lunes, 26 de mayo de 2014

Nuestra historia. Capítulo XXI. ¿Mary?... Soy Ramón.

Capítulo veintiuno. Tras el tremendísimo capítulo de Beatriz Navarro Gálvez en el que vemos los hechos desde la perspectiva de Ramón, que ante los tormentosos acontecimientos sucedidos en los últimos capítulos decide abandonarlo todo y salir huyendo para poner tierra de por medio entre sus problemas y la mujer a la que ama. Ana por su parte siente un impulso inexplicable de ocultar la realidad ante la doctora y decide mentir para proteger a Ramón. Además y fruto de un malentendido entra de nuevo en conflicto con Pedro al imaginar que este todavía mantiene su relación con Olga. Un capítulo como digo muy interesante y que abre nuevas vías en la trama principal. ¿Quién será el bebé que sostiene Ramón en sus brazos? ¿Por qué Londres? No os perdáis el capítulo de hoy que estos secretos y alguno mas serán desvelados en otro gran capítulo de nuevo, ya lo veréis.
 Nos leemos. Besetes a tod@s.







XXI.     ¿Mary?... Soy Ramón


...bebé. Apenas podía dibujar su carita en la memoria. Pero recordaba con todo detalle las uñas de sus pequeños dedos de los pies o los pliegues de sus muñecas. ¿Cómo estaría ahora? ¿Sería capaz de reconocerlo? No, imposible. Habían pasado casi 7 años. Siete años sin saber nada de él ni de su madre. ¿Debería intentarlo?
Estas y otras cuestiones bullían en su interior aceleradamente. Su cabeza estaba a punto de estallar. Otra vez. Otra vez la historia se le había ido de las manos. Otra vez sus brotes violentos, sus acciones sin pensar en las consecuencias, habían hecho que tomara una decisión de forma improvisada. ¿Hacía bien en volver a Londres? ¿Encontraría allí la paz que ansiaba y se negaba a sí mismo?
No, quizás se volviera a equivocar. Pero ya no podía dar marcha atrás. La situación con Ana lo había llevado a un callejón sin salida. No podía continuar allí. No podía seguir haciéndole daño, no debía hacérselo a sí mismo. ¿Por qué Londres? Cuando desplegó ante sí la pantalla de vuelos en el ordenador no tuvo dudas. Pinchó sobre Londres para ver cuándo salía el vuelo más próximo. ¿Qué iba a hacer allí? No tenía ni idea, ni siquiera había tenido tiempo para cambiar algunos euros por la moneda nacional. Con la tarjeta podría tirar, pero la falta de libras era una prueba más de lo precipitado de su decisión.
Hacía casi siete años que no pisaba la cosmopolita capital del Reino Unido. ¿Habría cambiado mucho? Seguro que sí, el mundo entero lo había hecho. Y Mary, ¿habría cambiado de casa, de trabajo, de país...? No tenía ni idea. Había sido un cobarde. ¿Un cobarde? No, quizás la suya había sido una decisión valiente.
Tras cinco años de relación con Mary, Ramón no tenía control sobre sí mismo. ¿Por qué necesitaba hacerle daño para sentirse bien? ¿Por qué al llegar a casa sentía ese profundo instinto que le invitaba a golpearla? Al principio, solo fueron golpes verbales. Insultos, descalificaciones... Pero poco a poco su agresividad le llevó a levantarle la mano. Solo llegó a eso. Pero el siguiente paso era golpearla. Y sabía que si lo hacía no tendría vuelta atrás. Su ira lo enloquecía, perdía la consciencia del bien y el mal y se entregaba al desenfreno de la cólera. Estaba descontrolado, tenía que controlarse o aquello no acabaría bien.
Mary no se lo merecía. Era tierna, dulce, simpática. Un poco simple. Sí. Pero no se merecía un comportamiento tan vil. Ramón era consciente de ello. Había consultado a varios médicos. Se había sincerado con un par de ellos. Ambos coincidieron. "Arrastra usted un trauma juvenil sin solucionar. Tiene que hacerle frente, mientras no lo haga, su violencia volverá. No es dueño de la situación, se le apodera".
Pero Mary no tenía la culpa. Ramón se lo repetía cada mañana. Cada noche, después de los gritos, los insultos y las lágrimas. Por eso, cuando nació Jack lo tuvo claro. No podía arrastrarlos a los dos. No sabía cuanto tiempo más podría aguantar sin tener que zurrarle.
Es verdad que durante el embarazo de Mary la cosa había mejorado. Desde que Ramón supo que iba a ser padre, algo cambió en su interior. Estaba feliz. Por primera vez desde hacía mucho tiempo era completamente feliz. Sin embargo, llegaron las náuseas, las malas ganas, los olores insoportables... Mary estaba cambiando, ya no vivía para Ramón; ya no buscaba sus caricias, apenas le permitía tocarla. Él intentaba entenderla, pero a veces no la soportaba. "Como siga así, le doy una buena tunda para que sepa quién manda aquí", pensó más de alguna vez. Pero no. No quería ponerle una mano encima. No, no podía pegar a la madre de su futuro bebé. Por eso, comenzó a faltar por las noches. Prefería vagar por ahí, de pub en pub hasta que echaban el cierre y se adentró en el Londres que no se exhibe a los turistas.
Hasta que una mañana, un 27 de enero de hace siete años, una llamada dio un vuelco a la situación: Mary estaba de parto. Lo necesita con ella. Jack llegó a este mundo de madrugada, Mary olvidó enseguida los dolores, el quirófano, al cirujano... Su hijo había nacido sano y salvo. Ahora ella debía velar porque todo siguiese así. Debía protegerlo de su padre. Ella lo conocía bien. Sabía de sus brotes de ira, de sus arranques. Sabía que llegaría el momento, más tarde o más temprano, en que Ramón volvería a saltar la frontera de lo aceptable. No estaba dispuesta a recibir ni un solo golpe. Y mucho menos no permitiría que su hijo fuera parte de aquella tortura.
Pero no le hizo falta tomar ninguna decisión. Ramón, a los dos días de llegar a casa con el niño, desapareció. Mary pensó que habría ido a celebrarlo, sabe Dios dónde y con quién. No pensó en que los había abandonado la primera noche de ausencia. Ni la segunda. Ni siquiera la tercera. Pero Ramón no aparecía. No se despidió de ellos. No les dio un último abrazo... Tan solo supo que había regresado a España cuando recibió una fría carta. "Lo siento. No sé si puedo, no sé si quiero, no sé si debo ejercer de padre". Escueto, breve, conciso. Mary lloró durante días. ¿Había aguantado tanto para enfrentarse ahora sola a la vida con un bebé a su cargo? No le quedaba más remedio. Con el tiempo, no demasiado, reconoció que, seguramente, era lo único que podían hacer: separarse para dejar de hacerse daño. No intentó localizarlo. No volvió a saber de él.
Tardó más de cinco años en reorganizar su vida. En encontrar a alguien capaz de quererla, de darle lo que ella necesitaba. Para Jack no fue difícil acostumbrarse a James. Lo había visto venir a casa a menudo. Desde su mundo infantil no se sorprendió cuando James empezó a sentarse en la mesa a la hora del desayuno. Era un niño de sueño profundo. Su madre lo había acostumbrado a dormir al menos diez horas. Rara vez Jack se despertaba entre medio. No sabía que James no acaba de llegar, sino que hacía tiempo que dormía en casa. Pero le gustaba encontrarlo por las mañanas, siempre dispuesto a hacerles cosquillas y siempre haciendo reír a mamá.
Ramón desconocía todo de ellos. Desde que volvió a España no había vuelto a contactar con Mary ni su hijo. En su fuero interno, sabía que era lo mejor. Lo contrario era ponerlos en peligro.
Recuperó su cuadrilla de amigos. No le fue difícil. El Rock & Blues siempre había sido su guarida. Desde el instituto. Es cierto que faltaba desde hacía años y que en aquel tiempo había cortado cualquier contacto con ellos, pero los conocía bien.
Tardó unos meses en decidirse. Seguro que Ana, Olga, Pedro, Rafa... todos seguían yendo por el Rock & Blues. Serían tan fácil dejarse caer por allí. O tan difícil. Volver llevaba implícito dar explicaciones: ¿qué había hecho?, ¿dónde había estado?, ¿por qué había regresado? No estaba preparado para responder las preguntas que creía obligadas. Y no estaba preparado para volver a ver a Ana.
Durante su estancia en Londres llegó a olvidarse de ella. O, al menos, llegó a convencerse de que no le hacía falta recordarla. Pero no era cierto. Su recuerdo latente lo perseguía.
Cuando aquella noche abrió la puerta del Rock & Blues no tenía clara más que una cosa: deseaba con todas sus fuerzas que Ana estuviera allí. Si así era se había prometido contarle que la amaba como a nadie en el mundo desde la primera vez que la vio. Que había hecho cosas infames por su culpa: ella era la causante de su amargura, de su ansiedad. Su ausencia era la causa de aquella ira que lo invadía a menudo. Sí. Si Ana estaba allí, se sinceraría con ella.
Y allí estaba. Radiante, con una media melena y unos vaqueros ajustados. Y... un tío rodeándole la cintura. Era Pedro. ¡No! Cómo podía tener tan mala suerte.
Pedro y Ramón habían sido amigos. Buenos amigos. No tenía ni idea de que salía con Ana. Quizás no salían. Quizás se habían bebido unas copas y solo estaban disfrutando mutuamente de su compañía. Sí. Tenía que ser así. No había decidido dejarlo todo para esto.
—¡Ramóooooon!
Olga lo reconoció al instante. Estaba mirando hacia la máquina de tabaco (otra vez en su lucha interior por dejar el vicio), al lado de la entrada, cuando la puerta del bar se abrió. No pudo contener su sorpresa. Su alegría fue sincera. Ramón se dio cuenta de ello y eso le dio fuerzas para acercarse al grupo. Lo recibieron como si hubieran dejado de verlo ayer mismo. Nada de lo que esperaba. Ni interrogatorios, ni suspicacias. Quizás, al fin y al cabo, había hecho bien en volver a casa. Aunque fuera para descubrir que Ana y Pedro llevaban juntos mucho tiempo y deseaban seguir así.
Pero de aquello hacía mucho tiempo. Había vuelto a cometer graves errores. Había vuelto a dejar que su ira se apoderara de él. Había hecho daño a sus amigos. Había dañado a Ana. Su amiga. Su amor. No podía enfrentarse a eso.
En Londres llovía. No es una leyenda urbana. Siempre llueve. Mejor, así nadie repararía en sus lágrimas.
Había reservado una habitación desde el móvil. Menos mal que se le ocurrió antes de deshacerse de la tarjeta. Caminó hasta el Generator Hostel London. Recordaba que había oído hablar de aquel sitio a algunos compañeros. Limpio, céntrico y asequible.
Al llegar a recepción buscó una guía de teléfonos. ¿Todavía existían? Sí. Y tenía que probar suerte. No debía dejarlo para más tarde. Si lo hacía, se podía arrepentir de su decisión de llamar a Mary.
Pasó las páginas de la guía con avidez. No podía creerlo. Mary seguía viviendo en el mismo sitio. O, al menos, su teléfono seguía apareciendo en la guía. Bien es vedad que era del año pasado.
20 14 13 56 78
¡Ringggg!
—Hello! —la voz de Mary sonó clara al otro lado del aparato.

—¿Mary? —tartamudeó—. Soy...

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