sábado, 25 de abril de 2015

Colección Cupido. Leávandrel. Eduardo Comín Diarte.

Otro nuevo relato perteneciente a Colección Cupido 2015 nos llega hoy de la mano de Eduardo Comín Diarte. Ya sabéis la admiración que siento por mi amigo cocinero, que nos prepara suculentos relatos sacados de su portentosa imaginación. Cocinado en olla express, pues su cerebro es un agitador de ideas explosivas que después, a fuego lento y en cazuela, y removidas convenientemente para que no se agarren, adquieren ese poso que necesita todo buen relato para atrapar. Hoy nos sorprende al cambiar totalmente de registro respecto a su tremenda historia del año pasado (amor prohibido en la vida rural), aunque debemos decir que las raíces del protagonista están ahí, pronto se aventurará en el asfalto para abrirse camino como músico. No os desvelo nada más, porque sería inapropiado revelar todas las sorpresas que encierra este texto que nos propone Eduardo en su mágico relato.

Besetes a tod@s. Nos leemos.


LEÁVANDREL

Leónidas…

Que mal dormí esa noche. Oí todas las horas en el horroroso reloj de cuco de la parte de abajo de la casa. Además, se presentía que iba a llover. No vivía demasiado lejos de las vías, pero como cuentan los más ancianos, los días que iba a llover el paso de los trenes se escuchaba alto y claro en todos los lugares de este pueblo.
Algo me decía que no iba a oír muchos días más esa tortura del tren y el reloj. Tenía decidido que ese día, iba a dejar el pueblo.
Durante años estuve inmerso en mis estudios, por fin tenía la carrera, bueno con esta ya eran varias. Y no tenía nada que hacer aquí. La música era mi pasión. Cuando tengo entre manos un instrumento el tiempo se detiene, la melodía que sale del metal que soplo, la cuerda que toco o el marfil que pulso hace que mi sangre se hiele.
Pero allí no había futuro para un músico friki que tiene tantas rarezas como yo.
Ya había convencido a mi familia y les decía que sólo sería una temporada, que necesitaba explorar el mundo. Primero nuestro país, este país agujereado como un queso, donde se valora más a un medio cantante mediocre sin formación que se acostó con una famosa, que a los cientos de profesionales que nos dejamos la vista y los dedos entre partituras. Déjalo Leo, no dejes que la amargura te consuma...
Sólo faltaban unas horas, a las cuatro y siete salía el tren que me llevaría a la estación Delicias, y de allí, otro que me llevara a Madrid. Y allí, un pequeño trabajo como músico, becario de un profesor en el conservatorio.
No llevaba mucho metal en el bolsillo, y la tarjeta de crédito no estaba como para tirar cohetes. Mis instrumentos habían castigado duramente mi cuenta corriente, y unos pocos ahorros, y un empujoncito que me había dado mi padre, era todo lo que tenía para empezar a buscarme la vida.
Me disponía a levantarme de la cama, repasar mis maletas y a despedirme de todos. Comenzaba mi aventura, y tenía  tanto miedo como ganas.
El agua chorreaba por mi cuerpo, estaba caliente, quizá demasiado. Pero la piel se acostumbra enseguida y me relajaba. El pelo me colgaba más allá de los hombros. Algún mechón se enredaba entre los aros de oro amarillo de mis orejas. Mi abuela me recordaba cada vez que me veía que me parezco cada día más a un pirata.
Las maletas estaban listas. Mi guitarra en su funda, y en otros bolsillos la armónica, el afinador, púas, cuerdas. Todo en un montón y hecho un lío. Y este enredo dice mucho de mí, de mi forma de ser, y del caos que hay en mi cerebro repleto de corcheas, acordes, calderones, sincopas y silencios de negra.
En las maletas hay casi más partituras y cuadernos que ropa, y en una pequeña bolsa de terciopelo bordada, y envuelta entre plásticos protectores mi más preciado tesoro: una pequeña arpa de mano. Dorada, con delicadas cuerdas, y tan meticulosamente grabada a mano, que hace de este instrumento un pequeño tesoro.
La compre en un mercado de antigüedades en Escandinavia. No me costó mucho dinero, porque el tipo al que se la compre necesitaba una pequeña ayuda económica para aliviar a un pequeño simio que llevaba encima y que le había dejado la cara cadavérica y más huesos y pellejos que carne. No sé de donde la habría sacado pero estaba seguro que la procedencia no era muy legal. Tuve suerte, ya que al ir en grupo junto otros músicos para una clase en el conservatorio de Helsinki, el afamado Sibelius, no destacaba mucho entre el resto de instrumentos. De otro modo, bien podría haber sido requisada en el aeropuerto como artículo de gran valor sin documentación.
Llegar a controlar este instrumento me costó muchos años. De hecho, aun no lo domino plenamente, creo que necesitaría dos vidas más hasta poder hacerlo como ella.
La cocina olía muy bien. Sobre la mesa: tostadas, café, bollos calentitos y un sobre. Todas las personas que me querían estaban alrededor de esa mesa. La despedida fue dura. Mis padres, abuelos, hermanos y sobrinos, junto a todos mis amigos de la infancia, se despidieron de mí. Pero con el tiempo, he sido yo quien los ha despedido a todos, uno por uno.
Los primeros meses en Madrid fueron duros, pero poco a poco me hice un hueco. Mi sueldo era horrible, y tan apenas me alcanzaba para comer y pagar el alquiler de un piso compartido. Hubo un tiempo que el metro y el bus eran artículos de lujo, así que una vieja bici hecha añicos era mi medio de transporte. Y fue en el metro, un día de esos en los que intentaba sacarme un dinerito extra, cuando vi por primera vez el rostro más hermoso que jamás en la vida había presenciado. Pasaron días o semanas, ya no recuerdo, hasta que la volví a ver. Pero al final, su presencia fue diaria. Siempre a la misma hora y en el mismo tren.
Yo estaba ahí, con mi guitarra rasgueando y tocando canciones, la mayoría compuestas por mí, alusivas al amor; algo hipócrita por mi parte, ya que era algo que nunca en mi vida había sentido por nadie. Desde luego había experimentado con las chicas de mi pueblo y alguna chica cosmopolita y moderna de la capital, pero ni me había planteado que esa palabreja de cuatro letras afectara a mi vida.
La primera vez que la vi, llamó mi atención el color de su pelo. Era rubio, tan claro que parecía blanco. Muy largo, y la melena parecía bailar al son de las notas que salían de las cuerdas que resonaban en la caja acústica. Pero sus ojos ni siquiera se posaron un segundo en mí, ni en mi guitarra, y mucho menos pareció que sintiera ni una sola nota musical. Parecía de hielo.
Pero todo cambio el día en que decidí tocar la pequeña arpa de mano y ella clavó esos imponentes ojos azules sobre los míos.




Níniel…

—Padre, algún día dominaré la melodía como usted, estoy segura.
—No tengo ninguna duda, Níniel. Para nosotros, aprender a dominarla es esencial. El planeta necesita de nuestra música, las flores se mueven al son de la melodía y el agua del río fluye lenta cuando el ritmo es suave. Algún día Níniel, tendrás que tomar el relevo. Pero de momento sólo tienes que disfrutar. Sal a jugar con el jovencito que te espera fuera, y toma, llévate esta flauta de madera. Practica con ella en el manantial.
—Padre, ese niño es…
—No importa. Vivimos con ellos desde hace siglos, y al contrario de nuestros parientes los dorados, nunca hemos tenido problemas con ellos. Sólo juega y disfruta, tú también eres una niña.

No sé cuánto tiempo ha pasado desde aquello. Días, años, tal vez un buen puñado de siglos. No suelo dormir mucho, pero cada vez que el sueño me vence, recuerdo como si fuera ayer las palabras conciliadoras de mi padre.
Aún guardo esa pequeña flauta, pero tan escondida, que ni me acuerdo de dónde está. Puede que se encuentre en la aldea de Grecia, o quizá esté en aquel caserón de Dinamarca. No importa, tengo todo el tiempo del mundo para encontrarla.
Por aquel entonces, sólo quedaba yo. Y la flauta no podía arreglar el lío en el que llevaba tanto tiempo metida. Y todo por culpa de ese niño, ese pequeño humano.
Añoraba la época en la que jugar lo era todo. Él, un pequeño niño de cabellos negros como la noche que me perseguía fuera donde fuera. Tiempo después comprendí que el niño estaba unido a mí de una manera tan especial, que ni mis antepasados más sabios pudieron explicarme jamás. Él tenía ocho o nueve años, y yo en esa época también los aparentaba, tanto física como mentalmente. Fue increíble como aprendió junto a mí el maravilloso arte de la música, dominó la flautilla de madera incluso antes que yo, y mi padre se sorprendió con la facilidad con la que copiaba mis movimientos de dedos cuando yo tocada el arpa.
Fueron unos años preciosos, y pasaron tan rápido... Él crecía y crecía, y mi ritmo de crecimiento era más lento. Tan lento, que hubo un tiempo que él pensó que me quedaría enana de por vida.
Le enseñaba a escondidas todo lo que yo aprendía junto a mi padre, y él lo asimilaba de una manera inusual, dadas las limitaciones de su gente.
Cuando cumplió los dieciséis, no se notaba excesivamente la diferencia física entre nosotros. Él tenía una melena negra esplendida, y se colgó dos aros dorados en las orejas que yo misma le había regalado para su reciente celebración del día de su nacimiento. Sabía que no debía, pero lo besé. Y durante mucho tiempo llevamos nuestro amor en secreto. Cuando mi padre nos descubrió, nos separó. Mi corazón se quebró en mil pedazos, y cuando lo volví a ver él ya era un anciano. Todo el mundo lo conocía, ya que se convirtió en el más aplaudido músico de aquella época. Nunca nadie supo donde ese músico aprendió aquellas melodías, tan cálidas y dulces. Todo lo contrario a su semblante frío y triste.
Cuando nos encontramos, él me reconoció al instante. Yo seguía aparentando dieciséis años, y él, estaba en el ocaso de su vida. Me alegre de verlo, pero fue tal el dolor que sentí, que renegué de los míos. Entregué mi arpa a ese ser de cabellos negros y aros dorados, lo despedí con un amargo dolor de corazón y abandoné a mi gente con un rencor nunca visto en un elfo.
Años después, unas horribles guerras me privaron de poder visitar su tumba, ya que toda esa tierra fue asolada y destruida.
Viví más de mil vidas. Disfrute de diez vidas de cortesana, trece de mercenaria, ermitaña en una cueva e incluso fui dueña de un burdel en una isla. Durante un tiempo no me importó nadie. Estuve presente en casi todas las épocas de la vida de los hombres y pase desapercibida. Y nunca volví a rozar los labios de nadie. Ninguna raza, terrenal ni divina, produjo interés en mí.
Mi gente pensó que nunca volverían a verme, y cuando abandonaron la tierra de los hombres, para regresar a nuestra tierra, sólo yo quede en esta bola de barro llamada tierra abandonada a mi suerte.
Entonces vivía en un país cálido, llevaba mucho allí. Y mi existencia era rutinaria y aburrida hasta que en un ruidoso metro de una ciudad abarrotada de gente vi brillar unos aros dorados enredados entre unos mechones negros como la noche. Sus ojos me resultaron familiares, pero su voz era muy distinta. Maltrataba una guitarra echa una piltrafa y la gente rara vez dejaba caer una moneda en la funda del instrumento que hacía las veces de monedero. Él no se dio ni cuenta, pero me fije en él detenidamente, en su pelo, en el filo de sus labios y en la gruesa barba que cubría sus mandíbulas medio afeitadas. El tiempo pareció pararse. Disimule lo mejor que pude y por primera vez en mucho tiempo sentí un nudo en mi estomago.
Tardé un tiempo en volver por allí, incluso huí lejos por unos días. Pero no dejaba de pensar en él, y la atracción fue tal que regresé. Cada día volvía a coger ese tren, siempre a la misma hora, y allí estaban sus aros y sus rizos. Pero un día al bajar del vagón, los vellos se me pusieron rígidos como estacas al sentir una melodía que había creído desterrada de mi mente.
Conforme subía por las escaleras la música se oía más clara y más tensa me ponía. No podía creer lo que estaba escuchando. La melodía incrementaba el ritmo y la dureza de las notas iban en aumento. Estaba en el punto álgido de la obra cuando pase por su lado y le miré a los ojos. Una cuerda se rompió como si fuera cristal cortando fugazmente en la yema del dedo.
Juró y bramó como un toro. Se ruborizó al ver que me acercaba con los ojos tan abiertos y tan decididos, y entonces rocé la pequeña arpa de oro, tal y como lo había hecho tantas y tantas veces, e hice que una nueva cuerda volviera a brotar. Le agarré de la mano y la herida cicatrizó de la misma forma misteriosa que fue reparada la cuerda.
Como siempre hice las cosas sin pensar, y eso hizo que mi vida y la de Leo dieran un giro inesperado. Y que el ovillo de lana que era mi vida empezara a encontrar el rumbo adecuado.
—Sigue tú con la historia Leo…




¿Cómo has hecho eso?...

Eso fue lo primero que salió por mi boca, y salté del taburete en el que estaba sentado y dejando caer el arpa encima de la funda de la guitarra.
Le miré a los ojos, y desde ese momento supe que si en esta vida tenía que amar a alguien, iba a ser a ese ser.
Miré la mano que me acabada de rozar y había curado instantáneamente mi dedo. Sólo unas gotas de color rojo carmesí escurrían por la recién brotada cuerda nueva. Ni rastro de la herida sesgada que hace nada surcaba mi dedo.
Su mano, cálida y pálida, estaba enfundada en un guante de lana negra con los dedos cortados. Sus uñas estaban perfectamente arregladas como si fueran obras de arte. Para nada acorde con la chupa de cuero ceñida y la pulsera de cuero que ajustaba su muñeca.
Parecía la versión “Metallica” de la conocidísima muñeca rubia. Un gorro de lana calado hasta las cejas ajustaba su melena rubia contra la cara, esa cara perfecta…
—¿Cómo has hecho eso?
—¿A qué te refieres? Yo no he hecho nada..., y suéltame la mano.
—¡Qué pasa!, ¿Eres una bruja o algo así, o qué?
—¡Idiota!
Corrió como si le persiguieran los fantasmas, y aunque intente alcanzarla, fue imposible. Cuando volví a mi escenario particular, ya tenía a un pakistaní echando mano a la recaudación del día que estaba dentro de la funda de la guitarra, y lo tuve que espantar de ahí de una patada en el culo.
Tarde varias semanas en volver a bajar a los túneles del metro. Y durante ese tiempo mientras pedaleaba en la vieja bicicleta con la guitarra al hombro no hacía otra cosa que pensar en ella.
En mi dedo no había ni rastro de la herida por lo que llegue a pensar que lo soñé. Que lo que había fumado antes de bajar a los andenes me había dejado tocado. Pero lo que de verdad me tenía tocado era ella. Encontrarla era lo que más quería en el mundo, pero sentía temor a ese encuentro. ¿Cómo iba a reaccionar? ¿Pensará que estoy loco?
Un día, cuando desperté, tenía un cartelito en la puerta de mi habitación. El dueño del piso me dijo que tenía que pagarle el mes de retraso que tenía o que me fuera buscando otro guariche, había otros interesados en la habitación. Pobres desgraciados, pensé yo. ¿Quién querría venir a vivir a esta cuadra?
El caso es que debía de conseguir dinero como sea. Algo tenía, pero debería volver a bajar al metro a conseguir algún dinerillo extra. Y, ¡qué demonios! ¡Un pibón como ese no está a mi alcance, seguro que ni se acuerda ya de mí!
Bajaba las escaleras con la guitarra al hombro, el taburete en la mano y ya casi había llegado a mi rinconcito cuando volví a verla. Estaba apoyada en la pared justo donde me solía poner a tocar. Iba vestida de forma muy similar al día que sentí el tacto de su piel por primera vez. Estuve a punto de dar marcha atrás, pero fue entonces cuando me dijo…
—¡Ey! ¡Espera, no te vayas! Me gustaría hablar contigo.
No sé si hablaba o cantaba, a mí me pareció música celestial lo que salía por su boca.
—Hola, ¿qué tal? ¿Vas a salir corriendo otra vez? Aún no he mordido nunca a nadie.
Cual macho alfa de canis lupus intentaba aparentar más bravo de lo que era, no quería parecer un alfeñique.
—Bueno, me asusté. Te confundí con alguien.
—¿Con Nosferatu? Je, je, je. Soy Leo, ¿y tú?
—Yo me llamo Níniel, encantada de conocerte. Leo ¿cómo el signo del zodiaco?
—No, como Leónidas. El rey de Esparta. Encantado de conocerte Níniel, ¿me estabas esperando?
—No, digo… bueno sí. Me sentía estúpida al salir corriendo así el otro día. Suponía que llegarías un día u otro, te suelo ver algunos días cuando paso por aquí, y he supuesto que estarías al caer. Y quería disculparme por decirte idiota.
Mientras intercambiábamos nuestras primeras frases, hubo un pequeño desconcierto. Yo alargué la mano, y ella se apartó un mechón de la cara y se acercó para darme unos corteses besos en la mejilla. ¡Qué tonto!, pensé. Sería cómica la escena de la mano en el aire mientras por primera vez notaba su dulce olor a flores, a jardín, a hierba recién cortada. Me pareció el olor más extraño para un perfume, pero me hizo sentir durante medio segundo como tirado en la orilla del río durante mis años en el pueblo. Me pareció extremadamente sexy. Y sentí como me temblaban las rodillas. Pero continué hablando…
—La verdad es que sí que fue un poco extraño. Parece que fue algo mágico. Me diste como una descarga, o un escalofrío, no sé. Por eso te dije bruja.
—¿Me consideras una mujer electrizante? —dijo entre carcajadas.
—Inusual a lo menos —respondí riendo abiertamente.
—¿Quién te ha enseñado a tocar el arpa, Leo?
—Nadie. Tengo facilidad con los instrumentos, un par de libros, unos videos en internet y ya está. Pero tampoco sé tocar. Sólo unas melodías para llamar la atención en el metro, y parece que lo he conseguido, ¿no?
—La verdad es que sí. Me has hecho recordar mi infancia. Mi padre tocaba el arpa, y hace mucho que no se de él. Me gustó mucho oírte tocar.
Hoy has traído el arpa o sólo tocas la guitarra y canciones tristes de amor.
—No, solo canto canciones tristes de amor, ¿sabes?. Y no, no he traído el arpa. Desde el otro día está en su funda tapadita y esperando que me vuelvan a dar ganas de cogerla. De momento se me han quitado.
—No te enfades, ¿quieres que tomemos un café?
Me olvide de que necesitaba el dinero, de que me iban a echar de la habitación y de cualquier cosa aunque hubiera sido de importancia vital. La chica más bonita que yo había visto en mi vida me propuso tomar algo. ¿Cómo iba a decir que no?
Nos tomamos un café en una terraza, y ella no paró de hablar. Hay momentos de la conversación que no recuerdo, o simplemente no pude seguir. Era como si su voz fuera familiar. Como si la conociera desde siempre, y a cada silaba que ella pronunciaba yo más me iba enamorando.
Hablamos de música, de mí, de mis aros de oro, de mi pequeño pueblo que dejé atrás, y de muchas cosas más. Ella preguntaba sin cesar cosas que eran tan tontas que a veces parecía una niña. Yo por mucho que le preguntaba no tenía respuestas aclaradoras. Sólo supe que se llamaba Níniel, que no era de aquí, que le encanta viajar y que compartía conmigo un extraño interés por ese pequeño arpa de mano. En ocasiones su fijación fue enfermiza con ese instrumento.
Cuando terminamos el café, ya era la hora de cenar y se adelantó a mis palabras cuando dijo…
—Te invito a cenar Leo, ¿te apetece?
—Justo te iba a proponer lo mismo. Me apetece. Vamos donde quieras.
Me agarró de la mano y volví a sentir esa energía que fluía de sus dedos. Me dieron ganas de escribirle una canción. Y creo que la empecé, en algún lugar estará guardada, quizás junto a la flautilla de madera en Grecia o Dinamarca.
Corrimos hasta un pequeño bar de bocadillos y pedimos algo de comer y unas jarras de cerveza. Estas, no fueron las últimas, comimos, bebimos y volvimos a beber. Una de las veces, entre risas, me llamó por un nombre extrañísimo. Yo hice como que no me di cuenta, pero ella al momento rectificó y seguimos riendo.
Salimos del bar un poco más que animados y al dar la vuelta a la esquina, un viejo músico tocaba un chelo igual de viejo que él mismo. Saqué mi armónica del bolsillo y empecé a tocar junto a él. Níniel comenzó a cantar y a golpear una lata que había desvencijada a los pies de un contenedor. No nos habíamos dado cuenta, pero los caminantes solitarios de esa noche de Madrid hicieron corro mientras estuvimos tocando con aquel anciano. En la gorra, repiquetearon las monedas y el señor se aseguraba una noche en la pensión y algo caliente que llevarse a la boca. Insistió en repartir las ganancias pero yo ya estaba demasiado ocupado besando los labios de la única mujer que me había hecho sentirme vivo. Ninguno nos dimos cuenta, pero de un viejo árbol quemado en una manifestación que había justo a nuestro lado, brotó una flor blanca.
Ella me abrazaba con fuerza, y me arrastró hasta un taxi.
Lo que siguió cuando llegamos a su apartamento, fue algo desconocido para mí. El ático perfectamente amueblado parecía sacado de una revista de decoración. Menos mal que fue ella la que decidió donde debería acabar la noche. No imagino peor lugar que la sucia habitación de mi piso compartido.
Debajo de la chupa de cuero y su jersey de cuello alto encontré la belleza en estado puro. Bajo el gorro brotó una melena larga que cayó hasta su cintura tapando sus pequeños y erguidos pechos. Su piel, parecía de muñeca de porcelana, blanca como si el sol nunca hubiera rozado esa carne, y sus diminutos pezones sonrosados y altivos olían a melocotón dulce como los campos en verano.
Al besar su cuello, uno de los aros de oro que colgaban de mis orejas golpeó contra otro gran pendiente plateado y fue cuando note la única característica física que nos diferenciaba: sus orejas terminaban en una forma extrañamente afilada.
—No preguntes Leo. Tenemos tiempo para ello. Te he esperado tanto tiempo…
Ni una sola palabra salió de mi boca. Pero durante el tiempo en el que estuvimos entrelazados y entregándonos el uno al otro una melodía nos envolvió. Me costó descubrir que era Níniel la que tarareaba una bonita canción, que años más tarde identifiqué como la melodía sagrada de los elfos del bosque.




Níniel, ¿eres real, o esto es un sueño?...

Al despertar, ella estaba a mi lado, sentada, despierta y pensativa. Pasé mi mano por su espalda y noté como la piel se erizaba al contacto con la mía.
—Níniel, ¿eres real, o esto es un sueño?
—Soy real Leo, algo distinta a ti, pero real. No sé si debo contarte todo, quizá no estés preparado para ello.
—Sabes, algo en mi interior me dice que no sólo estoy preparado para ello, si no que necesito que me cuentes todo. Es extraño, pero tengo la sensación de que eres lo que he estado esperando toda mi vida y que ya nos conocemos de antes.
Nos sentamos los dos desnudos uno frente al otro y empezó a hablar.
Elfos, distintas razas de elfos, medios elfos y humanos. Amor, dolor, tristeza, reencuentro…
Mi cerebro intentaba asimilar que mi vida se había convertido en una novela de fantasía, y se me escapó una sonrisa.
Ella guardó silencio, sonrió y me volvió a besar.
—Leo, creo que haberte encontrado de nuevo es una señal. Lo nuestro no es casualidad, te dejé marchar una vez y no volveré a hacerlo.
Nos fundimos en un abrazo de una increíble fuerza mística y de repente pareció como si flotáramos. Besé su cuello, sus labios y me entretuve largo tiempo en el lugar donde sus piernas forman un ángulo casi perfecto, pensé que estaba tocando la más dulce de las melodías que nunca había compuesto. En el vaivén acompasado de sus caderas sentía la percusión de cientos de tambores en una extraña danza ritual, su pelo movía el aire hasta convertirlo en viento y ese olor a bosque impregnó toda la habitación, toda mi piel y se caló, hasta lo más profundo de mi cerebro.
—Níniel, mi cuerpo, mi alma y mi melodía es tuya para toda la eternidad. Nunca voy a dejarte.

No sé cuantos días estuvimos encerrados en ese ático, podría haber estado allí  toda la vida, dos vidas, o lo que hubiera sido necesario. Desde luego que seguro que mis pertenencias estaban ya en el pasillo, ya que mi habitación estaría ocupada por otro pobre desgraciado.
Seguro, que en el conservatorio, mi jefe ya tenía sustituto, pero todo me daba igual. No necesitaba nada más que a ella.

Los meses siguientes fueros una vorágine de experiencias. Lo primero que hicimos nada más salir de aquel ático fue ir corriendo a por el arpa.
Viajamos por todos los rincones del mundo. Los destinos fueron de lo más increíbles: Tierras nórdicas heladas donde Níniel, pacientemente, me enseñaba la melodía del hielo; Tierras de fuego, como los volcanes activos más peligrosos de Latinoamérica, donde el arpa con una melodía tranquilizadora era capaz de poner en reposo el magma ardiente. Los animalillos más salvajes de la selva más profunda nos observaban cuando desnudos como niños practicábamos las melodías con los arroyos de aguas claras. Incluso mis ojos fueron testigos de cómo hizo brotar un chorrito de agua fresca y clara en las afueras de un campo de refugiados en pleno desierto, donde la tierra estaba tan seca que las grietas del suelo tenían varios pies de profundidad.
Vivíamos ajenos al dinero, a las preocupaciones y al paso del tiempo, durante ese tiempo sólo fuimos eso, música, amor y diversión inocente.
Nuestra vida parecía un cuento de hadas. Un humano, y un elfo del bosque. Pero resultó que mi elfo del bosque no era un elfo cualquiera.
Dormíamos, por aquel entonces, en una cabaña de madera y techo de hojas de palmeras en algún extraño punto del mar Caribe, alejado de cualquier forma de vida humana, cuando al despertar ella ya no estaba a mi lado. Al principio, no me sorprendió mucho, ya que Níniel tan apenas dormía. Me levanté, y comencé a caminar hacia la orilla de la playa, me introduje en el agua, y al salir vi una especie de resplandor entre la maleza.
Anduve hacia allí, y entre flores y matojos la encontré sentada con las piernas cruzadas, desnuda con tan solo una pequeña corona de flores en el pelo. La imagen me pareció mágica. Y no iba mal encaminado.
—¿Qué te pasa Níniel? ¿Estás bien?
Níniel abrió los párpados y una lágrima cristalina brotó de cada uno de sus perfectos ojos.
—Leo, tengo que contarte una cosa más. Y no sé cómo empezar.
Por primera vez en mucho tiempo volví a sentir miedo. Me quede rígido y pensativo, me dio miedo conocer que es lo que tenía que confesarme, pero me senté delante de ella con su misma posición y le cogí las manos.
—Cuéntame lo que tengas que contarme Níniel.




El tiempo se agota…

—Leo, sabes que te quiero por encima de todo. Ha sido increíble volver a estar contigo, aunque para ti sea como la primera vez. Encontrarte no ha sido casualidad, todo tiene un porqué y nuestro destino es este .Llevaba siglos sin tocar tu arpa, bueno… mi arpa, el arpa de mi pueblo. El arpa a la que renuncié junto a mi sitio en el barco para regresar con los míos a nuestra tierra, lejos del alcance de los hombres. Al volver a tocar el arpa, he abierto una pequeña brecha entre ambos mundos, y he sido encontrada por los míos. A ti, ya te conocen. Eras el portador del arpa, la pieza principal de este puzzle. Que la consiguieras tú, tampoco fue casualidad, era tu tarea. Quieren que regrese, es donde debo estar, y el tiempo se agota. Pero hay algo que puede que cambie todos sus planes.
—No voy a aceptar que te vayas Níniel, no voy a permitirlo. Pensaba que estaríamos juntos para siempre.
—Olvidas que ahora estamos en tu mundo. Tú eres humano y el tiempo corre en tu contra. Yo nunca cambiare Leo, tengo la eternidad de mi lado pero tú… No podría soportar volver a perderte. Sólo hay una posibilidad, y una vez ya me fue negada. Debes subirte al barco conmigo.
—¿Cómo estas tan segura que esta vez no pasará lo mismo?
—Esta vez, hay algo distinto. Y es que, en poco tiempo no estaremos solos Leo.
—¿Qué quieres decir?… ¿Quién viene?
—No viene nadie Leo, quien tiene que venir, ya está aquí.
Níniel, me agarró las manos y junto a las suyas, las poso en su vientre. Durante un tiempo, minutos, horas o quién sabe, puede que días, estuve sintiendo el tacto cálido de su vientre. Sentí una sensación como nunca había sentido. ¿Era posible que fuera verdad? ¿Iba a ser padre?
Besé los labios de la portadora de mi semilla, del ser más bello de esta tierra y seguro que de cualquier otra tierra que exista, y sólo pude llorar de felicidad. Sin importarme nada más.
—Leo, hace cientos de siglos que ningún elfo ha mezclado su sangre con un humano, y no va a ser fácil. Pero vamos a arreglar esto como sea. De momento, esperaremos noticias de mi padre.
Esas noticias no tardaron en llegar, portadas por un mensajero rubio. No parecía que tuviera mas de ocho años, aunque después de lo que estaba viviendo, puede que tuviera setecientos ocho años y yo no sabría distinguirlo. El joven habló con Níniel en una lengua totalmente desconocida para mí. Mientras hablaban, ella no soltaba el arpa de su mano y cuando terminaron su conversación el pequeño elfo me miró, se acercó, habló y me dio la mano.
No entendí lo que me dijo, pero cuando nos quedamos solos Níniel me contó que él era un familiar suyo, y que me deseaba suerte por encima de todas las cosas. Que había una gran revuelta en su tierra, y que todo el mundo sabía que ella había aparecido, que estaba con un humano y que iba a volver.

La cita con su padre y un consejo de elfos fue unos meses después en un lago al norte de Irlanda. Nosotros deberíamos de esperar en la orilla.
Y así fue. Níniel estaba ya en adelantado estado de gestación, se movía con cierta dificultad, pero aun con aquella abultada tripa era el ser más hermoso de los que poblaban la tierra de los hombres.
Estábamos sentados en la orilla del lago, ella vestía un hermoso vestido de tela sedosa. En su mano, el arpa de oro que tantas veces habíamos compartido. Y yo, con unos tejanos viejos, barba de una semana y los pelos tan largos y desaliñados como los del pirata con el que me comparaba mi abuela.
De repente, de entre la bruma del lago apareció una pequeña embarcación estrecha parecida a un kayak, y en la proa un farol que hizo que destellara uno de los aros de mis orejas.
Cuando los bajos de la pequeña barca rozaron contra la tierra de la orilla, agarré con fuerza la mano de Níniel y sentí como temblaba. Comencé a sudar y las rodillas me dolían de tanto como temblaban.
Níniel se levantó y se abrazó con su padre, que nada mas sentir el abultado vientre lanzó una mirada inquisitiva contra mis ojos. No sé si estábamos empezando bien.
Yo me acerqué y escuché como hablaban entre susurros los demás pasajeros de aquella extraña embarcación en ese idioma tan raro. El padre me aceptó la mano que estaba en el aire esperando la suya, y comenzó a hablar.
—Grata es la sorpresa de volver a ver a mi hija, y sorprendente el encontrarme con tu rostro después de tantos siglos joven Leónidas. Aunque no recuerdo que ese fuera tu nombre por aquel entonces.
—Leávandrel padre, así se llamó en su vida pasada.
Reconocí ese nombre fugazmente, así fue como me llamó aquel primer día que pasé con ella.
—No es necesario saber detalles tan antiguos Níniel, me interesan más las noticias que me cuentan las líneas de tu cuerpo.
—Padre, este es el fruto de un amor que lleva vivo tantos años como la música que sale de la vieja flauta de madera. Música que guía los ríos, calma los mares bravos y apacigua los fuegos que queman las ramas de los árboles antiguos. Música que él aprendió de mí, y música que sonará a través de sus manos para educar a nuestro hijo.
»Sólo espero que usted, y los sabios que le acompañan, acepten. O el heredero legitimo del reino de los elfos del bosque consumirá sus días en la tierra de los hombres, junto a su padre…, y su madre.
»Su decisión anterior hizo que sintiera dolor como nadie ha sentido, e hizo que nuestra familia se fracturara, quedándome yo sola en esta tierra.
—Níniel, si te quedas en esta tierra verás como ellos consumen sus vidas y volverás a quedarte sola, y a sufrir como has sufrido.
—Volveré a sufrirlo padre, y esperaré a que él regrese de nuevo, con otro nombre, en otro país, en otra época, quizá en otra tierra… Pero le esperare. Estamos predestinados padre, usted lo sabe.
—La decisión no depende sólo de mí, hija mía. Todo el consejo deberá reunirse, no sólo debe aceptar que un humano entre en nuestra tierra, si no que deben aceptar a un medio elfo como legitimo heredero de los elfos del bosque.
Yo no pude abrir la boca, y de hecho, aunque la hubiera abierto, ni una sola palabra habría podido salir de ella. Vi como discutieron, como se abrazaron y como su padre se despidió de ella con una caricia en la mejilla.
El consejo se subió de nuevo a la barca, por último, subió el padre y sin mirar atrás, el farol de proa se perdió en el horizonte. Níniel me abrazó, lloró y me besó. Yo la abracé, y comenzamos a andar en dirección opuesta al lago.
—Pase lo que pase Leo, nunca voy a volver a abandonarte.
Los días siguientes fueron extremadamente duros para los dos, incluso dejamos de practicar con el arpa. Níniel estaba muy pesada y decidimos volver a la pequeña cabaña en el Caribe.
Yo tenía unos intensos quebraderos de cabeza, he incluso estuve a punto de abandonar y marcharme para desaparecer de su lado. Sólo pensar el sufrimiento que supondría para ella el vernos morir y quedarse sola me atormentaba. Y si yo desaparecía, ella y mi hijo podrían vivir eternamente juntos.
Cada día que pasaba estaba más dispuesto a hacerlo... Pero una noche, cuando estábamos sentados a la orilla del mar, vimos como desde la lejanía una luz se acercaba hacia la orilla.




¿A que estas esperando?...

Durante unos segundos, los dos pasamos un miedo atroz. Miedo a lo desconocido, miedo al futuro, miedo a tener que separarnos.
Cuando los bajos de la barca rozaron la arena blanca del Caribe vimos que la nave se encontraba vacía. En ella, únicamente apreciamos un pergamino escrito con unos trazos ilegibles para mí.
Níniel leía y comenzó a llorar. Esta vez de alegría, pero hasta que me explicó lo que en aquel escrito ponía la agonía me consumía.
—Leo, esta barca partirá de aquí mismo con destino a la tierra de los elfos dentro de dos días. Los dos tenemos sitio en la barca, así como el permiso para viajar. Sólo una prueba deberemos pasar. Y es de ti de quien depende todo.
»La barca será guiada hasta su destino por la melodía que salga del arpa de mi familia, y esa melodía es la primera que aprendiste de mí cuando tan sólo éramos unos niños. La melodía más importante de las que nunca tocaste. La melodía que hizo que nuestros destinos se unieran para siempre. Sólo si eres capaz de guiar la barca llegaremos a puerto. Si no, nos perderemos para siempre en el camino y nuestro fin nos llegará a los dos juntos. Moriremos en la inmensidad de las aguas.

Pasaron los dos peores días de mi vida. Níniel y yo no dormíamos, no comíamos, no descansábamos... Sólo tocábamos el arpa y nos besábamos. No estaba seguro de que fuera capaz de hacer tal proeza, pero lo que estaba claro es que no tenía que renunciar a ella. O llegábamos a puerto o pereceríamos juntos, sin más sufrimientos.
Escribí la carta más dura de las que había escrito. Me despedí de la familia que tenía en el pueblo. Les mandé una foto de Níniel junto a mí, y les dije que tenía que marcharme de viaje. Que ojalá algún día pudiéramos volver a vernos, pero que sería muy difícil. Imaginé las lágrimas de mi madre al leer esta carta, y aunque yo era frío como el hielo, lloré recordando toda mi infancia.
Tan sólo cogimos el arpa y unas pocas cosas más, subimos a la barca y comencé a tocar.
Con la primera nota la barca comenzó a moverse y antes de llegar a los diez primeros compases de aquella melodía Níniel rompió aguas…
Me gritó que no parase y que mirara hacia delante. Mis dedos se agarrotaron y a punto estuve de cesar de tocar. Pero fue la fuerza de sus ojos lo que me obligó a seguir. Poco a poco nos adentrábamos a mar abierto y fue entonces cuando un banco de niebla nos engulló.




¿Cuánto tiempo ha pasado desde aquello?...

—Papá, ¿cuánto tiempo ha pasado desde aquello?
—¡Ay, pequeño Leávandrel! Ni más ni menos que setenta y nueve años, la misma edad que tienes tú ahora. ¿Cuántas veces te hemos contado la historia ya hijo?
—No me canso de oírla papá —dijo entre inocentes carcajadas—, me encanta. El abuelo me dice que sois los mejores padres del mundo y que me tengo que sentir orgulloso de vosotros. ¿Y nunca más volviste a tu pueblecito?
—Sólo volví en un par de ocasiones con tu madre para conocer a los abuelos de allí, pero ni te imaginas lo que nos costó aprender esas melodías. Ahora, ya no queda nadie allí, pero puede que vayamos algún día.
»Ahora toma esta flautilla de madera, sal a practicar con la pequeña que te espera afuera con tantas ganas. El mejor sitio... ¡En aquel manantial!

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