Otro nuevo relato perteneciente a Colección Cupido 2015 nos llega hoy de la mano de Joaquín Marías Corbalán "Indiana". Es el autor con el que abrimos la colección el día de San Valentín y ha querido repetir experiencia permitiéndonos compartir esta joya que ha titulado "Aquella extraña Navidad". Como os adelantaba ayer en la previa vía facebook, se trata de un precioso relato que hará remover muchos sentimientos que guardamos latentes ahí dentro. Y tal como comentaba el propio autor fue el ganador del certamen internacional de cuentos de navidad Angeles Palazón. Así que un privilegio contar con él para enriquecer nuestro blog. Espero que os guste tantísimo como a mí y disfrutéis de su lectura.
Besetes a tod@s. Nos leemos.
AQUELLA EXTRAÑA NAVIDAD.
A estas alturas de mi vida he olvidado muchas cosas,
tantas, que parecen ser más de las que he aprendido. Los recuerdos pasan
fugaces por mi mente, como efímeras mariposas de primavera. Algunas de ellas,
nacen, se reproducen y mueren en un solo día, un solo día nuestro que para
ellas es toda una vida.
A veces creo que algunos recuerdos son recreaciones de
mi mente, algo que quise que pasara pero que quizás nunca llegó a pasar, en
cambio otros sí que sucedieron a pesar de que hubiera dado una parte de mi vida
porque nunca hubiesen sido realidad.
Hay uno de ellos que flota en mi cabeza como la bruma
que envuelve a un barco en alta mar, y lo hace aparecer y desaparecer según se
desliza por el agua. Unas veces lo deja ver con toda su majestuosidad, otras,
nos lo hace entrever como un fantasma ante nuestros asombrados ojos, y algunas
ni tan siquiera podemos adivinarlo, pero sabes que está ahí porque escuchas el
ronco rumor de sus motores, o porque divisas desde la costa a los albatros que
siguen su rastro blanco en el agua salada, le acompañan unos cientos de metros
despidiéndole de tierra, y después..., se vuelven, dejándole solo con su rumbo
y su estela. Los recuerdos…
Fue en Navidad, una fría y húmeda Navidad. Tenía once
años, setenta y cinco menos que tengo ahora. Recuerdo que eran once porque
fueron los mismos puntos que me dieron en la cabeza al saltar con la bicicleta
desde el puente al río sobre el que pasaba el viejo y añorado tren de carbón.
¡Oh…!, el olor del carbón quemado con su humo blanco, ¡qué entrañable
sensación! El río en aquella ocasión, me mostraba burlón las piedras de su
fondo sin agua, pensé que caería de pié y que seguiría dándole a los pedales.
Allí despedí irrevocablemente a mi Ángel, el que decía
mi abuela que iba siempre conmigo para protegerme. Un Ángel no puede tener
estos fallos, no puede descuidarse, por eso es un Ángel y por eso decidí seguir
yo solo, conmigo mismo mi camino, aunque no sé si este haría caso omiso de mi
decisión y siguió conmigo en la sombra, después de todo era su misión. Creo que
debió de hacerlo, de lo contrario no estaría contando esto hoy, si me guardáis
el secreto os diré que creo haberle visto algunas veces, de reojo, cuando se
descuida.
Cuando eres niño, los mayores te dicen cosas que no
entiendes, después con el paso de los años, sí.
A los cuatro años preguntaba por mi abuelo, me decían
que no podía verlo porque aún no había vuelto de la guerra, pero… ¿Qué era la
guerra?
A mis ocho años aún no había regresado, pero… ¿Cuánto
tiempo dura una guerra?
Debían de gustarle mucho esas cosas, casi más que su
familia. Yo le esperaba cada mañana al abrir los ojos, iba corriendo a la
chimenea donde se sentaba mi abuela, a ver si estaba allí con ella. Tenía por
seguro de que un día iba a volver, cuando se cansara de esas batallas que no
terminaban nunca, entonces me sentaría en sus rodillas y me contaría cosas que
otros niños no sabían ni iban a saber jamás, solo yo.
Sabéis, los abuelos nos quieren mucho, casi más que a
sus propios hijos, o como poco de diferente manera. Según me hacía mayor le
esperaba con más impaciencia.
Hacía mucho frío esa mañana de finales de Diciembre,
en Murcia casi nunca nieva en invierno, yo me imaginaba una rosa roja surgiendo
de la blanca nieve, tiempo después, en otros países llegué a
comprender que algunas veces los sueños se hacen realidad, vi esa rosa surgir
de la nieve. Los cristales enmarcados en la vieja madera de le ventana que
los dividía en cuatro rectángulos iguales, me dejaban ver un día gris, frío y
gris. Me abrigue los pies con unos gruesos calcetines de lana hechos por mi
abuela, ella sabía hacer esas cosas, y botas, tenía la ilusión de que nevara, en
los cuentos siempre lo hacía.
Terminé de abrocharme el abrigo de paño y bajé los
escalones de yeso que conducían a la planta baja, le dije a mi abuela que
volvería antes de que regresaran mis padres, habían salido a hacer las últimas
compras de Navidad para la cena de Nochebuena.
Recuerdo su mueca de inconformismo cuando le dije que
iba a subir hasta lo más alto de la montaña para esperar al abuelo, sentí
ensombrecerse su mirada y perderse en un frondoso bosque de recuerdos.
Según fui haciéndome mayor, esa alta montaña fue
decreciendo hasta convertirse en una colina.
Sentado sobre el caído tronco de un viejo y carcomido
pino, que hacía las veces de refugio del viento unas, y de trinchera para
resistir los ataques del enemigo de los barrios colindantes otra, esperé a que
apareciera mi abuelo. Hacía nubes con el vaho que producía el aire
caliente de mi aliento al invadir, de una forma provocada, el aire frío del
exterior.
Rememoré las batallas ganadas al enemigo con mi espada
de madera, “Excalibur” le llamaba. Cuantas bajas causé al invasor, o mejor,
cuantos chichones mezclados con alaridos de guerra para ahuyentarlos montaña
abajo.
Ensimismado en mis batallas y acurrucado al abrigo del
frío en mi improvisado refugio, no le oí llegar. Era él, estaba igual que la
foto que había en la mesilla de mi abuela. Se quedó mirándome con su sonrisa
disimulada detrás de su blanca barba, me tendió sus brazos. Yo solo acerté a
decir, ¿abuelo porqué has tardado tanto? Y corrí hacia él con los brazos
también abiertos.
Ahora no soy capaz de recordar el tiempo que estuvimos
abrazados, pero si sé que sentía su calor, su cariño, su fuerza.
Le pregunté si ya había terminado la guerra, tardó en
contestar y cuando lo hizo, su voz me llenó de seguridad y confianza.
—Las guerras no terminan nunca, solo se paran, se
quedan dormidas, esperan en el tiempo a que alguien las despierte, yo espero
que esta se duerma para siempre. Pero para que siga durmiendo, es necesario no
hacer demasiado ruido.
Yo le escuchaba absorto, hablaba despacio, una densa
neblina fue cayendo lentamente sobre la cima de mi montaña.
Quise saber cómo era la guerra, que poder tenía sobre
las personas para retenerlos tanto tiempo lejos de sus familias, y que estos lo
permitieran. Me pasó el brazo por encima del hombro y me acurruqué junto a él.
Ya no sentía el frío de la mañana, ni me importaba no
ver a través de la húmeda neblina. No temía perderme de vuelta a casa, mi
abuelo conocía el camino. Empezó a hablar en un tono triste, dijo que en la
guerra que él estaba hacía frío, incluso en verano.
—Todos los soldados tienen frío, frío en el alma y
rabia en el corazón, pocos conocen la paz en las oscuras noches de los campos
de batalla. Cuando las balas y la metralla atraviesan tu cuerpo ya no sientes
dolor, porque ese dolor de la carne solo dura un instante que se hace eterno;
pero son solo unos segundos de la vida que viene después. A continuación llega
el dolor del alma, y ese ya no te abandona nunca hasta que lo asumes y pasas a
formar parte del sueño eterno. Pero hay una cosa que nunca olvidas, el amor de
los que te quieren, eso siempre lo llevas como una bandera, es lo que te hace crecer.
Entonces deseas volver un momento para verlos, aunque sabes que un día los
tendrás a tu lado para siempre.
Hizo una pausa, yo no entendía algunas de las cosas
que decía mi abuelo, pero aproveché para preguntarle si era por eso por lo que
había tardado tanto. Contestó que sí, que era por eso.
Me dijo que todavía no podía volver a casa, que aún
era pronto para que nos reuniéramos con la abuela y con mis padres. Siguió
hablándome de la guerra a pesar de mi insistencia porque bajáramos a casa.
—Algunas veces —continuó—, cuando la añoranza y el
dolor se hacen insoportables, cuando ya no aguantas más sin ver a la gente que
has querido o que aún no has conocido, en ese sitio te dan un permiso para que
les hagas una visita breve. Yo pedí ese permiso para verte a ti, para que me
conocieras, y aquí estoy.
—Cuéntame algo más de esa guerra abuelo —le dije casi
en un susurro.
Me miro y siguió hablando con su voz tranquila,
pausada, como si el tiempo no existiera para él.
—Conocí a un soldado que fue herido en el frente, yo
sabía que iba a morir y él también. Se lamentaba de que no quería irse sin ver
a su madre, pero de pronto sonrió y me dijo: ya no tengo miedo, me han dicho
que me darán permiso para ir a verla, apretó fuerte mi mano y murió con una
sonrisa que ni la misma muerte pudo borrar de su rostro. Hasta que yo no visité
ese lugar, no pude saber quien tenía que darle ese permiso, era el mismo que me
lo ha dado a mí ahora.
Le pregunté si estaba muy lejos ese lugar al que tenía
que volver, tardó en contestar y cuando lo hizo fue con una voz dulce y
pausada.
—Ese lugar está muy lejos y muy cerca, tan lejos que
se necesita toda una vida para llegar, y tan cerca que puedes sentirlo dentro
de tu corazón. El tiempo no cuenta cuando nos llevan allí, basta con un breve
parpadeo de nuestros ojos y ya habremos llegado. ¿Qué te parece si damos un
corto paseo por el campo? —propuso poniéndose en pié con una agilidad inusual
para su edad.
Se había levantado la neblina, o al menos eso pensé
yo. Andábamos sin apenas sentir el camino bajo nuestros pies. Iba de la mano de
mi abuelo, sus grandes dedos acostumbrados como estarían a disparar, no
presentaban durezas, cubrían toda mi mano y lo hacían con suma delicadeza.
El tiempo se deslizaba como el silencioso reptar de
una serpiente, sin dejarse sentir. Caminábamos despacio, como dos viejos amigos
caminan en complicidad con las sombras del camino, y esa misma penumbra de la
fría tarde dejaba adivinar la parpadeante luz de las primeras estrellas.
El abuelo se detuvo a mirarlas. Yo, siguiendo el
camino de sus ojos, llegue hasta Sirio, en la constelación del Canis Major
(Perro Mayor) a solo ocho años luz de mi abuelo y de mí, algunas noches las
estrellas se agrupan y nos hacen llegar su luz como miles de luciérnagas
entonando su melodía de amor, como nubes de mariposas puestas ahí por el Gran
Padre Azul para alumbrar al caminante durante la sibilina noche.
—Están muy lejos, demasiado lejos para alcanzarlas
desde aquí —decía señalándolas con el dedo—. No podemos llegar a ellas con
nuestras manos, pero si con nuestra alma, si lo deseamos con todas las fuerzas
de nuestro corazón, con el mayor deseo de nuestra voluntad, todo el universo se
pondrá en movimiento para hacer que sean nuestras, solo entonces podremos
cogerlas con nuestros dedos.
La luna empezaba a dibujarse en el agua de una pequeña
charca producida por un cercano canal de riego. Nos quedamos colgados de su
mágica silueta, mirándola temblar, desdibujarse ante cualquier pequeño
movimiento del líquido, tan frágil, tan voluble, tan misteriosa, tan cerca y
tan lejos a la vez, parecía un fantasma presto a desaparecer ante el mas fugaz
parpadeo.
—Aunque parezca real —dijo mi abuelo rompiendo el silencio
de unos momentos atrás—, es una ilusión, su reflejo es como el de las personas
que pasan por la vida como una vana ilusión, cuando se van, ya no queda nada,
solo su recuerdo.
Tiró una piedrecita al agua, y la luna se escondió
tímida y misteriosa en una orilla de la charca, como huyendo de las sombras
vanas, de dos fantasmas cómplices de la niebla de la tarde.
—Debemos volver —dijo—, ya es tarde y la abuela te
espera.
Dimos la vuelta y nos encaminamos por el sendero que
llevaba a casa, metió la mano en el bolsillo de su chaqueta, y sacó un viejo
reloj con una cadena de eslabones plateados que brillaban al ser heridos por
los fríos rayos de luz de la luna.
—Toma, dáselo a la abuela —continuó diciéndome—. Dile
que no pude llevárselo yo, pero que lo he guardado como un tesoro. Dile también,
que pronto nos veremos —hizo una pausa en sus recomendaciones y deteniendo su
paso me miró poniendo su mano sobre mi hombro—. Ahora tengo que irme, cuéntales
que has estado conmigo.
Me dio un fuerte abrazo y me besó en la frente como
una caricia que regala el invierno, después, se fue alejando poco a poco, con
paso lento hacia una colina, yo le miraba con el viejo reloj en la mano
mientras su figura se iba perdiendo en la niebla. Recuerdo que no me sentí
triste, ni tan siquiera lloré por su prematura marcha, tenía la seguridad de
que lo volvería a ver.
Cuando desperté de mi improvisado refugio, estaba
tiritando de frío, las estrellas empezaban a poblar el cielo de la tarde, miré
en derredor por si había vuelto el abuelo pero fue en vano, no conseguí ver ni
el más mínimo atisbo de su presencia. La neblina había remitido casi por
completo, debí de quedarme dormido cuando se fue. Corrí monte abajo, seguro que
me estarían buscando desde el mediodía, empecé a preocuparme por la angustia
que sentiría mi abuela al sentirse responsable por dejarme marchar, y con estos
pensamientos, aceleré mi descenso tropezando con matojos y piedras.
Al llegar a casa, las últimas luces del día se
despedían del pueblo tendiendo sobre sus tejados el manto dorado del
ocaso, haciendo con su sombra bajar la temperatura.
La puerta estaba cerrada, me senté en el portal bajo
los retorcidos sarmientos de la vieja y correosa parra, pensaba como podía
haber pasado el tiempo tan rápido, sin apenas sentirlo. Después de unos minutos
de tensa espera, les vi llegar; al verme sentado en el dosel corrieron hacia mí
gritando mi nombre y con los brazos abiertos. Me van a matar, pensé, he estado
todo el día fuera.
Me abrazaron llorando, no acababa de entenderlo, si
iban a matarme, ¿por qué me abrazaban? Me matarían después, y si me abrazaban
porque me querían, ¿por qué lloraban? Ahora recuerdo un proverbio oriental: “Si
tiene remedio, ¿por qué lloras? Y si no lo tiene, ¿por qué lloras?”.
Mis padres y mi abuela quizás lo hacían porque su
corazón no entendía de proverbios.
Después vinieron las preguntas, y todas a la vez: ¿qué
te ha pasado, dónde has estado, qué has estado haciendo todo este tiempo, has
comido algo, has tenido hambre, has pasado frío, te has perdido? Yo
no podía contestarles a los tres a la vez, por lo que decidí callar hasta que
se calmaran, al menos estaba más seguro de que sus intenciones no eran
agresivas hacia mi asustada persona.
Entramos a la casa. En la chimenea luchaban por no
apagarse los restos de las últimas brasas, rodeadas de ceniza. Una compuesta
mesa adornada de Navidad, y a la espera de que alguien se dignara hacerle los
honores, me recordó que era la noche más mágica del año, Nochebuena. La luz del
quinqué que recientemente había sustituido a la del candil, dibujaba difusas y
ondulantes formas en la cortina que separaba el salón de la cocina. Sultán, mi
viejo perro, se abalanzó hacia mí con la pesadez de sus torpes movimientos
haciéndome caer al suelo y lavándome la cara con su lengua, me estaba diciendo:
¿por qué no me has llevado contigo, qué me he perdido?
En un tropel de palabras, de frases que llegaban hasta
mis oídos, y que yo escuchaba como a través de un túnel, conseguí entender que
estaban muy preocupados, que había tenido a medio pueblo buscándome desde la
hora de comer, y que todos estaban muy asustados por si me había pasado algo
malo. Estuvieron en el monte, cerca del viejo tronco de pino donde con toda
probabilidad me quede dormido a su abrigo. Supuse que me llamarían, pero yo no
podía oírles, ¡cómo iba a oírles si estaba con mi abuelo!
—Afortunadamente ya estás aquí y sin que te haya
pasado nada —dijo la abuela.
Mi padre fue más escueto y severo cuando preguntó.
—¿Dónde has estado?
Guardé unos segundos de silencio con la cabeza baja
mirando al suelo de yeso que tenía por piso la casa. Mi madre hacia esfuerzos
por disimular la impaciencia que le producía mi respuesta, y me miraba en
silencio. Yo no sabía cómo decírselo, estaba indeciso, me preguntarían que
porqué el abuelo no vino conmigo hasta casa ya que había vuelto, que porqué
volvió a marcharse…
—Creo… —me atreví a decir ante las inquisitivas
miradas de todos, incluso las de Sultán, que me miraba fijamente con las orejas
tiesas y haciendo oscilar el rabo lentamente, como animándome a hablar—. Creo —repetí—,
que me quedé dormido en el viejo tronco de pino que hay en la cima del monte,
hasta…
—¿Hasta qué? —apremió mi padre ante mi titubeo.
—Hasta que me despertó el abuelo —vi cambiar sus caras
con una mezcla de sorpresa y extrañeza que fue cambiando a preocupación por la
inesperada respuesta—. Le dieron permiso para venir a verme.
Todos continuaron mirándome en silencio, pensé que
había dicho algo prohibido, algo que podía desencadenar un terremoto, la
fórmula mágica del maligno que traería funestas consecuencias sobre la tierra.
Mi abuela, se acercó hasta mí despacio, y cogiendo mi cabeza por ambos lados
con las dos manos dijo en voz muy baja, casi en un susurro, como si sus
palabras hubiesen estado largo tiempo guardadas en el más oscuro de los
rincones de su alma.
—El abuelo no volvió de la guerra, cariño, nunca lo verás,
lo mataron.
La miré a los ojos y por fin pude ver esas lágrimas
que durante tanto tiempo me había estado ocultando. Debían de ser las lágrimas
más largas que yo había visto en mi vida, pues formaban una sola, se sucedían
sobre su cara formando un pequeño río descendente que brillaba a la luz del
quinqué como los zafiros de la corona de una diosa pagana, como un vuelo de
estrellas en una oscura noche de estío. Me pareció que al estar tanto tiempo
contenidas quisieron salir todas a la vez.
Entonces comprendí, fue como si de pronto se hubiesen
abierto las puertas y ventanas de un sótano oscuro dejando entrar la luz de
mediodía toda a la vez.
Me habían estado diciendo todos estos años, que el
abuelo estaba en la guerra y que un día volvería. ¿Por qué los abuelos de los
demás niños volvieron y el mío no? Quizás pensaban decírmelo después, cuando fuese
mayor para que no sufriera… Pero ya me daba igual, yo sabía que no estaba
muerto, por eso les creí.
—No abuela, te equivocas. Yo le he visto, he estado
hablando con él.
Me miraban en silencio, como el que oculta su culpa y
acusa a la vez. Negué con la cabeza, intenté convencerles de que era real, de
que habíamos paseado de la mano, de que habíamos hablado, de que mi abuelo…,
estaba vivo. Fue inútil, dijeron que no podía ser, que lo habría soñado cuando
me quedé dormido. Solo, me levanté y me dirigí a la habitación de la abuela. Todos
me siguieron con la mirada, en unos segundos reaparecí con la foto que ella
tenía sobre la mesita junto a la cama. El pequeño marco de madera dejaba ver
una ajada fotografía en sepia con los bordes picados. Del bolsillo superior del
chaleco del señor de la foto, pendía una cadena de plata, en cuyo extremo, y
mostrándolo con orgullo entre su mano, había un reloj en cuya tapa se podía adivinar
la joven cara de mi abuela con el pelo a lo “belle époque”.
—¿Dime qué es esto abuela? —le pregunté
señalándole con el dedo el reloj de la foto.
—Es el reloj que le regalé a tu abuelo cuando nos
casamos —contestó—. Dijo que solo la muerte lo separaría de él y que si alguna
vez le pasara algo lejos de casa, me lo enviaría con alguien, pero los dos se
perdieron en ese extraño mundo que crearon los hombres, la guerra.
Dejé el marco con la fotografía sobre las faldas de mi
abuela, saqué el reloj del bolsillo de mi pantalón y lo puse sobre su mano.
—Toma, el abuelo me dijo que te lo entregara. No podía
venir a traértelo él, pero tenía que cumplir su promesa. También dijo que
pronto estarías con él…
Mi abuela murió al año siguiente, yo tenía doce años.
Ahora sé que están los dos juntos para siempre. Aquella noche por primera vez
fuimos seis a la mesa en la cena de Navidad: mis padres, mis dos abuelos,
Sultán y yo.
Las guerras, probablemente maten nuestros cuerpos,
pero nunca podrán hacerlo con nuestras almas ni nuestros recuerdos, ellos viven
en otro plano, en otro mundo, adimensional.
Ahora, en este momento, ellos para mí sólo son un
recuerdo, como pronto lo seré yo para los que precedo. Los años no pasan de
forma gratuita, pero tengo la completa seguridad de que todos nosotros, aunque
sólo sea un momento en el tiempo, lo que dura un parpadeo o lo que tarda en
desaparecer un barco tragado por las azules aguas del mar, nos veremos unidos
por el amor todos los que de alguna manera nos hemos querido en esta fugaz
vida. Feliz Navidad.
Joaquín Marías Corbalán. INDIANA.
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