccionó de una forma irracional, y arremetió contra Raquel con todas sus fuerzas. El hecho de que Raquel se despidiese de la galería le facilitó las cosas. El director la acusó de incumplimiento de contrato y Raquel tuvo que aceptar su exilio forzoso a Argentina, so pena de no volver a tener relación con el mundo del arte en su vida (así de grande era el poder que tenían en el mundillo artístico). Raquel se fue a Argentina al poco tiempo y Mariano perdió todo el contacto con ella. En los siguiente años, ¿cuanto tiempo hacía ya, cinco años?, apenas hablaron unas cuantas veces e intercambiaron correo en escasas ocasiones. Ambos habían tomado caminos distintos y sus respectivas vidas se fueron separando con la distancia y con el tiempo por segunda vez.

 

Recordando toda la historia de su querida Raquel, se quedó Mariano desvelado y tardó en que le venciese el sueño, no podía creer que por fin Raquel hubiese vuelto a Madrid, aunque fuese por poco tiempo. Tenía muchas ganas de volver a verla, la echaba tanto de menos.

Estaba todavía amaneciendo cuando sonó el timbre, Mariano dormía profundamente y se despertó con la insistencia del timbre que no cesaba de sonar, se acercó hacia la puerta todavía somnoliento y abrió sin siquiera preguntar quien era. Su sorpresa fue mayúscula cuando de repente apareció Raquel ante sus ojos

—¡Raquel!, ¡pero que sorpresa! ¿Por qué no me has llamado? Te habría esperado despierto y con un buen café.

Raquel se echó en sus brazos y ambos permanecieron abrazados durante un tiempo indeterminado.

—No podía esperar más Mariano, necesitaba verte lo antes posible. Ha pasado mucho tiempo y casi habíamos perdido el contacto, estaba asustada pensando que quizá ya te habías olvidado de mí.

—¿Como puedes decir eso? Tú mejor que nadie sabes que siempre estoy aquí, que siempre estoy para ti.

—Hacía tanto tiempo…

—Anda, vamos a la cocina, que voy a preparar un par de cafés. No sé si tú habrás desayunado, pero yo lo necesito, ayer, tras tu llamada, me costó conciliar el sueño.

Los dos se dirigieron a la cocina y mientras Mariano preparaba el café, Raquel recogió los restos de la cena de la noche anterior, que Mariano había dejado esparcidos por la fregadera, la encimera y la mesa.

—Eres un desastre Mariano, sigues sin recoger los platos por la noche.

—Tú eres la culpable, ya sabes que siempre te he necesitado para poner orden en mi vida, y un poco de disciplina —soltó riendo abiertamente.

Los dos amigos rieron mientras se sentaban alrededor de la mesa para tomarse el café.

—Parece que el tiempo no hubiese pasado —comenzó Raquel—, estás como siempre, tienes un aspecto excelente.

—Tú sí que estás estupenda Raquel, se nota que estás feliz. Tienes un aspecto inmejorable, tu mirada es serena, y eso me produce una gran alegría. ¡Me encanta verte así! Es el mejor síntoma de que todo va bien.

—Sí Mariano, estoy feliz. Me gusta mucho mi trabajo, y aunque al principio me costó vivir en Buenos Aires, la verdad es que a la larga me doy cuenta de que fue lo mejor. Poner tierra de por medio fue una gran solución, me costó muy poco olvidarme de Andrés y de su galería. En mi nuevo trabajo me supieron valorar desde el principio, no podían entender como habían desaprovechado mi talento, y al poco de estar allí me propusieron que montase mi propio estudio. Me han ayudado mucho y estoy consiguiendo hacerme un hueco en pequeñas exposiciones. Me han mandado a Madrid para preparar una exposición mía. En dos días llegaran los cuadros que voy a exponer, se trata de una colección de veinte óleos abstractos de interpretación libre, aunque para mí tienen una interpretación concreta. La he titulado: “Luces y sombras o cómo encontrar el sentido de la vida”. Es un pequeño homenaje al sintetismo, ya sabes la pasión que tengo por Gauguin, Bernard y Anquetin.

—¡Caramba Raquel, que alegría me da oírte hablar así! Tus últimos días en Madrid fueron tan caóticos y cuando te fuiste estabas tan hundida que me quedé con un gran pesar. Tú marcha fue tan rápida y he sabido tan poco de ti durante estos años…

—Tienes razón Mariano, no me he comunicado mucho, pero debo decirte que te he tenido presente en mis pensamientos todos los días y que te he echado mucho de menos.

—Me muero de ganas de ver tu obra Raquel, ¿has traído bocetos o fotografías? ¿Por qué no me muestras tu trabajo? ¡No puedo esperar tanto tiempo!

—No será tanto tiempo, llegarán pasado mañana, pero sí, he traído folletos, bocetos y fotografías y tengo muchas ganas de enseñártelas. Lo he dejado en el hotel, si te parece podemos quedar para cenar esta noche y te enseñaré todo lo que he estado haciendo, puedo reservar mesa en el hotel donde me alojo y así después te mostraré toda mi obra. Además quiero pedirte un favor, ya sé que tienes mucho trabajo y vas pillado de tiempo, pero me gustaría que me acompañases mientras montamos la exposición, seguro que se te ocurren buenas ideas durante el montaje para sacar más partido a los cuadros.

—Por supuesto, cuenta conmigo, aunque tenga que quedarme sin dormir.

—Bueno, pues ahora te dejo que tienes que irte a trabajar y yo también tengo muchas cosas que hacer. Te espero esta noche a las nueve en mi hotel, me alojo en el Coronel Tapioca, al lado de la Biblioteca del centro, ¿sabes cual te digo?

—Sí lo se. Ya sé donde esta, ya. Entonces acudiré allí a las nueve en punto.

Los dos amigos se despidieron y cada uno se fue a su trabajo con la ilusión de saber que pronto volverían a estar juntos.

A las nueve de la noche Mariano cruzó la puerta del hotel y allí estaba Raquel esperándole en el hall. Tenía un aspecto estupendo y desprendía una luz especial, Mariano sintió una gran alegría al verla tan feliz. Ella se acercó a recibirle y le cogió de la mano, mientras le susurraba al oído:

—Vamos al comedor, he reservado una mesa preciosa con unas vistas al jardín exterior que son espectaculares.

Mariano se dejó llevar hasta la mesa, allí se sentaron y mientras el camarero iba sirviendo el menú que Raquel había elegido previamente, ambos se aislaron del mundo para ponerse al corriente de sus respectivas vidas, era mucho el tiempo que había transcurrido desde la última vez que habían cenado juntos y tenían muchas cosas que contarse.

Cuando terminaron la cena, subieron a la habitación, y allí Raquel le enseñó toda su obra. Había trabajado duro durante sus años en Argentina, tenía un book completo con fotos de sus cuadros y montones de bocetos de obras inacabadas; le mostró también los folletos que había preparado para la exposición. Mariano disfrutaba de lo lindo sumergido en la obra de Raquel, siempre había sabido que era una gran artista y siempre supo que sería capaz de llegar a donde se propusiera, y ahora lo estaba viendo con sus propios ojos. Todo lo que estaba viendo le parecía auténtico y realmente bueno. Mariano era capaz de descubrir los rasgos de la personalidad de su amiga en su obra y disfrutaba con ello. Cuando terminaron de verlo todo, Mariano estaba exultante y Raquel se mostraba feliz de verle tan entusiasmado con su trabajo artístico.

—Eres fantástica Raquel, siempre lo he sabido, pero es más de lo que me esperaba para tu primera exposición.

—Pues todavía hay más, voy a volver a Madrid, no enseguida, pero en poco tiempo, pongamos que en cinco o seis meses me instalaré aquí. La idea es abrir una galería en la que yo seré la directora, aunque el capital lo pone mi jefe de Buenos Aires, Héctor, y además podré montarme aquí el estudio, viajaré con frecuencia a Argentina pero trabajaré aquí la mayor parte del tiempo. La verdad es que me encuentro muy a gusto allí, pero echo de menos esto y os echo de menos a todos, sobre todo a ti Mariano.

Pasaron la noche juntos y descubrieron que su amistad se había transformado en algo más, en mucho más. En esta ocasión permanecerían juntos y compartiendo mucho más que su gran amistad.

 

 

Victoria Andreu Fauquet

Luceni (Zaragoza)


 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 


 

 

 

 

Seguía nevando y los copos caían como bailando, dejé la leña en el suelo y empecé a juguetear queriendo atrapar la nieve con las manos, pero irremediablemente se posaba en el suelo.

 

 

Microclimas

Begoña Fidalgo Domingo

 

 




Microclimas.

 

Mi marido me dejó con las primeras nieves. Se llevó una maleta llena de ropa de abrigo y luego mandó a una empresa de mudanzas a por el resto. El otoño había sido muy lluvioso, enmoheció hasta las baldosas del baño, y cuando llegó el frío ya estábamos calados hasta la espina. Acabamos sin ni siquiera darnos cuenta si al otro le seguía latiendo el corazón. Después de marcharse estuvo nevando durante días hasta cubrir las repisas de las ventanas. En el trabajo pedí unos días de baja médica, por resfriado creo recordar, buena excusa para una meteoróloga.

Algunas mañanas la nieve caía lenta, zigzagueando, como si no se quisiese posar en el asfalto de la calle, y yo aprovechaba para hacer algún pequeño recado, pero casi nunca pasaba de la farmacia.

Otras mañanas la nieve caía con dureza, como queriendo clavar los copos en los cristales.

Las tardes eran cortas, oscurecía muy temprano, casi con crueldad. Yo encendía velas con olor a sándalo, siempre me desagradó enormemente el olor a sándalo, despedían un tufo que me atontaba. Cuando las velas se consumían y sólo quedaban hilillos negros ascendiendo hacia el techo me fumaba las pavas de los cigarros.

Por las noches siempre había ventisca, hasta que empecé a tomar somníferos. Con las pastillas dormía sin profundidad, pero al menos descansaba varias horas seguidas.

Por la mañana me ponía de puntillas en la ventana para ver la calle, incapaz de limpiar los bloques  helados de nieve, y esperaba a que los plásticos de los tendederos empezaran a ceder por el peso de la nieve. Cuando, de golpe, caían en la cabeza de algún viandante sonreía con desgana. En una esquina de la calle, bajo una chapa que hacía de tejado y un harapo de cuadros que colgaba, dormía un indigente. Se le veían los pies envueltos en unas bolsas de unos grandes almacenes.

 

Enfrente vivía yo.

 

Una mañana la nieve se apilaba tanto en el alféizar de la ventana que tuve que subirme en una caja de madera de cava, todavía sin descorchar. Luego saqué una de las botellas y empecé a empujar la nieve con tanta fuerza que casi me venció el cuerpo hacia la calle. Dudando solté la botella hacia el vacío y yo me quedé dentro, sentada en la caja y abrazándome las rodillas como una niña.

Al rato miré a la calle. Estaba vacía, con los cristales esparcidos llenos de espuma. En la esquina, el tejado de chapa del indigente había desaparecido dejando un pequeño hato que le hacía de almohada. Todavía estaba la marca hundida de su cabeza. Un pequeño espacio, todavía seco, lo recordaba. A lo largo de la calle había huellas de haber arrastrado algo sobre la nieve.

 

Aquellas huellas me crujieron de tanto hielo.

 

La nieve siguió posándose en la repisa de la ventana que había limpiado, el frío se colaba dentro de la casa, como si los burletes estuviesen resecos. Entonces, una corriente de aire a ras de suelo me helaba los pies y escalaba por las cervicales hasta paralizarme la nuca. Pensé en la ventisca de la noche anterior, en el indigente que tantas veces se lo había llevado la policía a un refugio.

Me estremeció la idea de que un día, después de dejarme varios avisos para poder leer el consumo de electricidad, me encontrasen congelada con tanto somnífero. Si los bomberos llamaban a mi marido para identificarme no quería que me encontrase como un charco que dejó el deshielo.

Decidí volver al trabajo y solicitar un traslado hasta que llegase la primavera. Me dijeron que la plaza vacante más inmediata era en una estación meteorológica de monte. Antes de conocer a mi marido había trabajado en una estación de ese tipo y los métodos de medición y registro de datos seguían siendo los mismos. La estación estaba en medio de un inmenso pinar y carrascal, y el presupuesto sólo daba para un técnico. A mi predecesor le acababan de dar la baja indefinida por insomnio. No soportaba los bramidos de los corzos por las noches.

 

Nevaba en la ciudad el día que me marché. Fui muy temprano a correos y dejé recado al cartero para que me guardase el correo en la estafeta y las cartas que llegasen a nombre de mi marido, que hasta entonces habían ido a la basura,  se las enviase a su nueva dirección. El día que se marchó me la dejó anotada en un pósit pegado en mi paquete de tabaco. El mismo pósit se lo pegué al cartero en el mostrador, no quería que ni siquiera nuestras cartas ocupasen el mismo lugar.

Las plantas del salón que necesitaban más riego las saqué a la terraza. Eran plantas de interior y no resistirían el frío, pero sin agua no tenían ninguna posibilidad. Quizá así se harían más fuertes y aguantarían hasta la primavera, o quizá muriesen con el hielo de la primera noche.

 

No me importaba.

 

Nevaba y me puse en marcha. El coche que me dejó la empresa empezó a patinar por el hielo de la noche pasada, pero poco a poco se fue encajando en las carriladas que dejaban los otros coches y salí de la ciudad.

Antes de mediodía llegué a la gasolinera del pueblo más cercano a la estación meteorológica. Paré para llenar el depósito de gasoil, me equivoqué y cogí la manguera de gasolina sin plomo, y antes de que la locución del surtidor acabase de decir la gasolina que iba a echar, salió el gasolinero sosteniendo un bocadillo entre los dientes y poniéndose el anorak.

Pensé en mi marido, él no se equivocaba en estas cosas. Me cogió la manguera de las manos y la colocó en su sitio. Mientras se abrochaba hasta arriba la chaqueta me indicó con la mirada la boca del gasoil. Le entregué uno de los vales que me habían dado con el equipaje de supervivencia y, mientras mordía de nuevo el bocadillo, lo anotó en un cuaderno sin tapas que colgaba de un gancho. Le pregunté por el baño. Entré, me lavé la cara y miré al espejo.

 

Unas gotas brotaron de mis ojos, probablemente del frío.

 

Cuando salí el gasolinero estaba sentado junto a un pequeño calefactor, me miró de reojo, y al final arrancó un trozo de hoja y me anotó la frecuencia para utilizar la emisora en la zona.

—Sólo llame si la nieve le llega al cuello —me dijo.

—Descuide.

Empecé a colocar las cadenas en las ruedas del coche. Primero con guantes y luego sin ellos. Di tres vueltas alrededor del coche y otras tantas cambié las cadenas de rueda, en ninguna parecían encajar a la primera. Miré hacia el interior de la gasolinera y el gasolinero reponía los estantes de las patatas fritas.

Esa tarea le llevó su tiempo, exactamente el mismo que a mí colocar las cadenas en las ruedas.

Entré de nuevo al baño a lavarme las manos y, después de secármelas, tiré el papel al suelo. Esta vez no me miré en el espejo. Compré unos botes de mermelada casera y una barra de pan todavía caliente que sostuve unos instantes entre las manos.

—No muy lejos de la estación vive un forestal, le venderá leña si le hace falta —me dijo.

—Gracias.

Le entregué otro vale al gasolinero y él lo anotó en otro cuaderno que tenía al lado de la caja registradora. Salí y comprobé las cadenas, estaban bien fijas y continué el viaje. Al rato, miré la carretera por el retrovisor y varias curvas se perdían a lo lejos, al frente una larga recta. Con las manos limpié el cristal que se había empañado y se me quedaron heladas, las ahuequé tapándome la boca, primero una y luego otra, y un aliento tibio las reanimó.

Cerca de la estación, por el mapa que llevaba en la mochila, había una cabaña de piedra que era el alojamiento del meteorólogo. La que iba a ser mi casa. El coche todoterreno chafaba la nieve a su paso como si fuese un tanque y partía las ramas pequeñas de los pinos que se inclinaban al camino.

Al chocar con las ramas más gordas me agachaba asustada como si me fuesen a golpear.

El sendero se iba cerrando por el poco uso y el parabrisas del coche se llenó de hojas y de nieve. Paré el coche al pasar por una vaguada que bajaba hasta un arroyo y puse la marcha reductora. A lo lejos, donde más se encajonaba el riachuelo, asomó una hilera de humo que ascendía hasta las nubes. Pensé que era donde vivía el forestal. Y en ese momento, si hubiese visto un pequeño sendero, aunque hubiese sido caminando, abandonando el coche, llenándome de barro y arañándome con las ramas, lo hubiese seguido, pero las zarzas y trozos de pinos caídos lo cubrían todo.

Sólo estaba, apenas marcado, el sendero que seguía recto hacia la estación.

Subí al coche y la pierna que sujetaba el embrague no dejaba de temblar. El resto del cuerpo también se sacudía y los dedos de las manos se marcaron en la goma del volante. Accioné el limpiaparabrisas y me sequé los ojos.

La cabaña de piedra estaba en un pequeño claro que dejaba el pinar. Parecía un trozo de madera en medio de una sábana. Ese era el punto que indicaba el GPS y allí paré. Me acordé del indigente y de su tejado de chapa. Salí del coche y respiré profundamente, unos copos de nieve se me metieron por la nariz y me hicieron estornudar. Me quedé plantada en la nieve como si cada estornudo me hundiese un poco más, y me empapé los pantalones hasta la rodilla. Volví a respirar exageradamente, levantando los brazos y girando sobre mí misma.

 

Grité y unos picapinos se cambiaron de árbol.

 

Con las pisadas formé un círculo en la nieve, y pronto una corriente subterránea de agua embarrada los llenó. Saqué la llave de la guantera y tintineó el llavero con un pequeño bibelot colgando de una cadena. Mi marido en una ocasión me había regalado un bibelot, se lo embalé con la mudanza. Me puse las botas de agua que había en el maletero y el anorak que me iba bastante grande, pero llevaba borreguillo por dentro. Cogí la mochila y un maletón con instrumental de recambio para los termómetros y pluviómetros y anduve con zancadas grotescas hacia la casa.

Me costó meter la llave en la cerradura, hacía tiempo que no trabajaba con guantes. Dejé caer de golpe el maletón, ni siquiera me acordé que el instrumental era delicado. Me quité los guantes y los colgué en un clavito de la pared. Había dejado de nevar.

En la entrada de la casa había una alfombra de arpillera. Un tronco seco de higuera decoraba la fachada y las ventanas estaban casi tapadas por la nieve. Abrí todas las contraventanas de par en par, lanzando toda la nieve con fuerza. Esta vez no necesité ninguna botella. Emití un grito agudo, con entonación al final, como un aullido.

 

Un tenue eco respondió después de un breve silencio.

 

De repente, como si un mecanismo me hubiese accionado los brazos y las piernas, salí corriendo afuera, y empecé a formar bolas y bolas de nieve, y a lanzarlas, a los pinos, a la fachada, a las piedras, al aire. Todo quedó espolvoreado, y en silencio, sólo se oía mi respiración.

Dentro de la casa, nada más entrar, había una cocina-comedor con unos aparadores llenos de cazuelas y algunas latas de legumbres. Se había pasado la hora de comer sin darme cuenta. En un rincón estaba la chimenea vacía, estaba barrida la ceniza, y al lado estaba el fuelle y unos periódicos plegados. Busqué el baño, saqué de la mochila el neceser y empecé a colocar mis botes en los estantes, buscando su sitio a cada cosa.

 

Todo el estante para mí.

 

Quité las telarañas del espejo y puse una toalla limpia. Una escalera de madera en forma de caracol subía a una habitación abuhardillada. El hueco de la escalera hacía de leñero, y apenas quedaban unos restos de leña, cáscaras de tronco de encina y piñas secas. Suficiente para unos días, avivaría el fuego con trapos y aceite si hacía falta.

 

Me las arreglaría sin pedirle leña al forestal.

 

Arriba, en la habitación había dos literas con colchones de espuma y una pila de mantas. Puse el pijama de felpa en la litera de abajo, encima de una almohada amarillenta que cubrí con una funda de flores. A mis libros les tocó la litera de arriba. Soplé el polvo de una estantería y dejé el reloj. Me senté en el colchón, apoyando los codos en las rodillas, mirándome los pies.

Bajé a buscar las placas solares. Estaban descargadas. Más tarde buscaría el grupo electrógeno de emergencia para la noche. Al mirar la vaguada del arroyo, una ligera niebla lo cubría. Salí de la casa dejando la puerta abierta, para que se fuese el olor a cerrado.

 

A mi marido no le gustaba nada ventilar.

 

En un cerro cercano estaba una pequeña edificación. Era la estación meteorológica y parecía un faro guiando a los habitantes del pinar. Llevé algunos aparatos a la estación y comprobé los que estaban en buen uso. Cambié filtros y arandelas oxidadas y vacié el agua corrompida de un depósito. Al vaciar el agua, salió flotando un lagarto ocelado, en el otoño, buscando resguardo, se cuelan por las rejillas y luego no saben salir. El pobre animal se había mimetizado con el entorno, el agua y el tiempo lo habían dejado absolutamente blanco, ni restos de su precioso color verde.

 

Lo guardé en un bote con alcohol para disecarlo.

 

En la mesa de mediciones puse un frasco con agua limpia y una ramita de encina. Con unas piñas y hojas de pino formé un pequeño centro floral. Barrí el suelo de tarima y me sorprendí canturreando. Dejé la emisora radio-frecuencia en una estantería sin ni siquiera comprobar si funcionaba. Cerré las cristaleras, afuera empezaba a nevar.

La tarde estaba cayendo y me fui de la estación hacia la casa. Al día siguiente pondría un foco en lo alto de la estación para guiarme por la noche, cuando las noches de luna llena saliese a pasear con las raquetas de nieve. También pondría unas piedras en la entrada, para no meter el barro dentro. Y arreglaría las jardineras para cuando se pudiese plantar. Me acordé de las macetas de mi terraza, hasta cuándo resistirían. De camino a la casa fui recogiendo algo de leña.

Seguía nevando y los copos caían como bailando, dejé la leña en el suelo y empecé a juguetear queriendo atrapar la nieve con las manos, pero irremediablemente se posaba en el suelo. Ya estaba anocheciendo y detrás de mí oí unas pisadas sigilosas, acompañadas de unos chasquidos de ramas. Eran una pareja de corzos, el macho más altivo, empezó a bramar, haciendo pequeñas embestidas, marcando su territorio. La hembra más sumisa olisqueaba el aire y me miraba y lamía unas hojas de encina.

Dejé el baile con la nieve y empecé a gritar y bracear, haciendo círculos alrededor del montón de leña, paraba, olisqueaba el aire, y volvía a gritar como un indio alrededor de la hoguera, implorando lluvia para las cosechas. Luego corrí hacia ellos tropezándome con las botas de goma.

 

Se marcharon y a cierta distancia siguieron observándome.

 

Los pájaros nocturnos empezaron a cantar, recogí la leña y continué hacia casa. Miré a la vaguada y un humo bajo inundaba el valle, trayendo un olor a monte, a leña de hogar. Apreté contra mí el fajillo de leña, al día siguiente saldría a por otro, y al siguiente otro. La noche iba a ser muy fría, la aureola rojiza de la luna no fallaba, el viento había empezado a soplar y probablemente habría ventisca por la noche.

Entré en casa y busqué en la mochila un jersey nuevo de lana con muchos colores. Intenté encender la chimenea con la leña recogida y se llenó toda la cabaña de humo, tenía que dejar secar la leña de un día para otro. Las ventanas seguían abiertas, pero el humo no se salía. Los ojos me empezaron a llorar con la humareda. Al principio lágrima a lágrima, con reparo, pero no conseguía sacar el humo y se agarró a las paredes y a mi garganta. Me dejé llevar, y lloré.

Entré en casa y busqué en la mochila un jersey nuevo de lana con muchos colores. Al pasar junto al hogar vi que de su interior colgaba una cadenita, tiré y se abrió una chapa que era la entrada del aire de la chimenea. Encendí una cerilla y la apreté bien a los periódicos arrugados, al instante prendieron formando una deslumbrante llamarada azul y roja. Me quité el jersey y me puse el pijama.

 

Quizás en primavera, cuando ya no necesitase la leña, iría a saludar al forestal.

 

Me senté en un sillón frente al fuego y empecé a dibujar unas casitas que haría de madera y colgaría en el pinar para que los pájaros anidasen la próxima primavera. Los dibujos me salían muy desproporcionados y me reí. Fui a buscar el bote de mermelada y el pan y me senté de nuevo junto al fuego.

Tosté un par de rebanadas. Me toqué la cara, estaba tibia, y noté la comisura de la boca hacia arriba. Miré a mi alrededor, todo me era reconocible, los estantes, las cazuelas, el calendario del año anterior, como si todo hubiese estado allí desde hacía tiempo, como si alguien te esperase al volver a casa.

 

Afuera nevaba plácidamente. Los corzos bramaban.

 

 

Begoña Fidalgo Domingo

Zaragoza

 



 

 

 

 

De las diversas clases de ofrendas amorosas que existen, a mí me gustan las que son fáciles de llevar a cabo, aunque no todas ellas son igual de sencillas: regalar cada día una flor con el desayuno es sólo cuestión de proponérselo; depende, en gran medida, de la distancia a la que se tenga la floristería; empezar la mañana con una sonrisa requiere ya un pequeño esfuerzo que, con práctica, se convierte en una agradable costumbre.

 

 

Lo que te prometí, mi amor

Belén Gonzalvo Val



Lo que te prometí, mi amor.

 

Nadie habla de las absurdas promesas que se hacen por amor.

Quizá sea porque la mayoría se olvidan de ellas nada más hacerlas, o puede que la vergüenza que sienten al recordar lo que se ha jurado hacer les impida luego confesarlo.

De las diversas clases de ofrendas amorosas que existen, a mí me gustan las que son fáciles de llevar a cabo, aunque no todas ellas son igual de sencillas: regalar cada día una flor con el desayuno es sólo cuestión de proponérselo; depende, en gran medida, de la distancia a la que se tenga la floristería; empezar la mañana con una sonrisa requiere ya un pequeño esfuerzo que, con práctica, se convierte en una agradable costumbre.

Frente a estas, están los juramentos que se mueven en un plano poético, precioso, idealizado y, por consiguiente, imposibles: bajar las estrellas una a una, ofrecer un trocito de luna cada noche o guardar, como un tesoro, todos los besos robados. Hay que agradecer que ninguna pueda realizarse. Si fuera así, la noche sería un cuarto oscuro desde hace siglos, el mar se habría vuelto loco sin su faro-mecedora y al primero que se le hubiera ocurrido abrir la caja de los ósculos prisioneros le habría dado un ataque de empalagamiento espontáneo.

La que yo te hice el día en que te conocí fue como la gran mayoría: difícil de cumplir, aunque no imposible. Además entraba dentro de la categoría en la que se haya incluida alguna estupidez: subir desnudo a la torre más alta de la tierra y gritar: «¡Eres el amor de mi vida!».

 

Algo así dije yo la mañana que compartimos nuestro primer desayuno: «Cuando lleguemos a los mil cafés, gritaré desde lo más alto del mundo mi amor por ti». Eso sí, pienso hacerlo vestido y bien abrigado. Allí hace mucho frío. Subir al Everest es difícil. Por mucho que ahora puedas contratarlo como un viaje de aventura más, no deja de ser algo sólo viable para gente muy entrenada en cuerpo y alma. Por no hablar del dinero.

Me preparé a conciencia. Conforme iban pasando los bollos, churros y medialunas a tu lado, se iban acumulando las horas extra en un cajón. Tú contabas los días que pasaban. Yo, los que quedaban para partir.

 

Hoy, por fin, salgo de viaje y quiero sentirme cerca de ti, como siempre, en el intento de cumplir lo que te prometí, mi amor. Por eso te escribo, con papel y pluma y no por mensajes ni teléfonos, para así ofrecerte lo vivido a mi vuelta de una forma palpable, física y real.

Por ti.

 

1

Después de un día entero de aeropuertos, hemos llegado a salvo. Cansancio, frío, y un barullo que aturde los sentidos: esa ha sido mi primera impresión de esta tierra, hasta ahora, sólo imaginada e idealizada por los numerosos reportajes que he visto en televisión. Me dicen mis compañeros de expedición que tengo la misma cara que un crío que nunca ha salido de casa, y es cierto: todas esas caras tan especiales que sólo había visto enmarcadas en una pantalla están fuera, libres. Caminan y no se pierden de mi vista si yo no quiero, soy yo quien decide a dónde dirigir la mirada. Es como estar rodando mi propia película.

Pero no son ellos los que me interesan, no he venido a hacer amigos. Estoy aquí por otra causa y no quiero ninguna distracción. Tengo que concentrar todas mis energías en conseguirlo.

 

2

Otro día más sin verte, sin compartir café y charla. Hoy se me hace más difícil. Casi no he dormido y mi cabeza no parece que se esté adaptando bien a la altitud. No he tenido fuerzas de abandonar la habitación. Los demás han salido a hacer las últimas compras antes de partir hacia la montaña y me he quedado solo con Chandra, la dueña de este pequeño hotel.

Al principio casi ni me miraba, pero la he hecho reír con mi mal inglés y hemos terminado hablando un poco. Me ha preguntado por los motivos para embarcarme en este viaje y no le he podido mentir. A mis compañeros sí, ellos creen que soy uno más que sólo quiere poder decir «yo estuve allí, en el techo del mundo» y no les pienso sacar de su ignorancia. Pero a Chandra no he sabido cómo hacerlo, quizás porque su mirada me ha recordado tanto a la tuya que sabía que iba a entender mis razones. Y he acertado. Es curioso: hablar de ello ha hecho que deje de ser un sueño.

 

3

He caído enfermo. Estoy todo el día mareado y la cabeza parece que me va a explotar en cualquier momento. Ni el caldo que me trae Chandra es capaz de revivirme. Es un esfuerzo enorme escribir estas pocas palabras. Te echo de menos.

 

4

Me paso el día adormilado por la medicación. Por la noche es cuando mejor estoy, aunque apenas duermo. Entonces puedo pensar a solas y recordar, uno a uno, los mil azucarillos que me han traído hasta aquí. Estaba absorto en la contemplación de la Luna y apenas me di cuenta de que la dueña del hotel se había acercado para ver cómo estaba. Nos hemos asustado: yo, al verla de pronto tan cerca y ella, al darse cuenta de que estaba despierto y la miraba con ojos de búho. Por poco despertamos a los demás durmientes con nuestras risas.

Eso me ha hecho pensar en la última vez que te hice reír. Fue cuando se me cayó el café que te estaba sirviendo y comenzó a dar tantas vueltas en la barra que parecía un tiovivo en miniatura dejando un reguero marrón y ondulante a su paso. Fue el día en que casi te lo cuento todo, pero, como siempre, fui un cobarde y no lo hice.

 

6

¿Sabías que Chandra significa Luna?

Esa debe de ser la razón por la que, durante mis noches de insomnio, ella se queda conmigo. Me ha contado que ayer estuve en estado de semiinconsciencia. Que repetía una y otra vez tu nombre, Isabel.

Puede que lo haya imaginado pero me ha parecido ver una luz de celos en su mirada. ¿Cómo reconocerlos en los ojos de alguien que casi no conozco? No lo sabría explicar bien, pero seguro que no es muy diferente a la mirada que yo le lancé a tu compañero de trabajo cuando vino a desayunar contigo. Os serví en la mesa de la esquina y su presencia hizo que casi me ignoraras. Di gracias cuando ya no lo vi más. Supongo que la mezcla de café que preparé, especial para él, no le gustó demasiado. Confieso que preferí perder un cliente a perder tu mirada.

Aquella mañana habías desayunado magdalenas. Yo, un chocolate amargo.

 

9

Después de unos días de reposo estoy mejor, aunque parece que mi cuerpo no se aclimata bien a la altitud. Están todos preocupados pensando que les voy a estropear la expedición por mi enfermedad. Tengo miedo, una vez más. No es mi fuerte esto de enfrentarme a situaciones difíciles. Pensarás entonces, y con toda la razón, cómo me he metido en esta aventura. Ayer lo tenía muy claro: por cumplir la promesa que te hice. Pero después de varios días sintiendo que mi cuerpo se niega a seguir mis deseos y que, además, creo que le empiezo a importar a alguien, ya no lo tengo tan claro.

Y claros son sus ojos, como su nombre. Dulce su mirada, como su voz.

Chandra me mira cuando le hablo, siente que estoy a su lado. Me cuida, pregunta, se interesa por mí. Creo que empiezo a sentir algo por ella.

 

12

Ya no voy a subir a la cumbre. Ni siquiera lo voy a intentar. Parece ridículo pero me siento el hombre más valiente del mundo. A fin de cuentas he viajado a un país lejano, del que apenas tengo idea de dónde está, y me he vuelto a enamorar. Hay que tener agallas para hacer ambas cosas.

Lo siento. Bueno, quizás no mucho.

Mi promesa se va a ir derecha al rincón donde van las ofrendas incumplidas. Tampoco creo que te importe mucho: fui tan cobarde que nunca te hice partícipe de mi amor.

 

 

Pero aquí, muy cerca del lugar más alto de la tierra, todo ha cambiado. Me he vuelto un hombre intrépido y ella sí va a saber que la amo. Aunque creo que esta vez voy a pensarlo bien antes de prometer nada. Mañana mismo le diré: «Te amo, Chandra, y por ti surcaría los siete mares en velero si no me marease en los barcos».

No, creo que quizás lo de una flor y una sonrisa cada día sea suficiente.

 

 

Belén Gonzalvo Val

La Puebla de Alfindén (Zaragoza)



 

 

 

 

Háblame tranquilamente de tu infierno y de tu cielo,

de todas las cosas que encontraste en el camino

de las que dejaste atrás porque no te gustaba su brillo.

 

 

Háblame

Joaquín Marías Corbalán “Indiana”



Háblame.

 

Háblame de los estados del espíritu latente,

de qué piensa tu alma, cuando el alma piensa

tan extraña para mí, tan indiferente.

 

Háblame del pasado, donde sólo sea un mal recuerdo

el tiempo que ahora vives, el presente

vagabundos del universo siempre endiosado.

 

Háblame de las estrellas que iluminan tu camino,

de las irreverentes sensaciones de tu cuerpo desatado

de las otoñales aves que anidan en tu mano.

 

Háblame de ese extraño desafío, el que te provoca día a día,

de la máquina del tiempo que rige tu destino

de todas las cosas que viajan en tu maleta... Vacía.

 

Háblame tranquilamente de tu infierno y de tu cielo,

de todas las cosas que encontraste en el camino

de las que dejaste atrás porque no te gustaba su brillo.

 

Háblame de la tierra, del mar, del aire y del fuego,

del agua y del vino, de la vida y de la muerte

del amor y del odio, de la suerte y del juego.

 

Háblame de la lluvia que desciende de tus ojos, de tus penas,

la que empapa tu mundo, la que moja tus ausencias

la que inventa un río salado donde nadan las sirenas.

 

Háblame de tus sueños, de humos y chimeneas,

de oriente y de occidente, de noches de neón y de… Corcheas.

 

Háblame de la música que suena en las esferas,

de sonidos discordantes, de corazones colgados en una partitura

de vasos comunicantes, de los ojos que siempre esperaste.

 

Háblame simplemente de lo que eres, de lo que serás,

de lo que fuiste, de lo que fuimos

de lo que serías, de lo que seremos.

 

Sólo así, podré rehusar o aceptar la historia

de esa vida que me ofreces, de esa muerte que me das,

de ese fuego que no quema, de ese hielo que no entiendo

de ese mundo que no existe, de esa alma que se aleja,

de esas manos tan vacías…

De esos ojos… Que ya no sueñan.

 

 

Joaquín Marías Corbalán “Indiana”

Alguazas (Murcia)




 

 

 

 

Llevaba el pelo largo, tenía la piel clara y una sonrisa agradable, unos ojos chispeantes y una boca de pastelería. A mí me sacaba la cabeza, o sea que mi mirada iba a la altura de dos pistolones muy bien puestos y muy tiesos que llevaba siempre muy ufana.

 

 

 

Clases de latín

Carlos Adé López



Clases de latín.

 

La verdad es que en estos momentos siento mucho no haber aprendido latín, aunque sólo fuera para ponerme de cuando en cuando pedante, soltar una frase en latín con perfecta dicción y por supuesto sabiendo lo que digo, pero ya es tarde para lamentaciones. Con el número de años que fui a clases de latín a estas fechas tenía que ser uno de los mejores latinistas del mundo, pero desgraciadamente nunca pasé de “rosa rosae”.

A lo largo de los años tuve varios profesores, como es natural unos mejores que otros; tuve varios sacerdotes y varios exseminaristas, rebotados de cura que decíamos entonces, eran jóvenes que llevaban los estudios para sacerdotes muy adelantados y en cualquier época de vacaciones tuvieron la dicha o la desdicha, vaya usted a saber, de acercarse demasiado a una mujer, de notar su olor de hembra, de abismarse en sus ojos y, ¡ay!, perder la fe y quizás algo más.

Algunos de mis profesores tiraron la toalla conmigo y otros estuvieron a punto de estrangularme con ella, solo yo impertérrito repetía año tras año, curso tras curso. El catedrático, un cura de manteo y teja mas chulo que un ocho, ya me preguntaba por mi señora madre, y yo le devolvía el saludo aunque por mi interior pensase en su puta madre. El caso es que para mí los exámenes de latín eran algo cíclico como las estaciones: junio, septiembre, junio, septiembre, finales de primavera y finales de verano, y así hice quizás quinto de tercero de latín.

Ya no recuerdo todo de aquellos días de gloria, en que pude haber entrado en el libro Guinness de los récords; pero de todos los profesores de latín del que más grato recuerdo tengo es de José, aunque siendo sincero de quien me acuerdo es de su hermana Clara.

Por aquella época, yo tenía catorce o quince años, era un adolescente tardío, más bien un crío con sobrepeso, excesivamente gordo y muy tímido, uno de esos chicos a los que parece que en cualquier momento va a reventar el pantalón o la camisa.

Clara tenía diecisiete o dieciocho años, era una mujer hecha y derecha, según la gente que la conocía mayores que yo, estaba muy “güena”, mejor aún, “güenísima”. Llevaba el pelo largo, tenía la piel clara y una sonrisa agradable, unos ojos chispeantes y una boca de pastelería. A mí me sacaba la cabeza, o sea que mi mirada iba a la altura de dos pistolones muy bien puestos y muy tiesos que llevaba siempre muy ufana.

Salía de trabajar a las siete de la tarde, así que en su casa estaba a las siete y cinco y allí estaba yo esperándola. Su hermano no salía hasta las siete y media y tenía un rato para charlar con ella.

Cuando llegaba, me sonreía cariñosa:

—¿Qué tal Julito? ¿Cómo te ha ido hoy con Cicerón?

—Bueno, como siempre poco más o menos.

—O sea, nada de nada —decía ella.

Entraba en la habitación donde dábamos la clase y ocupaba mi sitio, siempre el mismo, sacaba los libros y Clara por detrás me decía.

—A ver, ¿cómo han ido hoy esas traducciones?

Se apoyaba en mis hombros, acercaba su cara a la mía, me rozaba con sus pechos... Y yo me sofocaba, estaba a punto de saltar, pero mi timidez podía más y siempre era muy modosito. Así, entre bromas y chanzas llegaba el hermano, entraba y me señalaba un trozo de texto para que lo fuese mirando, mientras él se lavaba y merendaba; pocos minutos después estaba conmigo, se sentaba en el fondo de la habitación y se ensimismaba en la corrección de los ejercicios del día anterior. Corregía con un lápiz de dos colores, rojo y azul, y los cuadernos de aquellos tiempos están todos inexorablemente con rayas de ambos colores, no había palabra que no tuviese que rectificar; luego me empezaba a explicar, donde estaba el sujeto, donde el verbo, donde el predicado, si era singular o plural y un largo etcétera de trampas que Cicerón me ponía continuamente. Yo me ponía las manos en la cabeza haciendo pantalla y me ensimismaba aparentemente en las explicaciones, pero no; en la habitación de enfrente había empezado una sesión más interesante. Clara se empezaba a desnudar al lado de la cama y frente al espejo, que yo veía perfectamente, mientras José seguía con Cicerón, con Catilina, con las Guerras Púnicas.

 Clara levantaba una pierna, la apoyaba en la silla, se subía la falda lentamente y se quitaba una media, la colgaba en el respaldo y miraba al espejo, ahora sé que brindándome el espectáculo, entonces inocente de mí pensaba que ella no lo sabía; luego la misma operación con la otra pierna; luego la blusa, si era abotonada se desabrochaba con parsimonia, uno, dos, tres botones, se acariciaba un pecho, cuatro, mientras Cicerón clamaba por boca de José.

—¿Hasta cuando Catilina vas a estar abusando de la paciencia del Senado y del pueblo romano?

Cinco y seis, ¡fuera blusa! Solía llevar un sujetador blanco y aparecía unos segundos en pantalla, se quitaba la falda y se quedaba en braga y sujetador para mí, se giraba, se acariciaba, se doblaba para recoger los zapatos y yo no podía más. Mientras, al Senado habían llegado noticias preocupantes desde las Galias, donde Julio Cesar trataba de convencer a los naturales de que la Pax romana bajo el signo de las águilas imperiales era más interesante que su existencia en grupos tribales. ¡Fuera el sujetador! “Glub”. Los pechos de Clara eran blancos como la leche, perfectos y con un pezón oscuro que invitaba a chupar. A continuación tiraba de las bragas y sacaba primero una pierna, luego la otra, se acariciaba el pubis, se giraba para que viese bien su grupa, su cintura estrecha, sus caderas anchas, su espalda con el largo pelo; entonces volvía la puerta, total sesenta segundos de gloria, mientras Julio Cesar cabalgaba por toda Europa, aunque creo que lo que más le gustaba eran las Galias, porque hay que ver el tío las campañas que hizo allí.

Así pasaron muchos meses, hasta que un día José me dijo que me buscase otro profesor, porque cambiaba de trabajo y se iba a vivir a Zaragoza, creo que la tristeza me embargó.

—No te preocupes —dijo José—. Voy a hablar con el padre Bonete que es un gran latinista.

¡Y a mi que me importa el padre Bonete, yo lo que quiero seguir es viendo a Clara!

Ahora, cuando paso por una habitación con la puerta abierta y se ve un espejo, siempre espero que allí se refleje mi inolvidable Clara.

 

 

Carlos Adé López

Alagón (Zaragoza)



 

 

 

 

Mi amiga, mi confidente, mi “casi hermana”, llegaba en las próximas horas y yo mataba el tiempo por el camping esperando ver aparecer su coche en cualquier momento.

 

El juego era una mera excusa. Pero ya no pude abrir los ojos. Me perdí en él, en sus labios suaves, en ese beso lento que me provocó cosquillas en el estómago.

 

 

Verano del 96

Ana Anaís



Verano del 96.

 

Comenzaba junio y con él, el conflicto que mantenía con el universo sobre cuál sería el contenido de mi maleta para las vacaciones: si este bikini era más original que este otro o esta camiseta sería la que más gustaría a mis amigas del camping. ¡Qué difíciles eran las decisiones a los dieciséis!

Todos los veranos, desde que tenía uso de razón, los pasaba en un pueblecito de Cádiz, desde mitad de junio hasta los primeros días de septiembre, los justos para deshacer equipaje y hacerme a la idea del comienzo del siguiente curso.

Los veranos allí eran especiales. Además de reunirnos amigos que no podíamos ver en todo el año, mi cumpleaños se celebraba en julio y la fiesta en la playa estaba asegurada.

Allí nos encontrábamos chicos y chicas de puntos muy diferentes y lejanos entre sí. Además, cada año, siempre había algún nuevo huésped que acababa uniéndose a nuestro grupo.

Mi mejor amiga, Esther, vivía en Madrid y siempre habíamos planeado estudiar juntas en Cádiz. A las dos nos apasionaba el mundo animal, y en especial el marino, y en la universidad andaluza teníamos la oportunidad de hacer la carrera de Ciencias del Mar. Soñábamos con ser las nuevas “Cousteaus”, en cruzar los mares descubriendo escualos y ballenatos. Pensábamos que serían como unas eternas vacaciones mientras trabajábamos en lo que más nos gustaba.

 

Y tras un interminable y eterno miércoles de viaje por fin, el sol parecía cobrar vida e introducirse por la ventanilla para despertarme y decirme: “Judith, abre los ojos, ya estoy aquí”. Vivía en un pueblo del interior de Lérida y aunque no faltaba el sol en verano, nada tenía que ver con aquel calor acogedor con el que te recibía en el sur. Entonces siempre bajaba el cristal y dejaba que el aire me diera en la cara, me invadiera ese olor a sal, y de nuevo cerraba los ojos para sumergirme en todo lo que ello despertaba en mis sentidos.

Esther llegaba el viernes. Estaba deseando contarle todo lo que me había pasado este curso, en especial la llegada de un nuevo profesor de inglés… Patrick.

Esa tarde se preveía tranquila. Deshacer las maletas y esperar a que mi madre me encomendara alguna complicada misión como ir a por vino casero del Señor Mateo para la cena, quizá un pequeño paseo por la noche, pero al final del día, poco más hubo que añadir, el viaje era demasiado largo en coche y tras la cena, apenas sin sobremesa, todos pedíamos a gritos ir a dormir.

Hacía tres años que habíamos cambiado la caravana por un bungalow y aunque tenía que compartir habitación con mi hermana Victoria, al menos teníamos una cama para cada una y espacios individuales para nuestras cosas.

Victoria tenía veinte años y nuestro físico era totalmente opuesto. Supongo que una se había quedado con todos los genes de nuestro padre y la otra de nuestra madre. Ella con una larga y rubia melena y ojos claros, y yo de cabello negro, rizado y tez morena.

Sabía que entre el viernes y el sábado toda la pandilla volveríamos a encontrarnos como cada verano. Cada año sentía las mismas cosquillas en el estómago.

Al día siguiente, como siempre, tocaba mañana de compras para avituallarnos de comida. El Señor Mateo era una persona de unos sesenta y tantos años que regentaba el Colmado del pueblo. Supongo que ya se podría haber jubilado pero aquella tienda era su vida y a pesar de las invitaciones de ciertos empresarios para abandonar el negocio y poner una franquicia, él se mantenía firme en su decisión de estar allí hasta el final. El Colmado del Señor Mateo era toda una institución, todos le teníamos mucho cariño a ese hombre que muchas noches nos invitaba a su barco y nos contaba historias de pesca que había vivido en su juventud.

Pero ese año no estaba allí, sentado detrás de aquella caja de los años setenta. Al principio pensamos que podría estar en el almacén, en el aseo quizá, pero tuve una sensación extraña a la que se sumó la presencia de una chica detrás del mostrador de la fruta. Estaba atendiendo a una señora extranjera con una soltura absoluta en inglés. Cuando llegó nuestro turno la pregunta era obvia:

—¿Y el Señor Mateo? ¿Esta enfermo?.

Era inconcebible que se hubiera jubilado, en él no cabía la palabra jubilación. La chica cambió la expresión y con semblante serio pero amable contestó:

—Tenía problemas del corazón y en los últimos meses ha estado más en el hospital que en casa. Afortunadamente se ha recuperado pero debe guardar reposo en casa —mi madre y yo expiramos con alivio—. Yo soy su nieta, y mi hermano y yo nos estamos haciendo cargo de la tienda.

Tras enviarle nuestro mejor repertorio de abrazos y ánimos, hicimos la compra y nos dirigimos a la caja. Allí estaba Tony, el hermano de Isabel, los hasta ahora desconocidos nietos del Señor Mateo. Tony era alto, desgarbado, de aspecto descuidado, fibroso, se notaba que hacía deporte. Tendría unos dieciocho o veinte años. No puedo decir que era antipático pero tampoco fue excesivamente amable. Tenía la sensación de que aquello de encargarse de la tienda no le hacía demasiada ilusión. Apenas nos miró al hacer la cuenta. Yo estaba tan pensativa con su pobre abuelo que apenas me di cuenta de que sólo levanto un instante la vista para clavarme la mirada, afilada, como si tuviera la culpa de que él tuviera que estar allí.

El resto del día transcurrió sin novedad, tranquilo. Por la noche, tras la cena, salí con Victoria y mis padres a dar un paseo. Era la toma de contacto oficial con las vacaciones, la tournée familiar que daba por inaugurados dos meses de “no horarios, no reglas”.

Y por fin viernes… Mi amiga, mi confidente, mi “casi hermana”, llegaba en las próximas horas y yo mataba el tiempo por el camping esperando ver aparecer su coche en cualquier momento. Y así fue. A mediodía llegó con sus padres y su hermano. Mi hermana Victoria estaba perdidamente enamorada de Daniel, el hermano de Esther, pero él parecía no corresponderle demasiado, o al menos eso parecía. El tenía veintidós años, un físico de gimnasio y demasiado fijador en el pelo para mi gusto. Alguna vez llegué a pensar si no se le habría fundido junto con el cerebro. Era superficial y frívolo, y lo peor es que se creía gracioso. Soportar sus chistes era una pesadilla. Pero por más que intentaba convencer a mi hermana de que no le convenía, ella cada año anhelaba una declaración de amor en el dique, como en una película, y siempre me soltaba la frase: “¡Que sabrás tu del amor!”. Y en parte tenía razón. Realmente me había gustado algún chico del instituto pero no había llegado a perder la cabeza como ella sentenciaba que te debías sentir cuando te enamorabas.

Aunque ese año había sido diferente para mí. La llegada de un nuevo profesor de inglés, Patrick, había trastocado mi existencia. Y estaba deseando poner al día a mi amiga. Eso sería tras la cena, sentadas en la arena, con la luna acompañando la conversación.

Y así fue, mientras nuestras familias compartían café, nosotras fuimos hacia la playa y allí le relaté lo que me había pasado ese curso como si de una novela se tratara…

Patrick era nuestro nuevo profesor de inglés. No tendría muchos más de veinticinco, rubio, con caracoles en el pelo y alguna peca en la cara. Me gustaba porque era una mezcla de perspicacia, espontaneidad y extravagancia. Lo cierto es que el primer día que llegó a clase todos quedamos atónitos con su aspecto. Llevaba pantalones bombachos y una camiseta ancha con el lema de “Save the whale” (Salvemos las ballenas). ¡Amaba a los animales! Creo que eso fue lo que más llamó mi atención. Me fascinaba. Era tan diferente a todos los profesores… Y mi imaginación hizo el resto. Un catamarán por las costas del Pacífico, con él manejando el timón y yo, cerca, dedicándole mi mejor sonrisa… Cuando dejé caer mi suspiro de ilusión y bajé la mirada, estaba frente a mi cara, observándome como si estudiara un batracio en un microscopio, con la cabeza ladeada y sonriendo. Él solo dijo: “Seguro que era un bonito sueño”. Y continuó con su presentación. Cada vez que me lo cruzaba en los pasillos buscaba su mirada, y a veces la encontraba, y me sentía como si todo se detuviera un instante y sólo estuviéramos él y yo, su sonrisa, mi rubor, sus ojos y los míos.

Esther escuchaba atenta, como si estuviera viendo un film de un amor prohibido. Y en el fondo casi lo era. Él era mi profesor, yo además era menor… Sí, sabía que lo nuestro era complicado pero, ¿y si él me correspondía? Lucharíamos contra todo y contra todos con tal de estar juntos, al menos eso pasaba en las películas.

—Sí, demasiadas películas has visto tú —exclamó Esther.

Ella era más realista que yo, supongo que ver a su hermano con una novia cada mes la tenía escamada respecto a las cosas del amor. Y yo, al fin y al cabo, sólo alimentaba esa historia con encuentros fortuitos por los pasillos.

Iban pasando los días. Ya estábamos todos y alguno más que se unió. Las noches eran nuestras, de juegos, de confidencias, de risas, de ratos de silencio mirando al mar oscuro.

Uno de los chicos que se había unido ese año, Jacques, un francés que dominaba el español, había llegado para participar en una competición de windsurf en Tarifa y nos invitó a pasar con él el día del campeonato. Tras la ardua tarea de convencer a nuestros padres, conseguimos permiso para coger el primer autobús de la mañana, prometiendo que estaríamos antes de la hora de cenar. Tarifa no estaba demasiado lejos, poco más de media hora en autobús, así que la tarde anterior había que proveerse de víveres. Lo peor de todo era ver al antipático de Tony en el Colmado, siempre tan serio, y su mirada fría invadiéndome.

Todavía estaba amaneciendo cuando desperté. La sensación de poder ver los primeros rayos del sol entre la persiana parecía recargar mi batería. Di un salto y preparé la mochila con bocadillos, refrescos, crema solar y toalla. Aunque ya había estado en Tarifa, ese día iba a ser diferente. ¡Una competición de windsurf! Y con un montón de chicos guapos y deportistas desfilando frente a nosotras. ¡Yuju! Y sobre todo, solas, sin padres ni hermanos pululando a nuestro alrededor.

En el autobús había varios de ellos intentando adaptar su equipo en el maletero. Tarea complicada. Algunos andaban por la carretera haciendo autostop. Aquello era una auténtica peregrinación surfera.

Al llegar allí, Jacques nos localizó rápidamente y nos hizo señas. Nos acercamos y nos sentamos junto a su tabla mientras se terminaba de abrochar el traje de neopreno y dirigirse al punto de inscripción y salida.

—¡Deseadme suerte!

Y así lo hicimos con la señal de victoria, mientras él le hacía un guiño a Esther.

—Perdona, ¿tienes algo que contarme? ¿Y ese guiño?

Esther impasible y con cierto tono de desdén me respondió:

—¡Bah! Te podía haber mirado a ti, ha sido casualidad.

Si no la conociera tanto me lo hubiera creído, pero llevábamos juntas desde los cinco años y sabía que ese chico no le era indiferente. Y parecía que ella a él tampoco.

Cuando todos se dirigían hacia el punto de partida y nuestras miradas puestas en aquella concentración inmensa de surfistas, apareció Tony, a unos metros, caminando decidido, pero fijando de nuevo la vista en mí, sin apartarla, con descaro, serio, manteniendo la mirada durante varios metros. Me resultó un tanto insolente, pero a la vez misterioso, intrigante. Ese chico que apenas me dirigía la palabra, siempre me miraba de un modo que me hacía sentir intimidada. Pero a la vez, empezaba a despertar cierta curiosidad. ¿Por qué no le habíamos visto hasta ahora? ¿De dónde venía? ¿Por qué su abuelo no nos hablaba de ellos? Aunque supongo que eran más apasionantes sus historias de luchas contra atunes gigantes y tormentas de rayos y centellas que hablarnos de nietos o de familia, salvo de su mujer, a la que adoraba.

Pero esa inquietud duró sólo unos instantes. No muy lejos de él me pareció ver… Me levanté. Sí, creo que sí. ¡Es él!

—¿Patrick? —exclamé en voz alta— ¡Patrick! ¡Patrick!

Cada vez que mencionaba su nombre elevaba el volumen. No me lo podía creer. Patrick estaba allí. Con una tabla de Surf, su traje de neopreno, sus pecas, sus rizos…

Dejando a Esther boquiabierta en la arena eché a correr. No podía creerlo. Al fin, él se percató de mi presencia. Él, y el resto de la competición que me había oído gritar y hacer aspavientos durante cincuenta metros.

Por un momento se quedó paralizado. Mis pensamientos a mil por hora imaginaron que quizá ni siquiera sabría quien soy. No me asociaría al instituto. ¡Que sé yo!

Tras los primeros segundos de impacto y reflexión, con gran sorpresa dijo mi nombre.

—¡Judith!

Mi sonrisa fue interminable. ¡Qué bien sonaba con su voz y su acento inglés! Y lo más importante. Recordaba mi nombre. Eso significaba… ¡Qué se había fijado en mí! ¡Que tal vez le gustaba! ¡Oh!. Mi cabeza comenzó a ser un terremoto de elucubraciones y mi corazón una locomotora que latía a la velocidad del sonido.

—Perdona, llego tarde a la inscripción. Tengo que irme. Me alegro de verte.

Se alegraba de verme, de mi nombre… Pero entonces, ¿por qué tenía esa sensación agridulce? Apenas estas palabras fueron unos segundos y aunque estaba exultante porque recordaba mi nombre y lo tenía cerca de mi lugar de vacaciones, quizá hubiera esperado que me invitara a vernos más tarde o que me preguntara dónde me alojaba para ir a visitarme. No había mostrado más de un interés meramente formal y cordial. Y realmente así era aunque yo pretendiera lo contrario. Nuestro vínculo no iba más alla. Quizá la palabra vínculo era demasiado. Mi ánimo cayó por los suelos. La ilusión se desvaneció igual que vino.

Volví a mi campamento base, con Esther, que me miraba con cara de circunstancias mientras me dejaba caer abatida sobre la toalla.

Nos quedamos en silencio. Se oyó el disparo de salida.

Se celebraba una carrera con balizas que podía durar entre dos y cuatro horas. Su silueta se había perdido entre trajes de neopreno y velas de colores. Miraba al infinito, sin lograr ubicarlo. Mis ojos vidriosos tampoco ayudaban demasiado a tener una imagen nítida.

Tras algún chapuzón, unas patatas de bolsa y una buena sesión de sol, acabó el torneo y con él se avivó la esperanza de volver a encontrarme con Patrick y enmendar el disgusto anterior.

Pero no sucedió. A medida que los competidores salían del agua, se disipaban como los bancos de peces cuando detectan peligro.

Todos, excepto Jacques, que orgulloso de su cuarto puesto, se acercó en dos zancadas. Enseguida se sentó junto a Esther y era obvio que pretendía tener algo con ella. Pero mi pensamiento estaba demasiado lejos, así que al no localizar de nuevo a Patrick, decidí tumbarme y seguir tomando algo de sol. Así fue hasta que algo me hizo sombra. Me había quedado dormida y al darme la vuelta me costó distinguir quien era por los destellos del sol.

—Tony…—dije sin apenas abrir los ojos.

—Hola. ¿Puedo sentarme con vosotros?

Quedé desconcertada unos segundos, no sabía muy bien qué le empujó a hacernos compañía, pero parecía que Jacques y él se habían hecho amigos y le hizo un gesto con la mano invitándole a unirse al grupo. Se sentó a mi lado. ¿No pretendería que le diera conversación? Apenas habíamos cruzado unas palabras y despertaba en mi más apatía que simpatía.

—Bonito bikini —dijo él.

—Gracias —contesté sin salir de mi asombro. ¿Sabía ser amable?

Entonces entorné un poco el cuerpo y presté atención por si de ese chico de mirada hermética y sobria actitud podía salir alguna otra frase agradable. Y así fue.

—Me han dicho que llevas muchos años veraneando aquí.

—Sí.

—Y que tu cumpleaños es el mes que viene.

—Sí.

—¡Vaya! ¡Me va a resultar difícil hablar contigo con tanto monosílabo!

Agaché un poco la cabeza. Sí, tenía razón, pero no sabía cómo comportarme con él. Había sido siempre un tanto arisco y no sabía cómo enfrentarme a aquella repentina amabilidad. Pero su exclamación me sorprendió y no pude evitar soltar una sonrisa.

—Eso está mejor… —replicó sonriendo también.

En apenas unos minutos captó mi atención y me había evadido de Esther, de Jacques, del mar…., y de Patrick. Estaba totalmente atrapada en cómo buscaba mi mirada y en su forma tan directa de preguntar.

Nos quedamos en silencio unos instantes, con la conversación de fondo de Esther y Jacques que cada vez reían más y acercaban gestos y complicidad.

En cierto modo me encontraba un poco acorralada porque no quería interrumpir ese momento de coqueteo de mi amiga, así que no tenía otra alternativa que conversar con Tony. Me armé de valor y utilicé su misma táctica de ir al grano.

—¿Y tú? ¿Por qué no te hemos conocido hasta ahora? —le pregunté recelosa. En el fondo me costaba confiar en aquel chico aparecido de la nada y que había indagado sobre mí. ¿Cómo se había enterado de que mi cumpleaños era en julio? ¡Yo no sabía nada de él¡

Hizo una mueca. Sabía que tenía ventaja. Sabía mi edad, de donde venía y mi fecha de cumpleaños. ¿Pero quién diablos se lo había dicho? ¿Y por qué ese interés? Podría haber empezado por ser más amable en la tienda. Hubiera sido más fácil.

Pero a él parecía gustarle ese juego misterioso y a mí me estaba empezando a sentar mal su mueca irónica. Acababa de tirar por tierra lo poco que acababa de cambiar mi opinión sobre él.

—Es una larga historia —contestó al ver mi expresión—. Pero si no tienes prisa te la contaré esta noche en la playa.

Quedé boquiabierta. ¿Me estaba pidiendo una cita? ¡Oh! ¡Me estaba pidiendo una cita¡

Incliné la cabeza hacia un lado y me encogí de hombros dándole a entender que me era indiferente. Estaba molesta con su actitud.

Allí terminó la conversación y tras un silencio con caras de circunstancias Jacques invitó al grupo a dar un chapuzón pero él se marchó.

Al sumergirme para mojarme el pelo, una pequeña corriente me hizo perder el equilibrio y supongo que tantas horas expuesta al sol y la poca hidratación me produjeron un vahído que me tuvo unos segundos bajo el agua. La siguiente noción que tengo fue en la orilla, con una multitud observando y la voz de Patrick cerca exclamando mi nombre.

—¡Judith!¡Vamos Judith!

—¡Al fin abre los ojos! —gritó Esther.

Estaba aturdida. No sabía muy bien qué había sucedido. Pasó un buen rato hasta que volví a mi ser. Pero lo tenía pegado a mí, tomándome las pulsaciones y tratando de reanimarme. Estaba en una nube. Al cabo de unos minutos me recuperé a duras penas y se empeñó en llevarnos de regreso al pueblo con su coche.

 

Paró en la puerta del camping y después de volverse a asegurar de que me encontraba perfectamente, se despidió con un guiño.

¡Ay! Un guiño…

Mientras caminábamos entre caravanas y tiendas de campaña me dirigí a Esther.

—De lo que ha pasado hoy ni una palabra a mis padres o no me dejaran ir sola a ninguna parte el resto del verano.

—No te preocupes. No pienso decirles que has flirteado con un inglés. Vaya susto me has dado.

—¡Je!

Ese sentido del humor era típico de ella. Pero hoy tenía argumentos para responderle.

—Yo tampoco le pienso decir a los tuyos que has estado coqueteando toda la tarde con un francés –contesté mientras hacía una burla.

Tras la cena me desplomé sobre la cama. El día había sido intenso y agotador y en unos minutos me rendí al sueño con la imagen de mi profesor a veinte centímetros de mí.

 

Los siguientes días transcurrieron tranquilos: mar, sol, deporte… Con el recuerdo de Patrick en Tarifa que se desvanecía poco a poco. Intuía que no lo volvería a ver, posiblemente invertía su verano en recorrer mundo y había sido una casualidad encontrármelo allí.

Así que intenté disfrutar del sol, de la playa y de mis amigos como cada verano. Y mientras disfrutaba de todo aquello un sonido interrumpió mi mañana de ocio.

—¡Judith! —sonó la voz lejana de mi madre—. ¡Acércate! Tienes que ir a comprar

Mi soplo de resignación se sintió en varias ciudades. Pero no quedaba otro remedio. Debía dejar el partido de ping-pong a medias por unas cuantas verduras y un paquete de arroz si no quería que mi madre pusiera el grito en el cielo y me soltara su eterna letanía de lo poco que la ayudaba. Mi hermana estaba demasiado ocupada haciéndose la manicura y por supuesto no se le podía molestar.

Esther me acompañaba y de camino nos encontramos a Dani, su hermano.

—Hola guapas. ¿Dónde vais?

El hecho de saber que guapas se lo soltaba a cualquiera me hacía mirarlo con desdén aunque intentaba disimularlo por su hermana.

—A hacer unos recados —contesté.

—Está bien. Voy con vosotras.

Y en mis pensamientos se oyó: «¿Quién te ha invitado?»

Así que se unió a la expedición mientras iba devorando con la mirada a cualquier chica que se nos cruzaba en el camino.

Nada más entrar la mejor de las sorpresas. El Señor Mateo estaba de vuelta. Un poco desmejorado, se notaba que estos meses le habían pasado factura pero con su carácter intacto.

—¡Señor Mateo! ¡Que alegría que haya vuelto!

—Sí, este corazón tiene que navegar mucho todavía.

Nosotros nos disgregamos por los pasillos y los estantes de la tienda y mientras buscaba las conservas que me había encargado mi madre, alguien de pronto susurró.

—La otra noche te esperé en la playa.

Inmóvil frente a las latas de atún me di cuenta de que era Tony. Y sin darme la vuelta contesté.

—No dije que fuera a ir.

—¡Vaya! No pensaba que fueras tan brusca. Solo quería explicar…

Y sin terminar la frase cogí mi cesta y lo dejé con la palabra en la boca. ¿Me había llamado brusca? ¿Pero cómo se atrevía? Me produjo tal enfado que ni siquiera me giré a lanzar una mirada punzante. Brusca yo. ¡Ja!

El enojo me duró todo el camino, aunque no sabía muy bien por qué me afectaba de ese modo viniendo de él, y fué tal la indignación que apenas le presté atención al interrogatorio de Dani sobre mi hermana.

—¿Va a ir tu hermana Victoria a tu cumpleaños?

—Sí, claro que irá. Es mi hermana.

—¿Y sabes si vendrá con algún chico? ¿Sale con alguien?

—Mi hermana no me cuenta esas cosas y a mí me es indiferente.

Tras la llegada al bungalow y los preparativos de la mesa, tomé conciencia del diálogo de Dani y durante la comida decidí devolver a Victoria una pizca del sufrimiento gratuito que me provocaba a mí la mayoría de las veces por sus caprichos y tonterías.

—Hoy nos ha acompañado Dani al Colmado —dije sabiendo que abría la caja de Pandora. Sus ojos azules se abrieron como platos y sus oídos se tornaron alerta—. Supongo que tendré que invitarle a mi fiesta de cumpleaños.

—Sí claro, ¿por qué no lo ibas a invitar? —dijo Victoria—. Quedaría mal que no lo hicieses, es el hermano de tu amiga.

—Ya, bueno, no sé. Él es mayor que nosotros, puede que no le guste estar con gente de nuestra edad.

—Pero yo sí acudiré y tenemos la misma edad, así que podrá hablar conmigo si no le gusta la fiesta —su tono de voz sonaba triunfante. Hubiera sido lo mismo si hubiera dicho: «esta vez no escapará».

Entornó la mirada y sus pensamientos volaron a la ciudad de los finales románticos y felices.

Dejé que disfrutara por unos instantes y continué con mi estrategia de tenerla en vilo. Además sabía que lo siguiente caería como una bomba en el corazón de mi ilusionada hermana

—Por cierto, me ha preguntado por ti…

Ese fue el toque final de la conversación, y tras el postre, el interrogatorio a solas era evidente. Sabía que iba a disfrutar con ello. Poseía información privilegiada que le iba a costar sonsacar.

A la hora de la sobremesa solía ir a un rincón del camping, con Esther y alguno más que se unía. Era un lugar recogido, con árboles y una salida a través de un tramo de valla deteriorada. Al otro lado, las pisadas habían seccionado la hierba y se intuía una senda que subía a la falda de los acantilados. A unos cinco minutos de camino, desde las rocas, se divisaba toda la playa. De noche era precioso ver todo de color azul casi negro, con las luces de los grandes barcos al fondo. A veces la luna, iluminando las olas. Era uno de esos cobijos donde acudir y pensar.

Pero durante la comida había sembrado la tormenta con Victoria, así que sabía que no avanzaría más de unos metros fuera del bungalow sin que ella me localizara y me sometiera al tercer grado.

—¿De verdad te ha preguntado por mí? ¿Qué te ha dicho? ¿Lo vas a invitar a la fiesta, verdad?

—Un momento por favor, un momento. No me atosigues —cada segundo en el que no le daba información era una eternidad para ella. Lo reconozco, estaba disfrutando, como tantas otras veces lo hacía conmigo pagando sus malos humos–. Me ha preguntado si acudirías con alguien a la fiesta en la playa.

—¡No, claro que no! ¿No le habrás dicho que si verdad?

Sonreí de un lado, esbozando una mueca, haciéndole creer por un segundo que le había dicho que sí. Su ceño se frunció y su expresión se volvió tinieblas. Pero antes de que derrochara rayos y truenos le contesté con un tenue hilo de voz:

—No, tranquila, le he dicho que estarás sola.

Desde esa tarde, Victoria emanaba entusiasmo y simpatía y su sonrisa quedó perenne.

 

Faltaban pocos días para el cumpleaños. Patrick había desaparecido, pero todas las mañanas mi primer pensamiento era para él. Aún con ese encuentro fugaz con el que no contaba ese verano, y no había hecho sino reforzar lo que sentía, en septiembre comenzaría Bachiller en el mismo edificio que el Instituto y al menos lo podría ver por los pasillos.

 

Tras una tarde de charla, volvímos temprano para cenar. Varias familias, veteranas del camping, entre ellas la mía y la de Esther, solían juntarse algunos días para cenar todos juntos. Entre unos y otros la cifra de comensales podía llegar a ser de hasta veinticinco. Veinticinco personas hablando, riendo, comiendo y bebiendo. Organizando jaleo que se prolongaba hasta la madrugada, eso, si algún madrugador no venía a las once de la noche a llamar la atención y terminábamos cuchicheando para no molestar. Los padres de Esther comentaron durante la tertulia que al día siguiente querían ir a Cádiz. En principio siempre decían que por hacer algo de turismo pero casi siempre se convertía en un día de tapas y compras en el centro comercial. La mayoría de las ocasiones me unía a ellos y esta vez no iba a ser menos. Una dosis cosmopolita tampoco estaba tan mal en medio del relax. Y este año mis padres decidieron apuntarse al plan, así que al día siguiente, con sendos automóviles fuimos de camino a la capital. Eso si, también con Jacques, que se unió a ultima hora. Él se fue con los padres de Esther, parecía que tenía buena sintonía con Dani, y Esther venía en nuestro coche con mi hermana Victoria.

No madrugamos demasiado. Cádiz estaba a menos de una hora de carretera y disponíamos de tiempo de sobra para recorrernos la ciudad entera, visitar la catedral, con sus azulejos dorados, el barrio de Santa María con sus casas señoriales, el casco histórico por las barriadas de Las Viñas o El Mentidero, y como no, tapear por la Calle Zorrilla. Me encantaba la provincia, sus playas y los pueblos blancos de la Sierra. Era tan distinto a donde yo vivía… Y quería estudiar allí, deseaba disfrutar de aquel clima y aquel ambiente todo el año. Y del mar, sobre todo del mar. Así que ese día pretendía disfrutarlo de modo especial.

Tras la mañana callejeando y parando en alguna taberna para reponer fuerzas a base de pescaito frito y otras delicatessen sureñas, por la tarde era el turno del centro comercial. Una vez allí, nos separamos. Por un lado nuestros padres, por otro Dani y Jacques, por otro Esther y yo, y mi hermana se fue sola. Intuía que quería comprar mi regalo de cumpleaños. Quedamos en un punto al cabo de una hora más o menos. Tiempo suficiente para entrar en todas los comercios de moda y probarnos el máximo de prendas posibles. Yo había recibido un adelanto por mi cumpleaños por tanto podría permitirme un capricho. En una de las tiendas, al salir del probador para mostrar a Esther una de las faldas que había escogido, ella, que a su vez salía del contiguo con otro vestido, quedó petrificada al salir. ¡Vaya! «Sí que me debe quedar bien», pensé. Pero comenzó a hacerme señas con la mirada, mirando a mi espalda, y comprendí que había alguien tras de mí y no sabía si debía darme la vuelta o no. Pero la dí.

Ese día iba a ser del todo perfecto. Patrick. Ese profesor que despertaba en mí mil mariposas, estaba a mi espalda, a un metro, esperando su turno para probarse un bañador.¡Guau! Ese bañador, ese torso desnudo, su pelo mojado y esa sonrisa maravillosa me embaucaba. Y de pronto, tras esa cortina de visiones que me había trasladado no se sabía donde, se rompió con su voz.

—¡Hi Judith, qué bueno verte de nuevo! ¡Bonita falda!

—Em, sí, bueno, es mi regalo de cumpleaños —balbuceé.

—¡Ah! ¿Es tu cumpleaños?

—Sí, bueno, dentro de un par de días.

—Sí, y lo celebraremos en la playa —exclamó Esther con picardía—. ¿Quieres venir?

Yo estaba muda, no podía articular palabra. Entre sorpresa, bañadores, torso mojado… era incapaz de reaccionar.

-Sí, ¿por qué no? Estaré con mis amigos por la zona. Dormimos en el pueblo de al lado de vuestro camping.

—¡Claro! Entonces puedes traerte a alguno de tus amigos también —contestó Esther.

—¡Right! Nos vemos allí entonces. Bye chicas.

Las conversaciones con él eran breves. Pero intensas, muy intensas. Al menos así las sentía yo.

Llegamos al punto de encuentro y aún estaba en estado de shock. Patrick estaría en mi fiesta, seguramente con una chispa de alcohol que le haría todavía más irresistible y encantador y me besaría, al final de la noche, cuando todo el mundo se hubiera ido y quedáramos a solas. Volaba, sentí escuchar música y el universo girar a mi alrededor.

 

Y así transcurrieron los dos días siguientes. Cantando desde que sonaba el despertador, saludando a todo aquel con quien me cruzaba en el camping y contando las horas para mi fiesta.

Y llegó. Mi día, y lo sería por muchos motivos. Estrenaría mi nueva falda, me maquillaría un poco más de la cuenta, me estiraría los rizos… Me sentía tan especial y tan afortunada por todo lo que acontecía ese verano.

Eran las siete de la tarde y el sol, mientras caía, formaba cientos de colores en el paisaje. El agua estaba tranquila. Habíamos llegado a la playa, con bolsas de hielo, botellas de licor, refrescos, cervezas, algo de picar…Y detrás acudían Jacques, Victoria, Dani y algunos más del camping.

El punto de inicio lo puso la música. El dueño del chiringuito era un viejo conocido y nos permitía estar cerca ese día y subir un poco el volumen.

Unas tres cervezas más tarde apareció él. Me sorprendió con los pies dentro del agua mientras bailaba. Me acerqué rápidamente. Venía con un amigo.

—Hola Patrick. Me alegro de que hayas venido. Podéis tomar lo que queráis. Ahí encontraréis bebida y algo de picar —y señalé un montículo de bolsas y una mesa donde coloqué algunos platos con sándwiches y snacks.

—OK. Gracias Judith. Por cierto, muchas felicidades.

Y me plantó dos besos en sendas mejillas. Era la primera vez que sentía su piel. La primera vez que sentía su olor tan cerca. El día del desmayo no tenía mucha conciencia de aromas. Fue menos de un segundo. Para mí, se detuvo el tiempo. Tantas sensaciones en un instante… Me había besado, en las mejillas sí, pero al fin y al cabo era el contacto de su piel con la mía. Estaba especialmente guapo, con una camisa semiabrochada y unas bermudas. Suspiré inconscientemente, corriendo el riesgo de que se diera cuenta. Pero era inevitable, estaba demasiado atractivo.

Volví al agua. No quería quedarme allí para no parecer muy desesperada y él se fue hacia el montón de licores decidido a por un par de cervezas.

Aquello se animaba. La noche había caído y las únicas luces que iluminaban nuestra zona eran las sutiles bombillas del chiringuito. Había otros grupos en la playa y Dani, el hermano de Esther, llevaba toda la fiesta flirteando con una chica de otra pandilla. Realmente me era indiferente pero tras la conversación del otro día, mi hermana esperaba otro tipo de fiesta de cumpleaños para ella y al ver la situación permaneció sentada sola y cabizbaja en la arena. Le hice varios gestos para que viniera a la orilla pero se negó en varias ocasiones. Me dolía verla así y en el fondo me sentía culpable porque era yo quien le había creado ilusiones. O quizá no. Realmente era Dani quien me había preguntado realmente todo eso. Pero yo estaba tan indignada con las palabras de Tony que apenas le presté atención. Y según recapacitaba de todo aquello, iba sintiéndome más molesta con él. Así que me acerqué, interrumpí su romance con aquella rubia francesa y con un descaro inusual le repliqué.

—¿Hace unos días te interesas por Victoria, que si va a venir a la fiesta, que si sale con alguien y ahora la dejas tirada?

Y me puse las manos en la cintura esperando una contestación.

El no conseguía articular palabra. No sé si por mi descaro (yo no acostumbraba a tener ese desparpajo salvo con algún exceso de bebida), o porque se sintió acorralado por sus propias palabras.

Mi hermana me miró de lejos con expectación. Intuía que había ido a reprocharle la situación y supongo que esperaría no tener que avergonzarse después de mis palabras.

—¿Así que tu respuesta es no responder?

Y dando media vuelta lo dejé plantado con su estupor mientras su nuevo ligue le preguntaba qué estaba sucediendo.

Caminé unos pasos hacia Esther y los demás muy digna, con la vista al frente, sin percatarme de que mi hermana tenía compañía. Patrick estaba hablando con ella. No supe muy bien qué pensar. Con la excusa de preguntar dónde estaba su amigo me desvié hacia ellos. Tenía curiosidad. Hablaban en inglés. Victoria estaba en la escuela de idiomas y se podía expresar en varias lenguas. Y al acercarme le pregunte por Tom, su amigo. Me señaló hacia el chiringuito. Ni siquiera miré.

Con una dosis de sarcasmo me pronuncié:

—Veo que ya conoces a mi profesor de inglés.

—Sí, bueno, me ha preguntado y le he dicho que soy tu hermana.

—Yes Judith, tu hermana tiene muy buen acento. It’s very good.

Pero, ¿qué hacía conversando con ella? ¡Tenía que hacerlo conmigo! Entre indignación y confusión volví al corazón del grupo. No pude por menos que contárselo a Esther. No sabía qué hacer. Estaba enfadada, confusa, triste. Mi mente era un cúmulo de sensaciones. Les había dado la espalda. No soportaba verlos hablando, juntos. Patrick no se había vuelto a acercar a mí. Y desconocía la excusa para volver a rondar. Mis emociones no me permitían pensar. La medianoche había quedado muy atrás, y desde entonces no me había atrevido a darme la vuelta y encontrarme de nuevo con la escena de ellos dos juntos. Pero no empezaba a quedar otro remedio. Quería ir a por bebida. Y en un arranque de orgullo decidí firmemente que iba a disfrutar mi fiesta sí o sí. Que nadie podría arruinarme el guateque. Bebería y bailaría hasta el exhausto y la recordaría, como cada año, como la mejor de las noches sin que nada ni nadie lo pudiera impedir.

El alcohol hacía reacción. Todos estábamos salpicados por las olas e incluso alguno se había bañado vestido. Por un rato evadí aquellos pensamientos y reí, y disfruté. Hasta que Tom, el amigo de Patrick, llegó y en un castellano casi ininteligible dijo:

—Parece que tu hermana y Patrick se han caído muy bien.

Fue un acto reflejo. Torné la vista y el mundo se heló. Mi corazón se congeló. Mi música dejo de sonar. Las risas y las olas desaparecieron.

Estaban allí. Tirados en la arena. Besándose. Abrazándose. Sentí quebrarme en pedazos. Mi propia hermana. ¿Por qué con ella? Con los cientos de chicas que había podido encontrarse ese verano. Y ante mis ojos. Era tan insoportable…

Esther también cayó en la cuenta y quiso desviar mi atención. Pero era inútil. Estaba herida. Hundida. Toda mi historia y mis sueños devastados en cenizas.

Quería huir, escapar de aquella desazón. Me fui. Caminé, no sabía muy bien hacia dónde pero no tenía rumbo. Con mil lágrimas y un desengaño que me desbordaba. No permití que Esther me acompañara. Necesitaba llorar, esconderme, cerrar los ojos y creer que aquello no había sucedido. Pero no era así. De todos los finales me había tocado el peor. Esa imagen, que no se borraba de mi mente.

Atrás quedó la gente, el ruido. Cada vez sentía más el silencio. Era la mejor compañía que podía tener en ese momento. Sin querer había llegado a aquel refugio, tras el camping, había atravesado la valla y alcanzado las rocas donde me desplomé y desparramé toda mi agonía hasta que no me quedaron lágrimas. Estar a solas con las luces de fondo, el mar, la noche, las rocas me daba cobijo. Pero no lo estaba. Alguien se acercaba y por un momento pensé que podrían ser ellos que buscaban un lugar más íntimo. Si era así, no sé cómo reaccionaría. Pero era una sola figura la que se aproximaba. Tenía los ojos tan irritados de llorar que apenas lo distinguía. Tampoco me preocupaba salvo por la vergüenza de que alguien pudiera descubrirme así.

—Hola.

Esa voz… ¡Tony! Sí, aún podían ser peor las cosas. Podía haber sido alguien que acudiese a hacer fotos o alguna parejita a tener un momento de intimidad. Pero era el latoso de Tony.

—Hola —respondí sin ganas.

—He visto cómo te ibas de la playa y me preocupé.

No salía de mi asombro.

—¿Ahora me espías?

Se produjo un silencio. Se acercó un poco y se sentó a mi lado.

—Si quieres llamarlo así…

—Estoy harta de tus misterios y de tus enigmas.

Tony tenía el poder de desviar mi atención de cualquier cosa con su actitud. Hasta de lo que me había sucedido esa noche.

—Apenas me has dado la oportunidad de hablar.

Giré la cabeza hacia otro lado, lo que menos necesitaba eran reproches.Y continuó.

—Vivo en Madrid con mis padres y mi hermana y como tú, el mes de junio vengo aquí a pasar el verano con mis abuelos. Espero con ansia cada mes de junio porque también llegas tú. Te vi por primera vez cuando apenas éramos unos críos. Siempre correteaba por el Colmado, junto con mi abuelo, pero cuando entrabas me escondía en la trastienda y te observaba con la puerta entreabierta. Quería salir a jugar contigo pero mi vergüenza era mayor.

Aquella confesión me dejó aturdida. Lo miré, con estupor. No sé si pretendía que respondiera, pero estaba tan perpleja que sólo continué escuchando.

—Este invierno me estuve armando de valor para decirte algo cuando llegaras. Siempre albergaba el temor de que algún día eligieses otro destino de vacaciones y no volverte a ver. Pero llegaste hace apenas unas semanas, más guapa de lo que podía recordarte. Y he pretendido acercarme a ti, pero creo que no se me ha dado muy bien ¿verdad?

Y sonrió. Y yo hice una mueca parecida a una sonrisa.

—¡Vaya! Parece que lo voy haciendo mejor.

Y sonrió un poco más.

Pero yo había recibido un duro golpe y la expresividad no iba a ser mi fuerte en ese momento.

—Esta noche también estaba en la playa, con mis amigos y he visto cómo te ibas entre sollozos, sola. Me he quedado preocupado porque ni siquiera has dejado que te acompañara tu amiga. Te he seguido, sí. ¡Soy culpable señor juez! —dijo levantando los brazos en señal de rendición.

Hice un gesto para bajarle las manos.

—Bobo —le contesté mientras volvía a sonreír.

—¡Mmm!, ese no es el piropo que esperaba pero acepto tu sonrisa en compensación.

Nos quedamos callados, mirando a ninguna parte.

—¿Es precioso verdad?

—Sí.

—Cuando termine de estudiar me gustaría venir a vivir aquí.

—¿Qué estudias?

—Veterinaria. Pero me gustaría especializarme en vida marina. Trabajar en algún acuario. No sé… También me gusta el submarinismo.

Entonces despertaron mis sentidos. Compartíamos la misma pasión por el mar y la vida marina.

—¡Yo también! —exclamé. Quiero venir a estudiar a Cádiz el grado de Ciencias del Mar.

Y hablamos de cetáceos, de barcos, de mares y de islas por descubrir durante horas. Tantas como para ver amanecer. Y apartar mis pensamientos de Patrick, de Victoria, de Dani y de todo resquicio negativo de la noche anterior.

—Creo que deberíamos volver. Aunque no tengo horarios no quiero que se preocupen mis padres si ven que regreso de día.

—Tienes razón. Te acompaño —dijo Tony.

Y deshicimos la senda que bajaba hacia el camping, y al llegar a la verja rota, yo tenía que atravesarla para entrar y él bordearla para llegar hasta su casa.

—Espero que no haya terminado demasiado mal tu fiesta de cumpleaños.

Me encogí de hombros. Realmente no sabía qué decir.

—Te propongo un último juego.

—¿Un juego? —dije yo.

—Sí. Verás. Extiende la mano derecha. Extiende la mano izquierda. Ahora cierra los ojos.

Y calló.

—¿Y ahora qué?

Y apenas había terminado la pregunta y sentí un beso. El juego era una mera excusa. Pero ya no pude abrir los ojos. Me perdí en él, en sus labios suaves, en ese beso lento que me provocó cosquillas en el estómago. No sé cuánto tiempo duró. Pero sí tuvo el efecto suficiente como para querer estar con él cada día durante el verano.

 

De aquello han pasado diez años.

Patrick apenas impartió clases el primer mes del siguiente curso ya que el profesor titular se incorporó enseguida. El romance con mi hermana apenas duró un par de días y no volvimos a saber nada suyo, así que evitaba cruzarme con él por los pasillos. Por mí y por Victoria.

Esther me confesó que Jacques le gustaba y que habían tenido algo, pero la distancia hizo mella y no cuajó. Ahora vive con su novio, al que conoció en la universidad.

Dani, al final del verano se declaró a Victoria. Lo que parecía ser una relación sin mucho futuro y en la que no confiábamos demasiado resultó acabar en boda hace un par de años.

Tony acabó veterinaria en Madrid y yo finalmente tuve que estudiar en Lérida decidiéndome por la rama de Turismo.

Los dos vivimos en Conil de la Frontera, yo me dedico a la gestión de turismo rural y él trabaja en una piscifactoría.

Aquel chico antipático y desgarbado que tenía una asombrosa habilidad para ponerme nerviosa, consiguió animarme y conquistarme en una sola noche. Y hoy, diez años después, hemos vuelto a aquella roca y le devolví el mismo juego.

—Extiende la mano derecha. Ahora la mano izquierda. Ahora cierra los ojos.

Y no, lo siguiente no sería el beso. En su lugar, me aproximé al oído y susurre…

—Feliz Aniversario… papá.

 

 

Ana Anaís

Zaragoza




 

 

 

 

Continué pensando en todo aquello y aunque me había propuesto no sufrir más de lo estrictamente necesario, era inevitable no conectarme con mi sufrimiento una y otra vez.

 

 

Nochevieja y desamor salpicados en un Wok

Sarabel




Nochevieja y desamor salpicados en un Wok.

 

Mi cabeza bullía a mil por hora.

No podía creer que eso me estuviera pasando a mí. No daba crédito a lo que estaba sintiendo en ese instante, ni a lo que yo estaba haciendo en respuesta. Lo más parecido con mi realidad en ese momento era cualquier comparación con algún culebrón televisivo de esos que tanto detesto.

 

Mientras llenaba aquel plato de fresquísimas y variadas verduras, elegía una selección de bichos patilargos de procedencia marina y otros manjares exóticos, para que aquel japonés sudoroso que me observaba muy atentamente (y no era de extrañar pues la escena resultaba lamentable) pudiera cocinarlos, salpicándome él por fuera y la situación por dentro. Yo lloraba desconsolada y en silencio.

Con la mirada perdida en el chisporroteo y el tufillo y con el pensamiento haciendo cortocircuitos en mi cabeza, intentaba pensar en la respuesta mágica que diera solución a todo aquello. Quería un final feliz y lo quería ya. Lo necesitaba. No podía terminar el que había sido un durísimo año de “tira y afloja” en el terreno personal, de aquella manera. Me resistía. No me lo merecía, había dedicado mucho tiempo y esfuerzo a esta historia y quería que esto no estuviera ocurriendo.

 

“Cualquier situación es susceptible de empeorar”. Odio esa frase tan de moda, recurrente y socorrida para cualquier conversación superficial y sin embargo, ahora la estaba viendo anunciada en mi cabeza como un luminoso cartel de neón. Mi estado emocional y mi vida sentimental, evolucionaban vertiginosamente hacia el desastre. Y sí, la frase al final iba a ser buena y cargada de razón. Aún cuando uno cree que hay situaciones imposibles de empeorar, mi experiencia dice que se puede. Ahora, desde la distancia y la calma que da el paso del tiempo, puedo recordarlo con cierto humor, pero en aquel momento quería desaparecer hasta de mí misma. Me encontraba agitadísima de mente y alma y paralizada de movimiento y palabra. No sabía que hacer.

Desde luego aquella nochevieja, tal y como lo había deseado pero por diferentes motivos, sería sin duda una de las que recordaría durante toda mi vida. Ja, ja, ja. Hay que tener humor y ser positivo, ¡al menos por una vez mis deseos se habían cumplido!

 

Quería serenarme, que todo fuera un error, la visualización de una escena de una película ó quizás un sueño… ó simple y egoístamente algo que les pasa a otros… Pero no, me estaba pasando a mí, en aquel fin de año, en aquella escapada amorosa, en aquel viaje deseado y planificado a una de las más hermosas ciudades del norte de España.

Y allí estaba yo, en el Wok de aquel restaurante japonés, y a pesar de que mi corazón había adquirido una velocidad de latido muy por encima de lo recomendable, a pesar de que mi cuerpo se movía por inercia, tenía que volver al maldito asiento de mi mesa en el que hacía un rato, había descubierto a medias, lo que intuía un horrible secreto que me había dejado ojiplática, sin aliento y sin habla. No podía demorarme mucho más, ni presentarme con esos ojos hinchados que delataban mi estado, sin un motivo ó excusa convincente, ya que por el momento no pensaba desvelar el real. No quería precipitarme hasta conocer todos los datos que me faltaban. Tenía que idear  un plan más que eficaz en un tiempo record. El inesperado plan “A” era un asco y tenía que regresar con un mejor trazado plan B, además de con una sonrisa y una conversación fluida que indicasen una normalidad, que desde luego no podía expresar ni de lejos.

 

Recogí mi plato lleno de esos humeantes alimentos al dente de diversos colores y apetitosos aromas y di media vuelta en dirección a mi mesa. ¿Dónde estaba la mampara de cristal que separa esa cocina espectáculo de su público? Mi vestido parecía un dibujo hecho por mis sobrinos preescolares. «¡¡¡Mierda!!!», dije para mis adentros. «Todo tiene que pasarme a mí», lamenté entre dientes. Me sentía salpicada, manchada, e invadida. Por fuera con la grasa de aquella innovadora forma de cocinar y por dentro con ese ácido desamor que me estaba carcomiendo. De pronto sonreí pensando en que quizás aquella muestra de dudoso arte vertido sobre mí, me sirviera como excusa para justificar mi cara desencajada, por si no lograba encontrar un pretexto en los veinte segundos que me separaban de mi futura expareja.

 

No fui muy original porque el tiempo jugaba en mi contra y volví a mi sitio fingiendo un falso dolor de cabeza que me dio un breve margen de tiempo para intentar pensar en esa solución que se negaba a llegar a mí, y continué con la farsa.

Por suerte, una inoportuna y predecible llamada de teléfono por unos asuntos concernientes a su trabajo pendientes de resolver, me proporcionó un poco más de tiempo, al menos para “rechuperretearme” los dedos a mis anchas sin tener que fingir una conversación coherente y procurando centrarme. Mientras intenté ordenar los datos y los hechos, que revoloteaban atropelladamente por mi cabeza como si estuvieran en una montaña rusa.

Después de un largo rato al teléfono resolviendo esas cuestiones laborales, mi acompañante, no sabría decir si de viaje, en la vida ó en el asesinato inminente de esa “nuestra relación” hasta el momento, hizo un gesto que indicaba que con cierta urgencia tenía que ir al escusado, circunstancia que se había repetido ya varias veces a lo largo de la mañana y que indicaba claramente que el tapeo de la noche anterior le había sentado mal. Eso me daba cierta ventaja y porqué no decirlo, cierta satisfacción… «¡Qué se joda!», pensé.

 

Retomé mi labor de espía con cierta premura. Nada ponía en tela de juicio, al menos del mío propio, mi ética al destripar de todas formas posibles la intimidad de otra persona. Me creía con derecho puesto que me afectaba directamente y no quería pensar en nada más que no fuera conseguir mi propósito. Y para justificar lo injustificable, me encomendé a la frase: “el fin justifica los medios”. Y como necesitaba saber con seguridad que estaba pasando antes de destapar la Caja de Pandora, me pareció otra frase bastante buena, la verdad.

 

Me sentía muy inestable y vulnerable. Hacía ya mucho tiempo que en mis ojos había desaparecido el brillo de la emoción. Debió de esfumarse junto a las mariposas de mi estómago. Habían sido unos meses duros, en los que no había querido rendirme. Estaba dispuesta a luchar con uñas y dientes para recuperar lo que posiblemente nunca tuve. Y es que, ya lo decía el gran Sabina: “No hay mayor nostalgia que añorar lo que nunca se ha tenido”.

 

Con los nervios a flor de piel y el corazón saliéndose por mi boca en cada palpitación, comencé a temblar y a investigar al mismo tiempo. Tenía unos minutos para confirmar lo que había visto en ese móvil casi una hora antes, mientras él se había ausentado en busca de un plato con aperitivos. Quizás yo estaba equivocada y por error había interpretado mal aquel mensaje. Quería comprobar que así era. Quizás por cotilla y por tener un oído excelente que registraba cada vibración de cada uno de los mensajes que estaba recibiendo en aquel aparato, que curiosamente él había silenciado, aun cuando no tenía costumbre (cosa que me mosqueaba todavía más). Yo estaba metiendo la pata. Seguro. Seguro que estaba equivocada, me repetí para autoconvencerme, como hacen algunas personas que prefieren no abrir los ojos a este tipo de realidades tan frecuentes. Por los nervios y la presión de los últimos meses, sumados a la necesidad de que todo empezara a caminar bien, había leído algo que no ponía. Podría ser un mensaje que tenía preparado para mí y pensaba enviármelo en un momento muy especial en la celebración al despedir el año juntos. Sí, seguro que era eso. Lo comprobaría y pasaría página, no sin antes avergonzarme de mí misma por lo que estaba haciendo. Deslicé mi mano nuevamente hasta el bolsillo de esa chaqueta colocada en el respaldo de su silla, ante la expectación y los rostros curiosos de los comensales de las mesas vecinas. Me reí nerviosa, mientras seguía llorando. Aquella situación me hacía parecer una loca, pero eran los nervios. Al menos eso quería pensar yo para buscar una justificación a lo que estaba haciendo. ¿Qué estarían pensando al verme? Pensarían que yo era una de esas mujeres histéricas que no dejan espacio a la intimidad de sus parejas. «¡Ay, cómo es la gente!», exclamé yo sólo con el pensamiento. Para nada, yo no. No era de esas. Nada más lejos, pensé, mientras me sentía satisfecha de la destreza y rapidez que estaba adquiriendo con cada una de estas prácticas. Ya podían haber reparado en este detalle como algo positivo, los que en ese instante clavaban sus inquisitivas miradas en mí, que no eran pocos, puesto que estaba el restaurante a rebosar dadas las fechas y la hora. Qué incomprendida me sentía. Pero no me importaba en absoluto su opinión. «¡Qué les den a todos!», volví a exclamar de nuevo en mi pensamiento. Y entonces ocurrió. Abrí la tapa del móvil, busqué entre sus mensajes de esa mañana y… ¡Voilà! Ahí estaba. Era un precioso mensaje de Amor. ¡Cómo me gustan esos mensajes! Me parecen, ¡tan necesarios entre enamorados!, y generan esa complicidad imprescindible en la relación. Qué bonito, pensé: «Me echa de menos y quiere hacerme el amor una y otra vez, hasta desfallecer». Sólo que había un pequeño detalle a tener en cuenta. NO era para mí. Comprobé la destinataria para asegurarme. Ahora ya tenía la absoluta certeza.

Era un mensaje de mi pareja en ese momento a su expareja en aquel entonces.

Entre sollozos, nervios y cierta satisfacción por mi buen trabajo de agente secreto, sentía el “subidón” de adrenalina que me proporcionaba la excitación del momento. Y seguidamente un “bajón” tremendo del estado anímico al comprobar que las piezas de ese puzzle que llevaba tiempo intentado encajar, acababan de hacerlo. Debe de ser verdad que hay un sexto sentido que te alerta en según que momentos. Ese día ya me había levantado con ese presentimiento. Durante su ducha en la mañana, al oír su móvil e intuir lo que ocultaban sus silencios y su falta de caricias, sabía que aquello tenía las horas contadas.

 

Intenté tomar distancia emocional de aquella tragedia que yo creía que me estaba sucediendo, sin entender que a pesar del sufrimiento que aquel desenlace me ocasionaba en ese momento, al tiempo sería un alivio y sin duda la mejor decisión para mí. Quería tener una pataleta infantil y llorar y gritar y que alguien que me quisiera de verdad me abrazara fuerte y me dijera que todo se solucionaría. No ocurrió, estaba sola. La única persona que conocía en ese sitio, se acaba de convertir en ese instante el referente de todos mis males. Me serené. En el fondo sólo era la confirmación de lo que tantas veces había pasado por mi cabeza y que mi corazón se negaba a aceptar poniendo mil excusas. Pero ahora era una realidad y tenía la prueba ante mí. Ya no se podía prolongar más aquel querer y no poder.

 

Él, aún tardó en llegar unos minutos más. Como no se encontraba muy bien y su hipocondrismo y egoísmo y todos los ismos del mundo, que tenerlos los tenía, no le permitieron adivinar, todo lo que el resto del restaurante intuía que estaba pasando.

 

Terminamos de comer y queriendo aprovechar las horas de luz y el buen tiempo, en aquella falsa escapada romántica, fuimos a una playa maravillosa con unas vistas espectaculares, a pasear descalzos nuestro desamor y la cuenta atrás de aquel malogrado idilio. Todavía mientras caminábamos él me cogió de la mano y me hizo unos arrumacos, ¡el muy Judas! Aún puedo oler lo que eso significó para mí en aquel momento y siento ese picor de nariz de cuando algo inevitablemente te emociona y rompes a llorar. Y mientras dábamos el que sería nuestro último paseo, me invadía la nostalgia, el desgaste y la sensación de fracaso y por un momento aún pensé que aquello no era nada más que un mal sueño.

 

No podía imaginar todo lo que tendría que superar ese año que estábamos a punto de comenzar. Apenas podía hablar y a pesar del esfuerzo que para mí suponía responder a las numerosas e inevitables felicitaciones de familiares y amigos porque era Nochevieja, aquellas llamadas me tuvieron conectada al teléfono y resultaron un alivio en medio de esa agonía. Quedaban pocas horas para la media noche y el tiempo pasaba lenta y angustiosamente.

 

Con el corazón encogido levanté mi copa y mirándole a los ojos le dije:

—Un brindis por lo pasado y por lo vivido. Por no arrepentirnos de amar ni de vivir. Porque el futuro nos depare lo mejor a cada uno de nosotros.

¿De qué estás hablando? —me dijo desconcertado.

—Por terminar unos capítulos y comenzar a pasar las páginas de los siguientes —continué yo con mi retahíla de despedida mientras él intentaba adivinar que estaba pasando… Seguí brindando y ya, para terminar, le dije—. Porque con este año y este brindis, se acaba esta relación que ninguno de los dos nos merecemos. ¡Qué seas todo lo feliz que te mereces! —y pensé en todo lo que esa frase significaba y que era un buen deseo de fin de año. Igual que el regalo sorpresa del mensaje que encontré rebuscando en su móvil.

 

A primera hora hice mi maleta y cuando casi apenas había amanecido salí del hotel y me dirigí con paso firme a la estación de trenes. Por supuesto, no pude dormir en toda la noche con todo aquello que estaba ocurriendo. Pero lo que sí que tenía claro, era que el comienzo de ese año que acaba de asomar por el calendario no sería como el anterior. Era el momento. Un firme propósito que cumpliría. Sin duda aprendí mucho de la situación, de las circunstancias y sobre todo de mí. Y ahora me quiero y me valoro más que nunca. Me sé valiente y luchadora y no me arrepiento de amar con esa intensidad con la que creo que hay que sentir la vida.

 

Tomé un café para despejarme, me sentía un poco aturdida. El cansancio emocional y físico me pasaban factura. Compré el billete de retorno y me acomodé en mi asiento con la intención de descansar un poco antes de llegar a casa. Di una cabezada durante el primer trayecto pero no pude conciliar el sueño. La situación era desbordante y aun así yo intentaba hacerle frente con valentía. Continué pensando en todo aquello y aunque me había propuesto no sufrir más de lo estrictamente necesario, era inevitable no conectarme con mi sufrimiento una y otra vez.

 

En un papel que tenía a mano escribí otra frase. Esta me gustaba mucho, era de un libro que una amiga me había recomendado y decía así: “El amor nunca se malgasta, aunque no te lo devuelvan en la medida que merezcas o desees. Déjalo salir a raudales. Abre tu corazón y no tengas miedo de que te lo rompan. Los corazones rotos se curan, los corazones protegidos acaban convirtiéndose en piedra”. Suspiré con una profunda tristeza. Me sentía incapaz de volver a amar a nadie.

 

Sumida en mis pensamientos y en el significado de la frase, me sobresalté viendo en la pantalla informativa del tren que tan sólo quedaban diez minutos para llegar a mi destino. En un momento llegaba a Madrid. ¡No puede ser! Desconcertada me levanté de un salto de mi asiento. ¿Madrid? ¿Por qué? Yo quería ir a Zaragoza a recoger mi coche para volver a mi casa. Inmersa en mi propia confusión me había equivocado de destino. No sabía si reír o llorar. El caso era que ya no podía hacer nada al respecto. Lo solucionaría al llegar. Tan sólo quedaban unos minutos más para el final del trayecto. Sonreí pensando en que quizás fuera el presagio de que el año recién parido estaría lleno de sorpresas. Y desde luego, pensaba saborearlas todas y cada una de ellas. ¿Quién me impedía disfrutar por unas horas, ó unos días (nunca se sabe) de otra hermosa ciudad y de mí misma, antes de mi vuelta a casa? Ese sería mi nuevo comienzo. Primer día del año y varios retos por delante. Volví a sonreír. Me gustaba la idea.

 

 

Sarabel

El Temple (Huesca)





 

 

 

 

 

 

 

Por fin había llegado el día más importante en la vida de Sandra y ahí estaban las cuatro en su casa, dispuestas a ponerle los pendientes que le habían regalado para aquel día y hacerse fotos todas juntas. Como en los viejos tiempos. Como si nada hubiera pasado.

 

 

 

Como las estrellas

Rebeca Fernández Gaspar



Como las estrellas.

 

Cuatro amigas, cuatro inseparables amigas. De dieciocho años, diez de los cuales han pasado juntas. Y ahora llega ese punto en sus vidas en las que sus reuniones ya no serán diarias, ya no se sentarán juntas en clase, ya no se reirán con sus compañeros, ya no se intentarán copiar en los exámenes unas de otras, ya no pasarán los recreos cantando y hablando sin parar, ya no…

 

 

JUNIO 2014

 

—¿Creo el grupo de whatsapp? —preguntó Sandra.

—Claro gordi, créalo —contestó Carlos.

Sandra y Carlos eran una pareja a punto de casarse, de veintiocho años ambos y ya con ocho años de relación. Se conocieron estudiando Comunicación Audiovisual y a los dos años de ser amigos empezaron a salir, hasta hoy.

—Ya hablaste el otro día con Ana y os pusisteis como locas —dijo Carlos.

—Ya… Pero no sé si Leire y Carlota…

—¿Por qué no? Aunque hace mucho que no habláis y no os veáis seguro que sigue siendo igual que siempre.

Carlos siempre ha sido de lo más atento con Sandra, a él le gustó ella desde el primer momento que la vio, pero por aquel entonces ella tenía novio. Aquel novio que la tenía amargada, triste todo el día, sin brillo en esos bonitos ojos azul grisáceo.

Un día Carlos se encontró a Sandra en el autobús llorando, sola. Se sentó a su lado y comenzaron a charlar, se fueron a tomar un café y siguieron hablando durante horas. Desde ese día se volvieron inseparables, llamadas a todas horas, cenas, paseos…

Sandra dejó a aquel novio y volvió a creer en el amor gracias a Carlos.

A menos de un año de convertirse en marido y mujer, estaban preparando la lista de invitados y Sandra se acordó de sus amigas del colegio con las que había perdido la relación hacía mucho, mucho tiempo.

 

 

Ana trabajaba en una clínica veterinaria, siempre le habían encantado los animales, desde que, cuando tenía ocho años, sus padres le llevaron a una protectora y le dijeron que eligiera un perrito porque se lo iban a llevar a casa. Ana se puso como loca y fue incapaz de decidirse hasta que vio a esa perrita negra a la que le temblaban las patitas del miedo que tenía, y la miraba con aquellos ojitos, parecía sacada de un dibujo animado. En media hora Duna ya estaba con ellos en casa.

Duna siempre había estado a su lado en sus años de colegio y en los de universidad hasta que Ana se fue a Londres para terminar de estudiar inglés, justo después de terminar la carrera. Un día sus padres la llamaron diciendo que Dunita, así la llamaba ella, se había puesto muy malita y que no creían que aguantara mas de dos días. Ana cogió el primer vuelo que pudo y consiguió ver a su perrita, de dieciséis años, justo antes de que les dejara para siempre.

Ahora, después de que ya habían pasado cuatro años sin ella, se planteaba si adoptar otro perrito con el que convivir. Hacía poco que se había independizado a las afueras de la ciudad, muy cerca de la clínica, que junto con Carol, su compañera de la universidad, había montado. La verdad es que la vida le sonreía, trabajaba en lo que le gustaba y ganando lo suficiente como para poder vivir sola. Lo único que le faltaba era el amor, ella que siempre habría creído en encontrar a su príncipe azul, pero cada vez estaba más segura que no existía.

 

Un día salía de la clínica cuando recibió una llamada de un número que no tenía guardado, no lo cogió creyendo que lo que querían era venderle algo, pero insistió con una segunda llamada.

—¿Diga?

—¿Ana? —preguntó una dudosa Sandra.

—Sí, soy yo. ¿Quién eres?

—Anita tía, soy Sandri.

—¿Sandri? ¡Sandri! ¿¿Mi Sandri??

—Sí. ¡Sí!

—¡Tía, que alegría! ¡Cuánto tiempo! ¿Cómo estás? —dijo Ana más que emocionada.

—Muy bien, la verdad que me va todo bien.

—¡Joder Sandri, qué de tiempo! ¡No tenemos vergüenza!

—Ya lo sé Anita, después de lo que pasó con Leire y Carlota nos afectó mucho a todas…

—¡Jo, ya ves!… No he vuelto a saber nada de ninguna.

—Ya… Pero no te llamo para hablar de eso. Te llamo para contarte que… ¡Me caso!

—¡Qué dices!  Pero, ¿con Alberto? Creí que lo habíais dejado…

—¡Noooo! A Alberto lo dejé en segundo de carrera y entonces conocí al que será mi futuro marido. Se llama Carlos, y le tienes que conocer es un encanto.

—¡Qué bien Sandri! ¡No sabes cuánto me alegro!

—¿Y tú qué? ¿Cómo te trata la vida?

—Pues en lo laboral genial, he montado una clínica veterinaria con una amiga y nos va súper bien. Y en lo personal, pues sigo soltera, he tenido mis cosillas pero nada serio.

—¡Jo, que bien, con lo que te gustan los animales Anita! Y bueno te llamaba para ver si te apetece que nos veamos un día.

—¡Sí, claro que sí! Me encantaría, tengo tantas ganas de volver a verte…

—¡Genial! Pues ahora con las nuevas tecnologías, si quieres hablamos por “whats” y vemos cuando podemos vernos para poder charlar largo y tendido, como en los viejos tiempos.

—¡Perfecto! Me parece una buenísima idea. Quedamos en hablar entonces.

—OK guapa. ¡Un besazo!

—Otro para ti.

 

 

Leire estaba sentada en el sofá con su madre viendo telebasura, haciendo tiempo para entrar a trabajar. No le apetecía nada ir, pero era lo único que tenía, después de buscar y buscar, tal y como estaban las cosas, lo único que había encontrado era trabajo de camarera en un restaurante italiano. Después de que la despidieran de la empresa donde trabajaba de secretaria, porque la empresa quebró, no había podido encontrar nada similar o relacionado con el grado superior de Administración y Finanzas que había estudiado al acabar el colegio.

—¡Uf mamá, que pereza! No me apetece nada ir a trabajar.

—Ya hija, me imagino, a estas horas… y vete a saber a qué hora saldrás.

—Ni idea. Ya sabes, el día que pienso que no va a haber mucho jaleo me acaban dando las mil.

—¿Va José  a recogerte luego?

—No, me llevo la moto, tenía una timba en casa de un amigo o algo así. Con lo que en cuanto acabe me vengo directa a casa, estoy deseando librar mañana.

—Qué suerte que te pongan a librar un sábado, ¿eh?

—Pues sí, casi ni me lo creo…

 

Leire y José llevaban juntos un año, pero desde el día en que se conocieron sabían que estaban hechos el uno para el otro. La manera de conocerse no fue la mejor, pero ellos siempre dicen que el destino lo quiso así.

Leire salía de trabajar y cogió su moto, a mitad de camino le sorprendió una tormenta de verano que no le dejaba ver la carretera, cuando iba a pararse a esperar a que se calmara un poco ese aguacero, una sombra salió de la nada y tuvo que hacer una maniobra muy brusca para no atropellar a aquella persona, con lo que terminó en el suelo.

—¿¡Pero no sabes ni por dónde vas!? —le gritó ella.

—¡Pero si estoy en un paso de cebra! —dijo la sombra.

—¿Cómo? —Leire, con la lluvia, no pudo ver que aquel chico estaba cruzando correctamente la calle.

—Pues eso, que yo iba bien, que la que te has abalanzado sobre mí has sido tú con tu motito. Pero dime, ¿estás bien?

Leire levantó la vista y vio aquel moreno de ojos negros y no pudo ni contestar.

—Dime, ¿estás bien?

—Eh, sí, sí.

—Ven, dame la mano, levántate.

Leire le dio la mano titubeante. Y sintió un escalofrío que le recorrió todo el cuerpo.

—Yo soy José. No es la mejor manera para conocernos, pero encantado.

—Yo soy Leire, igualmente.

José le ayudó a poner la moto en pié e intentar arrancarla sin éxito.

—Tengo el coche aparcado aquí al lado, si quieres te acerco a tu destino.

—Da igual, voy andando —dijo Leire.

—¡Sí claro! ¡Con la que está cayendo!

—De verdad, si vivo aquí cerca.

—Insisto, te llevo a casa. Ya vendrás luego a recoger la moto, o si quieres mi primo tiene un taller, y mañana se la puedes llevar para que le eche un vistazo.

—De verdad, que no pasa nada.

—¿Te vas a estar haciendo la dura mucho rato más?

—¿Cómo?

—Lo digo porque si no me vas a dejar que te lleve a casa, ni mañana ir al taller de mi primo, ¿tendré más suerte cuando te pida el número de teléfono?

Leire no sabía que decir, ese chico había aparecido de la nada… y su corazón estaba empezando a palpitar.

Y desde aquel día Leire y José comenzaron una nueva aventura juntos.

 

Leire salió del trabajo y cogió su moto, no sin antes mirar el móvil. Tenía varios mensajes:

José: “Hola amore! ¿Qué tal? Yo aquí con los chicos, ¡¡me están desplumando!! Espero que haya ido bien el trabajo, mañana paso a por ti por la mañana prontito que para un sábado que libras tengo mil cosas preparadas. Un besazo. Tqm”

Iker: “¡¡qué pasa hermanita!! He hablado con mamá, me ha dicho que estabas currando. La semana que viene tengo 10 días de vacaciones, así que ¡¡voy a veros!!”

Una sonrisa de felicidad se dibujó en la cara de Leire, llevaba muchos meses sin ver a su hermano. Iker llevaba tres años viviendo en Edimburgo, la empresa en la que había empezado a trabajar en España abrió una nueva sede allí y como él hablaba perfectamente inglés le ofrecieron la oportunidad de irse allí como Jefe de Operaciones. Iker siempre había sido un coco, siempre había conseguido todas las becas posibles para financiarse todos los estudios.

Rápidamente contestó a los dos hombres de su vida, desde que su padre faltaba ellos se  habían convertido, junto con su madre, en los motores más importantes.

“Hola amore!! Acabo de salir me voy para casita que estoy deseando descansar. Dime a qué hora mañana y me pongo el despertador. Me acaba de escribir Iker, que viene ¡10 días! Estoy muy contenta. Hablamos luego. Besitos. Tqm”

“¡Hermanitoooo! Salir de currar y ver tu mensaje no me puede hacer más feliz. ¿Cuándo llegas? ¿Vienes con Alison? Muaaaaa”

 

 

Carlota llegaba a casa cansada de tanta reunión en el trabajo, no le había dado tiempo ni a revisar los correos del día. Era ejecutiva de cuentas de una de las agencias de publicidad más importantes del país y el día que los clientes venían a preparar nuevos proyectos era un sin parar de reuniones.

Llevaba unos días horribles, desde que hacía un mes lo había dejado con Óscar, su novio, con el que había estado seis años y conviviendo los tres últimos. La decisión fue mutua, ya no se querían como antes, todo lo que hacían les sentaba mal y decidieron que lo mejor era seguir con sus vidas por separado, pero aun así no estaba pasando buenos días, ya que se había hecho a una vida cómoda con él y ahora tocaba empezar de cero otra vez, otra vez…

Como estaban de alquiler, él decidió quedarse allí y Carlota se tuvo que buscar algo, porque tampoco quería volver con sus padres, aunque ellos insistieron mucho. Como tampoco quería estar sola, se acordó de su amiga Marta que siempre le había dicho que no le importaría compartir piso con alguien y así compartir gastos, con lo que la llamó y en dos días estaba allí con todas sus cosas metidas en cajas.

Carlota y Marta se llevaban genial, la verdad es que Marta hacía la vida muy fácil, si tenía ganas de hablar hablaban, si no dejaba a Carlota su espacio.

—¿Qué tal ha ido el día Carlota?

—¡Pues de locura! No salía de una reunión y entraba en otra. Quince minutos he parado para comer un triste sándwich de la máquina, vengo con la cabeza como un bombo. ¿Y el tuyo?

—El mío bien, como siempre con los chiquitines, son una monada —Marta era profesora en una guardería—. Estoy preparando la cena y he comprado Mateus, el vino que te gusta. ¿Te apetece?

—¡Ay Marta, me has leído el pensamiento!

 

 

—Sandra, ¿sigues igual?

—Sí gordi, sí… No se qué hacer. Creo que voy a esperar a quedar con Ana y ver qué opina.

—No es una mala idea, cuando la veas coméntaselo. ¿Cuándo habéis quedado?

—¡El jueves que viene! Estoy nerviosísima, han pasado casi diez años desde la última vez que nos vimos y no fue la situación mas agradable que recuerdo.

—Ya, ya sé… Bueno, ya verás como retomáis todo como si os hubierais visto antes de ayer.

—Ojalá Carlos, ojalá.

 

Ana llegó media hora antes. Lo cierto es que estaba nerviosa, tenía tantas ganas de volver a ver a Sandri, no podía creerse que después de tanto tiempo se volvieran a encontrar. Había pensado muchas veces en ellas, en las cuatro, en los momentos tan buenos que habían pasado juntas. Además ella con Sandra no tenía ningún problema, eran Carlota y Leire las que montaron todo este follón.

—¡¡¡Anaaaaa!!! —gritó Sandra desde la puerta.

Ana se levantó y se fue corriendo a abrazarla.

—Madre mía Sandri, ¡¡estás igual!!

—Eso me dice todo el mundo —respondió riendo—. Pero, ¿y tú? Tú estás… ¡mucho mejor! Los años te han sentado de maravilla.

 

Y así se pasaron dos horas hablando de sus vidas, que parecieron cinco minutos.

—Ana, te quería comentar una cosa.

—Dime.

—Además de tu número, conseguí el de Carlota y Leire. He estado pensando todos estos días en crear un grupo de whatsapp de las cuatro para contarles todo lo de mi boda y ver si podemos quedar todas juntas.

—No se Sandri… Ya sabes el mal rollo que tuvieron, y lo que generó entre todas.

—Ya… Pero han pasado muchos años. ¿No crees que esas cosas se olvidan y se perdonan?

—Yo si lo haría, yo la hubiera perdonado a los días, ya sabes como soy, además fue el hermano de Leire, no ella.

—Ya, por eso… Ahora que somos más mayores…

—Piénsalo Sandri, yo prometo que si lo haces hablaré como la que más, aunque igual es mejor que hables con ellas por separado primero, como conmigo.

—Pues sí, tienes razón. Por cierto, viene Carlos a buscarme ahora que ha salido de jugar al Pavel con un amigo, ¿quieres venirte a cenar con nosotros?

—No se Sandra igual se me hace muy tarde y mañana tengo que abrir la clínica.

—No te preocupes que no nos iremos tarde, yo mañana tengo que ir a los estudios a primera hora también. Además, es aquí al lado donde vamos.

—Venga, ¡que me animo!

¡Genial! Así conoces a Carlos.

 

 

Leire ya estaba impaciente por la visita de su hermano, quedaban unos días para su llegada y además venía solo, por más que le preguntaba por Alison sólo recibía evasivas por su parte. Pero a ella le daba igual, nunca le cayó muy bien aquella chica, así que si lo habían dejado casi mejor, así podría tener a su hermano diez días para ella solita.

 

 

Carlota seguía como loca con el trabajo muchos proyectos nuevos y sin tiempo ni para pensar en Óscar ni en nada relacionado con él.

 

 

Carlos llegó enseguida junto con su amigo, un chico alto de pelo rizado y con unos ojos enormes. A Ana se le fueron los ojos nada más verlo.

—Carlos, cariño, esta es Ana.

—Hola Ana. Ya era hora de qué nos conociéramos, Sandra no deja de hablar de ti. Mira Sandra este es mi amigo Jorge que se quedará a tomar algo con nosotros.

—¡Hola chicos! Encantada de conoceros a los dos.

Después de una cena que se alargó más de lo previsto, se notaba que los cuatro estaban a gusto juntos, decidieron que era el momento de irse. Se despidieron y quedaron en volver a repetir aquella cena.

—Oye Carlos.

—Dime gordi…

—¿No crees que Jorge y Ana hacen buena pareja?

—¿Ya empiezas Celestina?

—Es que, no sé, me ha parecido que había muy buen feeling entre ellos…

—Pues no sé Sandra, yo para esas cosas ya sabes como soy, el último en enterarme siempre.

—Bueno, pues entonces déjalo en mis manos.

—Hay que ver Sandra, ¡cómo eres!

 

 

Un tono, dos tonos, tres tonos…

—¿Sí?

—¿Carlota?

—Sí, ¿quién es?

—Carlota, soy Sandra.

—¿Sandra?

—Sí Sandra, Sandri.

—¡¡¡Qué dices!!! ¡Madre mía tía, cuánto tiempo! ¿Qué tal? ¿Cómo estás?

—Muy bien. ¿Y tú?

—Bueno… Me podría ir mejor, pero la verdad es que no me puedo quejar.

—Genial Carlota. Oye, te quería comentar una cosa, pero casi mejor que lo hago en persona, el otro día vi a Anita.

—¿Sí? ¡Qué fuerte! ¿Y cómo está ella?

—Muy bien también, ha abierto una clínica veterinaria y está encantada.

—¡Jo, cuánto me alegro!

—Pues como te decía, ¿nos podemos ver?

—¡Sí claro! Entre semana estoy a tope de trabajo, pero si quieres el viernes podemos vernos por la tarde.

—Perfecto. Hablamos por whatsapp y concretamos el sitio.

—OK, pues nos vemos el viernes.

—Un besito.

 

Sandra el viernes estaba más nerviosa si cabe. Con Ana había salido todo genial ya que con ella no tuvo ningún problema, en realidad Sandra nunca tuvo ningún problema con ninguna, fueron Carlota y Leire las que liaron todo y eso era mejor hablarlo en persona que por teléfono.

Carlota entró al bar acaparando las miradas de todo el mundo, ella siempre había sido una chica muy guapa pero ahora estaba espectacular, llevaba una falda de tubo con una blusa semitransparente y unos taconazos de infarto, una coleta alta y un maquillaje perfecto. Arrastraba un carrito con su portátil, lo que quería decir que la jornada de trabajo se le había alargado más de lo previsto.

—¡Sandri! —gritó al ver a su amiga de la infancia sentada al final del bar.

—¡Carlota! ¡Estás guapísima!

—¡Ay Sandri, ni tiempo me ha dado de pasar por casa! Vengo directamente del trabajo.

—Pero si estás genial.

—Gracias, tú también estas muy guapa.

Y se fundieron en un abrazo de esos que curan todo.

 

Con una copa de vino en la mano de Carlota y una cerveza en la mano de Sandra se pusieron al día de sus trabajos y familia.

—Y bueno Carlota, ¡al año que viene me caso!

—¡¡Qué dices!! ¡Enhorabuena! No sabes cuánto me alegro, y por lo que has contado Carlos parece un tío genial.

—Sí, sí lo es… Pero además quería decirte que me encantaría que ese día me acompañarais.

—Sí claro Sandri, ¡cuenta conmigo! Anita también irá ¿no? ¿Y...?

—¿Leire?

—Sí.

—No he hablado con ella aun pero mi intención es quedar con ella también.

—No sé si tengo muchas ganas de volver a verla…

—Carlota, eso pasó hace muchos años. Fue una pelea de adolescentes sin importancia.

—Ya… pero se puso del lado de su hermano antes que del mío, cuando todas aquella noche vimos lo que pasó.

—Pero tampoco pudimos escuchar la versión de Iker y ella sí.

—A mi ya no me valía ninguna versión porque lo vi con mis propios ojos. De todas maneras Sandri yo lo haré por ti, porque después de tantos años te sigo queriendo igual, pero tampoco me pidas que la reciba con la mejor de mis sonrisas.

—Te entiendo Carlota. Yo lo único que quiero es que ese día podáis estar todas.

—¡Cuenta conmigo! Allí estaré con mis mejores galas.

—¡Qué bien! —respondió entre risas.

 

Y así quedaron Carlota y Sandra en seguir hablando y viéndose. Carlota le pidió el número de teléfono de Ana para poder hablar y volver a verla también. Pero Sandra tenía otro plan que poner en marcha, intentar que Carlota y Leire hablaran antes de su boda.

—¿Diga?

—¡Uy! ¿Te pillo durmiendo?

—¿Quién eres?

—Leire, soy Sandra.

—¿Me quieres vender algo?

—¡No! —negó a carcajadas ante el aturdimiento de su amiga—. Soy Sandra, Sandri, del cole.

Leire se levantó de un respingo de la cama y miró el teléfono como si este le pudiera dar alguna explicación.

—¿En serio?

—¡Y tan en serio!

—¿Y cómo has conseguido mi número? Lo cambié hace tiempo…

—Pero el de casa sigue siendo el mismo. Hablé con tu madre hace unos días.

—Ah, y no me dice nada la tía.

—Le pedí yo que no te dijera nada, que pronto te llamaría.

—Sandri, Sandri, tú y tus cositas, veo que no han cambiado.

—Ya sabes Leire que eso es imposible para mí. Te llamaba para ver si podíamos quedar un día.

—¡Sí claro! Lo malo es que trabajo en un restaurante y los horarios que tengo son siempre al revés del mundo.

—Bueno, pero hay algún día que libras, ¿no?

—Sí, normalmente lunes y jueves.

—Yo salgo a las seis de trabajar, así que podemos quedar sobre esa hora un día, ¿te parece?

—¡Genial!

—Mañana viene mi hermano y no puedo, pero el jueves nos vemos.

—¡Hecho! Nos vemos guapa.

—Un besito.

 

 

Ahora sí que Sandra estaba nerviosa, era la última que le quedaba por hablar, con Ana había sido todo muy sencillo, con Carlota un poco menos pero al final también, pero Leire era la más cabezota de todas, a la que más le costaba entrar en razón siempre.

Por lo que la madre de Leire le había contado, Iker, el hermano de Sandra estaba trabajando en Edimburgo desde hacía tres años y ahora estaba en la ciudad de vacaciones. La cabeza de Sandra no dejaba de maquinar sin parar.

Sandra llegó con el tiempo justo, por muy nerviosa que estuviera por quedar con ella, siempre se entretenía más de la cuenta en llegar a los sitios y como consecuencia o llegaba justa de tiempo o tarde. Carlos se desesperaba….

 

 

Mientras tanto Ana recibe un whatsapp:

“Hola guapa. ¿Qué tal todo?”

“¿Quién eres?”

“Pensé que Sandra te había dado también mi teléfono a ti…”

“Eh, no…”

“Soy Jorge, el amigo de Carlos.”

“Esta Sandra…”

«Siempre igual», pensó Ana, pero evitó escribirlo.

“Jajaja, sí, como es, ¿eh?”

“Me dio tu número para ver si te apetecía venir a ver un partido de fútbol porque tengo entradas y Carlos no podía venir y me dijo que tú eras muy futbolera…”

“Ah sí… ¡Vale! ¡Me apunto!”

 

La verdad es que Ana tenía muchas ganas de volver a ver a Jorge, desde el día que se conocieron había pensado en él mas veces de las que le hubiera gustado reconocer.

 

 

—¿Leire? ¿Eres tú?

—Sandra, ¡sí!

—Madre mía, no te había reconocido con ese corte de pelo. ¡Te queda genial! ¿Qué has hecho con tus ricitos?

—Ya ves, renovarse o morir dicen, ¿no? Pero, ¡si tú estás igual!

—Eso mismo me dijo Ana —respondió divertida.

—¿Qué has visto a Anita?

—¡Sí! Hace un par de semanas.

—¿Y a Carlota?

—También…

A Leire le cambió la cara, no sabía que le habría contado ni de qué habrían hablado, no sabía ni siquiera si quería saberlo… Así que rápido cambió de tema y se pusieron a hablar de todo un poco.

Siguieron hablando y hablando, pero Sandra no sabía como sacar el tema, así que finalmente lo hizo sin pensarlo mucho.

—Leire, al año que viene me caso y quiero que vengáis todas y cuando digo todas es todas.

—Ya…

—¿Es lo único que me vas a decir?

—¿Qué ha dicho ella?

—¿Quién, Carlota?

—Sí

—No quiero que vengas o no por lo que ella haya dicho. Leire, esto pasó hace diez años, diez años en los que no sabemos nada la una de la otra. Y sólo os pido que ese día me acompañéis.

—Ya Sandri, sabes que yo soy muy cabezota, que no entendí nunca a Carlota. Si es verdad que todas vimos lo que pasó pero no le dio a mi hermano ni una oportunidad para explicarse y créeme que si lo hubiera escuchado todo habría sido distinto, se cerró en banda, no le cogía las llamadas ni le contestaba a los mensajes. Mi hermano estaba desesperado Sandri, nunca lo había visto así.

—Leire, yo no quiero meterme en eso… Entiendo que cada una tenéis una versión distinta y que ese día os dijisteis cosas muy feas que nos afectaron a todas, tanto que no nos hemos vuelto a ver, aunque Ana y yo no tuviéramos nada que ver.

—Ya lo sé… Bueno, para la boda aún queda mucho así que vamos a seguir viéndonos y hablando y así cuando llegue el momento de tomar la decisión todo será mucho más fácil.

 

 

 

JUNIO 2004

 

—¡¡Hoy salimos a celebrar que hemos terminado el insti y lo que es mejor, la selectividad!! —dijo Leire, la mas fiestera del grupo.

—¡¡Sí!! —gritaron todas al unísono.

—Una cosa os voy a decir: Sandra, nada de llamar a Alberto, y Carlota tampoco a Iker por muy hermano mío que sea.

—¡¡Hoy solo chicas!! —dijo Carlota.

—¡¡Eso eso!! —dijeron todas.

—Alberto ya está avisado, pero ya sabéis como es, me la ha liado en cuanto se lo he dicho. Pero me da igual…

—Desde luego Sandri, ese chico no es para ti —dijo Ana.

 

Quedaron en ir a cenar, como no tenían mucho dinero y si querían salir también de copas, fueron al chino del barrio a cenar un poco de arroz tres delicias y unos rollitos de primavera. Les habían hablado de una discoteca que estaba muy de moda, con mil plantas y hasta cine y karaoke, ¡¡lo más!! Así que salieron las cuatro con sus mejores galas para pasar una noche para el recuerdo… ¡Y no sabían cuanto!…

 

Después de cenar compraron una botella de vodka y otra de limón y se fueron al parque de enfrente de la discoteca a hacer botellón. Entraron con unas ganas locas de bailar y se dirigieron sin más hacia la pista. Bailaron durante horas y lo pasaron mejor que bien, salir las cuatro después de toda una vida juntas era lo mejor que les podía pasar.

Cuando llevaban un buen rato bailando sin parar decidieron descansar un rato ya que el dolor de pies empezaba a hacer mella en todas, decidieron ir a cambiarse los zapatos por unas manoletinas que todas habían llevado para que nada les pudiera amargar aquella noche. En ese momento, cuando iban hacia unos sofás que había en una de las plantas, vieron a un chico de espaldas que les resultó muy familiar y como una chica se lo comía a besos.

—Vaya, vaya… Cómo se lo están pasando, ¿no? —dijo Carlota.

Todas rieron.

Cuando el chico se dio la vuelta la cara de todas fue un poema, ninguna habría imaginado que sería Iker el que estaba en actitud más que cariñosa con esa chica…

Carlota no pudo contener las lágrimas que empezaron a brotar de sus ojos. Todas la miraron y Leire con la cara encendida por la ira se fue hacia él.

—¡Qué cojones estás haciendo! —le dijo dándole un empujón.

—Eh Leire, no es lo que parece…

—¿Cómo que no es lo que parece? Si te acabamos de ver, ¡las cuatro!

—¡Qué no Leire! Déjame que te lo explique, ¿dónde está Carlota?

Los dos se volvieron y vieron como Carlota se iba corriendo en dirección a la salida y Ana corría tras ella. Sandra se había quedado mirando la escena de los hermanos.

—¡Qué me vas a explicar! ¿Eh? ¡¡Dime!! ¡¡El qué!! ¡¡Me voy!! ¡Ya en casa hablaremos de todo esto!

Iker se quedó parado, como si estuviera congelado, no podía mover los pies, quería salir corriendo detrás de ella pero no podía, no podía.

 

Sandra y Leire llamaron a Ana, que les dijo que cogieran un taxi y fueran hacia su casa, ellas ya estaban de camino. Todas iban a dormir allí porque los padres de Ana se habían ido a pasar el fin de semana al pueblo.

Cuando estuvieron las cuatro juntas para Carlota no había consuelo, sólo lloraba y lloraba… Intentaron calmarla pero siguió llorando hasta que se quedó dormida. Su teléfono no dejó de sonar durante horas, llamada tras llamada de Iker. Pero ella se prometió que aunque le costara, él nunca volvería a saber nada de ella.

 

 

Leire entró en casa como alma que llevaba el diablo y fue directa a la habitación de su hermano. Su madre sin saber que pasaba intentó preguntarle a lo que Leire respondió:

—¿¡Dónde está ese cabrón!? ¡¡Me va a oír!! ¡¡Me va  a oír!!

—Leire cálmate, no sé que ha pasado pero es tu hermano, ¡por el amor de Dios!

—¡Déjame mamá, necesito que me explique muchas cosas!

Iker estaba tirado en la cama con la cara hinchada de tanto llorar, para él tampoco había sido una buena noche.

—¡¡Tú!! ¡¡Se puede saber qué coño estabas haciendo ayer!! ¿Pero es que te has vuelto loco?

—Leire, déjame que te explique por favor.

—Pues ya puedes ser muy convincente porque lo vi con estos ojitos —dijo señalándose con los dos índices a los ojos.

—Leire, ayer quedé con mis amigos de la universidad, estuvimos bebiendo en casa de uno de ellos, chicos y chicas, había mucha gente, gente que no había visto en mi vida. Cuando ya nos habíamos bebido todo alguien dijo de ir a la discoteca, bueno ya sabes cuál es, en la que estabais vosotras, yo ni sabía donde habíais ido, Carlota ni me lo comentó.

—Ah, ¿y te pareció bien retozar con otra pensando que no ibas a ver a Carlota, no?

—No, de verdad… —dijo Iker entre sollozos—. Yo no me encontraba bien y cuando estaba en la puerta dije que me iba a casa, pero una de las chicas me agarró del brazo y tiró de mí hacia dentro. De verdad me encontraba fatal, no sabía que me pasaba, era una sensación que no había sentido nunca…

—No inventes Iker, no inventes…

—¡Qué no invento, joder Leire! Deja que termine de contarte y luego juzgas por ti misma. Así que entré, fuimos a subir de planta y unos de mis amigos entraron al baño, cuando yo fui a entrar la misma chica que me agarró en la entrada se abalanzó sobre mí… Yo intenté quitármela de encima pero estaba raro, mi cuerpo no respondía como yo quería y entonces… Bueno, ya sabes tú que pasó, aparecisteis vosotras.

—Vamos a ver Iker, ¿me quieres decir que tengo que creerme que no sabías lo que hacías? ¿Qué te drogaron o qué sé yo? ¿Para qué te perdone? O lo que es peor, ¿para que te perdone Carlota? ¡¡No lo hará en la vida!!

—Tengo pruebas Leire. Ayer no sabía que hacer, me quedé parado, no pude ni correr detrás de Carlota, no era capaz de pensar. Cuando me encontré algo mejor y con mas lucidez es cuando empecé a llamarla, pero bueno, como sabes no ha contestado a ni una de mis llamadas ni de mis mensajes. Sé que no es una historia creíble con lo que en cuanto pude moverme de allí me fui al hospital y me hicieron análisis de sangre y han dado positivo en no sé qué mierda, míralos tu misma aquí están —Leire se puso a leer con detenimiento sin articular palabra—. Además me mandó un mensaje una de sus amigas diciéndome que perdonara a su amiga que se le fue de las manos, que me echaron eso en la bebida y que a ella le gustaba desde hace mucho tiempo, pero como yo ni si quiera la miraba vio la oportunidad perfecta. ¡Joder Leire yo quiero a Carlota! ¡Es la mujer de mi vida! No puedo estar sin ella, tienes que ayudarme por favor.

—A ver Iker, eres tonto perdido. ¡Eso te lo tengo que decir! Pero de lo bueno que eres... Que eso de las drogas me creía que solo pasaba en las películas. Déjame que piense qué podemos hacer… Si Carlota no te coge el teléfono iré yo a hablar con ella con todas las pruebas.

—¡Gracias hermanita! ¡Eres la mejor!

 

 

Leire llamó primero a Ana y luego a Sandra para contarles lo que le había dicho su hermano y ellas algo incrédulas accedieron a quedar las cuatro para contárselo a Carlota, a su hermano no querría verlo pero a ella la podía escuchar. Quedaron en el parque donde siempre se reunían después de las clases y los fines de semana. Carlota bajó con unas gafas de sol puestas ya que sus ojos estaban hinchados de tanto llorar. Estuvieron hablando un rato de cosas sin importancia hasta que Leire empezó a decir:

—Carlota, he hablado con mi hermano.

—No quiero saber nada de él, creo que os lo he dejado bien claro a todas.

—Pero, en serio, escúchame, no es lo que viste.

—¿Qué no es lo que vi? Bueno, que lo vimos las cuatro. ¡¡Las cuatro!!

—Sí, ya, pero déjame que te explique.

—Que he dicho que no. Que no quiero saber nada de él, accedí a bajar si no hablábamos del tema, pero a ti eso te da igual, ¿no?

—Carlota, escúchame de verdad…

—Que no Leire, que no.

—¿No vas a escucharme? ¿Ni a darle el beneficio de la duda?

—¿Pero te estoy hablando en otro idioma? No quiero saber nada de él, me ha roto, estoy rota por dentro y por fuera. ¡Se acabó!

—Carlota, no seas niñata y escucha lo que tengo que decirte ya que a él no lo vas a escuchar.

—¿Niñata? ¿Y tú que eres? ¿Pensando en salir de fiesta todo el día a ver a quién te ligas?

—¿Cómo dices?

—¡Lo que oyes! No tienes otro tema que no sea si te vas a emborrachar o con cuantos tíos te has liado, y ¿sabes qué? ¡Me importa una mierda!

— ¿Ah sí? Tú sigue creyéndote todo como cuando teníamos diez años, que te va a ir de puta madre en la vida. Y casi que me alegro de que no quieras saber nada de mi hermano porque al final lo dejarías tirado como una colilla por tus caprichos de niñata consentida y malcriada.

—Pues prefiero estar sola que con él, que a saber con cuantas más me lo ha hecho. ¡Desde luego, tienes a quien parecerte!

 

Y sin decir más las dos se dieron la vuelta y se fueron cada una por su lado. Sandra y Ana no supieron que hacer, si seguían a una la otra se ofendería y viceversa. No se decantaron por ninguna. Con lo que se quedaron sentadas en un banco sin hablar de lo que había pasado hasta que cada una se fue también a su casa.

 

 

 

JUNIO 2014

 

—¡Carlos!

—¿Qué tal? ¿Cómo te ha ido con Leire?

—No fue mal… Ella es muy cabezota, y aunque pasó hace mucho no olvida como estuvo su hermano después de dejarlo con Carlota. Pero bueno, tengo un plan que espero que me salga bien.

—Uy, miedo me das… —entre risas.

—Tú calla y atiende.

 

 

Leire salía de trabajar y había quedado con José y su hermano para ir a cenar ya que tenía la noche libre, pero cuando salió ellos no habían llegado aún y se sentó en una terraza a esperarlos.

 

Ana y Sandra habían quedado para irse de compras toda la tarde y a última hora, reventadas de tanto andar, decidieron tomarse algo y llamar a Carlota ya que estaban cerca de su trabajo y seguro que todavía estaba allí entre proyectos.

—¡Hola guapa!

—¿Qué tal? ¿Currando?

—Sí, pero ya termino. ¡Menos mal!

—Pues mira que bien, porque Sandra y yo estamos sentadas en una terraza al ladito de tu trabajo, así que apaga todo y bájate que te esperamos.

—¡Genial! ¡Necesito una copa de vino, ya! Ahora os veo.

Sandra y Ana daban palmitas al ver que su plan podría surtir efecto.

 

José había quedado con Iker antes, con la excusa de que quería ver un coche nuevo que estaba interesado en comprar y así poder entretenerlo, mientras las chicas actuaban.

 

En diez minutos Carlota estaba con su copa de vino en la mano y riéndose con las chicas.

 

Leire llamaba a José y a su hermano y ninguno le cogía el teléfono hasta que recibió un mensaje que ponía:

“Nos retrasamos un poquito, ve yendo al Bar Olín que tiene una terraza muy grande y espéranos, no tardamos nada. Lo siento peque, te vemos ahora.”

Leire se terminó su cerveza y fue hacia el otro bar que estaba dos calles más abajo. Cuando llego oyó unas risas que le resultaban muy familiares y al fondo, en una de las esquinas de la terraza vio a Ana y Sandra riéndose como cuando tenían dieciocho años. Se acercó a ellas.

—¡Hola chicas! ¡Qué casualidad!

—¡Hola Leire! Pues sí, qué casualidad —entre ellas se guiñaron el ojo.

—He quedado aquí con José e Iker pero se retrasan, ¿puedo? —señaló a una silla.

—Claro que sí.

Carlota salía secándose las manos del baño cuando vio que con Sandra y Ana había alguien más que no llegaba a reconocer, conforme se iba acercando su voz le resultaba familiar.

Cuando ya se encontraba al lado de la mesa Leire se giró y por fin pudo reconocerla, estaba distinta pero la cara seguía siendo la misma. Las dos se quedaron sin habla, mirándose de arriba abajo y luego miraron a Sandra y a Ana que estaban mirándolas como si de una película se tratara.

—¿Esto ha sido cosa vuestra? —dijo Carlota.

—Ah no, no —dijo Sandra.

—Leire ha quedado aquí, y mientras espera se ha sentado —dijo Ana.

—¿Entonces? ¿Habíais quedado las tres? —dijo Leire.

—Es que Carlota trabaja aquí al lado y la hemos llamado para que se despejara y se tomara algo —comentó Sandra.

—Bueno, yo me voy yendo que mañana madrugo —dijo Carlota.

—Sí, ahora que te hemos pedido otro vino, ¡no te vas a ir! —le gritó Ana.

—Pues chicas, yo me voy ya entonces —dijo una Leire nerviosa.

—¡Otra igual! Pero si tienes que esperar aquí. ¡Que más te da! —volvió a gritar Ana.

—Venga chicas, que estamos las cuatro. ¡Dejemos atrás lo que pasó y comencemos de cero! Por los viejos tiempos aunque sea… —replicó Sandra.

 

Al final las dos accedieron y cada vez la velada se iba haciendo más agradable, parecía que no hubiera pasado el tiempo. Hablaron de todo, menos de lo que pasó aquel día.

—Chicas voy al baño otra vez. ¡Madre mía, no se las veces que voy al cabo del día! —dijo Carlota.

Al entrar al bar Carlota vio una silueta que ella ya había visto antes, alto, delgado, pelo revuelto… Llevaba una camiseta de manga corta que se le ceñía al cuerpo, unos vaqueros caídos y unas Converse.

Cuando se dio la vuelta el corazón se le paró, sus miradas se cruzaron y no pudieron hacer otra cosa que mirarse durante segundos o quizás minutos… Hasta que él fue quién dio un paso hacia delante y consiguió decir:

—Hola Carlota.

—Hola Iker.

Otra vez ese silencio incómodo, las manos temblorosas, las gargantas secas…

—¡Iker! ¿No presentas? —dijo José desde la barra.

—Eh… Carlota, este es José el novio de Leire. José, esta es Carlota, amiga de Leire y bueno…

—Encantada… Bueno yo iba al baño si me dejáis pasar…

—Ah sí, claro, pasa, pasa —dijo Iker mucho más que nervioso.

La siguió con la mirada hasta el baño, la encontró igual de guapa que siempre, más mayor pero con los mismos ojos que lo enamoraron cuando era un crío. El corazón se le iba a salir del pecho, no sabía cómo pero tenía que conseguir volver a hablar con ella.

—Iker, ¿esa que ha entrado es…?

—Sí José, Carlota, la chica con la que estuve amiga de Leire.

—Y te quedas ahí plantado y no le dices nada más que… “ah sí claro, pasa pasa”.

—Me he quedado helado, no esperaba encontrármela aquí.

—Bueno, pues yo salgo a fumar y a ver a Leire, que estará pensando que nos hemos perdido o algo. Y tú, ¡haz lo que tienes que hacer!

Iker vio salir a Carlota del baño, iba mirando su móvil para no tener que volver a cruzar las miradas. No quería hablar con él, no por rencor, ya que pasó hace tanto tiempo que cuando lo vio no sintió eso, sino porque su corazón cuando sus miradas se cruzaron volvió a latir como a los dieciséis años en el momento que Iker la besó por primera vez.

—Eh… Carlota… —dijo Iker titubeante cortándole el paso.

—¿Sí? —dijo ella dando un paso hacia atrás.

—¿Qué tal todo? —no sabía cómo empezar a hablar con ella, parecía que había vuelto al día en el que le dijo con dieciocho años cuánto le gustaba.

—Pues bien… ¿y tú? —Carlota estaba muy nerviosa, por una parte quería seguir hablando con él, su primer amor, ahora todo un hombre de treinta años, por otra parte los recuerdos de aquella noche le venían a la cabeza.

—Bien, he venido de vacaciones. Estoy viviendo en Edimburgo, llevo allí ya tres años, ¿y tú? ¿Cuéntame que tal todo?

—Trabajo aquí al lado, las chicas me llamaron y me pasé a tomar algo. Me he encontrado a tu hermana aquí también, pero no sabía que también me encontraría contigo.

—Ha sido una casualidad, yo había aquí quedado para cenar con ella y su novio.

—Bueno, tengo que salir, me están esperando.

—Creo que nos están esperando en la misma mesa —dijo mirando a través de la cristalera, comprobando que las chicas y José estaban juntos tomando algo—, así que salgo contigo.

Cuando salieron todos se volvieron a mirarles. Leire se extrañó de que los dos salieran con una sonrisa en la cara, ¿de qué habrían hablado? Después de tanto tiempo sin verse y de lo que habían pasado, pero había sido hace muchos años y no tenía sentido que se pelearan, ni tenía sentido que ella estuviera dolida por lo que se habían dicho aquel día, eran unas niñas y estaban muy cabreadas ambas. Había pasado tanto tiempo y se sentía tan bien con ellas…

—Venga, venga, sentaros —dijo Sandra.

Los dos se miraron y se sentaron uno enfrente del otro.

—Estoy muerto de hambre —dijo José—. ¿Pedimos algo de picar?

 

Terminaron los  seis cenando juntos, entre risas y contando batallitas de los años de instituto. Pero llegó el momento de despedirse…

Iker quería conseguir el número de Carlota, no quería volver a Edimburgo sin volver a verla, sin poderle explicar, aunque diez años después la verdad de aquella noche…

Mientras todos se despedían Iker apartó a Carlota a un lado.

—Carlota, ¡me he alegrado tanto de volver a verte! Vuelvo a Edimburgo en una semana, pero me gustaría que nos viésemos antes.

—Iker, no sé si eso es buena idea… —aunque su cabeza decía eso su corazón deseaba lo contrario.

—Por favor, un día, un café y ya está, me volveré, y si no quieres no nos volveremos a ver más.

Carlota buscó en su bolso y le tendió una tarjeta en la que venía su número de teléfono.

 

Los demás quedaron en volverse a ver otra vez, esta vez para que conocieran a Carlos, que había tenido torneo de Pavel y no había podido acercarse a cenar con ellos.

 

 

—¿Sí?

—Hola…

—¿Iker?

—Sí, soy yo… ¿Qué tal?

—Bien, terminando de trabajar.

—¿Qué te parece si me acerco y nos tomamos ese café?

—Son las ocho de la tarde…

—O una copa de vino si prefieres.

—Bueno no sé… Estoy cansada…

—No me vale un no, ya estoy debajo de tu trabajo.

—¿Pero, cómo?

—Me dijiste que trabajabas al lado del bar donde estuvimos el otro día, no me ha sido difícil averiguar donde era.

—OK, dame diez minutos y bajo.

 

Carlota, más nerviosa de lo que nadie se pudiera imaginar, entró al baño a arreglarse un poco el pelo y el maquillaje. No era su mejor día pero algo podría hacer con aquel pelo y aquella cara…

Iker esperando en la puerta tocándose el pelo continuamente, no sabía que pasaría aquella noche, sólo quería pasar un rato con ella, volver a verla, reírse con ella como en los viejos tiempos.

 

—Hola Iker.

—Hola Carlota, estás guapísima.

—Gracias…

El camino hasta el bar se les hizo eterno, no sabían de qué hablar, quién de los dos iba a empezar aquella conversación pero seguro que ese día saldría a la luz. Tomaron varias copas de vino, pidieron algo de cenar, se pusieron al día de todo: trabajos, familia, Óscar, Alison…

—Lo siento Carlota.

—¿El qué?

—Que siento lo que pasó aquel día, que siento no haber salido corriendo detrás de ti, no presentarme en tu casa para darte las explicaciones que te merecías, fui un cobarde al mandar a mi hermana, y al final yo te perdí y ella también, no os merecíais eso.

—Iker me sentí engañada, traicionada, tú fuiste mi primer amor, mi príncipe azul, creí que nunca lo iba a superar ni encontrar a nadie como tú…

—Carlota, el de aquella noche no era yo… Me drogaron, no sabía lo que hacía, no era consciente de mis actos, tenía pruebas, quería enseñártelas.

—Tranquilo. No hace falta que ahora me des explicaciones, yo también tuve algo de culpa por no querer escucharte, pero tenía dieciocho años, probablemente hoy por hoy las cosas hubieran sido distintas.

—Carlota, cuando te vi el otro día… No puedo explicarte lo que sentí, volví a tener veinte años, volví a los años contigo… Ahora entiendo cuando dicen que el primer amor nunca se olvida.

—Cuando yo te vi sentí que eras tú, que nunca he encontrado a nadie porque tú eres mi otra mitad… Lo que me ha faltado todo este tiempo.

 

No tuvieron que decir nada más sus labios se encontraron, en el beso más romántico y apasionado que se habían dado jamás.

 

—Carlota tengo que coger el vuelo…

—¿Por qué te tienes que ir?

—Tengo que arreglarlo todo con la empresa allí, pedir de nuevo el traslado, no sé cómo les va a sentar o si tendré que bajar de categoría para poder volver. ¿Por qué no te vienes tú allí?

—Ya lo hemos hablado cari, no puedo dejar el trabajo aquí y mi inglés no es demasiado bueno, no podría encontrar una cosa igual allí…

—Ya pequeña… Déjame que solucione todo, no creo que sean más de un par de meses. Pero prometo venir a verte en cuanto pueda y te espero allí, ¿eh? Tienes que conocer la ciudad, es preciosa.

—¡Estoy deseando ir!

Y así se despidieron después de pasar los mejores cinco días de sus vidas, dispuestos a retomar lo que dejaron aquel Junio de 2004, pero ahora con las cosas más claras y empezando desde cero.

 

 

 

ABRIL 2015

 

—Sandri, ¡¡estás preciosa!! —gritó Leire desde la puerta.

—Preciosa no, ¡¡lo siguiente!! —le siguió Ana.

—No tengo palabras… —dijo Carlota con lágrimas en los ojos.

—¡¡Gracias chicas!! ¡¡Pero vosotras estáis increíbles!! ¡¡Y  yo atacada!!

 

Por fin había llegado el día más importante en la vida de Sandra y ahí estaban las cuatro en su casa, dispuestas a ponerle los pendientes que le habían regalado para aquel día y hacerse fotos todas juntas. Como en los viejos tiempos. Como si nada hubiera pasado.

Llegaron a la iglesia muy nerviosas pero ahí estaban ellos, José con su traje azul marino y su pajarita de lunares, Jorge con su traje negro y su corbata azul cielo e Iker con un traje gris oscuro, camisa blanca y corbata negra… ¡¡Impresionantes!!

Carlos llegó más nervioso casi que Sandra, saludó a todos y esperó a que llegara el coche con la que en unos minutos se convertiría en su mujer.

 

En la celebración Carlos y Sandra se acercaron a brindar con ellos a la mesa y levantando todos las copas brindaron.

 

Porque las amigas son como las estrellas aunque no las veas sabes que siempre están ahí.

 

 

Rebeca Fernández Gaspar

Madrid

 




 

 

 

 

—Yo al menos la quiero —me sorprendí a mí mismo pronunciando esas palabras—. La he querido siempre y no creo que eso vaya a cambiar el resto de mi vida.

 

La pasión ganó la batalla de los besos a la ternura, al cariño y la amistad por goleada.

 

 

Sexo amigo

David Garcés Zalaya




Sexo amigo.

 

Abro el Facebook. No sé exactamente por qué. Rutina matinal de domingo insípido. Ataviado con mi pantalón de pijama de cuadros rojos y blancos y mi camiseta básica azul marino a los que tengo un aprecio enorme, al fin y al cabo son el único regalo de Reyes que he recibido, llego hasta la cocina y me preparo un café bien cargado. Vuelvo al baño a buscar la bata, hace un frío espantoso. La bola del mundo rojiblanca indica que tengo diecisiete notificaciones sin revisar. Todas relacionadas con mi última ocurrencia “facebudiense”, una tontería que me asaltó de repente y sentí la necesidad de compartir con el mundo. Por lo visto ha hecho gracia…

Revisando y contestando a mis seguidores siento la punzada enorme en el estómago que indica que mi caótica vida volvió ha impedirme cenar anoche. Algo tendré que comer. Miro en el armario… ¡Donuts! La suerte está de mi lado. Desempaqueto el bollo circular y el primer contacto con mis dedos ya me indica que lleva agazapado en ese armario, entre sobaos y palmeritas, más tiempo del que presumía inicialmente. De todos modos le pego un bocado, obligado por el hambre, que no me permite pensar que pudiera haber otras opciones mucho mejores. Duro como una piedra. Entonces descubro que así como está, un bañito en el café mejorará notablemente sus prestaciones. A duras penas consigo engullir el par de roscos que mi fortuna hizo olvidar un día en el armarito de la cocina. Se ha agotado el café.

Me pongo otra taza, esta vez simplemente para saborearlo, ya que la primera me la he tomado empapada entre bocado y bocado de rosquilla glaseada. Ahora, entre sorbo y sorbo, pongo algo más de atención a las novedades de mis amigos en la red: Charly que comparte una canción de Pasión Vega (habrá vuelto a acostarse “melalcohólico perdido” recordando a su ex); Oscar78 sube un vídeo aborrecible de perros (¡cómo odio a este jodido animal!); Lara82 ha compartido una foto de su primera tortilla de patatas (¡ya era hora hija mía!, que a tus casi 33 tacos no hubieras hecho ninguna, con la de rabos que te has comido ya… me parece una astracanada); Carol-Line sube una dichosa foto-texto con una frase que se supone que te debe de hacer pensar… “Muchas amigas me han visto sonreír pero muy pocas conocen mis lágrimas” (hija, de verdad, si no soy de tus “Superamigos”, elimíname de una puta vez, pero no me lo recuerdes todos los días); y así, entre café e improperios con las redes sociales, fui pasando la insustancial mañana del domingo, tan encantador como puedo ser en un día de resaca y soledad: un domingo cualquiera.

En ese momento algo llamó mi atención súbitamente: “El sexo entre amigos fortalece la relación”. Así, tal cual. Podía haber hecho girar la ruleta mágica de mi ratón como con otros tantos enlaces a artículos “chorras” o publicaciones anodinas que atiborran de contenidos las redes sociales, y haber seguido bajando hacia otras historias, pero no. Por lo que sea, tuve que detenerme en este maldito artículo. Como la mañana del domingo no estaba dando para mucho, decidí seguir el enlace, para ver hasta donde me llevaba. Otra nueva ventana se abrió para escupir la dichosa información que, como cual púber pajillero, me atrapó de inmediato.

La noticia narraba que según un estudio realizado en Estados Unidos (como no), el 76% de personas consultadas que tuvieron relaciones sexuales con un amigo alguna vez, fortalecieron el vínculo de amistad o concretaron un noviazgo. Parecía interesante, o… ¿era una chorrada en realidad?

Al parecer a los americanos les da por investigar todo tipo de causa-efecto, hasta sacar unas conclusiones la mar de ingeniosas. Es posible que con tanto estudio, en algo atinen. Ocurre lo mismo que en nuestro desgobernado país, hay tantos estudios… que nuestros investigadores tienen que salir al extranjero. En fin…

El estudio fue realizado por la investigadora Heidi Reeder, de la Boise State University de los Estados Unidos, y concluye que en el 76% de los casos, el sexo entre amigos fortalece la amistad. Un altísimo porcentaje, pensé. No será tan malo hacértelo con una amiga…

Las cifras decían que, de 300 encuestados, el 20% de los hombres y las mujeres dijeron que tenían relaciones sexuales en algún momento de la vida y con al menos un amigo. Una cantidad que mi cerebro pronto llevó a su terreno: esto supone que te puedes follar a 2 de cada 10 amigas que tengas, así por el morro. Luego, ya se verá…

De esa cifra, el 76% aseguró que la amistad fue mejor después de la relación sexual. Alrededor del 50% de quienes comenzaron una relación de noviazgo con su amigo o amiga se mantiene hasta la fecha. ¿Noviazgo? ¿Quién ha hablado de eso?

De alguna forma, el estudio pone en debate el mito de que el sexo fuera de una relación romántica conduce a un daño emocional y causa la destrucción de la misma. Bueno, eso habría que verlo…

Con todos estos datos ante mis ojos, a mi procesador no le quedó más remedio que encender la lucecita roja de sobrecarga de información, e intentar ordenarla y comprenderla por partes. Aunque, como mi cerebro, ni es ordenado, ni sensato, le dio por extrapolar resultados y recrear nuevos escenarios. Básicamente, Raquel vino a mi mente en ese momento. ¿Sería posible que tras tantos años compartiendo amistad, pudiéramos darnos una noche de placer, y al contrario de estropearla, esta saliera más reforzada si cabe?

Sólo de pensarlo se me erizó todo el cuerpo. Raquel, mi amiga. Mi mejor amiga. Mi única amiga…

Leí las conclusiones del estudio, entre divagaciones… decía así:

“Igualmente, especialistas recomiendan para este tipo de relaciones: conocerse bien antes de decidirlo, poner en claro las expectativas, considerar que no es una relación formal ni que durará por mucho tiempo, terminar la relación si el ámbito sexual ya no es satisfactorio y asumir una vida sexual responsable y protegida.”

A partir de ese momento analicé punto por punto lo que iba a convertirse en mi mantra.

Conocerse bien antes de decidirlo. ¡Pero si nos conocemos desde la guardería! Y ambos sabemos lo que va a pensar el otro en cualquier situación. Este punto lo tengo ganado.

Poner en claro las expectativas. Espero que no me pida grandes alardes, ni tamaños que mi anatomía no pueda alcanzar. Está claro que no se refería a esto, pero soy así de tontuno, qué le vamos a hacer… En serio, las expectativas están muy claras, ¿no? Sexo con la persona que mejor comprendes en esta vida y con la que has compartido tantas cosas, que sería una injusticia irnos de este mundo sin poder disfrutarnos así.

Considerar que no es una relación formal ni que durará por mucho tiempo. Esto ha tenido que escribirlo un tío. Es el súmmum. Si Heidi Reeder ha llegado a esta conclusión ella solita, abandono todas mis pertenencias y cruzo el Atlántico a nado para ir a buscarla. Oh my God!

Terminar la relación si el ámbito sexual ya no es satisfactorio. Está claro, nada que objetar. Si la cosa no funciona, cada uno a su casita. Pero… ¿y si funciona?

Asumir una vida sexual responsable y protegida. Desde luego. Soy un tío muy responsable: compruebo siempre antes de salir de casa que todas las luces y el gas estén apagados, reciclo mi basura, y nunca tiro toallitas por la taza del váter. Y protegida también, que hace un par de meses vinieron a instalarme la alama antirrobos… Soy aborreciblemente tontuno…

 

Y así, de esta forma tan cachazuda, sin pensarlo demasiado (como casi todo lo que hago), abrí una nueva conversación con Raquel.

“Hola bombón! Estás despierta?”

No obtuve respuesta. Supuse que seguiría durmiendo. Al fin y al cabo era domingo por la mañana y no había mucho más que hacer. Decidí seguir a lo mío, a ver cómo le explicaba esto…

“Cómo somos de amigos?”

Una lucecita verde indicaba que estaba en línea.

“Hola cariño. A qué te refieres?”

En ese momento copié el dichoso enlace en la conversación y se lo envié.

“Mira lo que dice este estudio… Podríamos reforzar todavía más nuestra amistad!”

Tardaba en responder… Empecé a preocuparme. Estaría leyendo aún la noticia o le habría ofendido con esta insinuación.

“Pero qué tonto eres, corazón! Nosotros ya no podemos ser más amigos de lo que somos. Si lo hiciésemos seríamos otra cosa…”

Bueno, por lo menos no se lo había tomado a mal. Decidí explorar un poco más este oscuro camino…

“Solo sería sexo…”

Acto seguido ella contestó.

“Ya. Pero luego querríamos algo más.”

Bueno, tampoco es para tanto...

“Y qué hay de malo?”

Entonces ella soltó la preguntita que instantes después me hizo replantearme muchas cosas.

“No te habrás enamorado de mi, verdad Pablo?”

¿A qué fin venía eso? ¿Lo preguntaba con malicia o simplemente para picarme? Me quedé pensativo unos segundos... Raquel no daba puntada sin hilo. Respondí.

“No. No. Pero piénsalo…”

Inmediatamente respondió. Conseguí mi primer objetivo, tener toda su atención sobre mí y sobre esta conversación.

“Lo pensaré, de acuerdo?”

Y ahora tocaba rematar la jugada.

“Ok. Una última cosa. Y no me respondas ahora, quedamos esta tarde en el Rock & Blues a las 7 y me lo cuentas. Dos preguntas: Te apetece?”

Unos segundos de duda. Sonreí en la soledad de mi cocina... Le estaba haciendo pensar.

“No voy a responderte a eso.”

Ahora era el momento de atornillar un poquito más.

“Entiendo por tu respuesta que sí. Si no me respondes nunca sabrás la segunda pregunta…”

Intentaba ganar tiempo...

“Pablo…”

Otra vuelta de tuerca más. ¡Cómo disfrutaba con esta situación! Ahora era yo el que tenía la situación controlada.

“Vamos mujer, tampoco es para tanto. Te pongo al menos un poquito?”

Raquel intentaba detener todo esa explosión de feromonas que inundaba mi cocina.

“No sigas.”

Démosle otro pretoncito más a la situación, pero desde otra perspectiva.

“Me estás diciendo que soy tan jodidamente horroroso que nunca te has planteado pegarte un revolcón conmigo?”

Ahora era ella la que intentaba llevar la conversación a su terreno.

“Y tú sí?”

Y yo, ante el giro, mordí el anzuelo y me puse en plan: soy tu alfombra preferida, ¡a tus pies!

“Pues claro. Constantemente. Te has dado cuenta como estás? Quitas el hipo! Deberían ponerle tu nombre a una estrella!”

Sentí en la distancia un atisbo de sonrisa en su rostro.

“Venga, zalamero!”

Quería reconducir la situación, que se me estaba escapando viva. ¡Vamos, al lío!

No, en serio. Qué me respondes?

Esto se estaba convirtiendo en un excitante juego en el que ninguno de los dos queríamos echar el freno. Un sí, pero no. Una partida de ajedrez en la que puedes meditar tus movimientos. Benditas conversaciones telemáticas, que te permiten pararte a pensar la respuesta exacta antes de cagarla por completo en tiempo real como hubiera hecho en una conversación cara a cara. Ahora claramente vi que quería enredarme ella a mí.

“Pero no me has dicho antes que no te respondiera hasta esta tarde?”

Lo admito, podía perder la partida con Raquel.

“Sí, es cierto. Qué lista eres, jodida!”

Y pasó rápidamente a tomar la iniciativa.

“Cual es la segunda pregunta?”

¡Te he pillado, guapica de cara! No voy a picar de nuevo.

“Hasta que no me respondas a la primera nada”.

Otros segundos de espera delataban que estaba meditando si jugársela con el caballo o atacar con el alfil.

“Pero si ya sabes la respuesta…”

Y ahora llegaba el momento de hacerse el tonto... Quería oírlo. Leerlo en este caso. Que  ella me lo dijera. Necesitaba imperiosamente tener confirmación visual. Provocarla para que lo corroborase, y así, de algún modo, obligar a su subconsciente a admitir que yo podía darle una velada de placer que nunca olvidaría, a la cual estaba renunciando por los convencionalismos sociales.

“No la sé. Dímela tú…”

Iba a contestarme, y de paso sería condescendiente conmigo. Era una pequeña victoria, aunque no ganaría la partida tan rápidamente.

“Qué sí, tonto. Que eres muy atractivo. De eso no hay duda. Y que cualquier chica desearía besar tus labios. Y si no, que se lo pregunten a mi círculo, que ya has tonteado con todas. No lo ves, tontuno!”

Cierto era. Ya había saboreado las mieles del triunfo con Marta, Bea, Silvia y Alexia. ¡Oh, Alexia! Me había cepillado a toda su pandilla, vamos. Pero eso no me satisfacía plenamente, era más un juego del sábado noche: salir, encontrarnos en cualquier garito de la ciudad, tomar unas copas, y provocar la situación para acabar en mi piso o en el suyo. Yo en principio prefería venir a mi casa, así contaba con bastante ventaja, ya que a la mañana siguiente, si seguía viva la llama de la pasión y sus resacas no les impedían tener un sexo mañanero antológico, pasábamos un domingo alucinante. Después cocinaba para ellas, medio en bolas y el descanso dominical se convertía en la olimpiada sexual con la que cerrar, por la puerta grande, una semana nefasta en general. En cambio, si los efectos del alcohol provocaban unas tremendas resacas, o simplemente si al esfumarse la embriaguez que te hace ver a tu ligue mucho más apuesto, desaparecía la pasión, puede ocurrir que necesiten salir pitando de mi piso y se pregunten de camino a casa en un taxi (que cortésmente me adelanto a pedir para que la chiquilla no pase frío), ¿pero, cómo me he podido liar yo con el barbas este amigo de Raquel? Esta situación, yo la comprendo perfectamente. Pero no ocurre lo mismo si se da el supuesto contrario: que yo me despierte en su piso y quiera darme el piro. Eso esta muy mal visto, no sé por qué, pero es así. Exactamente como lo de querer follarte a tu mejor amiga. No lo entiendo, sinceramente.

Absorto en mi reflexión y abrumado por mi pequeña victoria, no me di cuenta de que Raquel seguía ahí. Esperando una señal. Así que fue ella la que siguió con la conversación.

“Ahora tendrás que decirme la segunda pregunta.”

Cierto, pero seguiría con el jueguecito un poco más. Estaba pasando una gran mañana de domingo.

“No sé yo...”

Ella sabía que finalmente se lo diría.

“Me lo has prometido, no seas tramposillo!”

Era el momento de la verdad. Una declaración de intenciones sin tapujos. Ahora tendría que responderme y veríamos a ver hacia donde se dirigía toda esta situación.

“Te vas a atrever? Quedemos.”

Y fue entonces cuando, con su respuesta, me dejó pensativo para lo que quedaba de domingo.

“Ya hemos quedado tontuno. Rock & Blues, esta tarde, 19h. Ven, y ya se verá.”

Intenté buscar de nuevo confirmación, pero era ella la que ahora mismo tenía todo el control de la situación. Y sé que estaba disfrutando con ello.

Entonces, eso es un sí?

Y zanjó la conversación dejando mi alma y mis anhelos más primarios en vilo.

“Luego nos vemos. Te dejo. Un besito cariño.”

Seguidamente se esfumó la lucecita verde. Se había desconectado. Decidí entonces que era el momento de pegarme una buena ducha, sesión de chapa y pintura, recomponer la barba hasta alcanzar el estado óptimo de revista y prepararme psicológicamente para el encuentro de esta tarde.

 

El tiempo trascurrió más despacio de lo normal. Estaba habituado a rápidas jornadas dominicales, acortadas por una buena siesta y un partidito de fútbol, o dos si tenían cierto nivel los contendientes. Así se acotaba demasiado el domingo, el fin de semana, la vida en general. Incluso con resaca, y tras el plato de pasta de consumo obligatorio el último día de la semana, no puede dormir la siesta. Raquel se había instalado en mi cabeza, para recordarme constantemente que hoy, a las siete de la tarde, algo tendría que hacer. Había planteado una situación idílica en mi cabeza, que a la hora de enfocar en el tablero de ajedrez no había quedado exactamente igual que como yo deseaba. No tenía que haber quedado con ella esta tarde para hablar, debería haber tensado la situación hasta saber si estaba dispuesta a dar el paso o no. Pero, lo primero que hago es quedar con ella, ¡y en un bar! ¡En su casa mendrugo, ahí deberías haber quedado! Y entonces directo al grano...

Tras un buen rato dando vueltas y vueltas en el sofá decido vestirme para la ocasión y salir ya de casa, camino de mi cita. Faltaban dos horas pero, ¿qué iba a hacer? ¡No podía pensar en otra cosa! Paseé entre viandantes aturdidos por sus preocupaciones (como yo), gente anodina que nada me importaba, parejas de novios que ya disfrutaban los primeros rayos de sol de la incipiente primavera, y personas esclavizadas por sus canes que debían sacar a pasear a sus chuchos y regalarnos sus heces y orines allá por donde mires. Aborrecible escenario.

Y así, sin prisa por llegar, pues era escandalosamente pronto para sentarme a esperar en un bar, y con ganas de perder de vista a todo ser viviente que me encontrase por el camino, arribé al citado local. Me pedí una jarra de cerveza y me entretuve con el suplemento dominical que incorporaba el diario de mayor tirada nacional. Curioseé sus páginas buscando algo interesante, y encontré un estudio muy inquietante sobre la creciente fractura social en los países del primer mundo, cómo crecen las desigualdades y cómo el sistema está programado para que así ocurra y mantener el estatus de cierta jerarquía social y política a la que un tipo con coleta ha bautizado como “casta”. Se veía un estudio serio, con datos fiables y abalado por el periodista menos influenciado por los grupos de presión (prensa, clero y políticos). Todavía quedaba algún periodista honrado que no estuviera al servicio del régimen, los dos grandes partidos mayoritarios, casi únicos, de este saqueado país a golpe de ladrillo, burbuja, bancos, comisiones, sobornos y cajas B.

Entendí que el estudio que yo había visto en facebook era mucho menos fiable, y claramente más intrascendente que este. Pero había hecho que mi domingo fuera especial, divertido, intrigante...

El grupo de amigos que estaban sentados en la mesa contigua se levantó y se dispuso a abandonar el local, tres chicos y otras tantas mujeres que se despidieron entre besos y abrazos y se emplazaron para el día siguiente en el curro. Yo me quedé prendado de una de las chicas: morena de pelo largo y con unos ojazos negros tan grandes e impresionantes que olvidé todo por un momento. Al despedirse, el más mayor, un hombre con perilla la llamó Olga. No sé por qué pero me quedé con el dato, almaceno cosas sin sentido y luego soy incapaz de prestar atención en una conversación importante. El grupo salió y yo crucé una leve pero intensa mirada con aquella fascinante mujer. Ella no apartó la vista hasta que derrotado tuve que hacerlo yo. Sabía lo que se hacía, estaba acostumbrada a jugar en la liga de mayores, y yo por mi comportamiento demostraba ser un juvenil.

Impactado como estaba todavía, y justamente cuando el grupo de seis hubo abandonado definitivamente el establecimiento, se abrió la puerta del local de nuevo y en ese momento apareció Raquel. Entró tan despreocupada como siempre, envuelta en un favorecedor abrigo de paño gris de cuello de chimenea cerrado con botón, con doble abotonadura frontal que trazaba una especie de línea diagonal en su cuerpo desde el hombro izquierdo hasta la pierna derecha, desde los hombros donde los botones estaban más separados, hasta la cintura donde prácticamente se unían. El abrigo terminaba rematado en sus caderas y entallado ligeramente en la cintura, moldeando suavemente su elegante figura. Sus largas piernas estaban cubiertas por un espectacular pantalón negro de tiro medio confeccionado en un tejido de acabado resinado que se encajaba perfectamente en sus extremidades, destacándolas y de qué manera. Y caminaba sobre unos modernos botines igualmente negros de material sintético, con vertiginoso tacón que realzaban su figura más si cabe, y de puntera redondeada, totalmente pespunteados a tono y rematados por hebilla metálica cuadrada plateada en un costado. Me impactó tanto su entrada, cómo nunca antes jamás lo hubiera hecho.

Traía el pelo recogido en una larga coleta que hacía que todo su rostro quedara al descubierto. No necesitaba mucho más para impresionar, su belleza era tal que prescindía de abalorios y distracciones, excepto unos diminutos pendientes brillantes incrustados en sus apetecibles lóbulos. Era perfecta.

—Hola bombón, ¿cómo estás? —al tiempo que me levanto intentando colocarle una silla para que se siente frente a mí y disfrutar de sus preciosos ojos—. No hace falta que me respondas… ¡Impresionante, como siempre!

Raquel, con mucho mimo y detenimiento se sacó el abrigo y se reajustó la coleta antes de sentarse. Su sonrisa delataba que mi primer halago le había hecho mella.

—Yo bien, ¿y tú? —medio susurró con ese tono de voz que utilizaba cuando quería manejarme a su antojo, y tomó asiento.

—Pues ya ves, hecho un pincel —al tiempo que me alisaba un poco la camisa con ambas mano. Planchar no se me da bien, la verdad.

—Ya te veo, ya. ¡Un domingo y con camisa! ¿Y tu chándal de rigor? —dijo entre risas.

—Lo he dejado para otra ocasión. Hoy vengo a por respuestas, y de la forma más presentable que puedo.

—¿Respuestas? —se hizo la sueca—. ¿Qué respuestas?

—¡Vamos Raquel! ¡No juegues conmigo, que me matas! —supliqué.

Ella hizo un gesto precioso torciendo un poco el morro, a la par que se encogía de hombros y fingía extrañeza. ¡Sueca, pero sueca! ¡Se le estaba poniendo cara de Ikea!

—No sé de que me hablas cariño.

—Joder Raquel, ¿de qué va a ser? Llevo todo el día esperando a que me respondas a la pregunta que te he hecho esta mañana. Uno: ¿Te apetece? Y he podido arrancarte un sí, muy trabajado por cierto —ella comenzó a dibujar una sonrisa que turbó mi elocuencia e hizo tambalear mi nitidez—. Y dos: ¿Te vas a atrever?

Raquel rió abiertamente regalándome ese momento. Entonces yo quise retenerlo en mi retina para que perdurara eternamente, sabía que podía ser definitivo.

—Claro que me voy a atrever, tontuno —ya casi estaba hecho. Ahora a pagar y a salir pitando de allí—. De hecho ya lo he hecho…

—¿El qué? —¿qué me estaba contando? Me he perdido algo seguro.

—Ha sido tan divertido y provocativo el jueguecito de mensajes de esta mañana, que durante la siesta he aprovechado para iniciarlo con Carlos, mi profe de spinning. Y llevamos media tarde con un tira y afloja, pero finalmente ha sucumbido a mis encantos.

Ella rió pícara y entornó la mirada. Yo todavía estaba asimilando lo que acababa de decirme. Tengo a esta piba rota, o eso creía, y va la garrula y se pone a flirtear con otro tipo. ¡Y además utiliza mis armas! ¿Qué va a ser lo próximo? ¿Qué me pida que la lleve a su cita con mi coche? ¡Venga, por favor!

—¿Qué has hecho, qué? —el jarro de agua fría no podía ser mayor.

—Pues eso… —levantó la mano en un ademán de captar la atención del camarero, inmerso en un Athletic vs. Sevilla, que ambos nos estábamos perdiendo—. Hemos quedado para el sábado, aprovechando que su mujer se va de puente con su grupo de antiguas amigas de la universidad.

—Ya…

—Un favorcillo te tendré que pedir…

No lo hagas por favor…

—¿Podrás acercarme con tu coche? —estaba aplastando mi dignidad y al límite de provocarme una úlcera de por vida—. He decidido reservar una casa rural en un pueblecito no muy lejano y pasar allí el puente.

—Y qué pasa, ¿qué no puede llevarte él?

—No. Su mujer se ha llevado el coche. Así que está como yo, sin vehículo —y puso su mejor sonrisa, componiendo su carita de ángel como solía hacer cuando me pedía un favor de los gordos.

No hagas eso, mujer, que sabes que así puedes hacer conmigo lo que quieras.

—¿Está casado?

—Sí.

—Te va a utilizar, ya lo verás —trago largo de cerveza, me recuesto resignado sobre el respaldo de la incómoda silla de madera y entrecruzo mis manos tras mi cabeza, totalmente respantingado, haciendo ver que todo esto no me afecta lo más mínimo—. Después te vas a arrepentir.

—¡No seas “monserguero”, Pablo! —y estiró su mano derecha sobre la mesa en un intento de que yo le acercase la mía para ganarme por completo con un leve contacto físico. Le cogí la mano y remató—. Entonces, ¿nos llevarás verdad?

—¿Nos?

—Ya te he dicho que está sin coche…

—¿No tiene amigos que le hagan el favor?

—Pablo, está casado. No quiere dar más pistas de las necesarias a su entorno. Es lógico.

—¡Que vaya en bici! Al fin y al cabo es profesor de spinning. ¡Uy, perdona, que esas bicis no tienen ruedas! —ni con sarcasmo conseguía que reblara en su empeño. Raquel seguía esperando un sí, y no pararía hasta que lo obtuviera.

—No quiero que se me desgaste antes de tiempo, ¿comprendes? —y me guiñó un ojo.

—Te vas a arrepentir y mucho, pequeña.

—Eso es un sí, ¿verdad?

Asentí con la cabeza en silencio, incapaz de articular palabra, mientras intentaba no perder de vista los cachitos de orgullo que se habían esparcido por el suelo de todo el local, intentando que no se extraviara ninguno para recomponerlos en la soledad de mi casa en una semana que intuía iba a ser muy dura. Espero que con llevarlos al citado lugar sea suficiente y no me pidan que les haga de mamporrero. ¡Lo que me faltaba!

 

Efectivamente, fue la semana más larga de mi vida. Y sin embargo, no quería que acabase. No tenía fuerzas para enfrentarme al hecho de tener que llevar a mi chica a semejante cita. Me sentía como cualquier padre persa cuando entrega a su inocente hija a los brazos de cualquier hombre experimentado, a sabiendas de lo que ese cerdo iba a hacer con ella. Excepto que en este caso no tendría que aportar la dote, ¡menos mal!

Y así fueron pasando los días, repasando mentalmente qué había fallado en la partida de ajedrez. Estuve tan cerca, que no vi que podía haber otras posibilidades, que a priori no contemplé. Éramos tan amigos, desde niños, y existía tal complicidad entre nosotros, que llegué a pensar que Raquel urdió este plan para evitar tener que responderme. Luego recapacité y comprendí que no se trataba de eso, simplemente ella hacía básicamente lo que le apetecía en cada momento. Y seguramente tendría al profe de bicicleta estática entre ceja y ceja hacía mucho tiempo. Y muy pronto iba a tenerlo entre pierna y pierna… ¡Qué desastre!

 

Llegó el maldito viernes. Así que paso a buscar a Raquel y nos vamos a recoger al tipo ese. El último capricho de mi mejor amiga, mi alma gemela.

—¡Hola bombón! ¡Pero que guapa estás! —Abro el maletero e introduzco sus dos maletas—. Piensas volver, ¿verdad?

—Sí, tontuno. Pero me llevo un poco de todo porque no sé exactamente que tipo de ambiente habrá en el pueblo al que vamos. Así que he cogido varias cosas para no desentonar demasiado. Aunque para lo que vamos a salir de la casa… lo mismo me da.

—No me des detalles, Raquel. Creo que sé por donde vas.

—¡Sí! ¡Qué ganas de disfrutar de ese pedazo de cuerpo trabajado durante años en el gimnasio!

—Basta pequeña, es suficiente.

—Pero si siempre me pides que te cuente detalles, y disfrutas mucho con ello.

—Hoy es diferente. Sé que te vas a equivocar.

—No empieces con la monserga, papi

—Será la última vez que te lo recuerde. Pero advertida estás, preciosa.

Entramos al vehículo y tras unos minutos de incómodo silencio, al que no estábamos acostumbrados, ya que nuestras conversaciones se agolpaban una sobre otra hasta perder el control y sustraernos el turno de palabra como adolescentes (que era lo que en realidad nunca habíamos dejado de ser), ella rompió el hielo en tono conciliador.

—No te preocupes Pablo, sé lo que me hago.

Yo me limité a continuar en silencio conduciendo, mientras la observaba resplandeciente a través del espejo retrovisor. Me sentía como ese padre que lleva a su niña a la cena de fin de curso del instituto y espera no tener que ir a recoger a toda una mujer. Deseaba que mi destartalado coche reventara de una maldita vez, que el tiempo se detuviera o que por fin mi Athletic ganara otra liga y tuviéramos que retornar rápidamente a la ría para sacar la gabarra. Todas opciones improbables, aunque la del coche algún día llegaría.

Tras unas cortas indicaciones arribamos al lugar donde había quedado con su cómplice. El maromo se sube al asiento de atrás y tras darle un espectacular morreo a Raquel, impropio del lugar donde se encontraba: en mi coche, y conmigo esperando al volante, decido interrumpir la bochornosa situación.

—¡Eh, galán! ¡Deja un poco para cuando llegues! —no se lo iba a poner nada fácil. Es más, estaba dispuesto a torpedear el viajecito. Soy tremendamente desagradable cuando me lo propongo, y la mayoría de las veces sin proponérmelo—. ¡A ver si me vas a estropear la tapicería con tanta baba!

Rápidamente se recompuso y apartando de sus brazos a mi chica, se asomó por entre los asientos delanteros, ofreciéndome su mano a modo de saludo.

—Perdona chaval. Soy Carlos.

¿Chaval? ¿Así te presentas? ¿Pero de dónde lo ha sacado?

—¡El de los cojones largos! —respondí sin soltar las manos del volante. ¡Toma! 1-0, gol de Aduriz.

Él recogió la mano, comprendiendo que no estaba el horno para bollos. Se recostó en el asiento trasero y tras mesarse un poco los cabellos, pasó su brazo derecho sobre el cuello de Raquel. Esta rápidamente intervino para calmar los ánimos.

—¿Nos vamos, Pablo?

—Vosotros diréis. Soy vuestro chofer.

 

Tras las oportunas indicaciones me dispuse a salir de la ciudad y coger la carretera en dirección al norte. Paradójicamente nos dirigíamos hacia allí, en busca de lo que mi amiga precisamente había perdido: el norte.

Ellos seguían a lo suyo cuchicheando y haciendo el bobo hasta que él intentó adentrar su maleducada mano bajo la falda buscando algún orificio húmedo y caliente, al que poder excitar. Yo no iba a permitir eso en mi presencia.

—¡Eh, Romeo! ¡Las manos quietecitas! Aquí no…

—Calla y conduce, chaval.

En ese momento se cortocircuitaron mis redes neuronales. No iba a permitir que semejante moscón me ninguneara de esa forma. Ese desgraciado y muerto de hambre, que no merecía siquiera estar sentado junto a semejante mujer, no tenía derecho a tratarme como si fuese su criado. ¡Quién se había creído que era!

Así que pegué un frenazo descomunal, bloqueando las ruedas de mi coche y apartándolo como pude al arcén, levantando una gran nube de humo que desprendía un desagradable olor a neumático quemado. Dos vehículos que llevábamos pegados a cola me esquivaron como pudieron, no sin dedicarme interminables bocinazos hasta que se perdieron en la distancia. Culpa suya por no mantener la distancia de seguridad. ¡Inútiles! Su propio nombre lo indica: distancia de seguridad, por si ocurren estas cosas, vamos. Yo, como sabía lo que iba a ocurrir, no sufrí ningún percance, pero el inútil de Carlos que no se había abrochado el cinturón para tener más movilidad para manosear a su pareja a su antojo, salió despedido contra mi asiento y chocó contra él. ¡2-0, golazo de Muniain!

Afortunadamente, la siempre precavida Raquel, fue salvada por el cinturón de seguridad, que la fijó en su posición. Menos mal…

Cuando el vehículo se detuvo finalmente y sin dar tiempo a que el atontado se recompusiera, entre una nube de polvo y goma todavía, bajé de mi carro dispuesto a sacarlo a patadas del mismo.

—¡Sal de mi coche, mamón!

Él, que me vio echo una furia, asió con fuerza el reposamanos de su puerta impidiéndome abrirla desde el exterior. Se le veía el miedo en el rostro. Rápidamente ancló sus dos fibrosas piernas en el borde de la puerta y con ambas manos empujaba hacia dentro. Era imposible que pudiera abrir la puerta con ese pulpo incrustado así. Mientras, Raquel se recomponía del zarandeo, y se apresuraba a soltarse el cinturón de seguridad. Gritaba desesperada al ver cómo se le estaba yendo la situación de las manos.

—¡Chicos, por favor! ¡Parad!

Pero no entrábamos en razones. Yo quería arrancarle la cabeza al memo ese y él lógicamente quería mantener todos los dientes en su artificial sonrisa de fino deportista. Ella seguía intentando apaciguar los ánimos sin éxito.

—¡Basta ya! ¡Pablo, por el amor de Dios!

Yo seguía aferrado como un poseso a la maneta de la puerta trasera del lado del conductor. Estaba desbocado.

—¡Sal mamón! ¡Poco hombre! ¡Que te voy a quitar las ganas de volverme a llamar chaval!

Mientras continuaba en mi intento, Raquel salió por la otra puerta y rodeando la parte trasera del vehículo, llego hasta mi posición. Intentó agarrarme para que me calmara, pero eso resultó inútil. No tenía la suficiente fuerza como para detener a un macho alfa en plena batalla por marcar su territorio. Y así, entre gritos, golpes al cristal tras el que se acochinaba aquel individuo, e intentos fallidos de la hembra en celo por llamar nuestra atención y conseguir que nos detuviéramos, ocurrió algo inesperado. Ella tomó una actitud que nunca pensé que con esa delicadeza pudiera calmar nuestros ánimos. De pronto, en lugar de continuar berreando mi nombre, comenzó a susurrarlo como hacía cuando quería llamar mi atención o la de cualquiera, erizando todo mi cuerpo.

—Pablo —y tras una breve pausa continuó—. Pablo, no sigas por favor. Vais a haceros daño.

Embobado ante semejante reclamo, cual serpiente ante las notas musicales arrojadas por una flauta de caña en la lejana India, caí hipnotizado bajo sus relajantes frases susurradas en el arcén de una carretera secundaria. Mis brazos dejaron de ejercer presión sobre la maneta y, sin soltarla, giré el rostro aturdido hacia mi contertulia. Ella había adoptado esa pose dulce y pícara que se le daba tan bien, con la cabeza ligeramente agachada y sus ojazos mirándome hacia arriba. Podría parecer un acto de sumisión, pero todo lo contrario, era un acto totalmente premeditado de posesión y dominio sobre cualquier hombre. Con esa carita de pena, sabía que estaba a su antojo. Además, su tono de voz, desgarraba los instintos primarios poniéndolos a danzar a su total disposición. La encantadora de serpientes había comenzado su función y muy pronto tendría a las dos víboras hipnotizadas a su merced.

—Pablo, cariño, vale.

En ese momento solté definitivamente la maneta y me convertí en un niño de siete años intentando colarle una escusa barata a su profe de primaria.

—Pero es que…

Ella se llevó el dedo índice a sus carnosos labios y ordenó que me callara con otro susurro casi inaudible por el ruido de los coches que seguían circulando por aquella maldita carretera.

—Acompáñame.

Y cogiéndome de la mano me apartó del vehículo y me dirigió al interior del bello paisaje de la sierra que atravesaba el asfalto, imperceptible hasta ese momento para mí, inmerso como estaba en torpedear el viaje. Llegamos bajo un árbol centenario, y a su cobijo tomamos asiento.

—Pablo, ¿que pretendes? ¿Arruinarme el fin de semana?

—No. Bueno, sí. No sé Raquel —estaba hecho un mar de dudas, razonables todas ellas—. Creo que no ha sido buena idea que me pidieras este favor. Os pediré un taxi para que podáis seguir con vuestra escapada romántica. No te preocupes, yo me hago cargo.

—Vamos a ver cariño, no seas tontuno. Te das cuenta que estamos en medio de la nada. No digas tonterías, hombre.

—No me siento con fuerzas para continuar. No puedo Raquel, no me hagas esto…

—¿Pero por qué? Sólo nos quedan veinte kilómetros, estamos a tan solo diez minutos de nuestro destino. No nos abandones aquí, por favor…

¿En serio tenía que explicarle por qué no podía afrontar esa situación? Pues si era necesario se lo diría. Tenía que oírlo de mi boca, al menos una vez en la vida. Era justo que supiera lo que sentía por ella todo este tiempo, y que en aquel preciso instante acababa de cerciorarme irremediablemente de mi situación. La sombra de aquel pino silvestre me iluminó, y aclaró mis desordenados sentimientos de toda esta dura semana, de estos años de quedadas y complicidades, de toda mi vida en definitiva. La frescura del musgo que cubría su base me azuzó el ímpetu para desnudar mi corazón ante ella. Estaba listo, lo sabía, era el momento. Ella entornó la mirada, limpia como nunca la había visto. Estaba por la labor, podía sentirlo. Se preparaba para lo que tenía que decirle, aunque intuía que lo sabía desde hacía mucho tiempo. No había duda, siempre iba muy por delante de todos mis actos, incluso conocía mis sentimientos antes de que yo tuviera el valor de admitirlos.

—Raquel, yo…

—¡Reichel! ¿Dónde estás? —de entre la maleza apareció en el momento más inoportuno Carlos, buscando a su presa—. Nena, me tenías preocupado.

Quedé con la palabra en la boca, la tensión en el estómago y todas mis esperanzas en los tobillos. Ella se levantó de mi lado y corrió a consolar a ese desgraciado, llenándolo de arrumacos y besos que no le correspondían, y atusándole las vestimentas que su cobardía había fruncido. Desde la distancia, y al abrigo de su amante, hizo un último intento a sabiendas de que no procedía.

—¿Qué me decías Pablo?

—Que ya estoy listo para continuar. Cuando queráis nos vamos —dije casi sin creer lo que estaba soltando por mi boca.

La pareja tomó unos metros de ventaja y rápidamente volvimos a la carretera. Yo marchaba tras ellos cabizbajo inmerso en mis propias desgracias, que ya no podían ser más (o al menos eso creía).

Llegamos al coche y tras colocarnos los cinturones de seguridad, giré la llave de contacto. Un ruido áspero salió del interior del vehículo. Repetí incrédulo la maniobra. Otro ronquido inquietante me paralizó. Y así repetitivamente hasta que la desagradable voz del atleta quebró mis oídos y mi ánimo desde el asiento de atrás.

—¡Vaya por Dios! ¡Ahora a la rata se le rompe la calabaza con ruedas para mi Cenicienta!

Aquello era inadmisible. Raquel lo mandó callar con una mirada a la que le sobraron las palabras. Tras unos segundos de tenso silencio busqué en la guantera la documentación del seguro y llamé para indicarles nuestra posición. La grúa tardaría no más de una hora, pero no menos de media. La Sierra es lo que tiene, es preciosa, tranquila, y alejada de todo, incluso de las grúas. Se confirmaba la teoría de que todo lo que puede ir a peor, irremediablemente va a peor. El sino de mi vida amorosa. El mantra de mis relaciones. Yo.

 

Intentaba razonar y mantenerme en calma, pero por momentos parecía imposible que llegara a conseguirlo. Estaba agotado mentalmente y destrozado anímicamente. Mi corazón había saltado en pedazos varias veces ya, y mi orgullo no tenía mejor pinta. Caminaba repetitivamente carretera abajo, para volver sobre mis pasos trescientos metros, una y otra vez, ataviado con el escandaloso chaleco amarillo y móvil en mano por si llamaban los del seguro o la grúa. Estaba en proceso de desfragmentación, reordenando archivos, actualizando y limpiando mi disco duro, para poder asimilar semejante panorama al que me enfrentaba.

Los tortolitos seguían resguardados en el asiento trasero de mi coche. Parecían despreocupados, ajenos a mi situación. Sé que Raquel no lo estaba. Lo intuyo. Quiero creerlo… No lo sé. Simplemente lo deseo, como a ella.

Tras una larga espera, apareció el comboy de la salvación, el ejercito de liberación de ansiedades, los cascos azules del amor, la caravana de la esperanza, la Cruz Roja del corazón… una grúa y un taxi, vamos; pero para mí en ese momento parecían todo eso a la vez, y mucho más. Al verme brazear espasmódicamente se detuvieron en el arcén. Yo les indiqué que era a nosotros a quien debían socorrer, como si necesitasen confirmación. De la grúa bajó un cincuentón de poco pelo que juntaba más arrugas que dientes. De su boca colgaba una faria medio masticada que daba grima con sólo mirarla. Su indumentaria combinaba magistralmente manchas de grasa, con salpicaduras de bocata de mejillones, sobre fondo magenta del mono reglamentario. Una obra de arte, o un caro modelito, si lo hubiese firmado Agatha Ruiz de la Prada. Sus ojos, aún con legañas, se adivinaban sinceros, grandes, enormes y claros; junto con su devastadora alopecia, y su famélica presencia me recordaba a alguien, a algo… ¿pero a quién?

El chofer me estrechó la mano.

—Antonio —dijo a modo de saludo.

—Soy Pablo. Gracias por venir tan rápido —respondí cortésmente.

—Ahórrate el cumplido chaval, es mi trabajo.

De nuevo chaval… Pero a este no le voy a contradecir, tiene que sacarnos de aquí.

Del taxi salió un joven espigado envuelto en un chándal de primera marca rematado por unas espantosas deportivas plateadas. Se interesó por los clientes que tenía que trasladar y antes de que yo tan siquiera pudiera articular palabra escuché:

—¡A nosotros! —el deportista sí que había estado atento para esto. Y dándole un apretón de manos al taxista, se apresuró a abrir la puerta trasera, tan cortés como pudo, a su querida, para rápidamente salir huyendo de aquella angosta carretera.

El taxi levantó una ahogadora polvareda al incorporarse al asfalto, obligándonos al chofer y a mí a cubrirnos el rostro con las manos.

—¡Gilipollas! —solté, pensando en Carlos.

Antonio, todavía aturdido por los efectos del polvo, se vino arriba al escucharme decir eso y pensando que me refería al taxista, soltó una serie de improperios que no voy a reproducir de nuevo; me dio dos palmaditas en la espalda y dándome ánimos me dijo:

—¡Nos vamos a llevar bien, chaval!

—Nos llevaremos mejor si dejas de decirme chaval —respondí intentando no parecer grosero, pero firme a la par.

—De acuerdo, muchacho.

Tras realizar las tareas propias de su oficio y cargar el coche en la grúa, nos dispusimos a subir a la cabina y llegó el momento de indicarle el taller donde quería que dejara el vehículo averiado. Le indiqué mi taller de confianza, junto a mi casa, así que media vuelta para la gran ciudad. Adiós al campo, al monte, a la dichosa Sierra, culpable de mi desdicha.

Tras realizar un cambio de sentido bastante temerario, tomó la dirección opuesta al destino de Raquel. Me relajé en el asiento y me saqué de encima el estúpido chaleco.

—Bueno, muchacho, ¿qué te ha traído por aquí?

El buen hombre tenía ganas de cháchara, yo no estaba por la labor, pero tampoco había mucho más que hacer.

—He venido a traer a unos amigos a una casa rural. Ya sabe, escapada romántica y eso… —contesté medio de mala gana, recostado en el asiento del copiloto.

—Será muy buen amigo, para venir hasta aquí…

—Amiga —respondí—. A él no lo conozco.

—¡Venga muchacho! —soltó mientras se cambiaba la corroída faria de lado a lado de la boca—. ¡A una amiga no se la lleva a más de cien kilómetros de distancia para que se la zumbe otro! ¿Estás tonto o qué te pasa chaval?

Menuda reflexión me acababa de soltar. Admití el bofetón de sinceridad con toda la dignidad que pude, sabiendo que tenía más razón que un santo. Es la conclusión que sacaría cualquier hombre. Yo mismo hubiera llegado a esa reflexión si no se hubiera tratado de mí, de Raquel, de nosotros. En ese momento bajé la cabeza, saqué mi móvil del bolsillo y comprobé que había recibido un mensaje:

“Ya me dirás a que taller te diriges. Nos hemos dejado el equipaje en el maletero del coche. No llevamos nada más que lo puesto. Besos cariño.”

—Venga muchacho, no te lo tomes a mal. No tenía intención de ofenderte —dijo Antonio en tono conciliador.

—No se preocupe, es que ocurre una cosa…

—¿Qué te pasa? ¡Tristón!

—Llevamos su equipaje, y vamos en la dirección contraria a donde se encuentran.

—¿Equipaje? —sonrió—. ¿Realmente crees que van a necesitar mucha ropa donde van, y a lo que van? —a carcajadas— ¡Se trata de quitársela toda, muchacho!

Tras un par de minutos de silencio, y una vez que el chofer se recompuso de su arrebato de risa, entremezclada con tos agónica de fumador empedernido, recibo otro mensaje:

“Pablo, cariño, las maletas… porfa”.

Acompañado de emoticonos lanzándome besos con corazoncitos y maletas de diferentes colores. ¿Por qué me torturaba así? Quería irme a mi casa y olvidar todo esto. Cerveza, fútbol, colegas y una noche de farra me aliviarían a corto plazo. Pero por otro lado sentía la obligación de corresponder a Raquel. No podía fallarle. No iba a dejarla tirada. No lo haría, ese no era yo.

—¿Puedes dar la vuelta, Antonio?

El chofer me miró con los ojos todavía más abiertos. Sorprendido de mi capacidad de servidumbre. Alfombra se quedaba corto para describirme, pisoteado pero siempre dispuesto a limpiar los pies de quien tuviera encima. Cuando se recompuso de su sorpresa inicial, contestó entre carcajadas de nuevo:

—¡Calzonazos! —y esta vez casi pierde el sentido de un ataque de risa maligna y tos aguda tras tantos años tragando humo. Llegué a preocuparme, mi vida estaba en sus manos. Se recompuso y concluyó—. Tú mandas. Pero… ¿estás seguro?

—Sí, por completo. Déjeme en el taller mas cercano a su posición.

—A mí me viene de perlas porque voy a hacer el servicio mucho más rápido, pero a tu salud mental no sé si le conviene demasiado.

—No se preocupe. Puedo resistirlo.

—¿Resistirlo? Ya veo por donde vas, muchacho. No es tu amiga, no. ¡Te gusta esa tía! ¡Y mucho!

Creo que con tan solo una jornada laboral con este señor se habrían acabado todos mis problemas. Era un psicólogo en toda regla. Hondaba en mi interior y sacaba a la luz mis sentimientos. Un poco cafre, pero lo conseguía. Estaba empezando a gustarme su estilo, crudo, rudo, sincero en definitiva. Así que me armé de valor y por primera vez en mi vida revelé a alguien el secreto mejor guardado de la corona, el expediente clasificado en mi corazón tarambanas y farandulero.

—Sí. Lo admito.

Las carcajadas de Antonio retumbaron por toda la cabina. Disfrutaba machacándome.

—No necesitaba confirmación, muchacho. Era una pregunta obvia.

—Se dice retórica —alegué.

—¡Empollón! —y las carcajadas atronaron durante un largo rato.

Tras unos kilómetros de retorno, pronto superamos la posición donde mi coche había decidido darle una vuelta de tuerca más a mi patética situación. Al pasar por allí, el conductor soltó una aseveración que bien podría poner en pie de guerra a un ejército, una arenga al mas puro estilo Braveheart, que me espabiló por fin y comprendí lo que tenía que hacer a partir de ahora.

—Muchacho, un hombre puede cambiar de rumbo, pero no de dirección. He dado la vuelta, te llevaré hasta el taller mas cercano a tu chica, pero sólo si me prometes una cosa… ¡Qué vas a pelear por esa zorra! En mi grúa no suben calzonazos desgraciados que no saben afrontar su realidad. Así que o espabilas y coges al toro por los cuernos, o de una patada en el culo, te saco de la cabina y te abandono a tu suerte aquí mismo. ¡Tú veras! Así que grita conmigo: ¡Voy a hacerlo, joder!

Antonio se estaba viniendo arriba por momentos, y decidí seguirle la corriente.

—¡Voy a hacerlo!

—¡Más fuerte, meapilas!

—¡¡Voy a hacerlo!! —grité.

—¡¡Más alto, calzonazos!! —me exigía.

—¡¡¡Raquel!!! ¡¡¡Voy a por ti!!! —grité liberado como si ya nada importase.

—¡¡¡Muy bien, muchacho!!! —se desgañitaba complacido Antonio.

En ese momento vi claro a quién se parecía, la primera impresión que me había dado nada más bajar de la grúa, y emocionado como estaba, incapaz de analizar lo que decía presa de la excitación, le grité a pleno pulmón a dos palmos de su cara:

—¡¡¡¡Gollum!!!!

 

 

El resto del trayecto no se me hizo excesivamente largo, al fin y al cabo estábamos a muy pocos kilómetros del maldito destino. Antonio no se tomó muy a mal lo de Gollum, puesto que no sabía quien era, así que tuve que explicarle que se trataba del grito que realizaban los paracaidistas americanos en la segunda guerra mundial para armarse de valor antes del gran salto. En realidad gritaban “Jerónimo”, un buen amigo experto en estos temas me lo había repetido hasta la saciedad, pero al chofer le encantó la lección de historia, que remató de nuevo llamándome empollón.

Durante el trayecto respondí al mensajito de Raquel y me ofrecí para acercarle las maletas hasta la casa rural. A ella le pareció un gesto encantador. La tenía, casi era mía.

Al fin y al cabo en Maps no parecía muy alejada la dichosa casa del taller donde Antonio debía dejarme. Eran sólo tres kilómetros. Un paseito por la sierra me vendría bien, abriría mis pulmones y aclararía mis ideas.

En menos de veinte minutos ya estábamos en el taller. Antonio y el oficial que en esos momentos se encontraba al mando se apresuraron a bajar el vehículo y tras varias preguntas para evaluar los daños y realizar un diagnóstico, emprendió su faena. El chofer de la grúa, finalizada su misión allí, se acercó hasta mi posición a las afueras del taller.

—Muchacho, necesitas que te acerque a algún sitio.

—No es necesario Antonio, muchas gracias.

—¿Vas a acercarles el equipaje a tu zorrita y al pichabrava?

—Sí, creo que lo haré. Iré a por todas, como tú me has indicado. No soy ningún calzonazos.

Y tras estrecharme la mano y ofrecerse varias veces a llevarme con la grúa, se subió al vehículo y justo antes de partir, bajó la ventanilla, encendió de nuevo su asquerosa faria y me gritó.

—¡Voy a hacerlo, joder!

Yo desde la distancia lo repetí con ganas, levantando mi puño izquierdo cual revolucionario.

—¡Voy a hacerlo!

Antonio vio que me tenía enganchado con su monserga de motivación barata y quiso poner el remate para que me entregara a tope. Arrancó rascando rueda, comenzó a destrozar el claxon aporreándolo con la mano derecha, mientras sacaba la izquierda por la ventana puño en alto repitiendo mi gesto, y gritaba como si le fuera la vida para insuflarme ánimos:

—¡¡¡Gollum!!!

No quiero ni pensar a cuantas personas más debería llamarlos así hasta que alguno tuviera el valor o la decencia de explicarle quién era el citado personaje, y que el grito de los paracaidistas que imitaban al apache descendiendo colina abajo a lomos de su caballo en pleno ataque era Jerónimo. Pobre del que lo hiciera…

 

Cuando me recompuse de las carcajadas que brotaron espontáneas al ver la despedida de la grúa, me dirigí al interior del taller. Estuve hablando un rato con el mecánico, que me aseguró que el coche tenía arreglo, pero que al encontrarnos en pleno puente, como pronto, hasta el lunes, no le servirían el repuesto necesario para hacer andar a aquella vieja tartana. Así que vacié el maletero resignado y me dispuse a emprender camino hacia el nidito de amor de Raquel y Carlos. Así con fuerza las dos maletas de mi chica y me colgué a modo de bandolera la bolsa de viaje del príncipe azul. Vaya tipo cutre, se va de escapada romántica con una bolsa de deporte. Seguro que es la misma que utiliza para ir al gimnasio. ¡Será desgraciado!

Le pregunté al “pretatuercas” si había algún atajo para no ir así por aquella estrecha carretera secundaria, no quería que nadie se me llevara por delante por cualquier despiste o simplemente por la falta de espacio para transitar. El chico me indicó que conocía un sendero que salía justamente desde la parte trasera del taller y que en poco más de un kilómetro estaría allí. Estaba de suerte. «El karma está de mi lado», pensé.

Emprendí la marcha por aquel frondoso camino. Las ruedas de las maletas pijas de Raquel parecían no estar acostumbradas a la tierra y piedras del piso. Traqueteaban sin parar, pero me hice el machote y seguí a paso firme. En unos minutos el poco cielo que la vegetación dejaba vislumbrar sobre mi cabeza, comenzó a tornar gris. La luz desaparecía por momentos y quedé en penumbras en menos de cinco minutos. No le di mayor importancia hasta que un fogonazo de luz irrumpió en aquel bosque cegándome al instante, y casi acto seguido el cielo se rajó literalmente en un ensordecedor trueno. El rayo había caído muy cerca de allí, seguro. Me percaté en ese momento de los consejos de supervivencia de “boy scout”, que repetían que nunca te refugiaras bajo un árbol en una tormenta. Yo estaba bajo cientos de ellos. Puto karma…

Apreté el paso y del cielo comenzó a jarrear una lluvia intensa, densa y heladora, que en menos de un suspiro me había calado de arriba abajo. Por el rato que llevaba caminando supuse que estaba a mitad de camino, así que para adelante y a bloque. Enseguida el agua convirtió en barro la tierra que formaba el camino, y las ruedas de las maletas se cegaron y dejaron de girar. Probé a arrastrarlas, hasta que decidí cargar con ellas a pulso. La mochila cada vez pesaba más y el camino empezó a mirar hacia el cielo. Cuesta arriba hasta el final. Como mi situación…

A los pocos pasos el piso ya era fango y piedras. Cargado como una mula y agotado físicamente, ocurrió lo que era de esperar: de un resbalón perdí el equilibrio y di de bruces en el suelo. Para cuando solté las maletas, mi barba ya se había estampado en el barro. No tuve tiempo ni de amortiguar el golpe. Hoy el karma se estaba pasando pero bien.

Resignado y aturdido continué la marcha cuando me recompuse. Apenas cincuenta metros me separaban de la cima. Empapado ya no de agua, si no de barro tras mi inoportuno resbalón; agotado y cabreado por todo lo que me estaba sucediendo desde que decidí compartir aquel estudio con Raquel e intentar jugar con ella; aborrecido de Cupido, Eros, Afrodita, y Pablo Alborán… Arribé a lo alto de aquella colina y descubrí la maldita casita a tan solo cien metros, en un fantástico prado verde esmeralda que hizo que casi se me saltaran las lágrimas de emoción. Lo había conseguido. No pude más que soltar a peso la pareja de maletas, alzar los brazos al cielo y gritar:

—¡¡¡Jerónimo!!!

 

Caminé lentamente bajo la pertinaz lluvia el tramo diáfano de prado verde que me separaba de la vivienda. Era una casita preciosa de dos plantas, con un pronunciado tejado de pizarra para evitar que las nieves del invierno se acumulen sobre él. Toda la fachada estaba recubierta de piedra y las amplias ventanas contaban con unos portones de madera para aislarla todavía más en las gélidas noches de final y principio del año, cuando la temperatura desciende por debajo de los cero grados. Para acceder a la puerta principal, tuve que subir los cuatro escalones de piedra que daban a una galería elevada, rodeada por una balaustrada de madera tratada, que le daba un aspecto de lo más acogedor. En ella había instalada una mesa y cuatro sillas, y una antigua bancada de madera y piedra en la que sentarse a contemplar el ocaso. Me imaginaba allí envejeciendo junto a Raquel cada tarde de mi vida.

Me descargué, y antes de llamar intenté atusarme el pelo un poquito. Me mesé los cabellos sin percatarme de que mis manos seguían pringadas de barro, con lo cual sólo conseguí ensuciarme todavía más la cabellera y el rostro. Ahora sí, era John Rambo en Acorralado parte II. Sólo me faltaba la cintita roja en la cabeza, porque “no sentía las piennas” y estaba harto del “Charly”. Era un esperpento andante, eso sí, el más servicial que puedas encontrar.

Llamé al picaporte que decoraba la gigantesca puerta de madera de dos hojas. De dentro procedían risas y conversaciones cómplices que no acertaba a distinguir. Repetí el intento, esta vez con mayor firmeza. Carlos respondió.

—¿Quién es?

—Soy yo, Pablo.

—¿Qué demonios quieres?

—Entregaros el equipaje, ¡imbécil!

Tras unos segundos de silencio, escuché como corría los pesados cerrojos de la gran puerta. Sólo abrió lo justo para poder coger una maleta, y después la otra y meterlas tras la puerta. Yo desde mi posición no acertaba a ver nada más que su careto, que precisamente era lo que menos me apetecía presenciar en esos momentos.

Raudo se dispuso a tomar la bolsa deportiva con sus pertenencias cuando la sujeté con fuerza y le pregunté por Raquel.

—¿Está Raquel? ¿Quiero verla?

—Déjanos disfrutar del puente, payaso. Ahora lárgate por donde has venido y no nos compliques más la vida.

No podía creerlo. Este tipo no iba a hablarme así. ¿No había aprendido la lección de unas horas atrás en la carretera cuando casi le arranco la cabeza?

—Mira Carlos, déjame hablar con Raquel y tengamos la fiesta en paz.

Intenté abrir un poco más la puerta para lograr ver algo del interior pero me bloqueó con su cuerpo.

—Está bien —dije cesando en mi empeño—. Comprendo… Dile que he venido a traeros el equipaje. Luego la llamo.

—Aquí no hay cobertura…

—Pues entonces tendré que hablar con ella en persona —no iba a resignarme. Esta vez no.

—¿Pero es que todavía no lo has entendido? Raquel no quiere verte, desgraciado. Y yo, ¡mucho menos! ¡Así que suelta mi equipaje, y largo!

Este último comentario hizo que todavía ejerciera más presión en las asas de su bolsa de deporte para no soltarla. Él estiraba desde dentro y yo me mantenía en mis trece desde fuera.

—No la mereces… —contesté con la mayor cara de asco que pude dibujar—. ¡Me repugnas! ¡Vete con tu mujer y déjanos en paz!

—¿Y tú crees que sí? ¿Qué una mujer como Raquel va a estar con alguien como tú?

—Yo al menos la quiero —me sorprendí a mí mismo pronunciando esas palabras—. La he querido siempre y no creo que eso vaya a cambiar el resto de mi vida. Es una mujer fascinante, llena de virtudes y a la que perdonar todos sus defectos. Es en lo primero que pienso cuando abro los ojos y lo último que anhelo cada noche al cerrarlos. Sueño con ella, y espero y deseo que en otra vida podamos coincidir, ya que en esta la suerte no me ha sonreído. Todas las mañanas soy la primera persona que le escribe: “buenos días preciosa”, o “buenos días bombón”, y espero impaciente el momento que ella conteste a mis mensajitos para comenzar interminables conversaciones que alivien la asquerosa rutina que me envuelve. Siempre flirteamos, pero nos mantenemos inactivos por miedo a destruir nuestra maravillosa amistad. La verdad es que nos excusamos en ella, en nuestra amistad, para evitar admitir que nos produce un miedo espantoso dar un paso más, ir más allá, ir a por todas de verdad y decirnos a la cara lo mucho que nos queremos y necesitamos estar el uno con el otro. Nos conocemos desde niños y siempre ha sido así, y ni tú ni nadie va a cambiarlo.

»Así que déjame hablar con ella un momento y ya no os molesto más.

En esos momentos descubrí que el hecho de soltar todo lo que llevaba dentro había producido en mí una enorme emoción que había hecho brotar dos enormes lagrimones que surcaban mi cara esquivando barro y barbas por igual.

—¡Muy bonito Bambi! ¡Menuda declaración de amor me acabas de soltar! Pero ahora seré yo el que te explique cómo está la situación. Raquel está por ahí dentro medio en bolas esperando que te largues para disfrutar de este cuerpazo cuidado al detalle, y para lo que ha recorrido casi cien kilómetros. ¿O crees que va a estar leyendo tus patéticos mensajitos todo el fin de semana? Ha venido a que un hombre como yo la haga sentir una auténtica mujer, la folle como es debido y gima de placer hasta la extenuación. No está aquí para jugar a las princesitas quinceañeras, necesita algo más que mensajes tiernos. Y yo voy a ser ese hombre, el que nunca serás tú… Voy a fornicar durante setenta y dos horas a esta pendeja y después volveré a casa con mi mujer, y aquí paz y después gloria. Al fin y al cabo estoy realizando una labor social, si no ¿quién va a satisfacer a esta hembra? ¿Tú? ¡Menudo moñas!

»Voy a hacer con ella lo que me de la gana. Todo tipo de guarradas que mi mujer no se atrevería a hacer por decencia, esta guarra está dispuesta a hacerlas por puro placer. Está muy necesitada, tío. Me han bastado cuatro miraditas en el gimnasio para ponerla a cuatro patas. ¡Aprende chaval! ¡Y lárgate de una puta vez!

En esos momentos mi sangre hervía, no podía tratar así a mi chica, era inadmisible. Ambos nos estábamos calentando demasiado y comenzamos a estirar de las asas del bolso de Carlos hasta hacerlas crepitar. Yo intentaba sacarlo para fuera y darle su merecido, esta vez nada iba a impedírmelo. Y él, por su parte, recuperar su equipaje y quitarme de en medio. Cuando de repente, la voz quebrada de Raquel susurró detrás de nosotros y detuvo la batalla.

—¿Eso esperas de mí? ¿Qué te la chupe y me largue? ¿O algo más guarro? ¡Eres un cerdo y un hijo de la gran puta! —las lágrimas emborronaban su precioso rostro. Al parecer permanecía en silencio detrás de la puerta sin que ambos nos diésemos cuenta. Había escuchado perfectamente toda la conversación. Tenía demasiados datos de golpe por asimilar, pero sin duda el testimonio de su príncipe de spinning le había dejado el corazón en ruinas.

»Siempre he sabido valerme por mí misma y nunca he necesitado de ningún machote “que me folle” —decía a la par que señalaba a Carlos con la mano de arriba abajo—. ¡Soy una mujer, imbecil! ¡No una puta muñeca hinchable! ¡Eres despreciable!

En ese momento Carlos aflojó la presión sobre el equipaje para girarse y poner carita de arrepentimiento. No esperaba que Raquel escuchase esa conversación. No debía haberla oído. El fin de semana se le estaba complicando…

—Pero cariño…

Fue lo único que le dio tiempo a pronunciar. En el mismo momento que sentí que sus fuerzas se debilitaban, tiré con todas mis fuerzas de la bolsa de deporte y conseguí sacar de la casita al impresentable, que aturdido por el tirón, me ofreció como suculento manjar presentado en restaurante de cinco tenedores al más hambriento de los hombres, su bronceada mandíbula para que estampara el mayor gancho de derecha que el boxeo actual pueda recordar.

No hubo pelea. No hizo falta. Le puse tanto empeño en el primer golpe que cayó noqueado al porche de la casa rural. El árbitro le hubiera contado diez y me hubiera declarado vencedor levantando en ese momento mi brazo derecho, pero obtuve la mejor recompensa que pudiera imaginar. Raquel, frágil, rota y desorientada, avanzó hasta mi posición y fue a acurrucarse en mi regazo. Nos fundimos en un intenso abrazo lleno de complicidad que detuvo el tiempo. Todavía sollozaba. Yo buscaba su rostro, pero ella ejercía una gran presión hacia mí que impedía que pudiera verlo. No se atrevía a mirarme a los ojos.

Cejé en mi empeño y permanecí estático, de pie, junto a ella. No sé cuanto tiempo pasó hasta que se recompuso, y sin apartar su rostro de mi pecho susurró:

—¿De verdad sientes todo eso por mí?

Poco a poco apartó su cara para poder mirarme a los ojos. Esperaba mi respuesta. Era el momento y no podía fallar. Hasta ahora le había ocultado mis sentimientos disfrazándolos de falsa amistad por miedo, por cobardía en realidad. Así que ya nada había que perder, ya lo había oído todo y sería patético dar marcha atrás ahora. Tomé fuerzas y pronuncie las palabras lentamente.

—Así es preciosa.

Envolví su rostro con mis manos, sequé sus lágrimas y esperé reacciones. Ella sonrió, hizo lo propio con mi cara y aproximó sus labios a mi boca. ¡Iba a besarme!

 

Y sucedió. Tras el primer beso, dulce, prolongado y merecido, siguieron otros de menor duración pero de mayor intensidad. Y otros muchos más apasionados que nos llevaron en volandas para el interior de la casa rural. No era momento de dar más explicaciones. La pasión ganó la batalla de los besos a la ternura, al cariño y la amistad por goleada, y a partir de entonces decidimos devorarnos el uno al otro sin compasión. Llevábamos muchos años deseando que llegase este momento, yo cada día y Raquel en su subconsciente.

Tras nuestra entrada triunfal corrimos los cerrojos de la puerta principal y nos entregamos a la pasión. Al cabo de un rato indeterminado, mientras ambos disfrutábamos uno del otro, descansando de las dos primeras arremetidas, llamaron a la puerta. Raquel ni se inmutó, recogió varias pertenencias de Carlos de la habitación principal en la que permanecíamos tumbados en la cama, embobados, sin parar de acariciarnos y sin poder apartar la vista de nuestros ojos; abrió la ventana y las arrojó al vacío. Sólo pronunció una frase a la par que cerraba los portones exteriores y la ventana.

—Esta vez, ten algo más de estilo y llama a un taxi. ¡Mi chico ya no es tu chofer!

Carlos recogió su ropa de los alrededores y a trompicones comenzó a vestirse, a la par que gritaba:

—¡Pero si aquí no hay cobertura!

No le sirvió de mucho, de nada en realidad. Nosotros para entonces ya estábamos enfrascados en otro arreón de deseo, de los muchos que se prolongaron durante todo el puente. Mientras, en el exterior la lluvia arreciaba de nuevo, y el príncipe de los pedales caminó bajo la lluvia hasta el pueblo más cercano, donde consiguió contactar con un taxi que lo devolviera a su acomodada y falsa vida de pareja en la gran ciudad.

 

 

Todavía recuerdo estos momentos cuando cada año por estas fechas venimos los cuatro a disfrutar del puente de Semana Santa en nuestra casita rural. Los niños juegan por los alrededores sin peligro y en plena naturaleza y nosotros, como aquel día imaginé, nos sentamos en la antigua bancada de madera y piedra a contemplar el ocaso. Juntos, unidos, felices… para siempre.

 

 

David Garcés Zalaya

Luceni (Zaragoza)

 



 

Agradecimientos

 

Cada vez la lista de agradecimientos es mayor. Así que en esta ocasión vamos a hacer una cosa diferente y divertida.

Como Zarracatalla Editorial la componemos todos los que participamos de una u otra manera en esta locura creativa, y todos tenemos la misma importancia, hagamos de los agradecimientos un espacio público, un tablón de anuncios donde compartir con todos los “zarracatalleros” nuestra visión de este libro, este proyecto, esta idea. Cada sábado, y mientras nos sigáis enviando vuestra aportación, publicaremos en el blog y redes sociales el feedback de cada uno de vosotros.

Así que escríbelo en la siguiente página y haznos llegar una foto con la dedicatoria, agradecimiento o emociones que te haya despertado este libro y las iremos subiendo en una sección específica que crearemos en el blog (zarracatalla@gmail.com o perfil en Facabook: Zarracatalla Editorial). También nos encantaría que nos enviases alguna foto con el librito para poder ver quién la envía, nuestros lectores, y los lugares que visitan nuestras historias.

De esta manera provocaremos una retroalimentación al recibir vuestras impresiones, sentimientos que ha despertado el libro, dedicatorias que queráis hacer o agradecimientos, que nos darán un nuevo impulso para seguir con esta aventura y lograr el objetivo de leer y ser leído.

A continuación os dejamos espacio para que os expreséis libremente, un derecho que ganó una generación y que ahora parece un lujo que tenemos olvidado.

Nos leemos. 

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