martes, 21 de enero de 2020

AMOR KM. 0: PANORAMA MANCHEGO CON VISTAS (CRISTINA AGUAS MARCO)

El martes es día de lectura obligatoria en nuestro blog, por eso os traigo con cierta periodicidad los textos que componen AMOR KM.0, nuestra última antología colectiva perteneciente a la Colección Cupido de Zarracatalla. Una obra coral que nos muestra lo diferente que podemos llegar a entender los humanos qué es esto tan irracional que dicta el corazón.
En esta ocasión vamos a disfrutar de un relato de Cristina Aguas Marco (Zaragoza) titulado Panorama manchego con vistas. En la edición impresa, al igual que aquí, viene acompañado por una ilustración de Susana Forcada (Pedrola - Zaragoza) e introducidos por la Esencia del mismo que ha extraído Mª Belén Mateos Galán y la Frase de cabecera de su propia elección. Espero que lo disfrutéis.












Hay viajes que se hacen en el tiempo, cuando los sueños te muestran lo que la vida no se deja, cuando tu horizonte se cruza con su paisaje y brilla un laurel en el jardín de un lugar en la Mancha…


“—Te acompañaré, no vayas a encontrarte con el fantasma de don Íñigo por los pasillos.
No le faltaba razón. El cura sonrió pero lo que la pareja no vio es que también sonrió la señora del cuadro del rellano a su paso, dejando a la vista un destello de nácar que brilló bajo la luz de un foco”


PANORAMA MANCHEGO CON VISTAS
Cristina Aguas Marco





Susana Forcada
Pedrola (Zaragoza)




PANORAMA MANCHEGO CON VISTAS

Tenía Aldonza el pelo rojizo, unos hermosos ojos verdes y unas manos de traslucida piel que dejaban ver abundantes venas azuladas. Era una muchacha alta pero menos que su hermana menor Luscinda, con la que se llevaba casi tres años. Juntas vivían en un piso alquilado a medias en la margen izquierda. Puesta a compartir, debido a sus diferentes estaturas, ocasionalmente le prestaba alguna camiseta y poco más, nunca pantalones, faldas o vestidos, pero lo que era intocable realmente eran sus sombreros. Llevaba siempre el cabello adornado. Diademas, prendedores, pañuelos, tocados a veces imposibles y lazadas artificiosas ocupaban un lugar preferente en su armario y en su vida. ¡Si alguno de ellos contase su historia! Por ejemplo una cinta color hollejo de garnacha con dos diminutas margaritas que colocaba estratégicamente sobre una u otra oreja según el humor del día, y que tenía en gran estima. Estuvo preparando unas oposiciones al ayuntamiento, pero el curso de los acontecimientos políticos había dejado la plaza en suspenso, y se propuso un año de asueto, por donde la aventura llevase. El dedo sobre el mapa señaló al azar un pueblo manchego. Con veinticinco años se lo podía permitir y para allí marchó.
El tren debía salir poco después de las diez de la noche. Faltaba casi media hora. Viajaría con la luna y el sol le recibiría al día siguiente en Villanueva de los Infantes. El reloj de la sala estaba parado a las 11:22. Sacó un paquete de galletas de chocolate de una máquina, más por distracción que por hambre. En los baños un intenso ambientador de naranja mezclado con olor acre inducía al mareo. No llegó a saber nunca si la mezcla de estos efluvios le produjo alucinaciones, o si las delicias de cacao estaban tan caducadas como la hora, el caso es que, coincidiendo con el correr del pestillo del compartimiento, se escuchó un fuerte ruido de agua como si desde peñas cayese, un estruendo de hierros y cadenas, sopló un insidioso viento y se produjo una brusca bajada de la temperatura. El temor se apoderó de ella. No se atrevía a salir. Esperó un minuto, que se le antojó eterno, pero la curiosidad pudo más, y cuando se hizo el silencio, entreabrió la portezuela.
Su rostro en el espejo estaba orlado de unas nubes lechosas que al poco se desvanecieron, como si un aspirador las succionase desde la parte posterior.  Salió al andén. Montó en el tren con destino al sur. Cuando su agitado corazón se calmó, cayó en la cuenta de que había abandonado el baño sin haber hecho uso de él.
El hotel era pequeño pero con encanto. Siempre sentía una extraña curiosidad y a la vez respeto cuando iba el primer día con las maletas por los pasillos. Las puertas cerradas y el silencio hacían volar su imaginación, y jugaba a adivinar cómo serían los huéspedes, que invariablemente pensaba que le observaban a través de mirillas invisibles. Su habitación estaba en la segunda planta, la 237. Se refrescó la cara. La toalla no era muy suave, pero en cambio su olor familiar le reconfortó. Se asomó a la ventana. Abajo había un patio con dos mesas, ocho sillas, un banco de madera y un pozo. La sombra la ponía un enorme laurel (de su especie se enteró más tarde, en parte porque la botánica no era lo suyo y porque estaba lo suficientemente lejano como para no distinguir desde allí sus hojas). Una de las mesas estaba ocupada por dos ancianas. Volvió adentro. Encendió el televisor. Cambió de canales parando en los territoriales, donde lugares y personas desconocidos le aburrieron al poco, y optó por salir a pasear.
Eligió una calle que partía de la plaza porticada. Compró una libreta y un par de bolis, azul y negro, para alimentar el apartado de su bolso repleto de notas sobre cosas que no quería olvidar. Un tañido de campanas y el ruido del hambre le devolvieron al hotel.
En el comedor se sentó en un lateral cerca de los ventanales. En la mesa de enfrente, un sexagenario tomaba notas entre plato y plato en una libreta; en la de su izquierda había una familia de cuatro y en la contigua a mano derecha, las señoras que antes había visto en el patio. En el resto de mesas había: tres trabajadores de la construcción, lo que se deducía por la ropa de faena, la sonrisa y el casco de uno de ellos en una bolsa; dos señores con maletines; y en una más grande, once personas de edades diferentes. La camarera tenía una expresión risueña, aunque su cara ancha y vulgar no le hacía parecer precisamente guapa. Tomó nota de la comanda y se marchó con un trote un poco singular, pues meneaba mucho los hombros al caminar. La comida fue suculenta y agradable.
A los postres Aldonza escuchó un sonido que parecía venir del ventilador del techo. Era como el viento en las velas de un barco, pero no el silbido del aire, sino el batir de las lonas al ser azotadas, no era eso, no exactamente, lo que se escuchaba era el sonido de las aspas de un molino cuando estás tan cerca que te despeinan al pasar.  Miró hacia allí. Nadie excepto ella y el anciano apuntador parecían oír nada. Este alternó su mirada desde el techo hacia ella y luego de nuevo al artefacto. El murmullo del comedor quedó atenuado para ellos. Después se oyó un grito que no acertó a entender totalmente, algo así como no sé qué viles criaturas. El susto le hizo soltar la cucharilla sobre el plato. Un joven moreno y guapetón de la mesa grande hizo el mismo gesto también. Después, se rompió el encantamiento y volvió la normalidad.
Ella abandonó el comedor y entró en el ascensor con las dos ancianas y el señor de la mesa enfrentada. Iban todos a la misma planta. Las señoras hablaron.
—Nosotras tenemos una habitación con vistas, ¿y tú? —dijo una.
—La mía da al jardín —contestó Aldonza.
—La nuestra a la plaza —explicó orgullosa la otra.
El señor seguía callado. Salieron del ascensor. Ellas, las hermanas Álvarez, tenían en efecto una habitación frente a la suya, pero dos puertas antes, era la 232. Se despidieron. Aldonza llegó a la altura de la suya. El caballero continuó por el pasillo y aprovechó que se habían quedado solos para entregarle su tarjeta de visita: Paulino Pérez, sacerdote.
—¿También lo has oído, no? —preguntó.
—¿Cómo dice? —repuso Aldonza.
—Los molinos en el comedor, muchacha, y el grito.
—Si —musitó la joven. Le estaban pasando cosas tan raras aquel día que le costaba asimilarlas. Meditó las palabras siguientes—. Me parece que un chico también lo ha oído, pero no estoy segura.
—Son una compañía de teatro que van de gira por los pueblos en fiestas.
—Ajá… –asintió como coletilla por no saber qué más añadir. Optó por presentarse.
Paulino Pérez siguió hablando. Le contó que estaba estudiando las tradiciones de la zona y llevaba unos meses por la comarca. Aldonza le dijo escuetamente que era una turista sin calendario ni reloj y que era zaragozana.
—¡Curioso, bien curioso! —dijo entre dientes el cura mientras la dejaba ahí plantada, sin más y abría la puerta de su habitación, que era la contigua a la suya, la 239.
El día transcurrió monótono pero apacible. En el jardín alguien jugaba a las cartas. Salió a pasear a eso de las seis cuando el sol ya no calentaba tanto. Compró un helado, pero luego tuvo sed, y en una terraza, con un refresco, hojeó varios folletos de la oficina de turismo. En la cena, los comensales eran los mismos, y en idénticos lugares, excepto los vendedores con maletín, que no estaban. El grupo de cómicos bromeaban mientras tomaban asiento. Su mirada se cruzó con la del joven del mediodía. Después de cenar Aldonza salió al jardín y se encontró con él en el banco. Tras darse las buenas noches, se produjo un incómodo silencio.
—No hace mala noche —dijo ella. Al instante se sintió estúpida por haber roto el hielo de una forma tan banal.
—Sí, estos días de atrás hacía más calor, por lo menos hoy no hace viento —le miró con toda intención recalcando estas últimas palabras. Ambos se miraron intensamente—. Me llamo Alonso.
—Yo Aldonza.
—¿De verdad? Bonito nombre, muy apropiado para visitar La Mancha.
—Mis padres alucinaban con El Quijote —explicó.
—Es evidente, aunque no creo que te parezcas mucho a ella.
—¿A mi madre?
—No —respondió divertido—, a Dulcinea.
—Tú tampoco te pareces al Caballero de la Triste Figura.
—En mi caso no es por él, sino por parte de abuelo.
La luz de un farol parecía encender los rizos de Aldonza. El pelo de Alonso en cambio resultaba más oscuro ahora que bajo los focos del comedor. Las estrellas brillaban, la luna  brillaba y los ojos de ambos brillaban.
En ese momento el padre Paulino apareció en el jardín, y justo entonces la cuerda del pozo se soltó. El cubo cayó con estrépito, sin ruido de agua porque era meramente decorativo y su uso debió de haberse abandonado hace tiempo. El cura empezó un parlamento.
—¡Curioso, muy curioso! Las piezas van encajando. Se han desencadenado los acontecimientos coincidiendo con… Sí, eso es… —y continuó hablando solo. Caminó hacia el pozo y se apoyó en el brocal. Los jóvenes se miraron con curiosidad y extrañeza. Volvió la vista hacia lo alto y emitió una sentencia—. Este laurel está enfermo, no verá muchos inviernos más.
—¡Ah! —emitió Aldonza, monosílaba ella de nuevo, con una extraña mezcla de aparente desinterés y curiosidad. “Este hombre está resultando muy raro, ¿a qué viene ahora lo del árbol?”. 
—Es un árbol centenario, el último de los plantados por don Íñigo Palacios, un indiano que ganó fama y buenos dineros en Cuba y que a su vuelta hizo abundante ostentación por toda la provincia. También sufragó las obras de un hospital para pobres. Su mujer murió a los tres años de regresar, y en la casa quedaron él y el servicio, entre ellos un negro enjuto de rostro y menudo, que, dicen las malas lenguas, deambulaba en caribeños atuendos por el jardín las noches de luna llena. Un buen día don Íñigo desapareció y sólo dejó una nota en la que anunciaba que volvería. Su fortuna no se sabe si partió con él o fue abandonada, al igual que la casa.
—¿Dónde está? —preguntó Aldonza—. ¿Se puede visitar?
—Por la calle de la iglesia. Hay que girar en la fuente y seguir todo recto a mano izquierda —dijo él saliendo de su ensimismamiento—. La finca se llama Villa Oriana. Aún permanece en pie, pero hecha un desastre. Los rosales que plantó su mujer siguen brotando, pero nadie se atreve a coger sus flores.
—Podemos ir a verla mañana —dijo Alonso preguntándole a ella—. ¿Qué te parece?
—¡Buena idea! ¿A qué hora?
—¿Después del desayuno? Mañana tenemos función de tarde y noche.
—Ya he visto los carteles por el pueblo —apuntó la muchacha—. ¿Cuál es tu personaje?
—No soy actor, soy el técnico de sonido.
Aún permanecieron un rato disfrutando del frescor del patio. Aldonza fue la primera en levantarse. Alonso se incorporó y le dijo:
—Te acompañaré, no vayas a encontrarte con el fantasma de don Íñigo por los pasillos.
No le faltaba razón. El cura sonrió pero lo que la pareja no vio es que también sonrió la señora del cuadro del rellano a su paso, dejando a la vista un destello de nácar que brilló bajo la luz de un foco.
Era una casa vetusta e imponente. Era una casa solitaria y triste. Era una casa que no parecía haber sido nunca un hogar. Era fría, lúgubre y tenebrosa a pesar del sol matutino. Parecía un panteón. El jardín no era tal. Se intuían lo que antaño fueron caminos empedrados engullidos ahora por la maraña de malas hierbas. Como estaba abierta no dudaron en entrar. Polvo y animalias varias, vivas y muertas, adornaban el recibidor. A la planta superior no se atrevieron a subir. Miraron un poco los huecos que partían desde esa misma estancia. En una habitación había marcas inequívocas en la pared de que allí hubo una biblioteca, con grandes ventanales sin cristales, una chimenea y una pequeña puerta con dintel en arco. Fueron hacia allí. Era un recinto de unos diez metros cuadrados, con un rosetón que, a diferencia del resto de miradores, todavía conservaba algún vidrio de colores. En el centro de la estancia sólo había una estatua de un caballo, grande para ser un juguete de niño, pero no tanto como para considerarla a tamaño natural. En una placa del pedestal se leía: Clavileño. Se asomaron por la cristalera. Era gratificante ver el pueblo bañado por el sol. A lo lejos distinguieron el hotel y su majestuoso árbol.
—Vámonos ya —pidió ella.
—Espera, parece cosa de críos, pero me quiero montar en el caballo. ¿Nos hacemos una foto?
Entre risas y ¡ay que resbalo! ¡ay que me caigo! tomaron una instantánea. Al verla siguieron riendo por la cara de sandíos que ambos tenían, pero entonces se dieron cuenta que un objeto, en el que no habían reparado, aparecía detrás de ellos colgado en la pared. Era una llave. Alonso la cogió y bromeó con ella.
—¡Mira que si es del caballo! —dijo él.
—¡Sí, claro!, esperando a que la encontremos nosotros.
—¡Quién sabe! —dijo Alonso palpando con ademanes exagerados toda la superficie del equino superviviente— Yo creo más bien que es de un arcón donde está el tesoro de Íñigo Palacios.
—¡Qué tontería! Ya hemos curioseado bastante. ¡Vámonos!.
Bajando por la cuesta se encontraron con el padre Paulino. La joven le dijo que habían encontrado a Clavileño.
—Sí, la habitación del caballo como la llaman los chicos del pueblo.
No le dijeron nada de la llave que Aldonza, ni que decir tiene, había robado del lugar. Regresaron al hotel. El ansia encendida por la emoción hizo que se besasen en el ascensor.
—Las once y veintidós —se escuchó desde el pasillo a Anunciación Álvarez contestar a su hermana— ¿Bajamos a dar una vuelta por la plaza?
El deseo prendido por la urgencia hizo que se besasen de nuevo con más ímpetu antes de entrar en la habitación. El cartel 237 se le antojó un espía silencioso. Aldonza metió la mano en el bolso buscando la llave, y a tientas, sin retirar los labios y los ojos de Alonso, sacó por error la que habían rescatado de Villa Oriana. La colocó en la cerradura y ésta giró a la perfección, lo que no le hizo notar la confusión. Cuando la puerta cedió, una bruma lechosa envolvió la estancia. El tiempo se difuminó engarzándose en una espiral con el espacio. Ambos conceptos se hicieron uno y se disolvieron en el azul cobalto de un vagón que huyó cabalgando vertiginosamente del lugar hasta una tierra y un momento del pasado.
Era una clara mañana de primavera. Aldonza se levantó sin terminar de estar en este mundo. Mirando la Basílica del Pilar desde la ventana, mordisqueó una galleta rellena de chocolate, más por distracción que por hambre. Bajó la vista hacia una hoja en blanco que le gritaba la inutilidad de ser emborronada. Cuando su hermana apareció en la cocina, ella salió de forma apresurada a preparar una maleta.  
—¿Dónde vas? —le preguntó Luscinda.
Aldonza completó en último momento el equipaje con su sombrero favorito, un par de pañuelos y su cinta púrpura de la suerte con margaritas sin deshojar, y le contestó desde la puerta:
—En busca de un sueño, a un lugar de La Mancha cuyo nombre he recordado esta noche.
Cuando llegó a Villanueva de los Infantes todo le resultó familiar, pero con matices. El dueño del hotel Oriana le recibió con una amplia sonrisa. Una vez hecha la reserva, él se presentó. Se llamaba Íñigo. A continuación requirió la presencia de Domingo, un hombrecillo que se secó el sudor que perlaba su oscura frente antes de ir a coger la maleta. Ella, que no estaba acostumbrada a estas servidumbres, no permitió que la llevase, pues era ligera, pero le siguió obediente, no perdiendo el más mínimo detalle del panorama que se abría ante sus ojos. La habitación asignada era la 237. En el patio había un cocotero, una piedra de molino apoyada en una pared y una fuente. En la habitación contigua se escuchaban las voces de dos hombres.
—No me convence, Alonso. Si el corte dura esos dos minutos, o Julieta cruza el escenario a paso de tortuga o se pone a gesticular sin sentido para rellenar.
—Vale. Meto intro antes de que salga a escena, y cuando esté junto al balcón, pongo el efecto de pasos acercándose. 
—Bien. Probamos esta tarde.
—Chico, la verdad que no entiendo este cambio. Se va a enfadar por no haberle avisado.
 —Yo me encargo. Es que este pueblo tiene algo, no sé, se me ocurrió anoche.
 —Tú mismo. Si no nos pagan, a mí no me digas nada. ¿Bajamos a comer? Después me pongo con ello.
—Enseguida voy, me espero a que se cargue un poco el móvil, que tengo seca la batería.  
La puertas de la 237 y de la 239 se abrieron simultáneamente. En el pasillo se encontraron cuatro ojos sumidos en un encantamiento. La estatua de un regordete chavalín armado con un arco estaba a pocos pasos de ellos. La punta de una de las flechas en el carcaj relucía. Los inexpresivos ojos de alabastro se tornaron en la mirada del mismísimo Frestón, dando lugar a una conjunción de lo más peligrosa. El joven, que era tal como lo había imaginado, sintió que el corazón le daba una voltereta. Ella, que había causado esa primera impresión de impacto, notó que el suyo daba un triple salto mortal.
Aldonza apostó y las evidencias le estaban confirmando que no se había equivocado. Comprendió que el amor llamó a sus sueños con mayúsculas. Era una cosa tan fantástica, que no podía permitir que su minúscula historia perdiese el racor. Sus notas durante el camino le ayudarían si se perdía.


Cristina Aguas Marco
Zaragoza









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