Segundo capítulo de "Luz en la oscuridad", con Peter North (piloto de las fuerzas aéreas británicas durante la Segunda Guerra Mundial) tras la línea enemiga oculto en un pajar tras ser derribado su avión cerca de la costa francesa y tener que refugiarse ante la presencia de una patrulla de las SS. Veremos como continua la acción tras un gran estreno en esta propuesta de Alberto Bello y Vanesa Berdoy.
Luz en la oscuridad
CAPITULO II: JULIETTE
El piso de arriba no tenía paredes. Era
sólo un entramado de maderas que formaban el suelo y una escalera de mano para
subir.
Los guardias inspeccionaron el piso de
abajo y al terminar uno de ellos comenzó a ascender por la escalera. El cabo
permanecía en la planta baja. Peter observaba como el soldado se iba acercando
cada vez más a donde estaba escondido. Cuando lo tuvo lo suficientemente cerca
realizó dos disparos que impactaron en el pecho del guardia. Uno de ellos le
atravesó el corazón e hizo que muriera en el acto. Peter no podría olvidar
aquella expresión en su rostro, apenas era un muchacho. Había mandado a muchas
almas al purgatorio a bordo de su caza, pero esto era diferente; había visto el
rostro de la muerte de cerca. Aquel hombre le había mirado a los ojos antes de
morir. “Esto es la guerra, o él o yo”, pensó.
El cabo de las SS se dispuso a disparar a
Peter, pero la muchacha le golpeó por detrás con una azada que había cogido instintivamente
durante la confusión. El soldado cayó de rodillas al suelo y el casco de acero
saltó a unos metros de distancia, la muchacha lo remató con otro golpe antes de
que pudiera reaccionar. Cayó cuan largo era.
Peter habló en un perfecto francés:
—Hola, me llamo Peter North. Soy piloto
de la Royal Air Force. Y salió de donde se encontraba con la pistola todavía
humeante. Bajó a la parte de abajo donde estaba la familia y comprobó el pulso
del soldado que yacía en el suelo. Estaba muerto. Guardó el arma en su funda.
-Soy Marie y estos son mis padres dijo la
muchacha.
Peter pudo ver a una preciosa y
exhuberante mujer debajo de aquella tez y aquellas manos curtidas por el sol y
el viento.
Peter y Marie se acercaron al granjero.
Tenía una herida de bala pero había sido limpia. No era mortal pero debía de
verle un médico.
Se apresuraron a esconder los cadáveres
mientras la mujer buscaba la bicicleta para poder ir al pueblo en busca del
médico, usar la motocicleta de los guardias podía resultar un suicidio si la
encontraba alguna patrulla con ella. Era una herida de bala, pero sabía que el
doctor no haría preguntas.
Marie y Peter metieron al hombre en la
casa y lo pusieron sobre la cama en el piso de arriba. Estaba consciente.
Ya había anochecido. Al tiempo oyeron el
ruido de un coche. Peter se asomó con cuidado por la ventana pistola en mano.
—No se alarme, es el doctor, dijo Marie.
Bajó del coche la mujer junto con el
doctor y entraron en la casa. Peter se escondió en otra habitación.
El doctor subió y se dispuso a atender al
herido.
—Puede confiar en mi señor North, estoy
al tanto de su situación, dijo el doctor en voz alta. Peter entró en el
dormitorio y se presentó al doctor.
El doctor le extrajo la bala al hombre y
le curó la herida. Le dio instrucciones a la mujer de cómo seguir con las
curas, y le dijo que la herida sanaría en unas semanas. Después le hizo una
cura al brazo de Peter.
Mientras le estaba limpiando el brazo, el
doctor se dirigió a Peter:
—Bien, señor North, ¿que piensa hacer
ahora?
—La verdad es que no lo tengo muy claro
dijo Peter.
—Si me permite le voy a sugerir que vaya
a la ciudad a ver a un buen amigo mío que quizá le pueda ayudar. Pero lo
primero que debe de hacer es deshacerse de ese uniforme.
Era verdad, con el ajetreo apenas había
recordado que llevaba puesto el uniforme caqui de piloto de la RAF. Quizá en
Trafalgar Square no llamara la atención pero desde luego lo hacía, y mucho, en
aquel país.
—Creo que esto le puede quedar bien, dijo
la madre de Marie. Y sacó el mejor traje que tenía su marido. Aunque raído
pasaría desapercibido en la ciudad.
—Vendrá conmigo al pueblo señor North y
cogerá mañana a primera hora el autobús a Amiens. Una vez en la ciudad se
dirigirá al café Le parisien en la Rue Dupuis cerca del río y de la catedral.
Una vez allí pregunte por el señor Gastón. Dígale que va de parte del doctor
Moreau. Él le ayudará. Tenga total confianza en él.
—Pero, ¿qué van a hacer ellos con los
cadáveres y la motocicleta? ¡Si los encuentran las represalias pueden ser
terribles! —dijo Peter.
—No se preocupe, sabremos arreglárnoslas.
Dijo Marie.
—Deme sus placas y su documentación, la
destruiré ahora mismo. No puede arriesgarse a que lo identifiquen. Dijo el
doctor.
—Tiene mucha razón, dijo. Y le entregó
todos sus documentos y las placas de identificación. Se quedó con su pistola y
con una foto de su familia en la que se podía ver a la pequeña Elisabeth cuando
contaba dos años.
Mejor ser un indocumentado que no un
piloto de la RAF si me detienen. Pensó.
Peter se puso el raído traje, se despidió
de la familia de granjeros deseándose suerte y se fue con el doctor al cercano
pueblo.
Llegaron al pueblo sobre la 1:30h de la
madrugada. Por suerte para ellos estaba desierto y no llamarían la atención. Al
día siguiente Peter cogió el viejo autobús a las 6:30h de la mañana con destino
a Amiens, a unos 50 Km. No llamaba la atención, era un campesino más que se
dirigía a la ciudad con su mejor traje.
Amiens era una ciudad de tamaño medio.
Contaba con unos 80.000 habitantes. El río Somme la atravesaba. En la batalla
del mismo nombre había participado el padre de Peter durante la Gran Guerra.
Fue en su estancia en Francia cuando había conocido a su madre.
El autobús entró en la ciudad a media
mañana. Peter miraba por la ventanilla. Pasó junto a edificios destruidos y a
gente trabajando en la reconstrucción de otros. Amiens había sido castigada por
los bombardeos alemanes durante la invasión, aunque milagrosamente la
majestuosa catedral gótica que en otro tiempo viera a reyes franceses, tiempo
en el que Francia e Inglaterra fueran enemigos irreconciliables, había quedado
intacta.
Llegó a la estación de autobuses. Había
soldados de permiso con sus petates además de gente de todo tipo. También había
algún guardia. Bajó la cabeza para no cruzar la mirada con nadie y salió a la calle.
Gracias a las indicaciones del doctor, no
le costó encontrar la Rue Dupois y el café Le parisién. Llego a la puerta,
respiró hondo y entró en el local.
El café Le parisien era un local no
demasiado grande. Tenía una larga barra de madera en el lado izquierdo y mesas
en el lado derecho y al final, detrás de la barra se adivinaba una cocina. No
era un lugar afín al régimen nazi, de hecho a veces se podía escuchar alguna
conversación conspiratoria o se podía encontrar a algunas personas
interesantes.
El ambiente estaba muy cargado de humo
aunque en el local no había mucha gente. Peter se sentó en una mesa. Al momento
se le acercó el camarero.
—Que desea señor —le dijo.
—Tomaré un café, por favor.
—¿Algo más?
Peter titubeó por un instante
—Me gustaría ver al señor Gastón. Dígale
que vengo de parte del doctor Moreau.
El camarero se le quedó mirando de arriba
a abajo y asintió.
Al poco rato le trajo el café, pero tuvo
que esperar una media hora hasta que entró en el local un hombre bajito de
mediana edad con un traje poco mejor al suyo, habló con el camarero y
seguidamente se sentó a la mesa de Peter.
—Hola, soy Gastón, soy el dueño del local
¿quién pregunta por mi? —dijo.
—Encantado, soy Peter North. Me manda el
doctor Moreau.
—Mi buen amigo Moreau. Debe de ser algo
importante. Vamos a otra mesa más discreta —dijo.
Se sentaron en una mesa al fondo del
local donde no había nadie más a su alrededor.
—Hable… —le dijo Gastón.
Peter le contó toda la historia.
—Ummm, creo que algo podemos hacer. Aquí
en la zona nos encontramos varias personas que luchamos contra la ocupación
nazi. Intentaremos que regrese a Gran Bretaña mañana mismo por la noche.
Contamos con un colaborador, Antoine, que ha cruzado el Canal a varios pilotos
antes que a usted con su barco pesquero al amparo de la noche. Mañana esté en
la puerta de la catedral a las 16:00 horas. Mandaremos a alguien para que lo
lleve hasta la costa. También le llevará documentación falsa. ¡Ah!, lo
olvidaba, lleve este sombrero para que pueda reconocerle —dijo. Y le dio el
sombrero que llevaba en la mano. Era un sombrero verde oscuro, que no resultaba
llamativo pero no era común—. Hoy puede dormir aquí mismo en el local. Mañana
le abriré temprano. Métase en la cocina y no salga en todo el tiempo.
—Entendido, muchas gracias —dijo Peter.
Gastón se levantó y se metió dentro a
hacer varias llamadas. Peter se quedó un rato más apurando otro café y se metió
en la cocina. Sólo pensaba en que en un día o dos estaría de vuelta en
Inglaterra.
Al día siguiente Peter se dirigió a la
catedral a la hora convenida. No se olvidó de su sombrero verde. Por equipaje
sólo llevaba su pistola y la foto de su familia. Era viernes y no había un
movimiento especial a esas horas. Se apoyó en la pared tratando de no llamar la
atención. Pasó un soldado en bicicleta, se le quedó mirando. Peter le saludo
con aire despreocupado y él apartó la mirada y siguió su camino. Era un soldado
de la Wehrmacht, el ejército regular alemán. Lo formaban voluntarios y soldados
de reemplazo en el que había desde afiliados al partido nazi hasta soldados que
no simpatizaban nada con su ideología. Los afiliados al partido generalmente
aspiraban a entrar en unidades de elite donde el adoctrinamiento por parte del
régimen era más fuerte. En aquel año la fe en la victoria de Hitler era todavía
muy fuerte y los soldados de la Wehrmacht contaban con una moral de hierro.
Empezaba a impacientarse cuando paró
frente a él una camioneta Renault con la parte trasera abierta. Una joven de
unos veinticinco años estaba al volante y le abrió la portezuela del lado del
copiloto.
—¿Peter? —dijo.
—Sí —respondió.
—Suba. No podemos estar parados aquí sin
llamar la atención. Le iré explicando por el camino —ordenó la joven.
Peter entró en el coche. La joven que se
encontraba al volante tenía una larga melena de pelo negro ondulado y unos
labios color carmín. Vestía un traje de chaqueta color beige, era un color
parecido al de su viejo uniforme de piloto. Hacía calor a esa hora dentro del
coche y llevaba la blusa con un botón desabrochado. Peter adivinó unos bonitos
pechos debajo de ella. Al percatarse de que Peter la estaba mirando se lo
abrochó.
—Hola, mi nombre es Juliette.
—Soy Peter North —dijo él.
Juliette arrancó el coche y se dirigió
hacia una calle principal paralela al río Somme.
—Trabajo en el gobierno civil en Amiens.
Abra la guantera señor North —dijo Juliette.
Peter abrió la guantera y saco unos
documentos: carnet de identidad y carnet de conducir.
—Su nombre desde este momento va a ser
Pierre Lombard. Peter North no existe —le dijo.
—Muy bien —respondió. Lo que no habían
conseguido los nazis en todo este tiempo de guerra lo había conseguido aquella
muchacha en un minuto, había hecho desaparecer a Peter North, pensó mientras se
sonreía.
Salieron de la ciudad y se dirigieron
rumbo al mar. La playa se encontraba a algo más de una hora de viaje.
Llegaron a una pequeña aldea costera.
—Antoine vive en una casa a las afueras —dijo
Juliette.
Cuando estaban llegando y se veía la casa,
Juliette detuvo el coche rápidamente en la cuneta del camino.
—Algo no marcha bien —dijo.
En la puerta de la casa había dos coches
negros iguales. Al poco tiempo vieron salir de ella a cuatro tipos que vestían
largos abrigos de cuero negro. Dos de ellos llevaban arrastrando a nuestro
amigo casi inconsciente.
—¡La Gestapo! ¡Alguién lo ha delatado!
¡Algún colaboracionista! ¡Son peores que los nazis! —dijo Juliette indignada.
Los colaboracionistas eran franceses que
simpatizaban con los nazis. Trabajaban para los ocupantes por propia convicción
unas veces o por simple interés otras.
—Debemos seguirlos —dijo Peter.
Dos de los hombres subieron en el primer
coche con Antoine en el asiento trasero junto con uno de ellos. Los otros dos
subieron en el segundo coche. Arrancaron y se marcharon. Juliette espero un
minuto y los siguió a una distancia prudencial.
Los coches se dirigían hacia el sur.
Estuvieron conduciendo largo rato y ya empezaba a caer el sol. Juliette no
tenía muy claro donde se encontraban pero no podían dejar a su amigo. Debían
saber a donde lo llevaban.
Al salir de una curva se encontró con los
dos coches de la Gestapo parados. Uno de los hombres le instó a que pasara
rápido y no se detuviera. Vio a Antoine tirado en el suelo cubierto de sangre. Este
se había lanzado del primer coche y el segundo, que iba muy cerca, lo había arrollado
sin poder esquivarlo.
Sin duda era lo que él quería. Había
preferido suicidarse antes que llegar al cuartel de la Gestapo. Sabía que lo
habrían torturado, lo habría pasado muy mal y lo que lo había atormentado más
era que hubiera delatado a sus compañeros. Los métodos de la Gestapo eran
extremadamente disuasorios y le hubieran sacado la información. Con toda
probabilidad el resultado para él hubiera sido el mismo.
Juliette recordó que no hacía mucho
tiempo Gastón le había dado una píldora de cianuro que a su vez le había
conseguido un agente británico. Debía usarla en situaciones extremas. Desde
entonces se preguntaba si tendría el valor suficiente de tomársela llegado el
momento.
Juliette y Peter siguieron adelante. Ya
no podían hacer nada por su amigo.
—Creo que debemos volver y hablar con
Gastón —dijo Peter.
—Sí, eso es lo que haremos.
Juliette no conocía muy bien aquella zona
y no tenía claro como encontrar el camino de vuelta a la ciudad. Se habían
perdido. Mientras el sol se ponía en el horizonte.
Continuaron un tiempo conduciendo. No se
veían ni coches ni aldeas. La carretera, que ya de por si no había sido muy
ancha, se torno en un camino de tierra por la que sólo pasaba un coche. Había
caído la noche aunque la luna estaba bastante llena y se veía bien. Se
adentraron en un bosque. Cuando llegaron sobre una colina se veía una parte
baja por donde serpenteaba el camino.
—¡Apaga las luces! —dijo Peter con
apremio.
—He visto algo allí en la lejanía. Unas
tenues luces. Eso no es una aldea —y señaló al horizonte. Sigue sin luces,
vamos a acercarnos. Añadió.
Juliette siguió conduciendo y
acercándose.
—Dejemos el coche aquí. No debemos
acercarnos más. Vamos a ver que es eso —dijo Juliette.
Sacó el coche del camino y lo metió en el
bosque para que no llamara la atención en caso de que alguien pasara. Los dos
bajaron, caminaron unos ciento cincuenta metros hasta que encontraron unas
rocas a las que subir y poder otear. Las luces todavía se encontraban a unos
tres o cuatro kilómetros pero no querían acercarse más por precaución. Los dos
se pusieron a mirar.
Puesto que había suficiente luz se
distinguían unas instalaciones en un enorme claro en el bosque. Se veían un par
de torres de vigilancia, una puerta y una especie de vía de tren, pero a Peter
le pareció ver que tenía una pendiente de unos treinta grados y que era muy
corta como para que nada circulara por ella. Al otro lado de la instalación
había otro camino más amplio que llegaba hasta ella. Fuera lo que fuera
aquello, se estaba construyendo en secreto y ellos lo habían descubierto. Peter
entendía ahora la presencia de tropas de elite en la zona. De hecho no se
encontrarían excesivamente lejos de donde él había realizado su aterrizaje de
emergencia.
De repente oyeron ladrar a un perro a
unas pocas decenas de metros de ellos.
Juliette se sobrecogió y agarró
fuertemente la mano de Peter.
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