Este sábado os traemos en Colección Cupido 2015 un relato de una extensión mucho más amplia de lo que nos tienen acostumbrados nuestros autores en esta edición. En este caso creado por Ana Anais, que desde Zaragoza nos conmoverá con esta historia que a muchos de la generación EGB como yo hará remover recuerdos de aquellos largos veranos de vacaciones, despreocupaciones y primeros amores. De esta manera debuta con nosotros esta autora, a la que sinceramente esperamos tener en más ocasiones compartiendo líneas e ilusiones.
En cuanto a la edición impresa, deciros que a lo largo de esta semana haremos una entrada especial con todos los detalles de nuestra celebración veraniega.
Besetes a tod@s. Nos leemos.En cuanto a la edición impresa, deciros que a lo largo de esta semana haremos una entrada especial con todos los detalles de nuestra celebración veraniega.
VERANO DEL 96
Comenzaba junio y con él, el
conflicto que mantenía con el universo sobre cuál sería el contenido de mi
maleta para las vacaciones: si este bikini era más original que este otro o
esta camiseta sería la que más gustaría a mis amigas del camping. ¡Qué
difíciles eran las decisiones a los dieciséis!
Todos los veranos, desde que
tenía uso de razón, los pasaba en un pueblecito de Cádiz, desde mitad de junio
hasta los primeros días de septiembre, los justos para deshacer equipaje y
hacerme a la idea del comienzo del siguiente curso.
Los veranos allí eran
especiales. Además de reunirnos amigos que no podíamos ver en todo el año, mi
cumpleaños se celebraba en julio y la fiesta en la playa estaba asegurada.
Allí nos encontrábamos
chicos y chicas de puntos muy diferentes y lejanos entre sí. Además, cada año,
siempre había algún nuevo huésped que acababa uniéndose a nuestro grupo.
Mi mejor amiga, Esther,
vivía en Madrid y siempre habíamos planeado estudiar juntas en Cádiz. A las dos
nos apasionaba el mundo animal, y en especial el marino, y en la universidad andaluza
teníamos la oportunidad de hacer la carrera de Ciencias del Mar. Soñábamos con
ser las nuevas “Cousteaus”, en cruzar los mares descubriendo escualos y
ballenatos. Pensábamos que serían como unas eternas vacaciones mientras
trabajábamos en lo que más nos gustaba.
Y tras un interminable y
eterno miércoles de viaje por fin, el sol parecía cobrar vida e introducirse
por la ventanilla para despertarme y decirme: “Judith, abre los ojos, ya estoy
aquí”. Vivía en un pueblo del interior de Lérida y aunque no faltaba el sol en
verano, nada tenía que ver con aquel calor acogedor con el que te recibía en el
sur. Entonces siempre bajaba el cristal y dejaba que el aire me diera en la
cara, me invadiera ese olor a sal, y de nuevo cerraba los ojos para sumergirme
en todo lo que ello despertaba en mis sentidos.
Esther llegaba el viernes.
Estaba deseando contarle todo lo que me había pasado este curso, en especial la
llegada de un nuevo profesor de inglés… Patrick.
Esa tarde se preveía
tranquila. Deshacer las maletas y esperar a que mi madre me encomendara alguna
complicada misión como ir a por vino casero del Señor Mateo para la cena, quizá
un pequeño paseo por la noche, pero al final del día, poco más hubo que añadir,
el viaje era demasiado largo en coche y tras la cena, apenas sin sobremesa,
todos pedíamos a gritos ir a dormir.
Hacía tres años que habíamos
cambiado la caravana por un bungalow y aunque tenía que compartir habitación
con mi hermana Victoria, al menos teníamos una cama para cada una y espacios
individuales para nuestras cosas.
Victoria tenía veinte años y
nuestro físico era totalmente opuesto. Supongo que una se había quedado con
todos los genes de nuestro padre y la otra de nuestra madre. Ella con una larga
y rubia melena y ojos claros, y yo de cabello negro, rizado y tez morena.
Sabía que entre el viernes y
el sábado toda la pandilla volveríamos a encontrarnos como cada verano. Cada
año sentía las mismas cosquillas en el estómago.
Al día siguiente, como
siempre, tocaba mañana de compras para avituallarnos de comida. El Señor Mateo
era una persona de unos sesenta y tantos años que regentaba el Colmado del
pueblo. Supongo que ya se podría haber jubilado pero aquella tienda era su vida
y a pesar de las invitaciones de ciertos empresarios para abandonar el negocio
y poner una franquicia, él se mantenía firme en su decisión de estar allí hasta
el final. El Colmado del Señor Mateo era toda una institución, todos le
teníamos mucho cariño a ese hombre que muchas noches nos invitaba a su barco y
nos contaba historias de pesca que había vivido en su juventud.
Pero ese año no estaba allí,
sentado detrás de aquella caja de los años setenta. Al principio pensamos que
podría estar en el almacén, en el aseo quizá, pero tuve una sensación extraña a
la que se sumó la presencia de una chica detrás del mostrador de la fruta.
Estaba atendiendo a una señora extranjera con una soltura absoluta en inglés.
Cuando llegó nuestro turno la pregunta era obvia:
—¿Y el Señor Mateo? ¿Esta
enfermo?.
Era inconcebible que se
hubiera jubilado, en él no cabía la palabra jubilación. La chica cambió la
expresión y con semblante serio pero amable contestó:
—Tenía problemas del corazón
y en los últimos meses ha estado más en el hospital que en casa.
Afortunadamente se ha recuperado pero debe guardar reposo en casa —mi madre y
yo expiramos con alivio—. Yo soy su nieta, y mi hermano y yo nos estamos
haciendo cargo de la tienda.
Tras enviarle nuestro mejor
repertorio de abrazos y ánimos, hicimos la compra y nos dirigimos a la caja.
Allí estaba Tony, el hermano de Isabel, los hasta ahora desconocidos nietos del
Señor Mateo. Tony era alto, desgarbado, de aspecto descuidado, fibroso, se
notaba que hacía deporte. Tendría unos dieciocho o veinte años. No puedo decir
que era antipático pero tampoco fue excesivamente amable. Tenía la sensación de
que aquello de encargarse de la tienda no le hacía demasiada ilusión. Apenas
nos miró al hacer la cuenta. Yo estaba tan pensativa con su pobre abuelo que
apenas me di cuenta de que sólo levanto un instante la vista para clavarme la
mirada, afilada, como si tuviera la culpa de que él tuviera que estar allí.
El resto del día transcurrió
sin novedad, tranquilo. Por la noche, tras la cena, salí con Victoria y mis
padres a dar un paseo. Era la toma de contacto oficial con las vacaciones, la
tournée familiar que daba por inaugurados dos meses de “no horarios, no
reglas”.
Y por fin viernes… Mi amiga,
mi confidente, mi “casi hermana”, llegaba en las próximas horas y yo mataba el
tiempo por el camping esperando ver aparecer su coche en cualquier momento. Y
así fue. A mediodía llegó con sus padres y su hermano. Mi hermana Victoria
estaba perdidamente enamorada de Daniel, el hermano de Esther, pero él parecía
no corresponderle demasiado, o al menos eso parecía. El tenía veintidós años,
un físico de gimnasio y demasiado fijador en el pelo para mi gusto. Alguna vez
llegué a pensar si no se le habría fundido junto con el cerebro. Era
superficial y frívolo, y lo peor es que se creía gracioso. Soportar sus chistes
era una pesadilla. Pero por más que intentaba convencer a mi hermana de que no
le convenía, ella cada año anhelaba una declaración de amor en el dique, como
en una película, y siempre me soltaba la frase: “¡Que sabrás tu del amor!”. Y
en parte tenía razón. Realmente me había gustado algún chico del instituto pero
no había llegado a perder la cabeza como ella sentenciaba que te debías sentir
cuando te enamorabas.
Aunque ese año había sido
diferente para mí. La llegada de un nuevo profesor de inglés, Patrick, había
trastocado mi existencia. Y estaba deseando poner al día a mi amiga. Eso sería
tras la cena, sentadas en la arena, con la luna acompañando la conversación.
Y así fue, mientras nuestras
familias compartían café, nosotras fuimos hacia la playa y allí le relaté lo
que me había pasado ese curso como si de una novela se tratara…
Patrick era nuestro nuevo
profesor de inglés. No tendría muchos más de veinticinco, rubio, con caracoles
en el pelo y alguna peca en la cara. Me gustaba porque era una mezcla de
perspicacia, espontaneidad y extravagancia. Lo cierto es que el primer día que
llegó a clase todos quedamos atónitos con su aspecto. Llevaba pantalones
bombachos y una camiseta ancha con el lema de “Save the whale” (Salvemos las
ballenas). ¡Amaba a los animales! Creo que eso fue lo que más llamó mi
atención. Me fascinaba. Era tan diferente a todos los profesores… Y mi
imaginación hizo el resto. Un catamarán por las costas del Pacífico, con él
manejando el timón y yo, cerca, dedicándole mi mejor sonrisa… Cuando dejé caer
mi suspiro de ilusión y bajé la mirada, estaba frente a mi cara, observándome
como si estudiara un batracio en un microscopio, con la cabeza ladeada y
sonriendo. Él solo dijo: “Seguro que era un bonito sueño”. Y continuó con su
presentación. Cada vez que me lo cruzaba en los pasillos buscaba su mirada, y a
veces la encontraba, y me sentía como si todo se detuviera un instante y sólo
estuviéramos él y yo, su sonrisa, mi rubor, sus ojos y los míos.
Esther escuchaba atenta,
como si estuviera viendo un film de un amor prohibido. Y en el fondo casi lo
era. Él era mi profesor, yo además era menor… Sí, sabía que lo nuestro era
complicado pero, ¿y si él me correspondía? Lucharíamos contra todo y contra
todos con tal de estar juntos, al menos eso pasaba en las películas.
—Sí, demasiadas películas
has visto tú —exclamó Esther.
Ella era más realista que
yo, supongo que ver a su hermano con una novia cada mes la tenía escamada
respecto a las cosas del amor. Y yo, al fin y al cabo, sólo alimentaba esa
historia con encuentros fortuitos por los pasillos.
Iban pasando los días. Ya
estábamos todos y alguno más que se unió. Las noches eran nuestras, de juegos,
de confidencias, de risas, de ratos de silencio mirando al mar oscuro.
Uno de los chicos que se
había unido ese año, Jacques, un francés que dominaba el español, había llegado
para participar en una competición de windsurf en Tarifa y nos invitó a pasar
con él el día del campeonato. Tras la ardua tarea de convencer a nuestros padres,
conseguimos permiso para coger el primer autobús de la mañana, prometiendo que
estaríamos antes de la hora de cenar. Tarifa no estaba demasiado lejos, poco más
de media hora en autobús, así que la tarde anterior había que proveerse de
víveres. Lo peor de todo era ver al antipático de Tony en el Colmado, siempre
tan serio, y su mirada fría invadiéndome.
Todavía estaba amaneciendo
cuando desperté. La sensación de poder ver los primeros rayos del sol entre la
persiana parecía recargar mi batería. Di un salto y preparé la mochila con
bocadillos, refrescos, crema solar y toalla. Aunque ya había estado en Tarifa,
ese día iba a ser diferente. ¡Una competición de windsurf! Y con un montón de
chicos guapos y deportistas desfilando frente a nosotras. ¡Yuju! Y sobre todo,
solas, sin padres ni hermanos pululando a nuestro alrededor.
En el autobús había varios
de ellos intentando adaptar su equipo en el maletero. Tarea complicada. Algunos
andaban por la carretera haciendo autostop. Aquello era una auténtica peregrinación
surfera.
Al llegar allí, Jacques nos
localizó rápidamente y nos hizo señas. Nos acercamos y nos sentamos junto a su
tabla mientras se terminaba de abrochar el traje de neopreno y dirigirse al
punto de inscripción y salida.
—¡Deseadme suerte!
Y así lo hicimos con la
señal de victoria, mientras él le hacía un guiño a Esther.
—Perdona, ¿tienes algo que
contarme? ¿Y ese guiño?
Esther impasible y con
cierto tono de desdén me respondió:
—¡Bah! Te podía haber mirado
a ti, ha sido casualidad.
Si no la conociera tanto me
lo hubiera creído, pero llevábamos juntas desde los cinco años y sabía que ese
chico no le era indiferente. Y parecía que ella a él tampoco.
Cuando todos se dirigían
hacia el punto de partida y nuestras miradas puestas en aquella concentración inmensa
de surfistas, apareció Tony, a unos metros, caminando decidido, pero fijando de
nuevo la vista en mí, sin apartarla, con descaro, serio, manteniendo la mirada
durante varios metros. Me resultó un tanto insolente, pero a la vez misterioso,
intrigante. Ese chico que apenas me dirigía la palabra, siempre me miraba de un
modo que me hacía sentir intimidada. Pero a la vez, empezaba a despertar cierta
curiosidad. ¿Por qué no le habíamos visto hasta ahora? ¿De dónde venía? ¿Por
qué su abuelo no nos hablaba de ellos? Aunque supongo que eran más apasionantes
sus historias de luchas contra atunes gigantes y tormentas de rayos y centellas
que hablarnos de nietos o de familia, salvo de su mujer, a la que adoraba.
Pero esa inquietud duró sólo
unos instantes. No muy lejos de él me pareció ver… Me levanté. Sí, creo que sí.
¡Es él!
—¿Patrick? —exclamé en voz
alta— ¡Patrick! ¡Patrick!
Cada vez que mencionaba su
nombre elevaba el volumen. No me lo podía creer. Patrick estaba allí. Con una
tabla de Surf, su traje de neopreno, sus pecas, sus rizos…
Dejando a Esther
boquiabierta en la arena eché a correr. No podía creerlo. Al fin, él se percató
de mi presencia. Él, y el resto de la competición que me había oído gritar y
hacer aspavientos durante cincuenta metros.
Por un momento se quedó
paralizado. Mis pensamientos a mil por hora imaginaron que quizá ni siquiera
sabría quien soy. No me asociaría al instituto. ¡Que sé yo!
Tras los primeros segundos
de impacto y reflexión, con gran sorpresa dijo mi nombre.
—¡Judith!
Mi sonrisa fue interminable.
¡Qué bien sonaba con su voz y su acento inglés! Y lo más importante. Recordaba
mi nombre. Eso significaba… ¡Qué se había fijado en mí! ¡Que tal vez le
gustaba! ¡Oh!. Mi cabeza comenzó a ser un terremoto de elucubraciones y mi
corazón una locomotora que latía a la velocidad del sonido.
—Perdona, llego tarde a la
inscripción. Tengo que irme. Me alegro de verte.
Se alegraba de verme, de mi
nombre… Pero entonces, ¿por qué tenía esa sensación agridulce? Apenas estas
palabras fueron unos segundos y aunque estaba exultante porque recordaba mi
nombre y lo tenía cerca de mi lugar de vacaciones, quizá hubiera esperado que
me invitara a vernos más tarde o que me preguntara dónde me alojaba para ir a
visitarme. No había mostrado más de un interés meramente formal y cordial. Y
realmente así era aunque yo pretendiera lo contrario. Nuestro vínculo no iba
más alla. Quizá la palabra vínculo era demasiado. Mi ánimo cayó por los suelos.
La ilusión se desvaneció igual que vino.
Volví a mi campamento base,
con Esther, que me miraba con cara de circunstancias mientras me dejaba caer
abatida sobre la toalla.
Nos quedamos en silencio. Se
oyó el disparo de salida.
Se celebraba una carrera con
balizas que podía durar entre dos y cuatro horas. Su silueta se había perdido
entre trajes de neopreno y velas de colores. Miraba al infinito, sin lograr
ubicarlo. Mis ojos vidriosos tampoco ayudaban demasiado a tener una imagen
nítida.
Tras algún chapuzón, unas
patatas de bolsa y una buena sesión de sol, acabó el torneo y con él se avivó
la esperanza de volver a encontrarme con Patrick y enmendar el disgusto
anterior.
Pero no sucedió. A medida
que los competidores salían del agua, se disipaban como los bancos de peces
cuando detectan peligro.
Todos, excepto Jacques, que
orgulloso de su cuarto puesto, se acercó en dos zancadas. Enseguida se sentó
junto a Esther y era obvio que pretendía tener algo con ella. Pero mi
pensamiento estaba demasiado lejos, así que al no localizar de nuevo a Patrick,
decidí tumbarme y seguir tomando algo de sol. Así fue hasta que algo me hizo
sombra. Me había quedado dormida y al darme la vuelta me costó distinguir quien
era por los destellos del sol.
—Tony…—dije sin apenas abrir
los ojos.
—Hola. ¿Puedo sentarme con
vosotros?
Quedé desconcertada unos segundos,
no sabía muy bien qué le empujó a hacernos compañía, pero parecía que Jacques y
él se habían hecho amigos y le hizo un gesto con la mano invitándole a unirse
al grupo. Se sentó a mi lado. ¿No pretendería que le diera conversación? Apenas
habíamos cruzado unas palabras y despertaba en mi más apatía que simpatía.
—Bonito bikini —dijo él
—Gracias —contesté sin salir
de mi asombro. ¿Sabía ser amable?
Entonces entorné un poco el
cuerpo y presté atención por si de ese chico de mirada hermética y sobria actitud
podía salir alguna otra frase agradable. Y así fue.
—Me han dicho que llevas
muchos años veraneando aquí.
—Sí.
—Y que tu cumpleaños es el
mes que viene.
—Sí
—¡Vaya! ¡Me va a resultar
difícil hablar contigo con tanto monosílabo!
Agaché un poco la cabeza.
Sí, tenía razón, pero no sabía cómo comportarme con él. Había sido siempre un
tanto arisco y no sabía cómo enfrentarme a aquella repentina amabilidad. Pero
su exclamación me sorprendió y no pude evitar soltar una sonrisa.
—Eso está mejor… —replicó
sonriendo también.
En apenas unos minutos captó
mi atención y me había evadido de Esther, de Jacques, del mar…., y de Patrick.
Estaba totalmente atrapada en cómo buscaba mi mirada y en su forma tan directa
de preguntar.
Nos quedamos en silencio
unos instantes, con la conversación de fondo de Esther y Jacques que cada vez
reían más y acercaban gestos y complicidad.
En cierto modo me encontraba
un poco acorralada porque no quería interrumpir ese momento de coqueteo de mi
amiga, así que no tenía otra alternativa que conversar con Tony. Me armé de
valor y utilicé su misma táctica de ir al grano.
—¿Y tú? ¿Por qué no te hemos
conocido hasta ahora? —le pregunté recelosa. En el fondo me costaba confiar en
aquel chico aparecido de la nada y que había indagado sobre mí. ¿Cómo se había
enterado de que mi cumpleaños era en julio? ¡Yo no sabía nada de él¡
Hizo una mueca. Sabía que
tenía ventaja. Sabía mi edad, de donde venía y mi fecha de cumpleaños. ¿Pero
quién diablos se lo había dicho? ¿Y por qué ese interés? Podría haber empezado
por ser más amable en la tienda. Hubiera sido más fácil.
Pero a él parecía gustarle
ese juego misterioso y a mí me estaba empezando a sentar mal su mueca irónica.
Acababa de tirar por tierra lo poco que acababa de cambiar mi opinión sobre él.
—Es una larga historia —contestó
al ver mi expresión—. Pero si no tienes prisa te la contaré esta noche en la
playa.
Quedé boquiabierta. ¿Me
estaba pidiendo una cita? ¡Oh! ¡Me estaba pidiendo una cita¡
Incliné la cabeza hacia un
lado y me encogí de hombros dándole a entender que me era indiferente. Estaba
molesta con su actitud.
Allí terminó la conversación
y tras un silencio con caras de circunstancias Jacques invitó al grupo a dar un
chapuzón pero él se marchó.
Al sumergirme para mojarme
el pelo, una pequeña corriente me hizo perder el equilibrio y supongo que
tantas horas expuesta al sol y la poca hidratación me produjeron un vahído que
me tuvo unos segundos bajo el agua. La siguiente noción que tengo fue en la
orilla, con una multitud observando y la voz de Patrick cerca exclamando mi
nombre.
—¡Judith!¡Vamos Judith!
—¡Al fin abre los ojos! —gritó
Esther.
Estaba aturdida. No sabía
muy bien qué había sucedido. Pasó un buen rato hasta que volví a mi ser. Pero
lo tenía pegado a mí, tomándome las pulsaciones y tratando de reanimarme.
Estaba en una nube. Al cabo de unos minutos me recuperé a duras penas y se
empeñó en llevarnos de regreso al pueblo con su coche.
Paró en la puerta del
camping y después de volverse a asegurar de que me encontraba perfectamente, se
despidió con un guiño.
¡Ay! Un guiño…
Mientras caminábamos entre
caravanas y tiendas de campaña me dirigí a Esther.
—De lo que ha pasado hoy ni
una palabra a mis padres o no me dejaran ir sola a ninguna parte el resto del
verano.
—No te preocupes. No pienso
decirles que has flirteado con un inglés. Vaya susto me has dado.
—¡Je!
Ese sentido del humor era
típico de ella. Pero hoy tenía argumentos para responderle.
—Yo tampoco le pienso decir
a los tuyos que has estado coqueteando toda la tarde con un francés –contesté
mientras hacía una burla.
Tras la cena me desplomé
sobre la cama. El día había sido intenso y agotador y en unos minutos me rendí
al sueño con la imagen de mi profesor a veinte centímetros de mí.
Los siguientes días
transcurrieron tranquilos: mar, sol, deporte… Con el recuerdo de Patrick en
Tarifa que se desvanecía poco a poco. Intuía que no lo volvería a ver,
posiblemente invertía su verano en recorrer mundo y había sido una casualidad
encontrármelo allí.
Así que intenté disfrutar
del sol, de la playa y de mis amigos como cada verano. Y mientras disfrutaba de
todo aquello un sonido interrumpió mi mañana de ocio.
—¡Judith! —sonó la voz
lejana de mi madre—. ¡Acércate! Tienes que ir a comprar
Mi soplo de resignación se
sintió en varias ciudades. Pero no quedaba otro remedio. Debía dejar el partido
de ping-pong a medias por unas cuantas verduras y un paquete de arroz si no
quería que mi madre pusiera el grito en el cielo y me soltara su eterna letanía
de lo poco que la ayudaba. Mi hermana estaba demasiado ocupada haciéndose la
manicura y por supuesto no se le podía molestar.
Esther me acompañaba y de
camino nos encontramos a Dani, su hermano.
—Hola guapas. ¿Dónde vais?
El hecho de saber que guapas
se lo soltaba a cualquiera me hacía mirarlo con desdén aunque intentaba
disimularlo por su hermana.
—A hacer unos recados —contesté.
—Está bien. Voy con
vosotras.
Y en mis pensamientos se
oyó: «¿Quién te ha invitado?»
Así que se unió a la
expedición mientras iba devorando con la mirada a cualquier chica que se nos
cruzaba en el camino.
Nada más entrar la mejor de
las sorpresas. El Señor Mateo estaba de vuelta. Un poco desmejorado, se notaba
que estos meses le habían pasado factura pero con su carácter intacto.
—¡Señor Mateo! ¡Que alegría
que haya vuelto!
—Sí, este corazón tiene que
navegar mucho todavía.
Nosotros nos disgregamos por
los pasillos y los estantes de la tienda y mientras buscaba las conservas que
me había encargado mi madre, alguien de pronto susurró.
—La otra noche te esperé en
la playa.
Inmóvil frente a las latas
de atún me di cuenta de que era Tony. Y sin darme la vuelta contesté.
—No dije que fuera a ir.
—¡Vaya! No pensaba que
fueras tan brusca. Solo quería explicar…
Y sin terminar la frase cogí
mi cesta y lo dejé con la palabra en la boca. ¿Me había llamado brusca? ¿Pero
cómo se atrevía? Me produjo tal enfado que ni siquiera me giré a lanzar una mirada
punzante. Brusca yo. ¡Ja!
El enojo me duró todo el
camino, aunque no sabía muy bien por qué me afectaba de ese modo viniendo de él,
y fué tal la indignación que apenas le presté atención al interrogatorio de Dani
sobre mi hermana.
—¿Va a ir tu hermana
Victoria a tu cumpleaños?
—Sí, claro que irá. Es mi
hermana.
—¿Y sabes si vendrá con algún
chico? ¿Sale con alguien?
—Mi hermana no me cuenta
esas cosas y a mí me es indiferente.
Tras la llegada al bungalow
y los preparativos de la mesa, tomé conciencia del diálogo de Dani y durante la
comida decidí devolver a Victoria una pizca del sufrimiento gratuito que me provocaba
a mí la mayoría de las veces por sus caprichos y tonterías.
—Hoy nos ha acompañado Dani
al Colmado —dije sabiendo que abría la caja de Pandora. Sus ojos azules se
abrieron como platos y sus oídos se tornaron alerta—. Supongo que tendré que
invitarle a mi fiesta de cumpleaños.
—Sí claro, ¿por qué no lo
ibas a invitar? —dijo Victoria—. Quedaría mal que no lo hicieses, es el hermano
de tu amiga.
—Ya, bueno, no sé. Él es
mayor que nosotros, puede que no le guste estar con gente de nuestra edad.
—Pero yo sí acudiré y
tenemos la misma edad, así que podrá hablar conmigo si no le gusta la fiesta —su
tono de voz sonaba triunfante. Hubiera sido lo mismo si hubiera dicho: «esta
vez no escapará».
Entornó la mirada y sus
pensamientos volaron a la ciudad de los finales románticos y felices.
Dejé que disfrutara por unos
instantes y continué con mi estrategia de tenerla en vilo. Además sabía que lo
siguiente caería como una bomba en el corazón de mi ilusionada hermana
—Por cierto, me ha
preguntado por ti…
Ese fue el toque final de la
conversación, y tras el postre, el interrogatorio a solas era evidente. Sabía
que iba a disfrutar con ello. Poseía información privilegiada que le iba a
costar sonsacar.
A la hora de la sobremesa
solía ir a un rincón del camping, con Esther y alguno más que se unía. Era un
lugar recogido, con árboles y una salida a través de un tramo de valla
deteriorada. Al otro lado, las pisadas habían seccionado la hierba y se intuía
una senda que subía a la falda de los acantilados. A unos cinco minutos de
camino, desde las rocas, se divisaba toda la playa. De noche era precioso ver
todo de color azul casi negro, con las luces de los grandes barcos al fondo. A
veces la luna, iluminando las olas. Era uno de esos cobijos donde acudir y
pensar.
Pero durante la comida había
sembrado la tormenta con Victoria, así que sabía que no avanzaría más de unos
metros fuera del bungalow sin que ella me localizara y me sometiera al tercer
grado.
—¿De verdad te ha preguntado
por mí? ¿Qué te ha dicho? ¿Lo vas a invitar a la fiesta, verdad?
—Un momento por favor, un
momento. No me atosigues —cada segundo en el que no le daba información era una
eternidad para ella. Lo reconozco, estaba disfrutando, como tantas otras veces
lo hacía conmigo pagando sus malos humos–. Me ha preguntado si acudirías con
alguien a la fiesta en la playa.
—¡No, claro que no! ¿No le
habrás dicho que si verdad?
Sonreí de un lado, esbozando
una mueca, haciéndole creer por un segundo que le había dicho que sí. Su ceño
se frunció y su expresión se volvió tinieblas. Pero antes de que derrochara
rayos y truenos le contesté con un tenue hilo de voz:
—No, tranquila, le he dicho
que estarás sola.
Desde esa tarde, Victoria
emanaba entusiasmo y simpatía y su sonrisa quedó perenne.
Faltaban pocos días para el
cumpleaños. Patrick había desaparecido, pero todas las mañanas mi primer
pensamiento era para él. Aún con ese encuentro fugaz con el que no contaba ese
verano, y no había hecho sino reforzar lo que sentía, en septiembre comenzaría
Bachiller en el mismo edificio que el Instituto y al menos lo podría ver por
los pasillos.
Tras una tarde de charla,
volvímos temprano para cenar. Varias familias, veteranas del camping, entre
ellas la mía y la de Esther, solían juntarse algunos días para cenar todos
juntos. Entre unos y otros la cifra de comensales podía llegar a ser de hasta
veinticinco. Veinticinco personas hablando, riendo, comiendo y bebiendo.
Organizando jaleo que se prolongaba hasta la madrugada, eso, si algún
madrugador no venía a las once de la noche a llamar la atención y terminábamos
cuchicheando para no molestar. Los padres de Esther comentaron durante la
tertulia que al día siguiente querían ir a Cádiz. En principio siempre decían
que por hacer algo de turismo pero casi siempre se convertía en un día de tapas
y compras en el centro comercial. La mayoría de las ocasiones me unía a ellos y
esta vez no iba a ser menos. Una dosis cosmopolita tampoco estaba tan mal en
medio del relax. Y este año mis padres decidieron apuntarse al plan, así que al
día siguiente, con sendos automóviles fuimos de camino a la capital. Eso si,
también con Jacques, que se unió a ultima hora. Él se fue con los padres de
Esther, parecía que tenía buena sintonía con Dani, y Esther venía en nuestro
coche con mi hermana Victoria.
No madrugamos demasiado.
Cádiz estaba a menos de una hora de carretera y disponíamos de tiempo de sobra
para recorrernos la ciudad entera, visitar la catedral, con sus azulejos
dorados, el barrio de Santa María con sus casas señoriales, el casco histórico
por las barriadas de Las Viñas o El Mentidero, y como no, tapear por la Calle Zorrilla. Me
encantaba la provincia, sus playas y los pueblos blancos de la Sierra. Era tan
distinto a donde yo vivía… Y quería estudiar allí, deseaba disfrutar de aquel
clima y aquel ambiente todo el año. Y del mar, sobre todo del mar. Así que ese
día pretendía disfrutarlo de modo especial.
Tras la mañana callejeando y
parando en alguna taberna para reponer fuerzas a base de pescaito frito y otras
delicatessen sureñas, por la tarde era el turno del centro comercial. Una vez
allí, nos separamos. Por un lado nuestros padres, por otro Dani y Jacques, por
otro Esther y yo, y mi hermana se fue sola. Intuía que quería comprar mi regalo
de cumpleaños. Quedamos en un punto al cabo de una hora más o menos. Tiempo
suficiente para entrar en todas los comercios de moda y probarnos el máximo de
prendas posibles. Yo había recibido un adelanto por mi cumpleaños por tanto
podría permitirme un capricho. En una de las tiendas, al salir del probador
para mostrar a Esther una de las faldas que había escogido, ella, que a su vez
salía del contiguo con otro vestido, quedó petrificada al salir. ¡Vaya! «Sí que
me debe quedar bien», pensé. Pero comenzó a hacerme señas con la mirada,
mirando a mi espalda, y comprendí que había alguien tras de mí y no sabía si debía
darme la vuelta o no. Pero la dí.
Ese día iba a ser del todo
perfecto. Patrick. Ese profesor que despertaba en mí mil mariposas, estaba a mi
espalda, a un metro, esperando su turno para probarse un bañador.¡Guau! Ese
bañador, ese torso desnudo, su pelo mojado y esa sonrisa maravillosa me
embaucaba. Y de pronto, tras esa cortina de visiones que me había trasladado no
se sabía donde, se rompió con su voz.
—¡Hi Judith, qué bueno verte
de nuevo! ¡Bonita falda!
—Em, sí, bueno, es mi regalo
de cumpleaños —balbuceé.
—¡Ah! ¿Es tu cumpleaños?
—Sí, bueno, dentro de un par
de días.
—Sí, y lo celebraremos en la
playa —exclamó Esther con picardía—. ¿Quieres venir?
Yo estaba muda, no podía
articular palabra. Entre sorpresa, bañadores, torso mojado… era incapaz de reaccionar.
-Sí, ¿por qué no? Estaré con
mis amigos por la zona. Dormimos en el pueblo de al lado de vuestro camping.
—¡Claro! Entonces puedes
traerte a alguno de tus amigos también —contestó Esther.
—¡Right! Nos vemos allí
entonces. Bye chicas.
Las conversaciones con él
eran breves. Pero intensas, muy intensas. Al menos así las sentía yo.
Llegamos al punto de
encuentro y aún estaba en estado de shock. Patrick estaría en mi fiesta,
seguramente con una chispa de alcohol que le haría todavía más irresistible y encantador
y me besaría, al final de la noche, cuando todo el mundo se hubiera ido y
quedáramos a solas. Volaba, sentí escuchar música y el universo girar a mí alrededor.
Y así transcurrieron los dos
días siguientes. Cantando desde que sonaba el despertador, saludando a todo
aquel con quien me cruzaba en el camping y contando las horas para mi fiesta.
Y llegó. Mi día, y lo sería
por muchos motivos. Estrenaría mi nueva falda, me maquillaría un poco más de la
cuenta, me estiraría los rizos… Me sentía tan especial y tan afortunada por todo
lo que acontecía ese verano.
Eran las siete de la tarde y
el sol, mientras caía, formaba cientos de colores en el paisaje. El agua estaba
tranquila. Habíamos llegado a la playa, con bolsas de hielo, botellas de licor,
refrescos, cervezas, algo de picar…Y detrás acudían Jacques, Victoria, Dani y
algunos más del camping.
El punto de inicio lo puso
la música. El dueño del chiringuito era un viejo conocido y nos permitía estar
cerca ese día y subir un poco el volumen.
Unas tres cervezas más tarde
apareció él. Me sorprendió con los pies dentro del agua mientras bailaba. Me
acerqué rápidamente. Venía con un amigo.
—Hola Patrick. Me alegro de
que hayas venido. Podéis tomar lo que queráis. Ahí encontraréis bebida y algo
de picar —y señalé un montículo de bolsas y una mesa donde coloqué algunos
platos con sándwiches y snacks.
—OK. Gracias Judith. Por
cierto, muchas felicidades.
Y me plantó dos besos en
sendas mejillas. Era la primera vez que sentía su piel. La primera vez que
sentía su olor tan cerca. El día del desmayo no tenía mucha conciencia de
aromas. Fue menos de un segundo. Para mí, se detuvo el tiempo. Tantas
sensaciones en un instante… Me había besado, en las mejillas sí, pero al fin y
al cabo era el contacto de su piel con la mía. Estaba especialmente guapo, con
una camisa semiabrochada y unas bermudas. Suspiré inconscientemente, corriendo el riesgo de que se diera
cuenta. Pero era inevitable, estaba demasiado atractivo.
Volví al agua. No quería
quedarme allí para no parecer muy desesperada y él se fue hacia el montón de
licores decidido a por un par de cervezas.
Aquello se animaba. La noche
había caído y las únicas luces que iluminaban nuestra zona eran las sutiles
bombillas del chiringuito. Había otros grupos en la playa y Dani, el hermano de
Esther, llevaba toda la fiesta flirteando con una chica de otra pandilla.
Realmente me era indiferente pero tras la conversación del otro día, mi hermana
esperaba otro tipo de fiesta de cumpleaños para ella y al ver la situación
permaneció sentada sola y cabizbaja en la arena. Le hice varios gestos para que
viniera a la orilla pero se negó en varias ocasiones. Me dolía verla así y en
el fondo me sentía culpable porque era yo quien le había creado ilusiones. O
quizá no. Realmente era Dani quien me había preguntado realmente todo eso. Pero
yo estaba tan indignada con las palabras de Tony que apenas le presté atención.
Y según recapacitaba de todo aquello, iba sintiéndome más molesta con él. Así
que me acerqué, interrumpí su romance con aquella rubia francesa y con un
descaro inusual le repliqué.
—¿Hace unos días te
interesas por Victoria, que si va a venir a la fiesta, que si sale con alguien
y ahora la dejas tirada?
Y me puse las manos en la
cintura esperando una contestación.
El no conseguía articular
palabra. No sé si por mi descaro (yo no acostumbraba a tener ese desparpajo
salvo con algún exceso de bebida), o porque se sintió acorralado por sus
propias palabras.
Mi hermana me miró de lejos
con expectación. Intuía que había ido a reprocharle la situación y supongo que
esperaría no tener que avergonzarse después de mis palabras.
—¿Así que tu respuesta es no
responder?
Y dando media vuelta lo dejé
plantado con su estupor mientras su nuevo ligue le preguntaba qué estaba
sucediendo.
Caminé unos pasos hacia
Esther y los demás muy digna, con la vista al frente, sin percatarme de que mi
hermana tenía compañía. Patrick estaba hablando con ella. No supe muy bien qué
pensar. Con la excusa de preguntar dónde estaba su amigo me desvié hacia ellos.
Tenía curiosidad. Hablaban en inglés. Victoria estaba en la escuela de idiomas
y se podía expresar en varias lenguas. Y al acercarme le pregunte por Tom, su
amigo. Me señaló hacia el chiringuito. Ni siquiera miré.
Con una dosis de sarcasmo me
pronuncié:
—Veo que ya conoces a mi
profesor de inglés.
—Sí, bueno, me ha preguntado
y le he dicho que soy tu hermana.
—Yes Judith, tu hermana
tiene muy buen acento. It’s very good.
Pero, ¿qué hacía conversando
con ella? ¡Tenía que hacerlo conmigo! Entre indignación y confusión volví al
corazón del grupo. No pude por menos que contárselo a Esther. No sabía qué
hacer. Estaba enfadada, confusa, triste. Mi mente era un cúmulo de sensaciones.
Les había dado la espalda. No soportaba verlos hablando, juntos. Patrick no se
había vuelto a acercar a mí. Y desconocía la excusa para volver a rondar. Mis
emociones no me permitían pensar. La medianoche había quedado muy atrás, y
desde entonces no me había atrevido a darme la vuelta y encontrarme de nuevo
con la escena de ellos dos juntos. Pero no empezaba a quedar otro remedio.
Quería ir a por bebida. Y en un arranque de orgullo decidí firmemente que iba a
disfrutar mi fiesta sí o sí. Que nadie podría arruinarme el guateque. Bebería y
bailaría hasta el exhausto y la recordaría, como cada año, como la mejor de las
noches sin que nada ni nadie lo pudiera impedir.
El alcohol hacía reacción.
Todos estábamos salpicados por las olas e incluso alguno se había bañado
vestido. Por un rato evadí aquellos pensamientos y reí, y disfruté. Hasta que
Tom, el amigo de Patrick, llegó y en un castellano casi ininteligible dijo:
—Parece que tu hermana y
Patrick se han caído muy bien.
Fue un acto reflejo. Torné
la vista y el mundo se heló. Mi corazón se congeló. Mi música dejo de sonar.
Las risas y las olas desaparecieron.
Estaban allí. Tirados en la
arena. Besándose. Abrazándose. Sentí quebrarme en pedazos. Mi propia hermana.
¿Por qué con ella? Con los cientos de chicas que había podido encontrarse ese
verano. Y ante mis ojos. Era tan insoportable…
Esther también cayó en la
cuenta y quiso desviar mi atención. Pero era inútil. Estaba herida. Hundida.
Toda mi historia y mis sueños devastados en cenizas.
Quería huir, escapar de
aquella desazón. Me fui. Caminé, no sabía muy bien hacia dónde pero no tenía
rumbo. Con mil lágrimas y un desengaño que me desbordaba. No permití que Esther
me acompañara. Necesitaba llorar, esconderme, cerrar los ojos y creer que
aquello no había sucedido. Pero no era así. De todos los finales me había
tocado el peor. Esa imagen, que no se borraba de mi mente.
Atrás quedó la gente, el
ruido. Cada vez sentía más el silencio. Era la mejor compañía que podía tener
en ese momento. Sin querer había llegado a aquel refugio, tras el camping,
había atravesado la valla y alcanzado las rocas donde me desplomé y desparramé
toda mi agonía hasta que no me quedaron lágrimas. Estar a solas con las luces
de fondo, el mar, la noche, las rocas me daba cobijo. Pero no lo estaba.
Alguien se acercaba y por un momento pensé que podrían ser ellos que buscaban
un lugar más íntimo. Si era así, no sé cómo reaccionaría. Pero era una sola
figura la que se aproximaba. Tenía los ojos tan irritados de llorar que apenas
lo distinguía. Tampoco me preocupaba salvo por la vergüenza de que alguien
pudiera descubrirme así.
—Hola.
Esa voz… ¡Tony! Sí, aún
podían ser peor las cosas. Podía haber sido alguien que acudiese a hacer fotos
o alguna parejita a tener un momento de intimidad. Pero era el latoso de Tony.
—Hola —respondí sin ganas.
—He visto cómo te ibas de la
playa y me preocupé.
No salía de mi asombro.
—¿Ahora me espías?
Se produjo un silencio. Se
acercó un poco y se sentó a mi lado.
—Si quieres llamarlo así…
—Estoy harta de tus
misterios y de tus enigmas.
Tony tenía el poder de
desviar mi atención de cualquier cosa con su actitud. Hasta de lo que me había
sucedido esa noche.
—Apenas me has dado la
oportunidad de hablar.
Giré la cabeza hacia otro
lado, lo que menos necesitaba eran reproches.Y continuó.
—Vivo en Madrid con mis
padres y mi hermana y como tú, el mes de junio vengo aquí a pasar el verano con
mis abuelos. Espero con ansia cada mes de junio porque también llegas tú. Te vi
por primera vez cuando apenas éramos unos críos. Siempre correteaba por el
Colmado, junto con mi abuelo, pero cuando entrabas me escondía en la trastienda
y te observaba con la puerta entreabierta. Quería salir a jugar contigo pero mi
vergüenza era mayor.
Aquella confesión me dejó
aturdida. Lo miré, con estupor. No sé si pretendía que respondiera, pero estaba
tan perpleja que sólo continué escuchando.
—Este invierno me estuve
armando de valor para decirte algo cuando llegaras. Siempre albergaba el temor
de que algún día eligieses otro destino de vacaciones y no volverte a ver. Pero
llegaste hace apenas unas semanas, más guapa de lo que podía recordarte. Y he
pretendido acercarme a ti, pero creo que no se me ha dado muy bien ¿verdad?
Y sonrió. Y yo hice una
mueca parecida a una sonrisa.
—¡Vaya! Parece que lo voy
haciendo mejor.
Y sonrió un poco más.
Pero yo había recibido un
duro golpe y la expresividad no iba a ser mi fuerte en ese momento.
—Esta noche también estaba
en la playa, con mis amigos y he visto cómo te ibas entre sollozos, sola. Me he
quedado preocupado porque ni siquiera has dejado que te acompañara tu amiga. Te
he seguido, sí. ¡Soy culpable señor juez! —dijo levantando los brazos en señal
de rendición.
Hice un gesto para bajarle
las manos.
—Bobo —le contesté mientras
volvía a sonreír.
—¡Mmm!, ese no es el piropo
que esperaba pero acepto tu sonrisa en compensación.
Nos quedamos callados,
mirando a ninguna parte.
—¿Es precioso verdad?
—Sí.
—Cuando termine de estudiar me
gustaría venir a vivir aquí.
—¿Qué estudias?
—Veterinaria. Pero me
gustaría especializarme en vida marina. Trabajar en algún acuario. No sé…
También me gusta el submarinismo.
Entonces despertaron mis
sentidos. Compartíamos la misma pasión por el mar y la vida marina.
—¡Yo también! —exclamé.
Quiero venir a estudiar a Cádiz el grado de Ciencias del Mar.
Y hablamos de cetáceos, de
barcos, de mares y de islas por descubrir durante horas. Tantas como para ver
amanecer. Y apartar mis pensamientos de Patrick, de Victoria, de Dani y de todo
resquicio negativo de la noche anterior.
—Creo que deberíamos volver.
Aunque no tengo horarios no quiero que se preocupen mis padres si ven que
regreso de día.
—Tienes razón. Te acompaño —dijo
Tony.
Y deshicimos la senda que
bajaba hacia el camping, y al llegar a la verja rota, yo tenía que atravesarla
para entrar y él bordearla para llegar hasta su casa.
—Espero que no haya
terminado demasiado mal tu fiesta de cumpleaños.
Me encogí de hombros.
Realmente no sabía qué decir.
—Te propongo un último
juego.
—¿Un juego? —dije yo.
—Sí. Verás. Extiende la mano
derecha. Extiende la mano izquierda. Ahora cierra los ojos.
Y calló.
—¿Y ahora qué?
Y apenas había terminado la
pregunta y sentí un beso. El juego era una mera excusa. Pero ya no pude abrir
los ojos. Me perdí en él, en sus labios suaves, en ese beso lento que me
provocó cosquillas en el estómago. No sé cuánto tiempo duró. Pero sí tuvo el
efecto suficiente como para querer estar con él cada día durante el verano.
De aquello han pasado diez
años.
Patrick apenas impartió
clases el primer mes del siguiente curso ya que el profesor titular se
incorporó enseguida. El romance con mi hermana apenas duró un par de días y no
volvimos a saber nada suyo, así que evitaba cruzarme con él por los pasillos.
Por mí y por Victoria.
Esther me confesó que
Jacques le gustaba y que habían tenido algo, pero la distancia hizo mella y no
cuajó. Ahora vive con su novio, al que conoció en la universidad.
Dani, al final del verano se
declaró a Victoria. Lo que parecía ser una relación sin mucho futuro y en la
que no confiábamos demasiado resultó acabar en boda hace un par de años.
Tony acabó veterinaria en
Madrid y yo finalmente tuve que estudiar en Lérida decidiéndome por la rama de
Turismo.
Los dos vivimos en Conil de la Frontera , yo me dedico a
la gestión de turismo rural y él trabaja en una piscifactoría.
Aquel chico antipático y
desgarbado que tenía una asombrosa habilidad para ponerme nerviosa, consiguió
animarme y conquistarme en una sola noche. Y hoy, diez años después, hemos
vuelto a aquella roca y le devolví el mismo juego.
—Extiende la mano derecha.
Ahora la mano izquierda. Ahora cierra los ojos.
Y no, lo siguiente no sería
el beso. En su lugar, me aproximé al oído y susurre…
Ana Anais
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