lunes, 1 de diciembre de 2014

Nuestra historia. XL. Wellcome!

Tras el capítulo de la pasada semana (39. Adiós) de Rosi Oliver Navarro, hoy la acción continúa...
El capítulo comienza en el juzgado, con el juez a punto de dictar sentencia cuando Ana empieza a sentir unos fuertes dolores y su entrepierna se humedece. El juez ante el parto inminente decide posponer la vista diez días. La familia sale volada al hospital y mientras Ana es acompañada por Pedro y Sandra reciben una llamada al móvil de Pedro. Es Mario que les informa del fallecimiento de Olga. Los sentimiento están muy enfrentados y a flor de piel en Ana ante semejante noticia.
Una vez en el hospital su comadrona le hace una ecografía y todo parece ser una falsa alarma aunque deberían de estar alerta ya que el proceso de parto había comenzado. Como el tanatorio estaba muy cerca de allí la joven pareja decide pasar a despedirse de Olga. Una última visita y todo habría acabado.
Cuando llegan se encuentran con Mario, junto con la familia de la difunta y para sorpresa de todos Ian, al cual avisó la policía al ser la última llamada que reflejaba el móvil de Olga. Este se acercó a la pareja preso por la curiosidad con el fin de enterarse de qué conocían a Olga. Ana le cuenta que son amigas de la infancia evitando nombrar cualquier detalle del día del accidente de Pedro y su infidelidad con su amiga. En ese momento entró...

¿Quién aparecerá ahora en escena? ¿Cual será el veredicto para el juicio de Pedro finalmente? ¿Qué papel desempeñará Thomas de aquí en adelante tras venirse abajo los planes de fuga? ¿Y Ramón, qué tal le irá en el nuevo módulo? ¿Qué reacciones habrá ante el fallecimiento de Olga? El parto es inminente... No os perdáis el capítulo de hoy.



XL.   Wellcome.

En ese momento entró Laura, una amiga común de Ana y Olga de su época de instituto que hacía tiempo que no veían. De vez en cuando se enviaban algún email, pero poco más, aunque siempre habían sido muy amigas las tres. Amigas, sobre todo de juergas nocturnas y como se decían cariñosamente ellas eran “El comité de emergencia”. Siempre que algo le sucedía a una, rápidamente las otras dos se reunían con esta para pasar la tarde entera de charla y cervezas. Con una simple tarde, los problemas parecían evadirse. Esas charlas terapéuticas que tanto les gustaban a las tres y hacían que no corriera el reloj para ellas.
   Laura había estudiado turismo y llevaba dos años de azafata de vuelo, el tiempo que hacía que no se veían. Trabajaba para una gran compañía aérea haciendo la ruta Madrid — La Habana. Por sus horarios y distancia habían perdido un poco la conexión, pero no les hacía falta mucho para juntarse en cualquier instante y recordar con detalle cada uno de sus mejores momentos. Era como un ritual, cada vez que estaban juntas volver a sonreír con las mejores anécdotas.
—¡Lauraaaa! No me lo puedo creer, ¡has venido! ¡Qué sorpresa! —exclamó Ana con los ojos llenos de lágrimas desde el primer segundo que la vio entrar.
—Ana, como ha podido… ¡Es Olga… nuestra amiga Olga! ¡Aún no me hago a la idea!
Las dos se fundieron en un largo y emotivo abrazo entre lágrimas. Nadie quiso interrumpir ese momento.
—En cuanto me llamaron mis padres para decírmelo, vine a toda prisa. Una tía de Olga se los encontró por la calle y les dio la noticia.
Laura era una chica muy agradable. Por su trabajo le había tocado tratar con mucha gente y sabía desenvolverse muy bien a pesar de tener un punto de timidez, que le hacía muy interesante. Amiga de sus amigos, aunque pasaran los años, siempre estaba igual. Especialmente sensible. Realmente guapa, de ojos oscuros, casi negros, su tono de piel dorado, que mantenía perfecto todo el año por sus estancias en Cuba. Una melena larga rizada  de color  marrón oscuro, precioso. Su cuerpo armonioso y bonito, de voluptuosas curvas, más propio de la escuela flamenca de Rubens que de la época de moda actual, del que sabía sacar un gran partido. Los vaqueros azules desgastados y una blusa vaporosa negra le daban una elegancia extra, sí cabe, a la suya propia. Su llegada no dejó indiferente a ninguno de los presentes, ya que emanaba sensualidad y su belleza natural era indiscutible.
   Se retiraron a un rincón de la sala y charlaron durante largo rato. Laura se puso al corriente de todo lo sucedido. Comprendió el enfado de Ana, tenía motivos más que suficientes. Aun así, Ana dejó bien claro que en esos momentos pesaba más en la balanza los momentos buenos vividos, que esos últimos meses de locura. En el fondo todos sabían que Ana no le guardaría rencor, ya que tenía un gran corazón.
El día estaba siendo realmente largo, Ana se encontraba muy pesada y con un hormigueo continuo en el vientre. Decidió irse a casa a descansar un rato.
  
A Ramón le habían dado la noticia en la cárcel y le permitieron hacer una llamada. Llamó a Thomas, su hermano, para ponerle al corriente de todos los cambios. Su plan se había ido al garete. Todo había cambiado y su rabia era cada vez mayor. Lo único que le preocupaba era Ana. Se estaba convirtiendo en un loco obsesivo, perdiendo cualquier racionalidad. Las ordenes para Thomas eran que fuera al funeral de Olga, se presentara a todos como su hermano, cosa evidente dado su parecido físico y sembrara las sospechas, ya existentes en Pedro, sobre sus gemelas. Le daba igual todo, ya no había nada que perder y sí Ana no era para él, no era para nadie.
  
Al día siguiente Ana se metió en la ducha intentando relajarse y no transmitir toda la ansiedad a sus pequeñas. Su abultada barriga parecía una montaña rusa, no paraba de moverse.
   Todo estaba preparado para el funeral. A las cinco Ana y Pedro salieron de su casa. Las contracciones reaparecían cada quince minutos, aunque todavía eran ligeras. No dijo nada para no preocupar a su chico. La canastilla, con todo lo necesario para las niñas, les acompañaba a todos los lados últimamente. Ana presentía que esta vez ya no iba a regresar a casa igual.
   Allí estaban todos, directamente en el cementerio. Olga no era muy religiosa y siempre decía que nada de misas y lloros, ella quería que sus seres queridos la despidieran con frases bonitas y no que fuera un cura al que no conocía de nada, el que le dijera las últimas palabras. Este detalle sólo lo sabía Laura y Ana, ya que son cosas que tampoco hablaban muy a menudo a sus treinta años. Sí alguna vez había salido el tema, era Ana la que le cortaba enseguida, diciendo que todavía quedaba mucho para eso, que se dejara de chorradas.
   Las contracciones de Ana eran cada vez más fuertes, se repetían cada diez minutos, ya no podía disimularlas. Laura no dejaba de abrazarla, querían estar juntas en estos momentos tan duros para las dos. Al otro lado, la mano incondicional de Pedro.
   Thomas apareció por allí, muy bien mandado. Era capaz de todo por salvarle el pellejo a su hermano. Todos se giraron para verlo, dudando de sí era Ramón. El parecido entre los dos era más que considerable. Sólo Patricia y Pedro sabían de la existencia de los gemelos. Patricia no estaba enterada del accidente de Olga, dado su estado de salud decidieron no decirle nada hasta que no recobrara más fuerzas.
—¡Qué cojones hace este aquí! —exclamó Pedro en tono bajo.
Ana no salía de su asombro. Era igual que Ramón. Las facciones muy parecidas, esa mirada intrigante que daba algo de miedo a la par que les hacía misteriosos y atractivos. Ambos tenían unos vistosos lunares en la cara. Ramón bajo la sien izquierda y Thomas justo al lado del labio en la parte derecha.
   Un “flash” invadió a Ana y sus dudas se hicieron mayores. No podía creer que Ramón hubiera ocultado tener un hermano todo ese tiempo, pero por otro lado conociendo que tenía dos caras opuestas, era capaz de todo, con más razón en los últimos tiempos que se estaba convirtiendo en un enfermo mental.
Estaba diciendo unas palabras muy bonitas la prima de Olga, cuando dos pinchazos invadieron el vientre de Ana. Era  el momento de tomar la decisión de abandonar la despedida de Olga y dirigirse al hospital.
  
Entraron a urgencias. Pedro estaba paralizado con lo que acababa de ver. Ana, sin embargo, parecía estar más centrada en sus contracciones. El dolor no le dejaba pensar mucho, le inundaba todo su interior, aunque la imagen del gemelo de Ramón aparecía una y otra vez por su cabeza.
   Charo, la comadrona, y Juan, su ginecólogo, llegaron en cinco minutos. Ana tenía un trato de favor en el hospital por trabajar en él. Durante todo el embarazo había sido tratada por el mismo ginecólogo, cosa poco común en los hospitales públicos. Cuando ellos llegaron el anestesista, hombre muy cariñoso que no paró de animar a Ana, estaba preparado para hacer su trabajo e inyectar la epidural cuando precisara. Los monitores estaban conectados a la prominente e inquieta barriga de Ana. Se oían perfectamente los latidos de ambos bebés. Charo informaba continuamente a Juan del proceso de parto. Ana estaba dilatando deprisa.
Era momento de poner la epidural. Los dolores eran muy intensos, Ana apenas podía articular palabra cuando la contracción estaba en su umbral más alto de dolor. Pedro intentaba distraerla diciendo frases filosóficas sin mucho sentido, ya que estaba muy nervioso y no sabía cómo evitarle sufrir. Cosa poco acertada, por su parte, pero con la única intención de ayudar. La sala era todo lo acogedora que puede ser una sala de hospital, habían tratado con cariño los detalles para que las futuras mamás estuvieran a gusto.
De repente las caras de los especialistas hacían ver que algo no andaba bien.
—¿Qué pasa doctor? —repetía Ana una y otra vez, presa de los nervios.
—Lo siento Ana, los latidos dejan de oírse en algún momento. Tenemos que hacerte una cesárea de urgencia. Una de las niñas lleva una vuelta de cordón en el cuello. Pedro tendrá que esperar fuera y saldremos a darle noticias.

   Ana fue trasladada a quirófano. Ya no era tan acogedor. Era una sala fría, toda ella alicatada con baldosines blancos muy brillantes, con abundantes objetos de metal: tijeras, bisturís, fórceps… Focos deslumbrantes que enfocaban directamente a la camilla.
   A Ana se le cayó el mundo encima. No quería que nada les pasase a sus pequeñas. El anestesista hizo su trabajo de nuevo, ampliando la dosis de epidural para que procedieran a realizar la cesárea.
   Todo fue muy rápido, la vida de las pequeñas corría peligro. En diez minutos estaban fuera. Ana fue la primera en verlas. Cuando salieron para que Pedro las viera, Irene, Antonio y Sandra se habían unido en la sala de espera.

   Para sorpresa de todos…

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