2. Limón y sal
Su exuberante
acompañante le hincó el codo y la mirada para que se dejase de tonterías. La
verdad es que fue la única vez que compartí algo con ella. Nada me hubiera
gustado más que darle yo ese codazo.
Echó la ropa encima del
mostrador y comencé a quitar alarmas, pasar por el escáner y doblar la ropa.
Saqué una bolsa, la abrí y metí toda aquella marabunta de prendas. Él sacó su
tarjeta, su DNI y extendió su mano.
No podía evitarlo,
sentía la necesidad de tocarle. Agarré la tarjeta y miré el nombre: Izan. Me
encantó al instante.
Ella le dijo algo que no
llegué a escuchar, se alejó con su bolsa y allí se quedó él firmando el
comprobante.
—Sí, es insoportable —me
dijo.
Sonreí como una boba,
dejando en el olvido que minutos antes me había reconocido.
—Yo no he dicho nada —contesté
levantando las cejas, queriéndole dar toda la razón…
—Un placer… —me dijo
mientras bajó la mirada hacia la placa que llevaba mi nombre—. Mónica.
Se marchó mientras yo
clavaba los ojos en esos tatuajes que le marcaban el brazo, y aun tuvo la
desfachatez de volverse sin disimulo alguno a mirarme… Claro, que yo si no
hubiera seguido mirando ese cuerpazo, no me hubiera dado cuenta.
Pasó el rato y llegaron
las cuatro de la tarde. Y por supuesto,
sin terminar de sacar el pedido. Aún me quedé mirando a mí alrededor todas las
cajas que había bajado creyendo que podría terminar de colocar. ¡Mañana será
otro día!
Suena la campana y justo
unos segundos más tarde comienzan a salir niños asilvestrados con mochilas y
carpetas en las manos. Era viernes, y para ellos comenzaban unas mini
vacaciones. Unos saltaban los cinco escalones de golpe, ya que con la
carrerilla que llevaban de recorrer todo el pasillo no les era difícil. Efrén
no, siempre salía de los últimos ya que no le gustaba mucho eso de las prisas.
Se quedaba parado en la primera escalera, buscaba mi cara entre aquella
multitud de padres, madres y abuelos y una vez que me localizaba en la misma
columna de siempre era cuando sonreía y echaba a correr a mis brazos. Siempre
me saludaba con un beso y un abrazo.
Caminamos hasta la casa
de mis padres, que no estaba muy lejos. En el recorrido me contó que al
mediodía en el comedor le habían dejado sin recreo ya que las judías verdes
estaban duras y no se las había terminado.
—¡Yaya! —gritó cuando
subía las escaleras de casa.
—¡Hola cariño! ¿Qué tal
ha ido el examen?
—Bien yaya, ¡cojonudo!
La profe se ha puesto mala y no nos los han hecho.
¡Colleja al canto!
—Te he dicho mil veces
que no me gusta que hables así, un niño de tu edad, no dice esas cosas.
Mi madre siempre igual…
¡Cómo le gustan las collejas!
—Jolín yaya, todos lo
dicen en el cole y se me ha escapado —dijo Efrén mientras se tocaba la nuca.
—Pues para que se te
vayan las ganas de repetirlo hoy no vamos a jugar a la Wii , ¡por listo! —claro, algo
tendría que decirle yo, ¿no? Ya que mi madre se había adelantado y se había
pasado la jerarquía por donde ya sabemos…
—¡Hala! No me lo puedo
creer, sin recreo por las judías verdes, y sin Wii porque la profe se ha puesto
mala… —comentó mientras cogía el bocadillo.
Se fue hacia el salón,
el pobre no rechisto mucho más. Al fin y al cabo ya sabemos que terminaría
pidiéndolo por favor, y con esos ojitos que le suele poner al abuelo, más tarde
o más temprano, acabarían los dos jugando un par de partidos. Mi madre y yo
aprovechábamos las tardes de los viernes para ir a comprar, y Efrén y mi padre
hacían lo que ellos querían.
Llevábamos el maletero a
tope, pues sólo con las garrafas de agua y las cajas de leche hacíamos
“overbooking”. Vaciamos el maletero, subimos la compra y recogimos cada cosa en
su sitio antes de ir a saludarles. Así
se creían que les daba tiempo a esconder las palomitas y los mandos de la Wii sin dejar rastro.
¡Inocentes!
—¡Efrén! Me voy, ven a
darme un beso —grité desde mi habitación de soltera mientras me colgaba el
bolso.
Venía al frente de una
fila, en la cual le seguían mis progenitores, que siempre y a todas horas
aprovechaban la ocasión para decirme que tuviese cuidado, que les llamase
cuando llegase, y besuquearme. Aunque nunca lo reconoceré delante de ellos,
siempre me ha encantado.
Vuelta a mí casa, a
acicalarme para el lugar donde me dirigía, y a coger la moto.
Culotte, tacones,
pezoneras, maquillajes varios… hecho. Todo en la bolsa de mariquitas con un
toque infantil, que yo misma compré, y que no pegaba nada con lo que siempre
metía dentro. Quizás sólo para engañarme a mí misma.
—¡Mónica! Tres minutos y
salimos —me dijo mi “Flor”, mi gran amigo, que por capricho del destino me
quitaba cualquier posibilidad de ligármelo. Era de la acera de enfrente. Pero
eso no quitaba para que fuese mi mejor acompañante en la vida.
Pase tras pase, chupito
tras chupito, fue pasando la noche y llegó la hora del último contoneo.
Mis chicos de negro me
ayudaron a bajar, y camino al camerino sentí como me miraba alguien con
especial ahínco. Busque esa sensación entre tanta gente. Y enseguida vi, como
un brazo tatuado, buscaba paso entre la gente.
—¡Ey! Ey… ¡Mónica!
Seguí mi camino, sólo
levante la cabeza en modo de saludo. Aunque no llegue a ver si era quien yo
pensaba que era.
Al ser el último pase no
me puse ni el albornoz, sino que empecé a desmaquillarme con una toallita y
vestirme con mi ropa para salir cuanto antes de allí e irme a casa. Volví a
pasar lista de todo lo que tenía que meter en la bolsa y pasé a la habitación
de al lado para ver si mi amigo ya estaba listo y marcharnos de allí.
Entre risas pero con
algo de ilusión le comente a Marcos, mi flor, lo que me había pasado esa misma
mañana. Y que igual me confundía, porque no me había parado a mirar bien, pero
que creía que estaba allí esa noche.
—Pero… ¿Qué me estas
contando? —me contestó Marcos con esa cara de loba que le caracterizaba—. Mari,
ahora mismo te maquillas bien, te subes un poco ese vestido piscinero que te
has “cascado” esta noche, y ¡salimos en su busca!
—¡Ni de coña! —contesté—.
Y menos después de que me haya confesado que me conocía de aquí.
—No me digas que no. Tú
y yo esta noche no llegamos a casa hasta bien tarde. Así que… dejamos las cosas aquí, y esta vez vamos a
bailar, pero a ras de suelo.
No sabía ni cómo ni por qué,
pero siempre me convencía. Igual su manera de vivir la vida, de sus ideas, de
que siempre se arrepiente uno de lo que hace, y no de las oportunidades
perdidas.
Me cogió de la mano, me
dio media vuelta y una palmada en el
culo, que me dio el impulso necesario para salir de allí.
Salimos por detrás de la
barra, y como no nos habían anunciado, pues efectivamente, nadie se dio cuenta
de nuestra incorporación a la pista de baile. Pedimos nuestro ron con cola bien
cargado y nos alejamos un poco de la barra.
—Mari, ¿lo ves? ¿Está
por ahí? —estaba él más nervioso que yo.
—No, no le veo —contesté.
Unos pasos de baile, una
vuelta al más estilo salsero, y me dejó en la posición contraria para poder
examinar el otro lado del bar.
—¿Lo ves? —insistía.
—¡Que no! Pesado.
—Pues Mari, tiene que
estar por aquí, así que busca bien ¡Que esta noche ligamos! —me dijo mientras
alzaba su vaso para chocarlo con el mío.
—¡Por SIFO! —gritamos
los dos a la vez mientras nos echábamos unas carcajadas.
No hace falta que os
explique la gracia que seguía al famoso brindis del SIFO…
Empezaron a sonar las
primeras notas de la canción de temporada, y las chicas empezaron a chillar y
emocionarse… Movían sus caderas cómo si el propio Ricky Martín estuviera
actuando en directo y hubiera preparado un concurso en el cual el premio era
una noche de lujuria a la que más moviese el “cucu” aunque no tuviesen ritmo alguno… ¡En fin! Será que a mí se me
había pasado esa temporada…
Marcos y yo seguíamos
tomándonos ese refrigerio mientras mirábamos a nuestro alrededor y bailábamos a
un paso muy básico. Casi como si estuviésemos
pasando el rato. Ya había acabado la famosa canción y empezó a sonar una
muy buena, una que me gustaba mucho y era menos comercial. Comencé a
emocionarme, e incluso me solté la melena para poder jugar con mi pelo. Me
acerque más a mi acompañante, e introduje mis dedos por el pelo y a hacer
movimientos que se aceleraban al ritmo de la música. Di la espalda a mi amigo,
y él se acercó mucho más, me cogió de la cintura, y bailamos rozándonos cogidos
el uno del otro. Retiré mi pelo hacia un lado, dejando mi oreja y mi cuello
libres, y miré hacia atrás buscando una mirada de Marcos.
—Pequeña, cómo te gusta
seducir —me dijo al oído.
—Me gusta zorrear, ya lo
sabes —le contesté.
—¿Un chupito?
—¡Un chupito!
Nos acercamos a la barra
y cuando me miró uno de los camareros, levanté la mano con dos dedos levantados,
simplemente con eso enseguida nos traería los dos tequilas: un plato con dos
rodajas de limón, un puñado de sal y dos vasos hasta arriba.
Cuando nos disponíamos a
echarnos la sal en el contorno de la mano vi otra vez ese brazo, eran
inconfundibles esos tatuajes. Moví la cabeza hacia un lado y hacia otro. Pero con
tanta gente, era imposible.
—¡Creo que está ahí! —le
dije agarrándole del hombro—. Creo que está pidiendo ahí cerca.
—¡Chupito, corre! —me
contestó entre risas.
Eche la sal, golpeé el
vaso en la barra y agitando la cabeza con los ojos cerrados me comí el limón,
creyendo que así quemaría menos la garganta.
Cuando volví a abrirlos
miré hacia donde lo había visto hacía un momento, pero ya no estaba. Comenzaba
a pensar que estaba jugando a un juego de niños.
Con el vaso en la mano
todavía, apoyé las dos manos en la barra y cerré los ojos con fuerza de la
rabia. Marcos, que tenía más ganas que yo de seguir bailando, me agarró por la
cintura mientras yo seguía de espaldas y entonces, me dijo un buenas noches al oído. Levanté la
cabeza, abrí los ojos y a dos metros de mí, vi a mi amigo con los ojos como
platos… ¿Quién me había deseado las buenas noches?
No hay comentarios:
Publicar un comentario