viernes, 18 de abril de 2014

Colección Cupido. Encontrarás los besos.

Último relato de la Colección Cupido. En esta ocasión centrado en torno al primer amor, o desamor mas bien. Tierno y divertido relato en el que el protagonista, Ánchel, es atrapado por el fuerte flechazo de Cupido. Y aunque en su ego interno cree que será correspondido porque no entiende como funcionan los mecanismos del amor, no siempre tiene porque ser así. Bonito broche final a una colección que ha recogido siete relatos preciosos que nos han regalado nuestros colaboradores. Gracias a todos ellos por su aporte y ahora a esperar la edición impresa que se podrá reservar a partir del día 23 de Abril, día del libro. Así que no os lo perdáis que lo comentamos por facebook. El domingo desvelaremos quién lo ha escrito.



Encontrarás los besos


-Encontrarás los besos, hijo. No te preocupes-. Me decía mi madre mientras me consolaba. Yo lloraba desesperadamente. Como nunca lo había hecho. No sabía que el amor era tan doloroso. Era una nueva sensación y no me estaba gustando nada.- Lo que pasa es que esos besos no eran para ti. Nada mas. Ya encontrarás los tuyos. Seguro hijo, ya lo verás.
Mi madre me abrazaba con todo su amor y yo me estremecía en su seno. No hay sensación más placentera en el mundo que esa.
-Has despertado al amor, hijo. Y eso a veces duele.
-¿Por qué? ¿No dicen los mayores que es maravilloso?- Grité indignado.
-Es como cuando pegas un estirón-prosiguió mi mama sin inmutarse-que te hace más grande pero te duelen las piernas unos días. Luego se pasa y te encuentras mucho más alto y guapo que antes.
-¡No! ¡No es lo mismo!- Yo no lo entendía, claro está.
-Seguro que hay otras muchas chicas deseando conocerte-. Aquella mujer era todo paciencia y amor.
-¡Yo no quiero a otra! ¡Yo la quiero a ella! ¡Quiero a Julia!



Unos días antes nos encontrábamos en clase de mates y Doña Remedios nos puso un problema súper complicado. Yo no tarde mucho en resolverlo, era de los alumnos más aventajados de mi clase. Cosa que no era difícil viendo el panorama que tenía aquella arpía de docente. Como cuando me sabía la lección o resolvía algún problema no podía parar quieto, empecé a decir:
-Lo tengo
Dos segundos después repetí
-Profe, lo tengo.
Aquella mujer parecía no escucharme
-Doña Reme… ya está.
Por Dios, ni mirarme siquiera.
-Señorita… me lo sé.
¿Se habría quedado sorda? Entonces empleé mi mejor truco. Levante la mano. El resto de compañeros me miraban con recelo, mientras intentaban no quedar en ridículo tardando demasiado. Pero claro, no podían concentrarse conmigo dando el coñazo. Yo lo sabía, y me encantaba.
El brazo se me estaba durmiendo. Tuve que apoyar mi mano derecha erguida al cielo con el dedo índice apuntando al techo para pedir audiencia a la bruja sorda, en mi mano izquierda, que formaba un perfecto ángulo recto con mi codo descansando sobre la mesa. Con eso tenía que bastar, ¿no?
Decidí entonces emplear toda la artillería y sentarme de rodillas en mi silla para hacer mas énfasis con mi cuerpo totalmente estirado. Entonces dije tranquilamente…
-Vamos mujer…
Entonces ella me miró. Levantó la vista de los ejercicios que estaba corrigiendo. Se le notaba en los ojos que llevaba tiempo reprimiendo el impulso de mandarme al pasillo y dijo.
-Ánchel, al radiador.
-¿Por qué? Yo me lo sé…
-No se hable más. Levántate, vete a la esquina y permanece en silencio hasta que finalice la clase.
A mi no me gustaba discutir, eso era cierto. No estaba de acuerdo con el castigo pero sabía que empeoraría la situación si le hacía algún reproche. Así que obedecí y me fui para la esquina de la clase. Allí teníamos una mesa al lado del radiador de cara a la pared y religiosamente la visitaba de cinco a siete veces a la semana. Principalmente por hablar en clase, y otras como hoy, por pesado y pedante.
Cinco minutos después Doña Remedios nos indicó que ya era la hora de recoger. Yo como quería aprovechar la tarde seguía copiando línea tras línea mi habitual castigo: cien veces la frase “Guardaré silencio en clase”. Noté que alguien me llamaba en el brazo y me giré. Era ella. Julia.
-Ánchel, ¿que te da el problema?
Lo dijo con esa voz tan dulce, como queriendo decir algo más. O eso entendí yo.
-¿No lo sabes?
-No-. Que seca y tajante.
-Vamos Julia. Tú eres de las listas. Seguro que lo sabes.
-Te digo que no-. Y en ese momento me cogió del cuello del jersey con todas sus fuerzas que no eran pocas y se inclinó hasta casi rozar sus labios en mi oreja. Todo mi cuerpo se erizó. ¿Qué me estaba pasando? ¿Iba a besarme? Seguro...
Tenía mas fuerza de la que yo creía y me hizo caer sentado sobre la mesa
–Dímelo ya.
Fue entre un susurro y la mayor de las amenazas que yo había oído. No era lo que precisamente me esperaba. Permanecí en silencio y la dulce Julia me encajó un pellizco en el antebrazo que me sacó un moratón que lucí orgulloso durante tres semanas. Ella era todo orgullo y no podía consentir quedar detrás de un granjero como yo. Con su vestidito rosa, su media melenita rubia como la paja y esa maravillosa sonrisa que me estaba volviendo loco.
¡Que dolor por Dios!
Solo atiné a decir-trece… Sale trece.
Entonces ella aflojó el pizco de mi antebrazo, me sonrió y le dijo a su amiga Caridad- Ves, solo hay que apretarles un poquito.
Las dos salieron de clase riendo junto al resto de compañeros, excepto Matías y Ana Carmen. Ambos vinieron a interesarse por mi salud. Yo les dije que estaba bien aunque dos lagrimones de dolor surcaron mis mejillas.
-¿Vamos a la era a jugar a futbol?-. Me preguntó Matías.
-No Mati, tengo que acabar el castigo y luego ayudar a mi padre con el ganado. Estará a punto de llegar con el rebaño de pastar y quiero estar allí cuando lo haga.
-Pues vale-. Esa era la frase favorita del bueno de Matías. Para bien o para mal todo se zanjaba con un “pues vale”.
Salimos los tres rezagados y a lo que llegamos al patio para salir del recinto Matías salió corriendo porque su madre lo estaba esperando. Ana Carmen y yo seguimos paseando por los caserones que enlazaban el recorrido desde el colegio hasta mi casa. Una vez en la puerta, Ana Carmen me preguntó.
-¿Quieres que te ayude con los deberes?
-No, prácticamente no tengo. Ya los he terminado.
-Y con el castigo…- Aquella chica no se rendía.
-No, no. Lo acabaré esta noche. Bueno… tengo que entrar. Como te he dicho va a llegar mi padre.
-Hasta mañana pues…- lo dijo con resignación. Pero rápidamente me soltó un beso en la mejilla y salió corriendo como un rayo.
Yo me quedé allí pasmado en la puerta de mi casa viendo como se alejaba corriendo, con la mochila a cuestas malamente ajustada dando tremendos botes sobre su espalda cuando ella daba las zancadas y sin entender nada. La chica que me gusta, que claramente estábamos hechos el uno para el otro me pellizca, y mi amiga me suelta un beso y sale corriendo.
La vi perderse en el horizonte, a lo largo del camino, pues su finca estaba a medio kilómetro del pueblo, justo en el momento que se cruzaba con mi padre que venía con el ganado de pastar. Mi madre se asomó a la ventana y me gritó.
-¡Ánchel! ¡Viene tu padre! ¡Ábrele los corrales!
Yo seguía ensimismado en mis cosas y tuvo que volver a repetírmelo. Esta vez capte el mensaje y me apresuré a tener todo listo. Tiré la mochila al suelo y entré a la granja. Al girarme me pareció ver a unos niños que se escondían tras los muros del vallado del caserón anterior al mío. Me detuve un momento para observar mejor, pero no. Debían ser imaginaciones mías. Así que salí corriendo. Abrí los dos portones de madera que franqueaban la granja. Cruce como alma que lleva el diablo todo el patio interior que había hasta llegar a los establos y llegué a los corrales de las ovejas. Allí abrí las puertas que con hierros y tubos había hecho mi padre y me dispuse a llenar los abrevaderos para que cuando llegaran los animales tuviesen agua para aliviar la caminata. Siempre regresaban con sed, y eso que mi padre les permitía refrescarse en las acequias y en un estanque cercano que solían frecuentar.
El primero en llegar fue Pulgas, mi perro. Aturullado como siempre, cuando estaba a escasos metros de entrar en la granja aceleró el paso y se desentendió de las ovejas y cabras para venir a verme como un poseso. El ya intuía que yo estaba como de costumbre preparando todo para la llegada de mi padre y del rebaño. Yo lo recibí con mil caricias y él no paraba de dar vueltas alrededor mío moviendo compulsivamente su rabo peludo.
Seguidamente llego mi padre con el resto de animales. Corrí a abrazarle y Pulgas detrás de mí. Juntos recogimos el ganado, repusimos forraje al macho y revisamos los comederos de las vacas, di de comer a las gallinas mientras mi padre limpiaba las pocilgas de las cerdas y prácticamente ya había anochecido. Nos gustaba nuestro trabajo. Lo hacíamos en silencio, disfrutando de los animales, del sonido de los pájaros, del silencio de aquel prado, del atardecer, y sobretodo de nuestra compañía. No teníamos que decirnos nada, simplemente estábamos a gusto así.
Mi padre me miró desde su posición e hizo un gesto interrogatorio con la cabeza, levantándola hacia arriba, para preguntarme como iba. Yo ya tenía a las gallinas apañadas y él había acabado con los tocinos. Le respondí asintiendo repetidamente con la cabeza y el me respondió haciendo otro gesto ladeando la cabeza e indicando hacia la casa. Eso quería decir que ya habíamos acabado la faena por hoy. Ambos caminamos hacia el hogar satisfechos, y cuando estuve a su altura me zarandeó la cabeza con su enorme mano y me preguntó.
-¿Tienes deberes, Ánchel?
- Si padre. Unos pocos, y luego debo terminar el castigo.
-¿Qué ha ocurrido?
-Lo de siempre padre. Que doña Reme no me deja contestarle a sus problemas, me pongo nervioso porque me lo sé, insisto y… soy tan pesado que al final termina castigándome por molestar a mis compañeros.
En realidad no iba a decirle que saqué a la profe de sus casillas con mi oportuno comentario. Eso si que seguro que le iba a molestar. Que fuera más listo que el resto e impertinente eso lo aceptaba, le halagaba, e incluso que fuera un poco insoportable a veces, pues no le molestaba en exceso. Pero de ahí a que incomodara a la maestra había un trecho que mi padre no iba a consentir. Ante todo educación y respeto a los mayores. Y sobretodo a un profesor. Una figura casi sagrada en aquellos años y tan denostada últimamente por la sociedad y mancillada por el gobierno de turno.
Entramos en silencio al caserón por el garaje y mi madre nos recibió con besos y abrazos. Mi padre se desnudó allí mismo y yo hice lo propio. Habíamos habilitado recientemente un baño completo en esa estancia para poder dejar la ropa sucia del trabajo diario y asearnos sin tener que pasar por toda la casa llenos de porquería. Mi madre estaba tremendamente contenta con aquella obra. Le ahorraba tener que ir tras nosotros escoba y fregona en mano para limpiar todo lo que nuestras botas repletas de suciedad de toda la jornada iban regalándole al terrazo. Cuando terminó mi padre me bañé yo y me puse mi “chándal de las tardes”. Yo llamaba así a aquella prenda deportiva que lucía rodilleras, coderas y varios escudos para tapar todos los descosidos que le hacía cada vez que me enganchaba con algo o me revolcaba por el suelo. Mi madre ya no tenía mas tela para tapar con parches, prácticamente parecía un piloto de Fórmula 1 con tanto apaño encima pero la economía no estaba para más ropa y mucho menos para marcas caras. Por aquel entonces  todavía no existían tiendas deportivas con ropa barata. Si tenías que comprar algo tenias que acercarte a la ciudad y dejarte unos cuantos duros. Así que aprovechábamos esos tejidos hasta límites insospechados. Éramos generación EGB., con eso estaba todo dicho.
Una vez uniformado para pasar la tarde lo mejor posible me dispuse a merendar. Mamá había preparado un bocata de chorizo de Pamplona con aquel pan del señor Emiliano, panadero de conocido prestigio en la zona que aventajaba en salero y talento a todos sus colegas en cincuenta kilómetros a la redonda. Lo había untado con tomate de nuestro huerto y rellenado con sendas lonchas de aquel manjar de chorizo picado. Eran las seis y media de la tarde, empezaba La bola de cristal y no podía estar mejor en esos momentos en ningún otro sitio del mundo.
Después de merendar terminé mis deberes y castigo y ¡a jugar! Podía pasar horas con aquella granja, sus animalitos en miniatura y aquel granjero que yo había bautizado como Ánchel y aquella granjerita diminuta de cabellos dorados que yo, pobre iluso, llamaba Julia.
Y esa básicamente era mi rutina. Otras tardes mi padre me liberaba del trabajo en la granja para aprovechar los rayos de sol y salir con Matías a pescar, coger cangrejos o ranas, jugar a la pelota en la era o montar en bici. Sabía que era un niño de diez años y necesitaba mi tiempo de recreo. Pero yo, si había faena en casa, siempre me quedaba con él.


A la mañana siguiente me disponía a ir al colegio como de costumbre. Me gustaba madrugar y ya había dado vuelta por la granja para comprobar que todo estaba en orden. Solía hacerlo todas las mañanas, aunque no era necesario porque mi padre ya lo había hecho antes, pero yo lo hacía igualmente y me sentía muy importante al tener esa responsabilidad que todavía el cabeza de familia no había delegado en mí. Una vez acabé mí recorrido por los establos y desayuné convenientemente mi vaso de leche con galletas, cargué la mochila sobre los hombros y abandoné la casa despidiéndome a gritos de mi mama y de los perros que me acompañaban saltando alrededor mío hasta los límites de la finca. Cerré la puerta con cuidado y allí estaba Ana Carmen. Parecía que estaba esperándome ahí sentada, sobre los fríos bloques de piedras sobre los que descansaba el vallado perimetral de mi casa.
-¡Hola Ánchel, buenos días!-ella me dedicó su mejor sonrisa con aquellos dientes amontonados en su diminuta boca.
-Hola Ana Carmen. ¿Estabas esperándome?- le pregunté. Aunque ya sabía que sí y sabía cual iba a ser su respuesta.
-Nooooo, que va. Acabo de llegar ahora mismito-mentirosa.
-¿Vamos a buscar a Mati?-la verdad es que la idea de estar a solas con ella después del beso de ayer no me atraía mucho. Nada en absoluto, vamos.
-Como quieras.
¿Que le pasaba a esta chica que no paraba de sonreír? Estaba finalizando el mes de octubre, las mañanas y las tardes acortaban su duración considerablemente y en nuestra zona comenzaba a hacer una temperatura bastante fresca a esas horas. Mi madre me había plantado aquel abrigo con capucha que a mi me parecía mas propio para ir a catequesis que otra cosa pero no podía contradecirla. Ana Carmen me colocó perfectamente el gorro del abrigo con suma delicadeza y cuando finalizó me ajustó la cremallera hasta la garganta. Se quedó paralizada frente a mí con las palmas de sus manos sobre mi pecho. ¿Qué hace esta tía? Ella cerró los ojos lentamente y empezó a entreabrir los labios y a acercarlos a los míos. ¿Qué va a besarme esta loca? Y yo, ¿qué se supone que debo hacer? En ese momento decidí sobrevivir a la razón y no dejarme llevar por sus impulsos. Lentamente dí un paso hacia atrás y ella, todavía con los ojos cerrados, ligeramente tropezó al no encontrar mis labios. Yo, muy sagaz para casi todo excepto para el amor, interpreté que se estaba abalanzando sobre mí y reaccioné rápidamente haciendo un medio giro lateral sobre uno de mis pies, lo que dejo todo el espacio vacío para que la pobre chica perdiera totalmente el equilibrio y fuera a dar de bruces en el suelo.
Hubo un par de segundos de silencio. Para mí parecieron años. Ella permanecía en silencio tendida en el suelo bocabajo con los brazos semiextendidos. ¿Qué se supone que debo hacer? Simplemente pregunte.
-¿Estás bien?
Ella comenzó a levantarse lentamente y con gesto serio. Se colocó sus gafas panorámicas y muy dignamente se estiró el vestido, se sacudió el polvo y se atusó esos pelos de alambre que nunca dibujarían una perfecta melena porque no era la clase chica que permanece con su peinado inmaculado desde que se levanta hasta que se acuesta, era muy inquieta y no paraba ni un segundo. Frunció el ceño, se dio media vuelta y se largó.
Yo cogí su mochila y salí tras ella. No entendía nada de lo que estaba pasando pero no me gustaba verla disgustada. Al fin y al cabo era mi amiga.
-¡Oye! ¿Pero estás bien?-insistí.
Se giró como una culebra al verse amenazada. Yo que venía a paso ligero tras ella y casi me dí de bruces con ella. Tuve que frenar en seco y quede a escasos milímetros de su cara.
-¿Oye? ¿Oye? ¿Eso es todo lo que tienes que decir?-me gritaba.
-Pues sí-. ¿Qué le iba a decir yo? ¿Qué esperaba?
-¿Por qué te has apartado, idiota?
-Porque ibas a besarme-. Era obvio, ¿no? Pues al parecer no.
Ella rompió a llorar.
-¿Pero te duele algo?-me preocupé.
-No.
Me arrancó su mochila de las manos, se la cargó a la espalda y prosiguió su camino. Yo la seguía tres o cuatro pasos por detrás sin atreverme a decir nada. En realidad no sabía que decir. Era complicado. Mucho más que los problemas de Doña Reme. Iban a tener razón los amigos de mi padre cuando le acompañaba a la partida de dominó a la cantina y me decían: “Pequeño, ¡qué complicadas son las mujeres!”
-Entonces, ¿por qué lloras?
-¡También esto tengo que explicártelo!- Se indignó.
-Pues no estaría mal… Así por lo menos me enteraría de algo.
En esos instantes llegamos al recinto escolar. Allí los niños íbamos colocándonos en fila en la puerta de acceso para entrar ordenadamente a las aulas. Nosotros seguíamos enfrascados en plena discusión. Ocupamos nuestro lugar en la fila como autómatas. El mundo podía haberse detenido en ese instante y no darnos ni cuenta. De hecho eso había ocurrido. Todos los compañeros observaban atentamente nuestra pelea sin percatarnos. Hasta que una voz inoportuna nos devolvió cruelmente a la realidad.
-¡Anacardo y Ánchel son novios!
Sonó a cantinela infantil. De esas que todos los niños repiten señalando con el dedo. Y efectivamente, acto seguido eso fue lo que ocurrió. Todos aquellos malditos nos apuntaban con su índice y repetían al unísono
-¡Anacardo y Ánchel son novios!
Las risas y los chascarrillos se repetían sin cesar. Nosotros los mirábamos boquiabiertos sin saber que decir. Todos nos señalaban y reían, y repetían sin cesar…
-¡Anacardo y Ánchel son novios!
Yo iba a reventar. ¡Serán bastardos!
-¡No somos novios!-grité
Ana Carmen se arrancó de nuevo con el llanto. Esta vez en silencio. Con leves gimoteos que me rompieron el alma.
-Si que lo sois-de entre la multitud sobresalió la voz del líder de aquellos inútiles. Era Fernando Pérez, un bruto de mucho cuidado que por menos de nada te arrancaba la cabeza de un sopapo.
-¡Ana Carmen es mi amiga!-me defendí. Esto se estaba convirtiendo en un plató de programa barato del corazón con tertulianos enzarzados.
-¿Y por qué te besó Anacardo ayer cuando se despidió de ti?-al parecer mis sospechas de que alguien nos estaba observando eran ciertas.
-Buena pregunta- girándome hacia Ana Carmen. Y todas las miradas se centraron en ella.
En ese momento Doña Reme abrió las puertas del edificio y en silencio como siempre subimos uno tras otro los peldaños que nos conducían a una jornada escolar presumiblemente muy dura. Menudo día nos esperaba.
La mañana trascurrió con normalidad, cada uno a sus cosas. Matemáticas y Sociales pasaron rápido entre problemas y lecturas. Y llegó el momento de salir al patio. Los niños extrañamente nos dejaron en paz y todos salieron lanzados al tiempo de recreo con sus trozos de pan con chocolate o mortadela. Algún afortunado o pudiente llevaba orgulloso esa nueva delicia que acabábamos de descubrir: el Bollycao. Eso duraba hasta que te topabas con Fernando Pérez y se lo zampaba dedicándote en el intento uno de sus mejores sopapos. Esto era así. Y ese bestia era así.
Yo bajaba pensativo hacia el patio tras Ana Carmen, intentando medir bien mis palabras. Quería saber como se estaba y a la vez dejarle claro que para nada éramos novios, no fuera a ser que con la locura colectiva se hubiera hecho ilusiones. Ella iba a abrir la puerta para salir al patio y yo le cogí la mano para detenerla y obtener toda su atención. La puerta se abrió lentamente y salimos al recreo cogiditos de la mano, por accidente por supuesto, para jolgorio y disfrute del resto de compañeros que estaban esperando nuestra salida arremolinados en la salida. Ellos dedicaron la clase de mates y parte de sociales en quedar para atormentarnos durante el recreo mediante mensajes escritos en papelitos enviados mesa por mesa sin que nosotros ni Doña Reme nos percatáramos. Así que allí estábamos, de la mano, sorprendidos, ante esa zarracatalla de locos bajitos que nos gritaban las típicas arengas que se dedican a los novios en las bodas: “¡vivan los novios!” y el famosísimo “¡que se besen!”
Para colmo tiraban papelitos que habían arrancado de sus libretas a modo de confetis y después volvió la dichosa cantinela:
-¡Anacardo y Ánchel son novios!



Los próximos días pasaron lentos, sobretodo en el colegio. Ana Carmen y yo apenas hablamos. Ella decidió mantener las distancias y yo no hice nada para remediarlo. Otra muestra más de mi cobardía. Prefería evitarla para no tener que dar explicaciones al resto de borregos de la escuela. Renunciar a su amistad por las apariencias. Era cruel, pero así era yo. Pusilánime.
Por lo demás en la granja había trabajo más que suficiente para tener la mente ocupada y el fin de semana lo dediqué a ayudar a mama a preparar los cardos. Ella era la que se encargaba del huerto, siempre con la ayuda de mi padre, pero a aquella mujer le gustaba tanto la labor en el campo que se la dejábamos para ella. Disfrutaba tratando con sumo cariño frutas y verduras, hortalizas y legumbres. ¡Menudo huerto le había preparado papá! Hace un par de años compró un campo yermo de un vecino del pueblo, más preocupado por el vino y las faldas que por las labores de la tierra. El caso es que como estaba pegado a la granja, hicieron un gran esfuerzo y tapiaron todo el perímetro para evitar los hurtos, y las gamberradas de críos despiadados que se divertían destrozando los hortales. Todos sabían quienes eran pero nadie ponía remedio. Y así pasaban los días, campando a sus anchas con Fernando Pérez como miembro destacado. 
Dedicamos una mañana para taparlos con mucho cuidado. Tenían que estar listos para Navidad y su maldita tradición de cenar cardo. Habiendo langostinos, ensaladilla rusa o cualquier parte de la anatomía del cerdo, por ejemplo, ¿quién quería cenar cardo en una noche tan especial? Y así pasamos la mañana del sábado, cubriendo sus tallos con papel de periódico para que las pencas se blanquearan y resultaran más tiernas y apetecibles. Las protegimos del sol y así las dejaríamos durante aproximadamente un mes. Mi padre mientras tanto se apresuraba con las faenas de la granja para estar libre toda la tarde. ¡Hoy nos íbamos al cine! ¡Iríamos a la ciudad! Estrenaban La Sirenita y fue un acontecimiento.
Lo del cine es genial, pero lo de la ciudad no tanto. Mi padre siempre se enfada porque no puede aparcar y luego está la gente. Que arisca y desagradable. Te cruzas con ellos y nadie te saluda como aquí en el pueblo. Son unos desustanciados. Mama dice que es normal porque no nos conocen, pero a mí eso no me convence. Vale que a mí no me conozcan porque soy de otro sitio, pero entre ellos que son vecinos de la misma ciudad y seguro que se conocerán, tampoco se saludan. Maleducados.
En el viaje de vuelta para casa entre juegos con mis granjeros, que por supuesto me lo había llevado, y contar árboles (algo divertido y que se me daba muy bien) estuve maquinando un plan que me ayudara a conseguir lo que yo quería: a Julia. La Sirenita despertó en mí una admiración por la belleza femenina nunca antes experimentada, era tan guapa, tan perfecta, tan… Julia. Así que me puse a discurrir cómo podía conseguirla. Sería fantástico poder besarla, y eso aclararía que Ana Carmen y yo no éramos novios. ¿Cómo podía impresionarla y que a la vez se sintiera atraída por mi? Como el viaje era un poco largo y mi ingenio también enseguida me surgieron un montón de ideas, pero algo me decía que había una que seguro que funcionaría: le escribiría una poesía para demostrarle mi amor. Ella además de terriblemente guapa era la mas lista de la clase, detrás de mí por supuesto. Así que comprendería mis sentimientos y admiraría mi tremenda capacidad para componer y recitar versos. Sí, eso haré. Seguro que funciona. No puede fallar.
A la mañana siguiente mi madre insistió en que fuera a misa y a catequesis. Yo no quería ir ni por asomo, pero obedecí. Después de comer y la tan discutida siesta (nadie se ha percatado de que los niños de diez años no necesitamos dormir siesta), me dispuse a componer los versos mas bonitos y maravillosos que mi mente pudo imaginar. Me llevo toda la tarde porque los repase hasta catorce veces intentando mejorarlos. Al final llegue a la conclusión de que no se podían mejorar más. Estaban perfectos. Me tumbe en la cama y empecé a imaginar como sería mañana, en clase de mates pasándole el papel con aquellos maravillosos versos que describían su belleza y mi amor secreto por ella. Los leería a escondidas y se sonrojaría alagada, me miraría de reojo y nada mas acabar la clase sin esperar siquiera a bajar al patio me daría el beso mas apasionado y maravilloso que pudiera imaginar. Era perfectamente perfecto.

El día amaneció como todos, con el gallo alborotando al alba. Yo me vestí enseguida, desayuné y para el cole. Rápido, sin esperar a nadie. Ni Ana Carmen ni Matías. Sólo con mi mochila, mis pensamientos y mi poema. Sin siquiera dar vuelta por la granja. ¡Qué me estaba pasando!
Llegue el primero. No me atreví a cruzar una sola mirada con Julia en toda la mañana. Ella vino con Caridad y enseguida estuvo rodeada por los moscones de sexto y Fernando Pérez. Ese bruto, maleducado, insolente, asqueroso, insoportable y bigotudo. Subimos en silencio y pasó la eterna primera hora. Luego mates, mi momento. En plena división con decimales, con toda la atención centrada en el poema que tenía en la última hoja, me dispuse a acercarme lo más posible al pupitre de Julia. No llegaba desde mi posición ni estirándome todo lo que mi cuerpo era posible. Tendría que levantarme si quería hacérselo llegar sin tener que utilizar intermediarios chismosos que pudieran interceptar el mensaje. Así que sigilosamente pasé por la mesa de Matías y llegue hasta la de mi secreta amada. Mati me miraba sorprendido. No era propio mío levantarme en medio de una clase. Le hice un gesto con el dedo para que se mantuviera en silencio, pero me despiste y tire con la otra mano el estuche de una compañera. Una cajita metálica para guardar los lápices, pinturas y bolígrafos. Se estrelló contra el suelo haciendo un estruendo monumental. La niña chilló asustada por el ruido y Doña Reme levantó la vista y allí me encontró, en medio del aula inmóvil y con el papel en mi mano.
-Ánchel, al radiador-sin preguntarme siquiera que estaba haciendo.
No rechisté lo más mínimo. Agaché la cabeza y me fui para la esquina.
-¡Espera, espera!-me inquirió la bruja-Recoge lo que has tirado.
Sin protestar deje el papel sobre una mesa y me dispuse a recoger aquel estropicio, cuando de repente la voz nasal de Caridad comenzó a recitar en voz alta:
-Eres tan bonita, como La Sirenita…
¡Mierda! ¡Esa arpía estaba leyendo voz en grito mi poesía secreta! Me levanté como un rayo y le arranque el papel de sus manos. Ella forcejeó y no se cómo acertó a leer el último verso:
-Te quiero Julia.
Y al darse cuenta de la trascendencia de lo que estaba leyendo lo repitió chillando.
-¡Pone te quiero Julia!
La profesora que observaba divertida la situación se acercó y me hizo entregarle aquel dichoso papel. Lo leyó en silencio y me señaló la mesa de la esquina. Me animó a irme con sarcasmo y cierto rintintín mientras pronunciaba:
-A la esquina, Romeo.
Cabizbajo y avergonzado me senté allí sin levantar la cabeza de mi cuaderno en lo que quedaba de mañana.
Todos conocían ya mi secreto, no tenía sentido esconderlo más. Ni siquiera negarlo hasta la saciedad daría resultado, mas bien resultaría patético. Así que como los quehaceres diarios en el colegio eran bastante aburridos por su simpleza, decidí tomarme un receso para reflexionar sobre todo lo ocurrido: Ana Carmen quiso besarme, Fernando Pérez lo vio y yo negué a mi amiga. Buen palmares. Ahora he de centrarme en Julia, porque todavía no sé si seré correspondido. Lo que es seguro es que se ha enterado. Ella, y toda la clase, incluida Doña Reme. ¿Y si yo también le gusto? Aún hay esperanza…
-Bueno chicos, resolvamos el problema-Doña Remedios estaba dando por finalizado el tiempo para hacer las tareas y solíamos corregir el primero en clase a modo de ejemplo. La mayoría de las veces salía algún compañero pero a la definitiva acababa resolviéndolos yo, o Julia claro, era también es muy lista. Todo esto estaba ocurriendo ajeno a mi pues tenía toda mi atención puesta en resolver la duda que me atormentaba: ¿y si yo también le gusto?
De repente un alboroto, risas, chismorreos y dedos señalándome. Y la voz de Doña Reme chillándome desde el encerado.
-¡Ánchel! ¡Por el amor de Dios! ¡Quieres atender! ¡Ven aquí de una vez y resuelve el problema!
Yo estaba absorto en un mundo maravilloso en el que la duda se había resuelto y cómo no, la situación me era favorable. Que bonito. ¡Pero que breve! Esa bruja me había sacado a empujones de mi rincón onírico. Arpía. Y por lo visto llevaba un buen rato llamándome. Y como las musarañas habían decidido embelesarme, olvidaron por completo indicarme cual era el problema a resolver. Esta fue la primera vez en más de diez años de vida, que no son pocos, que no supe aclarar la incógnita. Y no fue en mi rincón del radiador, ni en mi casa con mi chándal parcheado, no. Tuvo que ser enfrente de todos mis compañeros: sucios, chismosos, envidiosos y cortitos. Eso es lo que eran, sobretodo cortitos. Y así me sentía yo ahora. Ignorante. Pero ante todo aturdido. Incapaz de entender lo que Doña Remedios de estaba preguntando. Otros compañeros resuelven hábilmente esta situación, lanzan respuestas al azar intentado que suene la flauta y la diosa Fortuna se alíe con ellos. Yo no iba a hacer eso, intenté concentrarme pero necesitaba saber que era lo que me estaba preguntando. Me había perdido el principio del problema y así era imposible resolverlo. El ruido de fondo fue increschendo. No me permitía centrarme. La bruja me apremiaba y no había forma. Risitas por lo “bajini”. Nervios. Cada vez más. Muchos nervios. La arpía me da un ultimátum. Entonces la situación era inaguantable. Como mi vejiga, que decidió ceder a la presión y relajarse en el momento más inoportuno. Una mezcla de sensaciones recorrieron mi cuerpo: primero el calorcito por la entrepierna que se deslizaba hacia la rodilla para después buscar el tobillo. Acto seguido la liberación me trajo un microsegundo de alivio para inmediatamente sumirme en la mayor vergüenza que había experimentado jamás. Y eso que llevaba unos días cubriéndome de gloria, pero esto lo superó con creces. Mi bragueta era la “zona cero”. Todas las miradas del mundo se dirigieron allí. También los dedos índices de los piojosos.
Doña Remedios en ese momento se apiadó de mí. Al fin y al cabo era su alumno preferido, nunca iba a reconocerlo pero yo tenía posibilidades y estos retrasados no. Se agachó ligeramente para susurrarme casi al oído.
-Deja todo aquí y no te preocupes. Puedes irte a tu casa. Vete, corre.
Y salí como alma que lleva el diablo hacia mi granja. El lugar mas maravilloso que existe en el mundo. A por besos y abrazos de mami, que eso lo cura todo.
Seguidamente la profesora ordenó a Matías que llevara todas mis cosas a mi casa, pero yo para entonces ya no estaba allí. Mandó los deberes y mi correspondiente castigo: “Estaré atento en clase”, doscientas veces. Cien por el primer castigo del radiador y otras tantas por el segundo del problema. Ni en estas iba a darme un respiro la puñetera. Aún así estaré eternamente agradecido a aquella mujer por permitirme huir de aquella situación sin tener que soportar lo que vendría después…

El cachondeo al terminar la clase fue general. Que si Ánchel quería a Julia, que si lo habían pillado con el mensajito, que si estaba despistado en el rincón junto al radiador, que si no había sabido responder un problema (como si esos ineptos resolvieran al menos la mitad de los que les proponen), y sobretodo que se había orinado en los pantalones con diez añazos para once. Matías recogió mis cosas y obedeció a la maestra como el buenazo que era. Pero antes se interesó por Ana Carmen, sabía que no lo estaría pasando bien.
-Ana Carmen, ¿me acompañas a casa de Ánchel para llevarle sus cosas?
-Ni lo sueñes. Está bastante claro que no me quiere. Pues no me tendrá, ni ahora ni nunca. Acuérdate muy bien de lo que te digo y díselo con estas palabras-dolida en su interior tenía ya la madurez necesaria para saber que lo que estaba diciendo era cierto. Es en otra de las cosas que nos aventajan las mujeres: maduran antes, por lo tanto solamente nos queda ir por detrás. Siempre por detrás de ellas.
-Pues vale-y con eso estaba todo dicho para Matías. Era así, simple pero sincero.

El bueno de Mati salió del colegio tranquilamente y en esta ocasión Ana Carmen decidió no esperarle y seguir ella sola su camino hasta su casa. El pobre chico no tenía la culpa de todo lo sucedido. Al contrario, se interesaba por ambos, era un amor. Pero simplemente ella no estaba para nada ni para nadie. Matías no se lo tuvo en cuenta, incluso le alivió en cierto modo no tener que acompañarla sin saber qué decir, qué hacer. Muchos hombres no estamos preparados para esas circunstancias, y Mati no era una excepción. Así que cogió las dos pesadas mochilas (la suya a la espalda y la otra en su mano derecha y las carpetas de Dibujo con los últimos trabajos de ambos –que casualidad que tuviera que llevárselos hoy también-) y salió como pudo hacia mi casa. Entonces no existían las modernas mochilas actuales con rueditas, cargábamos todo a nuestras espaldas. Ni una centena de padres nos llevaban hasta la puerta del colegio colapsando medio pueblo con sus Crossover recién sacados del concesionario para fardar de lo buenos padres que somos (y de que carro me he comprado ya de paso). Íbamos caminando, andando, corriendo, saltando, jugando… pero a pie. Así están nuestras espaldas con los pasos de los años, encorvadas. No, no es del cierzo. Es de la puta EGB. Somos generación EGB, repito, y nos pasaban estas cosas.
Matías se detuvo primero en su casa para dejar sus cosas, estirar su espalda y sacudir violentamente sus brazos pues de tanto peso sus manos se habían dormido. Hasta allí tuvo que detenerse un par de veces para descansar, el pobre. Una vez dejó sus cosas en su casa, se cargó mi mochila a la espalda, cogió el bocata de salchichón que le había preparado su madre y se dirigió a verme. Nada mas comenzar su camino se encontró con Caridad.
-¡Hola Matías!-que amabilidad, que raro.
-Hola Caridad. ¿Qué haces tú por aquí?
-Nada. Es que hemos quedado unos cuantos junto al río. ¿Vas a ver a Ánchel?
-Sí. Voy a llevarle sus cosas.
-Pues dile si os apetece venir.
-¿A los dos?
-Si bobo. Claro que a los dos.
-Pues vale.
Caridad desapareció en dirección al río y Matías llegó en mucho menos de lo habitual a mi casa. Saludó a mi madre que le indicó que estaba en mi habitación bastante afligido y subió raudo.
Tras dos toques de cortesía entró en mi cuarto.
-Hola Ánchel, ¿como estás?
-Bueno. La verdad es que la situac…
-Te he traído tus cosas-me interrumpió.
-Te decía que ha sido un día agot…
-Las chicas nos han invitado a ir con ellas al río.
-¿Eso quién te lo ha di…
-Caridad-no dejaba de interrumpirme. Con lo que me molesta eso.
-¿Estará Jul…
-Supongo
-¿Vamos?
-Ya tardas.
Y para allá que salimos disparados. Una nueva esperanza se vislumbraba en el horizonte y no estábamos dispuestos a dejarla escapar. No perderíamos ni un segundo. Salimos de casa, camino al granero a por mi Torrot. A toda velocidad camino abajo por la pronunciada pendiente del antiguo Molino pedaleando sin aliento y con Mati montado en el manillar. Cantando y vociferando canciones que improvisábamos sobre la marcha hasta que de repente el perro del barbero apareció…
Vaya golpetazo que nos llevamos. Yo salí despedido de la bici y ese fue el día en que Matías perdió su pala izquierda. Unos años después cuando fue “mayor” se la enfundaron y no se notó, pero de momento estaba precioso, seseando al hablar e imposibilitándole silbar durante esos años. Aturdidos, con escorchones en brazos y piernas y la ropa hecha jirones nos detuvimos un segundo. Yo sentado en el suelo cogiéndome el brazo izquierdo contra el estómago y Mati tumbado bocabajo tapándose la cara con ambas manos. Me acerqué hacia su posición a interesarme por él.
-Mati, ¿estás bien?-él se giró y se destapó la cara. Dos lagrimones surcaban sus mejillas pero sin llanto alguno. Se tomó su tiempo y contestó.
-Zi.
-Deberíamos ir al pueblo a curarnos.
-Nada de ezo-contestó mientras se incorporaba-. Noz vamoz a ver a las chicaz al río.
Y para allí que nos fuimos.


Llegamos con un poco de retraso. La mayoría jugaba a marro, algunos estaban pescando y los inoportunos de sexto estaban sentados bajo un árbol aprendiendo a fumar. Que contrariedad, la mayoría tardarían muchísimos años en aprender a dejarlo después.
Caridad estaba con ellos y al vernos se acercó a nuestra posición para recibirnos.
-¿Qué os ha pasado, chicos? ¿Vaya pinta traéis?
-Se nos ha cruzado el perro del barbero y nos ha tirado de la bici.
-Pero, ¿estáis bien?
-Zi, zi. Tranquila-ni que decir tiene que este era Matías.
Nos sentamos un poco aparte de esos bestias y rápidamente le pregunté a Caridad.
-¿Cómo es que nos habéis invitado a venir? Nunca lo hacéis.
-Es que veras, tenemos un plan.
-¿Tenemoz?
-Si, Julia y yo. Os cuento. Este sábado habrá verbena y queremos que nuestros padres nos dejen quedarnos para bailar y divertirnos como los mayores. Ahora todo el mundo creerá que Julia y tú sois novios después de tu gloriosa declaración de esta mañana en el colegio. Y este y yo podríamos serlo también, al fin y al cabo siempre vais juntos como Julia y yo. Nadie sospechará, es lógico.
-Ezte ze llama Matiaz-inquirió molesto.
-Bien. Pues eso. Solo tenéis que haceros pasar por nuestros novios y pedirles permiso a nuestros padres. Les decís que vais a acompañarnos y que nos dejen ir.
Eso sonaba bien. Pero sonaba a trampa y mentira de las gordas.
-Entoncez, ¿vamos a ser novioz?
-Pero que dices bobo. No te hagas ilusiones. Queremos que nos dejen salir para ir a bailar con los de sexto, que son mas mayores y guapos que vosotros dos y a ellos si que los dejan salir por la noche-será caradura la mosquita muerta esta.
-Pues que lo hagan ellos. Que vayan a casa de tu padre y le pidan permiso si es lo que quieres.
-Mi padre, y el de Julia tampoco, nunca aceptarían eso. No tienen muy buena reputación que digamos estos chicos entre el vecindario-y es que eran conocidos por sus múltiples fechorías. Menudos salvajes.
-Pero si ya no ze pide para zalir a loz padrez. Ezo eztá muy anticuado.
-Es para hacer ver que vamos todos los compañeros, zoquete.
Yo seguía pensativo hasta que rompí mi silencio, me puse de pié y le dije:
-¿Dónde está Julia?
-Ahí detrás-señalando unos arbustos y tamarices que escondían un recoveco perfecto para intimar.
-¡Pues que me lo pida ella!-y salí furioso hacia ese lugar.
Caridad se levantó cuando comprobó mi enfado y salió presta tras de mi. Mati reacciono un par de segundos mas tarde y nos siguió.
-¡Yo no soy el escudo de nadie!
-Espera desgraciado-me gritaba con su voz nasal unos pasos detrás.
-¿Pero donde vaiz?-el pobre no se enteraba de nada.
Llegue hasta allí y me introduje entre los arbustos sin pensarlo hasta que tropecé con algo y caí encima. Estaba sobre Julia y Fernando Pérez que estaban tumbados morreándose en aquel sitio infame. Caridad que me seguía de cerca no tuvo tiempo de detenerse y cayo sobre nosotros y acto seguido Mati cerró la montonera humana que se había formado en aquel diminuto y frondoso espacio del río.
-¿Pero qué hacéis apestosos?-gritó Fernando Pérez.
-Deja a mi novia en paz-lo primero que me salió.
Acto seguido me dio un puñetazo de los suyos que me lanzo casi un metro para atrás. Caí de culo y de camino tiré al bueno de Matías. Vaya día llevaba el pobre. Julia se levanto muy digna limpiando sus labios con su mano derecha y dijo:
-Tras tu celebre declaración de esta mañana Fer se ha enterado. Se ha puesto celosete y me ha pedido para salir. Ahora somos novios-y cerró el comentario con otro morreo a aquél bestia.
-¡Largo de aquí si no queréis que os abra la cabeza!-nos gritó el salvaje.
Me dolía el puñetazo, lo que Caridad nos había pedido, la caída con la bici, y lo que Julia acababa de contarme. Pero verlos besarse de aquella manera era casi tan angustioso o más que lo de orinarte en clase.
Yo no atendía a razones, salí corriendo para mi casa con Matías pedaleando. Gimoteando en el manillar de la bici. Mi amigo pasó de largo de su casa y me llevó hasta la mía, encerró la Torrot en el granero y me dio un par de palmaditas en la espalda.
-Lo zuperaraz compañero-y se fue cabizbajo para su casa. Que grande era aquel chaval.
-Gracias Mati…
Entré corriendo en casa en busca de consuelo. Amor de madre. Lo necesitaba.


-Encontrarás los besos, hijo. No te preocupes-. Me decía mi madre mientras me consolaba. Yo lloraba desesperadamente. Como nunca lo había hecho. No sabía que el amor era tan doloroso. Era una nueva sensación y no me estaba gustando nada.- Lo que pasa es que esos besos no eran para ti. Nada mas. Ya encontrarás los tuyos. Seguro hijo, ya lo verás.
Mi madre me abrazaba con todo su amor y yo me estremecía en su seno. No hay sensación más placentera en el mundo que esa.
-Has despertado al amor, hijo. Y eso a veces duele.
-¿Por qué? ¿No dicen los mayores que es maravilloso?- Grité indignado.
-Es como cuando pegas un estirón-prosiguió mi mama sin inmutarse-que te hace más grande pero te duelen las piernas unos días. Luego se pasa y te encuentras mucho más alto y guapo que antes.
-¡No! ¡No es lo mismo!- Yo no lo entendía, claro está.
-Seguro que hay otras muchas chicas deseando conocerte-. Aquella mujer era todo paciencia y amor.
-¡Yo no quiero a otra! ¡Yo la quiero a ella! ¡Quiero a Julia!

Después hubo muchas otras chicas. El río estaba lleno de peces. Pero en aquel momento yo estaba en una pecera con un único pez. Mi micromundo se reducía a Julia. Fue divertido y doloroso amarlas a todas. Muchas mas veces mi mama me dijo:
-Encontrarás los besos.


Pero esa es otra historia…







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