Título: La memoria de los sentidos.
Autor: Marcos Bellerín.
Procedencia: Huelva.
A continuación os dejo aquí su texto para que disfrutéis de su lectura...
“LA MEMORIA DE LOS
SENTIDOS”
La
maquinaria automática NH36A de un reloj de pulsera estaba a punto de dejar de
oscilar sobre el mueble bar del salón de la casa. Prácticamente imperceptible
para el oído humano. El dolor de cabeza provocado por la resaca hace que
cualquier sonido, por ínfimo que sea, percuta en el cerebro martilleándolo una
y otra vez como un pájaro carpintero que se afana en agujerear el tronco de un
árbol. Volvía a ser lunes. El
despertador sonó inmisericorde a las seis y media de la mañana. Lucía abrió los
ojos y se quedó mirando al techo unos instantes. Unos instantes que se
convertirían en minutos. Le harían falta dentro de un rato cuando aparecieran
las prisas.
-Volveré a
llegar tarde- Se dijo asimisma adormecida cuando habían pasado diez minutos
desde que la alarma sonara, levantándose aprisa para tomar una ducha rápida que
desprendiera de ella los olores de la noche de jarana, otra de tantas, y
degustar los restos de café que quedaban en el recipiente de la cafetera desde
el viernes pasado.
La casa
estaba desordenada. La cama se quedaba sin hacer. Todavía conservaba el calor
provocado por el ajetreo al que dos cuerpos desnudos la habían sometido hacía
unas horas. Otro amante, no se acordaba ni del nombre. Qué más da. Son detalles
sin importancia cuando se vive quemando todas las cerillas de la caja al mismo
tiempo.
Salió de la
ducha aturdida por el dolor de cabeza, a la misma vez sintió como una arcada
ascendía desde el estómago al esófago. Sintió el sabor amargo de la bilis que
vertió al inodoro como casi todas las mañanas. La ansiedad la acompañaba desde
los catorce años. Alprazolam y sesiones de psicología habían logrado paliar
superficialmente un mal latente del que no conseguía desprenderse. Consiguió
vestirse a duras penas, tomó los restos de café y salió de casa como alma que
lleva el diablo.
Lucía
trabajaba como enfermera de quirófano en un equipo de extracción de órganos al
que ese día a primera hora le tocaba intervenir en el hospital central de la
ciudad. Habitualmente quedaba con Luis, el cirujano encargado de la jefatura
del equipo para plantear cómo iban a llevar a cabo la extracción y dirigirse
juntos al centro médico que correspondiera ese día. El equipo no había estado
de guardia durante el fin de semana por lo que, Luis, sabía que su compañera
acudiría hecha jirones y no se encontraría con ella hasta llegar a quirófano.
Aparcó en
las plazas reservadas para los trabajadores del hospital. Era un parking
subterráneo que a esas horas de la mañana se encontraba completamente desierto.
Comenzó con el ritual habitual de su jornada. Sacó del bolso una pequeña cajita
a modo de pastillero y depositó una pequeña píldora de color blanco sobre la
lengua. Cuando le costaba concentrarse por la ansiedad, cambiaba el Alprazolam
por el éxtasis. Necesitaba estar estimulada y en estado de alarma. Las drogas
formaban parte de su vida como de la de tanta gente. Se decía constantemente
que, su mal hábito, no ponía en riesgo a nadie. Trabajaba diariamente con
cadáveres y con pacientes en estado vegetativo. Si había algún error, nadie
sufriría las consecuencias. Intentado sarcásticamente justificar lo
injustificable. Ingirió la pastilla dando un sorbo de agua a la botella que
siempre llevaba consigo por si se daba la ocasión. Cogió sus pertenencias,
cerró el coche y se dirigió a la entrada.
Pulsó el
botón del ascensor que la llevaba a la cuarta planta donde se había citado con
Luis. Aprovechó su ascenso y el gran espejo del habitáculo para sacar del bolso
el rímel y un pintalabios para maquillar un aspecto que era lamentable: ojerosa
y con los ojos enrojecidos del que solo ha dormido un suspiro. Guardó el
maquillaje nuevamente cuando un sonido agudo, similar a un pitido, le anunció
que había llegado al piso número cuatro. Salió al pasillo y giró a la derecha
continuando por el corredor hasta llegar al segundo quirófano donde su
compañero ya la esperaba vestido con su ropa de cirugía.
¡Buenos
días, compañera! Cámbiate que comenzamos en diez minutos. Vamos a estar
acompañados por otro cirujano del hospital y otra enfermera que nos van a
asistir si fuera necesario. Cuando estés preparada encárgate de que el
quirófano esté en perfectas condiciones y nuestras herramientas bien ordenadas,
por favor.
Buenos días,
Luis. Qué envidia comenzar con tanta energía un lunes- Dijo irónicamente, recibiendo
toda la información que su jefe de equipo intentaba transmitirle.
Alguno de
los dos tiene que llegar con las pilas cargadas, cariño. Contraatacó Luis con
una sonrisa picarona en la cara. Avísame cuando esté todo listo.- Se despidió
de ella con un guiño de ojos que consiguió hacerla sonreír.
Lucía entró
en los vestuarios para el personal femenino. Empezó a vestirse con el uniforme
de trabajo y comenzó a notar los primeros efectos del éxtasis en su cerebro.
Sus sentidos se agudizaron y su mente entró en alerta… El dolor de cabeza había
desaparecido. Se colocó el gorro de plástico y la mascarilla dirigiéndose al
quirófano. Estaba impoluto. El equipo de limpieza había realizado un trabajo
excelente. La sala era totalmente aséptica. Apenas un mostrador, una mesita
portátil con ruedas y una mesa de operaciones en medio de la sala. Todo de
acero inoxidable. Un biombo de separación dividía la estancia en dos, dejando a
un lado del separador un pequeño espacio con una silla plegable y una fuente de
agua para los descansos de los sanitarios en las intervenciones de larga
duración. Lucía salió un instante al recibidor que hacía de antesala. Luis ya
se encontraba al otro lado de la puerta charlando con el otro cirujano acerca
de la intervención, a la vez, la enfermera que iba a asistirla entraba en el
Hall.
Luis, todo
listo. Podemos comenzar cuando quieras.
Perfecto,
Lucía. Ellos son Manuel y Estefanía, el equipo del hospital encargado de
asistirnos.- Todos se saludaron cordialmente. Manuel hizo una llamada reclamando
que trajeran el cuerpo a quirófano.
- Tenemos
que esperar un momento. Necesitamos que el secretario judicial firme el permiso
para comenzar con la intervención.- Dijo Manuel, aclarando la situación.
¿El
secretario judicial?- Preguntó Lucía interesándose.- ¿De quién se trata?
No tengo ni
la más remota idea. Su nombre es Rafael. Al parecer, al pobre desgraciado le
dio un infarto cerebral mientras se encontraba paseando por la calle. Después
de varios días hospitalizado nadie se ha personado para interesarse. Ni
familia, ni amigos. Esta madrugada entró en muerte cerebral y aparece en el
banco de donantes de órganos. De ahí nuestra presencia aquí. El corazón y los
pulmones se hallan en buen estado, por lo que vamos a realizar un corte en
forma de i griega. Sencillo y rápido, extraemos y nos vamos.- Lucía asintió con
énfasis al mismo tiempo que Manuel recibía una llamada en su teléfono móvil.
De acuerdo,
ya tenemos la autorización. Van a subir al paciente desde la habitación donde
se encuentra y podremos empezar. Id poniéndose los guantes de látex.- Esperaron
escasos diez minutos cuando dos celadores entraron en la habitación. Uno de
ellos empujando una camilla con el cuerpo encima de la misma. El otro, guiando
junto a su compañero el equipo de respiración artificial y de monitorización.
Una vez en quirófano, lo trasladaron a la mesa de operaciones de acero
inoxidable y se despidieron del equipo de extracción. Luis se puso en la
cabecera de la mesa y se crujió los dedos. Era su particular manía antes de
empezar las operaciones. Destapó el cuerpo de aquel pobre hombre hasta el
cuello. Tenía la costumbre de preservar la privacidad de sus donantes, por eso
no les destapaba la cara. Él estaba allí para salvar vidas, no para preocuparse
por aquel frío recipiente vacío en el que se había convertido aquel cuerpo en
estado vegetativo. Se encontraba decúbito supino, mirando hacia arriba, con los
brazos extendidos y las palmas de las manos reposando sobre la mesa de operaciones.
Al destaparlo, el olor corporal que desprendía llamó la atención de Lucia. Le
resultó familiar. Su memoria olfativa se activó y se puso tensa sin saber por
qué.
Maldito
éxtasis.- Pensó, echándole la culpa a la pastilla que hacía escasos cuarenta y cinco
minutos había engullido. Entró en contacto con las drogas a muy temprana edad.
Ahora, camino de la cuarentena, comenzaba a notar los síntomas adversos de
haber consumido durante tanto tiempo. Se encontraba delante de la mesita
portátil con todos los utensilios preparados a la espera de que Luis le diera
órdenes.- ¿Notas ese olor?- Preguntó a Luis desconcertada.
¿De qué olor
me hablas? No noto nada.- Estefanía y Manuel se miraron un poco perplejos.
Serán cosas
mías. Estoy un poco cansada, solo es eso.
Vale,
concentrémonos.- Le dijo Luis en tono afable, intentando tranquilizarla, pues
la notaba nerviosa.- Bisturí, por favor.- El electrocardiograma sonaba de forma
rítmica, como un metrónomo. La zona donde iba a realizar el corte ya estaba
desinfectada y trazada. Un corte en Y a lo largo de todo el torso. Lucía se
apresuró a alcanzarle a su compañero la herramienta que le había solicitado.-
Muchas gracias, compañera.- El continuaba intentado que ella se calmara.
¿Pero qué
cojones es este olor?- Dijo en voz muy baja, como un suspiro inaudible. Comenzó
a preocuparse cuando no consiguió recordar ninguna ocasión en la que los
estupefacientes le hubieran provocado aquel síntoma. ¿Cómo era posible que un
simple olor pudiera provocarle miedo..? Comenzó a notar temblores. Procuró que
los demás no se dieran cuenta.
¿Cómo ves el
corte, Lucia?
¿Eh?- La
pregunta consiguió sacarla de su ensimismamiento.- Perfecto, Luis. Está
perfecto.
Vale. Toma
el bisturí… Pásame la sierra quirúrgica, por favor. Voy a proceder a abrir la
caja torácica.- Luis era un excelente profesional y, aunque se pasara el día
entre la vida y la muerte, siempre procuraba ver su trabajo desde un punto de
vista positivo. El repetía constantemente que eran el primer eslabón para lo
que llamaba: “El Teatro de las Segundas Oportunidades”. Alguien iba a recibir
aquellos órganos. Alguien que los necesitaba. Alguien que iba a tener esa
segunda oportunidad. Hablaba de ello con emoción cada vez que tenía ocasión. Se
transformaba cuando se ponía el uniforme. El corazón por fin quedó al
descubierto.- Coge la sierra y pásame las tijeras, por favor. La concentración
era máxima.- Voy a comenzar a canular la aorta y a cortar los vasos sanguíneos.
Genial,
Luis.- Dijo Estefanía con admiración desde atrás, observando detenidamente cada
paso que daba el médico.
¿Quieres las
tijeras largas o las cortas?- Preguntó Lucia para seleccionar el material a
emplear mientras otro temblor ascendía desde su pierna hasta la cadera.
Las largas,
necesito más profundidad. – Lucía cogió las tijeras y se incorporó como pudo
para entregárselas a su compañero. Se encontraba en el lateral de la mesa de
operaciones cuando pudo observar que el fallecido tenía por dentro de la muñeca
un tatuaje que, debido al paso de los años, había perdido vigor, pero en el que
se podía apreciar perfectamente un corazón constreñido por una serpiente que
asomaba la cabeza por la parte superior del dibujo con dos ojos color carmesí
que observaban desafiantes. En ese momento no solo le temblaron las piernas,
también la mano que sostenía las tijeras. Estas cayeron irremediablemente sobre
el órgano que iban a extraer. De punta, afiladas, brillantes… Atravesaron por
completo la aurícula izquierda causando una profusa hemorragia. ¡Inservible! El
electrocardiograma se volvió plano súbitamente.
¡Joder,
Lucía! ¿Qué coño te pasa?- Dijo enfurecidamente Luis ante la perpleja mirada de
Manuel y Estefanía que no podían creer lo que acababa de ocurrir mientras
intentaban entre ambos contener la fuga de sangre. En ese momento ella no
escuchaba nada. Al ver aquel tatuaje comenzó a sentir un calor insoportable en
la garganta. Un calor que la asfixiaba y apenas la dejaba respirar. Se paró a
observar detenidamente aquel cuerpo. Su constitución, la forma de los pezones,
los lunares que se distribuían por todo el torso… Por un momento pareció que le
hablaba. Aún con la cara tapada bajo la sábana que la cubría. Que le gemía al
oído. Le pareció sentir su respiración en la nuca. Dos lágrimas asomaron en sus
ojos verdes y casi se derramaron sobre aquella mesita donde depositaba los
útiles. Estaba en estado de shock. El resto del equipo le hablaba, pero ella no
estaba allí. Estaba años atrás. Muchos años atrás.
Ven aquí.-
Luis la tomo del brazo y la apartó de la mesa hasta llevarla detrás del biombo
que separaba la estancia en dos. La sentó en la silla plegable y se puso en
cuclillas delante de ella tomándola de la cara y mirándola fijamente a las
pupilas. La sangre lo manchaba todo.- Otra vez estás colocada. ¡Maldición!- Por
un momento, volvió en sí.
No me toques
con esas manos, por favor.
¡¿Qué coño
estás diciendo?!
Que no me
toques después de haber trabajado sobre ese cuerpo.
Lucía, soy
yo. Tu compañero.- Tomó con cariño una de las manos que le sujetaban la cara
manchándose de un tono rojizo la mejilla.
Lo sé, Luis…
Necesito salir de aquí. Y si, estoy colocada. Pon en el informe que me drogué.
Que se me cayeron las tijeras sobre el corazón y que ha quedado inutilizable.
¡Joder..!
No, no voy a hacer eso. Tengo confianza con Manuel y Estefanía. Ella se quedará
asistiéndome durante el resto de la intervención. A Manuel le diré que has
tenido un mal día y reflejaremos en el informe que el corazón estaba dañado.
Luego limpiaremos todo y mandaremos incinerar lo que no nos sirva. Tu sal de
aquí y tómate algo abajo, en el recibidor. Yo iré después y hablaremos sobre lo
que ha pasado.- Lucía se levantó de la silla y le dedicó a su compañero una
mirada de agradecimiento. Se desprendió de los guantes, cruzó el quirófano
mirando de soslayo aquel asqueroso cuerpo sobre la mesa de inoxidable. Volvió a
bajar la mirada en dirección al suelo y salió del quirófano procurando no pisar
los pequeños charcos de sangre que se habían formado.
Entró en el
vestuario entre lágrimas a la misma vez que otra arcada le volvía a subir desde
lo más profundo de su estómago. Vomitó irremediablemente. El efecto del éxtasis
era apenas un recuerdo, a la misma vez que el dolor de cabeza volvía a
aparecer. Consiguió cambiarse en el vestidor a duras penas, se lavó la cara con
ahínco y bajó hasta el recibidor. Se dirigió a la puerta de entrada y salió al
exterior. El porche estaba flanqueado por una hilera de columnas que daban a
unas escaleras que bajaban hasta la calle. En el porche había una máquina
expendedora y otra de café. Introdujo cincuenta céntimos en la segunda y
extrajo un solo doble con el máximo de azúcar. Hacía frío. Era Enero y el
invierno golpeaba con fuerza desde por la mañana. Se sentó en uno de los
escalones del pórtico mirando al enorme parking para usuarios del hospital que
a esas horas ya registraba un mayor trasiego de gente entrando y saliendo del
mismo. Encogida en el escalón, con el café entre las manos procurando
calentarse, su mirada se volvió a perder. Se perdió en el pasado...
Lucia apenas
tenía catorce años cuando su madre falleció de cáncer de mama. Su padre las
abandonó a ambas cuando ella apenas había abierto los ojos. Victoria, su madre,
comenzó una relación al cabo de los años con un tipejo de mala estampa que,
desde muy pronto, había empezado a acosarla. Al principio eran actitudes sin
importancia. A Victoria nunca le pareció que su pareja quisiera abusar de su
hija, ella siempre lo definió como un hombre cariñoso. Puede ser que a su
madre, la falta de un soporte emocional como una familia le hubiera causado
durante toda su vida una dependencia emocional para con sus parejas que hacía
que ésta tratara de explicar cualquier acción de Rafael, que es como se llamaba
aquel desalmado, de la forma más absurda posible. Al final Lucía acabó no
sabiendo a quién odiaba más. Si a su madre, que lo consentía y justificaba, o
al maldito Rafael, que con apenas doce años había empezado a tocarle los
genitales sin ningún tipo de pudor. Lo peor vendría dos años más tarde, cuando
Victoria enfermó y murió porque el cáncer ya era irreversible. Aquel jodido
animal no guardó ni un día de luto. A ella no le quedaba más remedio que
convivir con él. No tenía más familia que la que acababa de partir hacia el
otro mundo y se había quedado completamente
huérfana, abandonada por completo a la compañía de un monstruo. Aquel día
llegaron a casa y cenaron. Ella no levantó la cabeza del plato en ningún
momento sabiendo que él la observaba desde el otro lado de la mesa queriéndola
devorar con la mirada. Lucía solo podía mirar aquellos ojos de color carmesí de
la serpiente rodeando al corazón con su cuerpo que Rafael tenía tatuados en la
muñeca derecha, mientras este jugaba a golpear la mesa con el extremo de un
cuchillo para ponerla nerviosa. Ella terminó de cenar y se fue a la cama sin apartar
la mirada del suelo. A media noche la luz del pasillo se encendió... Estaba
despierta. Rafael entró en la habitación completamente desnudo y la puso boca
abajo en la cama. Le dijo que iban a jugar a algo que le iba a encantar y que
para ello tenía que atarle las manos y las piernas a los extremos de la cama. Y
así hizo. La desvistió y comenzó a violarla. Esa misma noche. Hacía apenas unas
horas acababan de incinerar a su madre. Lucía perdió la cuenta de cuántas veces
la violó siendo una niña, de cuántas veces había visto los ojos carmesí de la
serpiente estando ella boca abajo en la cama. Primero, cuando la mano estaba
apoyada contra el cabecero haciendo de resistencia al vaivén de un cuerpo sobre
el otro. Después, podía sentir como aquellos ojos le quemaban el cuello cuando
él la estrangulada desde atrás. Aquellos abusos no solo habían roto su
inocencia, también le provocaban dolor, y así fue como se hizo drogadicta por
necesidad. Consiguió, a través de una amiga, unas pastillas derivadas del opio
y comenzó consumir... Y a dejar de sentir. Vivir estando muerto es algo difícil
de sobrellevar cuando no te queda más opción que seguir vivo. Las drogas,
contradictoriamente, la habían ayudado. Acabó conociendo cada resquicio del
cuerpo de su torturador. Su olor se quedó impregnado en su cerebro como una
garrapata se adosa a un huésped para alimentarse de él. De primeras no era un
olor desagradable pero, al relacionarlo con toda su maldad, acabó
convirtiéndose en el peor de los hedores. A los dieciséis años consiguió
escapar de casa, hizo amistad con un grupo de chicas que llegaban a la ciudad
para comenzar sus estudios y pudo sentir por primera vez en mucho tiempo lo que
era un hogar junto a ellas. Encontró un trabajo en unos almacenes al otro lado
de la ciudad y pudo comenzar a labrarse un futuro. Con el paso del tiempo su
cerebro bloqueó todo aquello. En su cabeza se formó un muro infranqueable que
solo se quebraba cuando la ansiedad aparecía.
Por un
momento volvió en sí y le dió un sorbo al café. Había recobrado parte de la
tranquilidad que hacía tiempo que no tenía. Aquel monstruo estaba muerto.
Dirigió nuevamente la mirada al parking. Daba al Este. El sol ya alumbraba un
palmo por encima del horizonte y comenzaba a calentar la tierra. Pensó por un
momento en el instante en que las tijeras cayeron con las puntas hacia abajo
desgarrando la aurícula... Lucía había tratado con varios pacientes
beneficiarios de un trasplante. Siempre que conocía a alguno una gran
satisfacción la embargaba por dentro. Era paradójico como la muerte de una
persona podía llenar de felicidad la vida de otra y la de su familia. Este caso
era distinto...
- ¿Se me
cayeron las tijeras o yo misma hice que se desprendieran cuando vi el tatuaje?-
Se quedó pensando sentada en las escaleras tomándose el café. Intentando llegar
a la conclusión de si aquello había sido un accidente, o había sido su
particular venganza para que aquel oscuro corazón no latiera nunca más. Ni en
aquel cuerpo, ni en ningún otro.
Marcos Bellerín.
@sir_calamidad
Huelva.
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Nos leemos.
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