Encontrarás los besos
-Encontrarás los besos,
hijo. No te preocupes-. Me decía mi madre mientras me consolaba. Yo lloraba desesperadamente.
Como nunca lo había hecho. No sabía que el amor era tan doloroso. Era una nueva
sensación y no me estaba gustando nada.- Lo que pasa es que esos besos no eran
para ti. Nada mas. Ya encontrarás los tuyos. Seguro hijo, ya lo verás.
Mi madre me abrazaba con
todo su amor y yo me estremecía en su seno. No hay sensación más placentera en
el mundo que esa.
-Has despertado al amor,
hijo. Y eso a veces duele.
-¿Por qué? ¿No dicen los
mayores que es maravilloso?- Grité indignado.
-Es como cuando pegas un
estirón-prosiguió mi mama sin inmutarse-que te hace más grande pero te duelen
las piernas unos días. Luego se pasa y te encuentras mucho más alto y guapo que
antes.
-¡No! ¡No es lo mismo!- Yo
no lo entendía, claro está.
-Seguro que hay otras
muchas chicas deseando conocerte-. Aquella mujer era todo paciencia y amor.
-¡Yo no quiero a otra! ¡Yo
la quiero a ella! ¡Quiero a Julia!
Unos días antes nos
encontrábamos en clase de mates y Doña Remedios nos puso un problema súper
complicado. Yo no tarde mucho en resolverlo, era de los alumnos más aventajados
de mi clase. Cosa que no era difícil viendo el panorama que tenía aquella arpía
de docente. Como cuando me sabía la lección o resolvía algún problema no podía
parar quieto, empecé a decir:
-Lo tengo
Dos segundos después repetí
-Profe, lo tengo.
Aquella mujer parecía no
escucharme
-Doña Reme… ya está.
Por Dios, ni mirarme
siquiera.
-Señorita… me lo sé.
¿Se habría quedado sorda?
Entonces empleé mi mejor truco. Levante la mano. El resto de compañeros me
miraban con recelo, mientras intentaban no quedar en ridículo tardando
demasiado. Pero claro, no podían concentrarse conmigo dando el coñazo. Yo lo
sabía, y me encantaba.
El brazo se me estaba
durmiendo. Tuve que apoyar mi mano derecha erguida al cielo con el dedo índice
apuntando al techo para pedir audiencia a la bruja sorda, en mi mano izquierda,
que formaba un perfecto ángulo recto con mi codo descansando sobre la mesa. Con
eso tenía que bastar, ¿no?
Decidí entonces emplear
toda la artillería y sentarme de rodillas en mi silla para hacer mas énfasis
con mi cuerpo totalmente estirado. Entonces dije tranquilamente…
-Vamos mujer…
Entonces ella me miró.
Levantó la vista de los ejercicios que estaba corrigiendo. Se le notaba en los
ojos que llevaba tiempo reprimiendo el impulso de mandarme al pasillo y dijo.
-Ánchel, al radiador.
-¿Por qué? Yo me lo sé…
-No se hable más.
Levántate, vete a la esquina y permanece en silencio hasta que finalice la
clase.
A mi no me gustaba
discutir, eso era cierto. No estaba de acuerdo con el castigo pero sabía que
empeoraría la situación si le hacía algún reproche. Así que obedecí y me fui
para la esquina de la clase. Allí teníamos una mesa al lado del radiador de
cara a la pared y religiosamente la visitaba de cinco a siete veces a la
semana. Principalmente por hablar en clase, y otras como hoy, por pesado y
pedante.
Cinco minutos después Doña
Remedios nos indicó que ya era la hora de recoger. Yo como quería aprovechar la
tarde seguía copiando línea tras línea mi habitual castigo: cien veces la frase
“Guardaré silencio en clase”. Noté que alguien me llamaba en el brazo y me
giré. Era ella. Julia.
-Ánchel, ¿que te da el
problema?
Lo dijo con esa voz tan
dulce, como queriendo decir algo más. O eso entendí yo.
-¿No lo sabes?
-No-. Que seca y tajante.
-Vamos Julia. Tú eres de
las listas. Seguro que lo sabes.
-Te digo que no-. Y en ese
momento me cogió del cuello del jersey con todas sus fuerzas que no eran pocas
y se inclinó hasta casi rozar sus labios en mi oreja. Todo mi cuerpo se erizó.
¿Qué me estaba pasando? ¿Iba a besarme? Seguro...
Tenía mas fuerza de la que
yo creía y me hizo caer sentado sobre la mesa
–Dímelo ya.
Fue entre un susurro y la
mayor de las amenazas que yo había oído. No era lo que precisamente me
esperaba. Permanecí en silencio y la dulce Julia me encajó un pellizco en el
antebrazo que me sacó un moratón que lucí orgulloso durante tres semanas. Ella
era todo orgullo y no podía consentir quedar detrás de un granjero como yo. Con
su vestidito rosa, su media melenita rubia como la paja y esa maravillosa
sonrisa que me estaba volviendo loco.
¡Que dolor por Dios!
Solo atiné a decir-trece…
Sale trece.
Entonces ella aflojó el
pizco de mi antebrazo, me sonrió y le dijo a su amiga Caridad- Ves, solo hay
que apretarles un poquito.
Las dos salieron de clase
riendo junto al resto de compañeros, excepto Matías y Ana Carmen. Ambos
vinieron a interesarse por mi salud. Yo les dije que estaba bien aunque dos
lagrimones de dolor surcaron mis mejillas.
-¿Vamos a la era a jugar a
futbol?-. Me preguntó Matías.
-No Mati, tengo que acabar
el castigo y luego ayudar a mi padre con el ganado. Estará a punto de llegar
con el rebaño de pastar y quiero estar allí cuando lo haga.
-Pues vale-. Esa era la
frase favorita del bueno de Matías. Para bien o para mal todo se zanjaba con un
“pues vale”.
Salimos los tres rezagados
y a lo que llegamos al patio para salir del recinto Matías salió corriendo
porque su madre lo estaba esperando. Ana Carmen y yo seguimos paseando por los
caserones que enlazaban el recorrido desde el colegio hasta mi casa. Una vez en
la puerta, Ana Carmen me preguntó.
-¿Quieres que te ayude con
los deberes?
-No, prácticamente no
tengo. Ya los he terminado.
-Y con el castigo…- Aquella
chica no se rendía.
-No, no. Lo acabaré esta
noche. Bueno… tengo que entrar. Como te he dicho va a llegar mi padre.
-Hasta mañana pues…- lo
dijo con resignación. Pero rápidamente me soltó un beso en la mejilla y salió
corriendo como un rayo.
Yo me quedé allí pasmado en
la puerta de mi casa viendo como se alejaba corriendo, con la mochila a cuestas
malamente ajustada dando tremendos botes sobre su espalda cuando ella daba las
zancadas y sin entender nada. La chica que me gusta, que claramente estábamos
hechos el uno para el otro me pellizca, y mi amiga me suelta un beso y sale
corriendo.
La vi perderse en el
horizonte, a lo largo del camino, pues su finca estaba a medio kilómetro del
pueblo, justo en el momento que se cruzaba con mi padre que venía con el ganado
de pastar. Mi madre se asomó a la ventana y me gritó.
-¡Ánchel! ¡Viene tu padre!
¡Ábrele los corrales!
Yo seguía ensimismado en
mis cosas y tuvo que volver a repetírmelo. Esta vez capte el mensaje y me
apresuré a tener todo listo. Tiré la mochila al suelo y entré a la granja. Al
girarme me pareció ver a unos niños que se escondían tras los muros del vallado
del caserón anterior al mío. Me detuve un momento para observar mejor, pero no.
Debían ser imaginaciones mías. Así que salí corriendo. Abrí los dos portones de
madera que franqueaban la granja. Cruce como alma que lleva el diablo todo el
patio interior que había hasta llegar a los establos y llegué a los corrales de
las ovejas. Allí abrí las puertas que con hierros y tubos había hecho mi padre
y me dispuse a llenar los abrevaderos para que cuando llegaran los animales
tuviesen agua para aliviar la caminata. Siempre regresaban con sed, y eso que
mi padre les permitía refrescarse en las acequias y en un estanque cercano que
solían frecuentar.
El primero en llegar fue
Pulgas, mi perro. Aturullado como siempre, cuando estaba a escasos metros de
entrar en la granja aceleró el paso y se desentendió de las ovejas y cabras
para venir a verme como un poseso. El ya intuía que yo estaba como de costumbre
preparando todo para la llegada de mi padre y del rebaño. Yo lo recibí con mil
caricias y él no paraba de dar vueltas alrededor mío moviendo compulsivamente
su rabo peludo.
Seguidamente llego mi padre
con el resto de animales. Corrí a abrazarle y Pulgas detrás de mí. Juntos
recogimos el ganado, repusimos forraje al macho y revisamos los comederos de
las vacas, di de comer a las gallinas mientras mi padre limpiaba las pocilgas
de las cerdas y prácticamente ya había anochecido. Nos gustaba nuestro trabajo.
Lo hacíamos en silencio, disfrutando de los animales, del sonido de los
pájaros, del silencio de aquel prado, del atardecer, y sobretodo de nuestra
compañía. No teníamos que decirnos nada, simplemente estábamos a gusto así.
Mi padre me miró desde su
posición e hizo un gesto interrogatorio con la cabeza, levantándola hacia
arriba, para preguntarme como iba. Yo ya tenía a las gallinas apañadas y él
había acabado con los tocinos. Le respondí asintiendo repetidamente con la
cabeza y el me respondió haciendo otro gesto ladeando la cabeza e indicando
hacia la casa. Eso quería decir que ya habíamos acabado la faena por hoy. Ambos
caminamos hacia el hogar satisfechos, y cuando estuve a su altura me zarandeó
la cabeza con su enorme mano y me preguntó.
-¿Tienes deberes, Ánchel?
- Si padre. Unos pocos, y
luego debo terminar el castigo.
-¿Qué ha ocurrido?
-Lo de siempre padre. Que
doña Reme no me deja contestarle a sus problemas, me pongo nervioso porque me
lo sé, insisto y… soy tan pesado que al final termina castigándome por molestar
a mis compañeros.
En realidad no iba a
decirle que saqué a la profe de sus casillas con mi oportuno comentario. Eso si
que seguro que le iba a molestar. Que fuera más listo que el resto e
impertinente eso lo aceptaba, le halagaba, e incluso que fuera un poco
insoportable a veces, pues no le molestaba en exceso. Pero de ahí a que
incomodara a la maestra había un trecho que mi padre no iba a consentir. Ante
todo educación y respeto a los mayores. Y sobretodo a un profesor. Una figura
casi sagrada en aquellos años y tan denostada últimamente por la sociedad y
mancillada por el gobierno de turno.
Entramos en silencio al
caserón por el garaje y mi madre nos recibió con besos y abrazos. Mi padre se
desnudó allí mismo y yo hice lo propio. Habíamos habilitado recientemente un
baño completo en esa estancia para poder dejar la ropa sucia del trabajo diario
y asearnos sin tener que pasar por toda la casa llenos de porquería. Mi madre
estaba tremendamente contenta con aquella obra. Le ahorraba tener que ir tras
nosotros escoba y fregona en mano para limpiar todo lo que nuestras botas
repletas de suciedad de toda la jornada iban regalándole al terrazo. Cuando
terminó mi padre me bañé yo y me puse mi “chándal de las tardes”. Yo llamaba
así a aquella prenda deportiva que lucía rodilleras, coderas y varios escudos
para tapar todos los descosidos que le hacía cada vez que me enganchaba con
algo o me revolcaba por el suelo. Mi madre ya no tenía mas tela para tapar con
parches, prácticamente parecía un piloto de Fórmula 1 con tanto apaño encima
pero la economía no estaba para más ropa y mucho menos para marcas caras. Por
aquel entonces todavía no existían
tiendas deportivas con ropa barata. Si tenías que comprar algo tenias que
acercarte a la ciudad y dejarte unos cuantos duros. Así que aprovechábamos esos
tejidos hasta límites insospechados. Éramos generación EGB., con eso estaba
todo dicho.
Una vez uniformado para
pasar la tarde lo mejor posible me dispuse a merendar. Mamá había preparado un
bocata de chorizo de Pamplona con aquel pan del señor Emiliano, panadero de
conocido prestigio en la zona que aventajaba en salero y talento a todos sus
colegas en cincuenta kilómetros a la redonda. Lo había untado con tomate de
nuestro huerto y rellenado con sendas lonchas de aquel manjar de chorizo
picado. Eran las seis y media de la tarde, empezaba La bola de cristal y no
podía estar mejor en esos momentos en ningún otro sitio del mundo.
Después de merendar terminé
mis deberes y castigo y ¡a jugar! Podía pasar horas con aquella granja, sus
animalitos en miniatura y aquel granjero que yo había bautizado como Ánchel y
aquella granjerita diminuta de cabellos dorados que yo, pobre iluso, llamaba Julia.
Y esa básicamente era mi
rutina. Otras tardes mi padre me liberaba del trabajo en la granja para
aprovechar los rayos de sol y salir con Matías a pescar, coger cangrejos o
ranas, jugar a la pelota en la era o montar en bici. Sabía que era un niño de
diez años y necesitaba mi tiempo de recreo. Pero yo, si había faena en casa,
siempre me quedaba con él.
A la mañana siguiente me
disponía a ir al colegio como de costumbre. Me gustaba madrugar y ya había dado
vuelta por la granja para comprobar que todo estaba en orden. Solía hacerlo
todas las mañanas, aunque no era necesario porque mi padre ya lo había hecho
antes, pero yo lo hacía igualmente y me sentía muy importante al tener esa
responsabilidad que todavía el cabeza de familia no había delegado en mí. Una
vez acabé mí recorrido por los establos y desayuné convenientemente mi vaso de
leche con galletas, cargué la mochila sobre los hombros y abandoné la casa
despidiéndome a gritos de mi mama y de los perros que me acompañaban saltando
alrededor mío hasta los límites de la finca. Cerré la puerta con cuidado y allí
estaba Ana Carmen. Parecía que estaba esperándome ahí sentada, sobre los fríos
bloques de piedras sobre los que descansaba el vallado perimetral de mi casa.
-¡Hola Ánchel, buenos
días!-ella me dedicó su mejor sonrisa con aquellos dientes amontonados en su
diminuta boca.
-Hola Ana Carmen. ¿Estabas
esperándome?- le pregunté. Aunque ya sabía que sí y sabía cual iba a ser su
respuesta.
-Nooooo, que va. Acabo de
llegar ahora mismito-mentirosa.
-¿Vamos a buscar a Mati?-la
verdad es que la idea de estar a solas con ella después del beso de ayer no me
atraía mucho. Nada en absoluto, vamos.
-Como quieras.
¿Que le pasaba a esta chica
que no paraba de sonreír? Estaba finalizando el mes de octubre, las mañanas y las
tardes acortaban su duración considerablemente y en nuestra zona comenzaba a
hacer una temperatura bastante fresca a esas horas. Mi madre me había plantado
aquel abrigo con capucha que a mi me parecía mas propio para ir a catequesis
que otra cosa pero no podía contradecirla. Ana Carmen me colocó perfectamente
el gorro del abrigo con suma delicadeza y cuando finalizó me ajustó la
cremallera hasta la garganta. Se quedó paralizada frente a mí con las palmas de
sus manos sobre mi pecho. ¿Qué hace esta tía? Ella cerró los ojos lentamente y
empezó a entreabrir los labios y a acercarlos a los míos. ¿Qué va a besarme
esta loca? Y yo, ¿qué se supone que debo hacer? En ese momento decidí
sobrevivir a la razón y no dejarme llevar por sus impulsos. Lentamente dí un paso
hacia atrás y ella, todavía con los ojos cerrados, ligeramente tropezó al no
encontrar mis labios. Yo, muy sagaz para casi todo excepto para el amor,
interpreté que se estaba abalanzando sobre mí y reaccioné rápidamente haciendo
un medio giro lateral sobre uno de mis pies, lo que dejo todo el espacio vacío
para que la pobre chica perdiera totalmente el equilibrio y fuera a dar de
bruces en el suelo.
Hubo un par de segundos de
silencio. Para mí parecieron años. Ella permanecía en silencio tendida en el
suelo bocabajo con los brazos semiextendidos. ¿Qué se supone que debo hacer?
Simplemente pregunte.
-¿Estás bien?
Ella comenzó a levantarse
lentamente y con gesto serio. Se colocó sus gafas panorámicas y muy dignamente
se estiró el vestido, se sacudió el polvo y se atusó esos pelos de alambre que
nunca dibujarían una perfecta melena porque no era la clase chica que permanece
con su peinado inmaculado desde que se levanta hasta que se acuesta, era muy
inquieta y no paraba ni un segundo. Frunció el ceño, se dio media vuelta y se
largó.
Yo cogí su mochila y salí
tras ella. No entendía nada de lo que estaba pasando pero no me gustaba verla
disgustada. Al fin y al cabo era mi amiga.
-¡Oye! ¿Pero estás
bien?-insistí.
Se giró como una culebra al
verse amenazada. Yo que venía a paso ligero tras ella y casi me dí de bruces
con ella. Tuve que frenar en seco y quede a escasos milímetros de su cara.
-¿Oye? ¿Oye? ¿Eso es todo
lo que tienes que decir?-me gritaba.
-Pues sí-. ¿Qué le iba a
decir yo? ¿Qué esperaba?
-¿Por qué te has apartado,
idiota?
-Porque ibas a besarme-.
Era obvio, ¿no? Pues al parecer no.
Ella rompió a llorar.
-¿Pero te duele algo?-me
preocupé.
-No.
Me arrancó su mochila de
las manos, se la cargó a la espalda y prosiguió su camino. Yo la seguía tres o
cuatro pasos por detrás sin atreverme a decir nada. En realidad no sabía que
decir. Era complicado. Mucho más que los problemas de Doña Reme. Iban a tener
razón los amigos de mi padre cuando le acompañaba a la partida de dominó a la
cantina y me decían: “Pequeño, ¡qué complicadas son las mujeres!”
-Entonces, ¿por qué lloras?
-¡También esto tengo que
explicártelo!- Se indignó.
-Pues no estaría mal… Así
por lo menos me enteraría de algo.
En esos instantes llegamos
al recinto escolar. Allí los niños íbamos colocándonos en fila en la puerta de
acceso para entrar ordenadamente a las aulas. Nosotros seguíamos enfrascados en
plena discusión. Ocupamos nuestro lugar en la fila como autómatas. El mundo
podía haberse detenido en ese instante y no darnos ni cuenta. De hecho eso
había ocurrido. Todos los compañeros observaban atentamente nuestra pelea sin
percatarnos. Hasta que una voz inoportuna nos devolvió cruelmente a la
realidad.
-¡Anacardo y Ánchel son
novios!
Sonó a cantinela infantil.
De esas que todos los niños repiten señalando con el dedo. Y efectivamente,
acto seguido eso fue lo que ocurrió. Todos aquellos malditos nos apuntaban con
su índice y repetían al unísono
-¡Anacardo y Ánchel son
novios!
Las risas y los
chascarrillos se repetían sin cesar. Nosotros los mirábamos boquiabiertos sin
saber que decir. Todos nos señalaban y reían, y repetían sin cesar…
-¡Anacardo y Ánchel son
novios!
Yo iba a reventar. ¡Serán
bastardos!
-¡No somos novios!-grité
Ana Carmen se arrancó de
nuevo con el llanto. Esta vez en silencio. Con leves gimoteos que me rompieron
el alma.
-Si que lo sois-de entre la
multitud sobresalió la voz del líder de aquellos inútiles. Era Fernando Pérez,
un bruto de mucho cuidado que por menos de nada te arrancaba la cabeza de un
sopapo.
-¡Ana Carmen es mi
amiga!-me defendí. Esto se estaba convirtiendo en un plató de programa barato
del corazón con tertulianos enzarzados.
-¿Y por qué te besó
Anacardo ayer cuando se despidió de ti?-al parecer mis sospechas de que alguien
nos estaba observando eran ciertas.
-Buena pregunta- girándome
hacia Ana Carmen. Y todas las miradas se centraron en ella.
En ese momento Doña Reme
abrió las puertas del edificio y en silencio como siempre subimos uno tras otro
los peldaños que nos conducían a una jornada escolar presumiblemente muy dura.
Menudo día nos esperaba.
La mañana trascurrió con
normalidad, cada uno a sus cosas. Matemáticas y Sociales pasaron rápido entre
problemas y lecturas. Y llegó el momento de salir al patio. Los niños
extrañamente nos dejaron en paz y todos salieron lanzados al tiempo de recreo
con sus trozos de pan con chocolate o mortadela. Algún afortunado o pudiente
llevaba orgulloso esa nueva delicia que acabábamos de descubrir: el Bollycao.
Eso duraba hasta que te topabas con Fernando Pérez y se lo zampaba dedicándote
en el intento uno de sus mejores sopapos. Esto era así. Y ese bestia era así.
Yo bajaba pensativo hacia
el patio tras Ana Carmen, intentando medir bien mis palabras. Quería saber como
se estaba y a la vez dejarle claro que para nada éramos novios, no fuera a ser
que con la locura colectiva se hubiera hecho ilusiones. Ella iba a abrir la
puerta para salir al patio y yo le cogí la mano para detenerla y obtener toda
su atención. La puerta se abrió lentamente y salimos al recreo cogiditos de la
mano, por accidente por supuesto, para jolgorio y disfrute del resto de
compañeros que estaban esperando nuestra salida arremolinados en la salida.
Ellos dedicaron la clase de mates y parte de sociales en quedar para
atormentarnos durante el recreo mediante mensajes escritos en papelitos
enviados mesa por mesa sin que nosotros ni Doña Reme nos percatáramos. Así que
allí estábamos, de la mano, sorprendidos, ante esa zarracatalla de locos
bajitos que nos gritaban las típicas arengas que se dedican a los novios en las
bodas: “¡vivan los novios!” y el famosísimo “¡que se besen!”
Para colmo tiraban
papelitos que habían arrancado de sus libretas a modo de confetis y después
volvió la dichosa cantinela:
-¡Anacardo y Ánchel son
novios!
Los próximos días pasaron
lentos, sobretodo en el colegio. Ana Carmen y yo apenas hablamos. Ella decidió
mantener las distancias y yo no hice nada para remediarlo. Otra muestra más de
mi cobardía. Prefería evitarla para no tener que dar explicaciones al resto de
borregos de la escuela. Renunciar a su amistad por las apariencias. Era cruel,
pero así era yo. Pusilánime.
Por lo demás en la granja
había trabajo más que suficiente para tener la mente ocupada y el fin de semana
lo dediqué a ayudar a mama a preparar los cardos. Ella era la que se encargaba
del huerto, siempre con la ayuda de mi padre, pero a aquella mujer le gustaba
tanto la labor en el campo que se la dejábamos para ella. Disfrutaba tratando
con sumo cariño frutas y verduras, hortalizas y legumbres. ¡Menudo huerto le
había preparado papá! Hace un par de años compró un campo yermo de un vecino
del pueblo, más preocupado por el vino y las faldas que por las labores de la
tierra. El caso es que como estaba pegado a la granja, hicieron un gran
esfuerzo y tapiaron todo el perímetro para evitar los hurtos, y las gamberradas
de críos despiadados que se divertían destrozando los hortales. Todos sabían
quienes eran pero nadie ponía remedio. Y así pasaban los días, campando a sus
anchas con Fernando Pérez como miembro destacado.
Dedicamos una mañana para
taparlos con mucho cuidado. Tenían que estar listos para Navidad y su maldita
tradición de cenar cardo. Habiendo langostinos, ensaladilla rusa o cualquier
parte de la anatomía del cerdo, por ejemplo, ¿quién quería cenar cardo en una
noche tan especial? Y así pasamos la mañana del sábado, cubriendo sus tallos
con papel de periódico para que las pencas se blanquearan y resultaran más
tiernas y apetecibles. Las protegimos del sol y así las dejaríamos durante
aproximadamente un mes. Mi padre mientras tanto se apresuraba con las faenas de
la granja para estar libre toda la tarde. ¡Hoy nos íbamos al cine! ¡Iríamos a
la ciudad! Estrenaban La Sirenita y fue un acontecimiento.
Lo del cine es genial, pero
lo de la ciudad no tanto. Mi padre siempre se enfada porque no puede aparcar y
luego está la gente. Que arisca y desagradable. Te cruzas con ellos y nadie te
saluda como aquí en el pueblo. Son unos desustanciados. Mama dice que es normal
porque no nos conocen, pero a mí eso no me convence. Vale que a mí no me
conozcan porque soy de otro sitio, pero entre ellos que son vecinos de la misma
ciudad y seguro que se conocerán, tampoco se saludan. Maleducados.
En el viaje de vuelta para
casa entre juegos con mis granjeros, que por supuesto me lo había llevado, y
contar árboles (algo divertido y que se me daba muy bien) estuve maquinando un
plan que me ayudara a conseguir lo que yo quería: a Julia. La Sirenita despertó
en mí una admiración por la belleza femenina nunca antes experimentada, era tan
guapa, tan perfecta, tan… Julia. Así que me puse a discurrir cómo podía
conseguirla. Sería fantástico poder besarla, y eso aclararía que Ana Carmen y
yo no éramos novios. ¿Cómo podía impresionarla y que a la vez se sintiera
atraída por mi? Como el viaje era un poco largo y mi ingenio también enseguida
me surgieron un montón de ideas, pero algo me decía que había una que seguro
que funcionaría: le escribiría una poesía para demostrarle mi amor. Ella además
de terriblemente guapa era la mas lista de la clase, detrás de mí por supuesto.
Así que comprendería mis sentimientos y admiraría mi tremenda capacidad para
componer y recitar versos. Sí, eso haré. Seguro que funciona. No puede fallar.
A la mañana siguiente mi
madre insistió en que fuera a misa y a catequesis. Yo no quería ir ni por
asomo, pero obedecí. Después de comer y la tan discutida siesta (nadie se ha
percatado de que los niños de diez años no necesitamos dormir siesta), me
dispuse a componer los versos mas bonitos y maravillosos que mi mente pudo
imaginar. Me llevo toda la tarde porque los repase hasta catorce veces
intentando mejorarlos. Al final llegue a la conclusión de que no se podían
mejorar más. Estaban perfectos. Me tumbe en la cama y empecé a imaginar como
sería mañana, en clase de mates pasándole el papel con aquellos maravillosos
versos que describían su belleza y mi amor secreto por ella. Los leería a
escondidas y se sonrojaría alagada, me miraría de reojo y nada mas acabar la
clase sin esperar siquiera a bajar al patio me daría el beso mas apasionado y
maravilloso que pudiera imaginar. Era perfectamente perfecto.
El día amaneció como todos,
con el gallo alborotando al alba. Yo me vestí enseguida, desayuné y para el
cole. Rápido, sin esperar a nadie. Ni Ana Carmen ni Matías. Sólo con mi
mochila, mis pensamientos y mi poema. Sin siquiera dar vuelta por la granja.
¡Qué me estaba pasando!
Llegue el primero. No me
atreví a cruzar una sola mirada con Julia en toda la mañana. Ella vino con
Caridad y enseguida estuvo rodeada por los moscones de sexto y Fernando Pérez.
Ese bruto, maleducado, insolente, asqueroso, insoportable y bigotudo. Subimos
en silencio y pasó la eterna primera hora. Luego mates, mi momento. En plena
división con decimales, con toda la atención centrada en el poema que tenía en
la última hoja, me dispuse a acercarme lo más posible al pupitre de Julia. No
llegaba desde mi posición ni estirándome todo lo que mi cuerpo era posible.
Tendría que levantarme si quería hacérselo llegar sin tener que utilizar
intermediarios chismosos que pudieran interceptar el mensaje. Así que
sigilosamente pasé por la mesa de Matías y llegue hasta la de mi secreta amada.
Mati me miraba sorprendido. No era propio mío levantarme en medio de una clase.
Le hice un gesto con el dedo para que se mantuviera en silencio, pero me
despiste y tire con la otra mano el estuche de una compañera. Una cajita
metálica para guardar los lápices, pinturas y bolígrafos. Se estrelló contra el
suelo haciendo un estruendo monumental. La niña chilló asustada por el ruido y
Doña Reme levantó la vista y allí me encontró, en medio del aula inmóvil y con
el papel en mi mano.
-Ánchel, al radiador-sin
preguntarme siquiera que estaba haciendo.
No rechisté lo más mínimo.
Agaché la cabeza y me fui para la esquina.
-¡Espera, espera!-me
inquirió la bruja-Recoge lo que has tirado.
Sin protestar deje el papel
sobre una mesa y me dispuse a recoger aquel estropicio, cuando de repente la
voz nasal de Caridad comenzó a recitar en voz alta:
-Eres tan bonita, como La
Sirenita…
¡Mierda! ¡Esa arpía estaba
leyendo voz en grito mi poesía secreta! Me levanté como un rayo y le arranque
el papel de sus manos. Ella forcejeó y no se cómo acertó a leer el último
verso:
-Te quiero Julia.
Y al darse cuenta de la
trascendencia de lo que estaba leyendo lo repitió chillando.
-¡Pone te quiero Julia!
La profesora que observaba
divertida la situación se acercó y me hizo entregarle aquel dichoso papel. Lo
leyó en silencio y me señaló la mesa de la esquina. Me animó a irme con
sarcasmo y cierto rintintín mientras pronunciaba:
-A la esquina, Romeo.
Cabizbajo y avergonzado me
senté allí sin levantar la cabeza de mi cuaderno en lo que quedaba de mañana.
Todos conocían ya mi
secreto, no tenía sentido esconderlo más. Ni siquiera negarlo hasta la saciedad
daría resultado, mas bien resultaría patético. Así que como los quehaceres
diarios en el colegio eran bastante aburridos por su simpleza, decidí tomarme
un receso para reflexionar sobre todo lo ocurrido: Ana Carmen quiso besarme,
Fernando Pérez lo vio y yo negué a mi amiga. Buen palmares. Ahora he de
centrarme en Julia, porque todavía no sé si seré correspondido. Lo que es
seguro es que se ha enterado. Ella, y toda la clase, incluida Doña Reme. ¿Y si
yo también le gusto? Aún hay esperanza…
-Bueno chicos, resolvamos
el problema-Doña Remedios estaba dando por finalizado el tiempo para hacer las
tareas y solíamos corregir el primero en clase a modo de ejemplo. La mayoría de
las veces salía algún compañero pero a la definitiva acababa resolviéndolos yo,
o Julia claro, era también es muy lista. Todo esto estaba ocurriendo ajeno a mi
pues tenía toda mi atención puesta en resolver la duda que me atormentaba: ¿y
si yo también le gusto?
De repente un alboroto,
risas, chismorreos y dedos señalándome. Y la voz de Doña Reme chillándome desde
el encerado.
-¡Ánchel! ¡Por el amor de Dios!
¡Quieres atender! ¡Ven aquí de una vez y resuelve el problema!
Yo estaba absorto en un
mundo maravilloso en el que la duda se había resuelto y cómo no, la situación
me era favorable. Que bonito. ¡Pero que breve! Esa bruja me había sacado a
empujones de mi rincón onírico. Arpía. Y por lo visto llevaba un buen rato
llamándome. Y como las musarañas habían decidido embelesarme, olvidaron por
completo indicarme cual era el problema a resolver. Esta fue la primera vez en
más de diez años de vida, que no son pocos, que no supe aclarar la incógnita. Y
no fue en mi rincón del radiador, ni en mi casa con mi chándal parcheado, no.
Tuvo que ser enfrente de todos mis compañeros: sucios, chismosos, envidiosos y
cortitos. Eso es lo que eran, sobretodo cortitos. Y así me sentía yo ahora.
Ignorante. Pero ante todo aturdido. Incapaz de entender lo que Doña Remedios de
estaba preguntando. Otros compañeros resuelven hábilmente esta situación,
lanzan respuestas al azar intentado que suene la flauta y la diosa Fortuna se alíe
con ellos. Yo no iba a hacer eso, intenté concentrarme pero necesitaba saber
que era lo que me estaba preguntando. Me había perdido el principio del
problema y así era imposible resolverlo. El ruido de fondo fue increschendo. No me permitía centrarme. La bruja me
apremiaba y no había forma. Risitas por lo “bajini”. Nervios. Cada vez más.
Muchos nervios. La arpía me da un ultimátum. Entonces la situación era
inaguantable. Como mi vejiga, que decidió ceder a la presión y relajarse en el
momento más inoportuno. Una mezcla de sensaciones recorrieron mi cuerpo:
primero el calorcito por la entrepierna que se deslizaba hacia la rodilla para
después buscar el tobillo. Acto seguido la liberación me trajo un microsegundo
de alivio para inmediatamente sumirme en la mayor vergüenza que había
experimentado jamás. Y eso que llevaba unos días cubriéndome de gloria, pero
esto lo superó con creces. Mi bragueta era la “zona cero”. Todas las miradas
del mundo se dirigieron allí. También los dedos índices de los piojosos.
Doña Remedios en ese
momento se apiadó de mí. Al fin y al cabo era su alumno preferido, nunca iba a
reconocerlo pero yo tenía posibilidades y estos retrasados no. Se agachó
ligeramente para susurrarme casi al oído.
-Deja todo aquí y no te
preocupes. Puedes irte a tu casa. Vete, corre.
Y salí como alma que lleva
el diablo hacia mi granja. El lugar mas maravilloso que existe en el mundo. A
por besos y abrazos de mami, que eso lo cura todo.
Seguidamente la profesora
ordenó a Matías que llevara todas mis cosas a mi casa, pero yo para entonces ya
no estaba allí. Mandó los deberes y mi correspondiente castigo: “Estaré atento
en clase”, doscientas veces. Cien por el primer castigo del radiador y otras
tantas por el segundo del problema. Ni en estas iba a darme un respiro la
puñetera. Aún así estaré eternamente agradecido a aquella mujer por permitirme
huir de aquella situación sin tener que soportar lo que vendría después…
El cachondeo al terminar la
clase fue general. Que si Ánchel quería a Julia, que si lo habían pillado con
el mensajito, que si estaba despistado en el rincón junto al radiador, que si
no había sabido responder un problema (como si esos ineptos resolvieran al
menos la mitad de los que les proponen), y sobretodo que se había orinado en
los pantalones con diez añazos para once. Matías recogió mis cosas y obedeció a
la maestra como el buenazo que era. Pero antes se interesó por Ana Carmen,
sabía que no lo estaría pasando bien.
-Ana Carmen, ¿me acompañas
a casa de Ánchel para llevarle sus cosas?
-Ni lo sueñes. Está
bastante claro que no me quiere. Pues no me tendrá, ni ahora ni nunca.
Acuérdate muy bien de lo que te digo y díselo con estas palabras-dolida en su
interior tenía ya la madurez necesaria para saber que lo que estaba diciendo
era cierto. Es en otra de las cosas que nos aventajan las mujeres: maduran
antes, por lo tanto solamente nos queda ir por detrás. Siempre por detrás de
ellas.
-Pues vale-y con eso estaba
todo dicho para Matías. Era así, simple pero sincero.
El bueno de Mati salió del
colegio tranquilamente y en esta ocasión Ana Carmen decidió no esperarle y
seguir ella sola su camino hasta su casa. El pobre chico no tenía la culpa de
todo lo sucedido. Al contrario, se interesaba por ambos, era un amor. Pero
simplemente ella no estaba para nada ni para nadie. Matías no se lo tuvo en
cuenta, incluso le alivió en cierto modo no tener que acompañarla sin saber qué
decir, qué hacer. Muchos hombres no estamos preparados para esas
circunstancias, y Mati no era una excepción. Así que cogió las dos pesadas
mochilas (la suya a la espalda y la otra en su mano derecha y las carpetas de
Dibujo con los últimos trabajos de ambos –que casualidad que tuviera que
llevárselos hoy también-) y salió como pudo hacia mi casa. Entonces no existían
las modernas mochilas actuales con rueditas, cargábamos todo a nuestras
espaldas. Ni una centena de padres nos llevaban hasta la puerta del colegio
colapsando medio pueblo con sus Crossover recién sacados del concesionario para
fardar de lo buenos padres que somos (y de que carro me he comprado ya de
paso). Íbamos caminando, andando, corriendo, saltando, jugando… pero a pie. Así
están nuestras espaldas con los pasos de los años, encorvadas. No, no es del cierzo.
Es de la puta EGB. Somos generación EGB, repito, y nos pasaban estas cosas.
Matías se detuvo primero en
su casa para dejar sus cosas, estirar su espalda y sacudir violentamente sus
brazos pues de tanto peso sus manos se habían dormido. Hasta allí tuvo que
detenerse un par de veces para descansar, el pobre. Una vez dejó sus cosas en
su casa, se cargó mi mochila a la espalda, cogió el bocata de salchichón que le
había preparado su madre y se dirigió a verme. Nada mas comenzar su camino se
encontró con Caridad.
-¡Hola Matías!-que
amabilidad, que raro.
-Hola Caridad. ¿Qué haces
tú por aquí?
-Nada. Es que hemos quedado
unos cuantos junto al río. ¿Vas a ver a Ánchel?
-Sí. Voy a llevarle sus
cosas.
-Pues dile si os apetece
venir.
-¿A los dos?
-Si bobo. Claro que a los
dos.
-Pues vale.
Caridad desapareció en
dirección al río y Matías llegó en mucho menos de lo habitual a mi casa. Saludó
a mi madre que le indicó que estaba en mi habitación bastante afligido y subió
raudo.
Tras dos toques de cortesía
entró en mi cuarto.
-Hola Ánchel, ¿como estás?
-Bueno. La verdad es que la
situac…
-Te he traído tus cosas-me
interrumpió.
-Te decía que ha sido un
día agot…
-Las chicas nos han
invitado a ir con ellas al río.
-¿Eso quién te lo ha di…
-Caridad-no dejaba de
interrumpirme. Con lo que me molesta eso.
-¿Estará Jul…
-Supongo
-¿Vamos?
-Ya tardas.
Y para allá que salimos
disparados. Una nueva esperanza se vislumbraba en el horizonte y no estábamos
dispuestos a dejarla escapar. No perderíamos ni un segundo. Salimos de casa,
camino al granero a por mi Torrot. A toda velocidad camino abajo por la
pronunciada pendiente del antiguo Molino pedaleando sin aliento y con Mati
montado en el manillar. Cantando y vociferando canciones que improvisábamos
sobre la marcha hasta que de repente el perro del barbero apareció…
Vaya golpetazo que nos
llevamos. Yo salí despedido de la bici y ese fue el día en que Matías perdió su
pala izquierda. Unos años después cuando fue “mayor” se la enfundaron y no se
notó, pero de momento estaba precioso, seseando al hablar e imposibilitándole
silbar durante esos años. Aturdidos, con escorchones en brazos y piernas y la
ropa hecha jirones nos detuvimos un segundo. Yo sentado en el suelo cogiéndome
el brazo izquierdo contra el estómago y Mati tumbado bocabajo tapándose la cara
con ambas manos. Me acerqué hacia su posición a interesarme por él.
-Mati, ¿estás bien?-él se giró
y se destapó la cara. Dos lagrimones surcaban sus mejillas pero sin llanto
alguno. Se tomó su tiempo y contestó.
-Zi.
-Deberíamos ir al pueblo a
curarnos.
-Nada de ezo-contestó
mientras se incorporaba-. Noz vamoz a ver a las chicaz al río.
Y para allí que nos fuimos.
Llegamos con un poco de
retraso. La mayoría jugaba a marro, algunos estaban pescando y los inoportunos
de sexto estaban sentados bajo un árbol aprendiendo a fumar. Que contrariedad,
la mayoría tardarían muchísimos años en aprender a dejarlo después.
Caridad estaba con ellos y
al vernos se acercó a nuestra posición para recibirnos.
-¿Qué os ha pasado, chicos?
¿Vaya pinta traéis?
-Se nos ha cruzado el perro
del barbero y nos ha tirado de la bici.
-Pero, ¿estáis bien?
-Zi, zi. Tranquila-ni que
decir tiene que este era Matías.
Nos sentamos un poco aparte
de esos bestias y rápidamente le pregunté a Caridad.
-¿Cómo es que nos habéis
invitado a venir? Nunca lo hacéis.
-Es que veras, tenemos un
plan.
-¿Tenemoz?
-Si, Julia y yo. Os cuento.
Este sábado habrá verbena y queremos que nuestros padres nos dejen quedarnos
para bailar y divertirnos como los mayores. Ahora todo el mundo creerá que
Julia y tú sois novios después de tu gloriosa declaración de esta mañana en el
colegio. Y este y yo podríamos serlo también, al fin y al cabo siempre vais
juntos como Julia y yo. Nadie sospechará, es lógico.
-Ezte ze llama
Matiaz-inquirió molesto.
-Bien. Pues eso. Solo
tenéis que haceros pasar por nuestros novios y pedirles permiso a nuestros
padres. Les decís que vais a acompañarnos y que nos dejen ir.
Eso sonaba bien. Pero
sonaba a trampa y mentira de las gordas.
-Entoncez, ¿vamos a ser
novioz?
-Pero que dices bobo. No te
hagas ilusiones. Queremos que nos dejen salir para ir a bailar con los de
sexto, que son mas mayores y guapos que vosotros dos y a ellos si que los dejan
salir por la noche-será caradura la mosquita muerta esta.
-Pues que lo hagan ellos.
Que vayan a casa de tu padre y le pidan permiso si es lo que quieres.
-Mi padre, y el de Julia
tampoco, nunca aceptarían eso. No tienen muy buena reputación que digamos estos
chicos entre el vecindario-y es que eran conocidos por sus múltiples fechorías.
Menudos salvajes.
-Pero si ya no ze pide para
zalir a loz padrez. Ezo eztá muy anticuado.
-Es para hacer ver que
vamos todos los compañeros, zoquete.
Yo seguía pensativo hasta
que rompí mi silencio, me puse de pié y le dije:
-¿Dónde está Julia?
-Ahí detrás-señalando unos
arbustos y tamarices que escondían un recoveco perfecto para intimar.
-¡Pues que me lo pida
ella!-y salí furioso hacia ese lugar.
Caridad se levantó cuando
comprobó mi enfado y salió presta tras de mi. Mati reacciono un par de segundos
mas tarde y nos siguió.
-¡Yo no soy el escudo de
nadie!
-Espera desgraciado-me
gritaba con su voz nasal unos pasos detrás.
-¿Pero donde vaiz?-el pobre
no se enteraba de nada.
Llegue hasta allí y me
introduje entre los arbustos sin pensarlo hasta que tropecé con algo y caí
encima. Estaba sobre Julia y Fernando Pérez que estaban tumbados morreándose en
aquel sitio infame. Caridad que me seguía de cerca no tuvo tiempo de detenerse
y cayo sobre nosotros y acto seguido Mati cerró la montonera humana que se
había formado en aquel diminuto y frondoso espacio del río.
-¿Pero qué hacéis
apestosos?-gritó Fernando Pérez.
-Deja a mi novia en paz-lo
primero que me salió.
Acto seguido me dio un
puñetazo de los suyos que me lanzo casi un metro para atrás. Caí de culo y de
camino tiré al bueno de Matías. Vaya día llevaba el pobre. Julia se levanto muy
digna limpiando sus labios con su mano derecha y dijo:
-Tras tu celebre
declaración de esta mañana Fer se ha enterado. Se ha puesto celosete y me ha
pedido para salir. Ahora somos novios-y cerró el comentario con otro morreo a
aquél bestia.
-¡Largo de aquí si no
queréis que os abra la cabeza!-nos gritó el salvaje.
Me dolía el puñetazo, lo
que Caridad nos había pedido, la caída con la bici, y lo que Julia acababa de
contarme. Pero verlos besarse de aquella manera era casi tan angustioso o más
que lo de orinarte en clase.
Yo no atendía a razones,
salí corriendo para mi casa con Matías pedaleando. Gimoteando en el manillar de
la bici. Mi amigo pasó de largo de su casa y me llevó hasta la mía, encerró la
Torrot en el granero y me dio un par de palmaditas en la espalda.
-Lo zuperaraz compañero-y
se fue cabizbajo para su casa. Que grande era aquel chaval.
-Gracias Mati…
Entré corriendo en casa en
busca de consuelo. Amor de madre. Lo necesitaba.
-Encontrarás los besos,
hijo. No te preocupes-. Me decía mi madre mientras me consolaba. Yo lloraba
desesperadamente. Como nunca lo había hecho. No sabía que el amor era tan
doloroso. Era una nueva sensación y no me estaba gustando nada.- Lo que pasa es
que esos besos no eran para ti. Nada mas. Ya encontrarás los tuyos. Seguro
hijo, ya lo verás.
Mi madre me abrazaba con
todo su amor y yo me estremecía en su seno. No hay sensación más placentera en
el mundo que esa.
-Has despertado al amor,
hijo. Y eso a veces duele.
-¿Por qué? ¿No dicen los
mayores que es maravilloso?- Grité indignado.
-Es como cuando pegas un
estirón-prosiguió mi mama sin inmutarse-que te hace más grande pero te duelen
las piernas unos días. Luego se pasa y te encuentras mucho más alto y guapo que
antes.
-¡No! ¡No es lo mismo!- Yo
no lo entendía, claro está.
-Seguro que hay otras
muchas chicas deseando conocerte-. Aquella mujer era todo paciencia y amor.
-¡Yo no quiero a otra! ¡Yo
la quiero a ella! ¡Quiero a Julia!
Después hubo muchas otras
chicas. El río estaba lleno de peces. Pero en aquel momento yo estaba en una
pecera con un único pez. Mi micromundo se reducía a Julia. Fue divertido y
doloroso amarlas a todas. Muchas mas veces mi mama me dijo:
-Encontrarás los besos.
Pero esa es otra historia…
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