viernes, 18 de julio de 2014

Colección Uni2. Tú, yo... y él. 2: Sal y limón

Segundo capítulo de "Tú, yo... y él", de Merche Comín titulado "Sal y limón". Seguiremos las peripecias y doble vida de Mónica.



2.      Limón y sal


Su exuberante acompañante le hincó el codo y la mirada para que se dejase de tonterías. La verdad es que fue la única vez que compartí algo con ella. Nada me hubiera gustado más que darle yo ese codazo.
Echó la ropa encima del mostrador y comencé a quitar alarmas, pasar por el escáner y doblar la ropa. Saqué una bolsa, la abrí y metí toda aquella marabunta de prendas. Él sacó su tarjeta, su DNI y extendió su mano.
No podía evitarlo, sentía la necesidad de tocarle. Agarré la tarjeta y miré el nombre: Izan. Me encantó al instante.
Ella le dijo algo que no llegué a escuchar, se alejó con su bolsa y allí se quedó él firmando el comprobante.
—Sí, es insoportable —me dijo.
Sonreí como una boba, dejando en el olvido que minutos antes me había reconocido.
—Yo no he dicho nada —contesté levantando las cejas, queriéndole dar toda la razón…
—Un placer… —me dijo mientras bajó la mirada hacia la placa que llevaba mi nombre—. Mónica.
Se marchó mientras yo clavaba los ojos en esos tatuajes que le marcaban el brazo, y aun tuvo la desfachatez de volverse sin disimulo alguno a mirarme… Claro, que yo si no hubiera seguido mirando ese cuerpazo, no me hubiera dado cuenta.
Pasó el rato y llegaron las  cuatro de la tarde. Y por supuesto, sin terminar de sacar el pedido. Aún me quedé mirando a mí alrededor todas las cajas que había bajado creyendo que podría terminar de colocar. ¡Mañana será otro día!

Suena la campana y justo unos segundos más tarde comienzan a salir niños asilvestrados con mochilas y carpetas en las manos. Era viernes, y para ellos comenzaban unas mini vacaciones. Unos saltaban los cinco escalones de golpe, ya que con la carrerilla que llevaban de recorrer todo el pasillo no les era difícil. Efrén no, siempre salía de los últimos ya que no le gustaba mucho eso de las prisas. Se quedaba parado en la primera escalera, buscaba mi cara entre aquella multitud de padres, madres y abuelos y una vez que me localizaba en la misma columna de siempre era cuando sonreía y echaba a correr a mis brazos. Siempre me saludaba con un beso y un abrazo.
Caminamos hasta la casa de mis padres, que no estaba muy lejos. En el recorrido me contó que al mediodía en el comedor le habían dejado sin recreo ya que las judías verdes estaban duras y no se las había terminado.
—¡Yaya! —gritó cuando subía las escaleras de casa.
—¡Hola cariño! ¿Qué tal ha ido el examen?
—Bien yaya, ¡cojonudo! La profe se ha puesto mala y no nos los han hecho.
¡Colleja al canto!
—Te he dicho mil veces que no me gusta que hables así, un niño de tu edad, no dice esas cosas.
Mi madre siempre igual… ¡Cómo le gustan las collejas!
—Jolín yaya, todos lo dicen en el cole y se me ha escapado —dijo Efrén mientras se tocaba la nuca.
—Pues para que se te vayan las ganas de repetirlo hoy no vamos a jugar a la Wii, ¡por listo! —claro, algo tendría que decirle yo, ¿no? Ya que mi madre se había adelantado y se había pasado la jerarquía por donde ya sabemos…
—¡Hala! No me lo puedo creer, sin recreo por las judías verdes, y sin Wii porque la profe se ha puesto mala… —comentó mientras cogía el bocadillo.
Se fue hacia el salón, el pobre no rechisto mucho más. Al fin y al cabo ya sabemos que terminaría pidiéndolo por favor, y con esos ojitos que le suele poner al abuelo, más tarde o más temprano, acabarían los dos jugando un par de partidos. Mi madre y yo aprovechábamos las tardes de los viernes para ir a comprar, y Efrén y mi padre hacían lo que ellos querían.
Llevábamos el maletero a tope, pues sólo con las garrafas de agua y las cajas de leche hacíamos “overbooking”. Vaciamos el maletero, subimos la compra y recogimos cada cosa en su sitio antes de ir a saludarles. Así  se creían que les daba tiempo a esconder las palomitas y los mandos de la Wii sin dejar rastro. ¡Inocentes!
—¡Efrén! Me voy, ven a darme un beso —grité desde mi habitación de soltera mientras me colgaba el bolso.
Venía al frente de una fila, en la cual le seguían mis progenitores, que siempre y a todas horas aprovechaban la ocasión para decirme que tuviese cuidado, que les llamase cuando llegase, y besuquearme. Aunque nunca lo reconoceré delante de ellos, siempre me ha encantado.
Vuelta a mí casa, a acicalarme para el lugar donde me dirigía, y a coger la moto.
Culotte, tacones, pezoneras, maquillajes varios… hecho. Todo en la bolsa de mariquitas con un toque infantil, que yo misma compré, y que no pegaba nada con lo que siempre metía dentro. Quizás sólo para engañarme a mí misma.
—¡Mónica! Tres minutos y salimos —me dijo mi “Flor”, mi gran amigo, que por capricho del destino me quitaba cualquier posibilidad de ligármelo. Era de la acera de enfrente. Pero eso no quitaba para que fuese mi mejor acompañante en la vida.
Pase tras pase, chupito tras chupito, fue pasando la noche y llegó la hora del último contoneo.
Mis chicos de negro me ayudaron a bajar, y camino al camerino sentí como me miraba alguien con especial ahínco. Busque esa sensación entre tanta gente. Y enseguida vi, como un brazo tatuado, buscaba paso entre la gente.
—¡Ey! Ey… ¡Mónica!
Seguí mi camino, sólo levante la cabeza en modo de saludo. Aunque no llegue a ver si era quien yo pensaba que era.
Al ser el último pase no me puse ni el albornoz, sino que empecé a desmaquillarme con una toallita y vestirme con mi ropa para salir cuanto antes de allí e irme a casa. Volví a pasar lista de todo lo que tenía que meter en la bolsa y pasé a la habitación de al lado para ver si mi amigo ya estaba listo y marcharnos de allí.
Entre risas pero con algo de ilusión le comente a Marcos, mi flor, lo que me había pasado esa misma mañana. Y que igual me confundía, porque no me había parado a mirar bien, pero que creía que estaba allí esa noche.
—Pero… ¿Qué me estas contando? —me contestó Marcos con esa cara de loba que le caracterizaba—. Mari, ahora mismo te maquillas bien, te subes un poco ese vestido piscinero que te has “cascado” esta noche, y ¡salimos en su busca!
—¡Ni de coña! —contesté—. Y menos después de que me haya confesado que me conocía de aquí.
—No me digas que no. Tú y yo esta noche no llegamos a casa hasta bien tarde. Así que…  dejamos las cosas aquí, y esta vez vamos a bailar, pero a ras de suelo.
No sabía ni cómo ni por qué, pero siempre me convencía. Igual su manera de vivir la vida, de sus ideas, de que siempre se arrepiente uno de lo que hace, y no de las oportunidades perdidas.
Me cogió de la mano, me dio media vuelta y  una palmada en el culo, que me dio el impulso necesario para salir de allí.
Salimos por detrás de la barra, y como no nos habían anunciado, pues efectivamente, nadie se dio cuenta de nuestra incorporación a la pista de baile. Pedimos nuestro ron con cola bien cargado y nos alejamos un poco de la barra.
—Mari, ¿lo ves? ¿Está por ahí? —estaba él más nervioso que yo.
—No, no le veo —contesté.
Unos pasos de baile, una vuelta al más estilo salsero, y me dejó en la posición contraria para poder examinar el otro lado del bar.
—¿Lo ves? —insistía.
—¡Que no! Pesado.
—Pues Mari, tiene que estar por aquí, así que busca bien ¡Que esta noche ligamos! —me dijo mientras alzaba su vaso para chocarlo con el mío.
—¡Por SIFO! —gritamos los dos a la vez mientras nos echábamos unas carcajadas.
No hace falta que os explique la gracia que seguía al famoso brindis del SIFO…
Empezaron a sonar las primeras notas de la canción de temporada, y las chicas empezaron a chillar y emocionarse… Movían sus caderas cómo si el propio Ricky Martín estuviera actuando en directo y hubiera preparado un concurso en el cual el premio era una noche de lujuria a la que más moviese el “cucu” aunque no tuviesen  ritmo alguno… ¡En fin! Será que a mí se me había pasado esa temporada…
Marcos y yo seguíamos tomándonos ese refrigerio mientras mirábamos a nuestro alrededor y bailábamos a un paso muy básico. Casi como si estuviésemos  pasando el rato. Ya había acabado la famosa canción y empezó a sonar una muy buena, una que me gustaba mucho y era menos comercial. Comencé a emocionarme, e incluso me solté la melena para poder jugar con mi pelo. Me acerque más a mi acompañante, e introduje mis dedos por el pelo y a hacer movimientos que se aceleraban al ritmo de la música. Di la espalda a mi amigo, y él se acercó mucho más, me cogió de la cintura, y bailamos rozándonos cogidos el uno del otro. Retiré mi pelo hacia un lado, dejando mi oreja y mi cuello libres, y miré hacia atrás buscando una mirada de Marcos.
—Pequeña, cómo te gusta seducir —me dijo al oído.
—Me gusta zorrear, ya lo sabes —le contesté.
—¿Un chupito?
—¡Un chupito!
Nos acercamos a la barra y cuando me miró uno de los camareros, levanté la mano con dos dedos levantados, simplemente con eso enseguida nos traería los dos tequilas: un plato con dos rodajas de limón, un puñado de sal y dos vasos hasta arriba.
Cuando nos disponíamos a echarnos la sal en el contorno de la mano vi otra vez ese brazo, eran inconfundibles esos tatuajes. Moví la cabeza hacia un lado y hacia otro. Pero con tanta gente, era imposible.
—¡Creo que está ahí! —le dije agarrándole del hombro—. Creo que está pidiendo ahí cerca.
—¡Chupito, corre! —me contestó entre risas.
Eche la sal, golpeé el vaso en la barra y agitando la cabeza con los ojos cerrados me comí el limón, creyendo que así quemaría menos la garganta.
Cuando volví a abrirlos miré hacia donde lo había visto hacía un momento, pero ya no estaba. Comenzaba a pensar que estaba jugando a un juego de niños.

Con el vaso en la mano todavía, apoyé las dos manos en la barra y cerré los ojos con fuerza de la rabia. Marcos, que tenía más ganas que yo de seguir bailando, me agarró por la cintura mientras yo seguía de espaldas y entonces,  me dijo un buenas noches al oído. Levanté la cabeza, abrí los ojos y a dos metros de mí, vi a mi amigo con los ojos como platos… ¿Quién me había deseado las buenas noches?

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