viernes, 5 de septiembre de 2014

Colección Uni2. Un destino inesperado: 3. La cabaña.

Tercera entrega de la novela "Un destino inesperado" de Natalia Carcas y David Carrasco. En este ocasión titulado: "La cabaña", que nos narra las andanzas de Esteban, nuestro protagonista indigente, ahora al lado de su nueva compañera Julia.



CAPITULO 3. La cabaña.


La lluvia seguía cayendo sin piedad en la ciudad de Zaragoza. Allí seguíamos refugiados debajo de aquel porche. Había algo de aquella chica que me atraía descomunalmente aparte del físico tan impresionante que tenía.
Me seguía causando una enorme intriga cómo Julia había llegado a  la misma situación que yo. Pero seguía sin atreverme a preguntarle directamente. Después de un largo rato hablando la intriga se apoderaba de mis pocos pensamientos. Me armé de valor y le pregunte…
—¿Cómo es que vas con ese carrito Julia?
—¿Qué me quieres decir, qué no te has dado cuenta? —me preguntó.
—¿Cuenta de qué? —me estaba haciendo el somardón por que algo me había olido ya pero no estaba seguro.
—Pues mira Esteban, creo que soy como tú, una persona que le ha ido la vida bastante mal y estamos en la calle. ¿Me equivoco?
—No, no te equivocas. Así es. Yo ya llevo unos cuantos meses en la calle y espero que esto cambie pronto —le dije a Julia.
—Lo último que se pierde es la esperanza. Yo ya llevo 3 años en la calle y aun no la he perdido. Mientras dormías en el parque algo me dijo que tú y yo estábamos predestinados a conocernos.
—¿Predestinados a conocernos?
—Sí Esteban, al verte sentí que tú y yo íbamos a hacer buenas migas.
Me quedé mirándola con cara de circunstancia. Julia cada vez que hablaba me dejaba con la boca abierta. Me sacaba diez años  y sabía mucho mas de la vida en general que yo.
Otra pregunta  recorría  mi cabeza: ¿Por qué Julia estaría en esa situación? Me dí cuenta de que tenía marcas en los brazos y en las piernas…
—Oye julia, ¿por qué tienes todas esas marcas? —Julia clavó su mirada en mis ojos y rompió a llorar desconsoladamente.
—Mira Esteban, soy exdrogadicta y he perdido todo por culpa de las drogas: mi familia, mis amigos. Y lo peor, me perdí a mí misma. Dejé de ser la misma persona que había sido siempre. Pero gracias a Dios eso ya está superado. Llevo ya dos años que no me drogo.
—Eso está muy bien Julia, y espero que sigas así.
Seguimos hablando de todo que nos había pasado en nuestras vidas. Era un desahogo mutuo. Yo le conté todo lo mío: la muerte de mi madre, que me habían echado del piso, etc.
A lo que nos dimos cuenta había salido un sol esplendido que iluminaba a Julia que aún la hacía más guapa de lo que era.
—Esteban te voy a enseñar un pequeño secreto que tengo. Ahora que ha parado de llover vamos a aprovechar.
—¿Un secreto? —le respondí asombrado.
—Bueno, tú sígueme y no hagas preguntas hasta que lleguemos.
—Vale, vale, vamos pues.

Empezamos a caminar a través de unas calles llenas de edificios altos. Después de veinte minutos de caminata pasamos por debajo de un puente que cruzaba la autovía. Dejamos atrás la ciudad y los edificios se habían convertido en campos. Me preguntaba que era  aquello tan importante que quería enseñarme Julia.
Caminábamos entre aquellos maravillosos campos que desprendían un aroma fascinante. Suspiré fuertemente disfrutando de aquel olor que me hacía recordar cuando iba al pueblo de mi madre. Una sonrisa invadió mi rostro. Julia se percató, me miró y me sonrió mientras me guiñaba un ojo.
Se detuvo y subió un cuestecita que terminaba en unos matorrales y unas cañas grandiosas. Y allí en medio de aquella maleza se encontraba su secreto.
—Ya hemos llegado Esteban. Este es mi secreto y ahora también será el tuyo.
—¡Oh! ¡Es increíble Julia! ¡Qué pasada!
—Je, je, je. Te gusta ¿eh?
Era una pequeña cabaña de madera. Me quedé fuera flipando de lo que estaba viendo, que en mi situación era como un hotel de cinco estrellas.
—Pasa, pasa, Esteban. Mira, el sofá verde es el mío, el tuyo el rojo.
—¿Pero me voy a poder quedar aquí? —le pregunté a Julia.
—¡Claro! ¿No te estoy diciendo que el sofá rojo es el tuyo? ¡Ay Esteban!, cuanto te queda por aprender… ¡Eres aún un pipiolo!
—¡Ok, ok, recibido! Sofá verde de Julia, sofá rojo de Esteban.
Me senté en el sofá y me quedé mirando a Julia. Tenía unos ojos verdes increíbles, una melena larga negra como el carbón y un cuerpo de película. Era como un ángel caído del cielo. Se me caía la baba solo de mirarla. Y de repente…
¡PLAS! ¡PLAS!
Pegué un bote del sofá que casi tiro los maderos del techo de la cabaña. Menudas dos palmadas me había pegado Julia en la oreja…
—¡Pero chico, que te has quedado empanado mirándome! ¿Te parezco guapa o qué? —me preguntó Julia.
—La verdad es que eres muy guapa —le contesté tímidamente.
—¡Buah! Pues si me llegas a ver hace unos años… Iba bien arregladita, limpia… ¡Qué tiempos aquellos! La verdad es que me ligaba a quien quería y ahora…
Julia suspiró profundamente. En su suspiro dejó entrever su tristeza. La tristeza que su propia vida le causaba.
Caminó hasta el fondo de la cabaña y empezó a revolver una de las maletas que tenía allí y sacó una foto suya con su familia.
—¿Has visto aquí que guapa estoy? —me preguntó.
—La verdad es que sí.
—Algún día Esteban, estaré como en esta foto o incluso más guapa. Eso como que me llamo Julia.
—Ojala sea así —le respondí—. Si algún día tienes un golpe de suerte en la vida, espero que te acuerdes de mí, aunque no me conozcas mucho aún
Le guiñé un ojo a Julia y ella sonrió.
—Antes cuando te observaba mientras dormías algo me dijo que íbamos a ser amigos. Que nuestros destinos estaban predestinados a juntarse y mira….ya somos compañeros de piso.
— Ja, ja, ja, compañeros de piso dice –exclamé mientras reía a carcajadas.
Y allí entre aquellas cuatro maderas viejas estuvimos hablando durante horas hasta quedarnos dormidos.

A la mañana siguiente, el sonido de unos pajaricos me despertaron. Lo primero que vi fue a Julia en el sofá de enfrente durmiendo y decidí despertarla.
—Julia, Julia despierta —susurré.
—¡Aaaaahhhhh!
Saltó encima mía como una loca y caímos en mi sofá.
—¿Pero chica qué te pasa?
—¡Ay Esteban, lo siento! Llevo tanto tiempo sola que no estoy acostumbrada a que me despierten y ya no me acordaba de que estabas aquí. Lo siento.
—No pasa nada, tranquila —le dije intentando tranquilizarla.
Julia se abrazó a mí y estuvimos un rato abrazados sin decir nada.
De repente Julia me susurró al oído:
—Jo, tengo un hambre…
—Pues yo también.
Notaba que mis tripas rugían desde hacía rato… pero no dije nada.
—Tengo una idea —me dijo Julia.
—¿El qué? —le contesté intrigado.
—Vamos a una panadería y robamos unos bollos o lo que pillemos y así podremos desayunar algo.
—¿Robar? ¡Uf! ¡En mi vida he hecho eso!
—¡¡Ala tira!! —exclamó Julia—. Algo tendremos que hacer… o nos moriremos de hambre.
—Vale, vale. Yo voy contigo que no puedo más del hambre que tengo.
—¡¡Ese es mi Esteban!! —exclamo mientras me daba una palmada en el hombro.

Emprendimos la caminata hacia la ciudad. En veinte minutos ya estábamos andando entre altos edificios. El nerviosismo se apoderaba de mí por momentos. Nunca había robado pero a partir de ahora podría ser el único medio que tuviera para subsistir.
Pasamos por delante de dos panaderías pero Julia me miró y cabeceó de un lado a otro. Algo no le cuadraba y seguimos caminando hasta llegar a otra panadería donde Julia se paró y me dijo:
—Fíjate la fila de gente que hay ahí dentro.
—Sí, sí, está a rebosar —le dije tras asomar la cabeza a través del escaparate.
—Mira mira Esteban, hay una cámara frigorífica en la entrada —me susurró  al oído—. Tú quédate aquí y si pasa algo coges y te vas.
—Perooo… Julia….
—¡Te he dicho que si pasa algo que te vayas!
Asentí con la cabeza y me quede fuera esperando.
Julia entró en aquella panadería, abrió la cámara frigorífica y cogió una tarta y una barra de helado. Se puso en la fila tranquilamente y al poco rato se dio media vuelta sin más y salió por la puerta. Nada más salir me dijo que andara y no mirara atrás oyera lo que oyera.
Seguimos caminando a paso ligero en silencio. Cuando ya nos habíamos alejado un poco Julia me dijo:
—Bueno Esteban, ya tenemos el desayuno.
—No me lo puedo creer, vamos a comer tarta y helado. Mmmm.
—Ha habido mucha suerte. Sabía que tú me traerías suerte — me confesó.
—Ojala sea verdad y podamos desayunar así todos los días.
Seguimos paseando hasta el parque donde nos conocimos para comernos tan suculentos manjares. Cuando llegamos comenzamos a devorar la tarta con la mano mas a gusto que para qué…
También nos comimos el helado. Y allí estábamos de nuevo en el parque de Macanaz, tirándonos trozos de tarta el uno al otro. Jugando como niños de ocho años, dejando por momentos todas las preocupaciones que nos había dado esta vida tan cruel. Y de repente oímos una voz a lo lejos que decía:

—Juliaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaa…………….

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