sábado, 21 de febrero de 2015

Colección Cupido 2015. Ada. Maxi Jarque Blasco.

Hoy os traemos un relato fantástico, fraguado en la cabeza de Maxi Jarque Blasco, un nuevo "zarracatallero" que nos trae un relato precioso localizado en su querida Valencia. Como veis la expansión del blog por todos los rincones de internet es un hecho, y si la semana pasada nos llegaba desde Murcia, hoy es Valencia la que descubriremos en los ojos del protagonista de "Ada", nuestro relato de hoy. Os dejo con él. Espero que os guste.

Besetes a tod@s. Nos leemos.


ADA

Ada lee. Todavía no sé ni su nombre, ni le puedo ver esos dulces dientes desordenados cuando sonríe, ni conozco el lunar de su ombligo, ni el sabor de sus besos. Ahora mismo solo es una chica con un libro en la mano, concentrada en su lectura. Mientras, yo escribo en la mesa de al lado, o hago como que escribo, o pienso en lo que quiero escribir, o, más bien, me entretengo mirándola con disimulo. Intento averiguar qué lee con tanta atención. Y después de varios intentos fallidos, en el que temo que nuestros ojos se encuentren y me descubra, por fin, alcanzo a ver el título: “Lewis Carroll y Franz Kafka. Dos poéticas de la sinrazón”, de Ventura Galiano. Qué curioso, yo estuve en la presentación de ese ensayo. Posiblemente coincidimos los dos en aquel acto, en Wayco, en aquel BiblioCafé de la calle Gobernador Viejo. Pero aquel día no la vi, si la hubiese visto la habría reconocido ahora. No sé, igual no estuvo, es difícil saberlo, asistió mucha gente y yo soy muy despistado. Recuerdo que se agotaron todos los ejemplares y tuve que reservar uno. Y mientras estoy ensimismado rememorando aquel día, de súbito, suena el móvil que tiene sobre la mesa, lo tiene bien cerca, como si estuviese esperando una llamada. Contesta y, sin dejar de hablar, rebusca en su bolso. Entonces saca una cartera y un paquete de cigarrillos. Se levanta, habla con la camarera y paga. Y la veo pasar junto a mí, en dirección a la salida. Su imagen se desvanece tras cruzar la puerta. Esa tarde ya no vuelvo a escribir más.
Tardaré cerca de un mes en volver a verla.
Cada viernes por la tarde viajo a la capital. Mi tren de cercanías para en la Estación del Norte. Y desde allí comienzo mi recorrido a pie por calles con nombres de antiguas colonias (Filipinas, Puerto Rico, Cuba), de ciudades (Buenos Aires, Cádiz, Sevilla), de pueblos (Sueca, Denia), incluso de literatos (Azorín). Vago por cafeterías-librerías de Ruzafa. Siempre con mi libro de hojas en blanco, cuya portada es un sendero que el paso continuado de peregrinos ha pelado de una hierba que sí aparece a ambos lados del camino, y cuyo título reza “Persigue tus sueños”. También llevo un par de bolígrafos bien provistos de tinta (dos por si uno se pone perezoso y le da por holgazanear). En cada hoja escribo una historia, o un capítulo de algo que no sé si tendrá continuidad, o una reflexión, o una idea. Y mientras lo hago, tomo cualquier tipo de infusión o alguna bebida con poca graduación alcohólica, según me dé. Pero, desde que vi a Ada, ya no sé si vago para escribir o quizá solo es una excusa para encontrarla.
He entrado en el Cosecha roja. Acaban de trasladarse, antes la librería estaba en otra calle del barrio. Las tres únicas sillas están ocupadas por el dueño y un par de amigos. Hay un par de estanterías y una mesa llena de tercios vacíos. Y no es difícil adivinar quiénes se han bebido todas esas botellas. Para hacer honor al nombre del local, abriría mi libro por la siguiente hoja en blanco e intentaría escribir un relato negro, con un personaje tan atractivo como el de Nick Corey, pero yo no soy Jim Thompson, ni sé cómo cuidar de 1280 almas. Me tendría que conformar con mi Teniente Mono, un policía a punto de jubilarse, con ese vicio de echarse al coleto una copa de ginebra en ayunas, personándose en el lugar del crimen y descubriendo una ficha de dominó en la boca de un muerto. Pero allí uno no se puede sentar, por mucho que me anime el dueño. Aquello tiene toda la pinta de una obra inacabada, como si el traslado todavía no hubiese finalizado. Es por lo que opto por despedirme, no sin antes comentar que tengo la intención de pasarme por allí para la entrega del premio de Novela Negra que organiza la librería.
La primera ola de frío de este invierno ya ha pasado. Aquí nunca nieva, por mucho que circulen por el whatsapp fotos falsas de la ciudad nevada, si quieres ver nieve tienes que echar un vistazo a los telediarios y esperar a la sección del tiempo, hasta que aparezca en la pantalla esas estampas navideñas de los pueblos del Norte. O escaparse a las estaciones de Javalambre o Valdelinares. Aquí tenemos esta maldita humedad que hace que el frío te cale los huesos. Hoy ni siquiera llueve como ayer. Hace sol y la temperatura ha aumentado. A no ser que venga otra ola de frío, parece que la primavera comenzará pronto a abrirse paso. Y en quince días la ciudad volverá a oler a pólvora.
He salido de la librería y hay mucha gente paseando. El barrio bulle. Me he cruzado con una pareja que llevaba dos galgos vestidos con un abrigo acolchado. Van más elegantes que yo. Vaya, dueños modernos, perros aristócratas. Al entrar en el Ubik Café pienso que debería escribir algún relato de ciencia ficción, por un respeto a Philip K. Dick, pero sería más fácil para mí soñar con ovejas eléctricas que construir una historia fantástica. Sentado ya en la mesa, y tras pedir una cerveza, se me ocurre un argumento: una pareja discute sobre la conveniencia o no de regalarle a su hijo preadolescente un selector de sueños, que es lo que pide éste para su cumpleaños. El matrimonio calibra los pros y los contras. Él dice que ya tiene edad para tener el selector y que seguro que es el único de su clase que no lo tiene, ella replica que es demasiado fácil bajarse de Internet ilegalmente sueños pornográficos… Le doy vueltas a la idea y no reparo en ella. La tengo enfrente y me cuesta reconocerla, pero allí está. Entonces, noto una algarabía de mariposas en mi estómago. Ada lee, siempre lee. Y esta vez no voy a jugar a tratar de adivinar qué libro la tiene tan absorta. Ni voy a arriesgarme a que, inopinadamente, escape dejando en su huida una estela de desolación en mi ánimo como la primera vez. Me levanto como un resorte, me acerco a su mesa y sin preámbulos ni presentaciones le pregunto a bocajarro que qué lee. Ella levanta la vista con curiosidad ante mi ímpetu y me dice que “Alas” de Guadalupe Royán. Entonces le preguntó por el género. Ella me responde que son relatos en principio independientes, pero que unidos forman una historia, y que cuenta la vida desde la infancia de Alicia, la protagonista, su obsesión por todas las cosas que tengan alas y de su deseo por encima de todo de echar a volar. Ya lanzado le digo que si no se llamará Alicia. No, mi nombre es Ada, me responde. Entonces me presento. El mío es Basi, de Basilio y, anticipándome, le explico que no,  que no es por mi padre ni por mi abuelo, ni por un tío que murió en la guerra, solo es que nací el dos de enero. En mi tierra tenían esa costumbre, bautizarte con el nombre del santo del día de tu nacimiento, le explico. Ella me ha dado permiso para sentarme cuando se lo he pedido, y ya en la silla me pregunta que qué es esa libreta que llevo, y le contesto que es para escribir. Y le cuento mi proyecto, lo de ir de bar en bar llenando las páginas en blanco con todo lo que se me ocurre. Ella ríe y me dice que acabaré borracho. Y entonces veo por primera vez sus dientes desordenados, y le revelo que a veces sí y, que cuando repaso al día siguiente lo que he escrito por la tarde, no sé si algunos giros en mis historias han sido influenciados por el efecto del alcohol. Le confieso que no es la primera que la veo. Y que me choca que le guste leer en los bares, ella me contesta que no le gusta el silencio de las bibliotecas, y que no le cuesta concentrarse con gente alrededor, además, dice que yo soy igual, porque, al fin y al cabo, tampoco es normal que escriba en sitios públicos, que los escritores necesitan un espacio tranquilo para crear. Le pregunto si ella escribe también, y me ha dicho que solo lee, que piensa que hay que estar dotada para la escritura. Le replico que lo difícil es vivir de la escritura, que escribir no es tan difícil, que es como un oficio. Sí, pero a mí me aterra la página en blanco, me confiesa. Y me pregunta cómo resuelvo yo esa situación. Le digo que hay trucos para poner a volar la imaginación. Que hay ejercicios para activarla, como por ejemplo coger unas cuantas palabras al azar y con ellas hacer un pequeño relato. Le animo a que me diga cinco o seis palabras para demostrarle mi destreza. Ella acepta, piensa un instante y comienza a enumerar: garba, tozolón, arguellarse, guizque y zarracatalla. Se me ponen los ojos como platos. Le pregunto de dónde es y me contesta que de un pueblo de Zaragoza y se echa a reír. Le digo que soy incapaz de escribir algo si no sé el significado de las palabras. Ella sigue riendo. Entonces, me pica el orgullo y le digo: “Había una vez una zarracatalla que se hartó de guizques y tozolones hasta arguellarse de garba.” Ahora ya no ríe, llora de la risa, y me contagia. Dice que es una frase sin sentido. Y le replico que me da igual, que también el absurdo puede ser literatura. Miro el reloj y son cerca de las siete.
Le he dicho a Ada que si le apetecía ir a la Bartleby, que presentaban un documental de Doctor Divago. Y me ha dicho que sí, que me acompañaba. Y juntos hemos salido del Ubik y nos hemos ido para allá. Ya dentro, nos hemos pedido unos quintos. He saludado a Manolo Bertrán, que es el líder de la banda, y hemos hablado de los próximos conciertos, y de los fastos de sus bodas de plata encima de los escenarios. En junio tocarán en 16 Toneladas, me comenta. Mientras, Ada se entretiene en un estante. Hojea “El paraíso perdido” de Milton y “La tierra baldía” de T.S. Elliot. Han preparado unas sillas para los asistentes. Ada y yo hemos visto un sofá rojo que estaba a la entrada de la librería y no nos lo hemos pensado, y nos hemos sentado bien juntos. Ha empezado la proyección. La película desgrana la trayectoria musical del grupo. Veinticinco años de honestidad y mala suerte. Mendigando a los sellos discográficos para que les editasen sus trabajos. Un buen puñado de canciones, que han contado con el favor de la crítica, pero no de la industria. Y justo cuando han subrayado que muchas de las canciones no nos las podemos imaginar sin el toque de la armónica de Chumi, otro de los componentes de Divago, he besado a Ada. He buscado su boca por sorpresa y no he encontrado resistencia. Y de una máquina de escribir que hay en el escaparate de la entrada al local han salido volando pajaritas de papel. Y se han quedado prendidas de unos hilos como de pescar. Y las tenemos sobre nuestras cabezas, mientras nos besamos y abrazamos en el sofá rojo. Y no paramos hasta que acaba el documental, la gente aplaude y encienden las luces. Y salimos a la calle, y ya no se separan nuestras manos. Y nos acercamos al Slaughterhouse a comer algo, porque nos ha entrado hambre. Y lo encontramos cerrado (igual está de reformas). Acabamos comiendo un par de bocadillos en un pequeño bar. Seguimos hablando. Jugamos con nuestros pies bajo la mesa. De tan a gusto, hemos perdido la noción del tiempo. Sobre el mostrador hay un gran reloj que marca las once menos cinco. Mi último tren tiene la salida a las once.


He perdido mi tren, o lo he dejado perder, no lo sé. Ada me acompaña a la estación. Corremos cogidos de la mano. Llegamos solo para certificar que el andén está vacío. Me ha dicho que me vaya a dormir a su casa, que mañana será otro día, que avise a quien tenga que avisar. Pero a mí no me espera nadie y acepto su ofrecimiento. Y caminamos hacia su casa, por la calle Xátiva hasta la plaza de San Agustín. Y desde allí por la calle de San Vicente y, entrando por Santa Catalina, llegamos hasta la plaza Redonda. Porque Ada dice que no puede irse a dormir cada noche si antes no le da una vuelta a la plaza. Y le damos dos, porque me suelta de la mano y me dice que la pille. Y cuando lo hago, la abrazo y riendo nos vamos hacia La Lonja de la Seda. Ada vive alquilada en una calle estrecha, cerca de la Iglesia de los Santos Juanes, en un piso pequeño de un edificio viejo. Un cuadrado dividido en dos partes. Una de ellas la forman la cocina y un salón. La otra un cuarto de baño y una habitación con una cama separadas por un tabique. No hay puertas. Un muro divide las dos mitades de la vivienda. Desde el balcón se ve una casa derruida con un esqueleto de vigas de hierro y paredes llenas de grafitis. Hay libros por todas las partes: en una estantería, sobre las sillas, por el suelo. Y allí mismo va a parar nuestra ropa, prenda a prenda. Y desnudos nos metemos entre las sábanas, tapándonos con una manta.
Y no sé si en Valencia había unos amantes como nosotros, pero nos amamos con ferocidad, con un amor brusco y salvaje, y rodamos por el suelo entre abrazos y besos, como lo hacían aquellos amantes del poema de Vicent Andrés Estellés. Y caímos rendidos y nos dormimos fundidos en un abrazo.
A la mañana siguiente, Ada duerme. Y yo la despierto con pequeños besos en los párpados, en los lóbulos de las orejas, en el lunar de su ombligo. Se despereza y me abraza. Y hacemos el amor sin urgencias, como si quisiésemos que el tiempo quedase fijado en ese momento, como si todo se detuviese a nuestro alrededor y solo se oyese el roce de nuestros cuerpos, nuestros gemidos. Y al acabar llora, y sus lágrimas no resbalan por su cara, caen a plomo desde sus ojos, y dejan gotas saladas en las sábanas. Entonces, me agarra de la mano, y me guía hasta la ducha. Y allí nos enjabonamos y nos aclaramos bajo el agua.
Ada tira de mí. Me coge de la mano y me arrastra, y siento el dulce tacto de su piel. Serpenteamos por calles estrechas y buscamos la sombra para que el sol no roce el vuelo de su vestido blanco. Recorremos su barrio y vemos aquel bar donde se escribió aquella canción. Algunos pisos tienen abiertas las puertas de los balcones para que corra el aire y para exhibir su decoración vintage, que ahora está de moda. Y yo solo pienso en agarrarla por la cintura. Y nos perdemos por los puestos del Mercado Central, y nos dejamos seducir por el colorido de las frutas y las verduras, por los olores a calabaza asada y alcachofas, y nos dejamos envolver por el murmullo de la gente, los que van a hacer la compra, los que venden. Y miramos la claridad del día reflejada en la cúpula. Salimos otra vez a la calle y Ada enciende un cigarrillo y sonríe. Y fuma mientras paseamos nuestro cansancio, nuestra resaca de amor. Entramos en la Pilareta y pedimos unos vinos y unas clóchinas, y nos hacemos fotos. Reímos. Pero nuestro tiempo ya ha pasado. Y desandamos el camino de anoche, y nuestro transitar se hace pesado y triste. Y cuando llegamos a la estación, la abrazo fuerte para que Ada no recupere la hache, y la beso con fuerza. Y nuestras lenguas bailan en nuestras bocas. Y cuando llega mi tren y tengo que montar, y mis ojos se llenan de rocío, entonces, solo entonces, Ada ya no es Ada, es Hada y vuela lejos, y asomado por la ventanilla la veo desaparecer con su vestido blanco.
EPÍLOGO

Vine a la ciudad muchos días desde aquella mañana que vi por última vez a Ada. La llamé por teléfono pero me informaban de que ese número no existía. Tampoco encontré rastro en las redes sociales. La busqué por todos los locales de Ruzafa. Nadie la conocía, nadie sabía de ella. Fui a otros barrios: a Benimaclet, a la Xerea, a El Carme. Recorrí bares, librerías, pubs, y cualquier tipo de local donde habiten libros. Por supuesto, también me acerqué hasta su casa de la calle Sampedor, toqué el timbre y me dijeron que allí no vivía nadie con ese nombre. Un chico, que se llamaba Pau, me juró que aquel piso hacía mucho que lo tenía alquilado, y que vivía solo. Quise enloquecer. Cualquier intento de encontrarla fue en vano. Hace ya tiempo que no escribo, mi libro se quedó a medias. Más de la mitad de las páginas siguen en blanco. A veces pienso que todo fue un sueño, que nunca conocí a Ada, que no existió, que solo fue un personaje más de uno de mis relatos. En otras ocasiones, la veo sobre la mesa de un café, siempre con un libro en las manos, la oigo reír mientras beso el lunar junto a su ombligo, siento el gusto de sus besos, el olor de su piel. Quizá Ada era como Alicia, la protagonista de “Alas”, el libro que leía cuando nos conocimos, y como ella solamente pensaba en volar.

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