martes, 24 de septiembre de 2019

AMOR KM. 0: SINFONÍA INACABADA (BÁRBARA FERNÁNDEZ ESTEBAN)

Nos adentramos ya en la cuenta atrás con la que concluirán esta serie de publicaciones de todas las piezas que componen esta fantástica antología de relatos y poemas como es AMOR KM.0, pero no por ello debemos dejar de disfrutar de cada una de ellas como se merece.

Hoy tenemos un relato precioso, obra de Bárbara Fernández Esteban (Salou - Tarragona), que viene acompañado por una fotografía realizada por la misma autora que ilustra a la perfección un pasaje de dicho texto. Una suerte contar con su participación y poder saborear esta SINFONÍA INACABADA.

Como es habitual en esta edición de Colección Cupido, texto e ilustración vienen introducidas por la Esencia del mismo que ha extraído  Belén Mateos Galán y la Frase de cabecera de su propia elección.







Las cuerdas de un violín pueden crear melodía en el espacio de un tiempo pasado, en el sencillo sillín de unas bicicletas anudadas con un mismo lazo…


“ Sonreíste por mi rubor, pero nunca supiste el motivo.  Durante un mes entero llenaste mi apartamento de margaritas blancas, caléndulas y pensamientos y estuve convencida que Schubert  gruñía a coro con la Señora Clarck todo ese tiempo que duraron los ensayos de la novena”


SINFONIA INACABADA
Bárbara Fernández Esteban



Bárbara Fernández Esteban
Salou (Tarragona)




SINFONIA INACABADA

La semana pasada me costó mucho cerrar el último cajón de la cómoda, donde hasta ahora he ido guardando todas las cartas. Ésta, con la fotografía, la pondré en una caja pequeña de cartón, como hacía al principio, que las ponía en una caja de zapatos, pensando que así sería más fácil entregártelas juntas. Entonces pensaba que volverías pronto.
Ya sé que no te acordarás, pero tal día como hoy de hace… muchos años, fue la primera vez que coincidimos en la farola. El recuerdo de la rutina que se estableció desde aquella tarde de otoño tardío, hostigada por una ventolina que arracimaba papeles y hojas en la acera me llena de nostalgia. Yo llegaba primero. Ataba mi bicicleta de color verde, recién pintada, a la que había quitado la red de colorines que protegía las faldas de la rueda y en la cesta llevaba la carpeta de partituras.  Al poco, aparecías tú, con tu abrigo gris, el cinturón suelto, sin guantes y un gorro de lana del que sobresalían unos rizos de dios griego. Siempre ponías tu bicicleta, una BH reciente, perfecta, sin memoria, cuya cercanía dotaba a la mía de conjeturas antiguas, paralela a mi vieja Orbea.
Cuando la recogía después de haber terminado mi clase de música, la tuya quedaba sola, menos aquella vez que, por error, ataste las dos con tu cadena y tuve que esperarte más de dos horas, sentada en el suelo, derrotada como un músico callejero sin plato siquiera para las monedas, con la maleta del violín entre las piernas. Ni tus disculpas, ni tu expresión abrumada, ni tu nombre de dios olímpico, ni la coca-cola con que quisiste compensarme en la cafetería de enfrente, calmaron mi enojo. Al día siguiente, empujado por la culpa y mi displicencia llegaste primero y me esperaste. Sólo cuando descubrí el verde oscuro de tus ojos y lo que perduraba tu sonrisa, se suavizó la irritación que me pesaba. Muy digna contesté a tu saludo con una mueca.
El primer movimiento de la novena de Schubert era un andante que acababa en allegro. «Señorita, “ma non tropo”», me reprendió la señora Clarck dos veces ese día, a lo largo de la tarde.  Aquel andante se me hizo eterno. El arco, como un caballo que hubiera perdido el bocado, parecía que huyera sin rienda por encima de una partitura inacabable. Schubert tuvo que gruñir en su tumba.
Al terminar mi clase baje a la calle, lo primero que vi, a pesar de la cantidad  de viandantes que la estrechaban, fue mi vieja bicicleta, uncida de nuevo a la tuya. La adornaba un ramo de violetas sujeto al manillar con un lazo en rosa pálido, imposible de combinar con el verde desvaído de la Orbea. Estabas en la cafetería con las piernas sobre una silla, sentado a una mesa de plástico negro, con un vaso de cerveza y la expresión expectante de tus ojos al punto de la risa. «¿Te acuerdas aún de mi nombre?», me preguntaste mientras arrancabas una flor de mi ramo, para llevarla a tus labios antes de ofrecérmela y pedirme que me sentara en la silla vacía, de espaldas al vidrio de la ventana. «¿Cómo no voy a acordarme, si tu descaro es tanto como el de Hermes?», te contesté sin saber dónde dejar el violín. En ese momento bajaste los pies de la silla con la misma solemnidad con que lo haría el hijo de Zeus. Al imaginarte desnudo con el sombrero de tu propia estatua, la que había visto el verano anterior, no pude evitar sonrojarme al contemplarte de nuevo en aquel bar convertido en una réplica de los museos del Vaticano. Sonreíste por mi rubor, pero nunca supiste el motivo.  Durante un mes entero llenaste mi apartamento de margaritas blancas, caléndulas y pensamientos y estuve convencida que Schubert  gruñía a coro con la Señora Clarck todo ese tiempo que duraron los ensayos de la novena. Después, con el otoño, desaparecieron las margaritas, tu sonrisa inconclusa y el perfume de Calvin Klein en mi almohada, y por supuesto también tu bicicleta con la memoria herida de tardes enteras y cortas, unida a la mía.
Te esperé durante todo el invierno tan largo, y al empezar la primavera cambiaron la farola por una señal de tráfico vulgar e inexpresiva. Era como advertirme que aquel camino, cegado para siempre, ya no tenía salida. Por eso empecé a escribirte con la esperanza de que al menos supieras de mí, aunque yo ya no pudiera verte. Al principio llené una caja de cartón con las primeras cartas, pero después, durante  muchos otoños y otras tantas primaveras, he llenado con las siguientes los cajones de mi cómoda, en la misma medida que han ido vaciándose de esperanza.
Ayer pasé por aquella calle de la farola, una calle que se ha hecho angosta, y mi corazón se estremeció al ver dos bicicletas parecidas a las nuestras en aquella señal que me prohibía, como a Orfeo, volver la cabeza. Las dos estaban atadas con la misma cadena, de la misma manera con que tú la dejabas junto a mi vieja Orbea, paralelas, compartiendo la memoria. Volví a casa a toda prisa, cogí la cámara confiando que todavía siguieran allí, con el mismo anhelo con el que te esperaba cada tarde, y tomé una fotografía, la que te remito con esta carta. Ya no está la cafetería, ni el aire que entonces se respiraba, ni los papeles ni los plásticos arracimados en la acera, aunque para mi siga siendo la réplica del museo donde te vi por vez primera. Ahora es una inmobiliaria tan vacía como mi vida. Si pasas por allí, y todavía siguen atadas las bicicletas como siguen sujetas a tu ausencia, verás sobre la más nueva, la que se supone que es la tuya, una rosa amarilla como despedida. La que tu no me dejaste, la que ha hecho que mi vida haya resultado baldía.
Al llegar a casa, he tomado el violín y, después de tantos años, Schubert, recuperada la paz, ha dejado de gruñir en su tumba. El arco se deslizaba sobre la cuerda al paso, tranquilo en el andante hasta el allegro del primer movimiento de su sinfonía inacabada.
Mañana, sin mayor pérdida, volveré a aquel museo, donde está tu estatua, para dejar esta carta y la fotografía. Si por un casual la encuentras, sabrás de mis esperas y de mi despedida.


Bárbara Fernández Esteban
Salou (Tarragona)






Un nuevo texto y su ilustración se publicarán en el blog el próximo martes. No esperes hasta entonces, hazte con él ya y descubre todo lo bueno que te trae lo nuevo de COLECCIÓN CUPIDO.
Antología de relatos y poemas en la que participan más de 50 personas.
AMOR KM. 0
Varios autores.
Colección Cupido.
Primera edición: febrero 2017
ISBN: 978-84-617-8393-9
Depósito legal: Z 182-2017
180 PÁGINAS 
Incluye ilustraciones y fotografías a color. 
Pide tu ejemplar a través de nuestro correo electrónico y te lo enviamos a casa.
Precio: 13€

Besetes a tod@s.
Nos leemos.

No hay comentarios:

Publicar un comentario