CAPITULO 3. La cabaña.
La lluvia seguía cayendo sin piedad en la ciudad de
Zaragoza. Allí seguíamos refugiados debajo de aquel porche. Había algo de
aquella chica que me atraía descomunalmente aparte del físico tan impresionante
que tenía.
Me seguía causando una enorme intriga cómo Julia
había llegado a la misma situación que
yo. Pero seguía sin atreverme a preguntarle directamente. Después de un largo rato
hablando la intriga se apoderaba de mis pocos pensamientos. Me armé de valor y
le pregunte…
—¿Cómo es que vas con ese carrito Julia?
—¿Qué me quieres decir, qué no te has dado cuenta? —me
preguntó.
—¿Cuenta de qué? —me estaba haciendo el somardón por
que algo me había olido ya pero no estaba seguro.
—Pues mira Esteban, creo que soy como tú, una
persona que le ha ido la vida bastante mal y estamos en la calle. ¿Me equivoco?
—No, no te equivocas. Así es. Yo ya llevo unos
cuantos meses en la calle y espero que esto cambie pronto —le dije a Julia.
—Lo último que se pierde es la esperanza. Yo ya
llevo 3 años en la calle y aun no la he perdido. Mientras dormías en el parque
algo me dijo que tú y yo estábamos predestinados a conocernos.
—¿Predestinados a conocernos?
—Sí Esteban, al verte sentí que tú y yo íbamos a
hacer buenas migas.
Me quedé mirándola con cara de circunstancia. Julia
cada vez que hablaba me dejaba con la boca abierta. Me sacaba diez años y sabía mucho mas de la vida en general que
yo.
Otra pregunta
recorría mi cabeza: ¿Por qué Julia
estaría en esa situación? Me dí cuenta de que tenía marcas en los brazos y en
las piernas…
—Oye julia, ¿por qué tienes todas esas marcas? —Julia
clavó su mirada en mis ojos y rompió a llorar desconsoladamente.
—Mira Esteban, soy exdrogadicta y he perdido todo
por culpa de las drogas: mi familia, mis amigos. Y lo peor, me perdí a mí misma.
Dejé de ser la misma persona que había sido siempre. Pero gracias a Dios eso ya
está superado. Llevo ya dos años que no me drogo.
—Eso está muy bien Julia, y espero que sigas así.
Seguimos hablando de todo que nos había pasado en
nuestras vidas. Era un desahogo mutuo. Yo le conté todo lo mío: la muerte de mi
madre, que me habían echado del piso, etc.
A lo que nos dimos cuenta había salido un sol
esplendido que iluminaba a Julia que aún la hacía más guapa de lo que era.
—Esteban te voy a enseñar un pequeño secreto que
tengo. Ahora que ha parado de llover vamos a aprovechar.
—¿Un secreto? —le respondí asombrado.
—Bueno, tú sígueme y no hagas preguntas hasta que
lleguemos.
—Vale, vale, vamos pues.
Empezamos a caminar a través de unas calles llenas
de edificios altos. Después de veinte minutos de caminata pasamos por debajo de
un puente que cruzaba la autovía. Dejamos atrás la ciudad y los edificios se
habían convertido en campos. Me preguntaba que era aquello tan importante que quería enseñarme
Julia.
Caminábamos entre aquellos maravillosos campos que
desprendían un aroma fascinante. Suspiré fuertemente disfrutando de aquel olor
que me hacía recordar cuando iba al pueblo de mi madre. Una sonrisa invadió mi
rostro. Julia se percató, me miró y me sonrió mientras me guiñaba un ojo.
Se detuvo y subió un cuestecita que terminaba en
unos matorrales y unas cañas grandiosas. Y allí en medio de aquella maleza se
encontraba su secreto.
—Ya hemos llegado Esteban. Este es mi secreto y ahora
también será el tuyo.
—¡Oh! ¡Es increíble Julia! ¡Qué pasada!
—Je, je, je. Te gusta ¿eh?
Era una pequeña cabaña de madera. Me quedé fuera
flipando de lo que estaba viendo, que en mi situación era como un hotel de cinco
estrellas.
—Pasa, pasa, Esteban. Mira, el sofá verde es el mío,
el tuyo el rojo.
—¿Pero me voy a poder quedar aquí? —le pregunté a
Julia.
—¡Claro! ¿No te estoy diciendo que el sofá rojo es el
tuyo? ¡Ay Esteban!, cuanto te queda por aprender… ¡Eres aún un pipiolo!
—¡Ok, ok, recibido! Sofá verde de Julia, sofá rojo
de Esteban.
Me senté en el sofá y me quedé mirando a Julia.
Tenía unos ojos verdes increíbles, una melena larga negra como el carbón y un
cuerpo de película. Era como un ángel caído del cielo. Se me caía la baba solo
de mirarla. Y de repente…
¡PLAS! ¡PLAS!
Pegué un bote del sofá que casi tiro los maderos del
techo de la cabaña. Menudas dos palmadas me había pegado Julia en la oreja…
—¡Pero chico, que te has quedado empanado mirándome!
¿Te parezco guapa o qué? —me preguntó Julia.
—La verdad es que eres muy guapa —le contesté
tímidamente.
—¡Buah! Pues si me llegas a ver hace unos años… Iba
bien arregladita, limpia… ¡Qué tiempos aquellos! La verdad es que me ligaba a
quien quería y ahora…
Julia suspiró profundamente. En su suspiro dejó entrever
su tristeza. La tristeza que su propia vida le causaba.
Caminó hasta el fondo de la cabaña y empezó a
revolver una de las maletas que tenía allí y sacó una foto suya con su familia.
—¿Has visto aquí que guapa estoy? —me preguntó.
—La verdad es que sí.
—Algún día Esteban, estaré como en esta foto o
incluso más guapa. Eso como que me llamo Julia.
—Ojala sea así —le respondí—. Si algún día tienes un
golpe de suerte en la vida, espero que te acuerdes de mí, aunque no me conozcas
mucho aún
Le guiñé un ojo a Julia y ella sonrió.
—Antes cuando te observaba mientras dormías algo me
dijo que íbamos a ser amigos. Que nuestros destinos estaban predestinados a
juntarse y mira….ya somos compañeros de piso.
— Ja, ja, ja, compañeros de piso dice –exclamé mientras
reía a carcajadas.
Y allí entre aquellas cuatro maderas viejas
estuvimos hablando durante horas hasta quedarnos dormidos.
A la mañana siguiente, el sonido de unos pajaricos
me despertaron. Lo primero que vi fue a Julia en el sofá de enfrente durmiendo
y decidí despertarla.
—Julia, Julia despierta —susurré.
—¡Aaaaahhhhh!
Saltó encima mía como una loca y caímos en mi sofá.
—¿Pero chica qué te pasa?
—¡Ay Esteban, lo siento! Llevo tanto tiempo sola que
no estoy acostumbrada a que me despierten y ya no me acordaba de que estabas
aquí. Lo siento.
—No pasa nada, tranquila —le dije intentando
tranquilizarla.
Julia se abrazó a mí y estuvimos un rato abrazados
sin decir nada.
De repente Julia me susurró al oído:
—Jo, tengo un hambre…
—Pues yo también.
Notaba que mis tripas rugían desde hacía rato… pero
no dije nada.
—Tengo una idea —me dijo Julia.
—¿El qué? —le contesté intrigado.
—Vamos a una panadería y robamos unos bollos o lo
que pillemos y así podremos desayunar algo.
—¿Robar? ¡Uf! ¡En mi vida he hecho eso!
—¡¡Ala tira!! —exclamó Julia—. Algo tendremos que
hacer… o nos moriremos de hambre.
—Vale, vale. Yo voy contigo que no puedo más del
hambre que tengo.
—¡¡Ese es mi Esteban!! —exclamo mientras me daba una
palmada en el hombro.
Emprendimos la caminata hacia la ciudad. En veinte
minutos ya estábamos andando entre altos edificios. El nerviosismo se apoderaba
de mí por momentos. Nunca había robado pero a partir de ahora podría ser el
único medio que tuviera para subsistir.
Pasamos por delante de dos panaderías pero Julia me
miró y cabeceó de un lado a otro. Algo no le cuadraba y seguimos caminando
hasta llegar a otra panadería donde Julia se paró y me dijo:
—Fíjate la fila de gente que hay ahí dentro.
—Sí, sí, está a rebosar —le dije tras asomar la
cabeza a través del escaparate.
—Mira mira Esteban, hay una cámara frigorífica en la
entrada —me susurró al oído—. Tú quédate
aquí y si pasa algo coges y te vas.
—Perooo… Julia….
—¡Te he dicho que si pasa algo que te vayas!
Asentí con la cabeza y me quede fuera esperando.
Julia entró en aquella panadería, abrió la cámara
frigorífica y cogió una tarta y una barra de helado. Se puso en la fila
tranquilamente y al poco rato se dio media vuelta sin más y salió por la
puerta. Nada más salir me dijo que andara y no mirara atrás oyera lo que oyera.
Seguimos caminando a paso ligero en silencio. Cuando
ya nos habíamos alejado un poco Julia me dijo:
—Bueno Esteban, ya tenemos el desayuno.
—No me lo puedo creer, vamos a comer tarta y helado.
Mmmm.
—Ha habido mucha suerte. Sabía que tú me traerías
suerte — me confesó.
—Ojala sea verdad y podamos desayunar así todos los
días.
Seguimos paseando hasta el parque donde nos
conocimos para comernos tan suculentos manjares. Cuando llegamos comenzamos a
devorar la tarta con la mano mas a gusto que para qué…
También nos comimos el helado. Y allí estábamos de nuevo
en el parque de Macanaz, tirándonos trozos de tarta el uno al otro. Jugando
como niños de ocho años, dejando por momentos todas las preocupaciones que nos
había dado esta vida tan cruel. Y de repente oímos una voz a lo lejos que decía:
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