sábado, 6 de junio de 2015

Colección Cupido 2015. Clases de latín. Carlos Adé López.

Este sábado os traemos en Colección Cupido 2015 un relato breve pero intensísimo, ideado por Carlos Adé López. Desde Alagón esta mente inquieta atiborra de actividades las tranquilas horas de su jubilación con mil quehaceres y de su cabeza no paran de salir proyectos, relatos, lecturas, radio, actividad e inquietud como he dicho anteriormente. Ya tuvimos el placer de compartir líneas con él en la novela colectiva de 2015, TayTodos (15. El farol del Polaco), donde también nos asombró con su capacidad para subir la temperatura en determinadas ocasiones.
Reñido permanentemente con las tecnologías, es de agradecer el esfuerzo que ha hecho por partida doble en poco menos de un mes para hacernos llegar sus textos. Y es que la predisposición y su pasión por las letras suplen cualquier dificultad que pudiera encontrarse frente al mundo virtual.
Todos los martes dirige junto a su compañera Ana Beltrán una tertulia en Radio Alagón bajo el título "Entre amigos y amigas" en el que las personas de la localidad y el entorno son los protagonistas y nos cuentan su historia. Aquí os dejo el enlace a la pagina web de su programa Entre amigos y amigas

Muy prontito más noticias de la edición impresa...
Besetes a tod@s. Nos leemos.


CLASES DE LATÍN

La verdad es que en estos momentos siento mucho no haber aprendido latín, aunque sólo fuera para ponerme de cuando en cuando pedante, soltar una frase en latín con perfecta dicción y por supuesto sabiendo lo que digo, pero ya es tarde para lamentaciones. Con el número de años que fui a clases de latín a estas fechas tenía que ser uno de los mejores latinistas del mundo, pero desgraciadamente nunca pasé de rosa rosae.
A lo largo de los años tuve varios profesores, como es natural unos mejores que otros; tuve varios sacerdotes y varios exseminaristas, rebotados de cura que decíamos entonces, eran jóvenes que llevaban los estudios para sacerdotes muy adelantados y en cualquier época de vacaciones tuvieron la dicha o la desdicha, vaya usted a saber, de acercarse demasiado a una mujer, de notar su olor de hembra, de abismarse en sus ojos y, ¡ay!, perder la fe y quizás algo más.
Algunos de mis profesores tiraron la toalla conmigo y otros estuvieron a punto de estrangularme con ella, solo yo impertérrito repetía año tras año, curso tras curso. El catedrático, un cura de manteo y teja mas chulo que un ocho, ya me preguntaba por mi señora madre, y yo le devolvía el saludo aunque por mi interior pensase en su puta madre. El caso es que para mí los exámenes de latín eran algo cíclico como las estaciones: junio, septiembre, junio, septiembre, finales de primavera y finales de verano, y así hice quizás quinto de tercero de latín.
Ya no recuerdo todo de aquellos días de gloria, en que pude haber entrado en el libro Guinness de los récords; pero de todos los profesores de latín del que más grato recuerdo tengo es de José, aunque siendo sincero de quien me acuerdo es de su hermana Clara.
Por aquella época, yo tenía catorce o quince años, era un adolescente tardío, más bien un crío con sobrepeso, excesivamente gordo y muy tímido, uno de esos chicos a los que parece que en cualquier momento va a reventar el pantalón o la camisa.
Clara tenía diecisiete o dieciocho años, era una mujer hecha y derecha, según la gente que la conocía mayores que yo, estaba muy “güena”, mejor aún, “güenísima”. Llevaba el pelo largo, tenía la piel clara y una sonrisa agradable, unos ojos chispeantes y una boca de pastelería. A mí me sacaba la cabeza, o sea que mi mirada iba a la altura de dos pistolones muy bien puestos y muy tiesos que llevaba siempre muy ufana.
Salía de trabajar a las siete de la tarde, así que en su casa estaba a las siete y cinco y allí estaba yo esperándola. Su hermano no salía hasta las siete y media y tenía un rato para charlar con ella.
Cuando llegaba, me sonreía cariñosa:
—¿Qué tal Julito? ¿Cómo te ha ido hoy con Cicerón?
—Bueno, como siempre poco más o menos.
—O sea, nada de nada —decía ella.
Entraba en la habitación donde dábamos la clase y ocupaba mi sitio, siempre el mismo, sacaba los libros y Clara por detrás me decía.
—A ver, ¿cómo han ido hoy esas traducciones?
Se apoyaba en mis hombros, acercaba su cara a la mía, me rozaba con sus pechos... Y yo me sofocaba, estaba a punto de saltar, pero mi timidez podía más y siempre era muy modosito. Así, entre bromas y chanzas llegaba el hermano, entraba y me señalaba un trozo de texto para que lo fuese mirando, mientras él se lavaba y merendaba; pocos minutos después estaba conmigo, se sentaba en el fondo de la habitación y se ensimismaba en la corrección de los ejercicios del día anterior. Corregía con un lápiz de dos colores, rojo y azul, y los cuadernos de aquellos tiempos están todos inexorablemente con rayas de ambos colores, no había palabra que no tuviese que rectificar; luego me empezaba a explicar, donde estaba el sujeto, donde el verbo, donde el predicado, si era singular o plural y un largo etcétera de trampas que Cicerón me ponía continuamente. Yo me ponía las manos en la cabeza haciendo pantalla y me ensimismaba aparentemente en las explicaciones, pero no; en la habitación de enfrente había empezado una sesión más interesante. Clara se empezaba a desnudar al lado de la cama y frente al espejo, que yo veía perfectamente, mientras José seguía con Cicerón, con Catilina, con las Guerras Púnicas.
 Clara levantaba una pierna, la apoyaba en la silla, se subía la falda lentamente y se quitaba una media, la colgaba en el respaldo y miraba al espejo, ahora sé que brindándome el espectáculo, entonces inocente de mí pensaba que ella no lo sabía; luego la misma operación con la otra pierna; luego la blusa, si era abotonada se desabrochaba con parsimonia, uno, dos tres botones, se acariciaba un pecho, cuatro, mientras Cicerón clamaba por boca de José.
—¿Hasta cuando Catilina vas a estar abusando de la paciencia del Senado y del pueblo romano?
Cinco y seis, ¡fuera blusa! Solía llevar un sujetador blanco y aparecía unos segundos en pantalla, se quitaba la falda y se quedaba en braga y sujetador para mí, se giraba, se acariciaba, se doblaba para recoger los zapatos y yo no podía más. Mientras, al Senado habían llegado noticias preocupantes desde las Galias, donde Julio Cesar trataba de convencer a los naturales de que la Pax romano bajo el signo de las águilas imperiales era más interesante que su existencia en grupos tribales. ¡Fuera el sujetador! “Glub”. Los pechos de Clara eran blancos como la leche, perfectos y con un pezón oscuro que invitaba a chupar. A continuación tiraba de las bragas y sacaba primero una pierna, luego la otra, se acariciaba el pubis, se giraba para que viese bien su grupa, su cintura estrecha, sus caderas anchas, su espalda con el largo pelo; entonces volvía la puerta, total sesenta segundos de gloria, mientras Julio Cesar cabalgaba por toda Europa, aunque creo que lo que más le gustaba eran las Galias, porque hay que ver el tío las campañas que hizo allí.
Así pasaron muchos meses, hasta que un día José me dijo que me buscase otro profesor, porque cambiaba de trabajo y se iba a vivir a Zaragoza, creo que la tristeza me embargó.
—No te preocupes —dijo José—. Voy a hablar con el padre Bonete que es un gran latinista,
¡Y a mi que me importa el padre Bonete, yo lo que quiero seguir es viendo a Clara!
Ahora cuando paso por una habitación con la puerta abierta y se ve un espejo, siempre espero que allí se refleje mi inolvidable Clara.


Carlos Adé López



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