lunes, 12 de enero de 2015

Nuestra historia. Epílogo.

Tras el capítulo de la pasada semana (44. Y llegó Nochevieja, también de Maribel Mena), hoy llegamos al final de esta andadura que tras 45 semanas nos ha mantenido unidos... 
El capítulo arrancaba con Sandra y Rafa llegando al piso de Patricia para buscar la llave de la casita de Pau. Ellos se adelantarán y prepararán todo para cuando lleguen el resto de amigos a la gran cena que cerrará el año. Allí Jack decide irse con ellos y los tres se adelantan un día al resto.
En la otra parte del mundo los padres de Patricia deciden ir a pasar el fin de año con su hija y conocer a su nieto por sorpresa, aunque desconocen que ellos tienen previsto irse a Pau.
Pedro y Ana se disponen a cargar el coche cuando se encuentran con Mario que se ofrece a llevarles algo en su coche. Ana le sugiere que llame a Ian para que no haga el trayecto el solo.
Patricia se sincera con Mary momentos antes de salir hacia Pau y le cuenta quién es el padre de Miguel, su hijo. Mary conduce todo el camino para que la joven y el niño descansen.
Ramón ya tenía su plan ultimado con su hermano para fugarse. Thomas se cambiaría por él, nadie se daría cuenta ya que últimamente se habían convertido en dos gotas de agua. Una vez fuera, Thomas recuperaría la cordura de una enfermedad que no padecía...
En Pau Rafa ya tenía todo listo para la llegada de los invitados mientras Sandra y Jack jugueteaban por los alrededores.
Los primeros en llegar fueron Pedro, Ana y las niñas. Después de un buen rato llegó Ian, acompañado de Laura y de su hijo David, que pronto hizo buenas migas con el pequeño Jack.
Ana se sentía inquieta, presentía que algo no iba bien y decidió salir a tomar el aire y esperar a Patricia y Mary fuera, pero cuando abrió la puerta casi choca con Mario y ellas dos que acababan de llegar. Aun así, la inquietud de Ana no desapareció totalmente.
Una vez todos allí se dispusieron a cenar. De repente sonó el timbre y el miedo de Ana se incrementó. No esperaban a nadie más y no tenían vecinos alrededor. Pedro se dirigió a abrir y Sandra recordó la imagen de Thomas o Ramón en el aeropuerto. Tenía la certeza de que tras la puerta estaría Pedro...
Todos las miraban a ellas seguían paralizadas por el miedo. Tras un par de minutos eternos la puerta se abrió lentamente, Pedro seguía a medio camino y pudo ver el primero quién intentaba entrar...
Eran los padres de Patricia que venían a unirse a la fiesta, a abrazar a su hija y conocer a su nieto. Una vecina les dijo a su llegada que su hija se había ido con unos amigos a la casita de Pau.


¿Qué nos ofrecerá el epílogo de Adolfo Navascués Gil? No os lo perdáis a continuación. Y el próximo lunes estamos de estreno con el primer capítulo de TayTodos, la nueva novela colectiva de los lunes para 2015.



Epílogo.

Ana se había apostado en la misma piedra, en el mismo lugar que ocupaban todos los veranos y que al acabar el otoño, servía de trono para los componentes del Club de las Ilusiones.
La hojarasca de los chopos, cubría gran parte de la sinuosa senda que separaba el mundo real del mundo de los soñadores.
Ella, sentada, con una vara de tamariz dibujaba caras en el barro que cubría parte del espigón, testigo del paso de mil avenidas del río, de mil risas y otros tantos llantos de aquel fantástico grupo.
Aunque ya hacía años que en verano no se reunían, si algún que otro año quedaban, seguían con el ritual de acercarse a matar el tiempo en recuerdos, a revivir añoranzas, a soñar futuros.
Ella, absorta, jugaba con su palo, tiraba briznas al agua como cuando lanzaban a la orilla los papeles escritos, las cartas de amor no entregadas y todo aquello maligno, que emulando a la hoguera de San Juan, esperaban que la corriente se la llevara y purificara, o llevara y trajera quereres.
Alguien tocó su hombro, había llegado como siempre, sigiloso, sin ruido, como si no hubiese venido.
—Hola Ana, como siempre llegas la primera.
Esta se volvió y abrazó al recién llegado, sus miradas se cruzaban, y sus manos recorrían de cuello a caderas los cuerpos, como queriendo palpar el tiempo pasado en las carnes.
—¿Vienes solo?
—No, Sandra está en el merendero con los niños, les ha traído una merienda y unos dulces, bueno unas chuches. Y ¡cómo no!… lasaña de atún, para no perder la costumbre. Rafa ha soltado a la perrita que ha salido disparada del coche y está persiguiéndola entre choperas y panizos. No sé en que estado llegará… —se sonrío al imaginarse a su cuñado.
Pedro, terminó de acariciar las manos de Ana, los recuerdos le sobrevenían en latidos, en flashes, las conversaciones, los secretos, los besos tras las zarzas, los juegos...
 —Este año somos menos.
El grupo de la ilusión, al paso de los años se había reducido hasta quedar en número de ocho.  Patricia, Mario, Laura e Ian habían enviado un whatsapp que estaban llegando.
—Ana, ¿has mirado en el agujero de las ilusiones?, a lo mejor queda alguno de nuestros manuscritos.
Pedro, sabía que Ana siempre había sido la más curiosa, la más inquieta, rozando la frontera de cotilla.  Siempre enamoradiza, entregada, pero a la vez motor de aquellas iniciativas de unión entre ellos, forzando situaciones y encuentros.
—No —mintió.
Ya había hurgado en el hueco y recuperado algunos trozos de papel envueltos en bolsas de plástico, depositados allí en alguno de los encuentros y que representaban las ilusiones, las historias que soñaban vivir.
Un claxon cortó la conversación…

En un “plis plas” estaban los ocho juntos, haciendo corro, comiéndose a besos, fundiéndose en abrazos. Se montaban las risas con las apresuradas ganas de contarlo todo, se sobaban unos a otros, se miraban, se querían.
Uno tras otro, tomó posesión de su asiento, de su piedra, de su feudo, de su parcela en el espigón del río.  Inevitable mirar los vacíos, de aquellos que llevaban años sin aparecer, no porque hubiesen fallecido sino porque la vida les había llevado a otros lugares.
—¿Alguno sabe algo de los que faltan? —interrogó Pedro a los presentes.
—Bueno, este año creo que vamos a tener una sorpresa, en navidades me han prometido venir todos, vamos a tener una sorpresa con el nuevo año — replicó Ana, que como de costumbre había tomado iniciativas sin contar con nadie.
Todos se alegraron, pero dudaban, de que esto sucediera. Ana tomó la palabra:
—He encontrado el motivo para este encuentro, pero quiero que sea una sorpresa hasta el final, incluidos vosotros.
—Esta Ana siempre igual —apostilló con sorna Mario—, seguro que nos tendremos que empachar con lasaña de atún, como los “crios”. ¡Mirarlos todos sentados en corro como nosotros!
A unos metros, mal sentados en los bancos, los retoños desgreñados reían y se pasaban el cigarrillo de uno a otro, como antaño hicieron sus padres.  Dos niñas vestidas iguales, con coletas y el pelo rojo, salidas del mismo vientre, el mismo día, un chaval sin afeitar, que aparentaba hombría de más y otro barbilampiño, de finas maneras.
El más machote, escuchaba y apuntaba en un bloc, tal vez letras de canciones, tal vez versos de amor, o tal vez las fantasías heredadas de los que metros más para adelante trataban de recordar y compartir.

Los cinco amigos, se acercaron al pocillo de las ilusiones, que era el hueco en la piedra donde todos los años, al caer el otoño, guardaban sus  recuerdos escritos, sus historias, sus devaneos.
—No hace falta que busquéis nada, como todos los años, está vacío. Ya le he preguntado a Ana, y no hay nada, el río se los lleva, como se llevaba los barquillos de juncos cargados con nuestros malos deseos corriente abajo —era Pedro, informando a los demás.
Ana se apretó el bolso entre el pecho y el sobaco, sintiendo el crujir de las bolsas de plástico, que como todos los años, hurtaba del pocillo para enseguida, sacar la vieja agenda, repartir varias hojas entre los presentes y rasgar la suya. En un par de minutos, todos la tenían rellena, y con un ceremonial casi estudiado las doblaron, las metieron en una bolsa blanca y esta la introdujeron en el hueco de la ilusión, taparon con barro la oquedad y unieron sus manos.

Vámonos, dos palmadas y los chicos estaban cada uno al lado de sus progenitores.
Ana acarició a las gemelas, y estas le dieron su diario, y se fueron de la mano hacia el aparcamiento junto a Pedro. Patricia le echó la mano por el hombro al casi imberbe y se alejaron despacio.
Disimuladamente, Ana abrió el bolso. En un puñado arrugado e incluso húmedo sacó la bolsa de plástico que como todos los años se había adueñado, se acercó al banco, donde el machote terminaba de matar el cigarro liado que momentos antes había compartido.
—Toma David, ya sabes, nos vemos al comenzar el nuevo año.

Ana gritó.
—¡Esperad, esperad! ¡Que nos queda la cita del año nuevo!
—¡Tú dirás! —respondieron los otros antes de subirse a sus respectivos autos.
—Nos vemos todos el tres de Enero, bueno todos nosotros y Nuestra historia...

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