1. ¡Qué ojazos !
Me duele la cabeza,
tengo las piernas casi dormidas, y los pies, a punto de reventar. Hoy no es el
mejor día para estar trabajando. Suena mi música, es hora de salir. Me coloco
bien el poco vestuario que hoy nos han colocado, evitando así que se me vea más
de lo necesario. Salgo a la sala donde
cientos de jóvenes me miran mientras beben los cubatas de garrafón que les
están sirviendo los camareros medio desnudos.
Me subo a esa misma barra, desde la cual, esos estúpidos, me miran
perplejos, imaginándose yo que sé que cosas. Mejor no seguir pensando.
Veinte largos minutos de
contoneos y movimientos provocadores. Me hacen la señal, y mis queridos ángeles
de la guarda, vestidos de matones de discoteca, se acercan hasta mí. Me ofrecen
su mano, y me ayudan a bajar de ese infierno. Ellos mismos, son los que me
acompañan hasta la puerta de vestuarios. Donde nada más traspasarla, me quito
los tacones, el sombrero, y me pongo un albornoz. Ahora a esperar el siguiente
pase.
Sentada enfrente de mi espejo,
sólo veo a una gogó de discoteca. Pero no puedo dejar de pensar en él. En
Efrén. ¿Estará dormido ya? ¿Se habrá acordado la canguro de que se lavase los
dientes? No puedo evitarlo. ¡Hijo de puta! Llegar a esto porque nos abandonase…
Sólo me gustaría volver a verlo una vez más. Con dos minutos sería suficiente.
Cojo una revista que
llama mi atención, debajo de los secadores que tiene mi compañera. Paso hojas
sin ver lo que pone en ellas, pero parece que así pasan los minutos más
rápido. Y así fue…
—Mónica, prepárate.
Sales en menos de cinco minutos.
Con esas palabras volví
a caer en la realidad. Cogí el tabaco, y encendí un cigarro. Lo deje en el
cenicero, y saqué del paquete una papelina y la tarjeta del Carrefour. Volqué
en la mesa lo que quedaba, y mientras oía que me llamaban, volví a oler el
polvo que me ayudaba a olvidarme de mi vida por un rato. Me calcé mis tacones,
me retoque los labios, y deje caer el albornoz.
Subí a la barra mientras
los camareros me hacían hueco quitando los vasos que había, y comencé a bailar.
¡¡¡¡Pi pi pi pi pi pi pi !!!!
Las 8:30, ¡Maldito
despertador! Siempre cuando más a gusto
estoy durmiendo. Enseguida noté que se metía en mi cama, sigilosamente, sin
casi mover las sábanas, creyendo evitar que así me despertase. Se pone detrás
de mí y yo me doy la vuelta, haciéndome la dormida le agarro y lo traigo hacia
mí. Caigo rendida otra vez. Hasta que suena la alarma cinco minutos más
tarde. Ese rato, es el mejor de todo el
día.
—Mamá… mamá —me susurra
al oído.
—Buenos días, Efrén.
¿Qué tal has dormido, cariño?
—Bien mami. Ayer la
canguro no se acordó de que me lavase los dientes —dijo sonriendo, ya que para
él era una batalla ganada.
—Bueno, pues ahora mismo
nos vamos a levantar, desayunamos, nos lavamos los dientes, y nos vamos al cole
rápidamente. ¡Que ya es viernes, gordito! —mientras le hacía cosquillas para
arrancarle una sonrisa.
—Sí, pero hoy me voy a
poner la camiseta azul, mami. ¡Qué es la que me gusta!
—En nada te quiero en la
cocina. ¿Preparados? ¿Listos? ¡Ya!
Saltamos como dos rayos
de la cama, y comenzamos a vestirnos, a hacer la cama y en nada estamos los dos
bebiéndonos el vaso de leche de trago, lavándonos los dichosos dientes y
terminándonos de colocar la ropa el uno al otro en el ascensor.
—Hasta la tarde cariño.
—Mama, ¿esta noche
también me toca ir a casa de los yayos? —me dijo mientras se le arrasaban los
ojos.
—Claro, si la abuela ya
me ha dicho que te ha preparado una sorpresa para cenar —le digo mientras le
retoco un poco el pelo.
—Bueno, entonces iré —me
plantó un beso y un abrazo y echó a correr hacia la fila, que como de costumbre
ya estaba entrando a clase.
Volví a casa a por la
moto, y encaminé rumbo al trabajo de las mañanas. Un trabajo de verdad, en el
que me pasaba toda la mañana plegando camisetas, atendiendo a la gente, y
sacando las ropas nuevas de las cajas.
—¡Hola! ¿Puedes
ayudarme?
Levanté la cabeza de las
cajas recién abiertas, llenas de ropa de la nueva temporada y sólo vi unos ojos
azules. Unos tremendos ojos azules que se clavaron en mis retinas.
—Claro, dígame —contesté
mientras me colocaba la camiseta.
—Mi novia está en el
probador, y me ha dicho si me podéis dar una talla más de este pantalón.
¡Qué ojazos!
—¿Perdón? ¿Una talla
más?
—Sí, eso.
—Enseguida se la traigo.
Cogí los pantalones, y
fui a la estantería del fondo, que es donde tenían que estar. Pero sólo por
llevarme la contraria, ya no estaban allí. Pregunté a mi compañera, mientras de
reojo, echaba un vistazo a la puerta de los probadores.
—Aquí tiene, una talla
más. Si necesita algo, estaré por aquí —le dije mientras pensaba en lo guapo
que me parecía.
Cuando eché a andar,
dispuesta a seguir con la nueva temporada alguien me rozó el brazo, dibujé la
mejor de mis sonrisas y me volví esperando ver esos ojazos.
—Hola chica —me dijo una
señora—. ¿Tenéis alguna camisa para mí?
—Sí, mire. Detrás de
esas chaquetas están las tallas especiales. Ahí tiene varios modelos —contesté,
un poco decepcionada—. ¿Le muestro alguna?
—No, yo me acerco a
mirarlas.
Justo cuando me di la
vuelta para intentar llegar a las cajas recién abiertas, me choqué de frente
con él. No me dio tiempo ni a verle llegar.
—Perdona otra vez. ¿Nos
conocemos? —¡ojalá!, pensé.
—No, creo que no. No me
suenas para nada —contesté medio embobada.
—No sé, me resultas
familiar —me dijo sonriendo, haciendo que sus ojos, se volviesen incluso
picarones.
—Creo que te buscan —su
novia había salido de los probadores y venía hacia nosotros cual Miura saliendo
de toriles.
—Bien, me tengo que
marchar —guiñando uno de esos dos océanos que tenía en la cara.
Siguieron mirando un
buen rato las estanterías, los bloques de pantalones y deshaciendo todos los
montones de camisetas básicas que había repartidas por las mesas de la tienda.
Él intentaba organizar todo lo que ella iba revolviendo. Mientras sé que miraba
de reojo, intentando buscar una mirada mía, supongo.
Cuando tuve la
oportunidad, ya que se quedó de espaldas, miré lo bien que le quedaban esos
vaqueros, y además iba bastante conjuntado. Bien peinado, y con una mano,
metida en el bolsillo de atrás. De pronto, y con poco disimulo, volvió la
cabeza y me pilló mirándole. ¡Qué vergüenza!
Bajé la mirada y seguí
comprobando los albaranes, o haciendo como que los comprobaba, vamos.
Cuando pasó un tiempo
prudencial, volví a levantar la mirada de los papeles, y alguna fuerza extraña
me obligó a buscarlo por algún hueco entre camisa y camiseta.
—¡No está! —pensé. Y
haciendo cómo que recolocaba las prendas en los cubiletes abiertos que dejaban
ver la otra parte de la tienda, seguí disimulando. Cuando de pronto, aquellos
ojos que me incitaban a jugar al “pilla pilla” por la tienda, aparecieron a
menos de dos palmos de mi cara al otro lado del cubilete.
—Buhh —me dijo. Y se
echó a reír—. Ya recuerdo algo más de ti.
Me limite a sonreír,
pues no sabía que podía decirle.
—Te veo cada fin de
semana, aunque me costaba reconocerte con tanta ropa —me soltó.
Mi sonrisa se quedó
congelada, y poco a poco se fue evaporando como si de un cubito de hielo se
tratase, hasta que se eliminó por completo en el más profundo de los silencios.
Fruncí el ceño, cogí una
percha, coloqué bien lo que había en ella, y me fui. No iba a soportar ese tipo
de ataques. Ya bastante tenía con mi conciencia. Me metí al almacén dándole
patadas a una de las cajas que aún tenía que abrir, y me puse en serio con los
albaranes.
Din don din…
—Señorita Mónica,
diríjase a las cajas de la planta uno. Repito…
—¡Ya te he oído! —murmullé
mientras pensaba que hoy no acababa con el dichoso pedido.
Me dirigí a buen paso a
la caja, metí mis claves y pasaron los primeros clientes que afortunadamente no
eran los que yo pensaba que me tocarían, con la suerte que tengo, seguro que
venía la “parejita feliz”.
Pero mi suerte acabó
enseguida.
—Hola de nuevo —me dijo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario