5. ¡Estúpido engreído!
Lo
más lógico hubiese sido no escribirle. Cerrar la conversación, y pasar del
tema. Pero no fue así…
—¿Y esa foto?
Maldije durante un rato
mi respuesta. Era consciente de por qué tenía esa foto, y si yo no quería dar
explicaciones, no tenía que hacer esa pregunta. Pero la hice.
No tardó mucho en volver
a sonar el dichoso móvil. No hacía más que mirar si me había contestado, y
cuando lo hizo sentí rabia. Creo que en el fondo quería evitarme un problema, y
para ello necesitaba que desapareciese de mi vida. O de momento de mi móvil.
—Supongo que te sonará la
cara. No hace falta mucha más explicación.
—¡Estúpido engreído! —dije
en voz baja.
Ahora sí, bloqueé el
teléfono, cogí las llaves y diciéndole a
mis padres que tenía que ir a hacer un recado urgente, me fui hacia el pub
donde anoche había aparcado la moto. En algún momento tenía que ir a buscarla.
La dejé aparcada en casa
y entre al supermercado para comprar algo para cenar. Metí la moneda en el
carrito, abrí el asiento para bebés y deje mi bolso, lo tapé con el pañuelo y comencé
a recorrer los pasillos.
Pan, yogures, unas
magdalenas para el desayuno de Efrén y unas salchichas para cenar. Me paré en
el pasillo de la leche y con mi radar de madre soltera en plena crisis, comencé
a buscar ofertas. Mientras miraba un tetrabrik y comprobaba los precios, oí una
voz que me resultaba familiar. Me puse alerta y alcé la cara. Dejé la leche que
llevaba en las manos en ese momento en el carro. «¡Esta mismo!», pensé sin
mirar más.
Se escuchaba una risa
insoportable al otro lado de la estantería y la voz que reconocía le reprochaba
que se callase.
Dejé el carro y
disimulando, asomé la cabeza para confirmar mis sospechas. ¡Era Izan con esa
chica! Volví a esconder mi cabeza y me apresuré a por el carrito. Tenía que
salir de allí antes de que me viesen.
Me dirigía hacia la
salida, cuando me tropecé con ellos.
Nos miramos. Pasaron un
par de segundos que se hicieron horas. Era inevitable perderme en esos océanos
azules. Sus ojos se clavaron en los míos pero reaccionaron enseguida ante el
codazo de la impertinente de su novia.
—Perdón —dije mientras
me apartaba de su camino y agachaba la cabeza.
No contestaron ninguno
de los dos.
Seguí hacia el final del
pasillo y sin saber muy bien por qué, gire mi cabeza hacia ellos. Izan estaba
mirándome. Estaba intentando disculparse con su mirada. Volví a bajar la cabeza
y seguí mi camino.
Subí a casa a dejar las
cosas que acababa de comprar, me senté en la banqueta de la cocina y abrí su
conversación. Miré la foto durante un rato y empecé a analizar la situación.
Ella con los brazos en alto muy sonriente protagonizando la foto. Él, detrás de
ella, agarrándola por la cintura.
—¡No es feliz! —me
intentaba convencer a mi misma.
Vibró el móvil. Apreté
el botón de salir para ir a la conversación oportuna, pero no tuve que ir muy
atrás. Era él quien había hecho vibrar mi teléfono.
“Necesito hablar contigo. Tengo que contarte muchas cosas.”
«No hay mucho que
explicar», pensé.
Me levanté, cogí la
bolsa y comencé a recoger la compra. Aunque la verdad es que no podía quitarme
de la cabeza esos tequilas, los bailes, sus tatuajes, mis sábanas, esas horas
que pasamos juntos. Lógicamente, todos esos pensamientos, incluida la sonrisa
que tenía dibujada en la cara se frustraron cuando recordé los gritos, las
lágrimas de mi madre, la inocencia de Efrén e incluso su cara. Ya tenía
suficientes problemas. No podía permitirme ninguno más. Tenía que seguir
convenciéndome de que lo de ayer sólo fue una noche divertida.
Llamé a mis padres para
decirles que iba de camino. Que estaba bien. Conociéndoles, estar más de una
hora fuera de casa sin haberles dicho
cuál era ese recado tan urgente, lo menos que estarían haciendo sería buscar el
teléfono de los GEOS en el dichoso Google. ¡Qué ocurrencia la mía, Ponerles
internet en casa!
Mi cabeza no dejaba de
enlazar lo sucedido en las últimas horas, era un popurrí de sentimientos. Y no
encontraba salida a ninguno. Lo mejor que sabía hacer era intentar olvidar
todo.
Giré a la derecha, y
esta vez, miré a ambos lados de la calle. No venía ninguna bici. Podía pasar
tranquila.
Fue transcurriendo la
tarde y ya anochecía.
—Efrén, deberíamos irnos
a casa —le dije entrelazando mis dedos en su pelo.
—Espera que terminemos
la partida —me contestó mi padre.
Mientras terminan de
jugar, me senté en el apoyabrazos y observé cómo mi padre estaba en la esquina
del sofá, mordiéndose la lengua y haciendo verdaderos esfuerzos físicos y mentales
para que su coche corriera más y cruzara el primero la línea de meta.
—¡Sííííí, tooooma! —exclamó
Efrén.
—¡No vale! ¡Has hecho
trampas! ¡Revancha! —contestó mi padre hecho una furia.
—¡Vale, por favor! Y tú
Miguel, no seas más chiquillo que el niño… —se entrometió mi madre.
—Pero si es que no puede
ser. ¡Me ha adelantado en la última curva sacándome del circuito! ¡Y eso,
quedamos que no valía! —seguía mi padre.
—Yayo, no te enfades.
Mañana te enseño un truco, y te dejaré ganar alguna partida… —le contestó mi
hijo, enfureciendo más aun a mi padre.
—¡Lo que me faltaba! El “moñaco”
este... ¡Qué me dejará ganar una partida dice! ¡Si soy yo el que no quiere
ganar por no darte un sofocón!
Todos nos echamos a reír
menos mi padre, claro, que seguía convencido de que era bueno jugando a las “maquinetas”.
Fuimos caminando hasta
casa, después de convencer a la familia de que no era necesario que nos
acompañasen ya que no era muy tarde, y ya estábamos todos más tranquilos.
Saqué las salchichas, y
Efrén subido en la banqueta, abrió el paquete y las colocó en un plato. Las
metió al microondas y le dio dos veces al botón. Apoyó los codos en la encimera y sujetando su
cabeza con las manos miraba expectante cómo se abrían en cada vuelta de plato.
Al tiempo que yo abría unos panecillos y colocaba estratégicamente unos
tranchetes cortados y un “churrutazo” de kétchup.
Sonó el portero
automático y empezaron a temblar mis piernas y a acelerarse mi cerebro. Tanto,
que iban más rápidos mis pensamientos que mis torpes movimientos. Podría ser
Marcos, que desde anoche no sabía nada de mí. O podían ser mis padres, cualquier
amigo o incluso la vecina porque se le habían olvidado las llaves de casa.
Volvió a sonar, esta vez
dos veces.
—Baja de ahí y ve a tu
cuarto —dije en voz baja pero firme.
Obediente como el que
más, Efrén se metió en el cuarto preso de mi mirada que observaba cómo cerraba
la puerta.
Cogí mi teléfono y miré
la hora.
—¿Si? —contesté al
insistente sonido.
—¿Mónica?
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