viernes, 9 de enero de 2015

Colección Uni2. Tú, yo... y él: 5. ¡Estúpido engreído!

Quinto capítulo de "Tú, yo... y él", de Merche Comín titulado "Sin título". Seguiremos las peripecias y doble vida de Mónica. ¿Qué ocurrirá hoy?



5.      ¡Estúpido engreído!


Lo más lógico hubiese sido no escribirle. Cerrar la conversación, y pasar del tema. Pero no fue así…
—¿Y esa foto?
Maldije durante un rato mi respuesta. Era consciente de por qué tenía esa foto, y si yo no quería dar explicaciones, no tenía que hacer esa pregunta. Pero la hice.
No tardó mucho en volver a sonar el dichoso móvil. No hacía más que mirar si me había contestado, y cuando lo hizo sentí rabia. Creo que en el fondo quería evitarme un problema, y para ello necesitaba que desapareciese de mi vida. O de momento de mi móvil.
—Supongo que te sonará la cara. No hace falta mucha más explicación.
—¡Estúpido engreído! —dije en voz baja.
Ahora sí, bloqueé el teléfono, cogí las llaves  y diciéndole a mis padres que tenía que ir a hacer un recado urgente, me fui hacia el pub donde anoche había aparcado la moto. En algún momento tenía que ir a buscarla.
La dejé aparcada en casa y entre al supermercado para comprar algo para cenar. Metí la moneda en el carrito, abrí el asiento para bebés y deje mi bolso, lo tapé con el pañuelo y comencé a recorrer los pasillos.
Pan, yogures, unas magdalenas para el desayuno de Efrén y unas salchichas para cenar. Me paré en el pasillo de la leche y con mi radar de madre soltera en plena crisis, comencé a buscar ofertas. Mientras miraba un tetrabrik y comprobaba los precios, oí una voz que me resultaba familiar. Me puse alerta y alcé la cara. Dejé la leche que llevaba en las manos en ese momento en el carro. «¡Esta mismo!», pensé sin mirar más.
Se escuchaba una risa insoportable al otro lado de la estantería y la voz que reconocía le reprochaba que se callase.
Dejé el carro y disimulando, asomé la cabeza para confirmar mis sospechas. ¡Era Izan con esa chica! Volví a esconder mi cabeza y me apresuré a por el carrito. Tenía que salir de allí antes de que me viesen.
Me dirigía hacia la salida, cuando me tropecé con ellos.
Nos miramos. Pasaron un par de segundos que se hicieron horas. Era inevitable perderme en esos océanos azules. Sus ojos se clavaron en los míos pero reaccionaron enseguida ante el codazo de la impertinente de su novia.
—Perdón —dije mientras me apartaba de su camino y agachaba la cabeza.
No contestaron ninguno de los dos.
Seguí hacia el final del pasillo y sin saber muy bien por qué, gire mi cabeza hacia ellos. Izan estaba mirándome. Estaba intentando disculparse con su mirada. Volví a bajar la cabeza y seguí mi camino.
Subí a casa a dejar las cosas que acababa de comprar, me senté en la banqueta de la cocina y abrí su conversación. Miré la foto durante un rato y empecé a analizar la situación. Ella con los brazos en alto muy sonriente protagonizando la foto. Él, detrás de ella, agarrándola por la cintura.
—¡No es feliz! —me intentaba convencer a mi misma.
Vibró el móvil. Apreté el botón de salir para ir a la conversación oportuna, pero no tuve que ir muy atrás. Era él quien había hecho vibrar mi teléfono.
“Necesito hablar contigo. Tengo que contarte muchas cosas.”
«No hay mucho que explicar», pensé.
Me levanté, cogí la bolsa y comencé a recoger la compra. Aunque la verdad es que no podía quitarme de la cabeza esos tequilas, los bailes, sus tatuajes, mis sábanas, esas horas que pasamos juntos. Lógicamente, todos esos pensamientos, incluida la sonrisa que tenía dibujada en la cara se frustraron cuando recordé los gritos, las lágrimas de mi madre, la inocencia de Efrén e incluso su cara. Ya tenía suficientes problemas. No podía permitirme ninguno más. Tenía que seguir convenciéndome de que lo de ayer sólo fue una noche divertida.
Llamé a mis padres para decirles que iba de camino. Que estaba bien. Conociéndoles, estar más de una hora fuera de casa  sin haberles dicho cuál era ese recado tan urgente, lo menos que estarían haciendo sería buscar el teléfono de los GEOS en el dichoso Google. ¡Qué ocurrencia la mía, Ponerles internet en casa!
Mi cabeza no dejaba de enlazar lo sucedido en las últimas horas, era un popurrí de sentimientos. Y no encontraba salida a ninguno. Lo mejor que sabía hacer era intentar olvidar todo.
Giré a la derecha, y esta vez, miré a ambos lados de la calle. No venía ninguna bici. Podía pasar tranquila.
Fue transcurriendo la tarde y ya anochecía.
—Efrén, deberíamos irnos a casa —le dije entrelazando mis dedos en su pelo.
—Espera que terminemos la partida —me contestó mi padre.
Mientras terminan de jugar, me senté en el apoyabrazos y observé cómo mi padre estaba en la esquina del sofá, mordiéndose la lengua y haciendo verdaderos esfuerzos físicos y mentales para que su coche corriera más y cruzara el primero la línea de meta.
—¡Sííííí, tooooma! —exclamó Efrén.
—¡No vale! ¡Has hecho trampas! ¡Revancha! —contestó mi padre hecho una furia.
—¡Vale, por favor! Y tú Miguel, no seas más chiquillo que el niño… —se entrometió mi madre.
—Pero si es que no puede ser. ¡Me ha adelantado en la última curva sacándome del circuito! ¡Y eso, quedamos que no valía! —seguía mi padre.
—Yayo, no te enfades. Mañana te enseño un truco, y te dejaré ganar alguna partida… —le contestó mi hijo, enfureciendo más aun a mi padre.
—¡Lo que me faltaba! El “moñaco” este... ¡Qué me dejará ganar una partida dice! ¡Si soy yo el que no quiere ganar por no darte un sofocón!
Todos nos echamos a reír menos mi padre, claro, que seguía convencido de que era bueno jugando a las “maquinetas”.
Fuimos caminando hasta casa, después de convencer a la familia de que no era necesario que nos acompañasen ya que no era muy tarde, y ya estábamos todos más tranquilos.
Saqué las salchichas, y Efrén subido en la banqueta, abrió el paquete y las colocó en un plato. Las metió al microondas y le dio dos veces al botón.  Apoyó los codos en la encimera y sujetando su cabeza con las manos miraba expectante cómo se abrían en cada vuelta de plato. Al tiempo que yo abría unos panecillos y colocaba estratégicamente unos tranchetes cortados y un “churrutazo” de kétchup.
Sonó el portero automático y empezaron a temblar mis piernas y a acelerarse mi cerebro. Tanto, que iban más rápidos mis pensamientos que mis torpes movimientos. Podría ser Marcos, que desde anoche no sabía nada de mí. O podían ser mis padres, cualquier amigo o incluso la vecina porque se le habían olvidado las llaves de casa.
Volvió a sonar, esta vez dos veces.
—Baja de ahí y ve a tu cuarto —dije en voz baja pero firme.
Obediente como el que más, Efrén se metió en el cuarto preso de mi mirada que observaba cómo cerraba la puerta.
Cogí mi teléfono y miré la hora.
—¿Si? —contesté al insistente sonido.

—¿Mónica?

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