Autor: Lázaro Caldera.
Procedencia: Cheltenham, Inglaterra - Talavera la Real, Badajoz
Hoy nos vamos por primera vez hasta tierras británicas, y es que recibimos con los brazos abiertos a un nuevo autor que viene a sumarse a nuestro universo Zarracatalla. Se trata de Lázaro Caldera (Cheltenham, Inglaterra) que aunque nos envía su texto desde el Reino Unido, actual lugar de residencia, procede de Talavera la Real, Badajoz.
En su primera aparición en este blog nos trae un texto titulado "Bombardeo", o cómo cada situación en una relación de pareja es capaz de empeorar a cada instante... y todo lo contrario al mismo tiempo. ¡Así de contradictorios somos los seres humanos! Una delicia de relato francamente bien narrado y con ese toque final que lo cierra a la perfección.
“BOMBARDEO”
Llegamos temprano y menos mal, porque
hubiese sido imposible pillar sitio de haber tardado un poco más. Aun así, solo
quedaba una mesa, la única al sol en toda la terraza. Yo estaba congelado. Tú
fingías estar bien, como siempre, pero no fuiste capaz de disimular los
tiritones bajo el abrigo.
Estábamos regular. Vale. Y reconozco
que salir a comer un domingo a un sitio normalucho tampoco es que sea un
planazo. Pero me gustaba ese sitio. Nos gustaba, y quiero pensar que todavía
nos gusta. Tan cutre y tan auténtico. Los mejores boquerones fritos en veinte
kilómetros a la redonda. Un pitarra blanco que entraba solo, peleón, y era
capaz de tumbar a un mayoral de finca en los asaltos que se cuentan con los
dedos una mano.
¿Qué iba a hacer? Te veía más fuera que
dentro, la verdad, y como último recurso me quedaba eso, escapar de casa,
aunque fuese un rato. Sin pretensiones, algo anodino. Escaparme, escaparte. Escaparnos.
Juntos, pero lejos del encierro donde concentrábamos todas las combustiones.
Tampoco tan lejos como para que otra discusión no pudiera terminarse donde
siempre.
Yo quería carne, tú pescado. Pues
venga, ambos. Qué más da. Y dos del pitarra, por favor, que estemos de acuerdo
en algo. No nos merecíamos más conflictos y honestamente, ¿qué culpa iban a
tener los boquerones y el pobre cerdo que iba a cedernos amablemente sus
carrilleras?
Voy a echar un piti, dijiste. Pues
vale. El cigarro como parapeto. Qué sorpresa.
En la tele, a tope de volumen, le daban
otra vuelta a la guerra. Decían que los edificios caían como si fuesen de
mantequilla al ser atravesados por los misiles. Ciudades enteras habían quedado
reducidas a escombros. Me quedé absorto por un momento mirando las lámparas de
mimbre de aquella terraza de bar barato mientras escuchaba aquel parte tan
optimista. Imaginé esas enormes bolas marrones sobrevolando las mesas, abriendo
sus barrigas y escupiendo bombas, convirtiendo en ruinas cada centímetro de
aquel rincón decadente. Escombros en la mesa de los cuatro niñatos que no
soltaban los móviles. Escombros donde la pareja de cuarentones que estaba
detrás de mí y que no se habían dirigido la palabra el uno al otro en la última
media hora. Eso sí, saludaron a cada conocido que vieron. Escombros en la mesa
de los cazadores, mercado de fanfarronadas a costa de escopetas, botas y
perros, y dónde se acumulaban ya una veintena o más de botellines. Escombros en
la mesa de la esquina, donde un viejo apuraba su tercer chato.
Ningún bombardeo iba a dejar peor
aquellos dramas. Al mío, al tuyo, al nuestro, tampoco. Aquellos edificios
perdieron su esencia de mantequilla hace mucho.
Te veía en la ligera distancia que nos
separaba. Un par de pavos reales se te acercaron con una naturalidad pasmosa,
como si fuesen los gorriones que forman parte del decorado obligatorio de
cualquier bar, y por supuesto también de aquel, saltando de mesa en mesa,
picando las sobras, limpiando las migas. Ni te inmutaste. Intuía tu frente
arrugada apuntando a los pavos mientras apurabas el cigarro. La hendidura entre
los ojos, justo en el medio, profunda, tanto que podría caberte un euro y estar
fijo sin caerse durante un buen rato.
Aguanté hasta que dejaras de darme la
espalda y por fin me miraste. Te diste la vuelta rápido, pero dejaste que el
carrillo derecho se chivase de tu sonrisa. Hacías siempre lo mismo. Ya de
vuelta, la guardaste bien al fondo. Casi conseguiste hacerme pensar que
simplemente imaginé lo que acababa de pasar hace escasos segundos.
Subiste las escaleras con prisa, como
si los pavos fueran a perseguirte por haberles dejado la colilla en el jardín,
y los escasos metros que te separaban de nuestra mesa los quisiste salvar como
si estuviesen forrados de pista atlética. El camarero, que venía cargado con la
comanda, te siguió el juego y juntos, pie contra pie, hombro contra hombro y
cabeza contra cabeza, os lanzasteis a la carrera por ver quien llegaba antes.
La tele seguía en guerra. La terraza se sumó al conflicto. Y pum. Bombardeo de
colas y espinas fritas, carne jugosa y salsa espesa de cebolla y vino. Hartura
de boquerones y carrilleras al vuelo. Sobrevive algún dios que hace grandes los
milagros y quiso darle una segunda oportunidad y un final digno a las copas de
vino, que aguantaron de pie y con inexplicable épica aquel sainete.
Sólo se escuchaban las disculpas del
camarero y tus no pasa nada rebotando contra la vergüenza del chaval, no más de
una semana de camisa blanca, pantalones negros y delantal. El resto de la
clientela bajó tanto el volumen de sus conversaciones que el leve siseo de las
risas se escuchaba como una brisa malévola a través de las ventanas del
purgatorio. La pareja de cuarentones empezó a cuchichear, como si de repente
fuesen dos putos robots a los que les hubiese llegado la corriente de golpe.
Pero ahí estabas tú. Aliada de un
silencio tan digno y tan pulcro como el que provocan las bombas tras un asedio.
Toda carrillera. Toda boquerones fritos. Toda lamparones. Expresionismo cañí de
montanera y bahía a beneficio de las mentes más pudorosas de la historia de la
humanidad.
Me miraste. Te miré. Nos miramos.
Aguantamos dos segundos hasta que nos explotó la boca y nos descojonamos. Nos
comimos los dos únicos boquerones y trozos de carne que se refugiaron en el
plato de las aceitunas, y brindamos por nuestra suerte. Guerras que nos caigan.
Lázaro Caldera
Cheltenham, Inglaterra
Talavera la Real, Badajoz
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