XXXII. Ian.
Desde esa noche, desde
esa llamada a las doce de la noche, Olga no había podido dejar de pensar en
Ian… “Dios mío… cuánto tiempo ha pasado, cuántas cosas…”
Durante todo el tiempo
transcurrido, ocho largos años, había intentado imaginar cómo sería aquel
reencuentro y si existiría alguna vez en su vida. De hecho, por alguna extraña
razón nunca había sido capaz de borrar aquel número de teléfono.
Su cabeza no paraba de
dar vueltas y sentía un nudo constante en la boca del estómago que le producía
cierta ansiedad. Estaba nerviosa, no podía negarlo.
“Dios mío, Olga,
¿quieres tranquilizarte? Respira, ¡por favor respira!” —no paraba de gritar una
voz en su cabeza.
No paraba de hablar en
voz alta consigo misma, intentando controlar los nervios y recorría el pasillo
de arriba abajo, una y otra vez, de forma constante e incansable. No podía
controlarse. Estaba en plena ebullición.
—¿Quieres tranquilizarte
de una vez, por favor? Sólo has quedado con él para hablar. ¡Serénate!
No se lo podía creer, estaba
fuera de sí, ésa no era ella, la chica fuerte y segura de sí misma que
proyectaba como imagen hacia los demás.
Se sentó en la cama,
respiró hondo y dejó que su cabeza volara a Estocolmo.
Recordó aquella noche
loca en la que todo pasó de forma fugaz y tras la que Ian desapareció de su
vida. También el día en el que había descubierto su “sorpresa” y los días que
pasó con Ana, su amiga del alma, con la que consiguió desahogarse y con la que
había conseguido medio poner sus ideas en orden. Nunca podría olvidar esos días
con Ana, pero cómo cambian las cosas, ahora ya casi ni se hablaban y habían
perdido la confianza la una en la otra…
No quería esperar más,
no podía esperar más. Era joven y estudiante y su familia nunca iba a entender
su desliz pues venía de una familia más bien tradicional. Había tomado la
decisión, aunque algo le provocaba dudas y le echaba para atrás. Sin embargo no tenía escapatoria, los días
pasaban y cada vez iba a ser más complicado.
Decidió entonces no
contar nada a nadie, ni a su familia, ni mucho menos a sus compañeras de piso o
a Ian, al que conocía sólo de una noche de borrachera y no había vuelto a ver.
Se puso en contacto con
una clínica de interrupción de embarazos y decidió no esperar más. Al cabo de
dos días salía de la clínica con el “asunto arreglado”.
Olga volvió a la rutina
de la vida diaria. Eso le daba fuerzas para continuar y le evitaba tiempos
muertos para pensar en aquello que había hecho. No tenía ni sentía
remordimientos. Se había autoconvencido de que aquello era lo correcto. Era
ante todo una chica práctica y decidida, y un bebé en ese momento iba a
desbordar su vida, su futuro y no estaba dispuesta a hipotecarse desde ya.
Quería vivir su vida paso a paso y un bebé en estos momentos no iba a hacer mas
que interrumpir sus planes. Al fin y al cabo había sido un desliz de una noche
sin más y la vida continuaba.
Su falta de
remordimientos le hizo dudar si era buena persona, si tenía sentimientos, pero
ganó su lado pragmático y no volvió a pensar más en ello. Pese a todo tenía la
conciencia tranquila.
Sin embargo el azar es
impredecible y quiso que a los pocos días, al volver de las clases de la
universidad y girar una esquina camino de casa, Olga se cruzara con un chico
que le resultaba familiar, demasiado familiar, pero no lograba identificar de
qué lo conocía.
—“¿Quién era? ¿De qué
conocía a ese chico?” —de repente lo supo— “¡Ian! ¡Era Ian!”
Comenzaron a hablar y
entablaron una amistad, la amistad creció a pasos agigantados y se convirtió en
algo más y Olga, la chica que era capaz de conquistar a cualquier hombre del
planeta con su imponente físico, se enamoró locamente de Ian… ¿Quién lo iba a
decir? Pero sí, Olga estaba coladita por aquel chico pelirrojo del barco.
Estaba feliz. Había roto
su caparazón de chica superficial y rompecorazones. Ian había sabido mirar su
interior y hacer de ella una mejor persona.
Olga se volcó en la
relación. En experimentar por primera vez el amor de una pareja estable y
feliz. Eran tal para cual y estaban hechos el uno para el otro. Compartían el mismo
sentido del humor, hablaban de millones de cosas y estaban deseando pasar
tiempo juntos. Se sentían tremendamente atraídos el uno por el otro y el sexo
entre ambos era bestial. Se necesitaban continuamente y no había día que no se
viesen, se besasen, se abrazasen… Estaban felices juntos. Olga se acostumbró a
esa estabilidad que Ian le daba y deseaba que aquello durase mucho.
Pero nada es eterno y de
repente un día… sin saber por qué Ian comenzó a estar distante, cada vez más
distante. Olvidaba mandar los mensajes a los que había acostumbrado a Olga:
“Buenas noches princesa…”
“Buenos días
preciosa…”
Olga comenzó a ponerse
nerviosa. Es ese sexto sentido que tienen las mujeres cuando algo va mal. Y
llegó el día que Olga tanto temía. Ian desapareció.
“Necesito pensar qué es lo que siento por ti” —dijo.
Esas fueron sus
palabras. Olga supo que no lo volvería a ver más, que no continuaría esa
conversación pendiente y que recordaría siempre esas palabras.
Se fue. Se fue sin dar
más explicaciones, sin decir nada más, sin echar la vista atrás y en ese mismo
instante empezó el calvario de Olga.
Olga sólo tenía ganas de
llorar, su sonrisa había desaparecido y en su lugar sólo existía un rictus de
tristeza. La luz de sus ojos se apagó y aparecieron unas profundas ojeras que
enmarcaban su mirada. El tiempo pasaba demasiado despacio y los minutos se
hacían horas. No se reconocía en el espejo.
¿Dónde estaba la chica
sonriente, fuerte, capaz de comerse el mundo con su desparpajo habitual?, ¿por
qué no era capaz de sacar fuerzas y hacer como si nada hubiese pasado tal y
como estaba acostumbrada en sus otras relaciones?
Dejó de ir a clase, de
salir, de quedar con los amigos, y sólo lloraba ante la incomprensión del
momento. Ésa no era ella.
“No se puede obligar a nadie a que te quiera” —pensaba.
Pero no podía dejar de
preguntarse qué había pasado. Lloraba, lloraba desesperadamente por no poder
dejar de llorar.
Le costó superarlo y
cuando logró reponerse del batacazo estaba tremendamente enfadada consigo misma
por permitirse quedarse en ese estado de letargo.
—“¡Hijo de puta!” —Se repetía
continuamente—. “¡Serás capullo!”
A partir de entonces se
prometió que nunca nadie le volvería a hacer daño y se hizo fuerte. Los chicos
serían para ella un juego, un capricho, pero no se permitiría volver a llorar
por un hombre.
Fue en ese momento
cuando comprendió que había hecho lo correcto con el embarazo. Sí, era lo
correcto.
El curso escolar terminó
y Olga volvió a España. Se reencontró con su pandilla y aparcó todos los sentimientos
vividos en Estocolmo. No había podido olvidar a Ian, pero tampoco había podido
recordarlo hasta entonces. Pese a todo seguía siendo demasiado doloroso. Era la
única vez en la que Olga había sido completamente feliz.
Y ahora míralo, sentado
en la mesa del bar Rock and Blues. No
había cambiado nada, estaba tal y como lo recordaba.
—¿Olga?
—Hola bombón, cuánto
tiempo…
Tenía demasiados
sentimientos, el corazón le latía tan fuerte que le dolía el pecho.
—“¡Contrólate, Olga!” —era su voz interior la que hablaba…—, “¿pero por dónde empezar?”
Se le agolpaban las
preguntas y las sensaciones. ¿Cómo debía actuar?
Muy a su pesar, Ian
sigue resultando extremadamente atractivo y pese a que es consciente del daño
que le hizo, no puede evitar sentir cosquilleo en el estómago.
—“¿Qué coño me está pasando?” —piensa para sus adentros
a la vez que siente que se ruboriza.
En su casa Pedro estaba
que trinaba.
“¡Puta Olga! ¡Será zorra! Esto ha llegado ya demasiado
lejos. No voy a permitirle que rompa aquello que he conseguido con Ana. No va a
ser ella la que rompa mi familia. Esto tiene que terminar ya de una vez. Tengo
que poner fin a esta historia de una vez por todas.”
Presa del enfado decide
volver a llamarla.
Olga nota que su
teléfono vibra y lo mira.
—“¡Mierda, Pedro!”
¿Y ahora qué?
Pedro… Ian…
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