sábado, 20 de junio de 2015

Colección Cupido 2015. Nochevieja y desamor salpicados en un wok. Sara.

Hoy os traemos un nuevo relato perteneciente a Colección Cupido 2015. En esta ocasión es Sara, quien desde El Temple nos envía este relato que espero que os guste. De esta manera debuta con nosotros esta autora, a la que sinceramente esperamos tener en más ocasiones compartiendo líneas e ilusiones.
En cuanto a la edición impresa, deciros que ya casi está todo listo. Miércoles 24 presentaremos todos los detalles en una entrada especial, así que no os lo perdáis que prontito estaremos de celebración.
Besetes a tod@s. Nos leemos.



NOCHEVIEJA Y DESAMOR SALPICADOS EN UN WOK.

Mi cabeza bullía a mil por hora.
No podía creer que eso me estuviera pasando a mí. No daba crédito a lo que estaba sintiendo en ese instante, ni a lo que yo estaba haciendo en respuesta. Lo más parecido con mi realidad en ese momento era cualquier comparación con algún culebrón televisivo de esos que tanto detesto.

Mientras llenaba aquel plato de fresquísimas y variadas verduras, elegía una selección de bichos patilargos de procedencia marina y otros manjares exóticos, para que aquel japonés sudoroso que me observaba muy atentamente (y no era de extrañar pues la escena resultaba lamentable) pudiera cocinarlos, salpicándome él por fuera y la situación por dentro. Yo lloraba desconsolada y en silencio.
Con la mirada perdida en el chisporroteo y el tufillo y con el pensamiento haciendo cortocircuitos en mi cabeza, intentaba pensar en la respuesta mágica que diera solución a todo aquello. Quería un final feliz y lo quería ya. Lo necesitaba. No podía terminar el que había sido un durísimo año de “tira y afloja” en el terreno personal, de aquella manera. Me resistía. No me lo merecía, había dedicado mucho tiempo y esfuerzo a esta historia y quería que esto no estuviera ocurriendo.

“Cualquier situación es susceptible de empeorar”. Odio esa frase tan de moda, recurrente y socorrida para cualquier conversación superficial y sin embargo, ahora la estaba viendo anunciada en mi cabeza como un luminoso cartel de neón. Mi estado emocional y mi vida sentimental, evolucionaban vertiginosamente hacia el desastre. Y sí, la frase al final iba a ser buena y cargada de razón. Aún cuando uno cree que hay situaciones imposibles de empeorar, mi experiencia dice que se puede. Ahora, desde la distancia y la calma que da el paso del tiempo, puedo recordarlo con cierto humor, pero en aquel momento quería desaparecer hasta de mí misma. Me encontraba agitadísima de mente y alma y paralizada de movimiento y palabra. No sabía que hacer.
Desde luego aquella nochevieja, tal y como lo había deseado pero por diferentes motivos, sería sin duda una de las que recordaría durante toda mi vida. Ja, ja, ja. Hay que tener humor y ser positivo, ¡al menos por una vez mis deseos se habían cumplido!

Quería serenarme, que todo fuera un error, la visualización de una escena de una película ó quizás un sueño… ó simple y egoístamente algo que les pasa a otros… Pero no, me estaba pasando a mí, en aquel fin de año, en aquella escapada amorosa, en aquel viaje deseado y planificado a una de las más hermosas ciudades del norte de España.
Y allí estaba yo, en el Wok de aquel restaurante japonés, y a pesar de que mi corazón había adquirido una velocidad de latido muy por encima de lo recomendable, a pesar de que mi cuerpo se movía por inercia, tenía que volver al maldito asiento de mi mesa en el que hacía un rato, había descubierto a medias, lo que intuía un horrible secreto que me había dejado ojiplática, sin aliento y sin habla. No podía demorarme mucho más, ni presentarme con esos ojos hinchados que delataban mi estado, sin un motivo ó excusa convincente, ya que por el momento no pensaba desvelar el real. No quería precipitarme hasta conocer todos los datos que me faltaban. Tenía que idear  un plan más que eficaz en un tiempo record. El inesperado plan “A” era un asco y tenía que regresar con un mejor trazado plan B, además de con una sonrisa y una conversación fluida que indicasen una normalidad, que desde luego no podía expresar ni de lejos.

Recogí mi plato lleno de esos humeantes alimentos al dente de diversos colores y apetitosos aromas y di media vuelta en dirección a mi mesa. ¿Dónde estaba la mampara de cristal que separa esa cocina espectáculo de su público? Mi vestido parecía un dibujo hecho por mis sobrinos preescolares. «¡¡¡Mierda!!!», dije para mis adentros. «Todo tiene que pasarme a mí», lamenté entre dientes. Me sentía salpicada, manchada, e invadida. Por fuera con la grasa de aquella innovadora forma de cocinar y por dentro con ese ácido desamor que me estaba carcomiendo. De pronto sonreí pensando en que quizás aquella muestra de dudoso arte vertido sobre mí, me sirviera como excusa para justificar mi cara desencajada, por si no lograba encontrar un pretexto en los veinte segundos que me separaban de mi futura expareja.

No fui muy original porque el tiempo jugaba en mi contra y volví a mi sitio fingiendo un falso dolor de cabeza que me dio un breve margen de tiempo para intentar pensar en esa solución que se negaba a llegar a mí, y continué con la farsa.
Por suerte, una inoportuna y predecible llamada de teléfono por unos asuntos concernientes a su trabajo pendientes de resolver, me proporcionó un poco más de tiempo, al menos para “rechuperretearme” los dedos a mis anchas sin tener que fingir una conversación coherente y procurando centrarme. Mientras intenté ordenar los datos y los hechos, que revoloteaban atropelladamente por mi cabeza como si estuvieran en una montaña rusa.
Después de un largo rato al teléfono resolviendo esas cuestiones laborales, mi acompañante, no sabría decir si de viaje, en la vida ó en el asesinato inminente de esa “nuestra relación” hasta el momento, hizo un gesto que indicaba que con cierta urgencia tenía que ir al escusado, circunstancia que se había repetido ya varias veces a lo largo de la mañana y que indicaba claramente que el tapeo de la noche anterior le había sentado mal. Eso me daba cierta ventaja y porqué no decirlo, cierta satisfacción… «¡Qué se joda!», pensé.

Retomé mi labor de espía con cierta premura. Nada ponía en tela de juicio, al menos del mío propio, mi ética al destripar de todas formas posibles la intimidad de otra persona. Me creía con derecho puesto que me afectaba directamente y no quería pensar en nada más que no fuera conseguir mi propósito. Y para justificar lo injustificable, me encomendé a la frase: “el fin justifica los medios”. Y como necesitaba saber con seguridad que estaba pasando antes de destapar la Caja de Pandora, me pareció otra frase bastante buena, la verdad.

Me sentía muy inestable y vulnerable. Hacía ya mucho tiempo que en mis ojos había desaparecido el brillo de la emoción. Debió de esfumarse junto a las mariposas de mi estómago. Habían sido unos meses duros, en los que no había querido rendirme. Estaba dispuesta a luchar con uñas y dientes para recuperar lo que posiblemente nunca tuve. Y es que, ya lo decía el gran Sabina: “No hay mayor nostalgia que añorar lo que nunca se ha tenido”.

Con los nervios a flor de piel y el corazón saliéndose por mi boca en cada palpitación, comencé a temblar y a investigar al mismo tiempo. Tenía unos minutos para confirmar lo que había visto en ese móvil casi una hora antes, mientras él se había ausentado en busca de un plato con aperitivos. Quizás yo estaba equivocada y por error había interpretado mal aquel mensaje. Quería comprobar que así era. Quizás por cotilla y por tener un oído excelente que registraba cada vibración de cada uno de los mensajes que estaba recibiendo en aquel aparato, que curiosamente él había silenciado, aun cuando no tenía costumbre (cosa que me mosqueaba todavía más). Yo estaba metiendo la pata. Seguro. Seguro que estaba equivocada, me repetí para autoconvencerme, como hacen algunas personas que prefieren no abrir los ojos a este tipo de realidades tan frecuentes. Por los nervios y la presión de los últimos meses, sumados a la necesidad de que todo empezara a caminar bien, había leído algo que no ponía. Podría ser un mensaje que tenía preparado para mí y pensaba enviármelo en un momento muy especial en la celebración al despedir el año juntos. Sí, seguro que era eso. Lo comprobaría y pasaría página, no sin antes avergonzarme de mí misma por lo que estaba haciendo. Deslicé mi mano nuevamente hasta el bolsillo de esa chaqueta colocada en el respaldo de su silla, ante la expectación y los rostros curiosos de los comensales de las mesas vecinas. Me reí nerviosa, mientras seguía llorando. Aquella situación me hacía parecer una loca, pero eran los nervios. Al menos eso quería pensar yo para buscar una justificación a lo que estaba haciendo. ¿Qué estarían pensando al verme? Pensarían que yo era una de esas mujeres histéricas que no dejan espacio a la intimidad de sus parejas. «¡Ay, cómo es la gente!», exclamé yo sólo con el pensamiento. Para nada, yo no. No era de esas. Nada más lejos, pensé, mientras me sentía satisfecha de la destreza y rapidez que estaba adquiriendo con cada una de estas prácticas. Ya podían haber reparado en este detalle como algo positivo, los que en ese instante clavaban sus inquisitivas miradas en mí, que no eran pocos, puesto que estaba el restaurante a rebosar dadas las fechas y la hora. Qué incomprendida me sentía. Pero no me importaba en absoluto su opinión. «¡Qué les den a todos!», volví a exclamar de nuevo en mi pensamiento. Y entonces ocurrió. Abrí la tapa del móvil, busqué entre sus mensajes de esa mañana y… ¡Voilà! Ahí estaba. Era un precioso mensaje de Amor. ¡Cómo me gustan esos mensajes! Me parecen, ¡tan necesarios entre enamorados!, y generan esa complicidad imprescindible en la relación. Qué bonito, pensé: «Me echa de menos y quiere hacerme el amor una y otra vez, hasta desfallecer». Sólo que había un pequeño detalle a tener en cuenta. NO era para mí. Comprobé la destinataria para asegurarme. Ahora ya tenía la absoluta certeza.
Era un mensaje de mi pareja en ese momento a su expareja en aquel entonces.
Entre sollozos, nervios y cierta satisfacción por mi buen trabajo de agente secreto, sentía el “subidón” de adrenalina que me proporcionaba la excitación del momento. Y seguidamente un “bajón” tremendo del estado anímico al comprobar que las piezas de ese puzzle que llevaba tiempo intentado encajar, acababan de hacerlo. Debe de ser verdad que hay un sexto sentido que te alerta en según que momentos. Ese día ya me había levantado con ese presentimiento. Durante su ducha en la mañana, al oír su móvil e intuir lo que ocultaban sus silencios y su falta de caricias, sabía que aquello tenía las horas contadas.

Intenté tomar distancia emocional de aquella tragedia que yo creía que me estaba sucediendo, sin entender que a pesar del sufrimiento que aquel desenlace me ocasionaba en ese momento, al tiempo sería un alivio y sin duda la mejor decisión para mí. Quería tener una pataleta infantil y llorar y gritar y que alguien que me quisiera de verdad me abrazara fuerte y me dijera que todo se solucionaría. No ocurrió, estaba sola. La única persona que conocía en ese sitio, se acaba de convertir en ese instante el referente de todos mis males. Me serené. En el fondo sólo era la confirmación de lo que tantas veces había pasado por mi cabeza y que mi corazón se negaba a aceptar poniendo mil excusas. Pero ahora era una realidad y tenía la prueba ante mí. Ya no se podía prolongar más aquel querer y no poder.

Él, aún tardó en llegar unos minutos más. Como no se encontraba muy bien y su hipocondrismo y egoísmo y todos los ismos del mundo, que tenerlos los tenía, no le permitieron adivinar, todo lo que el resto del restaurante intuía que estaba pasando.

Terminamos de comer y queriendo aprovechar las horas de luz y el buen tiempo, en aquella falsa escapada romántica, fuimos a una playa maravillosa con unas vistas espectaculares, a pasear descalzos nuestro desamor y la cuenta atrás de aquel malogrado idilio. Todavía mientras caminábamos él me cogió de la mano y me hizo unos arrumacos, ¡el muy Judas! Aún puedo oler lo que eso significó para mí en aquel momento y siento ese picor de nariz de cuando algo inevitablemente te emociona y rompes a llorar. Y mientras dábamos el que sería nuestro último paseo, me invadía la nostalgia, el desgaste y la sensación de fracaso y por un momento aún pensé que aquello no era nada más que un mal sueño.

No podía imaginar todo lo que tendría que superar ese año que estábamos a punto de comenzar. Apenas podía hablar y a pesar del esfuerzo que para mí suponía responder a las numerosas e inevitables felicitaciones de familiares y amigos porque era Nochevieja, aquellas llamadas me tuvieron conectada al teléfono y resultaron un alivio en medio de esa agonía. Quedaban pocas horas para la media noche y el tiempo pasaba lenta y angustiosamente.

Con el corazón encogido levanté mi copa y mirándole a los ojos le dije:
—Un brindis por lo pasado y por lo vivido. Por no arrepentirnos de amar ni de vivir. Porque el futuro nos depare lo mejor a cada uno de nosotros.
¿De qué estás hablando? —me dijo desconcertado.
—Por terminar unos capítulos y comenzar a pasar las páginas de los siguientes —continué yo con mi retahíla de despedida mientras él intentaba adivinar que estaba pasando… Seguí brindando y ya, para terminar, le dije—. Porque con este año y este brindis, se acaba esta relación que ninguno de los dos nos merecemos. ¡Qué seas todo lo feliz que te mereces! —y pensé en todo lo que esa frase significaba y que era un buen deseo de fin de año. Igual que el regalo sorpresa del mensaje que encontré rebuscando en su móvil.

A primera hora hice mi maleta y cuando casi apenas había amanecido salí del hotel y me dirigí con paso firme a la estación de trenes. Por supuesto, no pude dormir en toda la noche con todo aquello que estaba ocurriendo. Pero lo que sí que tenía claro, era que el comienzo de ese año que acaba de asomar por el calendario no sería como el anterior. Era el momento. Un firme propósito que cumpliría. Sin duda aprendí mucho de la situación, de las circunstancias y sobre todo de mí. Y ahora me quiero y me valoro más que nunca. Me sé valiente y luchadora y no me arrepiento de amar con esa intensidad con la que creo que hay que sentir la vida.

Tomé un café para despejarme, me sentía un poco aturdida. El cansancio emocional y físico me pasaban factura. Compré el billete de retorno y me acomodé en mi asiento con la intención de descansar un poco antes de llegar a casa. Di una cabezada durante el primer trayecto pero no pude conciliar el sueño. La situación era desbordante y aun así yo intentaba hacerle frente con valentía. Continúe pensando en todo aquello y aunque me había propuesto no sufrir más de lo estrictamente necesario, era inevitable no conectarme con mi sufrimiento una y otra vez.

En un papel que tenía a mano escribí otra frase. Esta me gustaba mucho, era de un libro que una amiga me había recomendado y decía así: “El amor nunca se malgasta, aunque no te lo devuelvan en la medida que merezcas o desees. Déjalo salir a raudales. Abre tu corazón y no tengas miedo de que te lo rompan. Los corazones rotos se curan, los corazones protegidos acaban convirtiéndose en piedra”. Suspiré con una profunda tristeza. Me sentía incapaz de volver a amar a nadie.

Sumida en mis pensamientos y en el significado de la frase, me sobresalté viendo en la pantalla informativa del tren que tan sólo quedaban diez minutos para llegar a mi destino. En un momento llegaba a Madrid. ¡No puede ser! Desconcertada me levanté de un salto de mi asiento. ¿Madrid? ¿Por qué? Yo quería ir a Zaragoza a recoger mi coche para volver a mi casa. Inmersa en mi propia confusión me había equivocado de destino. No sabía si reír o llorar. El caso era que ya no podía hacer nada al respecto. Lo solucionaría al llegar. Tan sólo quedaban unos minutos más para el final del trayecto. Sonreí pensando en que quizás fuera el presagio de que el año recién parido estaría lleno de sorpresas. Y desde luego, pensaba saborearlas todas y cada una de ellas. ¿Quién me impedía disfrutar por unas horas, ó unos días (nunca se sabe) de otra hermosa ciudad y de mí misma, antes de mi vuelta a casa? Ese sería mi nuevo comienzo. Primer día del año y varios retos por delante. Volví a sonreír. Me gustaba la idea.



Sara

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