martes, 7 de noviembre de 2017

AMOR KM. 0: COMO EL AÑO QUE PASÓ SIN SU INVIERNO

Hoy os traemos el relato completo tal y como lo podéis disfrutar en este fantástico libro: AMOR KM. 0 de Zarracatalla.
COMO EL AÑO QUE PASÓ SIN SU INVIERNO, de nuestro amigo Eduardo Comín Diarte, (Luceni - Zaragoza). La imagen que lo acompaña la ha aportado Sepoz (Alcorisa - Teruel), y aderezado con la esencia que extrajo la gran María Belén Mateos Galán. Pertenece a nuestra última publicación, dentro de la COLECCIÓN CUPIDO.

Si quieres disfrutar de las 31 piezas que componen este libro no dudes en adquirirlo ya, tanto en la librería Portadores de Sueños (Zaragoza): tanto en la propia tienda de la calle Jerónimo Blancas, 4 (junto a Pza. España, entre Coso y San Miguel), como online. También puedes pedirlo directamente aquí y te lo haremos llegar: zarracatalla@gmail.com





En el amor y en la guerra el valor, la lealtad, la fuerza y el coraje son la base de la victoria…


“Tuvo la necesidad de salir corriendo hasta sus montañas. De empezar a correr y no parar hasta ver la casa de piedra y sentir el humo de la lumbre y el olor de la carne asada con especias que Ánchela preparaba para momentos especiales.
El invierno está en su fase media, los fríos sólo han sido un juego en comparación con los que la gente de las montañas está acostumbrada a lidiar. Cuando el tiempo mejore,  llegará el momento de la gran batalla”




Sepoz
Alcorisa (Teruel)
Perfil en Facebook: Sepoz Doyle
Página en Facebook: Sepoz's things




COMO EL AÑO QUE PASÓ SIN SU INVIERNO

Quién me iba a decir a mí que esto se iba a alargar tanto. Ya casi no recuerdo el olor de la piel de Ánchela. Ya casi ni recuerdo otro olor que no sea el del cuero endurecido que cubre mi cuerpo, el olor  del fango y de la sangre.
¡Cómo he cambiado! No sé si volveré a ser el mismo. Sólo espero que este año acabe pronto, y pueda regresar a casa. Ella me espera. Ellos me esperan. Y nada ha salido según nuestros planes.
La última frase que le dije, rebota en mi cabeza una y otra vez, día tras día, noche tras noche. A cada herida, a cada tajo, cada vez que clavo el cuchillo en las tripas de un sarraceno... 
—Ánchela, no te preocupes más, el tiempo pasará rápido y recordaremos esta época como el año que pasó sin su invierno....
A cada momento, regresan a mi cabeza los buenos ratos de este último verano, y no sé si habrá sido el último para nosotros. Echo tanto en falta su tacto, su aliento, su calor… que cada segundo para mí es una tortura.



Verano.
El campo nos ha dado más de lo que necesitábamos para pasar el año. Buena cosecha, los animales están lustrosos y Ánchela cada día más guapa. El embarazo está siendo bueno, tan apenas ha tenido dolores y su figura se ha rellenado. Sus brazos siguen siendo fuertes y los nervios se le notan todavía más que los míos. 
La vida en estos montes endurece a todos por igual. Y ella es puro hierro en todos los sentidos.  Ojalá tuviera yo el temple que ella tiene.
La casa de piedra en la que vivimos es grande, con cuadra, paridera y un cubierto. Esta vallada por completo para que no se escapen los animales y para dormir un poco más tranquilos. Desde que hace unos años se reconquistara Córdoba, andan sueltos muchos conversos y sin convertir de muy mal fiar escondidos en cualquier rincón y toda precaución es poca.
Muchos vecinos del monte lucharon allí en las tropas del Rey, ahora vuelven otra vez a trabajar sus tierras pero sus caras ya no son las mismas de antes. Y en cada casona, se escucha el repiqueteo del martillo en la fragua modelando los filos que colgaran de sus cintos en guerras venideras.
Las noticias que llegan de otros reinos no son nada buenas y el ambiente es extraño en las ciudades. Todos los días, al acostarme, pido a Dios por nosotros y por el ser que esta de camino. Hoy, como siempre, en estas noches claras de verano, tengo intención de poner alguna trampa de conejo a ver si hay fortuna.
Nada más salir a la oscuridad, ya he tenido una extraña sensación. Alguien ha hecho fuego y el aire ha traído hasta mi nariz ese olor a madera quemada. Pero hoy huele distinto. La casa más cercana esta a un buen trecho y el aire esta de contra. No pueden ser de ellos.
Roca, mi fiel perra mastín, me sigue sin separarse y ella también ha notado algo extraño. Un ligero ruido, como un chasquido rompe el silencio de la noche y me sobresalto asustando a la perra. Un raboso de gran tamaño ha salido de entre los matorrales más altos y me ha dado un susto de muerte.
—Tranquila Roca, estamos un poco alterados esta noche. Ponemos dos cepos más y vamos para casa.
El tiempo se me pasa volando cuando estoy entretenido con ella. En el cielo luce una bonita luna llena que ilumina el claro donde está la casona y por el hueco de la ventana se ve crepitar la lumbre del fuego, donde Ánchela esta guisando un pollo con cebollas, miel y alberjes recién cogidos.
“¡Guau! ¡Guau!”
Roca se volvió loca de furia y salió corriendo hacia la casona. La puerta estaba abierta y de repente se oyó un grito y una tinaja quebrarse.
—¡Ánchela!
Salí corriendo como alma que lleva el diablo hacia la morada y vi un par de siluetas que rodeaban la fachada y el muro de la chimenea. Las botas de cuero hacían un ruido seco al chocar contra la tierra y apreté los dientes con fuerza bruta mientras agarraba la azada.
—¡Ayúdame Chusto! ¡Maldito seas asqueroso, no vas a poder conmigo!
Ánchela se defendía del forcejeo y los amagos de golpes de su agresor, cada uno de los golpes ella los paraba con el antebrazo y soltaba contragolpes y patadas como una bestia. Hizo lo que pudo, pero vi como el puño de ese hombre golpeaba contra la boca de mi esposa, dejando un reguero de sangre que escurría por la barbilla.
Entré por la puerta dando un golpe contra el postigo donde detrás, oculto a mi visión, se escondía otro hombre menos corpulento que fue lanzado contra el suelo por el impacto de la madera de la puerta. El que tenía a Ánchela cogida de la muñeca llevaba una daga curva en el cinto a la que iba a echar mano cuando le lance un terrible golpe con la mano izquierda. Ánchela escapo de su captor alejándose hacia la lumbre y yo caí sobre el musulmán de la daga.
El palo de la azada golpeó contra la mesa y perdió fuerza, pero aun así la hoja le abrió la cabeza sentenciando la perra vida de ese ser.
Roca mordía al hombre que quería levantarse mientras se recuperaba del golpe de la puerta, y Ánchela ya tenía en la mano un hierro largo con el que removíamos las brasas, dispuesta a hundirlo en el cuerpo de quien osara seguir atacando. Además de los mordiscos de Roca, un varazo de hierro fundido cruzó la cara de aquel musulmán haciéndole saltar varios dientes y salpicando una desagradable mezcla de babas y sangre. Esa misma vara se clavó en el cuello atravesando huesos, carne y músculos.
Ánchela no iba a darse por vencida. Recordé que afuera aún había varios de ellos más y la agarré por la cintura.
—No te separes, aun hay mas fuera. Por lo menos dos.
—Tranquilo Chusto, a tu lado siempre.
Dos pedradas entraron por la ventana, una de ellas golpeo el lomo de Roca haciendo que esta gruñera como un demonio. Otra reboto por el suelo de madera. A estas primeras les siguieron tres más. 
—No son dos Ánchela, son tres. Cada uno de ellos en un costado de la casona. Las piedras me avisan de su posición.
Deje la azada en el suelo y agachado y agarrado de la mano de Ánchela me arrastré hasta el baúl  de madera y de él saqué el colltel de hierro tosco de mi padre. Hacía tiempo que estaba allí escondido, pero algo me decía que debía de guardarlo a mano. Arranqué la tapa de madera del baúl y cubrí las cabezas de Ánchela y mía.
—Agárrate y corre como si nos persiguiera el diablo mi amor, o no veremos salir otra vez el sol.
Salimos por la puerta cubiertos con la madera y al salir sentí un impacto en la tabla y otro en el hombro que me hizo tambalearme. Pero no aminoré la carrera hasta que recibí un fuerte golpe en el costado que me asestó un hombre que esperaba a tan sólo a dos zancadas de la puerta.
Ánchela salió despedida por la fuerza de mi caída, y se acurrucó cubriéndose de los posibles proyectiles de las hondas. Me levanté tembloroso y agarré el colltel como si Sansón me diera fuerzas para levantar aquel pesado y recio filo.
El que me empujó, vino veloz a por un segundo enviste arma en ristre. Pero no contó con el tajo que le di en el cuello, que dejó escapar el aire entre la sangre haciendo desagradables sonidos como las pedorretas de un niño.
Ya sólo quedan dos. Uno con un alfanje grabado dorado venía dando tajos al aire. Paré uno, dos, pero al tercero noté como el pulcro filo se clavaba en mi muslo y sentí deslizarse la hoja fría. Bramé como un toro y respondí al ataque, Ánchela sacudió un par mas de duros golpes con el hierro del hogar, pero estos dos últimos iban bien protegidos. Su contraataque me dio unos segundos vitales para ponerme en pie de nuevo y seguir defendiéndome y atacando. Las fuerzas me fallaban y comenzaba a perder el sentido cuando oí gritar unas voces familiares. Eran Valentín y Doroteo, vecinos rudos y trabajadores del campo con una buena historia.
Al parar un nuevo ataque sarraceno con mi arma, di un empujón a mi atacante y vi como retrocedía varios pasos. Su rostro se torno rígido al ver venir gente gritando, reconocieron los gritos de batalla y el miedo torció su envite. 
Noté como Ánchela me cogía de la mano y me pareció ver un atisbo de sonrisa en su cara mientras me desmayaba.
—Desperta ferro, desperta ferro…. 
Cuando recobre el sentido estaba tumbado en el colchón de paja de nuestra casona. Aún no había amanecido y Ánchela estaba a mi lado sentada. Al fondo de la habitación, en dos taburetes, estaban Valentín y Doroteo. Recordaba su imagen corriendo y gritando eso, desperta ferro…
—Descansa Chusto. Todo está bien, has perdido mucha sangre. Ellos nos han salvado y te han cosido la herida. No te muevas y descansa.
—Tienes una mujer valiente Chusto, casi más que tú. Descansa y come, cuando amanezca iremos  a avisar a los nuestros. Enseguida regresaremos y hablamos de lo ocurrido.
Los labios de Ánchela rozaron los míos. Su boca olía a manzanilla y a anisete. Note una pequeña brecha con sangre seca en su labio inferior pero no pude mantener los ojos abiertos y caí en un sueño pesado.
No sé cuantas horas pasaron hasta que desperté. Tenía mucha sed, y Ánchela me humedecía los labios secos con un trapo que mojaba en una tinaja.
—¿Cuánto he dormido? ¿Estás bien?
—Sí tranquilo, sólo un par de moraduras y este labio hinchado. Tú te has llevado la peor parte. Te han cosido los vecinos. Has perdido mucha sangre y por eso perdiste la consciencia. Me han contado que encontraron a un grupo de sarracenos que se escondían y los descubrieron cuando hicieron fuego. Los estaban buscando hacía días porque habían asaltado ya varias casas con el fin de robar armas, comida y seguir el camino. Tus gritos durante el asalto les llegaron claros hasta  sus casas y vinieron a socorrernos. Creo que los vecinos fueron antiguos compañeros de tu padre según les oía hablar.
—Y, ¿dónde están ahora?
—Valentín dijo que hace días que se están volviendo a agrupar, que pronto saldrán a otra campaña y han ido a poner en aviso a los demás. Hasta ahora no se habían atrevido a subir al valle, pero como ves, ya no estamos seguros ni aquí en casa.
Toqué con cariño su vientre redondeado y no me quise imaginar lo que podríamos haber perdido.
Yo sabía perfectamente quien eran esos hombres que nos habían ayudado.  Fueron compañeros de armas de mi padre. Lucharon como bestias siempre defendiendo los intereses del rey. Pero también luchaban por ellos mismos y por Dios. Entre ellos no había diferencias, y no había guerreros más fieros que ellos. Los hijos de Alá los llamaban al-mugawir. Pero en todos los reinos los conocíamos como almogávares. Para Ánchela, sólo eran los brutos pero buenos vecinos.
Fueron Doroteo y Valentín los que trajeron desde Córdoba el colltel de mi padre y la funda de cuero recio cuando cayó luchando por reconquistar el reino. Con el colltel, también vino la faltriquera con los cuartos que se ganó en esa batalla.
Álvaro Colodro y sus almogávares, entre los que estaba mi padre, recuperaron el reino el 23 de diciembre de hace unos años. Pero él, nunca más regreso a casa. Yo ya no era un niño, y madre no estaba. Ellos fueron mi familia hasta que conocí a Ánchela. Ellos y Juana, la hermana mayor de Valentín. Imposible adivinar la edad de esa mujer. Desde niño la recuerdo igual de arrugada y gorda. Creo que Dios la colocó en el valle en persona y aquí se quedará  hasta que la venga a buscar cuando él quiera. Ánchela y yo le tenemos mucho cariño.
—Necesito levantarme, ¿qué habéis hecho con los cuerpos? ¿Dónde está Roca?
—¡No puedes levantarte Chusto! La herida esta recién cosida. Tu perra esta fuera perfectamente. Los cuerpos enterrados por los vecinos, y el pollo que guisé anoche intacto en la lumbre. Come y descansa. Prometieron volver a hablar contigo cuando te recuperes. De momento descansa.
Es imposible negarle nada. Impidió que me levantara con la mano derecha sobre mi pecho y entonces comprobé la fuerza que podía ejercer con ella. La imagen de la vara de hierro cruzando la cara del moro fue bastante prueba de su fuerza.
Cuando deje de hacer mención de levantarme y descanse de nuevo contra el lecho, ella se acurrucó junto a mí. Introdujo la mano por debajo de mi camisa y sentí el tacto cálido de sus dedos remolineando con el pelo rizado de mi pecho. Me besó varios cientos de veces, pero nunca tengo suficiente, hubiera estado con ella sin levantarme de allí el resto de mis días.

No tardé mucho en recuperarme. Pero aún no me encontraba totalmente recuperado. Ánchela me ayudaba con las labores, con el ganado, las hortalizas y la caza. Algunas tardes Juana llegaba a casa y con unas extrañas agujas largas tejían lana para hacer pequeñas ropitas.
Unos días después del asalto a nuestra casa hablé con mis vecinos y parecía que podíamos estar tranquilos pero sólo por el momento. Pero me sugirieron no esconder mucho el colltel. Me dijeron que tenía que recuperarme plenamente, que rezara y que desempolvara los cueros de mi padre. Esas palabras dolieron más que el tajo de la pierna.
—No sé si tendrás cuerpo para llenar el chaleco de tu padre, Chusto. Él estaba más recio, más fuerte y tenía más pelo —reía—. Pero creo que con un poco de trabajo volverán a brillar esos cueros como brillaron antaño.
Poco a poco iban mandando las señales, pero yo no quería verlas, no quería oírlas y me negaba en rotundo. No soy un almogávar, no soy mi padre. No quiero dinero a cambio de mi sangre.
Tonterías… Sí que lo soy, padre me enseñó todo entre juegos, a vivir del campo y de la hierba, a sobrevivir de la carroña, a cortar con la espada corta, larga, el puñal y a poder sujetar el colltel almogávar. Y a muchas otras cosas, a usar el viento, el agua, el sol en mi beneficio, a leer las huellas del monte. En definitiva… Soy almogávar.
No me atrevía a contar a Ánchela lo que ellos me anunciaban y decían. No quiero imaginar lo que sería pasar ni un solo día sin ella.
El día comienza a acortar, todavía sufrimos el intenso calor del verano durante el día, pero por las noches la brisa que se filtra entre los arboles del valle comienza a hacer que Ánchela se cubra los hombros con un chal. Sé perfectamente lo que ocurrirá en cuanto acabe el verano, tengo que prepararme para ello. Y por más cuentas que echo, no me salen. Mucho me temo que cuando nazca mi hijo no estaré en casa para conocerlo. Pero cuando pienso que tengo que explicarle todo a Ánchela el corazón se me encoje y me falta el aire y el valor.
Ya he construido una pequeña cuna de madera en la que a fuego he grabado unos dibujos de hojas y flores. También yo mismo me sorprendí un día cuando inconscientemente sentado en un tronco cortado detrás de la casona untaba grasa al chaleco de cuero de mi padre y le ajustaba las hebillas.
Miré decidido al lugar donde Ánchela estaba colgando la ropa recién lavada y su mirada se cruzo con la mía. Una mueca que me pareció una sonrisa fingida partió mi alma en pedazos. Ella sabía lo que pasaba. Sabía cuál era mi deber y sabía que no había vuelta atrás. 
Los días pasan felices cuando estamos solos y olvido que llega el otoño. Ese otoño que cambió mi vida para siempre.



Otoño.
Aún hace buen tiempo, me cuesta andar un poco pero sigo el ritmo perfectamente. Hemos recogido muchas manzanas y guardo confituras y sidra para el invierno. Demasiada sidra y confitura para mí sola. Tengo que ser fuerte y no derrumbarme. No quiero hacerle aun más difícil este trago a Chusto. 
Por lo que me cuenta Juana y mis propias cuentas, aunque queda un tiempo para alumbrar, no creo que esté él aquí para entonces, cada día son más regulares las visitas de Valentín y Doroteo. Mañana mataremos varios cerdos para conservar en sal y aceite. Será un día duro para Chusto, Juana y yo. Hay Juana… me temo que tú y yo nos haremos compañía en este frío invierno que nos espera. Y sólo nosotras daremos cuenta de los tocinos salados.
Chusto cada día repasa sus cueros, su colltel, su funda, y afila el cuchillo preparándose para su primera campaña. Dios dale fuerzas para agarrar bien esas armas y valor para clavarlas siempre antes de que ningún filo vuelva a rasgar su carne. Tráemelo de vuelta lo antes posible. Pues este hijo necesita a su padre y yo moriría de pena si no pudiera volver a besar sus labios.
—Despierta Ánchela. ¿Qué te pasa? ¿Estás bien?
—Sí Chusto, estoy bien. Pensaba en mis cosas. He preparado unas setas con un conejo frito que va a caer al buche en cuanto que entres a casa. Vente ya para adentro y no dejes entrar a la perra que va embarrada.
Cayó la cena, la jarra de cerveza, y juntos nos tumbamos de costado en el camastro mirando por la ventana y viendo como los últimos colores anaranjados del sol me enterraban entre las puntas de los montes que nos separaban de la Francia.
Él repasó cada uno de los costados de mi cuerpo con sus ásperos dedos y sus jugosos labios, haciendo que me estremeciera y retorciera de placer. Chusto es alguien especial, no puede ser que sea tan valiente guerrero, tan hosco y bruto trabajando, luego sea liviano, suave y delicado como una pluma de ganso conmigo mientras me besa y se adentra en mí. Será que es un ángel. Será que mi amor por el me hace verlo así, mi ángel de larga pelambrera y ojos tristes. 
Los membrillos están amarillos y brillantes como soles, y las mengranas rojas como la sangre. La vegetación ya no es verde. Un gran abanico de colores rojizos, marrones y amarillos tiñen el monte y las copas de todos los árboles. Chusto ha ido al cubierto a por leña y vamos a encender el hogar. Llevamos días huyendo de la conversación que tenemos pendiente. Es un secreto a voces y por fin he decidido que hoy va a ser el día.  Oí a Doroteo que vino anteayer a casa hablar con Chusto fuera. Pero el aire de otoño trajo trozos de palabras hasta mis oídos y fue fácil unir esos restos. 
Justo cuando Chusto dejó la leña y le acercó la lumbre comenzó a echar humo y entonces aproveché para sacar lo que tenía guardado para él. Era una correa de cuero que yo misma había curtido, raspado y pulido hasta convertirla en una joya. La hebilla fue encargada a Juana que a su vez, obligó a Valentín a forjarla y repujarla hasta conseguir la mejor de Aragón. En la parte externa de la correa, a fuego grabado, los mismos dibujos que Chusto grabó en la cuna de su futuro hijo. Llevaba dos trabillas para colgar el puñal y el colltel.
Cuando Chusto dio la vuelta y encontró de frente a Ánchela, con las manos estiradas y la correa sobre ellas supo que era el momento de hablar largo y tendido de la campaña.
—Ánchela, gracias. Pero…
—Chusto, no soy tonta. Hace mucho que era evidente que te irías. Pero no te preocupes mi amor. No soy quien para reprocharte nada. Sé cuál es tu deber, lo entiendo aunque me parta el alma. El día que fuimos atacados vi que el Chusto que yo conocía y amo es algo más que un pastor que cuida sus animales y la huerta. Tu hijo y yo esperaremos tu regreso.
—No estoy obligado, puedo echarme atrás. No necesitamos el dinero. Puede que…
—Calla, volverás Chusto. Volverás para enseñar a tu hijo como pelea un almogávar. Enseñarás como  tiene que hervir la sangre en la batalla y despertaras el hierro que cuelga de tu cinto como todos ellos. Como lo hizo tu padre y como si llega el día, tu propio hijo hará. No temas por mí. Como viste, no soy fácil de doblegar. Juana estará aquí conmigo mientras tú no estés, ya está hablado. Ella será mi matrona, me ayudara y hará lo que sea menester. Ella y yo también somos almogávares. Podremos cuidarnos solas.
—Ánchela, no te preocupes más, el tiempo pasara rápido y recordaremos este tiempo como el año que pasó sin su invierno....


Que ignorante fui, pensaba que sólo iba a durar el invierno mi primera campaña. Se suponía que solo seria para vigilar las fronteras y defender a los habitantes de Tarragona de los asaltos de los piratas mallorquines. Pero las cosas por Valencia se ponían muy feas. Y cuando entras a formar parte del ejército almogávar del rey, dineros ganas, pero no sabes nunca cuando se acabará el dinero o las ganas de guerra de tu rey.
Ya no había nada que esconder, nunca más hablamos de este tema hasta el día en que me tocó partir. Hasta ese momento todos los días trabajábamos como siempre en casa, con el ganado, nos amábamos cuando podíamos, aprovechábamos todos los minutos que nos quedaban de estar abrazados. Pasé horas hablándole al abultado vientre de Ánchela y di por hecho que iba a ser un varón, le hablaba como si fuera varón pero si estoy equivocado lo sabré a la vuelta. Después de trabajar, antes de caer la noche alrededor de una hoguera, Valentín, Doroteo, Miquel, y varios más entrenábamos hasta caer rendidos. Descubrí que era más fuerte y hábil de lo que pensábamos todos. Mi padre hizo un buen trabajo. La lanza corta se me hacía cuesta arriba y Valentín me instruyó en esos lances para completar mi aprendizaje. Desde el tocón de madera de la puerta, Ánchela, Juana y algunas de las esposas de mis compañeros miraban entre charlas y alguna vez vi como caía una lágrima brillante en sus ojos. Pero realmente cuando más débil me sentía era cuando eran los ojos de mi mujer los que lloraban.
El otoño esta alargándose más de la cuenta, aún no ha caído ni un copo de nieve. A ver si voy a tener razón y este año va a pasar sin su invierno…
Pero no, podemos hacernos los distraídos y no querer ver las cosas, pero el invierno se acerca y con él la primera campaña. Eso es lo que anunciaba la carta que mandaron desde la capital. Teníamos que estar allí listos el primero de diciembre por contrato real. 
Todos salimos de nuestras casas a pie. Sólo el adalid de cada grupo iba a caballo. A mi cintura colgado un alfanje que Valentín me hizo para la lucha, a la espalda el colltel de mi padre, el pedernal en la faltriquera y algo de comida en los bolsillos. Cubierto por la camisa más recia que tenía, el chaleco de mi padre y la correa de Ánchela bien ceñida arranqué a andar entre mis dos vecinos camino a lo que sería mi primera incursión en tierras hostiles.
La despedida fue tan dura que no tuve fuerzas de volver la vista atrás. Prometimos que no íbamos a llorar el uno al otro, pero fue imposible cumplir la promesa. Oía los sollozos de Ánchela y Doroteo me dio un empujón cariñoso para que callara. 
—Ningún almogávar sale llorando de su casa Chusto. No seas tú el primero.
—No lloro por mi Doroteo, lloro por ella y por el que aun no ha nacido. 
Ni una palabra salió de nuestra boca durante toda la jornada. Nadie pidió parar, ni aminorar el paso, ni comida ni agua. Parecían fantasmas uno junto al otro hasta que llegó el momento de hacer noche. Entonces todos comieron, cada uno lo que llevaba en el zurrón. Yo sólo pude comer unas castañas y unas nueces. Pero un pellejo de vino llegó hasta donde estábamos sentados y entre el fuego, el vino y el hueco que dejé en el estomago ya que las penas no me dejaban llenarlo, tarde poco en estar gritando y cantando como locos canciones que aprendí de niño con mi padre. Ellos también las conocían. Como no las van a conocer, esas canciones hablan de ellos, de los que nos precedieron y de sus hazañas.
Al salir el sol de los días siguientes, emprendíamos el paso de nuevo. Yo iba en cabeza de la partida detrás del adalid, detrás de los caballos y hombro con hombro con Valentín y Doroteo. Ya no sé si fue el tercer o cuarto día cuando se escuchó un revuelo y muchos gritos. Hubo quien dijo que echaran manos al arco para matar no se qué animal que venía corriendo hacia nosotros. Cuando eche la vista atrás, corrí en dirección del animal gritando.
—¡Estaros quietos, no la matéis! ¡Es mía!
Roca atravesó todo el grupo hasta que llegó donde yo me encontraba. 
—Mi fiel Roca, has dejado sola a Ánchela. Y estos casi te matan a pedradas…
Roca debía llevar varios días corriendo y siguiendo el rastro. Cuando se puso a mi vera, respiró fatigada durante todo el día. Pensé que se desplomaría en cualquier momento. Pero no fue así. Aguantó dura a mi lado hasta el primer riego donde bebió hasta saciarse.
—Chusto, te haces cargo del animal. En cuanto sea un estorbo te deshaces de él.
—No os preocupéis, os aseguro que no será un estorbo.
El almocadén de nuestra partida sonrió y asintió cuando lo mire, dándome la aprobación para poder llevar a Roca. Desde luego que no será un estorbo, si la hubieran visto desgarrar el antebrazo de aquel asaltante en mi casa no pensarían eso. Roca estará a mi lado en la batalla. 
Avanzábamos cruzando el reino, desde los montes al valle, cruzamos el río y seguimos hasta que comenzó a notar el olor salino del mar. Y pasaron los días y las noches hasta que llegamos a Tarragona.


Desde que Chusto se fue, el día se hace tan largo que le sobran casi todas las horas. Sólo hace unos días pero parecen años. Juana y yo hemos apilado toda la leña que dejó cortada en el cubierto. Ya tenemos carne en la tinaja para todo el invierno. Jabalí, cerdo, corzo y conejos en abundancia. Tarros de conservas de frutas y verduras y bastantes nueces. Sin contar la harina y las habas que teníamos en sacos dentro de casa. Mal se tiene que pasar el invierno para hacer corto. Además Juana no ha venido con las manos vacías. Otro tanto como nosotros teníamos, trajo a casa junto a Valentín el día antes de su partida. 
Pronto caerán las primeras nieves. Tenemos grano suficiente para las cabras y ovejas, pero no hay que tentar a la suerte y debemos sacarlas a apurar las últimas hierbas del año antes de pasar el invierno encerrados.
Esos ratos de soledad mirando las montañas mientras se apaga el día son mis momentos de añoranza, exclusivos para mí y para Chusto. Pues entonces es cuando lo siento como si estuviera junto a mí.
Al día siguiente de partir Chusto, pensábamos que Roca se moriría. No se levantó del suelo en toda la jornada. Ni siquiera para beber agua. Juana y yo le echamos al suelo los restos de la comida y un mendrugo de pan duro. Pero ella no hizo mención de acercarse a la comida.
—Roca, bonita, ¿tanto le echas de menos que vas a dejarte morir? 
La perra me miro a los ojos y emitió un sonoro suspiro. Si hubiera podido hablar seguro que me hubiera dicho algo como… ¿Acaso tú no tienes el corazón roto de pena?
—Roca, no tienes que quedarte aquí, nos apañamos solas. Ves a buscarle y cuídalo. Las dos lo necesitamos sano y salvo. Y tú puedes ayudarle. Yo no.
Le estiré del pellejo del cuello y la obligué a ponerse en pie. Ladró, bufó y salió corriendo como si me hubiera entendido. Espero y deseo que estén juntos porque no la hemos vuelto a ver. Seguro que ya se han encontrado y caminan juntos como cuando iban de caza o con el ganado por nuestras tierras.



Invierno.
Llegamos a nuestro destino dos días antes del plazo acordado. Acampamos en la entrada de la ciudad y esperamos a que nos dieran instrucciones. Esas órdenes tardaron poco en llegar. Una partida de nuestros hombres entre los que yo me encontraba, reforzada por hombres catalanes, fuimos enviados a un pueblo cercano. A menudo los piratas sarracenos que vivían en Mallorca arrasaban alguna de estas aldeas y pueblos, saqueando hasta lo más profundo de las casas y sus habitantes. Allí fuimos y nos difuminamos en la estampa de aquel pueblo marinero. Tenían torres de vigilancia, e intentamos que nuestra presencia fuera discreta. Las gentes del pueblo se sintieron relativamente en calma al saber que una manada de salvajes hacían las funciones de guardas de la costa. 
Estuvimos allí cuatro jornadas con sus cuatro noches. A la que hacía la quinta recibimos órdenes de avanzar a otra aldea. Pero esa noche fue la noche de mi estreno.
Estábamos cerca de la torre más alta, le tocaba guardia a un hombre que decía ser Tortosa. Experto en el mar y en sus artes, cuando nos llamó la atención diciendo.
—Eh, vosotros…. Varias embarcaciones se acercan. Me ha parecido ver reflejarse algo y he agudizado el ojo. No hay duda de que son tres. Dentro al menos hay treinta y seis hombres. Harán tierra enseguida. Dar la voz.
Me temblaron las rodillas y eche a correr hasta donde estaban acostados todos mis compañeros. En menos que canta un gallo, muchos hombres armados estábamos escondidos y listos para prestar batalla a los asaltantes. No sólo almogávares aragoneses y catalanes, también soldados y los hombres del pueblo, que decididos cogieron sus rudimentarias armas para defender su futuro.
Estratégicamente ocultos en la orilla y en las casas más cercanas oímos como los barcos tomaron tierra y descendieron de ellos unas cuarenta personas. Una vez en tierra y organizados corrieron hacia el pueblo portando antorchas, espadas curvas, dagas y escudos bien decorados. Entonces fue cuando comenzaron los gritos del asalto.
Pocas zancadas dieron hasta encontrarse con un muro de hombres que frotando los pedernales contra nuestros alfaques echaban chispas como si fueran demonios.
Entonces se escuchó entre los gritos.
—¡Desperta ferro!
Todos y cada uno de nosotros nos unimos al griterío. Sólo pudieron disparar a ciegas la primera carga de flechas. No les dimos tiempo para más. La luna y las antorchas chocando contra la arena iluminaron la playa donde cruzaban los filos de sus armas los hombres más fieros de Aragón contra sarracenos armados hasta los dientes.
Una de las naves viró y se perdió en el horizonte dejando al grueso de  su tripulación perdida a su suerte. Ellos llevarán noticias a los mallorquines diciendo que los vecinos de Tarragona no están solos.
No sé cuántas vidas sesgué esa noche. Perdí la cuenta de los tajos que propiné y las cabezas que separé del cuerpo. Durante el tiempo que duró esa barbarie dejé de ser yo mismo para ser una bestia. No sentía dolor, no tenía miedo, y me olvidé de mis montañas y de Ánchela. 
El pelo de Roca estaba cubierto de salpicaduras de sangre, y vi como se lanzó al cuello de un asaltante que iba a clavar una daga a Doroteo por la espalda. 
Las otras dos embarcaciones estaban en la playa requisadas por los soldados del rey, y la arena se había mezclado con sangre. Sólo tuvimos que lamentar seis bajas por nuestra parte mientras que fueron cuarenta y tres los cadáveres que retiraron de la playa y otras tantas las  almas que se unían con su querido profeta.
Yo lavé el alfaque en la orilla y lo sequé con un trozo de camisón de uno de los sarracenos que pasaban cargados en una carreta de madera. El sol había salido por completo y se escucharon músicas de dulzainas y tambores para celebrar la gesta. Hogueras asaron carne, bebimos vino, sidra y comimos cuanto pudimos. 
Después de todo el día, cuando nos agrupamos en nuestro campamento oímos a unos niños cantar una canción con una flautilla sobre un almogávar guerrero y su perro cubierto de sangre mora.
O por lo menos, eso creímos escuchar…
Llegaron noticias de otros asaltos similares en otros puntos de la costa, pero parece ser que ninguna de esas noticias fue buena para los piratas. Después de una semana pasando frío en nuestras rudimentarias tiendas, obtuvimos instrucciones del rey. Sólo los catalanes quedarán en la costa. Los aragoneses con otros soldados del rey salían hacia el reino de Valencia. Parece que la cosa iba a complicarse. Hasta ahora, podemos decir que sólo ha sido un trabajo menor.


Movimos los camastros al centro de la habitación principal, justo al lado del hogar. Ya estaba todo cubierto de nieve y salir al cubierto ya era un trabajo que costaba una buena soba de pala. Menos mal que Juana era briosa con el utensilio y enseguida estaba de vuelta con leña para toda la noche.
Teníamos la casa cerrada a cal y canto, ni una rendija dejábamos al descubierto para que no se colara el frio de la ventisca. Ya estábamos bien cenadas y abrigadas hasta los ojos cada una en nuestra cama cuando empecé a sentirme mal. No quise alarmar a Juana y aguanté en silencio. Intente cambiar de postura para encontrar una tregua. Media vuelta hacia un lado, media vuelta hacia el otro.
—Chica, estas bien…
—Juana, estoy un poco incómoda, pero creo que estoy bien.
Eché la mano al vientre y sentí como pataleaban dentro. Las patadas no eran abajo, ella o él estaba listo para salir. Y fue cuando sentí la humedad entre las piernas.
—Juana, levanta. Me parece que es el momento.
Juana saltó de su cama, se cubrió con el chal y se enfundó los rechonchos pies en unas botas negras que seguro tenían tantos años como yo. Me destapó y vio que había roto aguas.
—Ánchela, ahora te toca a ti echar el resto. ¿Estás lista?
—No lo sé Juana, estoy muerta de miedo. Sabes lo que hay que hacer, ¿verdad?
—Pues he visto parir a muchas mujeres, pero cada vez que me toca se me pone una bola en el estomago que me tiembla todo.
Fuera de la casa hacía un frio terrible. Una ventisca castigaba furiosa las copas de los árboles y las paredes de la casa. Pero dentro, yo sudaba como si estuviéramos en pleno agosto dando sacudidas de azada en la seca tierra veraniega.
En ocasiones tenía dolores intensos que me hacían apretar los dientes hasta oírlos rechinar. Juana preparó telas, paños, agua y un pequeño filo plateado.
Cuando más intensos eran los dolores, Juana se apoyaba en lo más alto de mi vientre y gritaba con fuerza.
—¡Empuja Ánchela, qué ya está casi! 
Su presión ejercía una terrible mezcla de sensaciones. Dolor, desahogo, miedo. Quizás un empujón más. Y así fue, sólo uno más necesité para sentir como se desprendía de mí. Y fue cuando oí esa música. Un llanto tan agudo que se clavó en mi cabeza para siempre. Nunca olvidare esa potencia de grito. 
—Ánchela, ya la tienes contigo. Es una niña. Y parece que está completa. Tómala. Abrázala y ahora sólo un pequeño empujoncito mas. Tenemos que asegurarnos de que todo queda bien.
Cortó el cordón de un solo tajo con su pequeño filo plateado. Lo ató con una maña que sólo la experiencia le pudo enseñar y por primera vez sentí su calor. Sentí como al caer en mi pecho se acurrucaba con una complicidad natural. Lloré de alegría y de añoranza. Es el día más feliz de nuestras vidas y Chusto no está aquí para festejarlo con nosotras.
Juana lavó con dulzura a Nieus, así se iba a llamar. Quiso llegar en la noche de más nieves de este invierno. Y así decidí llamarla: Nieus.
Al amanecer paró la ventisca. Se calmó el día y pareció que saldría el sol. Aunque hubieran caído chuzos de punta para mí era un día casi perfecto. Nieus pasó los días mamando, durmiendo y creciendo poco a poco. Siempre en brazos de Ánchela y Juana. Su carita arrugadita y rosada se terció blanca y parecía de porcelana. El pelo despuntaba royo y rizado como el de su madre. Pero los ojos eran profundos y con ese semblante tan triste como el de Chusto. Juana la alzaba entre sus manos y gritaba.
—Nieus, hija mía. ¡No hay duda de quiénes son tus padres!


—Juana, no hay noticias de Chusto. Me mata la pena y su ausencia. No soy capaz de seguir sin él. 
El invierno pasaba a la vez que Nieus crecía, y Juana… Bueno, ella seguía como siempre. Pero Nieus la llenó de una felicidad que hasta ahora no había sentido. Se sentía abuela sin ser madre. Y derrochaba amor por las dos mujeres de Chusto.


El viaje desde Tarragona fue duro. El tiempo aunque no tan frio como en sus montes, heló la cara y la barba de Chusto. El viento frío convirtió su piel en cuero endurecido. Hubo días duros durante la marcha. Escaramuzas, asaltos y alguna que otra cicatriz. No había ni un solo día en el que no rezara por Ánchela y por el día en que volviera a verla. Desde que salió de sus montañas contaba los días y según sus cuentas ya debería de haber nacido su criatura. Y la amargura le hacía avinagrar su semblante.
Una noche, intentó ahogar esa amargura en vino del pellejo. Pero no pasó lo esperado. Todo lo contrario, el vino enturbió las palabras que salieron de la boca de un vecino, y el cuchillo se deslizó desde la correa de Ánchela hasta la mano con malas intenciones. Necesitó de varios golpes de sus compañeros y gritos hasta dejar su empeño de cortar la garganta de aquel pobre inoportuno. Cada día que pasaba la coraza de piedra que lo envolvía crecía. Algunos de los almogávares más jóvenes comenzaron a temerle y pusieron distancia entre ellos. Empezaron a conocerle en las villas por donde pasaba como el callado almogávar del mastín.
Doroteo y Valentín siempre estuvieron a su lado, en los peores momentos. Pero también en los que fueron mejores. Y ellos fueron los que le animaron a enviar un mensaje hasta las montañas. Un cura redactó la carta que se supone debería haber llegado hasta la montaña para que Juana leyera esas palabras a Ánchela. Pero el mensajero que debía de llevar las noticias a todas las casas de las montañas fue asaltado antes de llegar al río por dos sarracenos huidos que descargaron en el toda la furia que tenían guardada contra los cristianos. Las cartas de todos quedaron tiradas debajo de un árbol teñidas con la sangre de aquel pobre hombre.
Durante unos pocos días mientras defendían lindes y fronteras, mientras aseguraban que ningún grupo de sarracenos cruzaba los limites, Chusto dejó de pensar en todo lo que le importaba. Cubrió su corazón con una coraza más dura que el cuero que tapaba su pecho. Forró su corazón con un metal más duro que el que con su filo sesgaba miembros de invasores. 
Paso una quincena cuando pensó en volver a preguntar por el cura que escribió la carta y su mensajero. Las noticias terminaron por cambiar a Chusto. Una compañía de comerciantes encontró el cuerpo del enviado con la correspondencia. Ánchela, al igual que todos los demás nunca recibieron noticias.
Tuvo la necesidad de salir corriendo hasta sus montañas. De empezar a correr y no parar hasta ver la casa de piedra y sentir el humo de la lumbre y el olor de la carne asada con especias que Ánchela preparaba para momentos especiales.
El invierno está en su fase media, los fríos sólo han sido un juego en comparación con los que la gente de las montañas está acostumbrada a lidiar. Cuando el tiempo mejore,  llegará el momento de la gran batalla.
—Estamos muy cerca de  Valencia ya, ¿verdad?
—Cierto Chusto. Hasta ahora, ha sido un viaje suave, ahora llega el momento de sacar brillo a nuestro alfanje. En este viaje, yo cargo con dos misiones Chusto. La primera por orden del rey, y la segunda por orden de Juana. Tenemos que volver, y tengo que encargarme de que vuelvas al valle. Y no va a ser esta vez, la primera que incumplo una orden. Una vez volvimos Doroteo y yo solos cargando las pertenencias de tu padre. Esta vez no volverá a pasar.
Valentín endureció su rostro al soltar esas palabras. Sentí una dura emoción en sus facciones, e incluso me pareció que ese rostro duro cargaba una pena y una culpa que casi le hizo derramar una pequeña gota cristalina.
Le alargué el pellejo con el vino que habíamos robado en una casona de moros que acabábamos de sentenciar. El bebió como si no hubiera un mañana, regoldó y se refrotó la cara con el antebrazo. 
—Tenemos que repartir las monedas que conseguimos ayer. Tu faltriquera necesita alguna moneda Chusto. Cuando lleguemos a casa debería estar llena hasta casi no poder atarla. Nos quedan unos días duros de patrullar fronteras. Puede que alguno de nosotros caiga estos días en las incursiones sarracenas. Espero no ser yo, ni ninguno de los nuestros. Detrás de cada árbol, puede estar un vigía, una compañía de traidores con las dagas en la mano, no lo sabemos. Tenemos que estar siempre ojo avizor. Bajar la guardia puede ser peligroso.
Desde que Salí de las montañas, no he dormido más de unas escasas horas al día. En sueños, veo a Ánchela, la silueta de un niño al que no se distingue la cara jugando con Roca en la calle bajo el sol cálido de verano. Pero yo no aparezco en los sueños. Sólo ellos. 


Hoy ha salido un día calmado en las montañas. No hay ventisca. El sol calienta ligeramente y aunque el valle está cubierto de nieve, hemos podido salir a respirar fuera de la casa. Nieus está sana y fuerte como un roble. Y yo no me puedo quejar. Me he recuperado perfectamente, y ni un dolor me afecta. Juana está contenta cuidándola mientras llevo grano a la paridera para las cabras y ovejas. He necesitado leche de las cabras diluida con agua para reforzar las ansias de comer de la niña. Creo que no podre darle teta mucho más tiempo. 
Juana dice que es por mis preocupaciones. Que mi carácter y mi nerviosismo están haciendo que mi cuerpo este haciendo cosas raras. Pero no le hago mucho caso. 
Una vez comido el ganado, necesito preparar leña. La casa debe estar bien caliente para la niña y estamos gastando más leña de la que pensábamos.
En un momento me vi con el hacha cortando troncos contra el tocón. Deje salir mi ira y mi tristeza en el filo, y los troncos se dividían como mantequilla. Otro, otro más, otro y otro. Fueron muchos en cuestión de segundos. Noté como los nervios de mi brazo se tensaban y pensé que la fuerza con la que dejaba caer el hacha contra la madera cortaría el pecho de un moro de un solo tajo. Entonces al ver la imagen de uno de ellos irguiendo el filo contra Chusto, lancé un tajo contra el tocón que partió en dos raso madera y tocón. Tuve que desclavar el hacha del suelo con mucha fuerza. Lloré como hasta ahora no había llorado. De pena, de rabia, por amor. Lo necesito, lo quiero, lo amo. No puedo estar sin el más tiempo. 
—Ánchela, la fuerza de los almogávares llenan tus brazos. Menos mal que eres una mujer de monte y campos y no una guerrera. No me gustaría luchar contra ti en una batalla.
—Juana, he oído que con ellos también van mujeres.
—Ni se te ocurra Ánchela. ¡Dios mío! ¡Qué dices, no dejare que lo hagas!
—Juana, Nieus se quedará contigo. En cuanto haya un camino por el que bajar de la montaña libre de nieve me iré a buscarlo. Iré en la yegua percherona de Doroteo. Cargaré todo lo que necesite, y si tengo que morir quiero hacerlo con él. 
—¿Pero insensata, dejarás a la pobre criatura sin sus padres? 
—No hay más que hablar Juana. Mientras haya nieve, amamantaré lo que pueda a Nieus, y disfrutaré con ella cada segundo que pase. Pero tengo que ir a buscarlo. Tengo que ayudarle y volver de regreso.
Este año ha pasado sin nuestro invierno. Y no perderemos ninguno más.
Durante días, Juana no me dirigió la palabra. Se notaba que estaba tan enfadada que en ocasiones nos huíamos una de la otra. Sólo un escueto saludo por la mañana, varias frases por el bien de Nieus, y un corto adiós al acostarnos. Oí varias veces llorar a Juana por la noche en el camastro que estaba al otro lado de la lumbre.
Nieus y sus rizos castaños, era lo que me quitaba las penas mientras la miraba. La besaba y le atusaba el pelo. Sabía que sería duro, otra separación, pero juro que volveré con él… Volveremos con ella.


Quitado un par de ventiscas, el invierno en la montaña no fue tan duro como los anteriores. La altura de la nieve había descendido bastante. El camino estaba despejado y esa mañana fui hasta la cuadra de Doroteo y aparejé su yegua percherona. Me subí de un salto y galopé hasta la casona donde estaban Juana y Nieus. 
—¡Jodida cabezona! No hay manera de hacerte cambiar de opinión, ¿no…?
—No Juana, ya lo sabías. Tengo que darme vida si quiero encontrarlo pronto y volver con él en primavera.
—¿Y has pensado que te puedes encontrar algo que no te esperas? ¿Has pensado en los peligros del camino? ¿Has pensado que puede que sólo encuentres una tumba y un cuero roto?
—Si es eso lo que me encuentro, lo lloraré como todas las viudas. Pero no saber nada me está matando. Si me quedo, puede que si vuelve, sea él quien llore por mí ante una tumba llena de huesos y lagrimas. No hay más que hablar, en cuanto tenga todo listo partiré. 
Con esta sentencia zanjé la discusión.
Dos días me costó preparar unas alforjas llenas de útiles. Unas botas, pantalones de gruesas telas, el hacha, pedernal, puñal y alimento para unos días. Una manta, cuerda y poco más. A cada rato detenía mi labor para besar a Nieus y abrazarla. Se me hacía cuesta arriba y hubo un par de ocasiones que dudé de si hacía lo correcto. Amo a Nieus más que a mi vida. Pero sé que estará bien. Chusto es parte de nuestra vida y nada será como tiene que ser mientras él esté fuera. Tengo que alcanzarlo pronto. Descansare lo justo y no me entretendré con nadie. Mi destino, él.
Nieus me vio partir una mañana despejada de febrero. Con una sonrisa y sin derramar ni una lágrima ella con sus ojos me dio la aprobación para mi viaje. Juana fue más dura, pero se fundió en un abrazo conmigo que rompió las barreras que levantamos entre nosotras los días anteriores.
—Juana, el tiempo está dando tregua, como dicen los ancianos… En febrero ya busca la sombra el perro. No me da miedo el frio, ni la nieve ni el agua. Sé que volveremos pronto y estaremos todos juntos. Cuídala como si cuidaras a tu propia hija. Y si llega el momento, cuéntale quienes fueros sus padres y los sacrificios que hicimos por estar juntos.
Salí al galope del valle para coger el camino que me llevaba hasta él. La compañía iba a pie, yo en una fuerte yegua. Pronto lo veré y lo tendré entre mis brazos.


Nos costó mucho asegurar las tierras por donde pasábamos. No había ni un pueblo en el que no tuviéramos que luchar para asegurar las fronteras. Estábamos muy cerca, y a cada paso más duras eran las batallas. Corrimos Roca y yo como liebres detrás de uno de los avistadores que desde Valencia llegaban a controlar nuestro avance. Le dimos alcance y lo sentenciamos. Nosotros abríamos el camino para toda la tropa del rey. Los almogávares aragoneses éramos la infantería que hacía el trabajo duro. Algunos soldados aún no habían sacado el arma de la funda.
Pronto llegaríamos al límite del reino. Y pronto comenzaría la verdadera lucha. Valentín y Doroteo agradecían la presencia de Roca, también muchos de los miembros de nuestra campaña. Nos aprovechamos bien de su olfato, tanto para la caza como para la supervivencia. No tenía miedo a nada y nunca se separaba de nosotros. Los otros hombres y algunos soldados  nos conocían como los mastines. Todos nos temían, respetaban y apreciaban. 
Conocí otros hombres que sabían quién fue mi padre. Me contaron historias, hazañas y luchas. No escuché ni una sola palabra negativa sobre él, hubo quien me dijo que todos daban su voto afirmativo para convertirlo en almocadén. Todos y cada uno de los hombres debían de reconocer su valía y apoyarlo. Era la única manera de alcanzar mayor rango.
Valentín nunca me contó esas historias. Siempre callaba cuando la gente hablaba y asentía solamente mirándome a los ojos.
—Chusto, tu padre fue un buen hombre, puedes estar orgulloso. Pero poco a poco tú te estás ganando a la gente. Hay quien te compara ya con él. Chusto el Mastín,  hijo de Lorién.
Por cada aldea que pasábamos la gente se fijaba en nosotros. Para bien y para mal.


La primera noche sola fue la peor. Pase miedo y frío como nunca lo había pasado ni sentido. Intenté que esa noche fuera cerca de alguna casa, pero hubo gente que se negaba a dejarme dormir en sus tierras. Pensarán que una mujer sola a caballo y armada no puede andar en nada bueno.
Al final conseguí dormir cerca de una casa en la que salía humo de la chimenea y me dejaron guarecer la yegua en un cubierto. Dormí sobre la paja tapada y sola. Y dudé de nuevo si lo sensato sería volver a casa. Se hizo de día sin conciliar el sueño. Por la mañana, comí algo de tocino salado, ensillé mi montura y cabalgué de nuevo. Dos días después, confirmé con unos campesinos que la ruta que llevaba era la misma por la que pasaron una campaña de aragoneses para luchar por el rey. Pregunte por él, pero nadie supo contestarme. Todos les parecían iguales andando con sus lanzas y alfanjes en las manos.
Pase por villas, granjas, aldeas… comí lo que la gente de bien tuvo en gracia ofrecerme. Todos confirmaban que habían visto pasar a los almogávares por allí meses atrás.
Al anochecer de la decimo octava jornada de mi viaje tropecé con un problema. No toda la gente con la que crucé por los caminos de dios fue de buena calaña. Tres harapientos me echaron el alto en un camino cuando casi el día estaba vencido. Vieron una presa fácil en mí. Montura, alforjas y útiles… se pensaban sacar unas monedas o cambiar mis posesiones por algo que necesitaran o simplemente vino. Palmeé el cuello de mi montura mientras frenaba y me ponía a unos pasos de los tres hombres.
—Mujer, ¿no tendría usted algo para compartir en el camino con nosotros? Pan, vino, ¿calor para esta noche junto al fuego?
—Lamento comunicarles señores, que ando escasa de lo que me piden, además no soy buena compañía para ustedes.
—Eso deberíamos de juzgarlo nosotros, joven. Vamos a ver qué cargas en las alforjas.
El más delgado y desdentado de los tres se acercó a mi caballo y apoyó la mano en mi muslo sobándome mientras hizo la mención de meter la mano en la alforja. Con la mano izquierda sujetaba las riendas y con la derecha le di un manotazo en la cara que hizo que le sangrara la nariz.
—¡Descarada zorra montañesa, te vas a enterar!
La yegua reculó un par de cortos pasos asustada por los gritos del hombre y desconfiando de los otros dos que se colocaron a ambos lados. 
Vi que el desdentado levantaba un garrote. En mi cinturón estaba el cuchillo afilado que rápidamente saqué de la funda y clavé en el garrote justo donde agarraba con ambas manos el atacante atravesando el dorso de su mano. Su reacción fue apartar la mano con fuerza y el filo corto la mano entre los dedos dejándola sesgada en dos como la lengua de una bicha.
Se retorcía de dolor mientras los otros dos venían a por mí. Desde mi altura pude darle una buena patada a uno de los dos que quedaban en pie que lo hizo tambalearse, y fue entonces cuando salté desde lo alto de la yegua en dirección al último atacante.  El hacha colgaba de la correa de la montura y con habilidad la saqué de un solo movimiento. Sus caras reflejaron preocupación. No pensaban que les fuera a salir tan difícil el robo a una mujer solitaria. Dudaron en seguir con el ataque, pero entonces el desdentado grito mil y un insultos hacia mí y alentó a los otros dos. Sólo necesité ver como uno de ellos avanzó un solo paso para lanzar un corte desde abajo que cortó la mano izquierda del gordo que empuñaba una navaja de mango de madera labrada. Esta en el suelo seguía con la navaja agarrada mientras el muñón chorreaba a borbotones. Y el otro que quedaba sano corrió como alma que lleva el diablo por los campos que lindaban con el camino. Los dos sangrantes ladrones intentaron seguirle huyendo de mí, pero a una velocidad bastante más lenta mientras se agarraban las heridas.
Corrí hacia la yegua, me subí y salí al galope aprovechando los últimos destellos de luz para poder parar lo más lejos y en dirección lo más opuesta posible a esa gente.
No fui capaz de parar esa noche. Me tapé entera con la manta y cubrí parte del cuello y la grupa de mi montura, y al paso lento seguí a la luz de la escasa luna hasta que llegué a una aldea cuando sólo faltaban suspiros  para que saliera el sol.
No había amanecido del todo, pero ya se distinguía cuando paré cerca de una de las casas de la aldea. Un perro echó a ladrar cumpliendo la misión para la que sus dueños lo habían amaestrado. Pensé en Roca y en cuantas veces le había oído ladrar así avisando de visitantes, foranos o vecinos conocidos. Decidí descubrirme por si alguien salía que no me vieran y me confundieran con un asaltante. Y fue entonces cuando oí los gritos de un hombre.
—¡No queremos problemas. Aléjate de mi casa! 
—Tranquilo buen hombre. No quiero problemas. Sólo estoy de paso. En cuanto dé de beber a mi montura y descanse un poco seguiremos adelante.
El hombre hablaba de una forma extraña,  que según descubrí después era la forma típica de la gente de esa zona. Se extrañó al descubrir que era una mujer sola la que montaba semejante animal, y salió empuñando una estaca para cerciorarse. Una mujer mayor salió en camisón tapada con una manta y ella fue mi salvadora.
—Chiqueta, deja el caballo atado en el cubierto y espera un momento.
Los dos entraron a la casa y escuché como hablaban en una lengua que no alcanzaba a entender. 
Al rato salió la mujer con un cuenco de caldo caliente y detrás de ella el hombre con la estaca levantada.
—¿Qué haces tú sola a estas horas por aquí? ¿Estás loca? Nos has dado un buen susto.
—Lo siento señora. He tenido un percance esta noche y no encontré sitio donde resguardarme. No ha sido mi primera noche al raso, pero sí la más difícil.
—Pasa hija, desapareja el animal y deja la silla y el hacha fuera. Entra adentro conmigo.
Al entrar en casa note el calor del fuego y temblé. Hasta entonces no me paré a pensar en los últimos acontecimientos  pero entonces caí de rodillas y lloré desconsolada.
La dueña de la casa, una anciana mujer se acercó y pasó su brazo sobre mi hombro. Se apiadó de mí y me dejaron dormir cerca del fuego, encima de unos sacos que hicieron las veces de camastro. Fue mi mejor colchón de los últimos días y dormí como una niña.
Sólo dormí un par de horas. Cuando desperté los dos ancianos estaban mirándome fijamente. El hombre ya no levantaba la estaca pero la llevaba entre las manos a modo de bastón. No sé si para ayuda a su cojera o porque aún no estaba seguro de que estaba haciendo lo correcto.
Hablé con ellos largo y tendido y les conté el porqué de mi viaje y mi percance de la noche anterior. Me confirmaron que el ejército había pasado por allí, camino de Tarragona, me contaron que estaba muy cerca ya del destino y que recordaban a un guerrero almogávar que pasó por este mismo camino con un gran perro que andaba pegado a su paso. Lo recordaban porque su perro se volvió loco de gritar a esa bestia peluda tan grande.
—Roca, su nombre es Roca. Y si están juntos respiro tranquila. No estoy segura de querer a Chusto más que ese animal. 
Mercé y Jordi fueron muy amables conmigo llenando mi zurrón con pan de centeno, aceite y un queso. Nadie sabe lo que me reconfortaron esas buenas gentes. Pero sobre todo tener noticias de Chusto fue lo que me dio fuerzas para seguir. Estaba cerca y me sentía bien. Me despedí de ellos y galopé camino de Tarragona, ilusionada porque además de que iba por buen camino, pronto vería por primera vez el mar.


Entré a Tarragona y vi el mar una fría mañana de no sé si finales de febrero o principios de marzo. Nunca había visto una ciudad así. Nunca había olido esos aromas a salitre y pescado. Me dirigía por la zona del mercado andando con las riendas de Briosa de la mano, así decidí llamarla durante el camino, ya que era la única que me oía hablar mientras avanzábamos.
Pregunte por el puesto militar. Mucha gente me miraba con cara de desconfianza. Se notaba que andaba fuera de mi tierra y encima preguntando por los soldados. Cuando lo encontré fui recibida por un grupo de hombres muy groseros que me confundieron con otro tipo de mujeres. Alguno quiso manosearme y tuve que enseñar los dientes y dar un par de manotazos hasta que salió un señor de más edad que quiso escucharme.
Pregunté por los guerreros aragoneses contratados por Jaime I, conté que iba detrás de ellos para servir con ellos y luchar. Y los soldados más jóvenes rieron a carcajadas.
—¡Estúpidos gañanes! —gritó el soldado más mayor. 
—No tenéis ni idea de nada. Ellos están haciendo una gran labor para el rey. Esta mujer, merece vuestro respeto. Es un guerrero almogávar.
Los soldados más jóvenes se callaron rápidamente y bajaron la mirada. El veterano me contó que nuestra gente estuvo en la costa en Tarragona, y que el rey los mandó camino de Valencia a otra empresa mayor que vigilar la costa y las fronteras. Desempeñaron con fuerza y rigor su trabajo y rechazaron los envites mallorquines por toda la costa. Mañana sale un destacamento hacia allí. Puedes ir con ellos y otros milicianos catalanes. Algo muy grande está preparándose para necesitar tanta gente. Parte mañana mismo desde aquí. Detrás del ejercito saldrán muchas más gentes. Las guerras traen muchas desgracias, pero mucho dinero se mueve también en ellas. Herreros, mancebas, jóvenes sedientos de botines… Que tengas un buen viaje mujer.
Esa noche dormí en el lugar desde donde saldría el ejército, en el suelo, entre las patas de Briosa. Con la espalda contra un muro del destacamento. Con un ojo abierto y otro cerrado.
No era un grupo tan numeroso como me pensaba. Y la caravana de detrás tampoco fue como anunció el soldado. Me dijeron que casi todo el grueso estaba acampando por las tierras que los almogávares estaban limpiando de sarracenos.
Varias jornadas después, volví a tener noticias de Chusto. Pregunté a unos mozos de un pueblo donde estuvieron y uno de ellos me dijo que sí, que estaba seguro de saber de quien hablaba. El Guerrero Mastín. Un niño dijo que luchó fuerte contra los piratas y que el perro que lo acompañaba iba teñido de sangre mora por los cuatro costados. 
—Una fiera señora, y un gran guerrero. ¿Lo conoce? Yo mismo tocaba la flautilla en la fiesta de después de la batalla y cantábamos letrillas sobre él señora. Pero que también le digo, que en los días que estuvo aquí, nadie le vio reír. Siempre se quedaba aparte del resto con el perro. Nunca fue a la taberna ni al puerto. Menudo genio se gasta el Mastín. En un pueblo cercano, cuentan que cortó un dedo a un hombre por pegar al perro. Y a un hombre casi le rebana el cuello por reírse de él y hacer una chanza. Necesitaron seis hombres para tumbarlo y quitarle el cuchillo y otros cuatro para agarrar al perro.
El Mastín. Me hizo gracia ese apodo. Pero me preocupé mucho por él. Desde luego que su semblante es serio. Pero, ¿qué le estará pasando?
No había día en el que no pensara y llorara por Nieus y Chusto. Pero saber que estaba bien me hacía ver las cosas de otra manera. Los días pasaron, las noches seguían a los días en el orden natural, y poco a poco más cerca me encontraba de mi objetivo.
Los soldados me aceptaron y ayudaba en algunas labores. Montar y desmontar tiendas. Dar agua a los caballos. Esas labores me mantenían ocupada y hacían que los días pasaran más rápido. También sufrí envidias por parte de otras gentes de la caravana. Tuve que poner orden y aclarar quién y qué soy. Ánchela, la mujer de Chusto, el Mastín almogávar.



Primavera.
Llegaban noticias de que pronto llegarían más soldados, y que la batalla pronto comenzaría. Eran ciertas, el ejército seguía creciendo a diario. No había un día en que no llegaran. Se decía que un total de seis mil almogávares aragoneses, catalanes y navarros estaban listos para luchar y reconquistar el reino de Valencia. No iba a ser fácil. Los musulmanes estaban preparados para el ataque. Serán días duros. La taifa Balansiya estaba preparada para los envites cristianos. Valentín, Doroteo, Miquel y yo dormíamos en la misma tienda junto a dos hombres más. Estábamos listos en Morella para la primera gran batalla.
Cada noche rezábamos juntos. En mis oraciones pedía por Ánchela, por mi hijo, y porque me diera fuerzas para acabar pronto con esto y volver para verlos y abrazarlos. Cenamos sentados en el suelo la ración de rancho que nos tocaba. Apuramos el vino y hablamos de nuestra vida en las montañas. Hablamos y nos preguntábamos por lo que sucedería por lo alto de nuestros montes. Como estará de alta la nieve, si estará verde, de cuantos corderos habrán nacido. Roca dormía echada a mis pies y así llego el amanecer.
No sé cuál fue la razón de ese sueño tan profundo. ¿Sería el vino? No lo sé. El caso es que ese día dormí más de lo habitual. Sólo quedaba yo en la tienda mientras todos preparaban los bártulos para emprender el camino. Estaba mojándome la cara con las manos cogiendo agua de un caldero cuando se escuchó un revuelo por los alrededores de la tienda.
No le di mucha importancia. Seis mil hombres armados y nerviosos hacen que el clima este crispado y haya muchas peleas por cualquier robo o disputa. Entonces oí correr a gente y unos cascos galopar. La tela que hacia la función de puerta se abrió de golpe y fue Doroteo quien entró sofocado.
—¡Chusto, sal ahora mismo! ¡Corre, no te lo vas a creer!
Dejé  de lavarme la cara y eché mano al colltel, pero Doroteo me grito todavía más y me dijo:
—¡Suelta eso y sal rápido, cojones!
Roca entró corriendo a la tienda y ladró desesperadamente avisándome. Salí corriendo y el sol que me daba de frente me cegó momentáneamente. Poco a poco vi que enfrente de la tienda se encontraba alguien montado a caballo tapado con una manta que le colgaba de los hombros. Los ojos se adaptaban a la luz progresivamente hasta que vi la silueta de una mujer, subía la mirada poco a poco poniendo mi mano encima de los ojos protegiéndome de la luz hasta que vi su rostro.
Me quedé rígido como una estaca. Roca saltaba agitando el rabo junto a mí, y no supe reaccionar. Dejé caer todo mi cuerpo de rodillas al suelo y comencé a llorar. Ánchela saltó del caballo y me rodeó con sus brazos. Lloré, la besé, la abracé, pero la emoción no me permitía hablar. Tardé varios minutos en poder articular dos palabras.
—Te amo.
—Chusto, no podía estar ni un día más sin ti. No pude, lo intenté pero no pude. 
—¿Y nuestro hijo?
—Hija, Chusto. Es una niña. Se llama Nieus. Está sana y perfectamente cuidada por Juana. Lo hice por nosotros Chusto, ella nos espera. Acabemos con esto y volvamos juntos.


Muchas horas conversaron y perdieron juntos bajo la tela de su tienda. No tuvo valor de contar todos los pormenores del viaje, o puede que no quisiera hacerle pensar en los peligros que corrió hasta llegar hasta él. En esas horas hubo tiempo para todo. Para el amor, para el reproche, para gritarse. Mucho debatieron sobre las posibilidades que en ese momento tenían. Ánchela quitó de un manotazo la idea de abandonar la empresa que lo había traído hasta allí. Lucharan juntos bajo órdenes del rey. Acabarían la campaña y volverían juntos o morirán juntos.
Para Chusto morirse allí sin conocer a Nieus no era una opción. El sabía perfectamente que abandonar ahora era imposible. Había dado su palabra y había aceptado cumplir. Pero nunca se había imaginado que lucharía codo con codo con Ánchela. 
Doroteo abrazó con fuerza a su yegua, y Valentín rompió el silencio con unas sonoras carcajadas.
Por todo el campamento corrió la noticia de que la mujer de Chusto el almogávar apodado el Mastín, había cruzado ríos, montes, llanos y caminos para reencontrarse con su marido. Muchas historias se contaron de las proezas que gestó al luchar con asaltantes y moros. Alguna de esas historias se inventó en corrillos, sin ningún rigor y fidelidad a la verdad, pero ayudaron a crear la fama y el respeto del resto de guerreros. En todas las tiendas se hablaba del hacha de Ánchela, la mujer de Chusto el Mastín.
A los pocos días, el ejército se puso en marcha, toda la zona septentrional del reino fue arrasada por los almogávares. Nunca conocieron derrota. En todas y cada una Ánchela y Chusto pelearon y sesgaron la vida de cientos de sarracenos.  Roca nunca dejó de estar a su lado y las historias y leyendas siguieron creciendo y corriendo por todos los pueblos. Pasaron muchos meses hasta que por fin acabó la campaña. A golpe de alfanje, lanza, escudo y hacha llegaron los almogávares hasta la ciudad de Burriana. 
Chusto y Ánchela manchados de sangre recibieron la carta con el cese de sus obligaciones por el momento. Festejaron la victoria y se olvidaron de todos los meses perdidos en la campaña. Juana recibió noticias en varias ocasiones, y las noticias regresaron hasta el frente anunciando el buen estado de la niña. Dulzainas, gaitas, fuego y vino. Pronto saldrían de regreso a las montañas. Chusto pronto dejaría de imaginarse el rostro de su hija para por fin grabar en su memoria el fruto del amor entre ambos.
El regreso fue bien distinto. Un carro tirado por Briosa cargaba las pertenencias de Doroteo, Valentín, Ánchela y Chusto. Roca corría delante de la yegua. Como bien dijo Valentín y Doroteo, las faltriqueras rebosaban monedas que ayudarían a mejorar la vida y quizás aumentar el ganado y las tierras. 
Desde luego que no sería la última campaña de los almogávares aragoneses. Chusto y Ánchela volvieron años después, hasta que el rey reconquistara el reino de Valencia al completo. Haciendo aún más grande la historia del hacha de Ánchela y Chusto el Mastín.
Pero eso…. Ya es otra historia.


Eduardo José Comín
Luceni (Zaragoza)


Nota:
Ante todo quiero aclarar una cosa. Cierto es que todos los hechos y datos históricos ocurrieron de forma real.  Pero no estrictamente en el orden y fechas relatadas. Los personajes son  ficticios salidos de lo más profundo de mi imaginación. En algunas ocasiones, y sólo por dar forma y encajar temporalmente la historia, he modificado o mezclado acontecimientos con el único fin de crear una bonita historia. Que nadie se sienta ofendido por ello, ya que no he querido hacer una novela histórica. Tan sólo una bonita historia de amor entre dos guerreros aragoneses.



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