“AGAPI MOU”
Miró por
la ventana del taxi viendo el hermoso hotel que había reservado, una pequeña
casa de no más de cinco habitaciones. Su patio de entrada estaba presidido por
una gran higuera, seguramente centenaria. El edificio era de un blanco impoluto
como todas las casa que había encontrado por el camino. Algo le impedía salir
de ahí, el miedo, pero recordó porque estaba ahí, un deseo y una palabra,
<<Agapi mou>>.
No más de
veinticuatro horas antes estaba en su piso, ese pequeño apartamento en el
centro de una ciudad que no para, Barcelona. Ahora en esta isla, en un pueblo
en el cual parecía que el tiempo no pasaba y si lo hacía no tenía prisa de
terminar.
En su
hogar, el cual ya no lo sentía así, había dejado todo su pasado. Había estado
mucho tiempo sola. Sus amigos estaban muy ocupados en sus cosas o dedicándose a
sus familias aparentemente perfectas. Para colmo, el hombre, con el que vivía
desde hacía diez años, de encantador y atento, se había convertido en un
desconocido.
La bocina
de un coche detrás del taxi la despertó de sus ensoñaciones. El taxista, en un
español algo complicado, le indicó que se diera prisa. Señaló hacia atrás y la
mujer vio que se acumulaban más coches. Como todas las del pueblo, esa era una
calle bien estrecha. Salió rápidamente del taxi dirigiéndose al maletero. Al
girar se enganchó una de las cintas de la mochila, que la rodeaban, en un
saliente. Estiró con fuerza. No podía soltarla. Las bocinas de los coches la
ensordecían y el dueño del taxi gritaba nervioso. Estiró con todas sus fuerzas
hacia su izquierda, dirección del hotel, y la cinta cedió. Una bicicleta
intentaba pasar por ese lado. Sintió un golpe en el costado y se vio en el
suelo. Sobre ella se encontraban unos hierros y un cuerpo. Podía moverse, pero
no le apetecía, le dolía un poco el brazo. Seguramente era un simple golpe. Por
ella se podrían quedar las cosas así. Sería un simple final.
El cuerpo
que tenía encima se levantó y con unas palabras que ni entendía (nota mental,
aprender el idioma antes de viajar), le ofreció su mano para levantarla. Ella
la agarró con fuerza y se levantó. Era un muchacho hermoso, rubio como el trigo
y con una barba primeriza del mismo color. Tendría unos 25 años con un cuerpo
esculpido pero no exagerado. Solo portaba en su cuerpo un pequeño pantalón
negro corto tejano. Ante su mirada pudo ver unos ojos azules en los que podía
perderse coronando un rostro color canela. Intentó ayudarlo a levantar la
bicicleta, de esas, de paseo de años muy lejanos, de color metálico con manchas
ya de óxido. El muchacho le sonrió mientras le indicaba con la mano que no se
molestara. En ese momento una brisa con olor a romero le acarició el cuello. El
taxi se puso en marcha y los otros autos pasaron raudos mientras sus ocupantes
propinaban palabras ininteligibles de no muy buen tono, no. Ella no les dio
importancia. El chico se subió a su vehículo de pedales y la miró con esa
sonrisa fresca como el mar que rodeaba esas tierras. Decidió entrar en el patio
de la casa y a medio camino giró la cabeza. El chico aún estaba ahí mirándola
sonriente. Ella también sonrió tímidamente. Siguió hacia la puerta. Al llegar
volvió a voltearse. Ya no estaba. No importaba, solo era un muchacho guapo.
La
acompañaron a su habitación: pequeña, sencilla y decorada al estilo mediterráneo,
entre blancos y azules. Tenía un pequeño balcón a donde se dirigió directa sin
recoger nada. Se apoyó en la balconada mirando todo lo que le rodeaba. El
pequeño hotel se encontraba encima de una colina de donde se observaban casas,
huertos y árboles frutales, sobre todo higueras. Al final podía verse un puerto
a los pies de un índigo, limpio, brillante, transparente y en calma. El mar que
en otra ciudad la vio nacer.
Una brisa
con olor a romero, menta y hierbas dulces le acarició la cara introduciéndose
en su mente. Ese olor, el de su casa materna. Ella era una niña en un patio. Su
madre cortaba hierbas para la comida y su padre se acercaba por detrás y le
daba un beso en la nuca tierno, de amor verdadero. Ese amor que duró hasta sus
últimos días. Más tarde, mientras su madre en la cocina preparaba una rica
Musaca, como griega que era, su padre ponía un vinilo en el tocadiscos. Esa voz
de sus recuerdos: tierna, desgarrada y a la vez tranquilizadora, cantaba esa
canción que siempre recordaría. "Agapimu". En ese instante decidió
que quería tener una vida así, de amor incondicional, como la de sus padres.
Deseaba el brillo que tenían ellos en sus ojos al mirarse hasta que se
apagaron. Pero no tuvo suerte, a sus 35 años había conocido corazones, pero
todos grises, mentirosos. Ya estaba cansada de intentarlo.
Atardecía.
Se fue a dar una buena ducha. Ya recogería después o al día próximo. Se metió
bajo el chorro templado del agua, sintiéndose reconfortada, fuera de todo. Se
le apareció la imagen del muchacho de antes, sin camiseta. El agua le recorría
por su espalda, por sus pechos que aún tenía bien deliciosos. Sus manos
enjabonadas fueron pasando con los dedos cada rincón de su deseoso cuerpo. La
puerta estaba abierta y la brisa a menta y anís entró en el baño. Soltó un
pequeño gemido ahogado. Se deshizo del jabón con una sonrisa y salió a la
habitación. Se vistió lentamente mientras se miraba en el espejo, colocándose
unos tejanos estrechos, una blusa blanca caída en los hombros y unas sandalias
de tela del mismo color. Aún poseía una figura estupenda. Solo le faltaba
brillo en esos ojos verdes. Normal, después de estos últimos tiempos.
Todo se
había precipitado. Después de diez años con ese hombre que parecía perfecto
resultó no ser tal. Pasados los años no la miraba, no la respetaba y a veces
hasta la despreciaba. Ella se sintió más hundida cuando se enteró de que pagaba
fuera lo que ella deseaba seguir dándole. Se sintió una mierda. ¿Tan mal la
veía para gastar su dinero? Se quedó días llorando en su habitación mientras él
se quedaba en el sofá sin importarle mucho. Una noche, mientras sollozaba en su
escritorio frente a una pantalla en negro, la ventana se abrió con un golpe de
viento. Un olor a sal y romero envolvió la estancia. Ella se secó las lágrimas y
se dispuso a cerrarla, el cielo estrellado y vio una fugaz luz intensa. Pidió
un deseo: <<sentir lo que habían sentido sus padres>>. Otro fuerte
golpe la echó hacia atrás tropezando y apoyando la mano en el teclado. La
pantalla se iluminó. Una palabra apareció, la de la canción,
<<Agapimú>>. La acompañaban imágenes de un mar azul, casas blancas,
terrenos de higueras y el nombre de un pueblo: Noxos, en Grecia. También se
hallaba una frase: <<Ven y descubre esa magia entre tradiciones y olores
a mediterráneo>>.
Salió del
hotelito y se dirigió calle abajo hasta el puerto. Llegó enseguida. Le envolvió
la música de liras, citarras, flautas, aulós... Los olores de los restaurantes,
animados por los músicos y repletos de gente, desprendían olores a cordero,
berenjenas, comino, tomate. Se volvió a trasladar a la cocina de su infancia,
la cocinera griega, amada por su marido y esa canción, "Agapimu",
"Agapi moi". Esta vez la escuchó en griego, con una suave melodía a
sus espaldas. Miró el horizonte anaranjado por el final del día. Noto una
sedosa y delicada mano en su hombro que le recorrió como una descarga eléctrica
todo su cuerpo. Se giró y ahí estaba el muchacho de la bicicleta mirándola con
esa dulce sonrisa. Seguía con el pequeño pantalón y sin camiseta. Ella iba a
decir algo. Él le puso su tierno dedo en
la boca. Envuelto en un olor a canela, embriagador, le indicó que le siguiera.
Fueron
hasta la arena de la playa. El chico la paró, se agachó y le quitó las
sandalias. Ella se fijó que él no llevaba zapatos. Esos dedos, esas manos, se
movían delicadamente como si bailaran al ritmo de la música que se escuchaba
lejana. Se adentraron en la playa. El roce fresco se combinó con un ardor de
deseo que le recorría todo su ser. Se pararon. Él se puso en frente suya y vio
el brillo en sus ojos, ese brillo que años, muchos años atrás, observó en su
padre cuando miraba a su madre. Se perdió en ese océano añil e instintivamente
se fue acercando a esa boca con el color rosado de la carne de los higos, los
cuales se veían dulces. El chico le paró con su mano para que no se acercara.
Rozó su boca con la oreja de la mujer y con un sonido de arpa le habló unas
palabras suaves. No lo entendía, aún así le parecían de lo más sensual. Pudo
oler su cuello, su cabello. Desprendía una mezcla de tomillo, canela y
caramelo. Se separó de ella y le comenzó a quitar la blusa. A continuación, con
sus manos delicadas, recorrió sus pechos suavemente, su cintura y siguiendo por
su cadera, como si le envolviera una enredadera fina de parra en sus
espalderas. Esa sensación frutal del viento, a uvas, a verde, a frescura
inocente, la embriagaba por momentos. De pronto él se puso su palma en su
propio pecho y pronunció lo que parecía su nombre, Eros. Después la puso en el
pecho de ella esperando una respuesta.
–Agape –Ese
era su nombre
Él lo
repitió pronunciándolo a la perfección, ya que era un nombre griego. Quedó
hechizada. El sol desapareció y el cielo estrellado cubrió sus cabezas. Los dos
miraron al cielo y apareció un destello, una estrella fugaz. Antes de poder
pedir otro deseo, como aquella noche, él la beso. Notó el calor de su cuerpo
que era contrarrestado por el frío de la arena. Golpes de miel sacudieron sus
labios combinándose con hierbabuena y pasas. Lo volvió a mirar a los ojos y vio
el reflejo del brillo de los suyos, el de su madre al notar que es amada
incondicionalmente por el otro. Un torrente de sensaciones le recorrió por el
alma como agua brava de río. Notó como las manos del joven desabrochaban su
ajustado pantalón y le acariciaba su fruto con yemas delicadas. Sintió una
húmeda sensación. Él volvió a sacar la mano introduciéndosela en la boca. Luego
los pasó por los labios carnosos de ella que saboreo esa mezcla de placer a
higo maduro y aguardiente. Se deshizo del pantalón y él la tumbó delicadamente
en la arena recostándose a su lado.
Acercó de nuevo a la oreja y pronunció la palabra <<Agapi
moi>> seguido de su nombre: Agape. La nombró como jamás lo había dicho un
hombre. Parecía todo un sortilegio. La poseyó, ardiente y fresco, tierno y
salvaje, llenándola con su lluvia como gotas de rocío, como nunca nadie la
había poseído. Él le dijo algo en griego. Lo miró y entendió lo que quería
decirle
–Quédate
conmigo, amor mío –repitió.
Lázary
Sóller, Mallorca
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Besetes a tod@s.
Nos leemos.
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