viernes, 29 de julio de 2022

Lázary - Agapi mou.

 Título: Agapi mou.

Autor: Lázary.

Procedencia: Sóller, Mallorca.

Hoy recibimos en el universo Zarracatalla a un nuevo escritor. En esta ocasión es Lázary (Sóller, Mallorca) quien viene dispuesto a ayudarnos a cumplir el objetivo fijado de llenar 2022 DE LETRAS.

En su debut en el blog nos ofrece un texto precioso titulado "Agapi mou". Un relato que mezcla a la perfección los sentimientos, la sensualidad, el recuerdo y la nostalgia, y el conocimiento de todo ello a través de los olores, algo que siempre me ha parecido tan difícil de plasmar y que el autor domina a la perfección. No os lo perdáis.

Como tampoco debéis perder de vista "El balcón de Lázary. Cuentos en tiempos de cuarentena", su último trabajo (enlace abajo). Espero poder seguir contando con su buen hacer en lo que está por acontecer tras este verano... Gracias, Lázary.



“AGAPI MOU”

 

            Miró por la ventana del taxi viendo el hermoso hotel que había reservado, una pequeña casa de no más de cinco habitaciones. Su patio de entrada estaba presidido por una gran higuera, seguramente centenaria. El edificio era de un blanco impoluto como todas las casa que había encontrado por el camino. Algo le impedía salir de ahí, el miedo, pero recordó porque estaba ahí, un deseo y una palabra, <<Agapi mou>>.

         No más de veinticuatro horas antes estaba en su piso, ese pequeño apartamento en el centro de una ciudad que no para, Barcelona. Ahora en esta isla, en un pueblo en el cual parecía que el tiempo no pasaba y si lo hacía no tenía prisa de terminar.

         En su hogar, el cual ya no lo sentía así, había dejado todo su pasado. Había estado mucho tiempo sola. Sus amigos estaban muy ocupados en sus cosas o dedicándose a sus familias aparentemente perfectas. Para colmo, el hombre, con el que vivía desde hacía diez años, de encantador y atento, se había convertido en un desconocido.

         La bocina de un coche detrás del taxi la despertó de sus ensoñaciones. El taxista, en un español algo complicado, le indicó que se diera prisa. Señaló hacia atrás y la mujer vio que se acumulaban más coches. Como todas las del pueblo, esa era una calle bien estrecha. Salió rápidamente del taxi dirigiéndose al maletero. Al girar se enganchó una de las cintas de la mochila, que la rodeaban, en un saliente. Estiró con fuerza. No podía soltarla. Las bocinas de los coches la ensordecían y el dueño del taxi gritaba nervioso. Estiró con todas sus fuerzas hacia su izquierda, dirección del hotel, y la cinta cedió. Una bicicleta intentaba pasar por ese lado. Sintió un golpe en el costado y se vio en el suelo. Sobre ella se encontraban unos hierros y un cuerpo. Podía moverse, pero no le apetecía, le dolía un poco el brazo. Seguramente era un simple golpe. Por ella se podrían quedar las cosas así. Sería un simple final.

         El cuerpo que tenía encima se levantó y con unas palabras que ni entendía (nota mental, aprender el idioma antes de viajar), le ofreció su mano para levantarla. Ella la agarró con fuerza y se levantó. Era un muchacho hermoso, rubio como el trigo y con una barba primeriza del mismo color. Tendría unos 25 años con un cuerpo esculpido pero no exagerado. Solo portaba en su cuerpo un pequeño pantalón negro corto tejano. Ante su mirada pudo ver unos ojos azules en los que podía perderse coronando un rostro color canela. Intentó ayudarlo a levantar la bicicleta, de esas, de paseo de años muy lejanos, de color metálico con manchas ya de óxido. El muchacho le sonrió mientras le indicaba con la mano que no se molestara. En ese momento una brisa con olor a romero le acarició el cuello. El taxi se puso en marcha y los otros autos pasaron raudos mientras sus ocupantes propinaban palabras ininteligibles de no muy buen tono, no. Ella no les dio importancia. El chico se subió a su vehículo de pedales y la miró con esa sonrisa fresca como el mar que rodeaba esas tierras. Decidió entrar en el patio de la casa y a medio camino giró la cabeza. El chico aún estaba ahí mirándola sonriente. Ella también sonrió tímidamente. Siguió hacia la puerta. Al llegar volvió a voltearse. Ya no estaba. No importaba, solo era un muchacho guapo.

         La acompañaron a su habitación: pequeña, sencilla y decorada al estilo mediterráneo, entre blancos y azules. Tenía un pequeño balcón a donde se dirigió directa sin recoger nada. Se apoyó en la balconada mirando todo lo que le rodeaba. El pequeño hotel se encontraba encima de una colina de donde se observaban casas, huertos y árboles frutales, sobre todo higueras. Al final podía verse un puerto a los pies de un índigo, limpio, brillante, transparente y en calma. El mar que en otra ciudad la vio nacer.

         Una brisa con olor a romero, menta y hierbas dulces le acarició la cara introduciéndose en su mente. Ese olor, el de su casa materna. Ella era una niña en un patio. Su madre cortaba hierbas para la comida y su padre se acercaba por detrás y le daba un beso en la nuca tierno, de amor verdadero. Ese amor que duró hasta sus últimos días. Más tarde, mientras su madre en la cocina preparaba una rica Musaca, como griega que era, su padre ponía un vinilo en el tocadiscos. Esa voz de sus recuerdos: tierna, desgarrada y a la vez tranquilizadora, cantaba esa canción que siempre recordaría. "Agapimu". En ese instante decidió que quería tener una vida así, de amor incondicional, como la de sus padres. Deseaba el brillo que tenían ellos en sus ojos al mirarse hasta que se apagaron. Pero no tuvo suerte, a sus 35 años había conocido corazones, pero todos grises, mentirosos. Ya estaba cansada de intentarlo.

         Atardecía. Se fue a dar una buena ducha. Ya recogería después o al día próximo. Se metió bajo el chorro templado del agua, sintiéndose reconfortada, fuera de todo. Se le apareció la imagen del muchacho de antes, sin camiseta. El agua le recorría por su espalda, por sus pechos que aún tenía bien deliciosos. Sus manos enjabonadas fueron pasando con los dedos cada rincón de su deseoso cuerpo. La puerta estaba abierta y la brisa a menta y anís entró en el baño. Soltó un pequeño gemido ahogado. Se deshizo del jabón con una sonrisa y salió a la habitación. Se vistió lentamente mientras se miraba en el espejo, colocándose unos tejanos estrechos, una blusa blanca caída en los hombros y unas sandalias de tela del mismo color. Aún poseía una figura estupenda. Solo le faltaba brillo en esos ojos verdes. Normal, después de estos últimos tiempos.

         Todo se había precipitado. Después de diez años con ese hombre que parecía perfecto resultó no ser tal. Pasados los años no la miraba, no la respetaba y a veces hasta la despreciaba. Ella se sintió más hundida cuando se enteró de que pagaba fuera lo que ella deseaba seguir dándole. Se sintió una mierda. ¿Tan mal la veía para gastar su dinero? Se quedó días llorando en su habitación mientras él se quedaba en el sofá sin importarle mucho. Una noche, mientras sollozaba en su escritorio frente a una pantalla en negro, la ventana se abrió con un golpe de viento. Un olor a sal y romero envolvió la estancia. Ella se secó las lágrimas y se dispuso a cerrarla, el cielo estrellado y vio una fugaz luz intensa. Pidió un deseo: <<sentir lo que habían sentido sus padres>>. Otro fuerte golpe la echó hacia atrás tropezando y apoyando la mano en el teclado. La pantalla se iluminó. Una palabra apareció, la de la canción, <<Agapimú>>. La acompañaban imágenes de un mar azul, casas blancas, terrenos de higueras y el nombre de un pueblo: Noxos, en Grecia. También se hallaba una frase: <<Ven y descubre esa magia entre tradiciones y olores a mediterráneo>>.

         Salió del hotelito y se dirigió calle abajo hasta el puerto. Llegó enseguida. Le envolvió la música de liras, citarras, flautas, aulós... Los olores de los restaurantes, animados por los músicos y repletos de gente, desprendían olores a cordero, berenjenas, comino, tomate. Se volvió a trasladar a la cocina de su infancia, la cocinera griega, amada por su marido y esa canción, "Agapimu", "Agapi moi". Esta vez la escuchó en griego, con una suave melodía a sus espaldas. Miró el horizonte anaranjado por el final del día. Noto una sedosa y delicada mano en su hombro que le recorrió como una descarga eléctrica todo su cuerpo. Se giró y ahí estaba el muchacho de la bicicleta mirándola con esa dulce sonrisa. Seguía con el pequeño pantalón y sin camiseta. Ella iba a decir algo.  Él le puso su tierno dedo en la boca. Envuelto en un olor a canela, embriagador, le indicó que le siguiera.

         Fueron hasta la arena de la playa. El chico la paró, se agachó y le quitó las sandalias. Ella se fijó que él no llevaba zapatos. Esos dedos, esas manos, se movían delicadamente como si bailaran al ritmo de la música que se escuchaba lejana. Se adentraron en la playa. El roce fresco se combinó con un ardor de deseo que le recorría todo su ser. Se pararon. Él se puso en frente suya y vio el brillo en sus ojos, ese brillo que años, muchos años atrás, observó en su padre cuando miraba a su madre. Se perdió en ese océano añil e instintivamente se fue acercando a esa boca con el color rosado de la carne de los higos, los cuales se veían dulces. El chico le paró con su mano para que no se acercara. Rozó su boca con la oreja de la mujer y con un sonido de arpa le habló unas palabras suaves. No lo entendía, aún así le parecían de lo más sensual. Pudo oler su cuello, su cabello. Desprendía una mezcla de tomillo, canela y caramelo. Se separó de ella y le comenzó a quitar la blusa. A continuación, con sus manos delicadas, recorrió sus pechos suavemente, su cintura y siguiendo por su cadera, como si le envolviera una enredadera fina de parra en sus espalderas. Esa sensación frutal del viento, a uvas, a verde, a frescura inocente, la embriagaba por momentos. De pronto él se puso su palma en su propio pecho y pronunció lo que parecía su nombre, Eros. Después la puso en el pecho de ella esperando una respuesta.

         –Agape –Ese era su nombre

         Él lo repitió pronunciándolo a la perfección, ya que era un nombre griego. Quedó hechizada. El sol desapareció y el cielo estrellado cubrió sus cabezas. Los dos miraron al cielo y apareció un destello, una estrella fugaz. Antes de poder pedir otro deseo, como aquella noche, él la beso. Notó el calor de su cuerpo que era contrarrestado por el frío de la arena. Golpes de miel sacudieron sus labios combinándose con hierbabuena y pasas. Lo volvió a mirar a los ojos y vio el reflejo del brillo de los suyos, el de su madre al notar que es amada incondicionalmente por el otro. Un torrente de sensaciones le recorrió por el alma como agua brava de río. Notó como las manos del joven desabrochaban su ajustado pantalón y le acariciaba su fruto con yemas delicadas. Sintió una húmeda sensación. Él volvió a sacar la mano introduciéndosela en la boca. Luego los pasó por los labios carnosos de ella que saboreo esa mezcla de placer a higo maduro y aguardiente. Se deshizo del pantalón y él la tumbó delicadamente en la arena recostándose a su lado.  Acercó de nuevo a la oreja y pronunció la palabra <<Agapi moi>> seguido de su nombre: Agape. La nombró como jamás lo había dicho un hombre. Parecía todo un sortilegio. La poseyó, ardiente y fresco, tierno y salvaje, llenándola con su lluvia como gotas de rocío, como nunca nadie la había poseído. Él le dijo algo en griego. Lo miró y entendió lo que quería decirle

         –Quédate conmigo, amor mío –repitió.

 

 

Lázary

Sóller, Mallorca




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Nos leemos.

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