Otro nuevo relato perteneciente a Colección Cupido 2015 nos llega hoy de la mano de Eduardo Comín Diarte. Ya sabéis la admiración que siento por mi amigo cocinero, que nos prepara suculentos relatos sacados de su portentosa imaginación. Cocinado en olla express, pues su cerebro es un agitador de ideas explosivas que después, a fuego lento y en cazuela, y removidas convenientemente para que no se agarren, adquieren ese poso que necesita todo buen relato para atrapar. Hoy nos sorprende al cambiar totalmente de registro respecto a su tremenda historia del año pasado (amor prohibido en la vida rural), aunque debemos decir que las raíces del protagonista están ahí, pronto se aventurará en el asfalto para abrirse camino como músico. No os desvelo nada más, porque sería inapropiado revelar todas las sorpresas que encierra este texto que nos propone Eduardo en su mágico relato.
Besetes a tod@s. Nos leemos.
LEÁVANDREL
Leónidas…
Que mal dormí esa noche. Oí todas las horas en el
horroroso reloj de cuco de la parte de abajo de la casa. Además, se presentía
que iba a llover. No vivía demasiado lejos de las vías, pero como cuentan los
más ancianos, los días que iba a llover el paso de los trenes se escuchaba alto
y claro en todos los lugares de este pueblo.
Algo me decía que no iba a oír muchos días más esa
tortura del tren y el reloj. Tenía decidido que ese día, iba a dejar el pueblo.
Durante años estuve inmerso en mis estudios, por fin
tenía la carrera, bueno con esta ya eran varias. Y no tenía nada que hacer
aquí. La música era mi pasión. Cuando tengo entre manos un instrumento el
tiempo se detiene, la melodía que sale del metal que soplo, la cuerda que toco
o el marfil que pulso hace que mi sangre se hiele.
Pero allí no había futuro para un músico friki que
tiene tantas rarezas como yo.
Ya había convencido a mi familia y les decía que sólo
sería una temporada, que necesitaba explorar el mundo. Primero nuestro país,
este país agujereado como un queso, donde se valora más a un medio cantante
mediocre sin formación que se acostó con una famosa, que a los cientos de
profesionales que nos dejamos la vista y los dedos entre partituras. Déjalo
Leo, no dejes que la amargura te consuma...
Sólo faltaban unas horas, a las cuatro y siete salía
el tren que me llevaría a la estación Delicias, y de allí, otro que me llevara
a Madrid. Y allí, un pequeño trabajo como músico, becario de un profesor en el
conservatorio.
No llevaba mucho metal en el bolsillo, y la tarjeta de
crédito no estaba como para tirar cohetes. Mis instrumentos habían castigado
duramente mi cuenta corriente, y unos pocos ahorros, y un empujoncito que me
había dado mi padre, era todo lo que tenía para empezar a buscarme la vida.
Me disponía a levantarme de la cama, repasar mis
maletas y a despedirme de todos. Comenzaba mi aventura, y tenía tanto miedo como ganas.
El agua chorreaba por mi cuerpo, estaba caliente,
quizá demasiado. Pero la piel se acostumbra enseguida y me relajaba. El pelo me
colgaba más allá de los hombros. Algún mechón se enredaba entre los aros de oro
amarillo de mis orejas. Mi abuela me recordaba cada vez que me veía que me
parezco cada día más a un pirata.
Las maletas estaban listas. Mi guitarra en su funda, y
en otros bolsillos la armónica, el afinador, púas, cuerdas. Todo en un montón y
hecho un lío. Y este enredo dice mucho de mí, de mi forma de ser, y del caos
que hay en mi cerebro repleto de corcheas, acordes, calderones, sincopas y
silencios de negra.
En las maletas hay casi más partituras y cuadernos que
ropa, y en una pequeña bolsa de terciopelo bordada, y envuelta entre plásticos
protectores mi más preciado tesoro: una pequeña arpa de mano. Dorada, con
delicadas cuerdas, y tan meticulosamente grabada a mano, que hace de este
instrumento un pequeño tesoro.
La compre en un mercado de antigüedades en
Escandinavia. No me costó mucho dinero, porque el tipo al que se la compre
necesitaba una pequeña ayuda económica para aliviar a un pequeño simio que llevaba
encima y que le había dejado la cara cadavérica y más huesos y pellejos que
carne. No sé de donde la habría sacado pero estaba seguro que la procedencia no
era muy legal. Tuve suerte, ya que al ir en grupo junto otros músicos para una
clase en el conservatorio de Helsinki, el afamado Sibelius, no destacaba mucho
entre el resto de instrumentos. De otro modo, bien podría haber sido requisada
en el aeropuerto como artículo de gran valor sin documentación.
Llegar a controlar este instrumento me costó muchos
años. De hecho, aun no lo domino plenamente, creo que necesitaría dos vidas más
hasta poder hacerlo como ella.
La cocina olía muy bien. Sobre la mesa: tostadas,
café, bollos calentitos y un sobre. Todas las personas que me querían estaban
alrededor de esa mesa. La despedida fue dura. Mis padres, abuelos, hermanos y
sobrinos, junto a todos mis amigos de la infancia, se despidieron de mí. Pero
con el tiempo, he sido yo quien los ha despedido a todos, uno por uno.
Los primeros meses en Madrid fueron duros, pero poco a
poco me hice un hueco. Mi sueldo era horrible, y tan apenas me alcanzaba para
comer y pagar el alquiler de un piso compartido. Hubo un tiempo que el metro y
el bus eran artículos de lujo, así que una vieja bici hecha añicos era mi medio
de transporte. Y fue en el metro, un día de esos en los que intentaba sacarme
un dinerito extra, cuando vi por primera vez el rostro más hermoso que jamás en
la vida había presenciado. Pasaron días o semanas, ya no recuerdo, hasta que la
volví a ver. Pero al final, su presencia fue diaria. Siempre a la misma hora y
en el mismo tren.
Yo estaba ahí, con mi guitarra rasgueando y tocando
canciones, la mayoría compuestas por mí, alusivas al amor; algo hipócrita por
mi parte, ya que era algo que nunca en mi vida había sentido por nadie. Desde
luego había experimentado con las chicas de mi pueblo y alguna chica
cosmopolita y moderna de la capital, pero ni me había planteado que esa
palabreja de cuatro letras afectara a mi vida.
La primera vez que la vi, llamó mi atención el color
de su pelo. Era rubio, tan claro que parecía blanco. Muy largo, y la melena
parecía bailar al son de las notas que salían de las cuerdas que resonaban en
la caja acústica. Pero sus ojos ni siquiera se posaron un segundo en mí, ni en
mi guitarra, y mucho menos pareció que sintiera ni una sola nota musical.
Parecía de hielo.
Pero todo cambio el día en que decidí tocar la pequeña
arpa de mano y ella clavó esos imponentes ojos azules sobre los míos.
Níniel…
—Padre, algún día dominaré la melodía como usted,
estoy segura.
—No tengo ninguna duda, Níniel. Para nosotros,
aprender a dominarla es esencial. El planeta necesita de nuestra música, las
flores se mueven al son de la melodía y el agua del río fluye lenta cuando el
ritmo es suave. Algún día Níniel, tendrás que tomar el relevo. Pero de momento
sólo tienes que disfrutar. Sal a jugar con el jovencito que te espera fuera, y
toma, llévate esta flauta de madera. Practica con ella en el manantial.
—Padre, ese niño es…
—No importa. Vivimos con ellos desde hace siglos, y al
contrario de nuestros parientes los dorados, nunca hemos tenido problemas con
ellos. Sólo juega y disfruta, tú también eres una niña.
No sé cuánto tiempo ha pasado desde aquello. Días,
años, tal vez un buen puñado de siglos. No suelo dormir mucho, pero cada vez
que el sueño me vence, recuerdo como si fuera ayer las palabras conciliadoras
de mi padre.
Aún guardo esa pequeña flauta, pero tan escondida, que
ni me acuerdo de dónde está. Puede que se
encuentre en la aldea de Grecia, o quizá esté en aquel caserón de Dinamarca. No
importa, tengo todo el tiempo del mundo para encontrarla.
Por aquel entonces, sólo quedaba yo. Y la flauta no
podía arreglar el lío en el que llevaba tanto tiempo metida. Y todo por culpa
de ese niño, ese pequeño humano.
Añoraba la época en la que jugar lo era todo. Él, un
pequeño niño de cabellos negros como la noche que me perseguía fuera donde
fuera. Tiempo después comprendí que el niño estaba unido a mí de una manera tan
especial, que ni mis antepasados más sabios pudieron explicarme jamás. Él tenía
ocho o nueve años, y yo en esa época también los aparentaba, tanto física como
mentalmente. Fue increíble como aprendió junto a mí el maravilloso arte de la
música, dominó la flautilla de madera incluso antes que yo, y mi padre se
sorprendió con la facilidad con la que copiaba mis movimientos de dedos cuando
yo tocada el arpa.
Fueron unos años preciosos, y pasaron tan rápido... Él
crecía y crecía, y mi ritmo de crecimiento era más lento. Tan lento, que hubo
un tiempo que él pensó que me quedaría enana de por vida.
Le enseñaba a escondidas todo lo que yo aprendía junto
a mi padre, y él lo asimilaba de una manera inusual, dadas las limitaciones de
su gente.
Cuando cumplió los dieciséis, no se notaba
excesivamente la diferencia física entre nosotros. Él tenía una melena negra
esplendida, y se colgó dos aros dorados en las orejas que yo misma le había
regalado para su reciente celebración del día de su nacimiento. Sabía que no
debía, pero lo besé. Y durante mucho tiempo llevamos nuestro amor en secreto.
Cuando mi padre nos descubrió, nos separó. Mi corazón se quebró en mil pedazos,
y cuando lo volví a ver él ya era un anciano. Todo el mundo lo conocía, ya que
se convirtió en el más aplaudido músico de aquella época. Nunca nadie supo
donde ese músico aprendió aquellas melodías, tan cálidas y dulces. Todo lo
contrario a su semblante frío y triste.
Cuando nos encontramos, él me reconoció al instante.
Yo seguía aparentando dieciséis años, y él, estaba en el ocaso de su vida. Me
alegre de verlo, pero fue tal el dolor que sentí, que renegué de los míos.
Entregué mi arpa a ese ser de cabellos negros y aros dorados, lo despedí con un
amargo dolor de corazón y abandoné a mi gente con un rencor nunca visto en un
elfo.
Años después, unas horribles guerras me privaron de
poder visitar su tumba, ya que toda esa tierra fue asolada y destruida.
Viví más de mil vidas. Disfrute de diez vidas de
cortesana, trece de mercenaria, ermitaña en una cueva e incluso fui dueña de un
burdel en una isla. Durante un tiempo no me importó nadie. Estuve presente en
casi todas las épocas de la vida de los hombres y pase desapercibida. Y nunca
volví a rozar los labios de nadie. Ninguna raza, terrenal ni divina, produjo
interés en mí.
Mi gente pensó que nunca volverían a verme, y cuando
abandonaron la tierra de los hombres, para regresar a nuestra tierra, sólo yo
quede en esta bola de barro llamada tierra abandonada a mi suerte.
Entonces vivía en un país cálido, llevaba mucho allí.
Y mi existencia era rutinaria y aburrida hasta que en un ruidoso metro de una
ciudad abarrotada de gente vi brillar unos aros dorados enredados entre unos
mechones negros como la noche. Sus ojos me resultaron familiares, pero su voz
era muy distinta. Maltrataba una guitarra echa una piltrafa y la gente rara vez
dejaba caer una moneda en la funda del instrumento que hacía las veces de
monedero. Él no se dio ni cuenta, pero me fije en él detenidamente, en su pelo,
en el filo de sus labios y en la gruesa barba que cubría sus mandíbulas medio afeitadas.
El tiempo pareció pararse. Disimule lo mejor que pude y por primera vez en
mucho tiempo sentí un nudo en mi estomago.
Tardé un tiempo en volver por allí, incluso huí lejos
por unos días. Pero no dejaba de pensar en él, y la atracción fue tal que regresé.
Cada día volvía a coger ese tren, siempre a la misma hora, y allí estaban sus
aros y sus rizos. Pero un día al bajar del vagón, los vellos se me pusieron
rígidos como estacas al sentir una melodía que había creído desterrada de mi
mente.
Conforme subía por las escaleras la música se oía más
clara y más tensa me ponía. No podía creer lo que estaba escuchando. La melodía
incrementaba el ritmo y la dureza de las notas iban en aumento. Estaba en el
punto álgido de la obra cuando pase por su lado y le miré a los ojos. Una
cuerda se rompió como si fuera cristal cortando fugazmente en la yema del dedo.
Juró y bramó como un toro. Se ruborizó al ver que me
acercaba con los ojos tan abiertos y tan decididos, y entonces rocé la pequeña
arpa de oro, tal y como lo había hecho tantas y tantas veces, e hice que una
nueva cuerda volviera a brotar. Le agarré de la mano y la herida cicatrizó de
la misma forma misteriosa que fue reparada la cuerda.
Como siempre hice las cosas sin pensar, y eso hizo que
mi vida y la de Leo dieran un giro inesperado. Y que el ovillo de lana que era
mi vida empezara a encontrar el rumbo adecuado.
—Sigue tú con la historia Leo…
¿Cómo has hecho eso?...
Eso fue lo primero que salió por mi boca, y salté del
taburete en el que estaba sentado y dejando caer el arpa encima de la funda de
la guitarra.
Le miré a los ojos, y desde ese momento supe que si en
esta vida tenía que amar a alguien, iba a ser a ese ser.
Miré la mano que me acabada de rozar y había curado
instantáneamente mi dedo. Sólo unas gotas de color rojo carmesí escurrían por
la recién brotada cuerda nueva. Ni rastro de la herida sesgada que hace nada
surcaba mi dedo.
Su mano, cálida y pálida, estaba enfundada en un
guante de lana negra con los dedos cortados. Sus uñas estaban perfectamente
arregladas como si fueran obras de arte. Para nada acorde con la chupa de cuero
ceñida y la pulsera de cuero que ajustaba su muñeca.
Parecía la versión “Metallica” de la conocidísima
muñeca rubia. Un gorro de lana calado hasta las cejas ajustaba su melena rubia
contra la cara, esa cara perfecta…
—¿Cómo has hecho eso?
—¿A qué te refieres? Yo no he hecho nada..., y
suéltame la mano.
—¡Qué pasa!, ¿Eres una bruja o algo así, o qué?
—¡Idiota!
Corrió como si le persiguieran los fantasmas, y aunque
intente alcanzarla, fue imposible. Cuando volví a mi escenario particular, ya
tenía a un pakistaní echando mano a la recaudación del día que estaba dentro de
la funda de la guitarra, y lo tuve que espantar de ahí de una patada en el
culo.
Tarde varias semanas en volver a bajar a los túneles
del metro. Y durante ese tiempo mientras pedaleaba en la vieja bicicleta con la
guitarra al hombro no hacía otra cosa que pensar en ella.
En mi dedo no había ni rastro de la herida por lo que
llegue a pensar que lo soñé. Que lo que había fumado antes de bajar a los
andenes me había dejado tocado. Pero lo que de verdad me tenía tocado era ella.
Encontrarla era lo que más quería en el mundo, pero sentía temor a ese
encuentro. ¿Cómo iba a reaccionar? ¿Pensará que estoy loco?
Un día, cuando desperté, tenía un cartelito en la
puerta de mi habitación. El dueño del piso me dijo que tenía que pagarle el mes
de retraso que tenía o que me fuera buscando otro guariche, había otros
interesados en la habitación. Pobres desgraciados, pensé yo. ¿Quién querría
venir a vivir a esta cuadra?
El caso es que debía de conseguir dinero como sea.
Algo tenía, pero debería volver a bajar al metro a conseguir algún dinerillo
extra. Y, ¡qué demonios! ¡Un pibón como ese no está a mi alcance, seguro que ni
se acuerda ya de mí!
Bajaba las escaleras con la guitarra al hombro, el
taburete en la mano y ya casi había llegado a mi rinconcito cuando volví a
verla. Estaba apoyada en la pared justo donde me solía poner a tocar. Iba
vestida de forma muy similar al día que sentí el tacto de su piel por primera
vez. Estuve a punto de dar marcha atrás, pero fue entonces cuando me dijo…
—¡Ey! ¡Espera, no te vayas! Me gustaría hablar
contigo.
No sé si hablaba o cantaba, a mí me pareció música
celestial lo que salía por su boca.
—Hola, ¿qué tal? ¿Vas a salir corriendo otra vez? Aún
no he mordido nunca a nadie.
Cual macho alfa de canis lupus intentaba aparentar más
bravo de lo que era, no quería parecer un alfeñique.
—Bueno, me asusté. Te confundí con alguien.
—¿Con Nosferatu? Je, je,
je. Soy Leo, ¿y tú?
—Yo me llamo Níniel, encantada de conocerte. Leo ¿cómo
el signo del zodiaco?
—No, como Leónidas. El rey de Esparta. Encantado de
conocerte Níniel, ¿me estabas esperando?
—No, digo… bueno sí. Me sentía estúpida al salir
corriendo así el otro día. Suponía que llegarías un día u otro, te suelo ver
algunos días cuando paso por aquí, y he supuesto que estarías al caer. Y quería
disculparme por decirte idiota.
Mientras intercambiábamos nuestras primeras frases,
hubo un pequeño desconcierto. Yo alargué la mano, y ella se apartó un mechón de
la cara y se acercó para darme unos corteses besos en la mejilla. ¡Qué tonto!,
pensé. Sería cómica la escena de la mano en el aire mientras por primera vez
notaba su dulce olor a flores, a jardín, a hierba recién cortada. Me pareció el
olor más extraño para un perfume, pero me hizo sentir durante medio segundo
como tirado en la orilla del río durante mis años en el pueblo. Me pareció
extremadamente sexy. Y sentí como me temblaban las rodillas. Pero continué
hablando…
—La verdad es que sí que fue un poco extraño. Parece
que fue algo mágico. Me diste como una descarga, o un escalofrío, no sé. Por
eso te dije bruja.
—¿Me consideras una mujer electrizante? —dijo entre
carcajadas.
—Inusual a lo menos —respondí riendo abiertamente.
—¿Quién te ha enseñado a tocar el arpa, Leo?
—Nadie. Tengo facilidad con los instrumentos, un par
de libros, unos videos en internet y ya está. Pero tampoco sé tocar. Sólo unas
melodías para llamar la atención en el metro, y parece que lo he conseguido,
¿no?
—La verdad es que sí. Me has hecho recordar mi
infancia. Mi padre tocaba el arpa, y hace mucho que no se de él. Me gustó mucho
oírte tocar.
Hoy has traído el arpa o sólo tocas la guitarra y
canciones tristes de amor.
—No, solo canto canciones tristes de amor, ¿sabes?. Y
no, no he traído el arpa. Desde el otro día está en su funda tapadita y
esperando que me vuelvan a dar ganas de cogerla. De momento se me han quitado.
—No te enfades, ¿quieres que tomemos un café?
Me olvide de que necesitaba el dinero, de que me iban
a echar de la habitación y de cualquier cosa aunque hubiera sido de importancia
vital. La chica más bonita que yo había visto en mi vida me propuso tomar algo.
¿Cómo iba a decir que no?
Nos tomamos un café en una terraza, y ella no paró de
hablar. Hay momentos de la conversación que no recuerdo, o simplemente no pude
seguir. Era como si su voz fuera familiar. Como si la conociera desde siempre,
y a cada silaba que ella pronunciaba yo más me iba enamorando.
Hablamos de música, de mí, de mis aros de oro, de mi
pequeño pueblo que dejé atrás, y de muchas cosas más. Ella preguntaba sin cesar
cosas que eran tan tontas que a veces parecía una niña. Yo por mucho que le
preguntaba no tenía respuestas aclaradoras. Sólo supe que se llamaba Níniel,
que no era de aquí, que le encanta viajar y que compartía conmigo un extraño
interés por ese pequeño arpa de mano. En ocasiones su fijación fue enfermiza
con ese instrumento.
Cuando terminamos el café, ya era la hora de cenar y
se adelantó a mis palabras cuando dijo…
—Te invito a cenar Leo, ¿te apetece?
—Justo te iba a proponer lo mismo. Me apetece. Vamos
donde quieras.
Me agarró de la mano y volví a sentir esa energía que
fluía de sus dedos. Me dieron ganas de escribirle una canción. Y creo que la
empecé, en algún lugar estará guardada, quizás junto a la flautilla de madera
en Grecia o Dinamarca.
Corrimos hasta un pequeño bar de bocadillos y pedimos
algo de comer y unas jarras de cerveza. Estas, no fueron las últimas, comimos,
bebimos y volvimos a beber. Una de las veces, entre risas, me llamó por un
nombre extrañísimo. Yo hice como que no me di cuenta, pero ella al momento
rectificó y seguimos riendo.
Salimos del bar un poco más que animados y al dar la
vuelta a la esquina, un viejo músico tocaba un chelo igual de viejo que él
mismo. Saqué mi armónica del bolsillo y empecé a tocar junto a él. Níniel
comenzó a cantar y a golpear una lata que había desvencijada a los pies de un
contenedor. No nos habíamos dado cuenta, pero los caminantes solitarios de esa
noche de Madrid hicieron corro mientras estuvimos tocando con aquel anciano. En
la gorra, repiquetearon las monedas y el señor se aseguraba una noche en la
pensión y algo caliente que llevarse a la boca. Insistió en repartir las
ganancias pero yo ya estaba demasiado ocupado besando los labios de la única
mujer que me había hecho sentirme vivo. Ninguno nos dimos cuenta, pero de un
viejo árbol quemado en una manifestación que había justo a nuestro lado, brotó
una flor blanca.
Ella me abrazaba con fuerza, y me arrastró hasta un
taxi.
Lo que siguió cuando llegamos a su apartamento, fue
algo desconocido para mí. El ático perfectamente amueblado parecía sacado de
una revista de decoración. Menos mal que fue ella la que decidió donde debería
acabar la noche. No imagino peor lugar que la sucia habitación de mi piso
compartido.
Debajo de la chupa de cuero y su jersey de cuello alto
encontré la belleza en estado puro. Bajo el gorro brotó una melena larga que
cayó hasta su cintura tapando sus pequeños y erguidos pechos. Su piel, parecía
de muñeca de porcelana, blanca como si el sol nunca hubiera rozado esa carne, y
sus diminutos pezones sonrosados y altivos olían a melocotón dulce como los
campos en verano.
Al besar su cuello, uno de los aros de oro que colgaban
de mis orejas golpeó contra otro gran pendiente plateado y fue cuando note la
única característica física que nos diferenciaba: sus orejas terminaban en una
forma extrañamente afilada.
—No preguntes Leo. Tenemos tiempo para ello. Te he
esperado tanto tiempo…
Ni una sola palabra salió de mi boca. Pero durante el
tiempo en el que estuvimos entrelazados y entregándonos el uno al otro una
melodía nos envolvió. Me costó descubrir que era Níniel la que tarareaba una
bonita canción, que años más tarde identifiqué como la melodía sagrada de los
elfos del bosque.
Níniel, ¿eres real, o esto es un
sueño?...
Al despertar, ella estaba a mi lado, sentada,
despierta y pensativa. Pasé mi mano por su espalda y noté como la piel se
erizaba al contacto con la mía.
—Níniel, ¿eres real, o esto es un sueño?
—Soy real Leo, algo distinta a ti, pero real. No sé si
debo contarte todo, quizá no estés preparado para ello.
—Sabes, algo en mi interior me dice que no sólo estoy
preparado para ello, si no que necesito que me cuentes todo. Es extraño, pero
tengo la sensación de que eres lo que he estado esperando toda mi vida y que ya
nos conocemos de antes.
Nos sentamos los dos desnudos uno frente al otro y
empezó a hablar.
Elfos, distintas razas de elfos, medios elfos y
humanos. Amor, dolor, tristeza, reencuentro…
Mi cerebro intentaba asimilar que mi vida se había
convertido en una novela de fantasía, y se me escapó una sonrisa.
Ella guardó silencio, sonrió y me volvió a besar.
—Leo, creo que haberte encontrado de nuevo es una
señal. Lo nuestro no es casualidad, te dejé marchar una vez y no volveré a
hacerlo.
Nos fundimos en un abrazo de una increíble fuerza
mística y de repente pareció como si flotáramos. Besé su cuello, sus labios y
me entretuve largo tiempo en el lugar donde sus piernas forman un ángulo casi
perfecto, pensé que estaba tocando la más dulce de las melodías que nunca había
compuesto. En el vaivén acompasado de sus caderas sentía la percusión de
cientos de tambores en una extraña danza ritual, su pelo movía el aire hasta
convertirlo en viento y ese olor a bosque impregnó toda la habitación, toda mi
piel y se caló, hasta lo más profundo de mi cerebro.
—Níniel, mi cuerpo, mi alma y mi melodía es tuya para
toda la eternidad. Nunca voy a dejarte.
No sé cuantos días estuvimos encerrados en ese ático,
podría haber estado allí toda la vida,
dos vidas, o lo que hubiera sido necesario. Desde luego que seguro que mis
pertenencias estaban ya en el pasillo, ya que mi habitación estaría ocupada por
otro pobre desgraciado.
Seguro, que en el conservatorio, mi jefe ya tenía
sustituto, pero todo me daba igual. No necesitaba nada más que a ella.
Los meses siguientes fueros una vorágine de
experiencias. Lo primero que hicimos nada más salir de aquel ático fue ir
corriendo a por el arpa.
Viajamos por todos los rincones del mundo. Los
destinos fueron de lo más increíbles: Tierras nórdicas heladas donde Níniel,
pacientemente, me enseñaba la melodía del hielo; Tierras de fuego, como los
volcanes activos más peligrosos de Latinoamérica, donde el arpa con una melodía
tranquilizadora era capaz de poner en reposo el magma ardiente. Los animalillos
más salvajes de la selva más profunda nos observaban cuando desnudos como niños
practicábamos las melodías con los arroyos de aguas claras. Incluso mis ojos
fueron testigos de cómo hizo brotar un chorrito de agua fresca y clara en las
afueras de un campo de refugiados en pleno desierto, donde la tierra estaba tan
seca que las grietas del suelo tenían varios pies de profundidad.
Vivíamos ajenos al dinero, a las preocupaciones y al
paso del tiempo, durante ese tiempo sólo fuimos eso, música, amor y diversión
inocente.
Nuestra vida parecía un cuento de hadas. Un humano, y
un elfo del bosque. Pero resultó que mi elfo del bosque no era un elfo
cualquiera.
Dormíamos, por aquel entonces, en una cabaña de madera
y techo de hojas de palmeras en algún extraño punto del mar Caribe, alejado de
cualquier forma de vida humana, cuando al despertar ella ya no estaba a mi
lado. Al principio, no me sorprendió mucho, ya que Níniel tan apenas dormía. Me
levanté, y comencé a caminar hacia la orilla de la playa, me introduje en el
agua, y al salir vi una especie de resplandor entre la maleza.
Anduve hacia allí, y entre flores y matojos la
encontré sentada con las piernas cruzadas, desnuda con tan solo una pequeña
corona de flores en el pelo. La imagen me pareció mágica. Y no iba mal
encaminado.
—¿Qué te pasa Níniel? ¿Estás bien?
Níniel abrió los párpados y una lágrima cristalina
brotó de cada uno de sus perfectos ojos.
—Leo, tengo que contarte una cosa más. Y no sé cómo
empezar.
Por primera vez en mucho tiempo volví a sentir miedo.
Me quede rígido y pensativo, me dio miedo conocer que es lo que tenía que
confesarme, pero me senté delante de ella con su misma posición y le cogí las manos.
—Cuéntame lo que tengas que contarme Níniel.
El tiempo se agota…
—Leo, sabes que te quiero por encima de todo. Ha sido
increíble volver a estar contigo, aunque para ti sea como la primera vez.
Encontrarte no ha sido casualidad, todo tiene un porqué y nuestro destino es
este .Llevaba siglos sin tocar tu arpa, bueno… mi arpa, el arpa de mi pueblo.
El arpa a la que renuncié junto a mi sitio en el barco para regresar con los
míos a nuestra tierra, lejos del alcance de los hombres. Al volver a tocar el
arpa, he abierto una pequeña brecha entre ambos mundos, y he sido encontrada
por los míos. A ti, ya te conocen. Eras el portador del arpa, la pieza
principal de este puzzle. Que la consiguieras tú, tampoco fue casualidad, era
tu tarea. Quieren que regrese, es donde debo estar, y el tiempo se agota. Pero
hay algo que puede que cambie todos sus planes.
—No voy a aceptar que te vayas Níniel, no voy a
permitirlo. Pensaba que estaríamos juntos para siempre.
—Olvidas que ahora estamos en tu mundo. Tú eres humano
y el tiempo corre en tu contra. Yo nunca cambiare Leo, tengo la eternidad de mi
lado pero tú… No podría soportar volver a perderte. Sólo hay una posibilidad, y
una vez ya me fue negada. Debes subirte al barco conmigo.
—¿Cómo estas tan segura que esta vez no pasará lo
mismo?
—Esta vez, hay algo distinto. Y es que, en poco tiempo
no estaremos solos Leo.
—¿Qué quieres decir?… ¿Quién viene?
—No viene nadie Leo, quien tiene que venir, ya está
aquí.
Níniel, me agarró las manos y junto a las suyas, las
poso en su vientre. Durante un tiempo, minutos, horas o quién sabe, puede que
días, estuve sintiendo el tacto cálido de su vientre. Sentí una sensación como
nunca había sentido. ¿Era posible que fuera verdad? ¿Iba a ser padre?
Besé los labios de la portadora de mi semilla, del ser
más bello de esta tierra y seguro que de cualquier otra tierra que exista, y
sólo pude llorar de felicidad. Sin importarme nada más.
—Leo, hace cientos de siglos que ningún elfo ha
mezclado su sangre con un humano, y no va a ser fácil. Pero vamos a arreglar
esto como sea. De momento, esperaremos noticias de mi padre.
Esas noticias no tardaron en llegar, portadas por un
mensajero rubio. No parecía que tuviera mas de ocho años, aunque después de lo
que estaba viviendo, puede que tuviera setecientos ocho años y yo no sabría
distinguirlo. El joven habló con Níniel en una lengua totalmente desconocida
para mí. Mientras hablaban, ella no soltaba el arpa de su mano y cuando
terminaron su conversación el pequeño elfo me miró, se acercó, habló y me dio la
mano.
No entendí lo que me dijo, pero cuando nos quedamos
solos Níniel me contó que él era un familiar suyo, y que me deseaba suerte por
encima de todas las cosas. Que había una gran revuelta en su tierra, y que todo
el mundo sabía que ella había aparecido, que estaba con un humano y que iba a
volver.
La cita con su padre y un consejo de elfos fue unos
meses después en un lago al norte de Irlanda. Nosotros deberíamos de esperar en
la orilla.
Y así fue. Níniel estaba ya en adelantado estado de
gestación, se movía con cierta dificultad, pero aun con aquella abultada tripa
era el ser más hermoso de los que poblaban la tierra de los hombres.
Estábamos sentados en la orilla del lago, ella vestía
un hermoso vestido de tela sedosa. En su mano, el arpa de oro que tantas veces
habíamos compartido. Y yo, con unos tejanos viejos, barba de una semana y los
pelos tan largos y desaliñados como los del pirata con el que me comparaba mi
abuela.
De repente, de entre la bruma del lago apareció una
pequeña embarcación estrecha parecida a un kayak, y en la proa un farol que
hizo que destellara uno de los aros de mis orejas.
Cuando los bajos de la pequeña barca rozaron contra la
tierra de la orilla, agarré con fuerza la mano de Níniel y sentí como temblaba.
Comencé a sudar y las rodillas me dolían de tanto como temblaban.
Níniel se levantó y se abrazó con su padre, que nada
mas sentir el abultado vientre lanzó una mirada inquisitiva contra mis ojos. No
sé si estábamos empezando bien.
Yo me acerqué y escuché como hablaban entre susurros
los demás pasajeros de aquella extraña embarcación en ese idioma tan raro. El
padre me aceptó la mano que estaba en el aire esperando la suya, y comenzó a
hablar.
—Grata es la sorpresa de volver a ver a mi hija, y
sorprendente el encontrarme con tu rostro después de tantos siglos joven
Leónidas. Aunque no recuerdo que ese fuera tu nombre por aquel entonces.
—Leávandrel padre, así se llamó en su vida pasada.
Reconocí ese nombre fugazmente, así fue como me llamó
aquel primer día que pasé con ella.
—No es necesario saber detalles tan antiguos Níniel,
me interesan más las noticias que me cuentan las líneas de tu cuerpo.
—Padre, este es el fruto de un amor que lleva vivo
tantos años como la música que sale de la vieja flauta de madera. Música que
guía los ríos, calma los mares bravos y apacigua los fuegos que queman las
ramas de los árboles antiguos. Música que él aprendió de mí, y música que
sonará a través de sus manos para educar a nuestro hijo.
»Sólo espero que usted, y los sabios que le acompañan,
acepten. O el heredero legitimo del reino de los elfos del bosque consumirá sus
días en la tierra de los hombres, junto a su padre…, y su madre.
»Su decisión anterior hizo que sintiera dolor como
nadie ha sentido, e hizo que nuestra familia se fracturara, quedándome yo sola
en esta tierra.
—Níniel, si te quedas en esta tierra verás como ellos
consumen sus vidas y volverás a quedarte sola, y a sufrir como has sufrido.
—Volveré a sufrirlo padre, y esperaré a que él regrese
de nuevo, con otro nombre, en otro país, en otra época, quizá en otra tierra…
Pero le esperare. Estamos predestinados padre, usted lo sabe.
—La decisión no depende sólo de mí, hija mía. Todo el
consejo deberá reunirse, no sólo debe aceptar que un humano entre en nuestra
tierra, si no que deben aceptar a un medio elfo como legitimo heredero de los
elfos del bosque.
Yo no pude abrir la boca, y de hecho, aunque la
hubiera abierto, ni una sola palabra habría podido salir de ella. Vi como
discutieron, como se abrazaron y como su padre se despidió de ella con una
caricia en la mejilla.
El consejo se subió de nuevo a la barca, por último,
subió el padre y sin mirar atrás, el farol de proa se perdió en el horizonte.
Níniel me abrazó, lloró y me besó. Yo la abracé, y comenzamos a andar en
dirección opuesta al lago.
—Pase lo que pase Leo, nunca voy a volver a
abandonarte.
Los días siguientes fueron extremadamente duros para
los dos, incluso dejamos de practicar con el arpa. Níniel estaba muy pesada y
decidimos volver a la pequeña cabaña en el Caribe.
Yo tenía unos intensos quebraderos de cabeza, he
incluso estuve a punto de abandonar y marcharme para desaparecer de su lado.
Sólo pensar el sufrimiento que supondría para ella el vernos morir y quedarse
sola me atormentaba. Y si yo desaparecía, ella y mi hijo podrían vivir
eternamente juntos.
Cada día que pasaba estaba más dispuesto a hacerlo...
Pero una noche, cuando estábamos sentados a la orilla del mar, vimos como desde
la lejanía una luz se acercaba hacia la orilla.
¿A que estas esperando?...
Durante unos segundos, los dos pasamos un miedo atroz.
Miedo a lo desconocido, miedo al futuro, miedo a tener que separarnos.
Cuando los bajos de la barca rozaron la arena blanca
del Caribe vimos que la nave se encontraba vacía. En ella, únicamente
apreciamos un pergamino escrito con unos trazos ilegibles para mí.
Níniel leía y comenzó a llorar. Esta vez de alegría,
pero hasta que me explicó lo que en aquel escrito ponía la agonía me consumía.
—Leo, esta barca partirá de aquí mismo con destino a
la tierra de los elfos dentro de dos días. Los dos tenemos sitio en la barca,
así como el permiso para viajar. Sólo una prueba deberemos pasar. Y es de ti de
quien depende todo.
»La barca será guiada hasta su destino por la melodía
que salga del arpa de mi familia, y esa melodía es la primera que aprendiste de
mí cuando tan sólo éramos unos niños. La melodía más importante de las que
nunca tocaste. La melodía que hizo que nuestros destinos se unieran para
siempre. Sólo si eres capaz de guiar la barca llegaremos a puerto. Si no, nos
perderemos para siempre en el camino y nuestro fin nos llegará a los dos
juntos. Moriremos en la inmensidad de las aguas.
Pasaron los dos peores días de mi vida. Níniel y yo no
dormíamos, no comíamos, no descansábamos... Sólo tocábamos el arpa y nos
besábamos. No estaba seguro de que fuera capaz de hacer tal proeza, pero lo que
estaba claro es que no tenía que renunciar a ella. O llegábamos a puerto o
pereceríamos juntos, sin más sufrimientos.
Escribí la carta más dura de las que había escrito. Me
despedí de la familia que tenía en el pueblo. Les mandé una foto de Níniel
junto a mí, y les dije que tenía que marcharme de viaje. Que ojalá algún día
pudiéramos volver a vernos, pero que sería muy difícil. Imaginé las lágrimas de
mi madre al leer esta carta, y aunque yo era frío como el hielo, lloré
recordando toda mi infancia.
Tan sólo cogimos el arpa y unas pocas cosas más,
subimos a la barca y comencé a tocar.
Con la primera nota la barca comenzó a moverse y antes
de llegar a los diez primeros compases de aquella melodía Níniel rompió aguas…
Me gritó que no parase y que mirara hacia delante. Mis
dedos se agarrotaron y a punto estuve de cesar de tocar. Pero fue la fuerza de
sus ojos lo que me obligó a seguir. Poco a poco nos adentrábamos a mar abierto
y fue entonces cuando un banco de niebla nos engulló.
¿Cuánto tiempo ha pasado desde
aquello?...
—Papá,
¿cuánto tiempo ha pasado desde aquello?
—¡Ay,
pequeño Leávandrel! Ni más ni menos que setenta y nueve años, la misma edad que
tienes tú ahora. ¿Cuántas veces te hemos contado la historia ya hijo?
—No
me canso de oírla papá —dijo entre inocentes carcajadas—, me encanta. El abuelo
me dice que sois los mejores padres del mundo y que me tengo que sentir
orgulloso de vosotros. ¿Y nunca más volviste a tu pueblecito?
—Sólo
volví en un par de ocasiones con tu madre para conocer a los abuelos de allí,
pero ni te imaginas lo que nos costó aprender esas melodías. Ahora, ya no queda
nadie allí, pero puede que vayamos algún día.
»Ahora
toma esta flautilla de madera, sal a practicar con la pequeña que te espera
afuera con tantas ganas. El mejor sitio... ¡En aquel manantial!
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