viernes, 27 de junio de 2014

Colección Uni2. Luz en la oscuridad: 2. Juliette

Segundo capítulo de "Luz en la oscuridad", con Peter North (piloto de las fuerzas aéreas británicas durante la Segunda Guerra Mundial) tras la línea enemiga oculto en un pajar tras ser derribado su avión cerca de la costa francesa y tener que refugiarse ante la presencia de una patrulla de las SS. Veremos como continua la acción tras un gran estreno en esta propuesta de Alberto Bello y Vanesa Berdoy.



Luz en la oscuridad


CAPITULO II: JULIETTE

El piso de arriba no tenía paredes. Era sólo un entramado de maderas que formaban el suelo y una escalera de mano para subir.
Los guardias inspeccionaron el piso de abajo y al terminar uno de ellos comenzó a ascender por la escalera. El cabo permanecía en la planta baja. Peter observaba como el soldado se iba acercando cada vez más a donde estaba escondido. Cuando lo tuvo lo suficientemente cerca realizó dos disparos que impactaron en el pecho del guardia. Uno de ellos le atravesó el corazón e hizo que muriera en el acto. Peter no podría olvidar aquella expresión en su rostro, apenas era un muchacho. Había mandado a muchas almas al purgatorio a bordo de su caza, pero esto era diferente; había visto el rostro de la muerte de cerca. Aquel hombre le había mirado a los ojos antes de morir. “Esto es la guerra, o él o yo”, pensó.
El cabo de las SS se dispuso a disparar a Peter, pero la muchacha le golpeó por detrás con una azada que había cogido instintivamente durante la confusión. El soldado cayó de rodillas al suelo y el casco de acero saltó a unos metros de distancia, la muchacha lo remató con otro golpe antes de que pudiera reaccionar. Cayó cuan largo era.
Peter habló en un perfecto francés:
—Hola, me llamo Peter North. Soy piloto de la Royal Air Force. Y salió de donde se encontraba con la pistola todavía humeante. Bajó a la parte de abajo donde estaba la familia y comprobó el pulso del soldado que yacía en el suelo. Estaba muerto. Guardó el arma en su funda.
-Soy Marie y estos son mis padres dijo la muchacha.
Peter pudo ver a una preciosa y exhuberante mujer debajo de aquella tez y aquellas manos curtidas por el sol y el viento.
Peter y Marie se acercaron al granjero. Tenía una herida de bala pero había sido limpia. No era mortal pero debía de verle un médico.
Se apresuraron a esconder los cadáveres mientras la mujer buscaba la bicicleta para poder ir al pueblo en busca del médico, usar la motocicleta de los guardias podía resultar un suicidio si la encontraba alguna patrulla con ella. Era una herida de bala, pero sabía que el doctor no haría preguntas.
Marie y Peter metieron al hombre en la casa y lo pusieron sobre la cama en el piso de arriba. Estaba consciente.
Ya había anochecido. Al tiempo oyeron el ruido de un coche. Peter se asomó con cuidado por la ventana pistola en mano.
—No se alarme, es el doctor, dijo Marie.
Bajó del coche la mujer junto con el doctor y entraron en la casa. Peter se escondió en otra habitación.
El doctor subió y se dispuso a atender al herido.
—Puede confiar en mi señor North, estoy al tanto de su situación, dijo el doctor en voz alta. Peter entró en el dormitorio y se presentó al doctor.
El doctor le extrajo la bala al hombre y le curó la herida. Le dio instrucciones a la mujer de cómo seguir con las curas, y le dijo que la herida sanaría en unas semanas. Después le hizo una cura al brazo de Peter.
Mientras le estaba limpiando el brazo, el doctor se dirigió a Peter:
—Bien, señor North, ¿que piensa hacer ahora?
—La verdad es que no lo tengo muy claro dijo Peter.
—Si me permite le voy a sugerir que vaya a la ciudad a ver a un buen amigo mío que quizá le pueda ayudar. Pero lo primero que debe de hacer es deshacerse de ese uniforme.
Era verdad, con el ajetreo apenas había recordado que llevaba puesto el uniforme caqui de piloto de la RAF. Quizá en Trafalgar Square no llamara la atención pero desde luego lo hacía, y mucho, en aquel país.
—Creo que esto le puede quedar bien, dijo la madre de Marie. Y sacó el mejor traje que tenía su marido. Aunque raído pasaría desapercibido en la ciudad.
—Vendrá conmigo al pueblo señor North y cogerá mañana a primera hora el autobús a Amiens. Una vez en la ciudad se dirigirá al café Le parisien en la Rue Dupuis cerca del río y de la catedral. Una vez allí pregunte por el señor Gastón. Dígale que va de parte del doctor Moreau. Él le ayudará. Tenga total confianza en él.
—Pero, ¿qué van a hacer ellos con los cadáveres y la motocicleta? ¡Si los encuentran las represalias pueden ser terribles! —dijo Peter.
—No se preocupe, sabremos arreglárnoslas. Dijo Marie.
—Deme sus placas y su documentación, la destruiré ahora mismo. No puede arriesgarse a que lo identifiquen. Dijo el doctor.
—Tiene mucha razón, dijo. Y le entregó todos sus documentos y las placas de identificación. Se quedó con su pistola y con una foto de su familia en la que se podía ver a la pequeña Elisabeth cuando contaba dos años.
Mejor ser un indocumentado que no un piloto de la RAF si me detienen. Pensó.
Peter se puso el raído traje, se despidió de la familia de granjeros deseándose suerte y se fue con el doctor al cercano pueblo.
Llegaron al pueblo sobre la 1:30h de la madrugada. Por suerte para ellos estaba desierto y no llamarían la atención. Al día siguiente Peter cogió el viejo autobús a las 6:30h de la mañana con destino a Amiens, a unos 50 Km. No llamaba la atención, era un campesino más que se dirigía a la ciudad con su mejor traje.
Amiens era una ciudad de tamaño medio. Contaba con unos 80.000 habitantes. El río Somme la atravesaba. En la batalla del mismo nombre había participado el padre de Peter durante la Gran Guerra. Fue en su estancia en Francia cuando había conocido a su madre.
El autobús entró en la ciudad a media mañana. Peter miraba por la ventanilla. Pasó junto a edificios destruidos y a gente trabajando en la reconstrucción de otros. Amiens había sido castigada por los bombardeos alemanes durante la invasión, aunque milagrosamente la majestuosa catedral gótica que en otro tiempo viera a reyes franceses, tiempo en el que Francia e Inglaterra fueran enemigos irreconciliables, había quedado intacta.
Llegó a la estación de autobuses. Había soldados de permiso con sus petates además de gente de todo tipo. También había algún guardia. Bajó la cabeza para no cruzar la mirada con nadie y salió a la calle.
Gracias a las indicaciones del doctor, no le costó encontrar la Rue Dupois y el café Le parisién. Llego a la puerta, respiró hondo y entró en el local.
El café Le parisien era un local no demasiado grande. Tenía una larga barra de madera en el lado izquierdo y mesas en el lado derecho y al final, detrás de la barra se adivinaba una cocina. No era un lugar afín al régimen nazi, de hecho a veces se podía escuchar alguna conversación conspiratoria o se podía encontrar a algunas personas interesantes.
El ambiente estaba muy cargado de humo aunque en el local no había mucha gente. Peter se sentó en una mesa. Al momento se le acercó el camarero.
—Que desea señor —le dijo.
—Tomaré un café, por favor.
—¿Algo más?
Peter titubeó por un instante
—Me gustaría ver al señor Gastón. Dígale que vengo de parte del doctor Moreau.
El camarero se le quedó mirando de arriba a abajo y asintió.
Al poco rato le trajo el café, pero tuvo que esperar una media hora hasta que entró en el local un hombre bajito de mediana edad con un traje poco mejor al suyo, habló con el camarero y seguidamente se sentó a la mesa de Peter.
—Hola, soy Gastón, soy el dueño del local ¿quién pregunta por mi? —dijo.
—Encantado, soy Peter North. Me manda el doctor Moreau.
—Mi buen amigo Moreau. Debe de ser algo importante. Vamos a otra mesa más discreta —dijo.
Se sentaron en una mesa al fondo del local donde no había nadie más a su alrededor.
—Hable… —le dijo Gastón.
Peter le contó toda la historia.
—Ummm, creo que algo podemos hacer. Aquí en la zona nos encontramos varias personas que luchamos contra la ocupación nazi. Intentaremos que regrese a Gran Bretaña mañana mismo por la noche. Contamos con un colaborador, Antoine, que ha cruzado el Canal a varios pilotos antes que a usted con su barco pesquero al amparo de la noche. Mañana esté en la puerta de la catedral a las 16:00 horas. Mandaremos a alguien para que lo lleve hasta la costa. También le llevará documentación falsa. ¡Ah!, lo olvidaba, lleve este sombrero para que pueda reconocerle —dijo. Y le dio el sombrero que llevaba en la mano. Era un sombrero verde oscuro, que no resultaba llamativo pero no era común—. Hoy puede dormir aquí mismo en el local. Mañana le abriré temprano. Métase en la cocina y no salga en todo el tiempo.
—Entendido, muchas gracias —dijo Peter.
Gastón se levantó y se metió dentro a hacer varias llamadas. Peter se quedó un rato más apurando otro café y se metió en la cocina. Sólo pensaba en que en un día o dos estaría de vuelta en Inglaterra.

Al día siguiente Peter se dirigió a la catedral a la hora convenida. No se olvidó de su sombrero verde. Por equipaje sólo llevaba su pistola y la foto de su familia. Era viernes y no había un movimiento especial a esas horas. Se apoyó en la pared tratando de no llamar la atención. Pasó un soldado en bicicleta, se le quedó mirando. Peter le saludo con aire despreocupado y él apartó la mirada y siguió su camino. Era un soldado de la Wehrmacht, el ejército regular alemán. Lo formaban voluntarios y soldados de reemplazo en el que había desde afiliados al partido nazi hasta soldados que no simpatizaban nada con su ideología. Los afiliados al partido generalmente aspiraban a entrar en unidades de elite donde el adoctrinamiento por parte del régimen era más fuerte. En aquel año la fe en la victoria de Hitler era todavía muy fuerte y los soldados de la Wehrmacht contaban con una moral de hierro.
Empezaba a impacientarse cuando paró frente a él una camioneta Renault con la parte trasera abierta. Una joven de unos veinticinco años estaba al volante y le abrió la portezuela del lado del copiloto.
—¿Peter? —dijo.
—Sí —respondió.
—Suba. No podemos estar parados aquí sin llamar la atención. Le iré explicando por el camino —ordenó la joven.
Peter entró en el coche. La joven que se encontraba al volante tenía una larga melena de pelo negro ondulado y unos labios color carmín. Vestía un traje de chaqueta color beige, era un color parecido al de su viejo uniforme de piloto. Hacía calor a esa hora dentro del coche y llevaba la blusa con un botón desabrochado. Peter adivinó unos bonitos pechos debajo de ella. Al percatarse de que Peter la estaba mirando se lo abrochó.
—Hola, mi nombre es Juliette.
—Soy Peter North —dijo él.
Juliette arrancó el coche y se dirigió hacia una calle principal paralela al río Somme.
—Trabajo en el gobierno civil en Amiens. Abra la guantera señor North —dijo Juliette.
Peter abrió la guantera y saco unos documentos: carnet de identidad y carnet de conducir.
—Su nombre desde este momento va a ser Pierre Lombard. Peter North no existe —le dijo.
—Muy bien —respondió. Lo que no habían conseguido los nazis en todo este tiempo de guerra lo había conseguido aquella muchacha en un minuto, había hecho desaparecer a Peter North, pensó mientras se sonreía.

Salieron de la ciudad y se dirigieron rumbo al mar. La playa se encontraba a algo más de una hora de viaje.
Llegaron a una pequeña aldea costera.
—Antoine vive en una casa a las afueras —dijo Juliette.
Cuando estaban llegando y se veía la casa, Juliette detuvo el coche rápidamente en la cuneta del camino.
—Algo no marcha bien —dijo.
En la puerta de la casa había dos coches negros iguales. Al poco tiempo vieron salir de ella a cuatro tipos que vestían largos abrigos de cuero negro. Dos de ellos llevaban arrastrando a nuestro amigo casi inconsciente.
—¡La Gestapo! ¡Alguién lo ha delatado! ¡Algún colaboracionista! ¡Son peores que los nazis! —dijo Juliette indignada.
Los colaboracionistas eran franceses que simpatizaban con los nazis. Trabajaban para los ocupantes por propia convicción unas veces o por simple interés otras.
—Debemos seguirlos —dijo Peter.
Dos de los hombres subieron en el primer coche con Antoine en el asiento trasero junto con uno de ellos. Los otros dos subieron en el segundo coche. Arrancaron y se marcharon. Juliette espero un minuto y los siguió a una distancia prudencial.
Los coches se dirigían hacia el sur. Estuvieron conduciendo largo rato y ya empezaba a caer el sol. Juliette no tenía muy claro donde se encontraban pero no podían dejar a su amigo. Debían saber a donde lo llevaban.
Al salir de una curva se encontró con los dos coches de la Gestapo parados. Uno de los hombres le instó a que pasara rápido y no se detuviera. Vio a Antoine tirado en el suelo cubierto de sangre. Este se había lanzado del primer coche y el segundo, que iba muy cerca, lo había arrollado sin poder esquivarlo.
Sin duda era lo que él quería. Había preferido suicidarse antes que llegar al cuartel de la Gestapo. Sabía que lo habrían torturado, lo habría pasado muy mal y lo que lo había atormentado más era que hubiera delatado a sus compañeros. Los métodos de la Gestapo eran extremadamente disuasorios y le hubieran sacado la información. Con toda probabilidad el resultado para él hubiera sido el mismo.
Juliette recordó que no hacía mucho tiempo Gastón le había dado una píldora de cianuro que a su vez le había conseguido un agente británico. Debía usarla en situaciones extremas. Desde entonces se preguntaba si tendría el valor suficiente de tomársela llegado el momento.

Juliette y Peter siguieron adelante. Ya no podían hacer nada por su amigo.
—Creo que debemos volver y hablar con Gastón —dijo Peter.
—Sí, eso es lo que haremos.
Juliette no conocía muy bien aquella zona y no tenía claro como encontrar el camino de vuelta a la ciudad. Se habían perdido. Mientras el sol se ponía en el horizonte.
Continuaron un tiempo conduciendo. No se veían ni coches ni aldeas. La carretera, que ya de por si no había sido muy ancha, se torno en un camino de tierra por la que sólo pasaba un coche. Había caído la noche aunque la luna estaba bastante llena y se veía bien. Se adentraron en un bosque. Cuando llegaron sobre una colina se veía una parte baja por donde serpenteaba el camino.
—¡Apaga las luces! —dijo Peter con apremio.
—He visto algo allí en la lejanía. Unas tenues luces. Eso no es una aldea —y señaló al horizonte. Sigue sin luces, vamos a acercarnos. Añadió.

Juliette siguió conduciendo y acercándose.
—Dejemos el coche aquí. No debemos acercarnos más. Vamos a ver que es eso —dijo Juliette.
Sacó el coche del camino y lo metió en el bosque para que no llamara la atención en caso de que alguien pasara. Los dos bajaron, caminaron unos ciento cincuenta metros hasta que encontraron unas rocas a las que subir y poder otear. Las luces todavía se encontraban a unos tres o cuatro kilómetros pero no querían acercarse más por precaución. Los dos se pusieron a mirar.
Puesto que había suficiente luz se distinguían unas instalaciones en un enorme claro en el bosque. Se veían un par de torres de vigilancia, una puerta y una especie de vía de tren, pero a Peter le pareció ver que tenía una pendiente de unos treinta grados y que era muy corta como para que nada circulara por ella. Al otro lado de la instalación había otro camino más amplio que llegaba hasta ella. Fuera lo que fuera aquello, se estaba construyendo en secreto y ellos lo habían descubierto. Peter entendía ahora la presencia de tropas de elite en la zona. De hecho no se encontrarían excesivamente lejos de donde él había realizado su aterrizaje de emergencia.
De repente oyeron ladrar a un perro a unas pocas decenas de metros de ellos.

Juliette se sobrecogió y agarró fuertemente la mano de Peter.

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