Cumplimos 200 entradas y lo hacemos con una publicación especial. En ella vamos a descubrir que logo ha resultado el ganador de nuestro concurso en las redes sociales para representar a nuestra novela colectiva de 2015 TayTodos. Agradecer a su creador el trabajo y la complicidad que muestra hacia este proyecto: Rubén Nasville y a todos los que habéis votado por vuestro logo favorito.
Después os dejaremos con el último relato de Colección Cupido 2015 pendiente de publicar en el blog desde el parón veraniego. Se trata de "Sexo amigo", de aquí un servidor. Además podemos adelantar que estamos trabajando en la posibilidad de presentar este libro en varias localidades cercanas. A ver si se confirman fechas y lugares para poder citaros con antelación. Todavía podéis encargar vuestro ejemplar todos aquellos que no lo tengáis todavía.
¡Por otras 200 entradas y muchas más!
Besetes a tod@s. Nos leemos.
El logo ganador es...
Y ahora os dejo el último relato de Colección Cupido 2015:
SEXO AMIGO.
Abro el Facebook. No sé
exactamente por qué. Rutina matinal de domingo insípido. Ataviado con mi
pantalón de pijama de cuadros rojos y blancos y mi camiseta básica azul marino
a los que tengo un aprecio enorme, al fin y al cabo son el único regalo de
Reyes que he recibido, llego hasta la cocina y me preparo un café bien cargado.
Vuelvo al baño a buscar la bata, hace un frío espantoso. La bola del mundo
rojiblanca indica que tengo diecisiete notificaciones sin revisar. Todas
relacionadas con mi última ocurrencia “facebudiense”, una tontería que me
asaltó de repente y sentí la necesidad de compartir con el mundo. Por lo visto
ha hecho gracia…
Revisando y contestando a
mis seguidores siento la punzada enorme en el estómago que indica que mi
caótica vida volvió ha impedirme cenar anoche. Algo tendré que comer. Miro en
el armario… ¡Donuts! La suerte está de mi lado. Desempaqueto el bollo circular
y el primer contacto con mis dedos ya me indica que lleva agazapado en ese
armario, entre sobaos y palmeritas, más tiempo del que presumía inicialmente.
De todos modos le pego un bocado, obligado por el hambre, que no me permite
pensar que pudiera haber otras opciones mucho mejores. Duro como una piedra.
Entonces descubro que así como está, un bañito en el café mejorará notablemente
sus prestaciones. A duras penas consigo engullir el par de roscos que mi
fortuna hizo olvidar un día en el armarito de la cocina. Se ha agotado el café.
Me pongo otra taza, esta vez
simplemente para saborearlo, ya que la primera me la he tomado empapada entre
bocado y bocado de rosquilla glaseada. Ahora, entre sorbo y sorbo, pongo algo
más de atención a las novedades de mis amigos en la red: Charly que comparte
una canción de Pasión Vega (habrá vuelto a acostarse “melalcohólico perdido”
recordando a su ex); Oscar78 sube un vídeo aborrecible de perros (¡cómo odio a
este jodido animal!); Lara82 ha compartido una foto de su primera tortilla de
patatas (¡ya era hora hija mía!, que a tus casi 33 tacos no hubieras hecho
ninguna, con la de rabos que te has comido ya… me parece una astracanada);
Carol-Line sube una dichosa foto-texto con una frase que se supone que te debe
de hacer pensar… “Muchas amigas me han visto sonreír pero muy pocas conocen mis
lágrimas” (hija, de verdad, si no soy de tus “Superamigos”, elimíname de una
puta vez, pero no me lo recuerdes todos los días); y así, entre café e
improperios con las redes sociales, fui pasando la insustancial mañana del
domingo, tan encantador como puedo ser en un día de resaca y soledad: un domingo
cualquiera.
En ese momento algo llamó mi
atención súbitamente: “El sexo entre amigos fortalece la relación”. Así, tal
cual. Podía haber hecho girar la ruleta mágica de mi ratón como con otros
tantos enlaces a artículos “chorras” o publicaciones anodinas que atiborran de
contenidos las redes sociales, y haber seguido bajando hacia otras historias,
pero no. Por lo que sea, tuve que detenerme en este maldito artículo. Como la
mañana del domingo no estaba dando para mucho, decidí seguir el enlace, para ver
hasta donde me llevaba. Otra nueva ventana se abrió para escupir la dichosa
información que, como cual púber pajillero, me atrapó de inmediato.
La noticia narraba que según
un estudio realizado en Estados Unidos (como no), el 76% de personas
consultadas que tuvieron relaciones sexuales con un amigo alguna vez,
fortalecieron el vínculo de amistad o concretaron un noviazgo. Parecía
interesante, o… ¿era una chorrada en realidad?
Al parecer a los americanos
les da por investigar todo tipo de causa-efecto, hasta sacar unas conclusiones
la mar de ingeniosas. Es posible que con tanto estudio, en algo atinen. Ocurre
lo mismo que en nuestro desgobernado país, hay tantos estudios… que nuestros
investigadores tienen que salir al extranjero. En fin…
El estudio fue realizado por
la investigadora Heidi Reeder, de la Boise State University de los Estados
Unidos, y concluye que en el 76% de los casos, el sexo entre amigos fortalece
la amistad. Un altísimo porcentaje, pensé. No será tan malo hacértelo con una
amiga…
Las cifras decían que, de
300 encuestados, el 20% de los hombres y las mujeres dijeron que tenían
relaciones sexuales en algún momento de la vida y con al menos un amigo. Una cantidad que mi cerebro pronto
llevó a su terreno: esto supone que te puedes follar a 2 de cada 10 amigas que
tengas, así por el morro. Luego, ya se verá…
De esa cifra, el 76% aseguró
que la amistad fue mejor después de la relación sexual. Alrededor del 50% de
quienes comenzaron una relación de noviazgo con su amigo o amiga se mantiene
hasta la fecha. ¿Noviazgo? ¿Quién ha hablado de eso?
De alguna forma, el estudio
pone en debate el mito de que el sexo fuera de una relación romántica conduce a
un daño emocional y causa la destrucción de la misma. Bueno, eso habría que
verlo…
Con todos estos datos ante
mis ojos, a mi procesador no le quedó más remedio que encender la lucecita roja
de sobrecarga de información, e intentar ordenarla y comprenderla por partes.
Aunque, como mi cerebro, ni es ordenado, ni sensato, le dio por extrapolar
resultados y recrear nuevos escenarios. Básicamente, Raquel vino a mi mente en
ese momento. ¿Sería posible que tras tantos años compartiendo amistad,
pudiéramos darnos una noche de placer, y al contrario de estropearla, esta
saliera más reforzada si cabe?
Sólo de pensarlo se me erizó
todo el cuerpo. Raquel, mi amiga. Mi mejor amiga. Mi única amiga…
Leí las conclusiones del
estudio, entre divagaciones… decía así:
“Igualmente, especialistas recomiendan para este tipo de relaciones:
conocerse bien antes de decidirlo, poner en claro las expectativas, considerar
que no es una relación formal ni que durará por mucho tiempo, terminar la
relación si el ámbito sexual ya no es satisfactorio y asumir una vida sexual
responsable y protegida.”
A partir de ese momento
analicé punto por punto lo que iba a convertirse en mi mantra.
Conocerse bien antes de decidirlo. ¡Pero si nos conocemos desde la guardería! Y
ambos sabemos lo que va a pensar el otro en cualquier situación. Este punto lo
tengo ganado.
Poner en claro las expectativas. Espero que no me pida grandes alardes, ni tamaños
que mi anatomía no pueda alcanzar. Está claro que no se refería a esto, pero
soy así de tontuno, qué le vamos a hacer… En serio, las expectativas están muy
claras, ¿no? Sexo con la persona que mejor comprendes en esta vida y con la que
has compartido tantas cosas, que sería una injusticia irnos de este mundo sin
poder disfrutarnos así.
Considerar que no es una relación formal ni que durará por mucho tiempo. Esto ha tenido que
escribirlo un tío. Es el súmmum. Si Heidi Reeder ha llegado a esta conclusión
ella solita, abandono todas mis pertenencias y cruzo el Atlántico a nado para
ir a buscarla. Oh my God!
Terminar la relación si el ámbito sexual ya no es satisfactorio. Está claro, nada que
objetar. Si la cosa no funciona, cada uno a su casita. Pero… ¿y si funciona?
Asumir una vida sexual responsable y protegida. Desde luego. Soy un tío muy
responsable: compruebo siempre antes de salir de casa que todas las luces y el
gas estén apagados, reciclo mi basura, y nunca tiro toallitas por la taza del
váter. Y protegida también, que hace un par de meses vinieron a instalarme la
alama antirrobos… Soy aborreciblemente tontuno…
Y así, de esta forma tan
cachazuda, sin pensarlo demasiado (como casi todo lo que hago), abrí una nueva
conversación con Raquel.
“Hola bombón! Estás despierta?”
No obtuve respuesta. Supuse
que seguiría durmiendo. Al fin y al cabo era domingo por la mañana y no había
mucho más que hacer. Decidí seguir a lo mío, a ver cómo le explicaba esto…
“Cómo somos de amigos?”
Una lucecita verde indicaba
que estaba en línea.
“Hola cariño. A qué te refieres?”
En ese momento copié el
dichoso enlace en la conversación y se lo envié.
“Mira lo que dice este estudio… Podríamos reforzar todavía más nuestra
amistad!”
Tardaba en responder… Empecé
a preocuparme. Estaría leyendo aún la noticia o le habría ofendido con esta
insinuación.
“Pero qué tonto eres, corazón! Nosotros ya no podemos ser más amigos de
lo que somos. Si lo hiciésemos seríamos otra cosa…”
Bueno, por lo menos no se lo
había tomado a mal. Decidí explorar un poco más este oscuro camino…
“Solo sería sexo…”
Acto seguido ella contestó.
“Ya. Pero luego querríamos
algo más.”
Bueno, tampoco es para
tanto...
“Y qué hay de malo?”
Entonces ella soltó la
preguntita que instantes después me hizo replantearme muchas cosas.
“No te habrás enamorado de
mi, verdad Pablo?”
¿A qué fin venía eso? ¿Lo
preguntaba con malicia o simplemente para picarme? Me quedé pensativo unos
segundos... Raquel no daba puntada sin hilo. Respondí.
“No. No. Pero piénsalo…”
Inmediatamente respondió.
Conseguí mi primer objetivo, tener toda su atención sobre mí y sobre esta
conversación.
“Lo pensaré, de acuerdo?”
Y ahora tocaba rematar la
jugada.
“Ok. Una última cosa. Y no
me respondas ahora, quedamos esta tarde en el Rock & Blues a las 7 y me lo
cuentas. Dos preguntas: Te apetece?”
Unos segundos de duda.
Sonreí en la soledad de mi cocina... Le estaba haciendo pensar.
“No voy a responderte a
eso.”
Ahora era el momento de
atornillar un poquito más.
“Entiendo por tu respuesta
que sí. Si no me respondes nunca sabrás la segunda pregunta…”
Intentaba ganar tiempo...
“Pablo…”
Otra vuelta de tuerca más.
¡Cómo disfrutaba con esta situación! Ahora era yo el que tenía la situación
controlada.
“Vamos mujer, tampoco es para
tanto. Te pongo al menos un poquito?”
Raquel intentaba detener
todo esa explosión de feromonas que inundaba mi cocina.
“No sigas.”
Démosle otro pretoncito más
a la situación, pero desde otra perspectiva.
“Me estás diciendo que soy
tan jodidamente horroroso que nunca te has planteado pegarte un revolcón
conmigo?”
Ahora era ella la que
intentaba llevar la conversación a su terreno.
“Y tú sí?”
Y yo, ante el giro, mordí el
anzuelo y me puse en plan: soy tu alfombra preferida, ¡a tus pies!
“Pues claro. Constantemente.
Te has dado cuenta como estás? Quitas el hipo! Deberían ponerle tu nombre a una
estrella!”
Sentí en la distancia un
atisbo de sonrisa en su rostro.
“Venga, zalamero!”
Quería reconducir la
situación, que se me estaba escapando viva. ¡Vamos, al lío!
No, en serio. Qué me
respondes?
Esto se estaba convirtiendo
en un excitante juego en el que ninguno de los dos queríamos echar el freno. Un
sí, pero no. Una partida de ajedrez en la que puedes meditar tus movimientos.
Benditas conversaciones telemáticas, que te permiten pararte a pensar la
respuesta exacta antes de cagarla por completo en tiempo real como hubiera
hecho en una conversación cara a cara. Ahora claramente vi que quería enredarme
ella a mí.
“Pero no me has dicho antes
que no te respondiera hasta esta tarde?”
Lo admito, podía perder la
partida con Raquel.
“Sí, es cierto. Qué lista
eres, jodida!”
Y pasó rápidamente a tomar
la iniciativa.
“Cual es la segunda
pregunta?”
¡Te he pillado, guapica de
cara! No voy a picar de nuevo.
“Hasta que no me respondas a
la primera nada”.
Otros segundos de espera
delataban que estaba meditando si jugársela con el caballo o atacar con el
alfil.
“Pero si ya sabes la
respuesta…”
Y ahora llegaba el momento
de hacerse el tonto... Quería oírlo. Leerlo en este caso. Que ella me lo dijera. Necesitaba imperiosamente
tener confirmación visual. Provocarla para que lo corroborase, y así, de algún
modo, obligar a su subconsciente a admitir que yo podía darle una velada de
placer que nunca olvidaría, a la cual estaba renunciando por los
convencionalismos sociales.
“No la sé. Dímela tú…”
Iba a contestarme, y de paso
sería condescendiente conmigo. Era una pequeña victoria, aunque no ganaría la
partida tan rápidamente.
“Qué sí, tonto. Que eres muy
atractivo. De eso no hay duda. Y que cualquier chica desearía besar tus labios.
Y si no, que se lo pregunten a mi círculo, que ya has tonteado con todas. No lo
ves, tontuno!”
Cierto era. Ya había
saboreado las mieles del triunfo con Marta, Bea, Silvia y Alexia. ¡Oh, Alexia!
Me había cepillado a toda su pandilla, vamos. Pero eso no me satisfacía
plenamente, era más un juego del sábado noche: salir, encontrarnos en cualquier
garito de la ciudad, tomar unas copas, y provocar la situación para acabar en
mi piso o en el suyo. Yo en principio prefería venir a mi casa, así contaba con
bastante ventaja, ya que a la mañana siguiente, si seguía viva la llama de la
pasión y sus resacas no les impedían tener un sexo mañanero antológico,
pasábamos un domingo alucinante. Después cocinaba para ellas, medio en bolas y
el descanso dominical se convertía en la olimpiada sexual con la que cerrar,
por la puerta grande, una semana nefasta en general. En cambio, si los efectos
del alcohol provocaban unas tremendas resacas, o simplemente si al esfumarse la
embriaguez que te hace ver a tu ligue mucho más apuesto, desaparecía la pasión,
puede ocurrir que necesiten salir pitando de mi piso y se pregunten de camino a
casa en un taxi (que cortésmente me adelanto a pedir para que la chiquilla no
pase frío), ¿pero, cómo me he podido liar yo con el barbas este amigo de
Raquel? Esta situación, yo la comprendo perfectamente. Pero no ocurre lo mismo
si se da el supuesto contrario: que yo me despierte en su piso y quiera darme
el piro. Eso esta muy mal visto, no sé por qué, pero es así. Exactamente como
lo de querer follarte a tu mejor amiga. No lo entiendo, sinceramente.
Absorto en mi reflexión y
abrumado por mi pequeña victoria, no me di cuenta de que Raquel seguía ahí.
Esperando una señal. Así que fue ella la que siguió con la conversación.
“Ahora tendrás que decirme
la segunda pregunta.”
Cierto, pero seguiría con el
jueguecito un poco más. Estaba pasando una gran mañana de domingo.
“No sé yo...”
Ella sabía que finalmente se
lo diría.
“Me lo has prometido, no
seas tramposillo!”
Era el momento de la verdad.
Una declaración de intenciones sin tapujos. Ahora tendría que responderme y
veríamos a ver hacia donde se dirigía toda esta situación.
“Te vas a atrever?
Quedemos.”
Y fue entonces cuando, con
su respuesta, me dejó pensativo para lo que quedaba de domingo.
“Ya hemos quedado tontuno.
Rock & Blues, esta tarde, 19h. Ven, y ya se verá.”
Intenté buscar de nuevo
confirmación, pero era ella la que ahora mismo tenía todo el control de la
situación. Y sé que estaba disfrutando con ello.
Entonces, eso es un sí?
Y zanjó la conversación
dejando mi alma y mis anhelos más primarios en vilo.
“Luego nos vemos. Te dejo.
Un besito cariño.”
Seguidamente se esfumó la
lucecita verde. Se había desconectado. Decidí entonces que era el momento de
pegarme una buena ducha, sesión de chapa y pintura, recomponer la barba hasta
alcanzar el estado óptimo de revista y prepararme psicológicamente para el
encuentro de esta tarde.
El tiempo trascurrió más
despacio de lo normal. Estaba habituado a rápidas jornadas dominicales,
acortadas por una buena siesta y un partidito de fútbol, o dos si tenían cierto
nivel los contendientes. Así se acotaba demasiado el domingo, el fin de semana,
la vida en general. Incluso con resaca, y tras el plato de pasta de consumo
obligatorio el último día de la semana, no puede dormir la siesta. Raquel se
había instalado en mi cabeza, para recordarme constantemente que hoy, a las
siete de la tarde, algo tendría que hacer. Había planteado una situación
idílica en mi cabeza, que a la hora de enfocar en el tablero de ajedrez no
había quedado exactamente igual que como yo deseaba. No tenía que haber quedado
con ella esta tarde para hablar, debería haber tensado la situación hasta saber
si estaba dispuesta a dar el paso o no. Pero, lo primero que hago es quedar con
ella, ¡y en un bar! ¡En su casa mendrugo, ahí deberías haber quedado! Y
entonces directo al grano...
Tras un buen rato dando
vueltas y vueltas en el sofá decido vestirme para la ocasión y salir ya de
casa, camino de mi cita. Faltaban dos horas pero, ¿qué iba a hacer? ¡No podía
pensar en otra cosa! Paseé entre viandantes aturdidos por sus preocupaciones
(como yo), gente anodina que nada me importaba, parejas de novios que ya
disfrutaban los primeros rayos de sol de la incipiente primavera, y personas
esclavizadas por sus canes que debían sacar a pasear a sus chuchos y regalarnos
sus heces y orines allá por donde mires. Aborrecible escenario.
Y así, sin prisa por llegar,
pues era escandalosamente pronto para sentarme a esperar en un bar, y con ganas
de perder de vista a todo ser viviente que me encontrase por el camino, arribé
al citado local. Me pedí una jarra de cerveza y me entretuve con el suplemento
dominical que incorporaba el diario de mayor tirada nacional. Curioseé sus
páginas buscando algo interesante, y encontré un estudio muy inquietante sobre
la creciente fractura social en los países del primer mundo, cómo crecen las
desigualdades y cómo el sistema está programado para que así ocurra y mantener
el estatus de cierta jerarquía social y política a la que un tipo con coleta ha
bautizado como “casta”. Se veía un estudio serio, con datos fiables y abalado
por el periodista menos influenciado por los grupos de presión (prensa, clero y
políticos). Todavía quedaba algún periodista honrado que no estuviera al
servicio del régimen, los dos grandes partidos mayoritarios, casi únicos, de
este saqueado país a golpe de ladrillo, burbuja, bancos, comisiones, sobornos y
cajas B.
Entendí que el estudio que
yo había visto en facebook era mucho menos fiable, y claramente más
intrascendente que este. Pero había hecho que mi domingo fuera especial,
divertido, intrigante...
El grupo de amigos que
estaban sentados en la mesa contigua se levantó y se dispuso a abandonar el
local, tres chicos y otras tantas mujeres que se despidieron entre besos y
abrazos y se emplazaron para el día siguiente en el curro. Yo me quedé prendado
de una de las chicas: morena de pelo largo y con unos ojazos negros tan grandes
e impresionantes que olvidé todo por un momento. Al despedirse, el más mayor,
un hombre con perilla la llamó Olga. No sé por qué pero me quedé con el dato,
almaceno cosas sin sentido y luego soy incapaz de prestar atención en una
conversación importante. El grupo salió y yo crucé una leve pero intensa mirada
con aquella fascinante mujer. Ella no apartó la vista hasta que derrotado tuve
que hacerlo yo. Sabía lo que se hacía, estaba acostumbrada a jugar en la liga
de mayores, y yo por mi comportamiento demostraba ser un juvenil.
Impactado como estaba
todavía, y justamente cuando el grupo de seis hubo abandonado definitivamente
el establecimiento, se abrió la puerta del local de nuevo y en ese momento
apareció Raquel. Entró tan despreocupada como siempre, envuelta en un
favorecedor abrigo de paño gris de cuello de chimenea cerrado con botón, con
doble abotonadura frontal que trazaba una especie de línea diagonal en su
cuerpo desde el hombro izquierdo hasta la pierna derecha, desde los hombros
donde los botones estaban más separados, hasta la cintura donde prácticamente
se unían. El abrigo terminaba rematado en sus caderas y entallado ligeramente
en la cintura, moldeando suavemente su elegante figura. Sus largas piernas
estaban cubiertas por un espectacular pantalón negro de tiro medio
confeccionado en un tejido de acabado resinado que se encajaba perfectamente en
sus extremidades, destacándolas y de qué manera. Y caminaba sobre unos modernos
botines igualmente negros de material sintético, con vertiginoso tacón que
realzaban su figura más si cabe, y de puntera redondeada, totalmente
pespunteados a tono y rematados por hebilla metálica cuadrada plateada en un
costado. Me impactó tanto su entrada, cómo nunca antes jamás lo hubiera hecho.
Traía el pelo recogido en
una larga coleta que hacía que todo su rostro quedara al descubierto. No
necesitaba mucho más para impresionar, su belleza era tal que prescindía de
abalorios y distracciones, excepto unos diminutos pendientes brillantes
incrustados en sus apetecibles lóbulos. Era perfecta.
—Hola bombón, ¿cómo estás?
—al tiempo que me levanto intentando colocarle una silla para que se siente
frente a mí y disfrutar de sus preciosos ojos—. No hace falta que me respondas…
¡Impresionante, como siempre!
Raquel, con mucho mimo y
detenimiento se sacó el abrigo y se reajustó la coleta antes de sentarse. Su
sonrisa delataba que mi primer halago le había hecho mella.
—Yo bien, ¿y tú? —medio
susurró con ese tono de voz que utilizaba cuando quería manejarme a su antojo,
y tomó asiento.
—Pues ya ves, hecho un
pincel —al tiempo que me alisaba un poco la camisa con ambas mano. Planchar no
se me da bien, la verdad.
—Ya te veo, ya. ¡Un domingo
y con camisa! ¿Y tu chándal de rigor? —dijo entre risas.
—Lo he dejado para otra
ocasión. Hoy vengo a por respuestas, y de la forma más presentable que puedo.
—¿Respuestas? —se hizo la
sueca—. ¿Qué respuestas?
—¡Vamos Raquel! ¡No juegues
conmigo, que me matas! —supliqué.
Ella hizo un gesto precioso
torciendo un poco el morro, a la par que se encogía de hombros y fingía
extrañeza. ¡Sueca, pero sueca! ¡Se le estaba poniendo cara de Ikea!
—No sé de que me hablas
cariño.
—Joder Raquel, ¿de qué va a
ser? Llevo todo el día esperando a que me respondas a la pregunta que te he
hecho esta mañana. Uno: ¿Te apetece? Y he podido arrancarte un sí, muy
trabajado por cierto —ella comenzó a dibujar una sonrisa que turbó mi
elocuencia e hizo tambalear mi nitidez—. Y dos: ¿Te vas a atrever?
Raquel rió abiertamente
regalándome ese momento. Entonces yo quise retenerlo en mi retina para que
perdurara eternamente, sabía que podía ser definitivo.
—Claro que me voy a atrever,
tontuno —ya casi estaba hecho. Ahora a pagar y a salir pitando de allí—. De
hecho ya lo he hecho…
—¿El qué? —¿qué me estaba
contando? Me he perdido algo seguro.
—Ha sido tan divertido y
provocativo el jueguecito de mensajes de esta mañana, que durante la siesta he
aprovechado para iniciarlo con Carlos, mi profe de spinning. Y llevamos media
tarde con un tira y afloja, pero finalmente ha sucumbido a mis encantos.
Ella rió pícara y entornó la
mirada. Yo todavía estaba asimilando lo que acababa de decirme. Tengo a esta
piba rota, o eso creía, y va la garrula y se pone a flirtear con otro tipo. ¡Y
además utiliza mis armas! ¿Qué va a ser lo próximo? ¿Qué me pida que la lleve a
su cita con mi coche? ¡Venga, por favor!
—¿Qué has hecho, qué? —el
jarro de agua fría no podía ser mayor.
—Pues eso… —levantó la mano
en un ademán de captar la atención del camarero, inmerso en un Athletic vs.
Sevilla, que ambos nos estábamos perdiendo—. Hemos quedado para el sábado,
aprovechando que su mujer se va de puente con su grupo de antiguas amigas de la
universidad.
—Ya…
—Un favorcillo te tendré que
pedir…
No lo hagas por favor…
—¿Podrás acercarme con tu
coche? —estaba aplastando mi dignidad y al límite de provocarme una úlcera de
por vida—. He decidido reservar una casa rural en un pueblecito no muy lejano y
pasar allí el puente.
—Y qué pasa, ¿qué no puede
llevarte él?
—No. Su mujer se ha llevado
el coche. Así que está como yo, sin vehículo —y puso su mejor sonrisa,
componiendo su carita de ángel como solía hacer cuando me pedía un favor de los
gordos.
No hagas eso, mujer, que
sabes que así puedes hacer conmigo lo que quieras.
—¿Está casado?
—Sí.
—Te va a utilizar, ya lo
verás —trago largo de cerveza, me recuesto resignado sobre el respaldo de la
incómoda silla de madera y entrecruzo mis manos tras mi cabeza, totalmente
respantingado, haciendo ver que todo esto no me afecta lo más mínimo—. Después
te vas a arrepentir.
—¡No seas “monserguero”,
Pablo! —y estiró su mano derecha sobre la mesa en un intento de que yo le
acercase la mía para ganarme por completo con un leve contacto físico. Le cogí
la mano y remató—. Entonces, ¿nos llevarás verdad?
—¿Nos?
—Ya te he dicho que está sin
coche…
—¿No tiene amigos que le
hagan el favor?
—Pablo, está casado. No
quiere dar más pistas de las necesarias a su entorno. Es lógico.
—¡Que vaya en bici! Al fin y
al cabo es profesor de spinning. ¡Uy, perdona, que esas bicis no tienen ruedas!
—ni con sarcasmo conseguía que reblara en su empeño. Raquel seguía esperando un
sí, y no pararía hasta que lo obtuviera.
—No quiero que se me
desgaste antes de tiempo, ¿comprendes? —y me guiñó un ojo.
—Te vas a arrepentir y
mucho, pequeña.
—Eso es un sí, ¿verdad?
Asentí con la cabeza en
silencio, incapaz de articular palabra, mientras intentaba no perder de vista
los cachitos de orgullo que se habían esparcido por el suelo de todo el local,
intentando que no se extraviara ninguno para recomponerlos en la soledad de mi
casa en una semana que intuía iba a ser muy dura. Espero que con llevarlos al
citado lugar sea suficiente y no me pidan que les haga de mamporrero. ¡Lo que
me faltaba!
Efectivamente, fue la semana
más larga de mi vida. Y sin embargo, no quería que acabase. No tenía fuerzas
para enfrentarme al hecho de tener que llevar a mi chica a semejante cita. Me
sentía como cualquier padre persa cuando entrega a su inocente hija a los
brazos de cualquier hombre experimentado, a sabiendas de lo que ese cerdo iba a
hacer con ella. Excepto que en este caso no tendría que aportar la dote, ¡menos
mal!
Y así fueron pasando los
días, repasando mentalmente qué había fallado en la partida de ajedrez. Estuve
tan cerca, que no vi que podía haber otras posibilidades, que a priori no
contemplé. Éramos tan amigos, desde niños, y existía tal complicidad entre
nosotros, que llegué a pensar que Raquel urdió este plan para evitar tener que
responderme. Luego recapacité y comprendí que no se trataba de eso, simplemente
ella hacía básicamente lo que le apetecía en cada momento. Y seguramente
tendría al profe de bicicleta estática entre ceja y ceja hacía mucho tiempo. Y
muy pronto iba a tenerlo entre pierna y pierna… ¡Qué desastre!
Llegó el maldito viernes.
Así que paso a buscar a Raquel y nos vamos a recoger al tipo ese. El último
capricho de mi mejor amiga, mi alma gemela.
—¡Hola bombón! ¡Pero que
guapa estás! —Abro el maletero e introduzco sus dos maletas—. Piensas volver,
¿verdad?
—Sí, tontuno. Pero me llevo
un poco de todo porque no sé exactamente que tipo de ambiente habrá en el
pueblo al que vamos. Así que he cogido varias cosas para no desentonar
demasiado. Aunque para lo que vamos a salir de la casa… lo mismo me da.
—No me des detalles, Raquel.
Creo que sé por donde vas.
—¡Sí! ¡Qué ganas de
disfrutar de ese pedazo de cuerpo trabajado durante años en el gimnasio!
—Basta pequeña, es
suficiente.
—Pero si siempre me pides
que te cuente detalles, y disfrutas mucho con ello.
—Hoy es diferente. Sé que te
vas a equivocar.
—No empieces con la
monserga, papi
—Será la última vez que te
lo recuerde. Pero advertida estás, preciosa.
Entramos al vehículo y tras
unos minutos de incómodo silencio, al que no estábamos acostumbrados, ya que
nuestras conversaciones se agolpaban una sobre otra hasta perder el control y
sustraernos el turno de palabra como adolescentes (que era lo que en realidad
nunca habíamos dejado de ser), ella rompió el hielo en tono conciliador.
—No te preocupes Pablo, sé
lo que me hago.
Yo me limité a continuar en
silencio conduciendo, mientras la observaba resplandeciente a través del espejo
retrovisor. Me sentía como ese padre que lleva a su niña a la cena de fin de
curso del instituto y espera no tener que ir a recoger a toda una mujer.
Deseaba que mi destartalado coche reventara de una maldita vez, que el tiempo
se detuviera o que por fin mi Athletic ganara otra liga y tuviéramos que
retornar rápidamente a la ría para sacar la gabarra. Todas opciones
improbables, aunque la del coche algún día llegaría.
Tras unas cortas
indicaciones arribamos al lugar donde había quedado con su cómplice. El maromo
se sube al asiento de atrás y tras darle un espectacular morreo a Raquel,
impropio del lugar donde se encontraba: en mi coche, y conmigo esperando al
volante, decido interrumpir la bochornosa situación.
—¡Eh, galán! ¡Deja un poco
para cuando llegues! —no se lo iba a poner nada fácil. Es más, estaba dispuesto
a torpedear el viajecito. Soy tremendamente desagradable cuando me lo propongo,
y la mayoría de las veces sin proponérmelo—. ¡A ver si me vas a estropear la
tapicería con tanta baba!
Rápidamente se recompuso y
apartando de sus brazos a mi chica, se asomó por entre los asientos delanteros,
ofreciéndome su mano a modo de saludo.
—Perdona chaval. Soy Carlos.
¿Chaval? ¿Así te presentas?
¿Pero de dónde lo ha sacado?
—¡El de los cojones largos!
—respondí sin soltar las manos del volante. ¡Toma! 1-0, gol de Aduriz.
Él recogió la mano,
comprendiendo que no estaba el horno para bollos. Se recostó en el asiento
trasero y tras mesarse un poco los cabellos, pasó su brazo derecho sobre el
cuello de Raquel. Esta rápidamente intervino para calmar los ánimos.
—¿Nos vamos, Pablo?
—Vosotros diréis. Soy
vuestro chofer.
Tras las oportunas
indicaciones me dispuse a salir de la ciudad y coger la carretera en dirección
al norte. Paradójicamente nos dirigíamos hacia allí, en busca de lo que mi
amiga precisamente había perdido: el norte.
Ellos seguían a lo suyo
cuchicheando y haciendo el bobo hasta que él intentó adentrar su maleducada
mano bajo la falda buscando algún orificio húmedo y caliente, al que poder
excitar. Yo no iba a permitir eso en mi presencia.
—¡Eh, Romeo! ¡Las manos
quietecitas! Aquí no…
—Calla y conduce, chaval.
En ese momento se
cortocircuitaron mis redes neuronales. No iba a permitir que semejante moscón
me ninguneara de esa forma. Ese desgraciado y muerto de hambre, que no merecía
siquiera estar sentado junto a semejante mujer, no tenía derecho a tratarme
como si fuese su criado. ¡Quién se había creído que era!
Así que pegué un frenazo
descomunal, bloqueando las ruedas de mi coche y apartándolo como pude al arcén,
levantando una gran nube de humo que desprendía un desagradable olor a
neumático quemado. Dos vehículos que llevábamos pegados a cola me esquivaron
como pudieron, no sin dedicarme interminables bocinazos hasta que se perdieron
en la distancia. Culpa suya por no mantener la distancia de seguridad.
¡Inútiles! Su propio nombre lo indica: distancia de seguridad, por si ocurren
estas cosas, vamos. Yo, como sabía lo que iba a ocurrir, no sufrí ningún
percance, pero el inútil de Carlos que no se había abrochado el cinturón para
tener más movilidad para manosear a su pareja a su antojo, salió despedido
contra mi asiento y chocó contra él. ¡2-0, golazo de Muniain!
Afortunadamente, la siempre
precavida Raquel, fue salvada por el cinturón de seguridad, que la fijó en su
posición. Menos mal…
Cuando el vehículo se detuvo
finalmente y sin dar tiempo a que el atontado se recompusiera, entre una nube
de polvo y goma todavía, bajé de mi carro dispuesto a sacarlo a patadas del
mismo.
—¡Sal de mi coche, mamón!
Él, que me vio echo una
furia, asió con fuerza el reposamanos de su puerta impidiéndome abrirla desde
el exterior. Se le veía el miedo en el rostro. Rápidamente ancló sus dos
fibrosas piernas en el borde de la puerta y con ambas manos empujaba hacia
dentro. Era imposible que pudiera abrir la puerta con ese pulpo incrustado así.
Mientras, Raquel se recomponía del zarandeo, y se apresuraba a soltarse el
cinturón de seguridad. Gritaba desesperada al ver cómo se le estaba yendo la
situación de las manos.
—¡Chicos, por favor! ¡Parad!
Pero no entrábamos en
razones. Yo quería arrancarle la cabeza al memo ese y él lógicamente quería
mantener todos los dientes en su artificial sonrisa de fino deportista. Ella
seguía intentando apaciguar los ánimos sin éxito.
—¡Basta ya! ¡Pablo, por el
amor de Dios!
Yo seguía aferrado como un
poseso a la maneta de la puerta trasera del lado del conductor. Estaba
desbocado.
—¡Sal mamón! ¡Poco hombre!
¡Que te voy a quitar las ganas de volverme a llamar chaval!
Mientras continuaba en mi
intento, Raquel salió por la otra puerta y rodeando la parte trasera del
vehículo, llego hasta mi posición. Intentó agarrarme para que me calmara, pero
eso resultó inútil. No tenía la suficiente fuerza como para detener a un macho
alfa en plena batalla por marcar su territorio. Y así, entre gritos, golpes al
cristal tras el que se acochinaba aquel individuo, e intentos fallidos de la
hembra en celo por llamar nuestra atención y conseguir que nos detuviéramos,
ocurrió algo inesperado. Ella tomó una actitud que nunca pensé que con esa
delicadeza pudiera calmar nuestros ánimos. De pronto, en lugar de continuar
berreando mi nombre, comenzó a susurrarlo como hacía cuando quería llamar mi
atención o la de cualquiera, erizando todo mi cuerpo.
—Pablo —y tras una breve
pausa continuó—. Pablo, no sigas por favor. Vais a haceros daño.
Embobado ante semejante
reclamo, cual serpiente ante las notas musicales arrojadas por una flauta de
caña en la lejana India, caí hipnotizado bajo sus relajantes frases susurradas
en el arcén de una carretera secundaria. Mis brazos dejaron de ejercer presión
sobre la maneta y, sin soltarla, giré el rostro aturdido hacia mi contertulia.
Ella había adoptado esa pose dulce y pícara que se le daba tan bien, con la
cabeza ligeramente agachada y sus ojazos mirándome hacia arriba. Podría parecer
un acto de sumisión, pero todo lo contrario, era un acto totalmente premeditado
de posesión y dominio sobre cualquier hombre. Con esa carita de pena, sabía que
estaba a su antojo. Además, su tono de voz, desgarraba los instintos primarios
poniéndolos a danzar a su total disposición. La encantadora de serpientes había
comenzado su función y muy pronto tendría a las dos víboras hipnotizadas a su
merced.
—Pablo, cariño, vale.
En ese momento solté
definitivamente la maneta y me convertí en un niño de siete años intentando
colarle una escusa barata a su profe de primaria.
—Pero es que…
Ella se llevó el dedo índice
a sus carnosos labios y ordenó que me callara con otro susurro casi inaudible
por el ruido de los coches que seguían circulando por aquella maldita
carretera.
—Acompáñame.
Y cogiéndome de la mano me
apartó del vehículo y me dirigió al interior del bello paisaje de la sierra que
atravesaba el asfalto, imperceptible hasta ese momento para mí, inmerso como
estaba en torpedear el viaje. Llegamos bajo un árbol centenario, y a su cobijo
tomamos asiento.
—Pablo, ¿que pretendes?
¿Arruinarme el fin de semana?
—No. Bueno, sí. No sé Raquel
—estaba hecho un mar de dudas, razonables todas ellas—. Creo que no ha sido
buena idea que me pidieras este favor. Os pediré un taxi para que podáis seguir
con vuestra escapada romántica. No te preocupes, yo me hago cargo.
—Vamos a ver cariño, no seas
tontuno. Te das cuenta que estamos en medio de la nada. No digas tonterías,
hombre.
—No me siento con fuerzas
para continuar. No puedo Raquel, no me hagas esto…
—¿Pero por qué? Sólo nos
quedan veinte kilómetros, estamos a tan solo diez minutos de nuestro destino.
No nos abandones aquí, por favor…
¿En serio tenía que
explicarle por qué no podía afrontar esa situación? Pues si era necesario se lo
diría. Tenía que oírlo de mi boca, al menos una vez en la vida. Era justo que
supiera lo que sentía por ella todo este tiempo, y que en aquel preciso
instante acababa de cerciorarme irremediablemente de mi situación. La sombra de
aquel pino silvestre me iluminó, y aclaró mis desordenados sentimientos de toda
esta dura semana, de estos años de quedadas y complicidades, de toda mi vida en
definitiva. La frescura del musgo que cubría su base me azuzó el ímpetu para
desnudar mi corazón ante ella. Estaba listo, lo sabía, era el momento. Ella
entornó la mirada, limpia como nunca la había visto. Estaba por la labor, podía
sentirlo. Se preparaba para lo que tenía que decirle, aunque intuía que lo
sabía desde hacía mucho tiempo. No había duda, siempre iba muy por delante de
todos mis actos, incluso conocía mis sentimientos antes de que yo tuviera el
valor de admitirlos.
—Raquel, yo…
—¡Reichel! ¿Dónde estás? —de
entre la maleza apareció en el momento más inoportuno Carlos, buscando a su
presa—. Nena, me tenías preocupado.
Quedé con la palabra en la
boca, la tensión en el estómago y todas mis esperanzas en los tobillos. Ella se
levantó de mi lado y corrió a consolar a ese desgraciado, llenándolo de
arrumacos y besos que no le correspondían, y atusándole las vestimentas que su
cobardía había fruncido. Desde la distancia, y al abrigo de su amante, hizo un
último intento a sabiendas de que no procedía.
—¿Qué me decías Pablo?
—Que ya estoy listo para
continuar. Cuando queráis nos vamos —dije casi sin creer lo que estaba soltando
por mi boca.
La pareja tomó unos metros
de ventaja y rápidamente volvimos a la carretera. Yo marchaba tras ellos
cabizbajo inmerso en mis propias desgracias, que ya no podían ser más (o al
menos eso creía).
Llegamos al coche y tras
colocarnos los cinturones de seguridad, giré la llave de contacto. Un ruido
áspero salió del interior del vehículo. Repetí incrédulo la maniobra. Otro
ronquido inquietante me paralizó. Y así repetitivamente hasta que la desagradable
voz del atleta quebró mis oídos y mi ánimo desde el asiento de atrás.
—¡Vaya por Dios! ¡Ahora a la
rata se le rompe la calabaza con ruedas para mi Cenicienta!
Aquello era inadmisible.
Raquel lo mandó callar con una mirada a la que le sobraron las palabras. Tras
unos segundos de tenso silencio busqué en la guantera la documentación del
seguro y llamé para indicarles nuestra posición. La grúa tardaría no más de una
hora, pero no menos de media. La Sierra es lo que tiene, es preciosa,
tranquila, y alejada de todo, incluso de las grúas. Se confirmaba la teoría de
que todo lo que puede ir a peor, irremediablemente va a peor. El sino de mi
vida amorosa. El mantra de mis relaciones. Yo.
Intentaba razonar y
mantenerme en calma, pero por momentos parecía imposible que llegara a
conseguirlo. Estaba agotado mentalmente y destrozado anímicamente. Mi corazón
había saltado en pedazos varias veces ya, y mi orgullo no tenía mejor pinta.
Caminaba repetitivamente carretera abajo, para volver sobre mis pasos
trescientos metros, una y otra vez, ataviado con el escandaloso chaleco
amarillo y móvil en mano por si llamaban los del seguro o la grúa. Estaba en
proceso de desfragmentación, reordenando archivos, actualizando y limpiando mi
disco duro, para poder asimilar semejante panorama al que me enfrentaba.
Los tortolitos seguían
resguardados en el asiento trasero de mi coche. Parecían despreocupados, ajenos
a mi situación. Sé que Raquel no lo estaba. Lo intuyo. Quiero creerlo… No lo
sé. Simplemente lo deseo, como a ella.
Tras una larga espera,
apareció el comboy de la salvación, el ejercito de liberación de ansiedades,
los cascos azules del amor, la caravana de la esperanza, la Cruz Roja del
corazón… una grúa y un taxi, vamos; pero para mí en ese momento parecían todo
eso a la vez, y mucho más. Al verme brazear espasmódicamente se detuvieron en
el arcén. Yo les indiqué que era a nosotros a quien debían socorrer, como si
necesitasen confirmación. De la grúa bajó un cincuentón de poco pelo que
juntaba más arrugas que dientes. De su boca colgaba una faria medio masticada
que daba grima con sólo mirarla. Su indumentaria combinaba magistralmente
manchas de grasa, con salpicaduras de bocata de mejillones, sobre fondo magenta
del mono reglamentario. Una obra de arte, o un caro modelito, si lo hubiese
firmado Agatha Ruiz de la Prada. Sus ojos, aún con legañas, se adivinaban
sinceros, grandes, enormes y claros; junto con su devastadora alopecia, y su
famélica presencia me recordaba a alguien, a algo… ¿pero a quién?
El chofer me estrechó la mano.
—Antonio —dijo a modo de
saludo.
—Soy Pablo. Gracias por
venir tan rápido —respondí cortésmente.
—Ahórrate el cumplido
chaval, es mi trabajo.
De nuevo chaval… Pero a este
no le voy a contradecir, tiene que sacarnos de aquí.
Del taxi salió un joven espigado
envuelto en un chándal de primera marca rematado por unas espantosas deportivas
plateadas. Se interesó por los clientes que tenía que trasladar y antes de que
yo tan siquiera pudiera articular palabra escuché:
—¡A nosotros! —el deportista
sí que había estado atento para esto. Y dándole un apretón de manos al taxista,
se apresuró a abrir la puerta trasera, tan cortés como pudo, a su querida, para
rápidamente salir huyendo de aquella angosta carretera.
El taxi levantó una
ahogadora polvareda al incorporarse al asfalto, obligándonos al chofer y a mí a
cubrirnos el rostro con las manos.
—¡Gilipollas! —solté,
pensando en Carlos.
Antonio, todavía aturdido
por los efectos del polvo, se vino arriba al escucharme decir eso y pensando
que me refería al taxista, soltó una serie de improperios que no voy a
reproducir de nuevo; me dio dos palmaditas en la espalda y dándome ánimos me
dijo:
—¡Nos vamos a llevar bien,
chaval!
—Nos llevaremos mejor si
dejas de decirme chaval —respondí intentando no parecer grosero, pero firme a
la par.
—De acuerdo, muchacho.
Tras realizar las tareas
propias de su oficio y cargar el coche en la grúa, nos dispusimos a subir a la
cabina y llegó el momento de indicarle el taller donde quería que dejara el
vehículo averiado. Le indiqué mi taller de confianza, junto a mi casa, así que
media vuelta para la gran ciudad. Adiós al campo, al monte, a la dichosa
Sierra, culpable de mi desdicha.
Tras realizar un cambio de
sentido bastante temerario, tomó la dirección opuesta al destino de Raquel. Me
relajé en el asiento y me saqué de encima el estúpido chaleco.
—Bueno, muchacho, ¿qué te ha
traído por aquí?
El buen hombre tenía ganas
de cháchara, yo no estaba por la labor, pero tampoco había mucho más que hacer.
—He venido a traer a unos
amigos a una casa rural. Ya sabe, escapada romántica y eso… —contesté medio de
mala gana, recostado en el asiento del copiloto.
—Será muy buen amigo, para
venir hasta aquí…
—Amiga —respondí—. A él no
lo conozco.
—¡Venga muchacho! —soltó
mientras se cambiaba la corroída faria de lado a lado de la boca—. ¡A una amiga
no se la lleva a más de cien kilómetros de distancia para que se la zumbe otro!
¿Estás tonto o qué te pasa chaval?
Menuda reflexión me acababa
de soltar. Admití el bofetón de sinceridad con toda la dignidad que pude,
sabiendo que tenía más razón que un santo. Es la conclusión que sacaría
cualquier hombre. Yo mismo hubiera llegado a esa reflexión si no se hubiera
tratado de mí, de Raquel, de nosotros. En ese momento bajé la cabeza, saqué mi
móvil del bolsillo y comprobé que había recibido un mensaje:
“Ya me dirás a que taller te diriges. Nos hemos dejado el equipaje en
el maletero del coche. No llevamos nada más que lo puesto. Besos cariño.”
—Venga muchacho, no te lo
tomes a mal. No tenía intención de ofenderte —dijo Antonio en tono conciliador.
—No se preocupe, es que
ocurre una cosa…
—¿Qué te pasa? ¡Tristón!
—Llevamos su equipaje, y
vamos en la dirección contraria a donde se encuentran.
—¿Equipaje? —sonrió—.
¿Realmente crees que van a necesitar mucha ropa donde van, y a lo que van? —a
carcajadas— ¡Se trata de quitársela toda, muchacho!
Tras un par de minutos de
silencio, y una vez que el chofer se recompuso de su arrebato de risa,
entremezclada con tos agónica de fumador empedernido, recibo otro mensaje:
“Pablo, cariño, las maletas… porfa”.
Acompañado de emoticonos
lanzándome besos con corazoncitos y maletas de diferentes colores. ¿Por qué me
torturaba así? Quería irme a mi casa y olvidar todo esto. Cerveza, fútbol,
colegas y una noche de farra me aliviarían a corto plazo. Pero por otro lado
sentía la obligación de corresponder a Raquel. No podía fallarle. No iba a
dejarla tirada. No lo haría, ese no era yo.
—¿Puedes dar la vuelta,
Antonio?
El chofer me miró con los
ojos todavía más abiertos. Sorprendido de mi capacidad de servidumbre. Alfombra
se quedaba corto para describirme, pisoteado pero siempre dispuesto a limpiar
los pies de quien tuviera encima. Cuando se recompuso de su sorpresa inicial,
contestó entre carcajadas de nuevo:
—¡Calzonazos! —y esta vez
casi pierde el sentido de un ataque de risa maligna y tos aguda tras tantos
años tragando humo. Llegué a preocuparme, mi vida estaba en sus manos. Se
recompuso y concluyó—. Tú mandas. Pero… ¿estás seguro?
—Sí, por completo. Déjeme en
el taller mas cercano a su posición.
—A mí me viene de perlas
porque voy a hacer el servicio mucho más rápido, pero a tu salud mental no sé
si le conviene demasiado.
—No se preocupe. Puedo
resistirlo.
—¿Resistirlo? Ya veo por
donde vas, muchacho. No es tu amiga, no. ¡Te gusta esa tía! ¡Y mucho!
Creo que con tan solo una
jornada laboral con este señor se habrían acabado todos mis problemas. Era un
psicólogo en toda regla. Hondaba en mi interior y sacaba a la luz mis
sentimientos. Un poco cafre, pero lo conseguía. Estaba empezando a gustarme su
estilo, crudo, rudo, sincero en definitiva. Así que me armé de valor y por
primera vez en mi vida revelé a alguien el secreto mejor guardado de la corona,
el expediente clasificado en mi corazón tarambanas y farandulero.
—Sí. Lo admito.
Las carcajadas de Antonio
retumbaron por toda la cabina. Disfrutaba machacándome.
—No necesitaba confirmación,
muchacho. Era una pregunta obvia.
—Se dice retórica —alegué.
—¡Empollón! —y las
carcajadas atronaron durante un largo rato.
Tras unos kilómetros de
retorno, pronto superamos la posición donde mi coche había decidido darle una
vuelta de tuerca más a mi patética situación. Al pasar por allí, el conductor
soltó una aseveración que bien podría poner en pie de guerra a un ejército, una
arenga al mas puro estilo Braveheart, que me espabiló por fin y comprendí lo
que tenía que hacer a partir de ahora.
—Muchacho, un hombre puede
cambiar de rumbo, pero no de dirección. He dado la vuelta, te llevaré hasta el
taller mas cercano a tu chica, pero sólo si me prometes una cosa… ¡Qué vas a
pelear por esa zorra! En mi grúa no suben calzonazos desgraciados que no saben
afrontar su realidad. Así que o espabilas y coges al toro por los cuernos, o de
una patada en el culo, te saco de la cabina y te abandono a tu suerte aquí
mismo. ¡Tú veras! Así que grita conmigo: ¡Voy a hacerlo, joder!
Antonio se estaba viniendo
arriba por momentos, y decidí seguirle la corriente.
—¡Voy a hacerlo!
—¡Más fuerte, meapilas!
—¡¡Voy a hacerlo!! —grité.
—¡¡Más alto, calzonazos!!
—me exigía.
—¡¡¡Raquel!!! ¡¡¡Voy a por
ti!!! —grité liberado como si ya nada importase.
—¡¡¡Muy bien, muchacho!!!
—se desgañitaba complacido Antonio.
En ese momento vi claro a
quién se parecía, la primera impresión que me había dado nada más bajar de la
grúa, y emocionado como estaba, incapaz de analizar lo que decía presa de la
excitación, le grité a pleno pulmón a dos palmos de su cara:
—¡¡¡¡Gollum!!!!
El resto del trayecto no se
me hizo excesivamente largo, al fin y al cabo estábamos a muy pocos kilómetros
del maldito destino. Antonio no se tomó muy a mal lo de Gollum, puesto que no
sabía quien era, así que tuve que explicarle que se trataba del grito que
realizaban los paracaidistas americanos en la segunda guerra mundial para
armarse de valor antes del gran salto. En realidad gritaban “Jerónimo”, un buen
amigo experto en estos temas me lo había repetido hasta la saciedad, pero al
chofer le encantó la lección de historia, que remató de nuevo llamándome
empollón.
Durante el trayecto respondí
al mensajito de Raquel y me ofrecí para acercarle las maletas hasta la casa
rural. A ella le pareció un gesto encantador. La tenía, casi era mía.
Al fin y al cabo en Maps no
parecía muy alejada la dichosa casa del taller donde Antonio debía dejarme.
Eran sólo tres kilómetros. Un paseito por la sierra me vendría bien, abriría
mis pulmones y aclararía mis ideas.
En menos de veinte minutos
ya estábamos en el taller. Antonio y el oficial que en esos momentos se
encontraba al mando se apresuraron a bajar el vehículo y tras varias preguntas
para evaluar los daños y realizar un diagnóstico, emprendió su faena. El chófer
de la grúa, finalizada su misión allí, se acercó hasta mi posición a las
afueras del taller.
—Muchacho, necesitas que te
acerque a algún sitio.
—No es necesario Antonio,
muchas gracias.
—¿Vas a acercarles el
equipaje a tu zorrita y al pichabrava?
—Sí, creo que lo haré. Iré a
por todas, como tú me has indicado. No soy ningún calzonazos.
Y tras estrecharme la mano y
ofrecerse varias veces a llevarme con la grúa, se subió al vehículo y justo
antes de partir, bajó la ventanilla, encendió de nuevo su asquerosa faria y me
gritó.
—¡Voy a hacerlo, joder!
Yo desde la distancia lo
repetí con ganas, levantando mi puño izquierdo cual revolucionario.
—¡Voy a hacerlo!
Antonio vio que me tenía
enganchado con su monserga de motivación barata y quiso poner el remate para
que me entregara a tope. Arrancó rascando rueda, comenzó a destrozar el claxon
aporreándolo con la mano derecha, mientras sacaba la izquierda por la ventana
puño en alto repitiendo mi gesto, y gritaba como si le fuera la vida para
insuflarme ánimos:
—¡¡¡Gollum!!!
No quiero ni pensar a
cuantas personas más debería llamarlos así hasta que alguno tuviera el valor o
la decencia de explicarle quién era el citado personaje, y que el grito de los paracaidistas
que imitaban al apache descendiendo colina abajo a lomos de su caballo en pleno
ataque era Jerónimo. Pobre del que lo hiciera…
Cuando me recompuse de las
carcajadas que brotaron espontáneas al ver la despedida de la grúa, me dirigí
al interior del taller. Estuve hablando un rato con el mecánico, que me aseguró
que el coche tenía arreglo, pero que al encontrarnos en pleno puente, como
pronto, hasta el lunes, no le servirían el repuesto necesario para hacer andar
a aquella vieja tartana. Así que vacié el maletero resignado y me dispuse a
emprender camino hacia el nidito de amor de Raquel y Carlos. Así con fuerza las
dos maletas de mi chica y me colgué a modo de bandolera la bolsa de viaje del
príncipe azul. Vaya tipo cutre, se va de escapada romántica con una bolsa de
deporte. Seguro que es la misma que utiliza para ir al gimnasio. ¡Será
desgraciado!
Le pregunté al
“pretatuercas” si había algún atajo para no ir así por aquella estrecha
carretera secundaria, no quería que nadie se me llevara por delante por
cualquier despiste o simplemente por la falta de espacio para transitar. El
chico me indicó que conocía un sendero que salía justamente desde la parte
trasera del taller y que en poco más de un kilómetro estaría allí. Estaba de
suerte. «El karma está de mi lado», pensé.
Emprendí la marcha por aquel
frondoso camino. Las ruedas de las maletas pijas de Raquel parecían no estar
acostumbradas a la tierra y piedras del piso. Traqueteaban sin parar, pero me
hice el machote y seguí a paso firme. En unos minutos el poco cielo que la
vegetación dejaba vislumbrar sobre mi cabeza, comenzó a tornar gris. La luz
desaparecía por momentos y quedé en penumbras en menos de cinco minutos. No le
di mayor importancia hasta que un fogonazo de luz irrumpió en aquel bosque
cegándome al instante, y casi acto seguido el cielo se rajó literalmente en un
ensordecedor trueno. El rayo había caído muy cerca de allí, seguro. Me percaté
en ese momento de los consejos de supervivencia de “boy scout”, que repetían
que nunca te refugiaras bajo un árbol en una tormenta. Yo estaba bajo cientos
de ellos. Puto karma…
Apreté el paso y del cielo
comenzó a jarrear una lluvia intensa, densa y heladora, que en menos de un
suspiro me había calado de arriba abajo. Por el rato que llevaba caminando
supuse que estaba a mitad de camino, así que para adelante y a bloque.
Enseguida el agua convirtió en barro la tierra que formaba el camino, y las
ruedas de las maletas se cegaron y dejaron de girar. Probé a arrastrarlas,
hasta que decidí cargar con ellas a pulso. La mochila cada vez pesaba más y el
camino empezó a mirar hacia el cielo. Cuesta arriba hasta el final. Como mi
situación…
A los pocos pasos el piso ya
era fango y piedras. Cargado como una mula y agotado físicamente, ocurrió lo
que era de esperar: de un resbalón perdí el equilibrio y di de bruces en el
suelo. Para cuando solté las maletas, mi barba ya se había estampado en el
barro. No tuve tiempo ni de amortiguar el golpe. Hoy el karma se estaba pasando
pero bien.
Resignado y aturdido
continué la marcha cuando me recompuse. Apenas cincuenta metros me separaban de
la cima. Empapado ya no de agua, si no de barro tras mi inoportuno resbalón;
agotado y cabreado por todo lo que me estaba sucediendo desde que decidí
compartir aquel estudio con Raquel e intentar jugar con ella; aborrecido de
Cupido, Eros, Afrodita, y Pablo Alborán… Arribé a lo alto de aquella colina y
descubrí la maldita casita a tan solo cien metros, en un fantástico prado verde
esmeralda que hizo que casi se me saltaran las lágrimas de emoción. Lo había
conseguido. No pude más que soltar a peso la pareja de maletas, alzar los
brazos al cielo y gritar:
—¡¡¡Jerónimo!!!
Caminé lentamente bajo la
pertinaz lluvia el tramo diáfano de prado verde que me separaba de la vivienda.
Era una casita preciosa de dos plantas, con un pronunciado tejado de pizarra
para evitar que las nieves del invierno se acumulen sobre él. Toda la fachada
estaba recubierta de piedra y las amplias ventanas contaban con unos portones
de madera para aislarla todavía más en las gélidas noches de final y principio
del año, cuando la temperatura desciende por debajo de los cero grados. Para
acceder a la puerta principal, tuve que subir los cuatro escalones de piedra
que daban a una galería elevada, rodeada por una balaustrada de madera tratada,
que le daba un aspecto de lo más acogedor. En ella había instalada una mesa y
cuatro sillas, y una antigua bancada de madera y piedra en la que sentarse a
contemplar el ocaso. Me imaginaba allí envejeciendo junto a Raquel cada tarde de
mi vida.
Me descargué, y antes de
llamar intenté atusarme el pelo un poquito. Me mesé los cabellos sin percatarme
de que mis manos seguían pringadas de barro, con lo cual sólo conseguí
ensuciarme todavía más la cabellera y el rostro. Ahora sí, era John Rambo en
Acorralado parte II. Sólo me faltaba la cintita roja en la cabeza, porque “no
sentía las piennas” y estaba harto del “Charly”. Era un esperpento andante, eso
sí, el más servicial que puedas encontrar.
Llamé al picaporte que
decoraba la gigantesca puerta de madera de dos hojas. De dentro procedían risas
y conversaciones cómplices que no acertaba a distinguir. Repetí el intento,
esta vez con mayor firmeza. Carlos respondió.
—¿Quién es?
—Soy yo, Pablo.
—¿Qué demonios quieres?
—Entregaros el equipaje, ¡imbécil!
Tras unos segundos de
silencio, escuché como corría los pesados cerrojos de la gran puerta. Sólo
abrió lo justo para poder coger una maleta, y después la otra y meterlas tras
la puerta. Yo desde mi posición no acertaba a ver nada más que su careto, que
precisamente era lo que menos me apetecía presenciar en esos momentos.
Raudo se dispuso a tomar la
bolsa deportiva con sus pertenencias cuando la sujeté con fuerza y le pregunté
por Raquel.
—¿Está Raquel? ¿Quiero
verla?
—Déjanos disfrutar del
puente, payaso. Ahora lárgate por donde has venido y no nos compliques más la
vida.
No podía creerlo. Este tipo
no iba a hablarme así. ¿No había aprendido la lección de unas horas atrás en la
carretera cuando casi le arranco la cabeza?
—Mira Carlos, déjame hablar
con Raquel y tengamos la fiesta en paz.
Intenté abrir un poco más la
puerta para lograr ver algo del interior pero me bloqueó con su cuerpo.
—Está bien —dije cesando en
mi empeño—. Comprendo… Dile que he venido a traeros el equipaje. Luego la
llamo.
—Aquí no hay cobertura…
—Pues entonces tendré que
hablar con ella en persona —no iba a resignarme. Esta vez no.
—¿Pero es que todavía no lo
has entendido? Raquel no quiere verte, desgraciado. Y yo, ¡mucho menos! ¡Así
que suelta mi equipaje, y largo!
Este último comentario hizo
que todavía ejerciera más presión en las asas de su bolsa de deporte para no
soltarla. Él estiraba desde dentro y yo me mantenía en mis trece desde fuera.
—No la mereces… —contesté
con la mayor cara de asco que pude dibujar—. ¡Me repugnas! ¡Vete con tu mujer y
déjanos en paz!
—¿Y tú crees que sí? ¿Qué
una mujer como Raquel va a estar con alguien como tú?
—Yo al menos la quiero —me
sorprendí a mí mismo pronunciando esas palabras—. La he querido siempre y no
creo que eso vaya a cambiar el resto de mi vida. Es una mujer fascinante, llena
de virtudes y a la que perdonar todos sus defectos. Es en lo primero que pienso
cuando abro los ojos y lo último que anhelo cada noche al cerrarlos. Sueño con
ella, y espero y deseo que en otra vida podamos coincidir, ya que en esta la
suerte no me ha sonreído. Todas las mañanas soy la primera persona que le
escribe: “buenos días preciosa”, o “buenos días bombón”, y espero impaciente el
momento que ella conteste a mis mensajitos para comenzar interminables conversaciones
que alivien la asquerosa rutina que me envuelve. Siempre flirteamos, pero nos
mantenemos inactivos por miedo a destruir nuestra maravillosa amistad. La
verdad es que nos excusamos en ella, en nuestra amistad, para evitar admitir
que nos produce un miedo espantoso dar un paso más, ir más allá, ir a por todas
de verdad y decirnos a la cara lo mucho que nos queremos y necesitamos estar el
uno con el otro. Nos conocemos desde niños y siempre ha sido así, y ni tú ni
nadie va a cambiarlo.
»Así que déjame hablar con
ella un momento y ya no os molesto más.
En esos momentos descubrí
que el hecho de soltar todo lo que llevaba dentro había producido en mí una
enorme emoción que había hecho brotar dos enormes lagrimones que surcaban mi
cara esquivando barro y barbas por igual.
—¡Muy bonito Bambi! ¡Menuda
declaración de amor me acabas de soltar! Pero ahora seré yo el que te explique cómo está la situación.
Raquel está por ahí dentro medio en bolas esperando que te largues para
disfrutar de este cuerpazo cuidado al detalle, y para lo que ha recorrido casi
cien kilómetros. ¿O crees que va a estar leyendo tus patéticos mensajitos todo
el fin de semana? Ha venido a que un hombre como yo la haga sentir una
auténtica mujer, la folle como es debido y gima de placer hasta la extenuación.
No está aquí para jugar a las princesitas quinceañeras, necesita algo más que
mensajes tiernos. Y yo voy a ser ese hombre, el que nunca serás tú… Voy a
fornicar durante setenta y dos horas a esta pendeja y después volveré a casa
con mi mujer, y aquí paz y después gloria. Al fin y al cabo estoy realizando
una labor social, si no ¿quién va a satisfacer a esta hembra? ¿Tú? ¡Menudo
moñas!
»Voy a hacer con ella lo que
me de la gana. Todo tipo de guarradas que mi mujer no se atrevería a hacer por
decencia, esta guarra está dispuesta a hacerlas por puro placer. Está muy
necesitada, tío. Me han bastado cuatro miraditas en el gimnasio para ponerla a
cuatro patas. ¡Aprende chaval! ¡Y lárgate de una puta vez!
En esos momentos mi sangre
hervía, no podía tratar así a mi chica, era inadmisible. Ambos nos estábamos
calentando demasiado y comenzamos a estirar de las asas del bolso de Carlos
hasta hacerlas crepitar. Yo intentaba sacarlo para fuera y darle su merecido,
esta vez nada iba a impedírmelo. Y él, por su parte, recuperar su equipaje y
quitarme de en medio. Cuando de repente, la voz quebrada de Raquel susurró
detrás de nosotros y detuvo la batalla.
—¿Eso esperas de mí? ¿Qué te
la chupe y me largue? ¿O algo más guarro? ¡Eres un cerdo y un hijo de la gran
puta! —las lágrimas emborronaban su precioso rostro. Al parecer permanecía en
silencio detrás de la puerta sin que ambos nos diésemos cuenta. Había escuchado
perfectamente toda la conversación. Tenía demasiados datos de golpe por
asimilar, pero sin duda el testimonio de su príncipe de spinning le había
dejado el corazón en ruinas.
»Siempre he sabido valerme
por mí misma y nunca he necesitado de ningún machote “que me folle” —decía a la
par que señalaba a Carlos con la mano de arriba abajo—. ¡Soy una mujer,
imbecil! ¡No una puta muñeca hinchable! ¡Eres despreciable!
En ese momento Carlos aflojó
la presión sobre el equipaje para girarse y poner carita de arrepentimiento. No
esperaba que Raquel escuchase esa conversación. No debía haberla oído. El fin
de semana se le estaba complicando…
—Pero cariño…
Fue lo único que le dio
tiempo a pronunciar. En el mismo momento que sentí que sus fuerzas se
debilitaban, tiré con todas mis fuerzas de la bolsa de deporte y conseguí sacar
de la casita al impresentable, que aturdido por el tirón, me ofreció como
suculento manjar presentado en restaurante de cinco tenedores al más hambriento
de los hombres, su bronceada mandíbula para que estampara el mayor gancho de
derecha que el boxeo actual pueda recordar.
No hubo pelea. No hizo
falta. Le puse tanto empeño en el primer golpe que cayó noqueado al porche de
la casa rural. El árbitro le hubiera contado diez y me hubiera declarado
vencedor levantando en ese momento mi brazo derecho, pero obtuve la mejor
recompensa que pudiera imaginar. Raquel, frágil, rota y desorientada, avanzó
hasta mi posición y fue a acurrucarse en mi regazo. Nos fundimos en un intenso
abrazo lleno de complicidad que detuvo el tiempo. Todavía sollozaba. Yo buscaba
su rostro, pero ella ejercía una gran presión hacia mí que impedía que pudiera
verlo. No se atrevía a mirarme a los ojos.
Cejé en mi empeño y
permanecí estático, de pie, junto a ella. No sé cuanto tiempo pasó hasta que se
recompuso, y sin apartar su rostro de mi pecho susurró:
—¿De verdad sientes todo eso
por mí?
Poco a poco apartó su cara
para poder mirarme a los ojos. Esperaba mi respuesta. Era el momento y no podía
fallar. Hasta ahora le había ocultado mis sentimientos disfrazándolos de falsa
amistad por miedo, por cobardía en realidad. Así que ya nada había que perder,
ya lo había oído todo y sería patético dar marcha atrás ahora. Tomé fuerzas y
pronuncie las palabras lentamente.
—Así es preciosa.
Envolví su rostro con mis
manos, sequé sus lágrimas y esperé reacciones. Ella sonrió, hizo lo propio con
mi cara y aproximó sus labios a mi boca. ¡Iba a besarme!
Y sucedió. Tras el primer
beso, dulce, prolongado y merecido, siguieron otros de menor duración pero de
mayor intensidad. Y otros muchos más apasionados que nos llevaron en volandas
para el interior de la casa rural. No era momento de dar más explicaciones. La
pasión ganó la batalla de los besos a la ternura, al cariño y la amistad por
goleada, y a partir de entonces decidimos devorarnos el uno al otro sin
compasión. Llevábamos muchos años deseando que llegase este momento, yo cada
día y Raquel en su subconsciente.
Tras nuestra entrada
triunfal corrimos los cerrojos de la puerta principal y nos entregamos a la
pasión. Al cabo de un rato indeterminado, mientras ambos disfrutábamos uno del
otro, descansando de las dos primeras arremetidas, llamaron a la puerta. Raquel
ni se inmutó, recogió varias pertenencias de Carlos de la habitación principal
en la que permanecíamos tumbados en la cama, embobados, sin parar de
acariciarnos y sin poder apartar la vista de nuestros ojos; abrió la ventana y
las arrojó al vacío. Sólo pronunció una frase a la par que cerraba los portones
exteriores y la ventana.
—Esta vez, ten algo más de
estilo y llama a un taxi. ¡Mi chico ya no es tu chófer!
Carlos recogió su ropa de los
alrededores y a trompicones comenzó a vestirse, a la par que gritaba:
—¡Pero si aquí no hay
cobertura!
No le sirvió de mucho, de
nada en realidad. Nosotros para entonces ya estábamos enfrascados en otro
arreón de deseo, de los muchos que se prolongaron durante todo el puente.
Mientras, en el exterior la lluvia arreciaba de nuevo, y el príncipe de los
pedales caminó bajo la lluvia hasta el pueblo más cercano, donde consiguió
contactar con un taxi que lo devolviera a su acomodada y falsa vida de pareja
en la gran ciudad.
Todavía recuerdo estos
momentos cuando cada año por estas fechas venimos los cuatro a disfrutar del
puente de Semana Santa en nuestra casita rural. Los niños juegan por los
alrededores sin peligro y en plena naturaleza y nosotros, como aquel día
imaginé, nos sentamos en la antigua bancada de madera y piedra a contemplar el
ocaso. Juntos, unidos, felices… para siempre.
David Garcés Zalaya
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