Autora: Rosario Valcárcel.
Procedencia: Las Palmas de Gran Canaria, Gran Canaria.
Hoy contamos con la participación de Rosario Valcárcel ( Las Palmas de Gran Canaria, Gran Canaria.) con su relato "El eclipse". Me siento afortunado de ver como las letras unen a través de la distancia. Rosario es claro ejemplo de ello y pertenece a Zarracatalla desde hace mucho tiempo, siempre dando su apoyo, sus textos y su vitalidad tan generosa que la hacen genial. Gracias Rosario por el apoyo, siempre.
A continuación os dejo aquí su texto para que disfrutéis de su lectura...
“EL ECLIPSE”
Mirábamos al sol con todo: con los gemelos de
teatro, con el
anteojo de larga vista, con una botella, con un
cristal
ahumado; y desde todas partes.
Juan Ramón Jiménez
Cada vez que oigo en los medios de
comunicación que un eclipse va a ocurrir en cualquier parte del mundo, me
apetece cerrar los ojos, estar a oscuras, enfundarme en los recuerdos. Hoy es
un día de ésos. Ocurrió hace mucho tiempo, allá por junio de 1955. Yo llevaba
mi traje almidonado color rosa con un corpiño rematado en un cuello muy
original, era de color blanco con mangas que eran de las que llaman de tres
cuartos y una falda suelta, muy suelta.
Todos en la calle esperábamos ver morir
el sol, y por ello, impacientes, buscábamos cristales, rotos para ahumarlos y
poder mirar al gran astro que nos alumbra, a ese cielo que puntualmente abre
sus ventanas
todos los días. Para mí el amanecer
siempre fue un momento lleno de misterio.
Desde que mi madre corría las cortinas
de mi habitación mi pequeño mundo se llenaba de ruidos: el hombre que pregonaba
pescado fresco a lo largo de las calles, la señora de la basura con el
traqueteo del carro tirado por un burro, el panadero que, como siempre, tocaba
puntualmente en los cristales de la cancela con su pan todavía calentito. Los
ruidos crecían al mismo tiempo que te ibas despertando; los había de todos los
colores y olores, jubilosos o tristes, oscuros o diáfanos. Pero siempre había
una musiquilla de fondo: el baile de las aguas del mar, que, casi dormidas,
anunciaban el nuevo día.
Aquella mañana prometía que iba a estar
movidita, iba a ser diferente a todas. Los relojes no se detuvieron, pero, por
unos minutos las clases se suspendieron, los fuegos de las cocinas se apagaron,
los perros y los gatos callejeros dejaron de ladrar y maullar, los gallos y las
gallinas revolotearon asustados,
las guaguas y los coches no circularon,
los comercios cerraron sus puertas y todos los habitantes de la isla formaron
una piña para observar el gran misterio que iba a acontecer en nuestro cielo.
En los días precedentes, la maestra nos
había explicado que los pueblos primitivos asisten con inquietud al fenómeno
del oscurecimiento del cielo y de la desaparición del astro-rey, que incluso
algunas tribus indias ven en un eclipse la intervención del diablo y, que los
hombres lanzan sus flechas al cielo, como
si pretendiesen rechazar las sombras
del demonio, o bien ejecutan danzas mágicas para alejar calamidades y
desastres. Con gran curiosidad escuchábamos sus explicaciones, sentíamos miedo
y por eso nos sentábamos a su alrededor; nos juntábamos tan pegaditos que
nuestras almas no podían respirar.
Mamá también intentó contarme lo que
era un eclipse, y estoy segura que hasta llegó a la definición etimológica de
la palabreja. Ella nunca había contemplado uno, pero todo el mundo hablaba de
lo mismo. Los comentarios se dispararon y recuerdo el más alarmista:
-Esto va a ser el fin del mundo.
Y llegó el día señalado, creo recordar
que fue sobre el mediodía. Algunos turistas despistados se unieron a nuestras
filas, con sus pantalones cortos y sus aromas a bronceadores, que para nosotros
aún constituían una extrañeza. En la plazoleta de Farray estábamos todos
congregados: mis padres,
mis vecinas, mis amigas. Todos
alborotados sin dejar de mirar hacia el cielo.
El sol cada vez brillaba más, y poco a
poco su luz se enrojecía. De pronto alguien lanzó una advertencia:
-Si miran al sol se quedan ciegos.
Asustada, agaché la cabeza, me tapé los
ojos con la falda de mamá. Y me estuve quietita hasta que se hizo de noche. Fue
una sensación especial e inolvidable: Cuando la luz del sol comenzó a huir
sentí frío, como si realmente ya fuese de noche. Unos lloraban de emoción,
otros se reían, y muchos se guardaron las placas ahumadas, quizá como recuerdo
para el próximo eclipse, aunque tardase muchos años en llegar.
De La Peña de la Vieja y otros relatos.
(Anroart, ediciones, 2006)
Rosario Valcárcel
Las Palmas de Gran Canaria, Gran Canaria..
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Gracias amigos de Zaragoza. Gracias David por unirnos, por permitirnos margullar por las redes. Abrazos apretados para tod@s.
ResponderEliminarGracias a ti, amiga Rosario. Una suerte seguir contando contigo. Abracicos de Cierzo hasta las islas 😘
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